22

Chamboya

Popolo lolo popolo moler tú hermano hacer morir muerto no hacer culo no querer yo bif, brotando, borboteando de la boca de 5-Cero, que estaba inmovilizado bajo toneladas de cemento, al tiempo que la Tierra se movía; Conrad se sintió caer de la litera de arriba —«¡ahhhh!»— y eso lo despertó.

Por un instante permaneció desorientado. No podía ser Santa Rita, porque estaba tumbado en un suelo con moqueta, una moqueta asquerosa, pero una moqueta al fin y al cabo. Había gente… caras asiáticas, de pie ante él, mirándolo, y alguien decía:

—Lum loe mung ve nha pao poc, Conrad.

Se incorporó sobre un codo y se frotó la cara con la mano. Risas agudas. Mujeres. La diminuta sala de estar ya se encontraba llena de gente, vietnamitas… debían de ser unos quince o dieciséis al menos. La noche anterior… la noche anterior… y con el recuerdo de la noche anterior las cosas empezaron a ordenarse en su cabeza.

Estaba en el suelo de un pequeño apartamento moderno de aspecto lastimoso, en la planta baja de un edificio de una ciudad llamada Chamblee, justo a las afueras de Atlanta, Georgia. Todo había ocurrido tal como Mai le había prometido. En el aeropuerto, en la zona de equipajes, lo había abordado un vietnamita llamado Lum Loe, que lo reconoció por la gorra de béisbol VER-D. Fueron hasta la camioneta de Lum Loe, un hombrecito locuaz, que no paró de hablar en un inglés macarrónico durante todo el camino en dirección a Chamblee, hasta el edificio de apartamentos de dos plantas estucado y con un letrero que decía: MEADOW LARK TERRACE. Lum Loe lo señaló, rió y dijo:

—¡Ser mejor llamarlo Saigón Oeste! ¿Saber cómo llamar Chamblee? Chamboya. —Se retorció de risa—. ¡Tú en Chamboya! ¡Y esto Saigón Oeste!

Lo condujo hasta la parte de atrás del edificio, donde abrió una puerta corredera de vidrio templado que también servía de ventanal, apartó una especie de cortina de hule… y Conrad se encontró en una habitación llena de vietnamitas, con edades que iban desde los cinco o seis años hasta los ochenta y tantos, siendo la octogenaria una mujer marchita y arrugada que se hallaba sentada en el suelo con la espalda apoyada contra una pared. Había un penetrante olor a pescado frito. Tres hombres de mediana edad estaban agachados e inclinados hacia adelante con los brazos sobre las rodillas; sostenían unos platos de plástico a la altura de la boca y comían arroz con ayuda de unos palillos. Dos hombres y una mujer yacían en el suelo sobre un futón, profundamente dormidos. Otra mujer dormía sobre el suelo y otra más en la única pieza de mobiliario de la habitación, un viejo balancín de porche, que era un sofá con cojines forrados de plástico, montado sobre un armazón metálico con un gran brazo amarillo oxidado a cada lado. Los niños correteaban entre los cuerpos de quienes dormían, jugando a algo así como a pillarse, y de pronto sus ojos, los ojos de la anciana y los ojos de los tres hombres agachados se abrieron bien abiertos y se clavaron en Conrad. El sitio despedía el tufo característico del hacinamiento de cuerpos humanos en un espacio reducido.

Lum Loe había puesto una voz dura y espetado algo, en lo que Conrad sólo fue capaz de distinguir su propio nombre, Conrad.

—Mañana volver con carnet de identidad —le dijo a Conrad, y a continuación se marchó por la puerta corredera.

Con cuidado, Conrad había avanzado entre las formas dormidas y pasado junto a los hombres agachados para explorar el resto del apartamento. Todos los ojos lo habían seguido. Nadie dijo nada. Había tenido la impresión de que ninguno hablaba una palabra de inglés y eran casi tan recién llegados a Meadow Lark Terrace, a Saigón Oeste, a Chamboya, como él mismo. El resto del lugar consistía únicamente en una cocina americana donde hervía a fuego lento una especie de estofado de pescado, un baño diminuto y un minúsculo dormitorio que no llegaba a los cuatro metros por tres, donde se hacinaban al menos ocho o nueve vietnamitas. Dentro, el calor carnal era aún peor. Conrad había regresado a la sala, al único trozo de suelo no ocupado, y se había tumbado, apretando contra la barriga su pequeña bolsa de viaje. Todos los vietnamitas lo habían contemplado, y él no tenía ni idea de quiénes eran. Había pensado que nunca se dormiría, pero sesenta segundos más tarde ya resbalaba por la nunca recordada y siempre llena de pliegues pendiente del olvido.

Era ya de mañana y en la habitación entraba la luz a través de la puerta corredera, cuya cortina de hule habían descorrido. La estancia se encontraba aún más llena de gente. Se levantó con dificultad. Se sentía entumecido… y confuso, casi mareado. Vietnamitas por todas partes, de pie, tumbados, agachados. La anciana había conseguido por fin acceso al futón y estaba estirada en él, roncando. De nuevo se quedaron contemplando a Conrad, o al menos muchos lo hicieron. Media docena de hombres estaban enzarzados en una áspera discusión. Uno de ellos no paraba de repetir algo que a Conrad le sonó como a: «¡Phai co nwha tong!».

Conrad sonrió a todos aquéllos con los que se cruzó su mirada, para mostrar que era un… extranjero… amistoso… en aquel extraño lugar. Tenía una necesidad imperiosa de orinar. Se abrió camino entre la muchedumbre, sonriendo a todo el mundo camino del lavabo. Encontró a cuatro vietnamitas haciendo cola delante de la puerta.

Esperó su turno. El cuarto de baño estaba hecho un asco. Había pisadas en el asiento del váter. No adivinó la razón. Acababa de salir del cuarto de baño cuando oyó su nombre. Le pareció que quien lo pronunciaba era Lum Loe. Sin dejar de sonreír, se abrió camino entre la gente. Entonces oyó a Lum Loe gritar algo en vietnamita. Los seis hombres dejaron de discutir. Lum Loe los estaba riñendo. A continuación miró a Conrad.

—¡Conrad, venir aquí tú!

Con severidad.

Conrad se abrió paso entre más gente todavía y siguió a Lum hasta el exterior, por la puerta corredera. Miró a un lado y a otro, esperando encontrar… no sabía qué. Soy un preso fugado, se dijo. Era un pensamiento tan extraño que volvió a decírselo: soy un preso fugado.

Por la luz supo que era mucho más temprano de lo que había pensado.

—¿Qué hora es?

Lum Loe le mostró su reloj: las siete menos veinte.

—Es temprano —comentó Conrad.

—Tener que ocupar de toda esta gente —dijo Lum Loe—. Tener que ocupar de tú.

Entre los edificios de Meadow Lark Terrace había amplias franjas de césped. Seis o siete niños de pelo negro jugaban ya en un pequeño grupo de columpios y barras metálicas. Dos mujeres vietnamitas, ambas con pijama negro, los vigilaban. Lum Loe le hizo un gesto de que rodearan el edificio a fin de que no los vieran desde la calle.

—Muy bien, Conrad.

Lum Loe movió los brazos para quitarse la mochila, abrió la cremallera y sacó un montón de sobres de papel, como los que dan en las papelerías cuando uno compra tarjetas de felicitación. Los examinó. La mayoría tenía ideogramas vietnamitas escritos encima con rotulador. Entonces apareció uno marcado con CONRAD. Lo abrió y sacó tres documentos. Uno era una cartilla de la Seguridad Social a nombre de Cornelius Alonzo DeCasi. El segundo era un carnet de conducir expedido por el estado de Georgia, con una foto de la cara de Conrad y el nombre Cornelius Alonzo DeCasi. El tercero era un certificado de nacimiento del estado de Michigan, con un sello oficial en relieve, a nombre de Cornelius Alonzo DeCasi, nacido el 2 de diciembre de 1977, hijo de Margaret Stuart DeCasi y Demetrio Giovanni de Bari DeCasi.

—Dios mío… —dijo Conrad—. ¿Cómo lo has hecho?

Lum Loe se echó a reír.

—No falta saber tú. Certificado nacimiento… verdad. —Tocó con el pulgar y el índice el sello estampado en relieve y lanzó a Conrad una mirada que invitaba a la apreciación de aquella maravilla—. Ahora tú Cornelius Alonzo DeCasi. —Aquello le pareció extremadamente divertido. Cuando dejó de reír, añadió—: Cornelius Alonzo DeCasi morir en 1982. ¡Lo siento, pero no darte certificado muerte! —Era aún más divertido, y se echó a reír a carcajadas. Luego se puso serio—. Ahora tú busca trabajo. —Hizo un gesto hacia el apartamento—. No poder queda siempre.

—¿Y dónde consigo un trabajo?

—¿Un americano joven como tú? Eh, no problema. Esa gente —volvió a hacer un gesto en dirección al apartamento— trabaja planta de pollos.

—¿Planta de pollos?

—Planta de pollos muy grande en Knowlton. Siempre tiene trabajos planta de pollos.

—¿Haciendo qué?

—Trabaja en cadena de montaje. Siempre tiene trabajos cadena de montaje.

—¿Qué haces en la cadena de montaje?

Con una mezcla de palabras y mímica, Lum Loe describió el modo en que algunos se pasaban el día degollando pollos, otros se pasaban el día abriéndolos y destripándolos, otros se pasaban el día desplumándolos y otros se pasaban el día troceándolos.

—Trabajo duro y mucha peste… pero yo tengo regla. Yo ayudo tú, después tú busca trabajo. A ésos, yo digo quedar dentro casa hasta yo doy carnet y ellos tiene trabajo. No posible andar siempre sin hacer nada en Chamboya. —La palabra volvió a hacerlo reír—. Pero tú americano y tiene carnet, puede andar. Pero tú tiene encontrar trabajo. Esa Lum Loe manera.

—¿Dónde puedo comer algo? —preguntó Conrad.

—¿Tú tiene dinero?

