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Las alforjas

Casi exactamente treinta y seis horas más tarde, es decir, el lunes a las siete y media, el día exhibía una de esas mañanas de abril con una claridad brutal que a veces se daban en Atlanta. Incluso allí arriba, en el piso trigésimo segundo de la torre PlannersBanc, tras una gran cristalera de dos dedos de grosor, con un sistema de aire acondicionado de diez toneladas vomitando aire frío desde el techo, se daba uno cuenta de que pronto el calor agobiaría la ciudad. La sala de reuniones estaba orientada hacia el este, debido a lo cual el resplandor del Sol era insoportable. La cristalera no tenía delante nada que lo atenuara, y tampoco había cortinas, persianas ni biombos, ni una lama ni una tablilla. Oh, no; todo había sido cuidadosamente pensado, y todo el mundo en el extremo de la mesa del PlannersBanc sabía con exactitud en qué consistía el juego.

Todo el mundo, no sólo el director de créditos Raymond Peepgass, sabía que aquel desayuno de trabajo era un chiste sofisticado, empezando por la palabra «desayuno». Peepgass se había asegurado de que todos ellos fueran advertidos de que, si querían desayunar, era mejor que lo hiciesen antes de entrar. Y, al parecer, eso era lo que habían hecho. Nadie se dignaba mirar siquiera el «desayuno». Todos se apoyaban en el respaldo de las sillas y observaban el blanco, la presa, la víctima o como quisiera uno llamar al objeto de una broma en la que estaban en juego quinientos millones de dólares. Se trataba del viejo del otro extremo de la mesa, el extremo de la Global Croker Corporation. Para Peepgass, que sólo tenía cuarenta y seis años, cualquier hombre de sesenta era un viejo, aunque fuese tan fornido e intimidara tanto físicamente como Charlie Croker.

Era evidente que Croker no sabía que iban a por él. Se apoyaba lleno de confianza en el respaldo de la silla, con la chaqueta del traje abierta. El pobre creía que aún era uno de aquellos promotores inmobiliarios que dominaban la ciudad de Atlanta. Sonreía a los subordinados que lo rodeaban: abogados, directores financieros, jefes de división, niñatos —no tan jóvenes ya— de Relaciones Bancadas, así como sus supuestas auxiliares ejecutivas, que eran un par de bombones con faldas hasta… aquí… ¡Por el amor de Dios, era un bestia para tener sesenta años! Era un auténtico toro. Tenía el cuello más ancho que la cabeza y tan macizo como un roble. (Por un instante, a Peepgass se le ocurrió que él, un miembro de la primera generación de estéreos con grandes amplificadores, educado en una urbanización sin árboles en las afueras de San José, California, nunca, por lo que sabía, había visto un roble, y mucho menos un toro). Croker era casi calvo, pero su calvicie era de las que proclaman virilidad a porrillo, como si de su cuerpo brotara tanta testosterona que se le caía el pelo en la parte superior de la cabeza.

Basta mirarlo… el modo en que sonríe a esos dos bombones con piernas de miedo. Están de pie a su lado, se inclinan hacia él… ¡qué guapas!… ¡dos auténticas modelos!… Kilómetros de cabello rubio, las dos, hasta los omóplatos… piernas largas refulgentes de juventud, lascivia y medias… Ésa… la más alta… qué preciosidad de cuello… una piel pálida… un rostro fino, un labio inferior carnoso, una recatada blusa de seda de cuello alto con una pajarita del mismo tejido tenue y vulnerable…

Croker la mira con una amplia sonrisa y dice algo; Peepgass sólo distingue con claridad una cosa, un nombre: «Peaches». Melocotones. Le costaba creerlo. Sólo en Atlanta era posible cruzarse con una bomba rubia llamada Peaches.

Una nube se alzó en el tronco cerebral de Peepgass.

También Sirja era rubia y atractiva… Esa furcia finlandesa: ¡una compradora de artículos de mercería para unos grandes almacenes de Helsinki! Cómo había dejado que una compradora de mercería le hiciera lo que le estaba haciendo… Con una sensación de abatimiento, más una intuición nerviosa que un pensamiento, se dio cuenta de que los Charlie Croker de este mundo nunca permitirían que les ocurriera algo parecido…

Justo en ese momento, la mirada de Croker se paseó por el rincón más alejado de la habitación y una expresión de duda y asombro apareció en su cara.

El colega de Peepgass, Harry Zale, el artista de la gimnasia, inclinó su enorme cabeza y dijo por la comisura de la boca:

—Eh, Ray, fíjate en ese pichabrava. Acaba de descubrir la planta muerta.

Era cierto. Los ojos de Croker se habían dirigido hacia el rincón en el que, en una deprimente penumbra, se alzaba dentro de una maceta de barro una solitaria planta tropical, una drácena, moribunda. Varias hojas alargadas, estrechas y amarillentas, caían como lenguas muertas. La maceta estaba situada en un trozo de moqueta por lo demás vacío y marcado con huellas de patas y ruedas de mesas, sillas y máquinas de oficina trasladadas a otro lugar. El viejo entrecerró los ojos para ver mejor. Estaba asombrado. Apenas distinguía nada. Desde donde estaba sentado, debería poder mirar a través de la cristalera y contemplar una gran parte de la zona centro de Atlanta… la torre IBM, la Big GLG, Promenade Uno, Promenade Dos, el Campanile, el Southern Bell Center, la plaza Colony y tres de sus propios edificios, el Phoenix Center, la torre MossCo y el TransEx Palladium. Pero no podía… por culpa del sol.

Él y los suyos habían sido sentados de tal modo que les daba de frente.

Ah, todo en aquella habitación era astutamente sórdido y desagradable. La mesa de reuniones era un mueble inmenso, un portaaviones, pero estaba formado por secciones modulares que no acababan de encajar, y la superficie no era madera sino una especie de laminado plástico de color ceniciento. Sobre la mesa, frente a cada una de las dos docenas de personas presentes, había una lastimosa exposición de objetos de papel, un vaso para el zumo de naranja, una taza alta con asas desplegables para el café, que despedía un olor a cables de PVC quemado, y un plato con un enorme bollo de cheddar y canela frío, pringoso, repugnante y con aspecto de boñiga que sembraba el terror en el corazón de todos los hombres de aquella habitación que hubieran leído alguna vez un artículo sobre la placa arterial o los radicales libres. Aquél era, en su totalidad, el «desayuno» del desayuno de trabajo.

Para acabar de redondearlo todo, en las paredes, un par de carteles de PROHIBIDO FUMAR amonestaban al personal de Croker Global con unas letras del estilo «te hablo a ti» que cabría esperar encontrar en la unidad de craqueo[7] de una refinería petrolífera, pero no en una reunión de veinticuatro señoras y señores representantes de la banca y el comercio congregados en la torre PlannersBanc en la zona centro de Atlanta.

Pensándolo bien, decidió Peepgass, decir que Croker o cualquier otro comemierda se daba cuenta en realidad de todas esas cosas desde el principio quizá fuese una exageración. Al principio, simplemente las sentían, estímulo a estímulo, a través de sus antenas, a través del vello de sus brazos. Era el sistema nervioso central el que informaba al final a los magnates que habían descendido a la categoría de comemierda en PlannersBanc.

«Comemierda» era realmente el término utilizado en el banco y en todo el sector. Los ejecutivos de los bancos decían «comemierda» con la misma naturalidad con que decían «acreedor hipotecario», «avalista» o «deudor», que era la forma educada de «comemierda», puesto que de ningún prestatario se decía que era un deudor hasta que no pagaba. ¿Por qué los banqueros recurrían con tanta rapidez a la escatología cuando los préstamos se torcían? Peepgass no lo sabía, pero era así.

