Los dos días siguientes, lunes y martes, fueron tan tranquilos que Conrad empezó a creer que las cosas se adaptaban a una rutina: una rutina espantosa, pero soportable. Hubo ratos aburridos en la celda, en los que se dedicaba a escuchar el parloteo criollo de 5-Cero y los putos lamentos por la radio; y hubo largos y ansiosos interludios en la pecera durante los cuales mantenía un ojo en Rotto y su séquito mientras intentaba comportarse como si no estuviera prestando atención a nada. En cualquier caso, logró escribir cartas a Jill, Cari y Christy, así como leer las palabras del mensajero de Zeus, Epicteto. Llevaba siempre consigo las pobres y maltratadas páginas de Los estoicos.
No se produjo un momento verdaderamente tenso hasta el día siguiente. Durante las horas de pecera de la noche, Rotto dejó el territorio blanco y se acercó a Vastly. Se dirigió derecho al corazón del territorio negro, hacia donde Vastly, rodeado de sus muchachos, estaba viendo la televisión sentado en el borde de una mesa de metal. Incluso un recluso ciego se habría dado cuenta de que pasaba algo, porque toda la pecera quedó en silencio, salvo el televisor, que estaba sintonizado en una serie llamada Planeta Retro, acerca de un mundo futuro patológico y disfuncional en el que sólo parecían funcionar con cierta regularidad los explosivos, las armas automáticas y los vehículos de combate. El caso es que se hizo el silencio en la pecera, salpicado por pequeñas explosiones, descargas de fusilería, acelerones y chirridos de frenos procedentes del poste sobre el que estaba el televisor.
Rotto no era tan grande como Vastly, pero con sus marcadas cicatrices y su nariz de camorrista tenía el aspecto más ruin de toda la pecera, Vastly incluido.
—Eh, Vastly —dijo—. Tengo aquí a algunos que necesitan usar el teléfono.
—Sí —dijo Vastly, sin moverse del borde de la mesa y mirando de reojo Planeta Retro, para demostrar la frialdad con que se tomaba la gran excursión de Rotto—, ya lo sé cómo va. Pero, eh, tron, mira. —Hizo un gesto de pesar en dirección a los dos teléfonos. Dos reclusos negros los usaban y otros seis hacían cola—. Una noche cargada, tron. La próxima pecera te lo reservo.
—Venga ya, tío —insistió Rotto—. Tengo a gente que necesita hablar con sus abogados y sus parientas. ¿Podríais mostrar un poco más de respeto, no? Nosotros os respetamos.
—Eso está bien, tron —dijo Vastly—, eso está bien. La próxima pecera, no hay problema. Es que esta noche, ya ves. —Sacudió la cabeza con aire de exagerado pesar.
La cosa siguió así durante un rato. Por número, fuerza física y resistencia, no había ninguna razón para que Vastly y su facción permitiera a la Liga Nórdica o a quien fuera usar los teléfonos. Sin embargo, con la Liga Nórdica, como le había explicado 5-Cero, uno nunca podía estar seguro. Estaban lo bastante locos como para rajar, morder, golpear o lanzarse en masa sobre Vastly o cualquier otro si los presionaban demasiado, al margen de cuáles pudieran ser las consecuencias. Tras haber visto al más pequeño de la especie, Mutt, en acción, Conrad no albergaba ninguna duda al respecto.
El pulso se mantuvo hasta que al final Rotto regresó al otro extremo de la sala con más garantías sobre la «próxima pecera», lo que en realidad no significaba nada, puesto que en la siguiente pecera siempre se olvidaban todas las negociaciones anteriores. Rotto regresó al territorio blanco con una negra nube oscureciéndole el rostro. No miró a nadie, ni siquiera a Riffraff Sleazy. Le habían faltado por completo al respeto, y todo el mundo lo sabía. En cualquier caso, todos contuvieron el aliento, y la pecera volvió a recuperar el nivel de ruido ambiente habitual. En la televisión apareció un anuncio. La cara de una rubia delgada ocupó de pronto toda la pantalla. «Supersuaaaaaaaaaave», dijo, cerrando los ojos, haciendo con los labios una exagerada O y abriendo bien la boca para mostrar una lengua de un curioso rojo sangre.
—Ven a ponerme suave a mí, nena —dijo Rapmaster EmeCé Nueva York, mirando a Vastly en busca de aprobación.
Después de las horas de pecera, de vuelta a la celda, 5-Cero le dijo a Conrad:
—¡Bummahs, man! ¡Ya mea Vastly en Rotto a da max! Hace pagar dése moke a alguien.
Hizo una mueca y elevó los ojos.
La tarde siguiente, a la hora de pecera, todo parecía tranquilo.
Conrad se sentó a una mesa y regresó a Epicteto. Ya había aprendido a sentarse en un banco de metal ante una mesa de metal fijados al suelo, colocar delante de él las estropeadas páginas de Los estoicos y cerrarse a cuanto lo rodeaba. Lo que Epicteto tenía que decir era bastante sencillo, y lo decía una y otra vez de diferentes maneras. Todos los seres humanos son hijos de Zeus, que les ha dado una chispa de su fuego divino. Una vez que se tenía esa chispa, ni siquiera Zeus podía volver a quitarla. Esa chispa proporcionaba la facultad de razonar y la facultad de actuar o no actuar, la facultad de deseo y la facultad de rechazo. Pero ¿la facultad de deseo y rechazo de qué? «El deseo de lo bueno —decía Epicteto— y el rechazo de lo malo». No tiene sentido pasarse la vida preocupándose de las cosas que no dependen de nuestra voluntad, como el dinero, las posesiones, la fama y el poder político. Del mismo modo, no tiene sentido pasarse la vida intentando evitar las cosas que no dependen de nuestra voluntad, como la tiranía de Nerón, el encarcelamiento y el peligro físico. (Conrad asintió al leerlo). Epicteto sentía especial desprecio por quienes se quedaban mano sobre mano, temblando, llorando y gimiendo por lo que sucedía. «Envía, Zeus —exclamó Epicteto en un momento—, la prueba que quieras, pues tengo los recursos que tú me diste y los medios para señalarme con lo que sobrevenga». Y dijo a sus discípulos: «¿Qué pensáis que habría sido de Heracles si no hubiesen existido un león y una hidra y una cierva y un jabalí y unos cuantos hombres malvados y salvajes, a quienes él expulsó y barrió del mundo? ¿Qué habría hecho si no hubiese existido nada de eso? ¿No es verdad que se habría dedicado a dormir, bien arropado? Así que, para empezar, no habría llegado a ser Heracles, toda la vida adormilado en tal molicie y sosiego. ¿Qué utilidad habrían tenido sus brazos y toda su fuerza y su firmeza y su nobleza, si no le hubiesen movido y hecho actuar tales peligros y situaciones?».
Otro repentino descenso en el nivel de ruido de la pecera… Conrad alzó la cabeza. El corazón le dio un vuelco. ¡Rotto! Rotto había abandonado su círculo de miembros de la Liga Nórdica y se acercaba entre las mesas de metal con un andar bamboleante, el Frankenstein, que parecía copiado de los hermanos de O-town. La nariz y las cicatrices tenían un aspecto especialmente repulsivo, realzadas como estaban por la sonrisa que había decidido exhibir. La parte superior de los brazos daba la impresión de estar hinchada hasta alcanzar un contorno prodigioso. Su mugrienta cola de caballo se balanceaba en la base del cráneo casi calvo mientras avanzaba hacia Conrad, que se quedó mirándolo, demasiado sorprendido para fingir siquiera que no se encontraba absorto, paralizado, por lo que veía.