—Tengo… un poco.

—Ohhhhh… Buford Highway. Doraville. Puede andar.

Lum Loe le explicó entonces que debía bajar por la calle que pasaba frente a Meadow Lark Terrace, tomar el paso subterráneo que cruzaba por debajo de las vías del MARTA —el MARTA, entendió, era un tren de cercanías— y subir por New Peachtree Road hasta Buford Highway, que al parecer era una especie de calle comercial.

—MARTA —repitió—. Este lado, América. Otro lado, Chamboya. —Rió de nuevo.

De modo que Conrad se encaminó a pie, rumbo a Buford Highway, cargando con la bolsa de viaje y con la mano metida en el bolsillo de sus vaqueros para sentir el tranquilizador tacto de los setecientos dólares que le quedaban. La carretera que pasaba por delante de Meadow Lark Terrace era ancha y atravesaba algunas arboledas; tenía el somnoliento aire de cualquier carretera rural a primera hora de la mañana. No tardó en llegar a un grupo de edificios de apartamentos situado encima de un pequeño montículo. Un letrero de madera indicaba: «HICKORY HEIGHTS. Aptos, dúplex». Tres hombres de pelo negro, latinos —mexicanos, le parecieron a Conrad—, estaban inclinados sobre la barandilla del pasillo exterior del primer piso del edificio más cercano a la calle. Examinaron a Conrad, y él miró al frente y siguió caminando. Justo a la salida de una curva topó con un pequeño drugstore con un letrero sobre la entrada principal que rezaba «B-KWIK» y a cuyos lados tenía el dibujo de un abejorro con una sonriente cara humana. Delante había un par de surtidores de gasolina de aspecto decrépito y un grupo de seis mexicanos, si es que eran mexicanos, de pie con las manos metidas en los bolsillos de los vaqueros. Miraban a un lado y a otro de la carretera. Se acercó una camioneta conducida por un blanco de mediana edad y, tras una breve conversación, dos de los mexicanos subieron al vehículo, que partió, con lo que quedaron cuatro mexicanos con las manos en los bolsillos, mirando a un lado y a otro de la carretera. Dirigieron una mirada de suspicacia a Conrad, y él siguió caminando. Supuso que se acercaba al centro de la ciudad… ¿Chamblee?… ¿Doraville?… por el número de pequeños establecimientos… Liza’s Restaurant, que tenía flores de madera tallada y pintadas de lila pegadas en las esquinas del letrero… un sitio pequeño llamado 24-Hour Play Skool… tiendas de antigüedades con nombres como Hola otra vez, Óxido y Polvo, Central de Antigüedades… y luego un pequeño edificio que albergaba al ayuntamiento y la comisaría… Aquello era Chamblee… Dos policías, dos blancos grandes y rollizos, salieron por una puerta y se encaminaron hacia un coche patrulla… A Conrad le dio la impresión que de pronto le ardía el cuero cabelludo… Era… ¡un preso fugado!… Con el rabillo del ojo vio que los dos agentes se habían detenido y lo inspeccionaban… ¡Zeus! ¡Dame sangre fría! ¡Dame… la facultad de rechazo!… Siguió andando a buen paso, con los ojos fijos al frente, los hombros rectos… Oyó el coche patrulla ponerse en marcha… y alejarse en la otra dirección… ¿Y si lo hubieran parado? Ni siquiera había pensado qué decir. ¿Cómo diría que se llamaba? Diría… diría… Connie… Connie DeCasi era creíble… estaba buscando trabajo, trabajo en un almacén… Se aseguraría de que le vieran sus grandes manos y antebrazos… Le creerían… Se pasó la mano por la cara… Necesitaba un afeitado… Necesitaba ir impecable… Un paso subterráneo delante de él… pero no era una vía de tren, sino una autopista… En cuanto lo atravesó, vio la línea elevada del MARTA, que tenía un aspecto muy extraño alzándose como un muro tan imponente en aquella pequeña ciudad. Atravesó ese paso subterráneo y, al otro lado… ¡otro mundo! ¡Tal como le había dicho Lum Loe! Autoservicio Ming… Frenos Kien Ngay… Agencia de Viajes Minh Ngoc… Guardamuebles Le Phan… y se encontró en New Peachtree Road, en su intersección con una calle de seis carriles… Buford Highway… Joyería Hoang Nhung… Panadería Hong Kong… Transacciones Monetarias Gruyen Tien… Pollolandia Quoc Hu’ong… Agencia de Seguros Pho Hoa… Farmacia Kim, Música Kien Ngay, que vendía vídeos, compactos, casetes vietnamitas… Muchos establecimientos sólo tenían en los letreros ideogramas que Conrad nunca había visto antes… ¿Tailandeses? ¿Camboyanos? ¿Laosianos? ¿Coreanos? ¿Vietnamitas? Un gran letrero en un poste metálico decía: PLAZA ASIA. Los coches pasaban… conducidos todos por personas de pelo negro… asiáticas. A apenas tres metros de él, un Pontiac Firebird trucado color lavanda se metió en una plaza de aparcamiento, y de él salieron tres jóvenes asiáticos con un pelo negro peinado hacia atrás que les bajaba por la nuca hasta la altura de los hombros y vestidos completamente de negro: sudadera negra, camiseta negra, holgados pantalones negros fruncidos en los tobillos, donde se unían a unas zapatillas deportivas negras con franjas blancas. Con andar bamboleante entraron en un restaurante llamado Pho Ca Dao.

Conrad se moría de hambre. En una esquina del centro comercial, dominando la calle, había un restaurante con un cartel: FIDEOS MR. SAIGÓN, con caracteres vietnamitas debajo. Por lo que veía, todos los demás clientes del establecimiento eran asiáticos. El menú estaba impreso en vietnamita con la traducción en letras más pequeñas a la derecha. Pidió una sopa de fideos y marisco Tranh Van de cinco sabores diferentes, aunque costaba 5,95 dólares, una cantidad exorbitante para alguien que tenía en el bolsillo setecientos dólares que debían durarle hasta quién sabía cuándo. Sin embargo, era incapaz de aguantar más. Tenía que comer.

Mientras esperaba la sopa de fideos, contempló Buford Highway. Salvo por los carteles asiáticos que se elevaban hacia el cielo en postes de aluminio, era la típica zona de comercio al por menor de clase baja estadounidense que cabía encontrar en las afueras de cualquier ciudad de los Estados Unidos… seis bituminosos carriles negros delimitados por baldíos de cemento y tierra reseca, puntuados por inclinados edificios bajos de hormigón y cables con banderines fosforescentes que aleteaban, letreros que se alzaban por encima de los edificios en postes de aluminio y cualquier otro recurso capaz de llamar la atención de todo el que condujera por una autopista a cien kilómetros por hora bajo el abrasador sol de Georgia. Al otro lado… el Restaurante Chino Pung Mié, pero también Colusión City y una sorprendente colección de casas de empeños… CASA DE EMPEÑOS, Coches… CASA DE EMPEÑOS, 50% Oro y Diamantes… y más CASA DE EMPEÑOS, Coches… PRUEBAS DE EMISIÓN DE GASES, letreros bajo los cuales siempre se veía un cobertizo marrón en forma de cabaña, en el que uno podía comprobar que los gases emitidos por el coche no infringían las leyes para vehículos de motor de Georgia…

De pronto oyó la voz de Lum Loe en su cabeza: «Tú tiene encontrar trabajo. Ésa Lum Loe manera». Fuera, en la acera frente al restaurante de fideos Mr. Saigón, había una caja amarilla de metal que llegaba hasta la cintura, la máquina expendedora de un periódico, el Atlanta Journal-Constitution… Pensó en salir, comprar un ejemplar y repasar los anuncios de demandas sentado a la mesa. Sin embargo… no quería hacer nada que pudiera dar la impresión de que pensaba irse sin pagar. De modo que pagó la cuenta, salió y metió sesenta centavos en la máquina expendedora, sacó un periódico y volvió al restaurante, a la misma mesa, y pidió un té verde… otros setenta y cinco centavos… y empezó a estudiar los anuncios de demandas. De pronto lo recorrió una oleada de miedo: ¡el terremoto!… ¡Santa Rita!… ¡presos fugados!… ¡quizá sale incluso mi foto! Empezó por la primera página, devorando los titulares a un ritmo vertiginoso… ¡Ahí!… ¡página once!… un artículo en cinco columnas con un titular que decía: «El peor terremoto en veinte años»… Lo leyó vorazmente… «Tras una larga inactividad, la falla Hayward… El gobernador pide al presidente que declare zonas catastróficas los condados de Alameda y Livermore… ¡Santa Rita!»… ¡ahí estaban las palabras! Tres edificios del centro de Pleasanton, el campo de adiestramiento Parks y Santa Rita, la cárcel del condado de Alameda, destruidos… ocho muertos, veinte reclusos en paradero desconocido… Pero eso era todo… Ningún nombre… ninguna mención a ninguna caza del hombre… Aunque, ¿quién sabía? Era sólo un periódico de Atlanta. Si pudiera llamar a alguien… no se atrevía a llamar a Jill… ¿Se atrevía a llamar a Kenny? ¿O a Mai?… Estaba muy alterado… ¿Cómo perseguían a los fugitivos? En una época como ésa —ordenadores, Internet—, sentado ahí, en el restaurante de fideos Mr. Saigón de Chamblee, Georgia, más conocido ya como Chamboya, sintió un vacío que no saciaría cantidad alguna de sopa de fideos y marisco Tranh Van de cinco sabores diferentes. Alzó las manos hacia los cielos y quiso atraer a Zeus hacia su plexo solar.

Ni siquiera en Santa Rita la soledad le había parecido tan completa. Al menos en Santa Rita había habido otros que, lo quisieran o no, tenían que compartir con él su vida… 5-Cero… Mutt… personas que, para bien o para mal, veía todos los días y tenía que tratar todos los días… ¿Y quién había ahí en aquel momento?… aparte de Lum Loe, a quien seguramente ya no importaba nada y estaría ocupado con la siguiente remesa de extranjeros ilegales a setecientos cincuenta dólares por cabeza que intentaban pasar inadvertidos en Atlanta, Georgia, procedentes de medio mundo… ¿Qué era esa ansia de humanidad, en ausencia incluso de todo lo demás, de humanidad en sus formas más bajas?

