Había anochecido, y encima de una loma el orgullo de Atlanta en el terreno artístico, el Museo High, resplandecía debido a la luz que surgía de sus ventanas en la confluencia de Peachtree con la calle 16, frente a la Primera Iglesia Presbiteriana. El museo era ferozmente distinto de la iglesia. Ésta, construida en 1919, era una mole neogótica, majestuosa, oscura y fría. Aquél, construido en 1983, era puro blanco y moderno en el estilo Le Corbusier[33]. Se extendía a lo largo de medio campo de fútbol, en un despliegue de formas geométricas blancas, desde cubos a cilindros, pasando por lo intermedio y volviendo de nuevo al principio, íntegramente adornado con barandillas blancas. Todo Atlanta estaba ahí, en la inauguración de la exposición del escandaloso pero estupendo Wilson Lapeth.
Una tormenta de voces, un auténtico tifón, rugía en el grandioso atrio del museo, hasta el punto de que el propio aire parecía ejercer una presión insoportable. Martha Croker se sintió mareada. ¡Tantos esmóquines y vestidos extravagantes! ¡Tantas caras blancas sonrientes! ¡Tantas dentaduras relucientes! ¡Tantas carcajadas! ¡Tantas rampas y barandillas tubulares blancas! ¡Tantas gargantas gritando de euforia por saber que habían llegado al único lugar de Atlanta donde se suponía que tenía que estar esa noche concreta de mayo cualquiera que tuviera un mínimo de importancia social! (Ah, Destino).
Martha se volvió hacia su acompañante, un agradable hombre alto y regordete, de unos cincuenta y tantos años, llamado Herbert Longleaf, que Joyce le había buscado. Él sonrió, se inclinó hacia ella y dijo algo que en el acto quedó barrido por los ensordecedores gritos y carcajadas de los esmóquines y los sofisticados vestidos. El novio de Joyce, Glenn Branwaist, de cuarenta y dos años, atractivo pero de aspecto taciturno, puso los ojos en blanco, como diciendo: «Es inútil intentar siquiera hablar». La carita de Joyce estaba decididamente radiante a causa del maquillaje y su sonrisa de fiesta. Miró a Martha y movió hacia arriba sus grandes ojos pardos cargados de rímel, como diciendo: «Te lo había advertido».
El atrio era un espacio enorme, de casi quince metros de altura y de un blanco puro, como el exterior del edificio. A lo largo de un gran muro-ventana curvo con montantes industriales blancos, se alzaban una serie de rampas curvas, una encima de la otra, con barandillas tubulares blancas y rejillas blancas en lugar de balaustres. Los focos y reflectores iluminaban desde arriba todo el lugar y lo convertían en una especie de galaxia industrial. En una platea alta, una pared exhibía dos inmensos cuadros de Wilson Lapeth, los mismos que Martha había visto en la revista Atlanta. Las medidas eran sorprendentes; las figuras parecían ser el doble del tamaño natural. Había una cuerda de presos… y dos jóvenes presidiarios, vestidos con uniforme a rayas, inclinados el uno hacia el otro con expresión de abyecto anhelo romántico en las juveniles y pálidas caras. Y había un dormitorio de cárcel y toda aquella joven carne pálida… presidiarios a medio vestir, presidiarios casi desnudos, presidiarios en cueros… En el cuadro latía una sexualidad reprimida… Los jóvenes parecían estar a tres segundos de lanzarse a un desenfreno homosexual… Y eso, ese delirio gay, era la ocasión que había reunido al todo Atlanta en aquel lugar…
Martha miró alrededor, medio esperando ver centenares de caras asombradas contemplando las enormes escenas de la platea… pero no. Eran como la muchedumbre de cualquier otra gala de Atlanta. Sólo tenían ojos para ellos mismos. Por el modo en que sonreían, chillaban y reían podría haberse tratado perfectamente del Baile contra la Diabetes Juvenil o un banquete de antiguos alumnos del Tec de Georgia. Quizá ya todo el mundo, incluso en Atlanta, había aceptado la idea según la cual se suponía que el arte tenía que ser perverso, perturbador y, ¿cuál era la palabra?, ¿polémico? Quizá todos habían contemplado ya los dos cuadros y decidido que si las tendencias libidinosas del difunto señor Lapeth no eran más escandalosas que ésas, entonces Atlanta sería capaz de soportarlo.
La feliz y voceadora multitud se apiñaba alrededor de Herbert, Joyce, Glenn y Martha, pero un joven vestido con esmoquin y pajarita verde menta se las arregló para aparecer con una bandeja llena de flautas de champán, y todos se hicieron con una. La pajarita verde menta era la familiar insignia del restaurador, el Coronel Popover, y por un instante Martha recordó todas las fiestas e inauguraciones que Croker Global había organizado y en las que el servicio de restauración había corrido a cargo del Coronel Popover, un hombre gordísimo, comoquiera que se llamara… pero no había ido hasta allá para pensar en Charlie. Al contrario. (Un nuevo Destino). Tomó un sorbo de champán. No estaba mal. Sonrió a Joyce, Herbert y Glenn. Sonrisas generalizadas; otro sorbo de champán; y otro.