En la Escuela de Empresariales de Harvard, allá en los setenta, había cursado una asignatura llamada «Ética estructural en la cultura corporativa» en el que el profesor, un tal Pelfher, había hablado de la teoría de Freud acerca del dinero y los excrementos… ¿Cómo iba?…

Doctor Freud, doctor Freud… No la recordaba… Cuando la gente del banco decía de Croker que era un comemierda, lo creían de verdad. Lo sentían de verdad. Su metedura de pata era un hecho delictivo. ¡Los hacía quedar fatal! ¡Quinientos millones de dólares! Su despilfarro irresponsable y oportunista hacía que todos parecieran ¡unos idiotas!… ¡unos mamones!… ¡unos primos! ¡Y él, Raymond Peepgass, era uno de los primos que habían firmado aquellos créditos disparatados! Por suerte, también lo habían hecho otros situados más arriba en la cadena de mando. De todos modos, era un simple director de préstamos, y el sector bancario atravesaba una recesión; en aquel momento había montones de antiguos directores de préstamos de bancos de Atlanta sentados en sus cuchitriles de Dunwoody, Decatur, Alpharetta y Snellville, con los cuarenta cumplidos, desempleados y sin esperanza de dejar de serlo, contemplando por la ventana los tableros de baloncesto de sus hijos en el camino de entrada. En PlannersBanc en aquel momento, las consignas eran «poco y bueno» y «dureza mental». Durante setenta y cinco años el banco se había llamado Southern Planters Bank & Trust Company, es decir, Banco y Compañía Fiduciaria de los Plantadores del Sur. Sin embargo, el nombre sonaba demasiado pesado, lento, anticuado y, por encima de todo, demasiado Viejo Sur. «Plantadores» era una palabra que rezumaba connotaciones de plantaciones de algodón y esclavitud. De modo que «Planters» se había esterilizado y pasteurizado en «Planners», planificadores. Nadie podía poner objeciones a Planners; incluso el caso más disfuncional de la asistencia social en el peor de los arrabales de Atlanta podía ser un planificador. A continuación las dos palabras, Planners y Banc, se fundieron en PlannersBanc, de acuerdo con la nueva moda del poco y bueno consistente en contraer nombres con una mayúscula metida en medio… NationsBank, SunTrust, BellSouth, GranCare, CryoLife, CytRtx, XcelleNet, 3Com, MicroHelp, HomeBanc… como si de ese modo uno creara alguna aleación hiperdura para el siglo XXI. La palabra «francesa» banc demostraba lo cosmopolita, lo internacional, lo global, lo hábil que se había vuelto uno. Era evidente que PlannersBanc no había ejercitado una Dureza Mental lo suficientemente hábil y férrea con Charlie Croker, y los problemas de Croker constituían una verdadera amenaza a la posición de Peepgass. Se moría de ganas de ver cómo Harry Zale se ponía manos a la obra con aquel gran comemierda, arrogante y ególatra, que se sentaba al otro extremo de la mesa.

Se inclinó hacia Harry y dijo:

—Bueno… ¿estás listo?

—Sí —respondió Harry. Y entonces sonrió, le hizo un guiño y añadió—: Venga, quitemos el seguro a las carpetas de anillas.

A Peepgass le dio un vuelco el corazón. ¡La Batalla de los Machos estaba a punto de empezar! Aunque incluso esa explicación estaba más allá de su alcance. (Y también en ella podría haber recurrido a la ayuda del doctor Freud). Había una docena de hombres en el extremo de la mesa ocupado por PlannersBanc, pero el espectáculo era por entero de Harry Zale. Harry tenía unos cuarenta y cinco años, una cabeza redonda, con papada y un fino recubrimiento de cabellos blancos y grises peinados hacia atrás, así como una barbilla hinchada como un melón. Era uno de esos mesomorfos con brazos cortos y pecho y tronco anchos. En ese momento Harry estaba garabateando una nota, y resultaba imposible no advertir que era zurdo, porque se trataba de la clase de zurdo torpe que cuando escribe se encorva y dobla la espalda, el brazo, la muñeca y la mano en forma de pretzel[8]. Sin embargo, para lo que hacía, Harry Zale era perfecto: un verdadero artista de la gimnasia, y los artistas de la gimnasia constituían los marines, los comandos, los soldados de la banca comercial. O quizá habría que decir los instructores militares, puesto que a Harry le gustaba referirse a lo que estaba a punto de ocurrir no cómo una sesión de gimnasia sino como un «campo de adiestramiento».

Había llegado la hora, de modo que Peepgass se enderezó en la silla, alzó la voz y anunció a toda la mesa:

—Muy bien, señoras y señores… —Y entonces se detuvo. Su intención era pronunciar a continuación un brusco: «Vamos a empezar»; pero eso se parecía demasiado a una orden, y no estaba seguro de ser capaz de mirar a Charlie Croker a la cara y soltar una orden. De modo que propuso—: ¿Empezamos?

La gente de Croker Global que había permanecido de pie se sentó en las sillas. La chica fabulosa, Peaches, se sentó al lado de Croker. La otra lo hizo unas cuantas sillas más lejos.

Peepgass no tenía intención de referirse a Croker por el nombre. O, si no le quedaba más remedio, no pensaba llamarlo Charlie. Lo llamaría señor Croker con toda la frialdad que pudiera, dándole a entender que las cosas habían cambiado, que ya no era un cliente estrella, un inestimable amigo y un gigante de los negocios de Atlanta; que sólo era otro comemierda más. Sin embargo, al mirar la cara de mandíbula cuadrada y el macizo cuello de Croker, recordó de pronto cuán aduladora, cuán obsequiosa, cuán constantemente lo había llamado Charlie, y cuántas veces lo había «charliado» hasta dejarse la piel; y, contra toda intención consciente, se oyó decir:

—Charlie, creo que has coincidido con Harry al entrar. —Hizo un gesto hacia el artista de la gimnasia—. Como es el jefe de nuestro Departamento de Gestión de Activos Inmobiliarios, le he pedido a Harry… —Se detuvo de nuevo. No se le ocurría cómo definir lo que Harry estaba a punto de hacer—. Le he pedido a Harry que encarrile las cosas.

Harry no se molestó en levantar la vista. Seguía escribiendo con la mano y el brazo izquierdos enroscados alrededor de su bloc de folios. El silencio se apoderó de la habitación. Era como si Harry tuviese cosas más importantes en qué pensar que en el señor Charles E. (de Earl) Croker. Entonces levantó su gran barbilla. Miró a Croker directamente a la nariz y mantuvo la mirada… mantuvo la mirada… mantuvo la mirada… sin decir una palabra… igual que podría hacer un padre antes de iniciar una conversación de hombre a hombre con un niño que sabe que se ha portado mal.

Y a continuación dijo con una voz aguda y áspera:

—¿Por qué estamos aquí, señor Croker? ¿Por qué celebramos esta reunión? ¿Cuál es el problema?

Ah, a Peepgass le encantaba esa parte de las sesiones de gimnasia de Harry: ¡el modo brusco, irritante y condescendiente en que empezaban! ¡Así un artista de la gimnasia como Harry se había ganado su fama de artista! ¡Eso era arte! Eso era un campo de adiestramiento en la torre PlannersBanc.

Croker contempló al artista. Luego se volvió y, sin fijarse en Peaches, miró a su director financiero, una presencia joven pero adusta llamada Wismer Stroock, con poco más de treinta años probablemente, gafas de montura rectangular de titanio, tez pálida, sin afeitar, y con las mejillas hundidas y el cuello nervudo de los adictos al footing. Croker sonrió a Stroock con complacencia, y aquella sonrisa decía: «Vaya, ¿qué clase de truquito es éste? ¿Quién es ese individuo? ¿Qué es esta mierda de “por qué estamos aquí”?».

Harry se quedó mirando a Croker, sin parpadear una sola vez. Aunque Peepgass le reconoció el mérito a Croker, quien tampoco parpadeó. ¿Cuánto tardaría aquella vez Harry en obtener las alforjas? Todo el mundo clasificaba la actuación de Harry de ese modo, según lo que tardaba en obtener las alforjas.

Al final Croker dijo:

—Sois vosotros los que habéis convocado esta reunión, amigo mío. Migo mío; habló con el acento típico del sur de Georgia. Croker llevaba cuarenta años viviendo en Atlanta, pero su acto —Peepgass lo consideró un acto— era del condado de Baker. Aunque Peepgass no había puesto nunca los pies en aquel lugar, consideraba que el condado de Baker era lo más palurdo que había en Georgia. En el condado de Baker había prendido en los sesenta una de las primeras grandes protestas en favor de los derechos civiles. Un sheriff llamado Gator Johnson había disparado a un negro llamado Ware después de que éste se insinuara a la amiguita negra del capataz blanco de una plantación propiedad de Robert Woodruff, el presidente de Coca-Cola. ¡Gator Johnson!, pensó Peepgass… y si uno leía todos los artículos acerca de Charlie Croker en el Atlanta Journal-Constitution y la revista Atlanta, así como los perfiles publicados en Forbes y el Wall Street Journal, tenía uno que aguantar las constantes referencias a los bosques de pinos, las marismas, la caza, la pesca, los caballos, las serpientes, los mapaches, los osos salvajes, la guerra en infantería, el fútbol americano y un montón de otros tópicos sobre la Virilidad Sureña; pero, sobre todo, fútbol americano.