En cuanto Peepgass entró en la habitación, Herb Richman se levantó de una inmensa mesa trapezoidal, radiante, y se dirigió hacia él por encima de una moqueta de trapecios anaranjados y aguamarina, tendió la mano y dijo:

—¡Ray! ¡Me alegro de verte! ¡Ray!

¡Qué inmenso placer provocaba esa simple exclamación en Raymond Peepgass! ¡Cuántas cosas implicaba! Significaba que a los ojos de Richman seguía siendo la gran autoridad bancaria —y un igual social— que había sido la otra noche con ocasión de la carísima y exclusiva gala Lapeth del Museo High. ¡Gracias a Dios! ¡No se había transformado a medianoche en un funcionario de nivel medio de PlannersBanc!

Richman le hizo una seña de que se sentara en una butaca con un extraño respaldo trapezoidal y se acomodó en otra que tenía un Sol naranja en el almohadillado del respaldo. Entonces Peepgass se fijó en las paredes. Dos de ellas eran onduladas. No sólo eso, sino que estaban inclinadas hacia adelante, como a punto de derrumbarse. Por abajo se acababan a unos diez centímetros del suelo. Peepgass no tenía ni idea de cómo se conseguía eso, pero había oído hablar del estilo. Se llamaba deconstruccionismo. Incluso la ropa de Herb Richman seguía las últimas tendencias en lo que al vestuario de los presidentes ejecutivos se refería. Llevaba una camisa turquesa, con el cuello abierto, un suéter de cachemira blanco de mangas muy holgadas y unos pantalones de franela blancos.

Peepgass se hundió en la excéntrica butaca.

—Bueno, Herb, ¿cómo está Marsha?

—Oh, muy bien —respondió Herb Richman—. Por cierto, nos hizo mucha gracia tu nota, sobre todo la parte de las viudas de Buckhead que llevan el High y el auténtico Wilson Lapeth.

—¡Ah! —dijo Peepgass con una sonrisa llena de seguridad—. Me habría gustado estar presente cuando discutieron si organizar o no la exposición.

—A mí también —admitió Richman—. La verdad es que las cosas han mejorado en Atlanta, pero sólo llevan a cabo sus pequeñas incursiones en la tierra incógnita de la Cultura cuando tienen miedo de que en Nueva York alguien los llame provincianos si no las hacen. Eso es lo único que no soportan, la idea de que en Nueva York alguien los llame paletos sureños.

Y, así, hablaron un rato de lo provincianas que eran las provincias.

Peepgass advirtió que detrás de la mesa trapezoidal de Richman había un enorme bloque de pizarra, de dos o tres dedos de grueso, en un marco de nogal. Esculpido en altorrelieve estaba el mapa de los Estados Unidos con clavijas anaranjadas y aguamarina que representaban los centros de DefinitionAmerica que había por todo el país…

—Acabo de fijarme en eso —dijo Peepgass, haciendo un gesto con la cabeza hacia el inmenso mapa—. ¡Tiene que haber centenares!

—Mil ciento doce —dijo Richman—. Los estamos inaugurando a un ritmo de ciento veinticinco al año.

—Es increíble —exclamó Peepgass—. Da la impresión de que no hay límite.

—Me gustaría que fuera cierto —dijo Richman—. En este negocio, siempre estás limitado por la amenaza de una caída en el gusto.

—¿El gusto?

Peepgass escuchó entonces, sin apenas intervenir, cómo Herb Richman realizaba algunas observaciones ligeramente cínicas sobre la actual manía de hacer ejercicios, una manía a la que era obvio que el fundador y presidente ejecutivo de DefinitionAmerica nunca había sucumbido.

—Pero hoy en día —explicó Richman—, más del veinte por ciento de los adultos del país sigue algún tipo de régimen de ejercicios… o se dicen a sí mismos que lo siguen.

Peepgass vio que era una buena oportunidad. De modo que dijo:

—Bueno, nuestro amigo Charlie Croker tiene sus propias ideas sobre el ejercicio.

—¿Sí?

—Ya lo creo —dijo Peepgass—. La revista Atlanta sacó un artículo sobre él; le preguntaron qué clase de régimen de ejercicios seguía, y fue y contestó —Peepgass decidió recurrir a su imitación de Croker, puesto que había tenido buenos resultados en PlannersBanc—: «¿Quién diantre tie tiempo pacer un régimen de jercicio? Además que cuando cesito leña, empiezo por un arbro».

Richman rió y dijo:

—Ése es Croker, sí señor. Estoy seguro de que piensa que lleva una vida natural.

—La otra noche oí que le decías a Julius (nuestro amigo Julius) que habías pasado un fin de semana en la plantación de Croker. ¿Cómo fue eso?

—Ah… Apenas lo conozco, pero me invitó. Estoy convencido de que sé por qué. Es probable que esté al corriente de que necesitamos más espacio, y él tiene problemas para alquilar su Croker Concourse.

—Ya lo creo que tiene problemas —dijo Peepgass con una sonrisa de complicidad.

—En cualquier caso, me alegro de haber ido —señaló Richman—. Es esa clase de sureño del que oyes hablar, pero del que no sabes de verdad cómo es hasta que lo ves de cerca, en terreno autóctono, como se dice. Tiene esa cosa —sacudió la cabeza—, esa cosa de la virilidad sureña. Todavía no se ha enterado de que estamos entrando en un nuevo siglo. Se cree que es el gran patrón de los afroamericanos que trabajan en su plantación. Tenías que haber visto cómo sacó a su mayordomo y le hizo recitar delante de los invitados todas las formas en que el «señó» lo ha ayudado, a él y a sus hijos, a salir adelante. Le… —sacudió de nuevo la cabeza—. Tenías que estar ahí para creerlo, fue una exhibición de condescendencia. Y tenías que oírlo hablar sobre los derechos de los homosexuales. Lo pronuncia «desechos mosecsuales». Él y su viejo amigo, uno llamado Bass.

—Billy Bass —dijo Peepgass—. También es un promotor, y también pidió prestado un montón de dinero a PlannersBanc, pero él lo devolvió.

—¿Y Croker?

—Croker es uno de esos deudores… por cierto, sólo utilizamos la palabra «deudor» cuando un crédito deja de funcionar… Croker es uno de esos deudores que de tan egoístas no aciertan a ver lo evidente. Está colgando del borde del precipicio y parece que no se da cuenta. Podríamos provocar su bancarrota en el momento en que nos diera la gana, así —chasqueó los dedos—, pero hay cierto número de razones por las que no nos convendría hacerlo. La verdad es que el fracaso más grande de todos es ese Croker Concourse suyo. Se ha gastado ciento setenta y cinco millones de dólares de nuestro dinero en esa maldita torre, y el crédito no funcionaría bien aunque consiguiera ocuparla al actual precio máximo del mercado, cosa que tampoco puede hacer.

Herb Richman abrió la boca y se quedó así, como si estuviera buscando las palabras adecuadas. Por fin, dijo:

—No entiendo… ¿cómo le habéis prestado tanto dinero? Seguro que tenéis algún sistema de control interno, ¿no?, algún modo de revisar los planes de un promotor y estimar los costes de construcción de una manera bastante exacta, ¿o me equivoco?

—No, tienes razón —dijo Peepgass—, pero los bancos también se ven atrapados en la mentalidad del boom. Y ésa es una de las cosas que te decía, una de las razones por las que no nos conviene ejecutar la hipoteca. Todo el mundo se enteraría de que hemos sido unos tontos, y eso es lo último que un banco quiere que sepan sus accionistas.

—¿Y qué vais a hacer? —preguntó Herb Richman.

—¡Ahhhh! —Peepgass levantó el índice, ladeó la cabeza y abrió bien los ojos, como diciendo: «Ahora entramos en harina», y añadió—: Mi plan, y he conseguido el visto bueno de todo el mundo para esto, es obligar a Croker a entregar las escrituras de cuatro proyectos suyos, incluido Croker Concourse. Es un procedimiento que se llama «escritura en lugar de embargo». Si vamos por el camino de la ejecución, todo será demasiado público, porque tiene que haber una subasta, una subasta pública. Del otro modo, sólo tiene que entregarnos las escrituras, y nosotros podremos hacer nuestros negocios discretamente… y tendremos que darnos bastante prisa, porque no estamos en condiciones de administrar un montón de propiedades comerciales. —Hizo una pausa y escrutó la hinchada cara redonda de Herb Richman—. Creo que puedo asegurarte que PlannersBanc se deshará de Croker Concourse por unos cincuenta millones. —Nueva mirada, aún más escrutadora—. Todo esto no te lo cuento como ejecutivo de PlannersBanc. A mis superiores no les gustaría nada que te enterases por mí del precio tan bajo al que están dispuestos a vender. Te lo cuento como individuo particular, aunque estoy dispuesto a ayudar a cualquier persona o sindicato de inversores interesado en el negocio. De hecho, con ello creo que le estoy haciendo un favor a PlannersBanc.

Herb Richman escrutó a su vez a Peepgass y se pasó la mano por el escaso pelo rojo de su calva.

—Diría que es posible —prosiguió Peepgass—, si hay un comprador… digamos, un sindicato… un sindicato capaz de realizar un pago inicial del veinte por ciento y con una probabilidad creíble de saldar el resto en plazos razonables. Así que estamos hablando de un pago inicial de sólo diez millones para una propiedad que en dos o tres años recuperará su verdadera valoración, que es de unos ciento veinte millones. Digamos que hablamos de un sindicato de cuatro inversores, cada uno de los cuales pondría dos millones y medio. Al cabo de dos o tres años, venden el edificio por ciento veinte millones. Incluso con el nivel de ocupación actual, de sólo el cuarenta por ciento, habría suficiente flujo de caja para mantener el edificio y pagar los intereses de la deuda, porque la hipoteca no sería más que de cuarenta millones en lugar de los ciento setenta y cinco actuales. Al cabo de dos o tres años vendes el edificio por ciento veinte millones y cada inversor saca veintisiete millones, con una ganancia a largo plazo de veinticuatro millones y medio. No está mal, ¿eh?