La muchedumbre aumentaba, se alzaba y bramaba. Antes de que pudiera darse cuenta, un hombre muy alto se encontraba a menos de un brazo de distancia, hablando con alguien a quien ella no veía; aunque le daba completamente la espalda, no tuvo ninguna dificultad en reconocerlo. Estaba tan encorvado que el cuello se le proyectaba hacia adelante y la nariz parecía la de un perro de muestra. No podía ser sino Arthur Lomprey, el presidente de PlannersBanc. Ella se había sentado a su lado al menos en tres cenas diferentes en la época en que Charlie intentaba conseguir la financiación para Croker Concourse. Había algo condescendiente en el modo en que Arthur Lomprey siempre movía su ladeada cabeza, entornaba los ojos y sonreía cuando hablaba, como si te hiciera partícipe desde las alturas de unos secretos que de todos modos jamás comprenderías. Pero ella lo conocía, y algo la corroía por dentro: el impulso de demostrar que formaba parte de la crème de la crème. Al fin y al cabo, aquél era su regreso a la Sociedad. Había pagado veinte mil dólares por una mesa y había invitado a nueve personas. Se había comprado aquel vestido —de tafetán negro bordado con pequeños puntos rojos, sin hombros y que casi enseñaba las rodillas (estaba orgullosa de sus anchos hombros y sus bien torneadas pantorrillas)— por tres mil quinientos dólares. Se había untado los hombros con aceite corporal infantil para que relucieran. Se había gastado cuatro mil doscientos dólares en aquel collar —cadena de oro con pequeños rubíes—, doscientos veinticinco dólares en el tinte (rubio piña) y el peinado en Philippe Brudnoy, ciento cincuenta dólares en el maquillaje de LaCrosse, ochocientos cincuenta dólares en aquellos zapatos de tacón de lagarto y charol, y no recordaba ya cuánto en las clases de Mustafá Gunt en DefinitionAmerica con la esperanza de conseguir un cuerpo que se pareciera más al de un chico con tetas.
Además de eso, acababa de tomarse una copa de champán. De modo que se acercó a la encorvada y alta figura y exclamó:
—¡Arthur!
Arthur Lomprey se volvió, la miró y sonrió tanto que se le habría podido contar los dientes. Sin embargo, en sus ojos había una expresión de pánico. Se contrajeron hasta convertirse en dos pequeñas bolas paralizadas. «¡SOS! —decían—. ¡Código azul! He visto a esta mujer antes, pero, por el amor de Dios ¿cómo se llama?».
—¡Ehhhhh! —exclamó—. ¿Cómo va? —Todo ello sin dejar de sonreír como un tonto mientras los ojos iniciaban la frenética búsqueda de alguna pista. Saltaban del peinado a los mechones teñidos, el maquillaje, el collar, el vestido, los brillantes hombros y todas las partes que lograba ver de su ejercitadísimo cuerpo—. ¿Cómo están los niños? —preguntó por fin, en un intento desesperado.
«¿Cómo están los niños?». Aquélla era la peor herida de todas. El hombre había escrutado la que seguramente era la mejor fachada que ella era capaz de presentar al mundo después de gastar ocho mil novecientos veinticinco dólares más indecibles horas de tortura cardiovascular en manos de un tirano turco… y aquel ordenador analógico, no digital, químicamente activado, aquel cerebro masculino, había llegado en cuestión de milisegundos a la respuesta: aspecto de matrona. De modo que… «¿Cómo están los niños?».
Martha quiso gritar, pero dada su estupefacción cuanto pudo hacer fue decir, mansa y mecánicamente:
—Muy bien.
—¡Estupendo! —exclamó Arthur Lomprey, que era probable que ni siquiera la hubiera oído—. ¡Estupendo!
Se quedó sacudiendo la cabeza para mostrar lo estupendo que era eso y traspasándola con la mirada, intentado idear alguna treta para huir de su presencia antes de que se viera obligado a presentarla a las personas con las que estaba. ¿Quién era esa mujer superflua? ¿Quién era esa ex esposa invisible? ¿Quién era ese fantasma social (sin un marido a su lado que le otorgara una identidad)? Ella no esperó que la situación se hiciera más dolorosa. Se volvió y regresó junto a Joyce, el Glenn de Joyce y Herbert Longleaf.
Por fin, en aquel rugiente mar, Peepgass divisó a otro de esos tipos con pajarita verde menta y bandejas de champán. Aquél parecía un chico rubio de colegio privado a punto de hacer su primera zambullida en el libertinaje. Aunque sólo fue una imagen pasajera, el más fugaz de los pensamientos fugaces. Lo principal era llegar hasta él y conseguir otra copa de champán.