Sin embargo, Rotto no lo miraba a él. Pasó de largo por su lado y se dirigió sin detenerse hacia Pocahontas, quien, como de costumbre, estaba derrumbado sobre una mesa de metal. Nadie movía un músculo, salvo el viejo (por lo menos de cuarenta y cinco años), que se puso a sinequanear lo más lejos posible de Rotto pero sin abandonar el territorio blanco. Rotto se sentó en el banco de metal junto a Pocahontas. Pocahontas alzó su pálida cara de entre los antebrazos el tiempo suficiente para contemplar a su visitante y luego continuó en esa posición, como clavado. Parecía un animal hipnotizado por una serpiente. (Todo el conocimiento de Conrad sobre las serpientes procedía de la película de Disney El libro de la selva). Rotto le dirigió al pobre muchacho una repulsiva sonrisa de afecto, se inclinó sobre él y le dijo algo que Conrad no acertó a oír. Los labios de Pocahontas se movieron espásticamente entre la sonrisa educada y el balbuceo incoherente. Sin embargo, los ojos seguían mirando, paralizados de terror. La cabeza continuó en un ángulo torcido sobre la mesa. Respiraba con tanta fuerza que el cepillo mohawk caoba que tenía en medio del cráneo se movía hacia arriba y hacia abajo. Rotto se echó a reír, como si el muchacho hubiera dicho algo divertidísimo, y luego le dijo alguna otra cosa. Esa terrible conversación pareció prolongarse de forma interminable, aunque en realidad sólo duró tres o cuatro minutos. A continuación, Rotto le dio a Pocahontas unas cuantas palmadas de camaradería en la espalda, sonrió, se levantó y regresó con andares de Frankenstein junto a sus seguidores.
Conrad quedó conmocionado. (¿Y si hubiera sido yo?). En cuanto a lo que acababa de ocurrir, no podía por menos que hacer una horrible suposición. Todo el mundo parecía estar haciéndola. Todo el mundo lanzaba una última mirada a Pocahontas, quien se enderezó en el banco por un instante, soltó un largo y desesperado suspiro y luego apoyó de nuevo la cara sin cejas y los brazos sobre la mesa. Tras eso, todo el mundo evitó mirarlo, como si el simple hecho de dirigir la vista hacia él pudiera difundir un terrible contagio.
Conrad intentó volver a Epicteto. Al principio, las palabras se atropellaron confusamente, tal era la turbulencia de los pensamientos y los miedos que se habían apoderado de su mente. Sin embargo, pasó un cuarto de hora, media hora, una hora… y en la pecera volvió a aposentarse el precario equilibrio habitual, y él logró por fin serenarse… Con todo, no podía dejar de pensar en el pobre muchacho, Pocahontas. ¿Cuál era su deber hacia esa alma triste, extraña y sin amigos, si sucedía lo peor? ¿Qué habría hecho Epicteto? Recordó algo que había leído… ¿dónde? Era en el libro III… libro III… libro III… empezó a pasar las páginas de los pliegos que tenía delante… libro III y al final encontró… el capítulo 24… El capítulo se titulaba: «Sobre que no hay que dedicar sentimientos a lo que no depende de nosotros». Empezaba así:
—Que no sea para ti un mal lo contrario en otro a la naturaleza. Pues no has nacido para compartir la humillación ni la desdicha, sino para compartir la buena suerte. Si alguien es desdichado, recuerda que es desdichado por su propia cuenta, porque la divinidad hizo a todos los hombres para ser felices, para vivir con equilibrio.
Uno de los discípulos preguntaba:
—Entonces, ¿cómo mostraré afecto?
—Como hombre noble, sin ser vil —respondía Epicteto—. Muestra afecto pero observa esto: si por ese afecto, o comoquiera que lo llames, vas a ser esclavo y desdichado, no te beneficia mostrar afecto. Abundamos en toda clase de pretextos para ser innobles: unos a causa de los hijos, otros por la madre, por los hermanos. Mas no conviene ser desdichado por culpa de nadie, sino ser dichoso gracias a todos y, especialmente, gracias a Zeus, que para eso nos creó.
Conrad alzó la vista, miró a Pocahontas, que parecía haberse abandonado por completo a su destino con tanta desesperación e impotencia que ya estaba tendido sobre la mesa. ¡Qué triste parecía… y qué despiadado era Epicteto! ¿Era ésa la otra cara de la severidad con que le pedía que se enfrentara a la adversidad? No estaba seguro de poder ser tan despiadado… Observó un poco más a Pocahontas… Había que ver lo que se había hecho a sí mismo, a su cabeza, como si no hiciese otra cosa que gritar: «¡Miradme! ¡Estoy aquí para escandalizaros!». A juzgar por los agujeros del lóbulo, era evidente que había llevado toda una hilera de pendientes, para que los gritos fueran aún más fuertes. Se había afeitado las cejas, lo cual hacía que las cuencas de los ojos y sus pálidos ojos parecieran fantasmagóricos. Caminaba con andares amanerados, metiendo los codos y moviendo los antebrazos como una chica. «Si alguien es desdichado, recuerda que es desdichado por su propia cuenta… Abundamos en toda clase de pretextos para ser innobles…».
Las palabras atravesaban la mente de Conrad, que intentó hacerlas encajar en el triste caso que estaba contemplando… Consiguió que encajaran y, sin embargo… ¿cuál era la obligación del estoico, del hombre de espíritu noble, hacia la gente que lo rodeaba?
Se dio cuenta de que ni siquiera sabía el verdadero nombre de Pocahontas.
De regreso en la celda, mientras esperaban el carrito de la cena, 5-Cero no hizo más que hablar de la visita de Rotto a Pocahontas. Se sentó en el borde de la litera, se sostenía la cabeza con las dos manos y al mismo tiempo la agitaba.
—Ya bulea a da max —ha metido del todo la pata— dése gran mahu haleo —ese mariconazo blanco—. Hace morir muerto. —Está más muerto que muerto.
Conrad estaba sentado con la espalda apoyada contra la pared y los brazos cruzados sobre el pecho.
—Pero ¿qué podía hacer, 5-Cero?
—¡Algo! ¡Algo!… ¿Recuerdas ti cosa ya dice yo? O menda tú o prenda tú. No quedarte envisible. No posible. Y desos mamones, si piensan dellos que prenda tú, jodido da veras. Cuanto pueden dellos moliendo. Dése Pocahontas, dése mahu, vaya, bummahs, hombre. Ya tiene —tuvo— una posibilidad: cepilla dése tío, parte da cara.
—¿Estás de broma? —dijo Conrad—. Es un niñato enclenque y esmirriado. Un fideo. Rotto lo mataría.
—¿Sí? —dijo 5-Cero—. Mejor que tiene dése mahu da cara rota que da cosa haciendo Rotto y demás dése tipo. Fijo, man. —Sacudió de nuevo la cabeza—. Ya deja Rotto insulta por Vastly. Ahora muestra él todavía grande, moke duro igual. Hace da’sí a da max. Pocahontas jodido da veras.
Durante la pecera de la tarde, después de la cena, el desasosiego se apoderó de Conrad. Se sentó a una mesa, como siempre, con las páginas de Los estoicos abiertas ante él. Sin embargo, no dejó de vigilar a Pocahontas… y a Rotto. Pocahontas ya no estaba sentado a una mesa. Estaba de pie, caminando lentamente por los bordes del territorio blanco, lo más lejos que podía de Rotto sin meterse en territorio negro ni de Nuestra Familia. Su postura era espantosa. El desgarbado cuerpo tenía los hombros encorvados y la cabeza, con la cresta caoba, se inclinaba hacia adelante como la de un perro. Los brazos largos, blanquísimos y sin vello, sobresalían de la sisa de su uniforme de convicto como si fueran unos huesos apenas cubiertos de carne. No parecía tener un solo músculo. Conrad se sintió poseído por el impulso de hacer algo por él, hablarle, darle ánimos (pero ¿cómo?)… o algo… Todos lo trataban como si fuese un apestado. 5-Cero estaba en el territorio de Nuestra Familia junto a uno de sus amigos mexicanos, Flaco. Los dos miraron a Pocahontas, y luego 5-Cero volvió a sacudir de forma exagerada la cabeza, sin dejar de sonreír sardónicamente. Ni siquiera Pops quería saber nada con ese pedazo de fiambre. Cuando su arrastrar de pies lo llevaba cerca del errante Pocahontas, giraba los talones de las chancletas y seguía arrastrando los pies en dirección contraria.