—Espera un momento —dijo Richman—. Si hablamos de cuatro inversores, entonces cada uno sacaría treinta millones si se vendiera a ciento veinte millones, ¿o me dejo algo?

Peepgass lo miró con la cara más inexpresiva que sabía poner.

—Bueno —dijo—, en el momento de la venta habrá que descontar una comisión de corretaje del seis por ciento.

—¿Una comisión de corretaje?

—Sí, para la compañía que lleve el sindicato a la propiedad y se encargue de cerrar el negocio.

Peepgass miró fijamente a Herb Richman y se blindó para no parpadear.

Herb Richman miró a Peepgass de la misma manera y dijo:

—¿Y esa compañía sería…?

Dejó la pregunta colgando en el aire.

—Arthur Wyndham e Hijo —repuso Peepgass—. Tiene su base de operaciones en las Bahamas.

Ninguno de los dos añadió una palabra durante lo que pareció una eternidad. Por el modo en que los ojos de Richman permanecieron clavados en él, Peepgass supo que adivinaba perfectamente todo el plan.

—¿Una compañía nueva? —preguntó Herb Richman.

—No, una compañía muy antigua, al menos en la medida en que existen compañías inmobiliarias en el Caribe. Se fundó hace cuarenta y ocho años. Muy sólida, muy respetada.

Herb Richman siguió estudiándolo… siguió estudiándolo… De pronto dejó de mirarlo a los ojos.

—Nunca me había encontrado con una situación como ésta, pero me has despertado el interés…

A continuación siguió mirando a Peepgass y siguió sonriendo, y Peepgass también sonrió.

La sensación que lo barrió, la sensación que anegó todos los poros de su piel y le enfrió las manos, era de miedo… y de júbilo aturdidor.

Bueno, lo había hecho. Había soltado la correa del perro rojo y ya no era posible tirar de él.

Roger, Julián Salisbury, el criminalista blanco de Fareek Fanón, y Don Pickett, el criminalista negro, estaban en un gabinete de la biblioteca de Wringer Fleasom & Tick contemplando a las desastradas bestias repantigadas en la gran sala de lectura de la biblioteca. Era la colección de hombres y mujeres más andrajosa y tornadiza que se había juntado nunca ahí, en el piso cuadragésimo de Peachtree Olympus. Su nombre era… la Prensa. Wes Jordan tenía razón. De modo casi instantáneo, la historia de Fareek Fanón —sin mención del nombre de la joven— pasó de Internet a los periódicos, que, con valor desdentado, insistieron en que se limitaban a hacerse eco de la amplia difusión de la historia a través del sitio web Cazar el dragón. Uno de ellos sacó un piadoso editorial titulado «Cazar Internet».

Roger estaba nervioso; era la primera vez que participaba en una conferencia de prensa. Sin embargo, Julián Salisbury sonreía, tarareaba y se frotaba las manos, como diciendo: «Déjamelos a mí». Don Pickett, un hombre delgado y elegante de la edad de Roger y que verdaderamente sabía llevar un traje cruzado, se apoyaba con despreocupación contra una estantería, contemplando con aire divertido los gestos de Julián. Don era un hombre de piel oscura que a Roger le recordaba a los hermanos Nicholas, el gran equipo de claqué acrobático de los años treinta. Parecía ágil y atlético y daba la impresión de no tener un nervio en el cuerpo.

—Bueno, Rodge —dijo Julián con una gran sonrisa y alzando la muñeca izquierda, donde llevaba el reloj—, parece que ya va siendo hora —llavasién dora— dalimentar los cerdros.

Al mismo tiempo, hizo un gesto en dirección a la Prensa, a la que Mercedes Prince, la directora de oficina de Wringer Fleasom, aún estaba asignando asientos y posiciones para las cámaras.

Ahí estaban las dos cosas de Julián que molestaban a Roger. No paraba de llamarlo «Rodge». Nadie lo había llamado Rodge antes, pero Julián lo había llamado así desde el primer momento en que se vieron. También desde el primer momento en que se vieron empezó a hablar de «cerdros» y otras criaturas de corral. Tres años antes, Julián se había hecho localmente famoso por ganar el juicio por asesinato de un acusado llamado Skeeter Loman con una recapitulación que empezaba:

«El fiscal del distrito admite que la acusación contra el señor Loman se basa por completo en pruebas circunstanciales. Ahora bien, una acusación basada en pruebas circunstanciales es como un cerdo. —Cerdro—. La mayoría de individuos ni siquiera sabe que un cerdro está cubierto de pelo, porque hasta el último —ta lúltimo— pelo de un cerdro está tumbado, ta lúltimo. Siempre que uno ve un bicho con los pelos en punta, lo que ve no es un cerdro. Pasa lo mismo —mimo— con el fiscal del distrito y sus pruebas circunstanciales. Sólo con que una de las pruebas circunstanciales esté en punta y no se tumbe, lo que se ve no es un Skeeter Loman culpable».

Desde entonces había estado derramando tropos porcinos y sentencias densas como la comida para cerdos. Julián no debía de medir más de uno sesenta o sesenta y dos. Su ondulado cabello cano formaba un abultado merengue de tres dedos de grosor en lo alto de la cabeza, y llevaba unas alzas de cinco centímetros en las botas de media caña. También había empezado a aficionarse a la ropa eduardiana, con chaquetas de cuatro botones y camisas de cuello alto, redondeado y rígido, que parecía hecho de plástico o celuloide. Julián estaba decidido a ser un personaje, y la presencia de la Prensa lo hacía vibrar de entusiasmo.

Roger, no. A él más bien lo sacudía la inquietud. Ni siquiera su impecable armadura sartorial, un aprestado traje nuevo de estambre azul marino de Gus Carroll, una camisa de cuello alto con lengüeta y una corbata de crepé de china azul claro con un relieve perfecto, hacía que se sintiera seguro. Tendría que ser el presentador. Los tres habían decidido que Wringer Fleasom sería el mejor escenario para la rueda de prensa porque tenía una decoración solemne y sobria y precisamente porque no era una compañía que se dedicara, por lo general, a casos criminales. De modo que Roger sería el anfitrión. Cuando le había preguntado al socio colectivo, Zandy Scott, si podría utilizar la biblioteca para una rueda de prensa, Zandy se había quedado pensando durante lo que parecieron cuatro o cinco minutos —es probable que no fueran más de veinte o treinta segundos— antes de dar su conformidad. Eso no había hecho que Roger se sintiera mejor.

Julián debió de percibir la intranquilidad de Roger, porque no paraba de acercársele y darle consejos en voz baja, como hacía en aquel preciso momento:

—Una cosa. No te olvides: habla con firmeza pero despacio y en voz baja, con voz normal. Si hablas alto y deprisa, la gente va a pensar que te sientes inseguro. Te digan lo que te digan, no muerdas el anzuelo. No discutas, o si tienes que hacerlo, sé breve. En una rueda de prensa, cuanto más discutes, menos seguro pareces. Y sobre todo recuerda: no estamos aquí para defender a Fareek de ninguna acusación, porque nadie ha hecho ninguna acusación, y por lo tanto no tiene que defenderse de nada todavía. No hay que espantar moscas si el cerdro está a la sombra.

Roger asintió con la cabeza para demostrar que había entendido, pero desvió la mirada hacia los periodistas que se congregaban. Mercedes Prince estaba enviando a la quinta —¿o era la sexta?— cámara detrás de todos los asistentes. El noventa por ciento de aquella sarnosa colección de seres humanos eran blancos. Parecían tener entre treinta y cinco y cincuenta años. El gusto —si cabía llamarlo así— de los de más edad tendía a las barbas grises, consistentes en marañas de diez semanas que se extendían de modo descontrolado por la parte inferior de la cara hasta la nuez. Sólo de mirarlos daban ganas de rascarse. Llevaban polos amplios, con el cuello sin abotonar, y mangas cortas que les caían por los codos. No había corbatas; ni una sola. Había dos chaquetas; una en la encorvada espalda de un blanco barrigón, el reportero de algún diario, a juzgar por su bloc de notas. Llevaba una ordinaria camisa de algodón, cuya dignidad se veía saboteada por el hecho de que se la había abotonado mal, con lo que el lado derecho del cuello se acababa cinco centímetros más abajo que el izquierdo. Había cuatro miembros negros en aquella manada, a dos de los cuales conocía o reconocía. Uno era una mujer, la única persona vestida decentemente entre todos ellos. Se llamaba Melanie Wallace y vivía en Niskey Lake, aunque no la conocía tanto como para saludarla. Se trataba de una mujer atractiva, de piel clara, que hacía reportajes para el Canal 11. Iba peinada de modo informal… un peinado con rizos, de aspecto caro… Llevaba unos pantalones de color café con leche y una blusa de seda a juego. La otra persona era un hombre oscuro y rechoncho que llevaba un traje negro de raya diplomática sobre una camiseta negra. Sólo eso, un traje y una camiseta. Roger había visto su foto muchas veces en publicaciones negras locales. Formaba parte de las aparentemente inacabables filas de los manifestantes y protestones profesionales, según el punto de vista de Roger. Sólo con mirarlo a Roger Blanco al Cuadrado se le venía a la mente su despreciable mote. Se llamaba Cedric Stifell y dirigía un semanario llamado Atlanta Alarm.