Todas las sonrientes caras chillaban para hacerse oír. El ruido congestionaba el aire. La multitud estaba tan apiñada en esa parte del atrio que habría tenido que retorcerse como un pez para atravesarla. El camino hacia el champán pasaba entre un hombre y una mujer que se tocaban la espalda. La mujer llevaba un vestido negro con un extravagante pegote, un lazo gigantesco, justo debajo de la cintura, coronándole el trasero. El hombre era un auténtico cerdo con un culo tan grande que separaba la abertura de la parte de atrás de su esmoquin. Peepgass inspiró con fuerza. Intentó aplanarse. Avanzó de lado, intentó pasar. Se quedó atascado. Ambos, el hombre y la mujer, volvieron la cabeza y lo fulminaron con la mirada.
—¡Perdón! —exclamó—. ¡Lo siento!
Una sonrisa de vergüenza social se deslizó por su cara, pero con un esfuerzo supremo, desgarbado y nada bien acogido, consiguió abrirse paso. Gracias a Dios, el chico de la corbata verde menta no había sido capaz de moverse. Peepgass tomó una copa de champán de la bandeja. Una rápida mirada alrededor: estaba completamente rodeado de personas a las que no conocía. Una rápida mirada hacia arriba: en la platea, los pálidos y apuestos jóvenes presidiarios de Wilson Lapeth, todo muy gay, reinaban sobre las grandes fortunas de Atlanta… Todo muy extraño… Se llevó la copa de champán a los labios y sorbió. Le encantó. Se encontraba desgarrado entre el deseo de entretenerse con la copa, por tener algo que hacer, alguna misión que cumplir en la fiesta, aunque sólo fuera tomar una copa de champán, de manera que no pareciera un auténtico cero social a la izquierda… y el deseo de… echarse al cuerpo otra copa de champán. El impulso animal venció a la inseguridad social. Se acabó la copa en cuatro rápidos tragos, dejó la flauta vacía en la bandeja y tomó otra. El chico de la pajarita le lanzó una mirada sorprendida y reprobadora. Peepgass le ofreció una sonrisa de disculpa. Una deliciosa calidez ascendió desde su estómago y le llenó la cabeza como una nube. Tuvo el irresistible impulso de encontrar a alguien a quien sonreír y a quien hablar, pero ¿a quién conocía, además de Marsha? Y, además, en aquella multitud habría sido incapaz de encontrarla.
Había conocido a Marsha hacía cuatro años, cuando ella era Marsha Berstein y acababa de abrir una galería de arte contemporáneo llamada Alma (por Alma Mahler, a quien consideraba que se parecía) en Ponce de León. Abrir una galería de arte contemporáneo en Atlanta, Georgia, no era una decisión empresarial sensata, y la empresa empezó a hacer agua de inmediato. Peepgass, deseoso de demostrar sus influencias en el mundo de la banca a aquella hermosa y muy simpática joven, le había conseguido un crédito de cien mil dólares en PlannersBanc. Eso le habría valido a él la categoría de comemierda, de no ser porque fue en su calidad de propietaria de la galería Alma que Marsha había conocido a Herbert Richman y se había casado con él, tras lo cual la devolución de un simple préstamo de cien mil dólares no constituyó ningún problema. Marsha no era de las que olvidaban a un amigo, de modo que había invitado a Peepgass a su mesa en la inauguración de la exposición de Wilson Lapeth.
Peepgass se puso de puntillas para ver si lograba divisarla… Marsha… Estiró el cuello… Ni rastro de Marsha… pero ahí, casi directamente detrás de él, un hombre muy alto pero encorvado de un modo extraño, ¡no cabía duda! ¡Arthur Lomprey, señor de la planta cuadragésima novena de PlannersBanc! Lomprey sonreía a una mujer con aspecto de matrona que tenía un cabello rubio piña y unos hombros que relucían como si se los hubiera untado con aceite. Peepgass la había visto en algún lugar antes, pero ¿quién diablos era? La mujer se volvió de pronto, y Lomprey se quedó solo, con una sonrisa estúpida en la cara.
Como les ocurre a muchos otros hombres con dulces nubes de champán en la cabeza, Peepgass no se detuvo a pensar. Sólo era capaz de sentir el tremendo alivio de vislumbrar a alguien conocido. Había dejado de ser tímido. Se abrió camino entre la multitud sin sombra alguna de indecisión en la frente.
—¡Arthur!
Lomprey giró hacia él, lo contempló, parpadeó, tardó en reaccionar, ladeó la cabeza y sonrió. Sin embargo, fue una sonrisa en la que en modo alguno participaron los ojos.
—Vaya, vaya, vaya… Peepgass —dijo.
La vacilación y la sonrisa inerte ya eran signos bastante malos, pero el «Peepgass» acabó de rematarlo todo. En el banco, Lomprey siempre lo llamaba Ray. Sin embargo, su reacción instintiva en aquella impresionante altitud social, una inauguración en el Museo High a dos mil dólares el cubierto, fue llamarlo por el apellido, como si no fuera más que un vulgar empleado que trabajaba para él. Peepgass percibió el insulto antes de analizarlo lógicamente, pero lo analizó de modo bastante rápido.