De modo que sólo quedaba Conrad… pero ¿no había dicho Epicteto: «No hay que dedicar sentimientos a lo que no depende de nosotros»? ¿No había dicho: «No has nacido para compartir la humillación ni la desdicha… Si alguien es desdichado, recuerda que es desdichado por su propia cuenta»? ¿No había dicho: «Abundamos en toda clase de pretextos para ser innobles… No conviene ser desdichado por culpa de nadie»? Sí, eso había dicho, y Epicteto era ya su único guía… Por lo tanto se mantendría al margen… Aunque, ¿y si estuviera interpretando mal al maestro que ya llevaba tantos años muerto… o utilizándolo para eludir su deber, para eximirse de culpa? Pero ¿no había dicho Epicteto: «Si por ese afecto, o comoquiera que lo llames, vas a ser esclavo y desdichado, no te beneficia mostrar afecto»? Sí, lo había dicho… A todo eso Conrad le daba vueltas y más vueltas en la cabeza…
Vastly estaba en la entrada de las duchas, haciendo flexiones. Se había quitado la camisa del uniforme de presidiario y el cuello, los trapecios, los hombros y el pecho, así como los brazos, parecían hincharse hasta adquirir un tamaño prodigioso cuando bajaba y levantaba el cuerpo. Cinco o seis colegas suyos lo rodeaban, jaleándolo. Ni siquiera Rotto y los suyos prestaban atención a Pocahontas, ni a él, al menos que él se diera cuenta.
Pasaron las horas, lentamente al principio, pero luego más deprisa a medida que se serenó y se enfrascó en otra carta a Jill, Cari y Christy, así como en el libro II de Epicteto. Antes de que tuviera tiempo de darse cuenta, fue la hora de apagar las luces, los gritos en el vacío y las baladas de O-town a cargo de Rapmaster EmeCé Nueva York.
Era la pecera de la noche siguiente. Cuando Conrad lo miró por última vez, Pocahontas caminaba en silencio, desalentado, por las estribaciones del territorio blanco, en cuyo centro se encontraban, como siempre, Rotto y sus muchachos. El televisor estaba sintonizado en un canal de deportes en el que transmitían una prueba de bobsleigh. Intercalado en el modulado murmullo de la voz del comentarista se oía el zumbido y el chirrido de los bobsleighs por la pista. Era tal el alivio en comparación con las explosiones, las derrapadas de neumáticos, los gritos de Lorelei Washburn y la supuesta jerga callejera hollywoodiense que por lo general brotaban del televisor, que el sonido tenía algo de adormecedor. Conrad se sumergió de nuevo en el libro III de Epicteto… «¿No te das cuenta de que la fuente de la falta de nobleza y la cobardía no es la muerte, sino más bien el miedo a la muerte?».
Sin saber por qué, levantó la vista. Entonces advirtió que el nivel de ruido había vuelto a bajar. Echó una ojeada hacia Rotto y sus muchachos, o hacia donde solían estar. No los vio, ni a uno solo de ellos… Entonces buscó a Pocahontas. No vio ninguna figura alta, lánguida y enfermiza con una cresta degenerada caminando cerca de la pared… Ni tampoco echada sobre una mesa… En la mesa a la que solía sentarse Pocahontas había un grupito de Nuestra Familia, además de 5-Cero, que estaba enfrascado en una conversación con Flaco. 5-Cero lanzó una mirada hacia las duchas. Lo mismo hizo Flaco. De modo que Conrad también miró hacia ese lado. Para su asombro, media docena de muchachos de Rotto, incluyendo a Riffraff Sleazy, hacían una fila frente a la entrada de la zona de duchas, bloqueando el paso no sólo a quien quisiera entrar, sino también a quien quisiera mirar qué ocurría en el interior. Era evidente que habían llegado a alguna clase de acuerdo con Vastly y los suyos. Ni rastro del propio Rotto. Los bobsleighs zumbaban y chirriaban… La monótona voz del comentarista murmuraba… Aplausos ocasionales… Pops sinequaneaba lo más lejos posible de las duchas…
Conrad no tenía ni idea de qué ocurría, pero fuera esto lo que fuera, estaba ocurriendo en ese momento en la zona de las duchas. Sintió el impulso de levantarse y acercarse, pero no lo hizo. No se movió. Permaneció sentado en el banco de metal, contemplando. El aire parecía crepitar.
Al cabo de lo que pareció una eternidad, pero que debió de ser sólo uno o dos minutos, la fila de los nórdicos de Rotto se agitó un poco en la entrada. Dos de ellos se apartaron y, desde detrás, apareció la figura alta, delgada y encorvada del degenerado al que llamaban Slimy. Tras él apareció el oky gordo y barbudo al que llamaban Gut. Se subía los pantalones del uniforme amarillo de presidiario. Como obedeciendo una orden militar, los muchachos de Rotto se alejaron de las duchas en dirección a su extremo de la pecera, en fila india, pegados a la pared. Y entonces Conrad comprendió el motivo. De ese modo permanecían fuera del campo de visión de la cámara de vigilancia que estaba colocada en un rincón, cerca del techo. Wino y el resto de Nuestra Familia, incluyendo 5-Cero, evitaron mirarlos. El sinequaneador puso la mayor distancia posible entre él y la fila india. Sin embargo, desde el territorio negro, Vastly y sus muchachos miraban con lo que parecía una mezcla de diversión y curiosidad. Conrad miró con todo descaro. No pudo evitarlo. Estaba demasiado horrorizado por la idea de lo que sospechaba que acababa de ocurrir para pensar en otra cosa. Y entonces vio lo que de algún modo sabía que estaba predestinado a ver. Vio la cabeza pelada y la mugrienta cola de caballo tras el murete de las duchas. La bestia se incorporó por completo y miró alrededor. Rotto estaba desnudo de cintura para arriba. El pulido cuerpo brillaba a causa del sudor. Se inclinó y, según le pareció a Conrad, hizo los movimientos de ponerse los pantalones. Luego se enderezó de nuevo y salió indolentemente del espacio de las duchas con su andar de Frankenstein, los pulgares enganchados en la tira elástica de su uniforme de presidiario para ajustárselo sobre las crestas de las caderas. Moviendo a un lado y otro los hombros a causa del rígido movimiento de piernas del andar Frankenstein, volvió a mirar en torno a él como si deseara que todos en la pecera supieran lo que acababa de hacer. Conrad quiso desviar los ojos, pero un impulso autónomo se lo impidió. Por un instante sus miradas quedaron trabadas, la de Rotto mientras bordeaba la pared, y la de Conrad sentado a la mesa de metal ante las palabras de Epicteto. Los labios de Rotto se movieron ligerísimamente, pero Conrad fue incapaz de descifrar qué expresaban. Y entonces la bestia desvió la mirada y prosiguió su triunfal paseo hacia sus dominios.
La pecera siguió en calma, salvo el televisor. Debió de aparecer un anuncio, porque Conrad oyó una risa que le recordó la de un grupo de niños sobreexcitados, mientras sonaba un saxo.
Entonces, detrás del murete de las duchas, apareció otra figura… Lo primero que vio Conrad fue la cresta caoba mohawk sobre el pálido cráneo… Pocahontas se acercó tambaleándose a la abertura de la pared. Cuando llegó hasta ella, pudo verse que aún intentaba subirse los pantalones. La mitad superior del cuerpo, escuálida y palidísima, estaba desnuda. La cara, más fantasmagórica que nunca, mostraba una expresión extraña. La carne de su frente sin cejas estaba crispada, y tenía la boca abierta, como si intentara recordar algo muy importante. Entonces cerró los ojos, ladeó la cabeza, torció la boca y empezó a sacudir la barbilla. Dio un paso y entró en la pecera sollozando, sin hacer ruido. Luego abrió los ojos y miró alrededor. La pecera entera pareció retraerse de su vista. La Liga Nórdica, Nuestra Familia, 5-Cero e incluso Vastly y sus muchachos, y también Pops, quien dio otro de sus giros y siguió arrastrando los pies en la dirección opuesta, lejos del joven herido; todo el mundo apartó de él los ojos, todos menos Conrad. Pocahontas se enderezó un poco, se llevó las manos a la cadera, con los pulgares hacia adelante, como si intentara recomponerse y recuperar su dignidad. Y entonces, de pronto, se derrumbó. Se desplomó, se desmayó, cayó despatarrado sobre el suelo de cemento. Rotto, Sleazy, 5-Cero, Flaco, Güero, Wino… ninguno de ellos estaba a más de cuatro metros de él, pero no se movieron. Los bobsleighs se pusieron a zumbar y chirriar de nuevo, y se oyó una salva de aplausos en algún frío lugar a campo abierto, sabía Dios dónde. Conrad se levantó, impelido por algo con lo que ya no podía discutir, ni siquiera con la ayuda de Epicteto. En el interior de su cabeza se alzó un estruendo que le impidió oír la televisión o cualquier otra cosa. Las caras de la Liga Nórdica y Nuestra Familia lo contemplaron caminar entre los dos territorios. 5-Cero le lanzó tal mirada de perplejidad, con los ojos como platos, que Conrad supo qué estaba pensando: «Mi compa, vuelve loco». Cuando llegó hasta Pocahontas, al principio pensó que había muerto. Estaba despatarrado boca abajo, pero con la cabeza y el cuello doblados en un ángulo extraño. Parecía como si intentara mirar el techo, pero los ojos no estaban enfocados hacia ninguna parte, y tenía la boca abierta, como si acabara de exhalar el último suspiro. ¡Un hongo, una especie de moho, se extendía por su piel!… pero en realidad sólo era la fina pilosidad rojiza muy clara que volvía a crecerle, no sólo en la cara, sino en la parte de la cabeza que se había rapado.