Y ahí estaba Cedric Stifell, apoyado con insolencia contra un cortinón de la sala de lectura de la biblioteca de Wringer Fleasom & Tick. Wringer Fleasom estaba revestido de caoba de una punta a otra de los dos pisos que ocupaba en Peachtree Olympus. Los pasillos de caoba eran tan oscuros que había que ponerse justo debajo de un aplique para leer un membrete. Sin embargo, la sala de lectura de la biblioteca constituía el plato fuerte de la empresa en lo que a la caoba se refería. Era un auténtico parque temático de la caoba. Paneles, pilastras, cornisas, estantes, mesas, sillas e incluso los interruptores de las paredes… todo era de caoba. Y al final se encontraba la silla de caoba en la que no tardaría en sentarse Roger Blanco al Cuadrado, ante el bosquecillo de micrófonos que ya estaban a punto sobre la gran mesa de caoba. Seis grandes cámaras de televisión iban a apuntarlo como si fueran láseres. Se moría de miedo. Había memorizado lo que iba a decir, pero ¿y si sufría la vergüenza de ser víctima de los nervios? Lo que hacía que aún se pusiera más nervioso era el miedo a que, de pronto, los clientes blancos como Gerthland Fuller lo consideraran otro arribista negro más que se subía al tren del «activismo»; mientras que a los ojos de los Cedric Stifell de Atlanta siempre sería… Roger Blanco al Cuadrado. ¡En Wringer Fleasom & Tick, nada menos!

Informó a Zandy Scott de que tenía a Fareek Fanón como cliente en cuanto estuvo implicado en el asunto, pero en ningún momento le había explicado los pormenores del caso y, desde luego, no le había contado que era un cartucho de dinamita en potencia. Zandy no se había mostrado demasiado contento, una hora antes, cuando Roger Blanco al Cuadrado lo buscó para presentarle esa curiosidad sartorial que era Julián Salisbury y al criminalista negro, Don Pickett, una figura negra, pulcra y de aspecto afable que a todas luces no pertenecía a la órbita de Wringer Fleasom ni de nada que se le pareciera. ¿Qué pensaría, pues, de toda esa chusma, la Prensa?

Nada más tomar posesión de los pensamientos de Roger Blanco al Cuadrado, Zandy Scott apareció por la parte de atrás de la sala de lectura, camino del gabinete. Zandy era un blanco alto, de uno noventa como mínimo, de cincuenta y pocos años, con un pelo rojo que cedía ante una marea creciente de gris. Tenía la clase de papada abundante y suave y el tórax corpulento que en los retratos de Copley denotan prosperidad y posición social. Era capaz de violentas demostraciones de mal genio. El primer pensamiento de Roger fue: ¡Va a desconvocar la rueda de prensa y echar a todo el mundo! ¡Toda esta despreciable chusma tan poco Wringer, tan poco Fleasom y tan poco Tick!

En vez de eso, al llegar al gabinete, les sonrió.

—¡Hola, Julián! ¡Hola, Don! —Luego miró a Roger Blanco al Cuadrado—. ¡Me dice Mercedes que el teléfono no para de sonar! ¡Viene gente de todas partes! ¡Espero que sepáis lo que vais a decir!

Una sonrisa obsequiosa. ¡Una sonrisa suplicante! Estaba emocionado por formar parte de todo ese montaje. ¡Era a través de su bufete de abogados que salía disparada la emocionante corriente eléctrica de micrófonos y cámaras de televisión! ¡Tras décadas de contratos, informes, testamentos y codicilos en ese mausoleo de caoba, Wringer Fleasom formaba parte, durante aquel fugaz momento, del ajetreo del bullicioso mundo exterior!

—Julián y Don saben lo que están haciendo, Zandy —dijo Roger—. El que se preocupa soy yo. Nunca he hecho esto antes. Me gustaría que te sentaras delante y me hicieras de apuntador.

—No será necesario, lo vas a hacer muy bien —repuso Zandy.

—Le he dicho lo mismo, Zandy —intervino Julián—. Creo que este Roger es como el tipo que te dice: «Bueno, es que yo soy sólo un abogado de provincias». ¡Ahí es cuando tienes que empezar a vigilar la correa del reloj! —Entonces alzó de nuevo la muñeca, la que tenía el reloj, que marcaba unos minutos pasadas las once—. Hablando de relojes —añadió—, creo que es lo que decía. Es hora de salir y dalimentar los cerdros.

Roger sintió otra descarga de adrenalina al entrar en la sala de lectura, seguido de Julián y Don. Por un instante lo amedrentaron los focos de la televisión. Fue como si de pronto se encontrara en una atmósfera completamente nueva, a la que ni sus ojos ni sus pulmones estaban acostumbrados. Se fijó en que había unas lucecitas rojas dirigidas hacia él. Eran las luces rojas que indicaban que las cámaras estaban filmando. A Roger le parecieron ojos. Lo siguieron todo el camino hasta la mesa, donde se sentó en una silla con el respaldo y el asiento almohadillados, una silla de caoba tallada, en la que los brazos y el respaldo creaban una gran curva en forma de herradura. Julián se sentó a su derecha; Don, a su izquierda.

Roger miró la superficie de la mesa, alzó luego la vista hacia la multitud de reporteros y cámaras y tuvo entonces plena consciencia de los micrófonos que tenía ante la cara. De un lado a otro, apuntaban directamente hacia él, como si generara algún tipo de campo magnético. Al principio le costó distinguir a la gente que tenía delante. A causa de la luz o de alguna otra cosa, parecían existir en medio de una neblina. Sabía lo que quería decir, pero se preguntó si le saldrían las palabras cuando abriera la boca. ¡Cámaras de televisión! Lo primero que se le ocurrió: ¡Estas máquinas de ojos rojos me van a exponer a miles, millones de personas! ¡No estoy solo en esta habitación! ¡Fluyo por el aire en todas direcciones! ¿Cómo es posible? Sin embargo, en ese instante pensó en Wes Jordan. Lo había llamado esa misma mañana para que supiera lo que iba a pasar; pero, de alguna manera, Wes ya lo sabía. En cualquier caso, lo estaría mirando. ¡Sería espantoso parecer como un tonto asustado ante Wes Jordan! De modo que, como muchos otros hombres antes que él, Roger White recobró la compostura y se armó de valor, sobre todo para no parecer un tontaina.

Examinó los diminutos ojos rojos y todas las caras sarnosas que tenía delante y logró decir:

—Señoras y caballeros, soy Roger White —era extraño oírse a sí mismo pronunciar su nombre en presencia de toda esa gente—. Soy socio de este bufete, Wringer Fleasom & Tick. —¿Les había dicho más de lo que necesitaban saber? ¿Daba la impresión de estar jactándose? Estas inquietantes preguntas circularon por su mente incluso en el momento de volver a abrir la boca y añadir—: A mi derecha —hizo un amago de gesto— se encuentra el abogado Julián Salisbury, y a mi izquierda —un gesto más decidido—, el abogado Donald Pickett. Representamos al señor Fareek Fanón. Lo que quiero decirles…

—¿Está aquí? —lo interrumpió, sin más, una voz grave y bronca. Pertenecía al hombre que se había abotonado mal la camisa.

Roger Blanco al Cuadrado se asustó y se enfureció. Ese hombre le había hecho perder el hilo.

—¿Está aquí quién?

—Fareek Fanón.

Roger recordó el consejo de Julián Salisbury: «Una voz segura, baja y lenta». Por un instante Roger se quedó con la boca abierta, mientras contemplaba al hombre y su papada de blanco de mediana edad, y luego dijo, con voz baja, lenta y segura:

—Dada la naturaleza errónea y completamente irresponsable del rumor que nos ha reunido aquí esta mañana, no existe la más mínima razón para que el señor Fanón haya considerado siquiera la posibilidad de participar en este acto. —El que hubiera conseguido hablar sin gritar ni gruñir hizo que Roger se sintiera mucho más fuerte—. Bien, como iba diciendo, vamos a realizar una declaración y luego podrán hacer preguntas. —Miró el sarnoso semicírculo de un extremo a otro, a los ojos rojos de las cámaras, al cínico rostro de Cedric Stifell, a la hermosa e inescrutable cara de Melanie Wallace, y fue consciente de su corazón desbocado—. Esta mañana, como saben, se ha publicado en un órgano tradicionalmente responsable un artículo relacionado con Fareek Fanón. La base de este artículo ha sido la existencia, a lo largo de la pasada semana, de un texto incluido en un sitio web —pronunciado como si dijera «tienda porno»— en Internet. Ahora bien, Internet es un medio incontrolable y, en este caso, un medio descontrolado. Resulta perturbador que cualquiera pueda convertir un texto incluido en un sitio web de Internet —pronunciado como «tienda porno en un salón de masajes»— como base para un artículo impreso. El hecho es que no hay hechos. No se ha presentado ninguna acusación contra Fareek Fanón ante ninguna clase de instancia, ni ante los tribunales, ni ante el Departamento de Policía, ni ante el Tec de Georgia. El señor Fanón niega cualquier relación con cualquier acto como el que se menciona en esa historia —como si rimara con «cuento de hadas»— y nadie ha dado ningún paso para afirmar lo contrario. Estamos aquí para conseguir el apoyo de la prensa en el objetivo de que la reputación de este joven de talento no se vea mancillada sobre una base infundada y completamente irresponsable.

Tras estas palabras, Roger se echó hacia atrás en la silla de caoba e inspiró con fuerza, como diciendo: «Ésta es la declaración. Ya está».

—¿Lo que afirma —dijo el hombretón que se había abotonado mal la camisa— es que no hay ningún «destacado empresario de Atlanta» que haya considerado la posibilidad de presentar tal acusación contra Fanón?

Eso hizo que Roger vacilara, puesto que en realidad sabía de la existencia de semejante criatura. El instante se hizo cada vez más largo.

Julián Salisbury tomó la palabra.

—Esos como decir que si hay na cerdra de cría nalgún sitio bailando un minuet. Podría ser, lo reconozco, porcun cerdro es más listo cun perro cochinero. Pero yo diría que eso es discutible. No hay acusación.

Cuando llegó a «discutible», Salisbury empezó a retorcerse de risa, razón por la cual la Prensa también se echó a reír; por eso o porque el pequeño y vital abogado colocaba sus cerdros en todas las conversaciones.