Allá por los años cincuenta, cuando el Lee de Georgia era una potencia en el fútbol nacional, Charlie Croker no sólo había sido un corredor estrella, sino también un placador, uno de los últimos futbolistas de algún equipo importante en jugar tanto en ataque como en defensa, lo cual le ganó en las páginas deportivas de Atlanta el título de «Hombre de los Sesenta Minutos». El Hombre de los Sesenta Minutos se convirtió en una leyenda local en su último año de universidad en los segundos finales del gran partido contra el principal rival del Tec, la Universidad de Georgia. En el reloj quedaban cuarenta y cinco segundos, perdía el Tec 20 a 7, y fue entonces cuando Croker hizo una carrera de cuarenta y dos yardas y logró una anotación. El marcador se puso 20 a 14. Tras la patada, cuando quedaban veintiún segundos, Georgia quiso consumir el tiempo con algunas carreras rutinarias; el lanzador de Georgia intentó pasar a su corredor… y entonces apareció Croker como una exhalación desde la línea de su posición como placador y le quitó el balón de la mano al lanzador antes de que su propio corredor pudiera alcanzarlo, lo derribó como si fuera un bolo y corrió otras cuarenta yardas hasta hacer una nueva anotación, y al final ganó el Tec, por 20 a 21. Incluso al cabo del tiempo, los veteranos lo reconocían en calles o vestíbulos y le gritaban: «¡El Hombre de los Sesenta Minutos!». La revista Atlanta le había preguntado qué clase de régimen de ejercicios seguía en aquel momento, casi cincuenta años más tarde, y Peepgass no olvidaba la respuesta de Croker: «¿Régimen de ejercicios? ¿Quién demonios tiene tiempo para un régimen de ejercicios? La verdad es que cuando necesito leña, empiezo por un árbol». Croker era la clase de persona que prefería que lo llamaran Charlie, no Charles, porque era más campechano. En su plantación del condado de Baker hacía que los empleados negros lo llamaran Captan Charlie o sencillamente Captan. Aunque era la clase de Captan Charlie que siempre dejaba claro que era un Captan Charlie que se había hecho a sí mismo.

—Y como es vuestra reunión —continuó el Captan—, supongo que sois vosotros los que nos vais a contar por qué estamos aquí.

Lo dijo con una sonrisa tan relajada que Peepgass empezó a poner en duda que Harry fuera a lograr las alforjas.

—No, lo que quiero saber es si ustedes lo saben —explicó Harry—. Considere esto como una reunión de Alcohólicos Anónimos, señor Croker. Ahora que la juerga se ha acabado, queremos ver si hay un poco de conciencia de la situación. Tiene razón, nosotros hemos convocado esta reunión, pero quiero que me diga por qué. ¿Qué pasa? ¿Qué problema hay?

Peepgass contempló la cara de Croker. Ah, también esa parte le encantaba, el momento en que los comemierdas acababan por darse cuenta de que «las cosas han cambiado» y que su estatus se había caído de cabeza (en el excremento).

Croker miró a Harry, evaluándolo en ese momento, sin saber cómo enfrentarse a él. (Nunca sabían cómo hacerlo). Cada fibra viril de su ser —y no cabía duda de que el ser de Charlie Croker rebosaba de fibras viriles— deseaba colocar a aquel mamón condescendiente en su lugar, firme y rápidamente. Aunque si la sesión degeneraba en un enfrentamiento personal, estaría en clara desventaja. Aquel mamón condescendiente podía causarle un grave perjuicio. PlannersBanc tenía todas las cartas en la mano. Podía hacer que otros seis bancos y dos compañías de seguros se le tiraran encima. Croker Global debía a los otros prestamistas una suma adicional de doscientos ochenta y cinco millones de dólares, lo que hacía un total de ochocientos millones de dólares, de los cuales ciento sesenta millones eran pagarés avalados personalmente por él.

—Bien, estamos aquí —dijo por fin Croker—, nosotros estamos aquí (y si vosotros no sabéis por qué estáis aquí no podemos echaros una mano) para ver cómo reestructuramos todo esto, y hemos venido con un magnífico y sólido plan de negocios, que me parece que os va a gustar.

Tras ello, se apoyó de nuevo en el respaldo de la silla, de lo más complacido con él mismo, y Wismer Stroock, así como el resto de los tipos de finanzas, los abogados, los jefes de división, los niñatos de Relaciones Bancarias, Peaches y la otra modelo se apoyaron también en el respaldo de la silla, de lo más complacidos también con él mismo.

—Pero ¿qué es «esto»? —preguntó el Artista—. Habla usted de soluciones, de una salida. Primero tenemos que saber dentro de qué estamos, porque es cada vez más hondo, y es algo espeso y viscoso. La Croker Global Corporation se está hundiendo en el lodo. Está desapareciendo, señor Croker, como la Atlántida. Antes de que la perdamos, tiene que decirnos qué es este lodo.

En ese punto, Croker hizo algo que Peepgass nunca había visto hacer antes a un comemierda. Se levantó con toda tranquilidad, sin mirar a ningún lado, como si no hubiera nadie más en la habitación. ¡Era una mole! Se quitó la chaqueta y, al hacerlo, su pecho mostró un par de macizas lomas. Se soltó los gemelos y se arremangó, y los antebrazos semejaron un par de jamones curados. (Peepgass sólo había visto fotos de jamones curados en los catálogos de venta por correo que todo poseedor de una tarjeta de crédito recibía por Navidad en la Atlanta metropolitana). Se aflojó la corbata y se desabrochó el botón superior de la camisa; su poderoso cuello se hinchó y pareció fundirse con los trapecios en una especie de pendiente continua hasta los hombros. Luego arqueó la espalda y se estiró, se pavoneó y mostró a la sala sus omnipotentes músculos deltoides y los dorsales anchos, que sobresalieron bajo la camisa. A continuación, volvió a sentarse. Sus subalternos, Peaches y los demás, se levantaron y volvieron a sentarse con él.

—Vamos a ver —comenzó Charlie Croker, entrecerrando los ojos, alzando la barbilla y mostrando una sonrisa de tolerancia llevada hasta su límite—, ¿ha dicho algo de… lodo? ¿Hadichalgo de… lodo?

El corazón de Peepgass se disparó aún más. Se había entablado de verdad la Batalla de los Machos. Harry era un bulldog. No cedería y no dejaría que el gran pichabrava interrumpiera su rutina.

—Así es, señor Croker, lodo.

Harry soltaba un montón de «señor Croker», pero Croker no iba a rebajarse a pronunciar el nombre de Harry, en el caso de que lo supiera.

—Lodo… un río de lodo —añadió—. Me da la impresión de que estamos subiendo sin remos por un río de lodo.

Entonces empezó una ronda de floreos verbales en la que el Artista no dejó de parar las evasiones, las bravatas, las divagaciones, las salidas por la tangente de Croker, hasta que al final Croker estuvo en un rincón donde no podía hacer nada salvo ofrecer la información condenatoria. Aun así, se escabulló en el último momento e hizo que su joven y adusto subordinado, Wismer Stroock, pronunciara las palabras fatídicas. Stroock era casi lo contrario de Croker. Croker era todo campechanía, encanto viril, fanfarronería, acento sureño y cauto Perro Viejo del Sur; Stroock era todo él Máster en Empresariales, Colesterol Bajo, Lípidos de Alta Densidad y Circuitos Semiconductores, y por su acento no se podía saber de dónde era, a menos que fuera de la Escuela de Empresariales y Económicas de Wharton. Sí, dijo, Croker Global había pedido un préstamo de quinientos quince millones a PlannersBanc; y sí, Croker Global había sido incapaz en ese momento de entregar treinta y seis millones previstos de pagos de intereses y sesenta millones previstos del pago del principal.

—Pero la situación no es grave —añadió Wismer Stroock.