Lomprey, sintiéndose sin duda como un gran león de las finanzas, había comprado toda una mesa —con el dinero del banco, por supuesto— y la había llenado con personas adecuadas a su eminencia en el mundo. La inesperada e inapropiada presencia de un simple subordinado, un simple ejecutivo de personal del banco, un simple engranaje, un simple supervisor de préstamos, un simple Peepgass, disminuía la magnitud de su triunfo social. Y de ahí que Lomprey lo mirara con aquella sonrisa inerte, como diciendo: «Muy bien, has conseguido estar aquí… ¿y qué?». No hizo ningún amago de presentarlo a los dos hombres y la mujer que formaban el grupito en el que conversaba.
Peepgass se sintió de pronto incómodo y se estrujó las meninges en busca de algo que decir; por encima del rugido de la multitud gritó:
—¡Se me ha olvidado, Arthur! ¿Vendimos futuros de Lapeth?
En el acto lamentó el comentario. Había hecho alusión a un plan que el propio Lomprey había ideado durante los vertiginosos días de finales de los ochenta, cuando los precios del mercado del arte estaban por las nubes. En contacto con los Seminarios de Inversión Artística, el banco había empezado a vender lo que eran, de hecho, futuros de ciertos artistas de moda. El plan había fracasado penosamente. Quizá fuera innovador, quizá fuera cosmopolita, pero aquello no era algo que funcionara en Atlanta, Georgia.
—No, creo que no —respondieron los labios de Lomprey. Aunque sus ojos dijeron: «Haz el favor de desintegrarte».
El momento se alargó, se alargó, se alargó… hasta que Peepgass no tuvo más remedio que irse.
—Bueno, Arthur —dijo—, ¡feliz aterrizaje!
A continuación se volvió y regresó al chillón mar de humanidad. ¿Feliz aterrizaje? ¿Por qué había dicho eso? ¿Cómo podía ser tan irrespetuoso? Sin embargo, esa preocupación no tardó en ser sustituida por un burbujeante sentimiento de ira y resentimiento. ¡Vaya con ese engreído! ¡Esa puta de fiesta! ¡Ese esnob! ¡Ese arribista jorobado! ¡Ni siquiera me ha presentado a las personas con las que estaba hablando!
Justo delante, a no más de dos metros en el rugiente oleaje de esmóquines y vestidos con rellenos, había otro joven con pajarita verde menta y una bandeja llena de champán. Esa vez Peepgass no se mostró tímido, ni siquiera remotamente sutil. Casi derribó a dos mujeres al abrirse camino a empellones en pos de la bandeja para hacerse con una adorable flauta. ¡Arriba y adentro!
Charlie Croker se sujetó con las dos manos en la blanca barandilla tubular del balcón y se inclinó para examinar la escena que tenía lugar abajo. Un confuso y ruidoso parloteo se alzaba desde el suelo del atrio. ¡Insensatos! Le recordaban una manada de pavos.
Se inclinó un poco más y miró las mesas, que estaban dispuestas para la cena; relucían de cristalería y cubertería, y en el centro de cada una había un denso ramo de flores rojo-anaranjado con puntos negros en medio. Dos mil dólares el cubierto… y había comprado toda una mesa… veinte mil dólares… y, ah, cuánto le gustaría volver a su casa en Buckhead… en ese preciso instante…
Charlie se sintió más deprimido que nunca ante la idea de encontrarse haciendo lo que hacía, salir y estar entre ellos, entre amigos, admiradores, rivales, el mundo. Tenía la sensación de que su gran cuerpo, sus mandíbulas cuadradas y su cabeza calva emitían un aura y esa aura destellaba: ¡QUIEBRA! ¡QUIEBRA! ¡ESTAFA! ¡ESTAFA! ¡ESTAFA!
Tenía tantas ganas de esquivar la multitud que había sugerido que Serena, él, Billy y Doris Bass subieran por la rampa hasta el balcón y visitaran el resto de la exposición. De modo que los condujo desde el balcón al laberinto de paneles de la muestra en los recovecos del primer piso.
Incluso antes de ver nada diferente, apreció el cambio. Ante ellos había grupos de personas con esmóquines y vestidos de gala, pero todo el ruido provenía de sus espaldas, de las chillonas voces del piso de abajo. Ahí arriba reinaba un extraño silencio. Delante de ellos tenían un gran panel blanco. Un grupo de asistentes estaba ante él, con un aspecto de lo más meditabundo. Charlie se acercó. En el panel había una única pintura, de metro y medio de alto por dos de ancho aproximadamente. Otra cuerda de presos… El punto de vista estaba situado en lo profundo de una zanja. Al fondo y en la parte central se veían presidiarios que empuñaban picos y palas. Sobre la zanja, en último término, se veían los torsos de dos rollizos guardas que llevaban camisa gris de manga corta y salacot y blandían escopetas. Por encima de ellos, un cielo lleno de una luz brutal. En primerísimo plano, dentro de la zanja, bañados en los frescos colores de las sombras de ésta, había dos jóvenes blancos, dos reclusos. Uno estaba sentado contra la pared de arcilla roja de la zanja, desnudo de la cintura para abajo, con las piernas entreabiertas, que dejaban entrever un pene hinchado pero no erecto. El otro estaba de pie ante él, inclinado hacia adelante, bajándose los pantalones por debajo de las nalgas. Un pequeño letrero decía: «Arreglo en arcilla roja. 1923».