Conrad se arrodilló y empezó a hablarle. ¡Ni siquiera sabía cómo se llamaba! No iba a llamarlo Pocahontas…
Le tocó el hombro y dijo:
—¿Me oyes?
Ninguna respuesta. Conrad le tocó el cuello con los dedos y sintió el pulso en la garganta. Entonces reparó en el hedor que emanaba de su cuerpo. La zona de duchas debía de aterrorizar tanto a Pocahontas, que éste seguramente llevaba sin lavarse desde su llegada a Santa Rita. Tenía las piernas retorcidas y separadas, como si hubiera caído corriendo. Entre las piernas, en los pliegues del uniforme amarillo de presidiario, apenas visible por la grotesca posición de las piernas, asomaba una gran mancha roja, de unos cinco centímetros de diámetro.
Conrad le puso al joven una mano en el hombro y dijo:
—¡No intentes moverte! ¡Vamos a buscarte ayuda!
Aún de rodillas, miró con expresión de súplica a los demás reclusos… esas figuras amarillas inmóviles en sus zonas… Se detuvo en 5-Cero.
—¡Llama a un funcionario! ¡Este tipo está sangrando!
5-Cero metió la barbilla y enarcó las cejas, como si le acabara de hacer una propuesta completamente irracional. Conrad recorrió la pecera con los ojos, estirando mucho el cuello… la videocámara. Miró hacia la cámara de vigilancia situada junto al techo, en el extremo de Vastly de la pecera. Se levantó y se acercó al centro de la sala, hasta ponerse justo frente al objetivo del aparato. Miró directamente a ella, alzó los brazos en señal de súplica y gritó:
—¡Tú! ¡Funcionario!
En el preciso instante en que salieron aquellas palabras de los labios se dio cuenta de que nunca antes había gritado «¡Tú!» de esa manera. Pero aquello era Santa Rita.
—¡Hay alguien herido! —Empezó a señalar en dirección a Pocahontas, sin dejar de mirar a la cámara—. ¡Está sangrando! ¡Tú! ¡Funcionario! ¡Hay un tipo sangrando!
Al cabo de un instante aparecieron dos funcionarios, Armentrout y el otro más joven y delgado que había agarrado a Mutt con el guante del amor de Michael Jackson.
—¿Qué demonios le ha pasado? —preguntó Armentrout, inclinándose y examinando a Pocahontas.
Conrad permaneció en silencio. Era agudamente consciente de que toda la pecera estaba pendiente de sus palabras.
—No lo sé —respondió por fin—. Estaba ahí de pie… y de pronto se… se ha desplomado.
Ya que he llegado hasta aquí, pensó, ¿por qué no contarles toda la historia? Pero no lo hizo.
En ese momento Maggie, la enfermera, se arrodilló junto a Pocahontas. La tan denostada Maggot era en realidad una mujer agradable y regordeta, de unos cuarenta años. Conrad nunca la había visto de cerca, y quedó sorprendido. Ni siquiera su masculino uniforme blanco, la camisa, los pantalones y los zapatos planos, desmerecía su cutis, que era muy suave y de un blanco lechoso, ni su cabello dorado rojizo, que llevaba recogido en un complejo moño trenzado. Se inclinó junto a la cara de Pocahontas y empezó a hablarle en voz baja. El muchacho desvió la mirada hacia ella y murmuró algo. Armentrout se colocó sobre el cuerpo de Pocahontas, con un pie a cada lado de la cintura, se inclinó, le pasó las manos por debajo de los hombros y lo levantó. Entre los poderosos brazos de Armentrout, la frágil forma se alzó del suelo como una muñeca de plástico. La cabeza fungoide, con el penacho caoba desplomado a un lado, cayó hacia adelante; el cuello semejaba un tallo largo y pálido a punto de quebrarse por el peso de la grotesca cabeza que sostenía. Pocahontas hizo un débil amago de arrastrar las piernas cuando los dos funcionarios se lo llevaron, sosteniéndolo por debajo de los brazos. La mancha de sangre se hizo entonces bien visible. Se extendía desde el trasero hasta diez o quince centímetros por la parte interior de una pernera. Antes de que la enfermera, Maggot, partiera tras ellos, se volvió hacia Conrad. No fue exactamente una sonrisa lo que le dirigió, sino una mirada de tal calidez… No podía pensar en ella como Gusano… Quiso abrazarla. Abrazarla con fuerza y apoyar la mejilla contra la suya. Ninguna mujer lo había mirado de esa forma desde… desde… desde… Ni siquiera lo recordaba, ni tampoco habría podido explicar en mil años por qué deseaba abrazar a aquella mujer.
En ese momento se hallaba de pie en el lugar en que había caído Pocahontas, consciente de que era lo que nunca había querido ser: el centro de atención de toda la pecera. Volvió a oír el televisor resonar desde lo alto de su poste metálico, en la zona negra. El comentarista hablaba con voz de retransmisión deportiva, pero ya no lo hacía en voz baja:
«¡Al Westerfield! Capitán del equipo estadounidense de bobsleigh… ¡los campeones!… vencedores de la final de los Juegos Europeos de Invierno aquí, en Vogelsbein, Austria. Enhorabuena, Al».
Sin aliento:
«Gracias, Sam».
«Al, ha sido una victoria formidable, es el primer campeonato para un equipo de bobsleigh estadounidense en estos Juegos en… ¿cuánto hace ya?… casi dos décadas. Pero ha sido una victoria muy ajustada».
Todavía sin aliento, pero claramente eufórico:
«Peligrosamente ajustada, Sam».
«La verdad, por un instante he pensado que perdíais esta tercera manga».
Tomando mucho aire:
«Y yo también, Sam. Ha sido por mi culpa. He compensado demasiado y casi nos hemos salido por el reborde. —Jadeando—. Pero luego, cuando he recuperado, eso nos ha dado un pequeño achuchón en el trasero; y puede que incluso hayamos ganado alguna fracción de segundo».
«Parece que ha sido más bien un gran achuchón en el trasero, Al, puede que el mayor achuchón en el trasero de estos Juegos hasta la fecha. ¡Al Westerfield!… ¡capitán del victorioso equipo de bobsleigh de los Estados Unidos de América!».
Mientras Conrad regresaba a su mesa, percibió —lo registró como percepción sensorial antes que como pensamiento— que nadie lo miraba. Tanto la Liga Nórdica como Nuestra Familia parecieron retraerse para no arriesgarse al contacto con aquel paria. Vio de pasada la ancha cara color masilla de 5-Cero, que por un instante alzó las cejas como diciendo: «¿Qué puedo decirte?», antes de volver e inclinarse hacia Flaco, como si tuviera algo importante que contarle.