—Entonces Fareek Fanón niega estas acusaciones —intervino Melanie Wallace.

—No hay acusaciones —dijo Roger—. Nadie ha presentado ninguna acusación.

—De acuerdo… ¿lo que declara es que los acontecimientos… eh… el hecho mencionado hoy en la prensa no se ha producido?

—Exactamente.

Con voz segura, baja, lenta. A Roger le complació comprobar que la prensa bailaba tímidamente alrededor del tema. Hasta ese momento nadie había empleado la palabra «violación».

—Si no ha sucedido nada —dijo el hombre que se había abotonado mal la camisa—, ¿por qué estáis aquí Julián y también tú, Don? Los dos sois criminalistas.

—Estamos aquí… por si hacemos falta, Bryce —respondió Don Pickett, que tenía una voz lenta y agradable—. Hasta ahora no hemos tenido que hacer nada y, en este caso, queremos que siga así.

Una voz grave e indiscutiblemente negra preguntó:

—¿Cómo supone que empiezan los rumores como éste y qué interés puede tener alguien en hacerlos circular?

Era Cedric Stifell, del Atlanta Alarm.

—No tengo ni idea —contestó Roger Blanco al Cuadrado.

Su sentido común le dijo que parara ahí; pero Cedric Stifell era la prensa negra, y él, Roger, era Roger Blanco al Cuadrado, y contrariamente a toda lógica, le resultaba importante, en aquel lugar, el bufete más blanco imposible, el bufete Wringer Fleasom & Tick, que ese hombre… sí, ese hombre de ridículas ropas, lo aceptara. Además, él, Roger White II, quería que se supiera que era también un abogado culto. De modo que no se paró ahí, sino que continuó:

—Nietzsche dijo una vez que el resentimiento es la menos explorada de las motivaciones humanas primarias. Dijo que hay ciertas clases de personas que no pueden mejorar su propio lugar en el mundo y dedican todas sus energías a hacer pedazos a los demás. Los llamó «las tarántulas». Supongo que hay algunas personas a las que les molesta que un joven como Fareek Fanón, surgido de la avenida English, del Bluff, se convierta en una gran estrella del deporte.

En cuanto las palabras «de la avenida English» salieron de los labios de Roger, deseó tirar de ellas y arrebatarlas del aire, del éter, de los gaznates eléctricos de todos esos micrófonos colocados ante él. Aunque de modo muy indirecto, había introducido el tema racial en la discusión. Probablemente no había otro barrio en Atlanta más plenamente identificado con los negros que el de la avenida English.

—¿Está pensando en alguien?

Era un hombre blanco, de unos treinta y cinco años, que llevaba una camisa abierta casi hasta la cintura, para que se viera mejor la cara de un grotesco payaso y el nombre Krusty. El hombre tenía el pelo castaño claro, y le caía sobre las orejas, igual que a un payaso.

—No estoy pensando en nadie —dijo Roger con nerviosismo—. Sólo hacía una suposición que seguramente ni siquiera merezca la pena hacer. Dudo mucho de que el que Fareek Fanón sea de la avenida English tenga algo que ver con… eh… eh… con nada.

Se dio cuenta de que su voz sonaba muy nerviosa, incluso un poco desesperada. Sin embargo, sonar nervioso no era el fin del mundo. Al menos se había retractado… en su mayor parte… ¿A qué venía demostrar tu conocimiento de la filosofía de finales del siglo XIX? ¡Idiota engreído y ambicioso! ¡Roger Blanco al Cuadrado!

Las preguntas continuaron, pero Julián y Don las contestaron casi todas. Roger permaneció sentado en medio de aquella neblina, conectando y desconectando con lo que ocurría en la sala… Nietzsche y las tarántulas… ¿Por qué lo había dicho?… ¿Lo imprimiría o lo emitiría alguien? Noooooooooo, ¿quién iba a citar al abogado Roger White a propósito de Friedrich Nietzsche? Pero ¿y si lo hacían? ¿Sería muy perjudicial?… ¡Y además la avenida English!… ¿Por qué había tenido que mencionar la avenida English? ¿Por qué había dicho «surgido de la avenida English»? ¿Por qué no se había conformado con «se convierta en una gran estrella del deporte»?… ¡Tenía que halagar a Cedric Stifell y sus lectores! Sin embargo, ninguno en la desastrada panda que tenía delante volvía a hablar de la avenida English o de las tarántulas, por suerte… Hablaban de esto, lo otro y lo de más allá, buscando a tientas algo sustancial en esa interesante situación… Sin embargo, no pudo evitar advertir que Julián y Don, por muchos cerdros que Julián soltara y por ancha que fuera la sonrisa de Don Pickett, se atenían de modo estricto al texto: «No hay acusación y no hay nada que discutir»… y no importaba las veces que hubiera que repetirlo, la cuestión era repetirlo con voz segura, baja y lenta.

De pronto, una voz de mujer:

—Señor White, ha mencionado unas «tarántulas». Supongamos que hay ahí una tarántula que sea el propietario de una sociedad muy importante con sede en Atlanta y que realiza las acusaciones de modo abierto, a través de algún canal público oficial. ¿Cree que su cliente puede estar en una situación de desventaja por el hecho de haber surgido de la avenida English y ser negro?

Roger la miró por unos instantes. Era una mujer blanca con el cabello rubio cortado a lo paje; vestía jersey, pantalones negros y un chaleco de lona negra. Tenía una forma de hablar muy agresiva, parecía una ametralladora. ¡Tarántulas! ¡Avenida English! ¡Negro! ¡Le dio de lleno con todos sus errores en medio de la cabeza!

—Por favor, olvídense de las tarántulas —dijo. Intentó añadir una sonrisa encantadora, como hacía Don Pickett, pero sabía que la sonrisa se le había paralizado en la cara y reflejaba su incomodidad—. No ha sido mi intención meter arañas en este asunto. —Ni una risa. Todos adivinaban lo nervioso que estaba—. Sólo he hecho una conjetura en respuesta a una pregunta, y ha sido una conjetura sin sentido. Me disculpo por ello, porque en realidad ha sido una conjetura sin sentido lo que ha creado la necesidad de convocar esta rueda de prensa.

Las palabras salieron de forma correcta, pero el temblor de su voz emitió un tipo de señal completamente diferente.

Cuando la rueda de prensa concluyó, tenía la cabeza tan hundida que se veía obligado a girar los ojos hacia arriba para ver la andrajosa jauría que tanto temía, la Prensa.

Después, mientras los reporteros se iban y los equipos de televisión terminaban de guardar sus cosas, Roger, Julián y Don permanecieron de pie junto a la mesa.

—¿Lo ves? —dijo Julián—. Al final no ha sido tan terrible. Lo has hecho muy bien.

Sin embargo, no se mostró entusiasmado, como haría uno con un deportista novato que acaba de hacer una excelente actuación en el campo. No, lo dijo de modo mecánico, como si en realidad quisiera decir: «¿Lo ves?, puede que haya ido mal, pero no tan mal como temías».

—Sólo una o dos cosas —añadió—. No te acerques a las tarántulas y cosas parecidas. No queremos enfurecer a Armholster más de lo que está. Incluso un cerdro de cuatrocientos kilos es más cariñoso que una araña. Y tampoco hay motivo para mencionar la avenida English. Queremos presentar a Fareek como un joven agradable que va a la universidad, al Tec de Georgia. Pero no te preocupes, lo has hecho muy bien.

Roger permaneció ahí, frotándose las manos y muy preocupado.

El nombre «Nassau, Bahamas» siempre había evocado en la mente de Peepgass una capital tropical parecida a una versión ampliada de algún centro turístico de clase alta, como Pinehurst Inn, en Carolina del Norte, o Greenbier, en Virginia Occidental, pero con un océano, palmeras, jardines muy cuidados, columnas blancas, porches umbrosos, toldos verdiblancos y esbeltos policías negros con salacot blanco, camisa blanca de manga corta, pantalones cortos plisados de color blanco, calcetines blancos hasta la rodilla y zapatos blancos, en elegante contraste con lo oscuro de su piel, de pie sobre plataformas en medio de los cruces principales y dirigiendo resueltamente el tráfico.

En realidad, en Nassau no había nada resuelto, por lo que podía ver Peepgass, y no se trataba de una versión ampliada de nada, o de nada estadounidense al menos. Era una pequeña, desmoronada y antigua capital colonial llena de edificios viejos remozados y pintados muchas veces, edificios apretados, atestados y apoyados los unos contra los otros para no caerse. Toda la parte vieja no era más grande que Hénides de Normandía, donde vivía. El número 23 de la calle George, la dirección oficial de Colonial Real Properties, era de risa. Al subir por la estrecha escalera que empezaba a apenas un metro de la entrada de la calle, no pudo evitar sonreír. Escalonadas en la pared de forma más o menos paralela a la escalera, había cuarenta y una placas de latón con los nombres de bancos y sociedades, norteamericanos y europeos, incluido, según comprobó con agrado, el First Gould Guaranty, uno de los mayores bancos de Nueva York. La placa más reluciente de todas, puesto que era la más reciente, era la cuadragésima primera: Colonial Real Properties, Ltd. Y ésa era toda suya.

No valía la pena seguir subiendo, porque no había ninguna oficina de Colonial Real Properties. Aunque tampoco había ninguna del First Gould Guaranty. Tanto para la compañía más grande —First Gould—, como para la más pequeña —Colonial Real Properties—, se trataba sólo de una dirección fantasma que les permitía llevar a cabo las llamadas operaciones financieras en el exterior. Los bancos, por ejemplo, podían utilizar las Bahamas para abrir cuentas en dólares para sus clientes. Los individuos podían ocultar dinero en los bancos de las Bahamas, protegidos por las leyes bancarias del país, que guardarían celosamente el secreto. No en vano Nassau se autodenomina la Pequeña Suiza. Desde los tiempos de la Guerra de Secesión, en que los contrabandistas que burlaban el bloqueo —como Rhett Butler en Lo que el viento se llevó— utilizaron las Bahamas como puerto seguro desde el que hacer negocios con la Confederación, los estadounidenses se habían valido de las Bahamas para eludir las leyes de su país. Los contrabandistas utilizaron las Bahamas como almacén durante la Prohibición. Los traficantes de drogas las estaban utilizando básicamente para lo mismo en ese momento.