Charlie quedó… escandalizado, mudo, estupefacto. Apartó los ojos… y los posó en el siguiente panel. En él, otra enorme pintura… una docena de jóvenes presidiarios blancos marchaban en círculo en un patio de cárcel… Daban vueltas y más vueltas, un circo de penes y culos desnudos… Volvió a apartar los ojos… No creía lo que estaba viendo. En todas partes, en todos los recovecos del espacio de la exposición, veía paneles blancos, grupos de espectadores silenciosos e imágenes de indumentaria carcelaria, carne desnuda y una interminable exhibición de penes.
Como cualquiera que ve contradichas abiertamente sus suposiciones más elementales sobre la decencia, miró a la gente que lo rodeaba en busca de la confirmación de la rectitud de sus objeciones. Echó una ojeada a Serena. Ella no le devolvió la mirada. Estudiaba la pintura como si hubiera encontrado algo profundo en la zanja de arcilla roja que tenían delante. Luego observó a Billy y Doris, que en ese momento se estaban mirando sin pronunciar palabra. Lo probable era que se sintieran tan escandalizados como él, pero ahí arriba todo seguía tan silencioso como en una iglesia. Más allá de Billy y Doris advirtió la majestuosa y corpulenta presencia de Abner Lockhart y de Katie, su espárrago de esposa. Abner no sólo era socio de uno de los bufetes de abogados más antiguos de Atlanta, Wringer Fleasom & Tick, sino también diácono de la Iglesia Baptista del Tabernáculo. Se frotaba la barbilla con el pulgar y el índice de la mano derecha mientras estudiaba la pintura con tanta devoción como Serena. ¡Un diácono baptista! Cierto que la del Tabernáculo era una iglesia baptista urbana, un tanto sofisticada, al menos en comparación con la vieja y rural Iglesia Baptista del Lavado de Pies, pero, por el amor del Cielo, seguía siendo de todos modos un diácono baptista… y contemplaba esos cuadros de… de… de… unos maricas encarcelados… como si fueran madonas con halo… El decorado lo hacía todo aún más increíble. Esa parte del museo era normalmente la sección de Artes Decorativas, lo cual significaba, sobre todo, muebles. Durante décadas, la verdadera pasión de las matronas que dirigían la institución había sido la decoración de interiores, y el High estaba lleno de muebles del siglo XIX, piezas enormes muchas de ellas, sorprendentes cachivaches de madera tallada y taraceada, camas, aparadores, armarios, bargueños, la clase de moles formidables que lo reducían a uno al silencio en cuanto entraba en una habitación. Las piezas más pequeñas habían sido desplazadas para hacer sitio a la exposición Lapeth, pero algunas de las más grandes, los verdaderos monstruos, eran demasiado voluminosas o demasiado preciosas para ser movidas, como la famosa cama Herter, que estaba… ahí mismo… una fabulosa creación de madera de cerezo teñida de negro incrustada con maderas ligeras, palo de rosa, latón y marquetería japonesa, un auténtico monumento a la dignidad, la solidez, la respetabilidad y la grandeza victorianas… la cama Herter se había visto superada por esa… esa… esa orgía homosexual…
Una repentina punzada de duda… ¿No sería él, Charlie, quien estaba desacompasado? ¿Se le habían cerrado los ojos a algún cambio inexorable ocurrido en el terreno moral? ¿O todas esas personas, incluido Abner Lockhart, estaban intimidadas, temerosas de dejar entrever que no eran lo bastante sofisticadas para ser cosmopolitas de la nueva Atlanta, la ciudad internacional?
Fuera lo que fuese, Charlie experimentó el primer sentimiento de ánimo de toda la noche. Que lo colgaran si se iba a quedar ahí piadosamente como todos los demás. Pasó muy cerca de Abner Lockhart, se acercó al panel y miró el letrero: «Arreglo en arcilla roja. 1923». Fingiendo leer, dijo en voz alta:
—Dos chupapollas en una zanja. 1923.
Billy Bass soltó una risotada, pero Doris pareció no saber qué hacer, y Serena lo fulminó con un siseo:
—¡No seas tonto!
Charlie fue consciente de que todos le lanzaban miradas, salvo Abner y Katie Lockhart, que actuaron como si no hubieran oído nada. Poco a poco, todas las caras se volvieron, y continuó el solemne examen de los tesoros de Wilson Lapeth. Estaban tratando al gran Charlie Croker como a un niño que hubiera hecho alguna chiquillada en una iglesia.
Durante la cena, la multitud, borracha de champán y de la idea de estar en el lugar de Atlanta donde ocurrían las cosas aquella noche, no paró de chillar y reír hasta que su griterío pareció rebotar en las paredes y el techo a quince metros de altura y caer de nuevo sobre ella en oleadas. La mesa de Martha se encontraba en medio de ese mar de redondas mesas blancas del atrio. En el centro de cada mesa había un sorprendente centro de amapolas completamente abiertas, que aún hacía más sorprendente la implacable blancura del propio atrio.