Peepgass le lanzó una mirada a Harry, y ambos sonrieron. Los promotores y sus subalternos nunca utilizaban la palabra «problema»; para esos comemierdas sólo existían «situaciones».

—Los activos subyacentes están bien —prosiguió Stroock—. Tras la saturación del mercado de 1989 y 1990, el índice, de absorción de espacio comercial en el área metropolitana de Atlanta ha aumentado con fuerza, y las vacantes han descendido por debajo del veinte por ciento, con lo cual Croker Concourse, que es una de las principales propiedades del perímetro exterior, se ha posicionado perfectamente en relación con la inevitable alza de la demanda. En cuanto a Croker Global Foods, nuestras instalaciones son puntales en catorce mercados clave, desde el condado de Contra Costa, California, hasta el condado de Monmouth, Nueva Jersey. Lo único que ocurre es que todas nuestras divisiones se han visto afectadas simultáneamente por el mismo descenso cíclico. Estamos hablando de una situación de flujo de caja. Todas nuestras divisiones tienen un tremendo potencial de crecimiento a corto plazo, en cuanto mejore el clima general. Por ejemplo, si tomamos Global Foods…

Qué desenvuelto y seguro de sí mismo era ese Wismer Stroock, dentro de su estilo boca de módem. Inició una disquisición acerca de Croker Global Foods y sus centros de distribución al por mayor y acerca de «aflorar bolsas de fortaleza en el sector regional de la restauración», «deflación alimentaria», «márgenes amortiguados» y «la subida del precio de las cosechas»…

Harry dejó que Stroock se explayara hasta que dijo:

—En cualquier caso, tenemos delante la perspectiva de una tendencia alcista del flujo de caja en los próximos dos trimestres. No se trata en absoluto de una situación de estancamiento. En realidad, lo que necesitamos es una congelación temporal de esos grandes pagos del principal y…

—¡Un momento! —lo interrumpió Harry con aspereza—, un momento, un momento, un momento. ¿He oído la palabra «congelación»? —A continuación, miró a Charlie Croker—. Señor Croker, ¿ha dicho el señor Stroock algo de congelar los pagos del principal? —Se quedó mirando fijamente a Croker con la barbilla alzada y la cabeza ladeada, como si su credulidad se viera sometida a una dura prueba—. Caballeros —añadió—, permítanme decirles algo de los préstamos. Un préstamo no es un regalo. Cuando concedemos un préstamo, lo que esperamos es que nos lo devuelvan.

—Nadie está hablando de no devolverles nada —replicó con brusquedad Croker—. Estamos hablando de una cosa muy sencilla. —Dena cosa muy sinálla.

—Lo sencillo me gusta —dijo el Artista—. Me gustaría escuchar propuestas sencillas sobre el modo en que van a devolvernos el dinero. Sencillo, sin piezas sueltas, pilas incluidas. Peepgass observó que los primeros cuartos crecientes oscuros de sudor empezaban a formarse en la camisa de Croker, bajo los brazos.

—Eso es precisamente lo que estamos diciendo —concedió.

—Todo lo que he oído hasta ahora son algunas proyecciones sobre el leasing de locales de oficinas en Atlanta y sobre el sector de servicios alimentarios en los Estados Unidos —dijo el Artista—. Aquí de lo que estamos hablando es de quinientos millones de dólares.

—Mire —repuso Charlie Croker—, a lo mejor se acuerda de que uno de los suyos, el señor John Sycamore, nos aseguró una y otra vez que si…

—El señor Sycamore ya no se encarga del asunto.

—Puede que no, pero…

—El señor Sycamore ya no es un factor en esto.

—Sí, pero lo cierto es que era su representante y casi se nos puso de rodillas para…

—Las esperanzas…

—… pedirnos que aceptáramos ese último préstamo de ciento ochenta millones y nos aseguró…

—Las esperanzas…

—… que si surgía cualquier situación relacionada con el calendario del reembolso…

—Las esperanzas y los sueños del señor Sycamore, cualesquiera que fuesen, han dejado de existir en lo que concierne al espantoso lío que tenemos ahora. Han desaparecido por el agujero de la memoria.

Charlie Croker se lo quedó mirando, echando chispas. Peepgass sonrió para sí, sin ninguna muestra externa. Si John Sycamore tenía un mínimo de sentido común, estaría ocupado enviando currículos. Aquel pulcro y vivaz individuo, Sycamore, había sido el vendedor, el ejecutivo de línea que había abierto la puerta a Charlie Croker y los quinientos millones de deuda de Croker Global. En su momento, aquella operación había hecho de Sycamore una estrella, un auténtico operador «fila uno», por utilizar la jerga de PlannersBanc. En aquella época se hablaba de los grandes préstamos como «ventas», y había lumbreras como Sycamore trabajando para el «Departamento de Marketing». Como la deuda había adquirido un mal cariz, la carrera de Sycamore en PlannersBanc se había hecho añicos. Oficialmente, también él era un comemierda.

Al ver que Croker se había quedado otra vez mudo, Harry eligió ese momento para despojarse de la chaqueta. Se levantó y se la quitó muy despacio. Peepgass sabía lo que venía a continuación. Siempre constituía un toque maestro.

Mientras se quitaba la chaqueta, el Artista sacó su abultado pecho. Por él corrían un par de tirantes. Eran unos tirantes anchos y negros, e incluso desde el otro extremo de la mesa era imposible no ver el motivo que llevaban bordado en blanco: calaveras y tibias cruzadas, repetidas una y otra vez.

En cuanto a Charlie Croker… los comemierdas, según había observado Peepgass, siempre fingían no reparar en aquellos detestables tirantes con cráneos; aunque más tarde, si se ponían a recordar, invariablemente acababan intrigados por los tirantes y preguntaban si había sido un gesto calculado por parte del Artista o si había llevado unos tirantes de calaveras y tibias cruzadas por pura casualidad. Croker hizo lo habitual. Intentó actuar como si no se diera cuenta. Desvió la mirada y escudriñó la sala… aunque, claro, en ella no encontró consuelo alguno, sólo más detalles baratos y desastrados: la moqueta de Streptolon, el mobiliario sintético, los carteles de PROHIBIDO FUMAR, el resplandor, la alacena, los repugnantes bollos de café de cheddar y canela sobre los platos de papel…

Los pequeños cuartos crecientes de sudor bajo los brazos del magnate, observó Peepgass, se habían convertido ya en medias lunas completas. ¡Un sofisticado chiste! Con todo, nada de aquello se planeaba sólo para humillar a los comemierdas y castigarlos por sus pecados. ¿Qué sentido tendría cuando los necesitabas para que te ayudaran a recuperar cientos de millones de dólares? No, eso era un campo de adiestramiento, según la formulación de Harry Zale. El objetivo principal de un campo de adiestramiento, como el de los marines en la isla de Parris —Harry había estado en los marines durante la guerra de Vietnam—, el objetivo principal de un campo de adiestramiento era el condicionamiento psicológico. La idea consistía en despojar al recluta de viejas costumbres, mullidas comodidades y lazos hogareños para convertirlo en un hombre nuevo, un marine de los Estados Unidos. Pues bien, el comemierda típico era un hombre de negocios que llegaba a una sesión de gimnasia con malas costumbres, comodidades, corbatas de ensueño, una capa de grasa y un ego que haría pestañear al propio Rey Sol. La palabra japonesa shogun, que significa «gran general», no era ninguna exageración en el caso del jefe ejecutivo típico de una corporación estadounidense de finales del siglo XX.

Estaban rodeados de un grupo de personas que saltaban en cuanto les dirigía una mirada o movía un dedo. Hacían por él todas las tareas pesadas, por insignificantes que fueran. El gran comemierda típico al estilo de Charlie Croker llevaba años sin tener que hacer cola en el aeropuerto, pasar por el detector de metales o pronunciar su nombre a una persona situada al otro lado de un mostrador, salvo para embarcar en el Concorde. Vivía una vida de aviones privados, ascensores privados, suites de hotel, opíparos festines, fines de semana jugando al golf, fines de semana esquiando, fines de semana en ranchos, fines de semana con bomboncitos, como los de la frase «cepillarse pimpollos en el Caribe», una de las favoritas de Harry. Un «gran pichabrava» como Charlie Croker era un ejecutivo que utilizaba el avión de la compañía para cepillarse pimpollos en el Caribe y llenaba las oficinas con los contoneos de muñecas como la pareja que en aquel preciso instante lo acompañaba al otro extremo de la mesa. Ver a ese comemierda salir en artículos de revistas como auténtico hijo de la tierra sureña resultaba ridículo.