Una vez sentado nuevamente en el banco de metal, ante la mesa de metal, Conrad fue incapaz de fingir siquiera que miraba las páginas de Los estoicos. Enderezó la espalda, miró al frente, hacia… nada… los recovecos en penumbras de la zona de duchas tras el murete. El corazón le cabalgaba. Las axilas le ardían. Se revolvía de miedo, rabia y culpa. Era ya el único pluma blanco de la pecera, joven, delgado y, de pronto, completamente visible… y objeto de desprecio y desdén. No sólo había acudido en ayuda de un intocable, un pobre y estrafalario homosexual reciclado, humillado y destrozado —un prenda—, sino que también había estado a punto de ser un chivato. Rotto y los suyos apenas se habían alejado de la zona de las duchas y él ya estaba en medio de la sala gritando: «¡Tú! ¡Funcionario!» y llamando a los plastas a la escena del crimen —¡sí!—, y ¿cuál de esos dechados de hombría, en el territorio negro, el territorio latino, el territorio blanco, con sus cruces, tatuajes y músculos atiborrados, había tenido el valor o la simple decencia humana de ayudar a un pobre chiquillo digno de lástima? ¡Ninguno de ellos! ¡Ninguno! ¿Qué clase de hombría era mirar hacia el otro lado y no chivarse cuando una bestia decidía hacer lo que le daba la gana con el cuerpo de otro ser humano? Sí… pero ¿y él qué? Había acudido en ayuda de Pocahontas, muy bien… cuando ya era demasiado tarde. ¿Por qué no le había ofrecido la mano, si no de la amistad, de la camaradería? ¿Por qué lo había dejado tambalearse en ese agujero gris de cemento, completamente aislado, sin la menor palabra de aliento o consejo?… ¿Por qué había… o estaba siendo demasiado duro consigo mismo? ¿Qué oportunidad había tenido el joven desde el principio? Pocahontas se había convertido a sí mismo en un bicho raro. Se había afeitado la cabeza y las cejas, se había dejado crecer una cresta mohawk y perforado y llenado de pendientes los lóbulos de las orejas, había adoptado siempre una postura de holgazán, gritándole al mundo su propio desafío enfermizo y perverso: «¡Miradme! ¡Soy un bicho raro y estoy contento de serlo!». Las palabras de Epicteto resonaron en su mente: «No has nacido para compartir la humillación ni la desdicha… Si alguien es desdichado, recuerda que es desdichado por su propia cuenta… No hay que dedicar sentimientos a lo que no depende de nosotros».
Tan agitado estaba que de pronto todo eso —miedo, rabia y culpa— se dirigió hacia Epicteto. ¿Qué habría querido el gran maestro que hiciera, que se limitara a volverse, que apartara la mirada, como los otros, como los mexicanos, como 5-Cero, como Pops con su arrastrar de pies, como Vastly, y que no hiciera nada? ¿No sería ese recientemente descubierto dios suyo, Zeus, un dios falso, así como Epicteto un falso maestro? De ser así, no tenía nada, no le quedaba nada ni nadie en quien confiar, ni siquiera la pequeña chispa de divinidad en la que aquella misma mañana depositaba el último resquicio de esperanza que aún existía para su miserable vida… De pronto… una oleada de la más pura culpa. ¿Qué hacía? Bajo la presión de la primera prueba enviada por Zeus, cedía… ¡abandonaba su fe! Epicteto había escrito: «Contempla las facultades que posees y, habiéndolas mirado, exclama: “Envía, Zeus, la prueba que quieras, pues tengo los recursos que tú me diste y los medios para señalarme con lo que sobrevenga”». Pero seguía, riñendo: «Pues no, sino que os quedáis mano sobre mano, temblando porque tal cosa no suceda, o lamentándoos, llorando y gimiendo por lo que sucede. Y luego recrimináis a los dioses. ¿Qué otra cosa puede seguirse de tamaña cobardía sino la impiedad?». Impiedad. Su primera prueba… y ya estaba dudando del poder de Zeus. Se sintió avergonzado. No sólo estaba negando a Zeus sino la existencia de su propia alma. «¿Qué eres, esclavo —había preguntado Epicteto—, sino un alma que acarrea un cadáver y un cuartillo de sangre?». ¿Qué era ese cuerpo suyo por el que se preocupaba, sino un cadáver y un cuartillo de sangre? La parte viva era su alma, y su alma no era otra cosa que la chispa de Zeus.
Erguido en el asiento, puso las manos, con las palmas hacia abajo, sobre las páginas de Los estoicos y cerró los ojos. Sabía que todos en la pecera estarían mirándolo, pero ¿y qué? Rechazaba su código de falsa hombría. Mantuvo los ojos cerrados y los expulsó, a todos, de su sistema nervioso central, a ellos, sus protestas, sus putas y sus estúpidos programas de televisión… Abrió la mente, el corazón, el tejido conectivo, los poros de la piel… Vació el cuerpo, ese cadáver con su cuartillo de sangre, de toda sensación. Se convirtió en un recipiente cuyo único anhelo era recibir la divinidad…
Se sumió en un estado, un trance, tan profundo que no supo cuánto tiempo había permanecido así cuando algo —no supo qué— le hizo abrir los ojos. Los sonidos de la pecera, el parloteo de las voces, habían disminuido de nuevo. Y, con el rabillo del ojo, lo vio. Rotto se acercaba directamente hacia él. Conrad quiso desviar la mirada, pero algo lo obligó a mirar la cara de esa bestia. «¡Envía, Zeus, la prueba que quieras!». Rotto parecía enorme. Había zonas de sombra en la camisa de su uniforme amarillo de presidiario bajo los músculos del poderoso pecho. A los lados de la cabeza tenía el pelo tan grasiento que reflejaba la luz del techo. El vara. Conrad buscó con la mirada a 5-Cero, no porque pensara que su compa fuera a dar un paso para ayudarlo de algún modo, sino porque era su último camarada, su último lazo con los seres terrenales de quienes los hombres solían extraer su valor y apoyo. Y ahí estaba 5-Cero, con su suave cara plana y la mata de pelo negro, a unos diez metros de distancia, en medio de sus compinches latinos, mirando, esperando el enfrentamiento, la jarana, como todos los demás.
Y en ese momento la bestia estaba de pie junto a él, mirándolo. Tenía las cejas arqueadas y una sonrisita indescifrable en la cara. Conrad se fijó en lo más insignificante, el tono lechoso y un tanto amarillento del blanco de sus ojos.
Una voz grave con un deje suave y obscenamente amistoso:
—Eh, colega. ¿Me puedo sentar?
Conrad no supo qué hacer. Todos en la pecera estaban contemplando esa pequeña agarrada. No podía permitirse ser como Pocahontas y no hacer nada. Pero hacer… ¿qué? Lo siguiente de lo que fue consciente fue que Rotto estaba sentado en el banco de metal, a su lado, se inclinaba con los codos sobre la mesa, ladeaba la cabeza y lo miraba a los ojos… como había hecho con Pocahontas.
—¿Qué, qué tal va, Conrad?
El mismo tono suave, grave e insinuantemente amistoso.
A Conrad se le disparó la mente en la búsqueda desesperada de una estrategia. ¡Epicteto! ¿Qué había dicho? La prueba había comenzado… ¿qué se suponía que tenía que hacer?
Con voz suave, casi empalagosa:
—Así ques la primera vez, ¿eh, Conrad? ¡Aajaaajáaaa! —gruñó Rotto en tono melifluo y compasivo—. Me conozco ese tripi. Me conozco ese tripi. —Desvió la mirada y se inclinó aún más hacia Conrad hasta que la cara, los ojos lechosos y la repugnante sonrisa benevolente estuvieron apenas a un palmo de distancia, y añadió—: ¿Alguno desos cabrones te ha insultado?
Mientras Conrad lo miraba, su mente trabajaba a toda velocidad. ¡Me trata igual que ha hecho con Pocahontas! ¡Y estoy hipnotizado como Pocahontas… por la serpiente! ¡Debo actuar!… hacer algo… ¡ya! Pero ¿qué? 5-Cero había dicho: «Usa da boca».
—Mira lo que te digo —prosiguió Rotto con voz exageradamente melodiosa—, ¿quieres llamar por teléfono desde aquí? ¿Quieres llamar a tu casa? ¿Quieres llamar ahora mismo? He llegado a un acuerdo con esos putos cabrones —hizo un gesto hacia el territorio negro con la cabeza—. Van a abrir los teléfonos para mí y mi gente.
¡Lo mismo que había hecho con Pocahontas!