Nassau estaba muy cerca del continente, a sólo media hora de vuelo de Miami y a una hora de Atlanta.

Peepgass no se engañaba tanto como para compararse con Rhett Butler, Frank Nitti o… o… o… no se le ocurrió el nombre de ningún capo de la droga; no obstante, ahí estaba, grabado en el latón: COLONIAL REAL PROPERTIES, LTD.

Satisfecho consigo mismo, bajó lentamente por las escaleras, saboreando de nuevo sus cuarenta colegas de latón, y salió a la calle. Miró la hora: las diez de la mañana; ya sólo quedaban treinta minutos para su cita. Era el comienzo de la estación calurosa en las Bahamas, pero las calles seguían atestadas de coches, sobre todo pequeños modelos japoneses, o eso le parecieron a Peepgass, de motos que resonaban como sierras mecánicas, de birlochos y caballos que hacían clop, clop, clop, clop y policías sin salacot que no paraban de hacer sonar los silbatos. En algún lugar, un vendedor ambulante no dejaba de gritar:

—¡Doctor Shells! ¡Io soi doctor Shells!

Los turistas, muchos de ellos con tarjetas de identificación del crucero que los había desembarcado en el puerto de Prince George, invadían las aceras formando una masa hormigueante que se aglomeraba en tiendas y soportales, de donde salían con sombreros de paja, caracolas y cualquier chuchería imaginable de paja, madera o vidrio. Por un instante, Peepgass desdeñó la escena, la indolencia de ese frenesí exasperante; pero al instante siguiente, se sintió agradecido por ella. Agradeció el colorido protector, ya que se había tomado muchas molestias y realizado un gasto considerable para vestir como un turista. Llevaba una serie de prendas que de otro modo no se habría puesto ni muerto: un sombrero de paja con una visera flexible de diez centímetros, unas gafas de sol, una camisa de sport de manga corta, de color azul claro, de las pensadas para llevar por fuera de los pantalones y adornadas con dos grandes bolsillos plisados en la pechera y un par de botones puramente decorativos en la base de cada costura lateral, unos pantalones a cuadros tipo jubilado —¿por qué a la gente mayor les gustan tanto los cuadros?— y un par de náuticos Sperry de gamuza color masilla. Sólo el gasto en la ropa había ascendido a casi doscientos dólares; la factura de tres días y tres noches en el hotel y casino Carnival’s Crystal Palace le saldría por unos seiscientos dólares, el billete de ida y vuelta Atlanta-Nassau había costado doscientos veintiséis dólares, y habría sido más caro si no se hubiese quedado el sábado por la noche; en resumen, una suma cercana a los mil dólares, cantidad que difícilmente podía gastar en un fin de semana en las Bahamas ni en ninguna otra parte. Pero era necesario. Se trataba de una inversión, una inversión, una inversión, no dejaba de repetirse. Y si un día alguien se molestaba en comprobar sus viajes, daría la impresión de ser un normalísimo fin de semana largo de un hombre solitario de mediana edad, un normalísimo miembro de ese enjambre de obreros estadounidenses llamados cuadros directivos medios, separado de su mujer y su familia, apartado de los familiares y agradables quehaceres del fin de semana relacionados con la propiedad de una casa de clase media en Snellville, con un tablero y una canasta de baloncesto en lo alto de un poste junto al garaje, a un lado del camino de entrada. Era un turista, un turista que fisgoneaba por ahí y por allá con toda la colmena de turistas; sólo eso y nada más.

Como cualquier otro turista, se dirigió hacia el este por la calle Marlborough, bajó por la calle Frederic y luego recorrió la calle Shirley hasta llegar a la biblioteca pública. Ya había oído hablar de ese curioso lugar, pero no se parecía a lo que había imaginado. Como todo en Nassau, resultaba más pequeño… y teñido con una pátina de… sordidez. Era un edificio circular de no más de seis metros de diámetro, por lo que pudo apreciar Peepgass, con siete u ocho cubículos abiertos a lo largo de la circunferencia. Dos de los lados de los cubículos estaban cubiertos de estanterías de libros, en tanto que en el tercero había una ventana. En el centro del círculo, un pequeño recinto de madera daba cabida a una bibliotecaria de piel morena y aspecto bastante aburrido. Allí sentada, podía ver todos los cubículos, por más que no parecía tener el mínimo interés en hacerlo. El edificio, que tenía ya casi doscientos años, había sido construido en un principio como cárcel de la ciudad. Por entonces los cubículos de la biblioteca eran celdas con puertas y ventanas con barrotes; y en el lugar en el que se sentaba la bibliotecaria que podía ver todos los cubículos había estado un guardián que podía ver todas las celdas. De repente a Peepgass se le ocurrió —y probablemente sólo a él en Nassau aquel día— que doscientos años atrás, en el cambio de siglo, la prisión circular había sido el último grito en penología[36] moderna. De pronto, se quedó paralizado, contemplando fijamente aquella pequeña y extraña sala, y su ánimo se vino abajo. Penología moderna… sí, tendría ocasión de saber lo que era la penología moderna, en ese otro cambio de siglo, si daba un paso en falso en su pequeña… operación exterior…

Maldita sea, Peepgass, ¿vas a seguir siendo un pelele, un papanatas, el ganso de la plantilla, hasta que sea demasiado tarde para evitarlo? ¿Vas a seguir teniendo atado a tu perro rojo hasta que PlannersBanc te dé el fénix de cristal Steuben grabado? —práctica que, intramuros, ya se conocía como «dar un plumazo»; el banco era demasiado tacaño para seguir entregando a sus esclavos que se retiraban algo hecho con un metal precioso, como un reloj de oro—, ¿vas a esperar a que Lomprey o cualquier otro jorobado te dé un plumazo y te diga adiós? Ese encarcelamiento autoconsentido es mucho peor que cualquier reclusión de verdad, ¿o no?

Así, poco a poco, Peepgass volvió a animarse, inspiró con fuerza y salió de la biblioteca para acudir a la cita con su antiguo compañero de clase en la Facultad de Empresariales de Harvard, Harvey Wyndham, cuya agencia de propiedad inmobiliaria, Arthur Wyndham e Hijo, estaba a sólo dos manzanas de distancia. El «e Hijo» era la señal cifrada de la derrota de Harvey, como lo era el «ejecutivo de personal» de Peepgass. Al igual que casi todo el que ingresaba en la Facultad de Empresariales de Harvard, Peepgass y Harvey, con el beneplácito de su padre, habían dado rienda suelta a resplandecientes sueños de espíritu emprendedor, de liderazgo empresarial o, como mínimo, de hacerse inmensamente ricos en el sector de la banca de inversión. Sin embargo, el temperamento de Harvey había sido como el suyo: pasivo y, según los parámetros del final del siglo XX, fatalmente blando. Quizá, sin darse cuenta, ése era el motivo por el que Harvey y él se habían hecho tan amigos en Cambridge, Massachusetts. Cada mes ahorraban cuanto podían de las modestas remesas que recibían de casa y se lo gastaban todo en una gran cena de langosta en Durgin Park, lo que para ellos constituía una cena absolutamente opípara. El padre de Harvey, Arthur Wyndham, dirigía en las Bahamas una próspera agencia inmobiliaria que había crecido en los sesenta, cuando muchos estadounidenses recientemente enriquecidos empezaron a descubrir aquellas islas remotas y sus (auténticas) aguas (completamente) azules y cristalinas. El «e Hijo» lo había añadido al nombre de la compañía a principios de los sesenta, sobre todo para halagar y quizá deleitar a su vástago, que sólo tenía seis o siete años en aquella época, a quien adoraba, pero también para proporcionar a la empresa un aura de venerable antigüedad, cosa que en realidad aún no tenía. Quería a Harvey demasiado para presionarlo a fin de que se quedara en las Bahamas y se hiciera cargo del negocio. Sin embargo, Harvey no había tardado en descubrir, por sí solo, a fuerza de golpes, que no era la clase de joven con acento británico y procedente de una diminuta colonia oceánica capaz de hacer arder el mundo de los negocios en los Estados Unidos. Al cabo de ocho años estaba de vuelta en las Bahamas, él y su máster en Empresariales por Harvard, y se convirtió en el «e Hijo» que sólo había sido una esperanza vana de su padre. El Hijo —el mérito había que reconocérselo—, con sus modales suaves y su encanto discreto, había demostrado ser un competente vendedor de las propiedades inmobiliarias de la isla a estadounidenses, británicos y alemanes sedientos de posición social, de modo que el viejo propietario había dejado con mucho gusto Arthur Wyndham e Hijo en manos de Hijo cinco años antes de morir.

En realidad, Peepgass no había visto a Harvey Wyndham desde que se licenciaron en la Facultad de Empresariales, pero habían seguido enviándose tarjetas navideñas durante todos esos años y habían hablado por teléfono media docena de veces. Las llamadas estaban relacionadas con propiedades que PlannersBanc necesitaba liquidar o tasar en las Bahamas. Siempre que había podido, Peepgass había encaminado el negocio hacia Arthur Wyndham e Hijo.

Las oficinas resultaron estar en el primer piso de un anticuado pero muy hermoso edificio de dos pisos de estuco rosa, con molduras y techo de tejas blancas, en la esquina de dos transitadas callecitas, no lejos de las mansiones Jacaranda y East Hill. En el despacho más exterior había ocho o diez mujeres ante terminales de ordenador o al teléfono y, a lo largo de la pared, toda una hilera de hombres y mujeres bien vestidos sentados a hermosos escritorios de madera, todos ellos vendedores y personal de gestión inmobiliaria, sin duda. Quién sabía cuántos empleados más habría en la planta de arriba. Era una plantilla enorme para una agencia inmobiliaria. Una mujer regordeta con un marcado —y a oídos de Peepgass— algo afectado acento británico, lo hizo pasar enseguida al despacho de Harvey Wyndham, que estaba en un rincón.