Al principio, según debía admitir Peepgass, PlannersBanc había empeorado las cosas. En su búsqueda de «grandes ventas», algunos ejecutivos de línea como John Sycamore habían satisfecho todos los vicios señoriales del shogun. El banco había servido a Croker suficiente comida en PlannersBanc, en el quincuagésimo piso de la torre, y en el comedor del Ritz Carlton Buckhead como para mantener a toda Etiopía durante un año. Y el Captan Charlie, que no era tonto, también había agasajado a sus prestamistas. Un auténtico ejecutivo «fila uno» era alguien que mantenía un estrecho contacto personal con el gran prestatario. De tal modo que, cuando Charlie Croker telefoneó a Sycamore para decirle que tenía una entrada para el Masters de golf de Augusta, éste abandonó el lecho de muerte de su madre en el Hospital General de Piedmont, dejándole el número de teléfono del club en el que podría localizarlo en caso de que creyera que de verdad abandonaba este pozo de error mortal. En aquellos gloriosos días, cuando Croker visitaba PlannersBanc, se le conducía directamente a la planta ejecutiva, el piso cuadragésimo noveno, que tenía una sala de recepciones con una alfombra hecha a medida de doscientos setenta mil dólares y del tamaño de una pista de tenis; sólo se había sentado a mesas de conferencias de caoba con incrustaciones de maderas frutales, entre paredes con paneles de nogal y más alfombras a medida, y sólo le habían ofrecido viandas preparadas por el chef de la empresa y café de Nueva Orleans servido en tazas de porcelana fina con el logotipo de PlannersBanc (un fénix de alas extendidas de un director creativo muy estilizado) bajo techos blancos desde los cuales unos focos de luz iluminaban unos cuadros tan desconcertantes que debían de haber costado una fortuna. Y al otro lado de las cristaleras, siempre protegidas con exquisitas cortinas contra el resplandor cegador del sol, se extendía ante él toda Atlanta, con sus recién construidas torres de cristal que se alzaban como la ciudad Esmeralda de Oz. (Todo esto es tuyo, Charlie). Había otra cosa más en la relación con el banco de los comemierdas… algo que Peepgass nunca comentaba con nadie del trabajo, por más que estaba seguro de que muchos de sus colegas lo percibían y lo sentían. Se suponía que había —sabía muy bien lo que pensaba la gente que no pertenecía al mundo de la banca, lo sabía desde su época en la Escuela de Empresariales de Harvard—, se suponía que había dos clases de machos en el mundo empresarial estadounidense. Estaban los auténticos Animales Macho, que se dedicaban a la banca financiera, los fondos especulativos, el arbitraje de cambio, la promoción inmobiliaria y otras formas de construcción de imperios. Eran jugadores, comerciantes, se lanzaban, se arriesgaban; es decir, los Charlie Croker de este mundo. Y luego estaban los Machos Pasivos que se metían en la banca comercial, donde lo único que se hacía era prestar dinero, sentarse y cobrar intereses. En Harvard, lo único que se consideraba más aburrido, más seguro y menos audaz que trabajar para un banco era trabajar para alguna insumergible compañía industrial de la vieja guardia del estilo de Ascensores Otis, que sólo necesitaba cuidadores. Los Charlie Croker estaban convencidos de que, en caso de encontrarse en un aprieto, siempre conseguirían manipular a los tipos del banco, a los tipos como Raymond Peepgass. Gracias a su voluntad más poderosa, su mayor astucia y sus niveles más altos de testosterona, lograrían renovar los intereses de los préstamos descontrolados, reestructurarlos, refinanciarlos o quitarse de cualquier otro modo el problema de encima y desembocar en un futuro despejado.

Sin embargo, he aquí que en algún bajío de las reservas hormonales de PlannersBanc, el banco había encontrado a los que eran como Harry Zale, el artista de la gimnasia, el instructor de marines particular del banco.

Harry estaba ahí para hacer saltar a los comemierdas, para derretir la grasa, fundir el ego, separar el alma de los adornos vanos y crear un hombre nuevo: un comemierda concentrado en devolver de verdad el dinero.

Aún de pie, Harry inspiró con fuerza, con lo que sacó el pecho e hizo un mayor alarde de los tirantes. A continuación, se sentó, alzó la prominente barbilla, le miró otra vez la nariz y, tras otra prolongada mirada, dijo:

—De acuerdo, señor Croker, todos estamos esperando. La sala está ahora pendiente de oír las propuestas concretas para devolver el dinero. Como he dicho, nos gusta lo sencillo, sin piezas sueltas, pilas incluidas.

Probablemente el encaprichamiento del Artista con su pequeña metáfora fue el desencadenante. Croker ya había sido sometido al sin piezas sueltas, al pilas incluidas, al por qué estamos aquí, a la alacena muerta y al café quemado, ya había sido sermoneado y despreciado durante un buen rato. Se inclinó con los enormes antebrazos sobre la mesa y la testosterona fluyendo. Los hombros y el cuello parecieron hincharse. Proyectó hacia adelante la mandíbula cuadrada, y los abogados y los contables se encorvaron con él; y también lo hizo Peaches.

La cara de Croker mostraba una sonrisita que no auguraba nada bueno. Su voz sonó grave, controlada y furiosa:

—Muy bien, amigo —migo—, quiero preguntar talgo. ¿Has cazada guna vez?

Harry no dijo nada. Se limitó a sonreír exactamente igual que Croker.

—¿Ha salido guna vez nuna camioneta tempranon la mañana y cuchado lo cabían los tíos de los pájaros que vana cazar? La gente caza montones de pájaros de boquilla nel camino dida… de boquilla… Pero luego llegal momento bajar de la camioneta, agarrar las copetas y hacer algo… ¿vale? Y donde yo me crié, nel condado de Baker, tiene nun refrán: «Cuando cae el maletero, sacaba el mamoneo».

Miró a Harry aún más fijamente. Harry le devolvió la mirada sin pestañear, sin alterar un milímetro su sonrisita.

—Ya bidun buen montón de mamoneo nesta sala poresta mañana —continuó Croker—, si no le molesta que usemos un lenguaje sencillo en esta reunión. Bueno, pues ahora ha caído el maletero. Estamos aquí con un plan de negocios serio y con una propuesta seria para reestructurar esos préstamos y enderezar la situación, pero no hemos venido para que nos suelten una conferencia sobre la naturaleza de las obligaciones de los préstamos… vamos a ver… Creo que no se da cuenta de con quién demonios se cree que está hablando, pero…

—Sé perfectamente…

—… necesita que le aclaren…

—Sé perfectamente…

—… un par de cosas, migo…

—Sé perfectamente…

—… mío, porque…

—Sé perfectamente con quién estoy hablando, señor Croker. —La voz de Croker era grave y sonora, pero el agudo y rechinador gañido de Harry la atravesó—. Estoy hablando con un individuo que debe a este banco quinientos millones de dólares y otros doscientos ochenta y cinco millones de dólares a seis bancos y dos compañías de seguros más, a ese individuo le estoy hablando. Y ya conoce también el viejo refrán que hay en Atlanta: «El dinero habla, y la mierda anda», y ha llegado la hora de hablar con el dinero, señor Croker. Todo lo que le estoy diciendo es algo bastante evidente. Todo lo que le estoy diciendo son algunas verdades de perogrullo en la intimidad de esta sala. ¿Quiere abrir la discusión a los siete bancos y las dos compañías de seguros, y que tengamos todos una verdadera sesión de gimnasia? ¡Podemos hacerlo! Pasa a cada rato. Tendrá que ser en un auditorio. ¿Se imagina a nueve prestamistas? Hablamos de más de un centenar de personas sentadas en un auditorio, con altavoces y micrófonos, y a cada una de ellas le corresponderá tomar el micrófono y decirle por los altavoces algo que voy a decirle ahora mismo, con toda tranquilidad, en esta pequeña sala, sentado a esta mesa, en nombre de un solo prestamista, PlannersBanc, y es lo siguiente, señor Croker… —Al ver a Croker convenientemente aturdido por su beligerancia, el Artista hizo una pausa para lograr el máximo efecto y luego prosiguió con voz amenazadora—: Éste es uno de los peores casos de mala administración… uno de los incumplimientos de una obligación fiduciaria más flagrantes… que jamás he visto… y en mi trabajo le veo todos los días la jeta a la mala administración y a la malversación. Usted y su corporación han sacado quinientos millones de dólares de este banco, señor Croker, y han decidido que era su Freaknik particular, como si pudieran sacarnos quinientos millones de dólares y hacer con ellos lo que les diera la gana, enloquecer como cerdos, montar un Freaknik, porque nadie podía ponerles la mano encima, porque era la hora del Freaknik para Croker Global y la ciudad era suya. Pues bien, tengo noticias para usted, señor Croker. Ya sacabó la nochel sábado. Sacabó el Freaknik, encanto. ¿Tenteras lo que digo? —A Peepgass el corazón le latía con fuerza. Era incapaz de decir si Harry estaba imitando el acento sureño de Croker, alguna clase de acento negro o ambas cosas—. Tamos nel día después, hermano, y Croker Global tiene la mayor resaca de la historia del endeudamiento fraudulento de tol sureste de los Estados Unidos.