—No soy un farolero de mierda, colega —añadió—. Te llevo ahora mismo. Habla todo lo que quieras. Te digo una cosa: hay algo que tienes que hacer enseguida. Enseñarles a todos estos putos cabrones que tienes a alguien de tu parte. Después ninguno se va a atrever a pasarse…
De pronto, antes incluso de ser consciente de su propia voluntad, Conrad se puso de pie y miró a Rotto con una expresión de furia en la cara. Sorprendido, Rotto retrocedió, resbaló en el banco y se puso de pie medio tambaleándose. La insinuante sonrisa había desaparecido.
—Oye, hermano, mira —dijo Conrad con áspera voz gutural—. Tú eres un pavo aquí y yo soy un pavo aquí… ¿vale?… —Sólo a medias se dio cuenta de lo que le ocurría a su acento—. Y nos mi intención ofender a nadie… ¿vale?… Lo único que quiero es cumplir mi marrón. Nos mi intención insultarte nada, jugártela en nada, putearte en nada, avasallarte en nada. Lo único que hago es estar aquí sentado leyendo mi libro y escribiendo una carta a mi mujer y mis hijos. ¿Me explico lo que te digo? Así que nay razón para que nadie me la juegue, me putee ni se aproveche de mí.
La expresión de Rotto fue de total desconcierto. Quedó atónito. Eso envalentonó a Conrad… y al mismo tiempo la palabra «zorro» surgió en su cabeza. El zorro, el cobarde y desamparado animal de la malicia y el engaño, decía Epicteto… eso era lo que intentaba ser, el zorro. Pero era demasiado tarde para retroceder. En su laringe se hinchó el alma prestada del gavetero chino, que había aprendido a hablar más negro que el muchachote más auténtico de Oakland Este:
—No te estoy pidiendo a ti ningún favor… ¿vale?… No quiero el puto teléfono para nada. No quiero la puta televisión para nada. Lo único que quiero es lo que ya tengo. ¿Te enteras de lo que quiero decir? Vamos, hermano, que ya te puedes quedar con tu teléfono y te puedes quedar con tu televisión, y te puedes quedar con toda esta puta pecera y con toda la puta cárcel y con todo el puto condado de Alameda y con toda la puta Bahía Este, y me parece tope tío, me parece tope… porque lo único que pido es que me dejen hacer mi puto tiempo, que me dejen cumplir mi puto marrón… ¿vale?… Así que, por favor, haz lo que tengas que hacer, hermano, que yo sigo mi camino y tú ve con Dios, y tú y yo hola, hasta luego, adiós, encantado y todo bien.
La expresión de asombro de Rotto se transformó en ceño y desconcierto. Un surco le recorrió la frente, entre las cejas, lo que hizo que pareciese furiosísimo. Sin embargo, se obligó a sonreír y soltó una carcajada que le sacudió el pecho. La risa cesó de modo abrupto, aunque siguió sonriendo.
—Eso está bien —dijo con voz de barítono—. Realidad, está muy bien… ajá… siii… muy simpático. —Se obligó a soltar otra carcajada—. Eres un coleguita muy simpático… Conrad.
Y entonces levantó la mano derecha, pellizcó la mejilla izquierda de Conrad con el pulgar y el índice y la sacudió, como si fuese un pellizco de broma.
Conrad sintió un miedo espantoso y luego una rabia terrible. No podemos liberarnos del miedo, no podemos liberarnos de la angustia. Sin embargo decimos: «Oh, Señor Zeus, ¿cómo podemos liberarnos de la angustia?». Estúpido, ¿no tienes manos? ¿No te ha dado Zeus las manos? ¿No te ha dado la grandeza de ánimo, no te ha dado la hombría? ¡Con las manos tan fuertes que tienes!… ¡Mis manos! En ese instante… una energía feroz. Con la mano izquierda atrapó la mano derecha de Rotto y le obligó a soltarle la mejilla. De inmediato notó que abarcaba los cuatro nudillos de Rotto. A pesar de lo macizo de los hombros, los brazos y el pecho, las manos de la bestia no eran grandes. Las de Conrad, producto de la Cámara Frigorífica Suicida —¡y de Zeus!—, lo eran más, y más poderosas. ¡Con las manos tan fuertes que tienes! Alzó la otra mano… y con ambas apretó los nudillos de la bestia en un formidable torno. Se sintió en poder de una fuerza sobrehumana. ¡Heracles… que había barrido del mundo a unos cuantos hombres malvados y salvajes! Rotto, cuya cara se estremeció de dolor, intentó atrapar el cuello de Conrad con la otra mano, pero el dolor era demasiado grande. Le estaban aplastando la mano derecha. Bajó la izquierda para tratar de abrir la mano que lo atenazaba. ¡Demasiado tarde! Conrad era ya un motor cuya única función consistía en cerrar el torno. Los músculos del pecho, de la espalda, los abdominales, se contrajeron hasta el límite al servicio de las manos. Los nudillos y los huesos metacarpianos de Rotto… quería destruirlos… quería hacerlo… quería hacerlo…
Un audible crac.
—¡Aaaaaaahhhhhhhhhh!
Un gemido, muy cercano a un aullido, surgió de lo más profundo de la bestia. Cerró los ojos y su rostro se crispó de forma terrible. Seguía intentando abrir la mano que lo atenazaba, pero entonces Conrad le dobló la muñeca hacia abajo. La bestia no tuvo más opción que intentar desplazar el cuerpo para eludir la brutal torsión.
—¡Aaaahhhh!… ¡aaaahhhhh!… ¡aaaaahhhhh!… ¡aaaahhhhh!
Los gritos salían por rachas. Rotto no conseguía recobrar el aliento. Para Conrad, la vida, la existencia, la conciencia, sólo tenían un objetivo: limpiar el mundo de un hombre malvado y salvaje. Las palabras mismas —¡de Zeus!— se fijaron en su mente. Vio sus antebrazos hincharse a causa del formidable esfuerzo. Sintió las protuberancias óseas de la bestia quebrarse dentro de sus manos. Forzó el antebrazo hacia abajo, contra la rotación natural del codo. De pronto Rotto perdió el equilibrio. Cayó sobre una rodilla. Echó la cabeza hacia atrás. Los ojos se cerraron. La cara exhibía una repulsiva mueca.
Crac.
—¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!
Un grito, un grito con todas las de la ley, la clase de grito que se suelta cuando todas las defensas han desaparecido. Rotto se derrumbó. Cayó de lado y luego quedó de espaldas. Conrad se le colocó encima, como un terrier que no deja su presa. Notaba la lucha surgir de la muñeca de Rotto. De modo que la forzó hacia atrás… hacia atrás… hacia atrás… hacia atrás…
Crac.
—¡AHHHHHHHHHHHHHHHHHHHH!
Otro grito, seguido de un prolongado gemido. Rotto lo miraba de reojo, con la respiración entrecortada, pero en realidad no lo veía. La cola de caballo se extendía a un lado, en el suelo. Presentaba un aspecto repulsivo. La cara tenía la incapacitada blandura de la derrota.
Sólo entonces oyó Conrad el jaleo, los gritos. «¡Dale, Rotto!… ¡Mata a ese mamón!… ¡Duro con el hijoputa!… ¡Levántate, hombre!».
Todos estaban a su alrededor, toda la pecera, la banda de Vastly, los latinos, los drogatas chinos, la Liga Nórdica de Rotto, toda la peña. Con el rabillo del ojo vio al espectral Rapmaster EmeCé Nueva York con su trapo verde en la cabeza… Vastly con sus trenzas rasta y sus cintas de papel… y 5-Cero, que miraba con asombro, los ojos como monedas… ¡Querían más! ¡Más paliza! ¡Dientes rotos! ¡Sangre! ¡Huesos astillados!
Los muchachos de Rotto obviamente pensaban que su campeón, su cabecilla, iba a levantarse del suelo y enseñarle a ese insignificante pluma la lección más terrible de su vida. No le saltaban encima porque ¿a santo de qué iba a necesitar Rotto ayuda contra alguien tan enclenque? No sabían que ya estaba fuera de combate, acabado, finito.