A instancia de Joyce, Martha se había sentado entre los dos solteros más apuestos y que constituían los mejores partidos de su séquito —encontrar tales hombres era la especialidad de Joyce, su misión, en aquella etapa de su vida—: Oskar von Eyrik, que había nacido en Alemania, aunque ya sólo tenía un rastro de acento, y era vicepresidente de ProCor, una consultoría médica con sede en Atlanta; y Sonny Beamer, dueño de una empresa de relaciones públicas llamada HiBeam. Ambos se hallaban al final de la cuarentena, estaban un poco entrados en carnes pero eran apuestos, cordiales, sociables y grandes conversadores. Oskar von Eyrik, inclinándose hacia su anfitriona para hacerse oír, se había lanzado a un largo discurso sobre las precauciones que en materia de seguridad tomaban diversos importantes directivos de empresas. Martha mantuvo una sonrisa dibujada en su cara mientras se estrujaba el cerebro en busca de algo con lo que contribuir al tema de conversación. De pronto, se le ocurrió ese buscadísimo recurso social… ¡una perla!, ¡una perla para la conversación! El arquitecto que eligió Charlie para Croker Concourse, Peter Prance, le había contado una vez que Jimmy Good, el joven archimillonario del Valle del Silicio, le había pedido que construyera una habitación secreta en su casa de tres mil metros cuadrados en Los Altos, cuya existencia no conocerían ni su esposa ni sus hijos. La idea era que cuando los «depredadores» asaltaran su casa por la noche —era bastante paranoico sobre este punto—, se deslizaría hasta la habitación secreta y nadie, ni siquiera la carne de su carne con una pistola en la sien, podría revelar su paradero. En cuanto los labios de Oskar von Eyrik dejaron de moverse, ella intentó dejar caer esa perla en la conversación de forma breve y condensada, puesto que, como veterana de cenas como ésa, gracias a sus veintinueve años junto a Charlie, sabía que una mujer puede hacer preguntas, introducir temas, agregar la agudeza ocasional, incluso soltar de vez en cuando un remate gracioso, pero no ponerse a contar anécdotas o de algún otro modo explicar historias largas.
Sin embargo, nada más pronunciar las palabras «la casa de Jimmy Good», Oskar von Eyrik la interrumpió exclamando:
—¡La casa de Jimmy Good! ¡Dios mío!
A continuación se lanzó a contar una larga anécdota sobre la época en que había estado viviendo en la casa de Jimmy Good, y Jimmy —se refirió a él como Jimmy, como si fueran viejos amigos— se había empeñado en aprender a montar en monopatín, a sus treinta y tres años, y se había hecho construir un enorme medio tubo en la parte de atrás…
A Martha no le importó tanto que se apropiara de su perla como el hecho de que, cuando Sonny Beamer, que estaba a su otro lado, se volvió para escuchar, Oskar von Eyrik empezó a traspasarla con la mirada y a dirigir toda la historia a la cara de aquél. No sólo eso; cuando Joyce distrajo por un instante a Sonny Beamer. Oskar von Eyrik dejó de hablar. Se detuvo en mitad de la frase, con la boca abierta y los ojos clavados en Beamer.
Permaneció inmóvil, como si le hubieran apretado al botón de pausa, mientras esperaba que Beamer acabara con Joyce. Ni siquiera dirigió una mirada a Martha. Al fin y al cabo, ¿por qué malgastar una historia buenísima en una mujer superflua, aunque resulte ser la anfitriona?
A menos de tres metros de distancia, en aquel bullidor mar social, Peepgass luchaba por mantener viva una conversación con la mujer de su izquierda, Cordelia Honeyshuck, viuda del senador por Georgia Ulrich B. (Eubie) Honeyshuck. No es que fuera difícil sostener una conversación con ella, puesto que era experta en parlotear sobre casi cualquier tema. El problema consistía en que era demasiado mayor y demasiado una gloria del pasado, y Peepgass estaba demasiado bebido y demasiado ansioso por disfrutar de los placeres de la alta sociedad en esa mesa en la que reinaban Herbert y Marsha Richman, el magnate de los centros de fitness y su fulgurante esposa. Marsha estaba demasiado lejos de Peepgass para poder hablar con ella, pero Herbert Richman se encontraba a sólo dos puestos de distancia, justo al otro lado de Cordelia Honeyshuck, y Peepgass se esforzaba por oír lo que Herbert Richman le estaba diciendo a Julius Licht, un adinerado abogado conocido como el señor Demanda Colectiva, que se hallaba a dos sillas a su izquierda. Hablaba justo por delante de la cara de una joven que Peepgass no conocía, una rubia huesuda pero atractiva, cuya cabeza oscilaba como un ventilador eléctrico de los anticuados entre los dos hombres que conversaban. En realidad, Peepgass era todo oídos, puesto que el tema de conversación era en ese momento Charlie Croker.