Los ojos de Peepgass se clavaron en Charlie Croker, quien parecía como si le hubieran cortado el aliento. Había dejado de mostrarse furioso. Ya no le salía humo de las orejas. Seguía mirando a Harry, pero la mirada se había paralizado, se había vuelto impenetrable. ¡El Artista! ¡Oh, sí, eso era arte!

No se trataba de que el Artista fuera más duro que el shogun, más hombre, y que lo hubiera dominado en una lucha justa. No, era el tono, era la postura que se había atrevido a adoptar, la insolencia que con tanta desenvoltura exhibía como si fuera una prerrogativa natural, el modo en que alzaba la gran barbilla, le miraba la nariz y, con todas las inflexiones de su cuerpo y de su chirriador gañir, anunciaba: «¡Mirad! ¡No es más que otro comemierda!». Con unos pocos arqueos de esa barbilla había sacudido los adornos vanos del prohombre, arrancado el aislamiento y el protocolo principesco y lo había dejado ahí sentado, pálido y regordete como cuando llegó a este mundo, un pecador, un deudor, un aprovechado sin dignidad, desnudo ante un acreedor sin piedad.

Peepgass observó que las medias lunas del shogun habían empezado a ampliarse y extenderse por la camisa siguiendo las curvas de la parte inferior de los potentes músculos del pecho.

Harry empezó a hablar con una voz más grave y baja:

—Mire, señor Croker, no me malinterprete. Aquí estamos de su parte. No queremos que esto se convierta en una especie de batalla campal con nueve acreedores. Y no nos interesaría especialmente la cobertura de la prensa. —Hizo una pausa para que aquella amenaza terrorista, la prensa, recorriera la sala—. Somos el banco agente en este tinglado y esto nos otorga el privilegio de mirar ante todo por los intereses de PlannersBanc. Pero tenemos que salir con algo concreto. —Levantó tan alto como pudo el puño derecho y añadió—: ¿De dónde va a salir el dinero? No va a salir… ¡puf! —abrió el puño—, ¡del aire! El señor Stroock nos asegura que tiene muchos activos sólidos. De acuerdo… muy bien. Ha llegado la hora de convertirlos en líquido. Ha llegado la hora de devolvernos dinero. Ha llegado la hora de vender algo. Estoy con usted: se ha cerrado el maletero.

En ese punto el joven Stroock se adelantó, evidentemente para que su jefe, Croker, tuviera tiempo de recuperar el aliento y poner orden a sus baqueteadas ideas.

Eso de «vender algo», dijo Stroock, no era una propuesta tan sencilla. Croker Global había considerado ya esa opción, pero, en primer lugar, había una compleja red de propietarios. Algunas estructuras corporativas dentro de la cartera inmobiliaria de Croker Global pertenecían en realidad a divisiones de Croker Global Foods estructuradas de modo independiente, cada una de las cuales constituía una corporación por derecho propio y…

—Soy consciente de todo eso —lo interrumpió el Artista—. Tengo su organigrama. Lo estoy metiendo en el Bodriorg.

—¿El Bodriorg? —preguntó Wismer Stroock.

—Sí. Es un concurso que tenemos en PlannersBanc para el organigrama con peor aspecto. Pensaba que nadie sería capaz de superar a la naviera Chai Long, de Hong Kong. Tienen trescientos barcos, cada barco es una sociedad, cada sociedad posee una fracción de al menos otros cinco barcos, cada barco tiene un código de color, el organigrama mide tres metros. Parece un tablero de semiconductores de una Game Boy destrozada. Creía que Chai Long era un valor seguro en el Bodriorg hasta que he visto el suyo. Parece un bol de linguine primavera. Tienen ustedes que desenmarañarlo y vender algo.

—Ajá. De acuerdo. ¿Me permite que termine?

—Sí, se lo permito, pero por qué no consideramos primero algunas modestas propuestas. —El Artista se volvió hacia un ayudante y dijo en voz baja—: Pásame los coches, Sheldon.

El joven en cuestión, Sheldon, abrió de un golpe una carpeta de anillas y le pasó a Harry una hoja de papel. El Artista la estudió durante un instante, luego alzó la vista hacia Croker y dijo:

—Vamos a ver, en su último estado financiero incluye siete coches de la compañía: tres BMW 750L valorados en… ¿qué pone aquí?… noventa y tres mil dólares cada uno… Dos BMW 540A valorados en cincuenta y cinco mil dólares cada uno, un Ferrari 355 valorado en ciento veintinueve mil dólares y un Cadillac Seville STS personalizado valorado en setenta y cinco mil dólares… Por cierto, ¿cómo ha venido hasta aquí?

Croker lanzó al Artista una prolongada mirada letal y luego dijo:

—Conduciendo.

—¿Conduciendo qué? ¿Un BMW? ¿El Ferrari? ¿El Cadillac Seville STS personalizado? ¿Cuál?

Croker lo miró de forma torva pero permaneció en silencio. El vapor volvía a su sistema. Su poderoso pecho subió y bajó a causa de un prodigioso suspiro. Las manchas oscuras convergían poco a poco, desde ambos lados del pecho, en dirección al esternón.

—Siete coches de la compañía… Véndalos —dijo Harry.

—Esos coches se utilizan todo el tiempo —le explicó Croker—. Además, supongamos que los vendemos… con un claro perjuicio para nuestras operaciones, por cierto. ¿De cuánto estaríamos hablando? De un par de cientos de miles de dólares.

—¡Un momento! —exclamó el Artista con una gran sonrisa—. No sé usted, pero yo le tengo un gran respeto a un par de cientos de miles de dólares. Además, su aritmética está un poco oxidada. Son quinientos noventa y tres mil. Mil insignificantes lotes como éste y cancelaremos de sobra la deuda. ¿Ve lo fácil que es? Véndalos. —Se volvió hacia su ayudante y dijo—: Pásame los aviones.

La carpeta de anillas sonó de nuevo al ser abierta, y el ayudante, Sheldon, le pasó varias hojas de papel.

—Ahora, señor Croker —prosiguió Harry mirando las páginas—, en su lista también aparecen cuatro aviones, dos Beechjet 400A, un Super King Air 350 y un Gulfstream 5. —Alzó la vista hacia Croker y, con una voz parecida a la de W. C. Field, repitió—: Un Gulfstream 5… un Ge Ciiiiiiinco… Ese avión vale treinta y ocho millones de dólares, si no me equivoco, y por lo que veo el suyo tiene ciertas… mejoras… un sistema de telefonía Satcom, que cuesta, instalado, trescientos mil dólares… Con un Satcom se puede telefonear desde el aire a cualquier punto del mundo, ¿me equivoco?

—No.

—¿Cuántas operaciones de Croker Global se realizan en el extranjero, señor Croker?

—De momento ninguna, pero…

—Y veo que también tienen un conjunto de pantallas de radar de cabina SkyWatch, que cuesta, instalado, ciento veinticinco mil dólares, y un interior de cabina diseñado y amueblado a medida por un tal Ronald Vine por valor de dos millones ochocientos cuarenta y cinco mil dólares. Y aquí pone que en ese avión hay colgado un cuadro que vale ciento noventa mil dólares. —El Artista alzó la gran barbilla y miró la nariz de Croker con una mezcla de incredulidad y desprecio—. ¿Son correctas estas cifras? Están sacadas de su balance general. Ha presentado estos bienes como garantías.