Conrad se colocó a horcajadas sobre el tronco de Rotto. Aflojó la presa de la mano de la bestia. Despacio, mirándolo de un modo extrañamente distraído, haciendo ahhhhhhhhhhhhhhhh… ahhhhhhhhhhhhhh… ahhhhhhhhhhhhhh…, Rotto alzó su descomunal brazo izquierdo. Por un instante, Conrad pensó que se le lanzaba al cuello; pero entonces el brazo se vino abajo; lo dejó caer sobre el otro brazo, como si así pretendiera protegerlo de daños mayores.
Conrad soltó la mano de la bestia y giró sobre los talones. Miró a los muchachos de Rotto, temiendo lo peor. Sin embargo, estaban atónitos. Boquiabiertos, también ellos miraban, pero no a Conrad. Miraban la mano derecha de Rotto. La muñeca tenía el aspecto de una cuerda enrollada. Los nudillos ya no estaban en línea recta. La carne del dorso de la mano aparecía asquerosamente hinchada. La cara mostraba una expresión de tal sufrimiento, que todos enmudecieron. Se dieron cuenta de una verdad inconcebible: el campeón, el poderoso cabecilla, acababa de ser derrotado… por un pluma nuevo la mitad de grande que él.
Un estremecimiento recorrió la multitud. Las cabezas empezaron a girar hacia la entrada de la pecera. Conrad notó que le agarraban el hombro. Volvió la cabeza. Era 5-Cero, que se inclinaba sobre él.
—¡Eh, man! ¡Arriba! ¡Embolsa! —Hizo un gesto en dirección a la entrada—. ¡Funcionarios, hombre!
Para su asombro —no pensó que se atreviera a ayudarlo delante de los muchachos de Rotto—, 5-Cero le pasó las manos por debajo de los hombros, lo alzó y lo condujo hacia un grupito de latinos de Nuestra Familia.
Por otra parte, los uniformes amarillos se encaminaban hacia sus territorios raciales, como si la hora de pecera acabara de empezar.
—¡Sotros! ¡Sotros, tarugos! —bramó Armentrout—. ¿A qué viene tanto putapiñamiento?
Respirando con rapidez, aturdido por lo que acababa de suceder, Conrad permaneció junto a 5-Cero y un grupo de latinos en la sección blanca de la pecera. Armentrout encabezaba a cuatro funcionarios de camisa gris que blandían porras y miraban a un lado y a otro.
Ahí, en medio de la sección blanca, sobre el suelo de cemento, yacía una solitaria figura blanca con uniforme amarillo de presidiario, echada sobre un lado y gimiendo. Que hubiera un recluso herido, incluso un recluso gravemente herido, tirado en el suelo, no era algo que sorprendiera a los funcionarios; sin embargo, cuando advirtieron de quién se trataba, quedaron estupefactos: Rotto, el cabecilla blanco.
Por un instante, Armentrout miró a Vastly, que miraba hacia otro lado, exhibiendo en su rostro la habitual expresión de indiferencia carcelaria. Miró a la pandilla de Rotto, en el centro del territorio blanco. Se oía un rumor de murmullos y refunfuños. Fulminaban con la mirada a Conrad, algo en lo que los funcionarios ni siquiera repararon, porque éste era uno de los últimos reclusos de quien habrían sospechado que hubiera podido vencer al poderoso Rotto.
A continuación Armentrout bajó la mirada hacia Rotto.
—Por Dios, ¿qué pasa esta noche en este pozo de mierda?
—Ahhhhhhhhhhh, ahhhhhhhhhhhh, ahhhhhhhhhhh…
La bestia seguía boqueando y gimiendo. Tenía los ojos cerrados y la cara crispada.
—¿Te pues levantar?
—Ahhhhhhhhhh, ahhhhhhhhhh, ahhhhhhhhhh…
—Mierda. —Armentrout miró a sus hombres—. Eh, Reese, será mejor que vayas a buscar al Niño de Jerry.
El Niño de Jerry era el médico de la cárcel, que tenía el brazo y la pierna izquierdos atrofiados, lo que les recordaba a los niños tullidos del programa anual de televisión de Jerry Lewis en favor de las víctimas de la distrofia muscular.
A continuación anunció a los reclusos con su vozarrón:
—¡Muy bien! ¡Sacabó la pecera! ¡En fila! ¡Volved a las celdas! ¡Si os queréis putapiñar os putapiñáis por radio! —Miró a Wino—. ¡Y vosotros! —Miró a Vastly y a Rapmaster EmeCé Nueva York—. ¡Y vosotros! ¡El próximo que monte otra mierda se gana ñas vacaciones en la nevera de goma!
De vuelta en la celda, mientras esperaban a que las luces se apagaran, 5-Cero se mostró eufórico. Se comportó como si todo el tiempo, durante la pelea con Rotto, hubiera estado en el rincón de Conrad, jaleándolo para que consiguiera la victoria.
—¡Eh, man! Ya cepillas tú dése mamón, ¿eh? ¡Ya cepillas! —dijo en un susurro ronco—. Toda la pecera, man, ya ve toda la pecera —toda la pecera ha visto— a dése gran moke —a ese gran tipo duro— sienta lado pluma nuevo, tú, man —sentarse al lado de un pez nuevo, tú, hermano— y luego antes hacer ojitos da’sí y ya dice: «¿Quieres tu prueba, chico, quieres tu prueba? ¡Da’sí!» —y luego empezó a hacerte ojitos y llegó a decirte: ¿«Quieres probarlo, chico?»— y todos dellos mamones, ya piensan dellos que ya buleas tú, y trata Rotto te como un mahu —y todo el mundo ha pensado que la habías cagado y te iba a tratar como a un maricón—, pero entonces, ¡increíble, man! ¡No más el pequeño haole educado! ¡Ya usa da boca… y después ya usa corazón… y después ya destrozas tú a dése mamón! —pero, luego, ¡increíble, hermano! ¡Dejaste de ser el pequeño blanco educado! ¡Usaste la boca, y luego usaste el corazón, y luego le diste una paliza a ese tipo!
5-Cero temblaba, se estremecía de alegría ante el triunfo de su compa, como un hincha cuyo ídolo acabara de ganar el combate del campeonato y, sin embargo, su voz nunca se elevó por encima de ese susurro. Siempre realista, no perdía de vista el futuro. El sonido viajaba por la radio en Santa Rita, y no quería que nadie supiera que era un partidario entusiasta del pluma nuevo que había humillado a Rotto.
—Oh, mano —añadió, sacudiendo la cabeza y mirando a la pared. Su susurro se hizo más bajo que nunca—. Vaya qué puro a da max, Conrad. Dése gran moke, él vara.
—No te preocupes —dijo Conrad—. Todo el mundo ha visto lo que ha pasado. Ha empezado él. Me ha pellizcado la mejilla. Y yo he tenido que hacer algo.
—Ya saminan dellos, sí —sí, lo han visto—. ¡Pero después ya destrozas tú dése mamón! —5-Cero bajó la cabeza. Cuando volvió a alzarla, miró fijamente a los ojos de Conrad y dijo en voz baja—: Matando dellos ti.
Conrad se limitó a mirarlo. 5-Cero asintió con la cabeza.
—Hace morir muerto, Conrad —agregó.
Conrad esbozó una sonrisa. No tenía ni idea de la razón. «Matando dellos ti». Le pareció un extraño concepto abstracto.
—No acabo de creer que todo esto esté ocurriendo, 5-Cero. Pienso todo el rato que me voy a despertar y estaré en otro sitio.
—Lo sé, man —dijo 5-Cero—. Mucho tiempo ya quiere yo un tiempo muerto. «¡Tú! ¡Funcionario! ¡Tiempo muerto!», algo da’sí. Corta y no piensa más en nada y haces tú tu marrón, da’sí. Deste sitio queda cosa divertida —este sitio podría ser divertido— si dellos dejan de vez en cuando tranquilo.
Cuando se apagaron las luces, Conrad subió a su litera y se tumbó de espaldas. Hacía demasiado calor, el corazón empezó a latirle con demasiada fuerza, y sabía que jamás conseguiría dormirse. Sin embargo, necesitaba descansar antes de… No alcanzaba a imaginar siquiera qué podía ocurrir al día siguiente en la pecera. Miró a través de la rejilla de lagarto y escuchó el forcejeo de los ventiladores del techo y el crujido de la pasarela cuando el funcionario pasaba sobre su cabeza. El parloteo nocturno de la radio no tardó en empezar. El jota, el que estaba obsesionado con Hank Aaron vestido con un traje de lana amarillo, se puso a suplicar por sus medicamentos:
—Medis… medis… meeeedis… meeeeedis…
Una voz procedente de algún lugar:
—Oh, mierda. Ya estamos otra vez. Puta, que le den al tío las pastillas arrastrapies.