La habitación no era especialmente grande, pero su elegancia le sorprendió. Paredes de un morado muy oscuro que hacían resaltar cuatro magníficas y antiguas ventanas triples que iban del suelo al techo, con blanquísimos postigos de lamas a los lados, unos elaborados adornos blancos de madera en forma de elaborada cornisa arriba y un elaborado zócalo de medio metro abajo. A través de las ventanas se veían los anticuados tejados inclinados de Nassau, la copa de las palmeras y el infinito cielo azul. Harvey Wyndham se puso en pie. Peepgass advirtió los cambios de inmediato. Su en otro tiempo abundante cabello castaño ya no era tan abundante ni tan castaño. En la parte de arriba quedaban unos mechones solitarios que apenas enlazaban los laterales. Llevaba una guayabera blanca de manga ancha, una prenda muy fina, que sólo conseguía ocultar a medias un tórax y unas caderas demasiado grandes. Sin embargo, el mayor cambio, mientras sonreía para saludar a su viejo compañero universitario, eran los ojos. Eran los ojos cansados pero divertidos de un hombre que llevaba demasiado tiempo en aquella isla paraíso del contrabandista, donde ya lo había visto todo y ya no lo sorprendía nada.

Mientras Harvey hacía un gesto para indicarle que se sentara en una gran butaca estilo Jorge, Peepgass dijo:

—Vaya, Harvey, no sé cómo lo has hecho. No has cambiado nada.

—Venga ya, por favor —respondió Harvey colocándose las manos sobre la gran barriga, donde abultaba la guayabera—, hay un autor estadounidense del que no había oído hablar antes de ir a Harvard, Washington Irving, que dijo: «El hombre tiene tres edades: juventud, mediana edad y no has cambiado nada».

Peepgass rió mientras se sentaba.

—Bueno, supongo que me refería a tu yo interior, Harvey.

—A mi yo interior también le gusta comer. Tres veces al día. También le gusta el ron. Tú eres el que no ha cambiado, Ray.

—Bueno… sólo en el sentido de Washington Irving —dijo Peepgass, quien en realidad percibía que en su caso era cierto—. Mi problema es que mi carrera tampoco ha cambiado.

Se sentía lo bastante a gusto con su viejo amigo como para decir eso de buenas a primeras.

De modo que se dedicaron un poco a recordar los tiempos de la facultad y a hablar de lo que A había hecho, de lo que B no había hecho y de C, de quien no se había sabido nada más. A continuación se pusieron al corriente de sus matrimonios.

Por último, fue Harvey quien centró el tema en el momento presente.

—Bueno, Ray, tengo que confesar que me muero de curiosidad. Parecías… tan… misterioso… por teléfono.

Peepgass sonrió.

—No era mi intención ser misterioso. Supongo que sólo quería ser… —Hizo una pausa y alzó las dos manos, como si intentara atrapar la palabra correcta—. Discreto. El caso es… que he constituido una sociedad, Harvey, aquí, en las Bahamas. Se llama Colonial Real Properties.

—¡Vaya! —exclamó Harvey—. ¡Competencia!

—No —dijo Peepgass—, nunca podría hacerte la competencia, Harvey, aunque fuera tan ingrato como para pretenderlo. No, la palabra no es «competencia», sino «cooperación». Una pequeña sinergia, para utilizar la jerga de Empresariales.

Harvey se echó hacia atrás en su butaca, ladeó la cabeza y le dirigió de nuevo la mirada que le había detectado cuando entró en la habitación, una sonrisa coronada por una diversión arrugada y cansada en los ojos. Levantó lánguidamente la mano derecha de su regazo, con la palma hacia arriba y dijo:

—¿Y cómo?

Peepgass intentaba parecer tan relajado como era evidente que estaba Harvey, pero sabía que no lo conseguía.

—Entre nosotros, he formado mi compañía para una única operación inmobiliaria. Si tengo razón, y creo que la tengo, PlannersBanc está a punto de adquirir una excelente propiedad en las afueras de Atlanta, un gran complejo de uso mixto, gracias a una escritura en lugar de embargo. ¿Me sigues hasta aquí?

Harvey asintió.

—Ahora bien, el banco —dijo Peepgass— estará dispuesto a deshacerse de esa propiedad por una cantidad que rondará los cincuenta millones de dólares, sólo para sacársela de las manos rápida y discretamente, con el mínimo de vergüenza. Vamos a ver, los préstamos que le concedimos al promotor para la construcción de la torre eran insensatos, la clase de locura que sucede cuando te dejas atrapar en el frenesí de una burbuja de especulación inmobiliaria y empiezas a referirte a la concesión de préstamos como «marketing» y a los grandes créditos como «grandes ventas» y esas cosas.

—¿Cuánto le prestasteis?

—Ciento setenta y cinco millones.

Harvey silbó entre dientes.

—Eso mismo —dijo Peepgass—, y en el banco nadie está especialmente deseoso de anunciar ese cadáver a los accionistas. De manera que pienso que están dispuestos a deshacerse de él por una suma que ronde los cincuenta millones, enterrarlo y olvidarlo. El caso es que conozco un sindicato en Atlanta, formado por personas cuyo estado financiero es impecable, y creo que les encantaría una pequeña pesca de fondo como ésta. Pero necesitan que quien les haga la propuesta sea un agente inmobiliario de verdad. A mí me encantaría hacerlo, pero, primero, trabajo en el banco, y, segundo, no soy un agente inmobiliario de verdad. ¿Se te ocurre lo que voy a decir a continuación?

—No —repuso Harvey, con una sonrisa de hastío y unas pequeñas arrugas de diversión en los ojos—, pero soy todo oídos.

—El agente tiene que hacer tres cosas —dijo Peepgass—. Primero, tendrá que hacer el corretaje de la transacción inicial, la compra del edificio por unos cincuenta millones. De eso se lleva el seis por ciento de comisión. Que son tres millones. Segundo, el sindicato querrá vender el edificio en un plazo de dos o tres años, y estoy seguro de que para entonces el edificio habrá recuperado su verdadero valor en el mercado, que será de unos ciento veinte millones. La comisión de corretaje de esa venta será de siete millones doscientos mil dólares, con lo que hacen un total de diez millones doscientos mil dólares en honorarios a lo largo de un período de dos o tres años. Y, tercero, la misma firma será el agente inmobiliario de los nuevos alquileres. Hasta ahora el edificio no llega al cincuenta por ciento de ocupación, por lo que imagina que habrá otros trescientos mil dólares en comisiones de alquiler. Esto nos da una suma total de diez millones y medio en honorarios. ¿Está claro hasta aquí?

Harvey asintió con la cabeza, con los ojos entrecerrados.

—Mira… me gustaría que tú fueras el agente, Harvey, en cooperación con un… socio… modesto, retraído y, se podría decir, silencioso… Colonial Real Properties Ltd., de Nassau, Bahamas.

Harvey se echó hacia atrás en su silla, entrelazó los dedos, los posó encima de su voluminosa barriga y miró a Peepgass a los ojos.

—En la primera transacción —prosiguió Peepgass—, la venta de la propiedad entre el banco y el sindicato, sólo tendrás que telefonear de vez en cuando y viajar a Atlanta para el cierre de la operación. Podrías estar de regreso en tu casa para la hora de la cena. Por esa transacción propongo que la parte de la comisión que le corresponda a Wyndham e Hijo sea de un tercio y la de Colonial Real Properties de dos tercios. Cuando llegues a casa para cenar, tendrás un talón por valor de tres millones de dólares en el bolsillo. En cumplimiento de un contrato que habrá sido redactado aquí, en Nassau, y se ejecutará aquí, en Nassau, dos millones se transferirán a Colonial Real Properties. Pero no soy avaricioso, Harvey. En lo referente a la reventa de la propiedad por el sindicato, que, como digo, será por una suma que rondará los ciento veinte millones, en lo referente a esa parte, y luego a las comisiones por los alquileres, nos lo dividiremos todo por dos, mitad y mitad.

Harvey se echó aún más hacia atrás en su silla, miró hacia un rincón del techo y suspiró, soltando un chorro tan prolongado de aire entre los labios que pareció el céfiro. Cuando volvió a mirar a Peepgass de nuevo, dijo:

—Así que en total, calculas que Colonial Real Properties obtendrá cinco millones setecientos cincuenta mil dólares y que Wyndham e Hijo obtendrá cuatro millones setecientos cincuenta mil.

—Harvey, siempre has sido muy ágil con los cálculos mentales. Es justo eso. ¿Cómo lo ves?

—Como se dice, parece dinero caído del cielo —dijo Harvey—. Pero ¿por qué un sindicato como ése accederá a estar representado por una agencia inmobiliaria de las Bahamas?

—Porque no podrán hacer esa pesca de fondo a menos que un agente de Colonial Real Properties, que permanecerá sin identificar, les allane el camino. No habrá negocio si tú no participas. En este sentido no me causarán ningún problema, porque esperan sacar de esto seis o siete veces más que nosotros.

—¿Dónde está ese complejo, Ray, y cómo se llama, si no te importa que lo pregunte?

Peepgass abrió un sobre de papel manila y sacó un sofisticado folleto a todo color que Croker Global había realizado como tarjeta de presentación para su campaña de promoción. Dejó que Harvey mirara con atención la fotografía de la portada. Era una de esas fotografías arquitectónicas con unos detalles tan nítidos que hacían parpadear. El papel en el que estaba impresa era tan grueso, lujoso y suave que daban ganas de comerlo.

Ambos, Harvey y Ray, otra vez compañeros de armas al cabo de todos aquellos años, se inclinaron para contemplar mejor la catedral construida por Croker al dios Mammon[37] y que iba a venderse por una bicoca; sus cabezas casi se tocaron.

Las dos pensaban en cifras y construían sus propios castillos en el aire.