—Eso es.

—Esto representa más de cuarenta millones de dólares inmovilizados en ese único avión. —Se volvió hacia su ayudante—. ¿Cuál es el valor de los otros tres aviones, Sheldon?

—Quince millones novecientos mil.

—Quince millones novecientos mil —repitió Harry—. De modo que estamos hablando de unos cincuenta y ocho millones de dólares en aviones. ¿Dónde guarda esos aviones, señor Croker?

—En el PDK —respondió Croker, refiriéndose al aeropuerto para aviones privados del condado de DeKalb, al este de la ciudad. PDK eran las siglas de Peach-tree-DeKalb.

—¿Tiene usted alquilado un hangar? ¿A cuántos pilotos emplea?

—A doce.

—A doce… —El Artista enarcó las cejas y lanzó entre los dientes un silbido en señal de sorpresa fingida. Sonrió—. Vamos a ahorrarle un montón de dinero. —Sonrió de nuevo, como si todo aquello fuera muy divertido. A continuación, la sonrisa desapareció, y añadió con voz monótona y tajante—: Véndalos.

—Siempre podemos hacerlo —señaló Croker—, pero sería del todo contraproducente. Los aviones no se utilizan de una forma caprichosa. En Global Foods tenemos diecisiete almacenes distribuidos en catorce estados. Tenemos…

—Véndalos…

—Tenemos…

—Véndalos. A partir de ahora vamos a ser como el Vietcong. Vamos a movernos por el suelo y vivir de la tierra.

Entonces se volvió hacia Sheldon y dijo por la comisura de los labios algo que Peepgass no logró oír. El joven abrió la carpeta y entregó al Artista tres o cuatro hojas de papel. Harry las estudió durante un instante y luego dijo, sin alzar la vista:

—La granja experimentaaaaaaal. —Volvió a sonar como W. C. Fields—. Doce mil hectáreas en el condado de Baker, en Georgia… ¿Lo tenemos bien escrito: T, E, R, M, T, I, N, A?

—Eso es —repuso Croker.

—¿El sitio se llama Ter-eme-tina?

—Termtina —dijo Croker con voz afilada—. Siempre se ha llamado así. Termtina lleva en funcionamiento desde la década de 1830. Durante los primeros cincuenta o sesenta años sólo producía trementina, y así era como los… los trabajadores agrícolas pronunciaban la palabra, «termtina». En realidad, se llamaban a sí mismos los… la gente de Termtina. Eso fue lo que hicieron durante generaciones, extraer trementina de los pinos. Tenemos descendientes de los… de esa gente… trabajando ahora ahí.

Peepgass se preguntó por qué de pronto Croker se mostraba tan comunicativo, tan informativo y tan reflexivo.

—Aparece en la lista —dijo Harry— como «granja experimental». Según mis informaciones, se trata de una plantación.

—Bueno, al sur de la línea de los mosquitos —dijo Croker con tono afable— llaman plantación a cualquier cosa que tenga más de doscientas cincuenta hectáreas.

—Sí —concedió Harry—, pero mi impresión es que a Termtina se la conoce sobre todo por ser una plantación de codornices. ¿Caza usted codornices en Termtina?

—Es un condado de codornices. Claro que cazamos algunas. Sería difícil de resistir.

—Pero ¿diría usted que la principal actividad de Termtina es la caza de la codorniz? El señor Sycamore visitó Termtina varias veces, según creo, y ésa fue su impresión.

El enorme pecho de Croker emitió otro fatigoso suspiro. Peepgass sabía exactamente lo que él estaba pensando. «Primero me dicen que Sycamore no tiene que ver con el asunto y ahora me lo citan como autoridad». Sin embargo, lo que dijo fue:

—Termtina funciona como granja desde hace más de un siglo y medio, y sigue funcionando como granja ahora. En realidad, ahora funciona más que nunca. Es el principal campo de pruebas de nuestra división alimentaria. —Hablaba comiéndose más que nunca las letras—. Tenemos más de mil parcelas experimentales —primentales— en Termtina y realizamos experimentos sobre la producción y la rotación de cultivos, y también sobre métodos de cultivo; tenemos experimentos con robots capaces de nivelar una hectárea de…

—Y también tienen cincuenta y nueve caballos, valorados en cuatro millones setecientos mil dólares, según dice aquí —subrayó el Artista. Alzó una de las hojas de papel que Sheldon le había entregado—. ¿Qué hacen esos cincuenta y nueve caballos? No serán caballos de tiro, ¿verdad?

—Los caballos son por sí mismos un negocio rentable —contestó Croker, esforzándose por controlar el genio—. El mercado de caballos de calidad es un mercado a prueba de bomba. Además de eso, tenemos un buen negocio de sementales.

—Eso lo entiendo —dijo el Artista, estudiando una hoja de papel—. Aquí dice que tienen un semental llamado Primera Mano, y que vale tres millones de dólares. Alzó la gran barbilla y miró a Croker.

—Es cierto —admitió Croker.

Primera Mano… —repitió Harry—. ¿No se referirá por casualidad el nombre del caballo de alguna forma a los fondos obtenidos en un préstamo inmobiliario?

Se oyeron risas y carcajadas en el extremo de la mesa ocupado por PlannersBanc; y ni siquiera el sombrío joven de Croker, Wismer Stroock, pudo resistirse a esbozar una sonrisa.

Croker hizo una pausa y luego explicó en un súbito ataque de jovialidad:

—Está sacado de las cartas. Hace referencia al juego del póquer.

—Estoy convencido de que es un término del juego —dijo el Artista—, pero no estoy seguro de que el juego sea el póquer.

Más risas y carcajadas. Todo el mundo a ambos extremos de la mesa sabía que cuando un promotor obtenía un compromiso de préstamo por parte de un banco, éste le entregaba el dinero por etapas, y que la primera etapa recibía el nombre de «primera mano». Entre los promotores de Atlanta corría un lema: «Compra el barco con la primera mano», lo cual significaba: «Compra el yate Hatteras de veinticinco metros que siempre has deseado, la casa en Sea Island con la que siempre has soñado, la casa en Vail, el rancho en Wyoming, con esa primera entrega de dinero, por si algo se tuerce y no se obtienen beneficios del proyecto». En términos estrictos, utilizar de ese modo la primera mano era ilegal —en una palabra, fraudulento—, puesto que en el contrato de préstamo el promotor se comprometía a dedicar cada uno de los centavos al proyecto; pero, en los vertiginosos días de finales de los ochenta, y luego otra vez a finales de los noventa, los bancos habían hecho la vista gorda y mirado hacia otro lado, y amarrados en Sea Island y en Hilton Head se veían, de hecho, bastantes barcos llamados Primera Mano, y en el condado de Baker había un semental…

Primera Manoooooooo —dijo el Artista con su voz de W. C. Fields—. Vaya, vaya. ¿Es también cierto, señor Croker, que monta usted algunos de esos cincuenta y nueve caballos cuando caza codornices en Termtina?

—Buenos mejor bajarse dellos antes de disparar la escopeta si no quiere uno lamentarlo. Pero, sí, los sacamos al campo. Y es bueno para los caballos.

El Artista miró al comemierda con recelo.

—Cincuenta y nueve caballos… cuatro millones setecientos mil dólares. —Luego miró las hojas que tenía delante—. Doce mil hectáreas… tierras, instalaciones y equipo… una pista asfaltada de aterrizaje de mil quinientos metros capaz de recibir un reactor Gulfstream 5… Valor total, treinta y dos millones de dólares… En total, con los caballos, tenemos ahí treinta y siete millones. —Hizo una pausa y luego añadió con su voz completamente inalterada—: Véndalo.

—Vender… ¿qué?

—La plantación y los caballos. Todo.

Croker permaneció callado por unos instantes. Entornó los ojos en dirección al resplandor, como para ver mejor al Artista.

—De momento voy a dejar de lado la importancia de Termtina para el futuro de nuestra corporación y voy a mencionar otras dos cosas. —El viejo pareció decidido a adoptar el enfoque razonable—. Primero, no es momento ahora, dentro del ciclo inmobiliario —cicli mobiliario— de sacar al mercado una granja de doce mil hectáreas. Segundo, Termtina no es sólo una granja. Es una institución… una institución muy venerable.