—¿Dónde está esa Maggot?
—¡Tú! ¡Gusano!
—¡Llamada médica urgente, Gusano! ¡Código azul! ¡Nombre Hensley!
Era una voz oky, una voz en falsete. Conrad sintió una sensación abrasadora en el interior del cráneo.
—El puto cabrón no necesita pastillas —dijo otra voz—, el puto cabrón lo que necesita es una puta ducha, eso es lo que el cabrón necesita. ¡Vaya peste que echa el puto cabrón! ¡Apesta como si se estuviera muriendo! ¡Eres una vergüenza para los hermanos, puto cabrón!
—¡Pero me lo han dicho! —exclamó el jota—. ¡Me han dicho que me voy a morir si salgo de mi chabolo!
—¡Hensley! ¡Hensley! —dijo la voz oky—. ¿Me recibes? ¿Me recibes?
Desde la litera de abajo, 5-Cero murmuró:
—Eh, man, ¿oyes tú qué dicen?
—Sí, los oigo, 5-Cero.
—¡Hensley! ¡Saca el culo por la mirilla para que te veamos! Estás culo puesto.
Lo siguiente que Conrad advirtió fue que 5-Cero se bajaba de la litera, se acercaba a él y le decía, señalando la pasarela en penumbra:
—A lo mejor ponen dellos ti en nevera de goma, Conrad. A lo mejor ponen dellos ti en la Nave B.
—¿Qué quieres decir?
—Hace tú cosa de locos, hombre. Como Mutt. Grita cosa loca, da patadas da puerta. Pones tú jota, da’sí. Y luego vienen funcionarios y sacan daquí.
—No tengo ninguna intención de hacer eso —dijo Conrad—. Quiero…
Sin embargo, se detuvo. Quiso decir: «Pretendo conservar mi carácter. ¿Por qué he luchado con Rotto? Porque no me he dejado deshonrar. Fuera de este agujero, de esta pocilga, nadie sabrá nunca que he vivido como un hombre y luchado como un hombre y que no me he vendido a ningún precio. Pero en este sórdido y pequeño universo, la nave, el único mundo que me queda, lo sabrán, y Zeus lo sabrá, y yo, un hijo de Zeus, lo sabré».
—¡Pero matando dellos ti, man! ¡Hace morir muerto!
—¿Te refieres a este montón de barro, 5-Cero? Harán lo que tengan que hacer y yo haré lo que tenga que hacer. Además, ¿cuándo te he dicho que era inmortal?
Durante unos segundos 5-Cero permaneció en silencio. A continuación, suspiró y dijo:
—O estás tú lleno de lakas —o tienes un par de huevos— o pones tú loco como Mutt. «¿Deste montón de barro?», ¿eh? No pones tú conmigo loco, Conrad. Ponen todos compás locos… bummahs, man.
Tuckatuckatuckatuckatuckatucka, empezó la percusión de las tarrinas… y luego las palmadas contra las barras de las literas… y luego la voz de Mala Muerte:
—Y ahora… en directo desde el teatro Apolo… de Nueva York… Rapmaster EmeCé… ¡¡Nueva York!!
Conrad fue incapaz de decidir si era su imaginación o qué, pero los gritos de ánimo que siguieron parecieron auténticos aullidos, y un ulular extraño recorrió toda la nave mientras Caja de Ritmos rasgueaba su bajo eléctrico a capela. Rapmaster EmeCé Nueva York —Conrad vio su devastada cara huesuda y su trapo de pirata atado en la cabeza— empezó como siempre:
¿Tú te crees que es un rubí…
lo que tienes en la raja?
Pero esa vez el gemido por la radio se convirtió de inmediato en algo que casi era un grito sediento de sangre, no cesó durante toda la primera estrofa, y el estribillo —«¡¡Ríndete ya, puta!! ¡¡Ríndete, puta!!»— estalló con furia; a continuación decayó rápidamente y fue sustituido por una especie de relincho, como si los reclusos supieran lo que venía a continuación y no pudieran reprimir las ganas de escucharlo.
Sonó un poco más de rasgueo a capela por parte de Caja de Ritmos y luego Rapmaster EmeCé Nueva York prosiguió:
Al prendita nuevo me lo van a reciclar,
y lo que es miedo le van a enseñar.
¡Va a aprender qué es estar culo puesto!
¡Se lo van a follar hasta dejarlo muerto!
Al mamón lo van cambiar de él en ella,
y no va a saber en qué se queda,
pero seguro que el cabrón disfruta.
Los reclusos ni siquiera esperaron al Rapmaster. Con un rugido de carcajadas irrumpieron en el estribillo. El aire mismo de la nave estalló en:
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
Conrad permaneció tumbado con el corazón a todo galope. Cerró los ojos e intentó imaginar a Cari, Christy y Jill, todo cuanto permanecía para él fuera de aquel universo maldito de hombres que se habían reducido a sí mismos al nivel de los cuerpos que compartían con los animales. Cari… Christy… Era ya incapaz de verlos… incapaz de concentrarse en sus rasgos… apenas un par de diminutos fantasmas con pequeñas coronas de cabello rubio… Jill… Era incapaz de ver la hermosa Jill de la que se había enamorado. Incapaz de ver esa cara. En vez de eso, vio un ceño, una frente arrugada. Vio su cuerpo e intentó sentir su amor hacia ella… y en su lugar lo único que vio fue la carne. No obstante, reconoció, mientras le martilleaba el corazón, los ventiladores del techo hacían scraccck, scraaaacccck, scraaaacccck sobre su cabeza y los sanguinarios aullidos resonaban por la radio, que era a través de esa carne que había transmitido la chispa de Zeus a Cari y Christy. Intentó una vez más imaginar a Cari y no pudo, y las lágrimas asomaron a sus ojos. Un día, Cari sería un hombre, y mucho antes de ese momento iba a necesitar que alguien le dijera en qué consistía ser un hombre.
Se volvió, asomó la cabeza por debajo del nivel de la litera y dijo:
—¡5-Cero!
—¿Sí, mano?
—Prométeme una cosa.
—¿Cosa qué, mano?
—Pase lo que pase mañana, escríbelo todo y envíaselo a mi mujer.
—¿Escribirlo?
—Sí, escríbelo todo. ¿Me prometes que lo harás? Empezando por lo que ha pasado esta noche, cuando Rotto se me acercó y todo lo demás. Quiero que mi hijo lo sepa, 5-Cero. Quiero que sepa que no me he quedado ahí temblando, gimiendo, quejándome, lloriqueando… Es importante, 5-Cero. ¿Me lo prometes?
—Sí, prometo yo, mano. Pero cabeza fría primero cosa. No pones tú conmigo loco. Prometes tú deso.
—No te preocupes, no me voy a poner loco. Nunca en mi vida he tenido nada tan claro.
Se volvió de nuevo sobre la espalda. El corazón seguía batiendo en su pecho, pero sentía que la tensión empezaba a disminuir en las rodillas, los muslos, el abdomen, los brazos, los hombros, el cuello. Y, más tarde, también el corazón empezó a calmarse. Respirando profunda y rítmicamente, intentó imaginar su propio… yo… abriendo, abriendo, abriendo… los poros, las fibras mismas de los músculos, las terminaciones nerviosas, las cámaras del corazón y los pulmones, el plexo solar… Le pareció que una energía se difundía en una única oleada desde el corazón hasta la blanda carne situada bajo las uñas de los dedos de las manos y los pies, hasta el borde de los lóbulos de las orejas y la carne de su cuero cabelludo; y estuvo seguro de ver una luz brillante bajo los párpados.
—¡Zeus! ¡Envíame la prueba que quieras!
No fue su intención decirlo de modo audible, pero le salió como un susurro ronco.
Desde abajo, 5-Cero, le contestó, también susurrando:
—Eh, mano, no pones tú conmigo loco. Prometes tú deso.