Alzando la voz por encima del barullo del banquete, Herbert Richman deleitaba a Julius Licht con el relato de un fin de semana que había pasado hacía poco en la plantación de Croker, Termtina, y en cómo le había llenado los ojos y los oídos con su visión del mundo de sureño rural… las razas… los derechos de los homosexuales…
Licht, un hombre esbelto de cabello plateado, cuya cara era todo ángulos agudos, sacudió la cabeza y dijo:
—Ese tipo… menudo atavismo. Está por aquí. —Estiró el cuello—. Lo he visto antes. Ha comprado una mesa. Me encantaría escuchar lo que opina de esta exposición.
—¿De esta exposición? —dijo Richman.
—La exposición sobre Wilson Lapeth —repuso Licht.
Richman rió a su manera suave.
—A mí también.
Una oleada de miedo recorrió a Peepgass, que estaba ocupado en no escuchar a la vieja señora Honeyshuck hablar de horticultura. ¡Croker… en algún lugar de esa sala! De forma refleja, miró la muchedumbre. ¡No quería tropezar con aquel tanque sin la protección de unos policías del condado de DeKalb! Al mismo tiempo, el tema era perfecto. ¡Ahora!, pensó Peepgass, ahora es el momento.
No había forma de atender a esa anciana que hablaba de camelias trasplantadas y saltar a la conversación de Richman y Licht acerca de Charlie antes de que cambiaran de tema, antes de que fuera demasiado tarde. ¡Tengo que actuar!
De modo que sin preámbulo ni disculpa alguna, hizo caso omiso de la anciana señora Honeyshuck, se dirigió a Julius Licht con una sonrisa de trescientos vatios y gritó:
—¿Acabo de oír que has dicho que Charlie Croker ha comprado una mesa para esta cena?
No vio más que una imagen periférica de la escandalizada cara de la señora Honeyshuck; en efecto, era de una gran descortesía finalizar de forma tan abrupta una conversación para unirse a otra mejor, ¡pero no había tiempo para preocuparse de eso! Se estaba inclinando tanto hacia Licht y Richman que casi clavaba el hombro en lo alto de la clavícula de la señora Honeyshuck.
—Eso es —dijo Julius Licht, un tanto vacilante, puesto que no tenía ni idea de quién era aquel sonriente hombre.
—¡Pues entonces se está portando mal! —dijo Peepgass—. ¡La ha comprado con nuestro dinero!
—¿Vuestro dinero? —preguntó Herbert Richman.
—Sí, el de PlannersBanc —contestó Peepgass al tiempo que ponía los ojos en blanco, como si dijese: «La discreción me impide entrar en detalles». En voz alta, añadió—: ¿Conocéis Croker Concourse?
Richman y Licht asintieron con la cabeza. Ambos estaban inclinados hacia él, sedientos de oír el chismorreo. Peepgass volvió a poner los ojos en blanco.
—¿Qué tiene de malo Croker Concourse? —dijo Herbert Richman.
—Como edificio, nada —respondió Peepgass—. Es un edificio fabuloso. Como situación…
Volvió a poner los ojos en blanco.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Herbert Richman.
—Digamos que si Charlie Croker sigue siendo dueño de la plantación Termtina dentro de seis meses, será un milagro —repuso Peepgass.
Nueva ración de ojos en blanco.
—¿En serio? —dijo Herbert Richman.
Peepgass apretó los labios y asintió con la cabeza. Los tres hombres, Herbert Richman, Julius Licht y Peepgass, ya estaban tan inclinados los unos hacia los otros que las dos mujeres, la anciana señora Heneyshuck y la atractiva joven huesuda, se aplastaban contra el respaldo de las sillas.
A Peepgass le encantó el modo en que había hablado. Como mínimo, lo había hecho con la autoridad y la omnisciencia de un Lomprey. Le encantaba el nuevo Ray Peepgass. Sentía que en aquel momento existía en la misma altiplanicie social que cualquiera de las más exaltadas criaturas de aquella inmensa sala.
—Hablando de Charlie Croker —intervino Julius Licht—, ¿sabéis quién es esa mujer?
—¿Qué mujer? —preguntó Peepgass.
Para actuar con discreción, Licht mantuvo su mano pegada al pecho y señaló a una mujer de la mesa de al lado. Peepgass tuvo que volverse para verla. Era la misma mujer de mediana edad, aspecto de matrona y hombros relucientes en quien se había fijado antes. Estaba apoyada desconsoladamente en el respaldo de la silla mientras los dos hombres que tenía a los lados se inclinaban ante ella y hablaban entre sí.
—¿Quién es? —quiso saber Peepgass—. Ya me he fijado en ella antes. La he visto en algún otro lugar.
—Es la primera mujer de Croker —dijo Julius Licht—. Hacía mucho tiempo que no la veía. A decir verdad, me había olvidado de ella por completo. Una mujer encantadora.
Peepgass contempló a la mujer e intentó evaluarla. La primera mujer de Croker… Tenía los ojos fijos en algún punto remoto más allá de las paredes del Museo High…
De repente el fenómeno «¡Ajá!» barrió el sistema nervioso central de Peepgass.