La voz del viejo se volvió de pronto cálida y resonante. Se lanzó a un apasionado relato de la historia de Termtina, con algunos detalles más sobre «la gente de Termtina». Contó cómo Global Croker era uno de los mayores empleadores de mano de obra negra no cualificada en aquella parte de Georgia. Habló de trabajadores negros cuidando las parcelas, trabajadores negros cuidando los caballos, trabajadores negros cultivando la tierra, trabajadores negros conservando la ecología de las más de tres mil hectáreas de marismas. Se notó que su voz crecía y se convertía en perorata.

—Nadie más va a emplear a esas personas como hacemos nosotros. Nadie si no es Croker Global va a tener parcelas experimentales y experimentos agro-químicos, actividades con caballos y cacahuetes, algodón, madera y un programa ecológico…

—Y la caza de la codorniz —señaló el Artista.

—Sí, de acuerdo, la caza de la codorniz. También eso proporciona empleo a esa gente. Tenemos algunos trabajadores de color que adiestran perros, y son muy buenos. Tenemos… tenemos gente que cuida los perros, los caballos, los bosques, los carros… y todo lo demás. Y si Croker Global se retira, lo liquida, ¿a dónde va a ir esa gente? Se lo voy a decir. A la asistencia social. Estamos hablando del suroeste de Georgia, del campo, el campo de verdad, y esas personas no van a conseguir con facilidad… otro trabajo. Son buena gente, gente orgullosa que no quiere vivir de los subsidios. Son buena gente del campo que ven la asistencia social como una vergüenza. Son la gente de Termtina y consideran que Croker Global es el único sostén firme en sus vidas. De modo de que no hay posibilidad de que ustedes, ni yo, ni cualquier otro considere Termtina como un simple activo que puede capitalizarse o liquidarse. Hay aquí una dimensión que no se puede poner en ningún estado financiero, una dimensión que tiene que ver con el dolor y el sufrimiento, que tiene que ver con el coste humano.

—Alto, alto, un momento —dijo Harry, levantando las dos manos, con las palmas hacia afuera y dirigiendo la mirada hacia abajo en un gesto que significaba «Por favor, basta»—. Comprendo el dolor. Comprendo el sufrimiento. Comprendo el coste humano. —En ese momento alzó los ojos directamente hacia Croker con una mirada que transmitía la más completa sinceridad—. He estado ahí. He estado en la guerra… He perdido cuatro dedos… —Levantó el puño derecho lo más alto que pudo por encima de la cabeza, con el dorso vuelto hacia Croker, de modo que parecía un muñón de mano donde sólo se veían las crestas de cuatro grandes nudillos. A continuación extendió un único dedo hacia arriba, el dedo medio, y lo mantuvo de ese modo, con una mirada de tristeza burlona en la cara—. Véndala —dijo.

Croker se quedó mirando el dedo, entrecerró los ojos, siguió mirando y enrojeció. Y entonces Peepgass las vio… ¡Las alforjas! ¡Las alforjas! ¡Se habían formado las alforjas! ¡Estaban completas! Las grandes manchas de sudor se habían extendido desde ambos lados por la camisa del shogun, desde las axilas por el tórax, bajo las curvas de su musculoso pecho, hasta encontrarse, juntarse, enlazarse: dos extensiones oscuras unidas en el esternón. Parecían un par de alforjas sobre un caballo. ¡Oh, a Peepgass le encantó! ¡Harry lo había logrado de nuevo!… había conseguido sus alforjas… ¡incluso con un hueso duro de roer como Charlie Croker!

Los que estaban sentados en el extremo de la mesa ocupado por PlannersBanc no paraban de darse codazos y sonreír. También ellos lo habían notado. Peepgass estaba eufórico. Harry se las había arreglado para redimirlos a todos. Se volvió hacia el Artista y dijo, tapándose la boca con la mano:

—¡Las alforjas, Harry! ¡Las alforjas!

Su intención fue hacerlo en voz baja, casi en un susurro, pero le salió demasiado alto. También había sido su intención no sonreír, pero sonrió. No pudo contenerse. Vio que Croker lo miraba.

El Artista bajó el brazo, y Croker empezó a farfullar. Su voz era grave y gutural.

—Óigame bien… —empezó.

Con una voz de lo más amable Harry Zale no le dejó terminar la frase:

—Espere un momento, señor Croker. —Se inclinó hacia Peepgass y le dijo en voz baja—: Es hora de una pequeña floración de los prestamistas, ¿no te parece?

Peepgass soltó una risita.

—Perfecto —repuso.

Oh, Dios, eso sí que iba a ser divertido.

Harry se enderezó, miró a Croker y enarcó las cejas.

—Óigame bien… —retomó Croker, con una voz que surgía de algún lugar de la tráquea.

—Perdone, señor Croker —dijo el Artista—, pero ahora vamos a hacer una pequeña floración de los prestamistas. De modo que les pediría que fueran tan amables de salir de la sala para que pudiéramos hacer la floración.

—¿Que van a hacer qué? —preguntó Croker.

—Vamos a hacer una floración de los prestamistas.

—¿Ha dicho floración? —inquirió Croker.

—Eso es —contestó el Artista—. De modo que si salen un momento, se lo agradeceremos.

—¿Quiere decir votación? —casi gruñó Croker.

—No, floración —dijo el Artista con una alegre sonrisa—. Lo que queremos ahora es que salgan los capullos.

El Artista mantuvo la sonrisa, como si todo aquello fuera una buena broma de vestuario masculino. El shogun lo contempló con una furia que Peepgass no había visto en la cara de un hombre. La única respuesta del Artista fue una gran sonrisa impasible. Diez tipos de mutilaciones debieron de cruzarle a Croker por la cabeza, pero no dijo nada. Se levantó lentamente, y Wismer Stroock y el resto de su séquito se levantaron con él. La chica de piernas largas, Peaches, que ya estaba de pie junto a él, contempló la camisa del viejo. Por primera vez, Croker pareció darse cuenta de que estaba hecho una sopa. Se miró con aire taciturno las alforjas, tomó su chaqueta, se volvió y se dispuso a salir de la habitación.

Dio un paso y luego, al dar el segundo, todo su enorme cuerpo pareció doblarse y derrumbarse hacia el lado de estribor, aunque acabó por enderezarse. Luego dio otro paso y luego otro, y volvió a suceder lo mismo.

A todas luces, algo muy grave le ocurría a su rodilla o su cadera derecha. Toda la sala lo miraba. Siguió caminando hacia la puerta, dando un paso normal y luego doblándose, dando un paso normal y luego doblándose.

Era como si la paliza que acababa de recibir a manos de Harry Zale hubiera tenido alguna terrible repercusión física en su cuerpo.

Entonces se detuvo e hizo una breve pausa. Se volvió con lentitud. Miró torvamente, pero no a Harry Zale. Miró al propio Peepgass, y con un susurro sibilante dijo:

—Cabrón.

De pronto Peepgass fue consciente de que todos los presentes, a ambos extremos de la mesa, lo miraban, a la espera de que contestara. Sin embargo estaba atónito, mudo. Y peor aún… estaba asustado. ¿Qué se atrevería a decir a aquel toro rabioso de la otra punta de la mesa?

Un instante antes se mostraba eufórico… se divertía con el modo en que el Artista había reducido al gran shogun al estado de comemierda sudoroso, balbuceante, tambaleante y humillado. Un momento antes se había sentido redimido, vengado ante Croker y toda su ralea de dientes de sable. Y de pronto ahí estaba, paralizado, mientras una hirviente idea le atravesaba las paredes mismas del cráneo: ¡No puedo enfrentarme a ese hombre! ¡Ni siquiera verbalmente! Ni siquiera cuando me ha lanzado semejante insulto —«Cabrón»— a la cara delante de los míos. Y se quedó quieto, incapaz de articular sonido, mientras la cara le ardía y el corazón le batía con fuerza.

Croker sacudió la cabeza en un gesto de desdén, se volvió y continuó su renqueante retirada de la sala, dando un paso y doblándose, dando un paso y doblándose, dando un paso y doblándose, dando un paso y doblándose.

Peepgass se quedó quieto, paralizado, mudo, temeroso de mirar a cualquiera de los presentes en la sala.