—¿Cómo se llama de nombre? —preguntó a Julius Licht.
—Martha.
—Martha —repitió Peepgass, asintiendo lentamente mientras asimilaba la información—. Ahora lo recuerdo. En efecto, es una mujer encantadora. Martha Croker, Martha Croker…
Pronunció su nombre como si cediera a agradables recuerdos de otros tiempos… En realidad, lo que intentaba era fijarlo en su mente.
Martha Croker, Martha Croker, Martha Croker, Herbert Richman y Julius Licht… Martha, Herbert y Julius… A menos que estuviera muy equivocado, acababa de encontrar su núcleo, su centro de gravedad… Julius, Herbert y Martha…
Una sonrisa se apoderó de su rostro mientras el atrio del High chillaba, bramaba y rugía.
Charlie no sentía ninguna gana de proyectar la cordial personalidad Croker en sus «invitados» a la mesa. Billy y Doris eran los únicos que le importaban. A los demás los había elegido Serena, y no tenía el mínimo interés en conocer la razón. Sólo deseaba que la velada finalizara. Sólo deseaba huir de la mirada de toda la gente de aquella ridícula sala. Serena estaba sentada frente a él. Algunas anfitrionas de Atlanta siempre sentaban a los maridos junto a sus esposas, pero Serena era partidaria del estilo neoyorquino (y por lo tanto, cosmopolita). Se lo estaba pasando tan bien que habrían tenido que llevársela a rastras. Era evidente, no sólo por su risa constante y hemorrágica, sino también por el modo en que bailaban sus intensos ojos azules.
Mientras tanto, la mujer de su derecha, una criatura cuarentona de nariz afilada llamada Myra Nosecuántos, no dejaba de molestarlo con intentos estúpidos de entablar conversación. De hecho, en aquel preciso instante le preguntaba:
—Dígame, señor Croker, ¿cómo ha llegado a interesarse por el arte?
La presuposición hizo que se enfureciera.
—Por Dios, ¿de dónde ha sacado que me interesa el arte?
Sorprendida, la mujer levantó la mano e hizo un gesto vago hacia la mesa, el atrio, el museo…
Charlie casi sintió como si, de algún modo, se pusiera en cuestión su virilidad.
—No me interesa, y le aseguro que no me interesan en absoluto esta exposición ni este museo. Pero si uno quiere hacer negocios en Atlanta, tiene que asistir a esta clase de cosas.
Se encogió de hombros, como diciendo: «así de sencillo».
La mujer se quedó muda, lo cual a él le pareció estupendo.
—¡Mirad, ahí va el Coronel Popover! —dijo Julius Licht dirigiéndose a Herbert Richman y Peepgass—. ¡Nunca en mi vida había visto a esa gran cuba de sebo moverse tan deprisa!
Herbert Richman apuntó, mirando a Licht:
—Oh, la verdad es que este tipo es bastante rápido. Ha copado el negocio de la restauración en esta ciudad. —Luego, volviéndose hacia Peepgass, añadió—: ¿Cuánto calculas que se saca en una cena como ésta?
Peepgass no tenía la menor idea, ¡pero estaba eufórico! ¡La satisfacción lo barrió como una onda neural! ¡Richman le había formulado la pregunta a él, no a su amigo Licht! ¡Lo consideraba como un igual, un hombre de su mismo nivel en el gran orden de las cosas! ¡Un hombre que sabía esas cosas… un hombre que podía, al fin y al cabo, proporcionar claras insinuaciones sobre el destino increíblemente catastrófico de gente como ese zafio Charlie Croker y su atavismo! ¡Un hombre cuya presencia en un acontecimiento social como aquél constituía un permiso para tratar con complicidad a nababs como Herbert Richman y Julius Licht! Se sentía igual que una Cenicienta liberada, aunque sólo fuera durante aquel interludio divino, de la miseria de Hénides de Normandía y del área de personal en la jerarquía de PlannersBanc.
—Bueno, veamos… —dijo a Herbert Richman.
Ignoraba por completo qué responder; la contratación de servicios de restauración caía tan lejos de su esfera de ocupaciones, que ni siquiera era capaz de avanzar una suposición inteligente.
Por fortuna, Julius Licht intervino:
—Yo he utilizado sus servicios, de modo que puedo darte una idea bastante precisa. Le cobrará al museo unos cien dólares por cabeza. ¿Qué serán, entonces, cien por cuatrocientos? ¿Unos cuarenta mil dólares? Sí. Digamos que sus gastos se llevan la mitad… aunque es probable que ni siquiera lleguen a eso. Tiene que pagar mucha mano de obra en la cocina, pero estos camareros son todos estudiantes, actores, artistas y cosas así. No le cuestan mucho. De manera que de aquí se saca entre veinte y veinticinco mil dólares. No está mal.
Peepgass asintió sabiamente, al igual que Richman.
Herb, Julius y yo… ¡No está mal! No pasó mucho rato antes de que Ray, como insistió en que lo llamaran, consiguiera sus direcciones y teléfonos. Ellos, a su vez, recibieron sus garantías de que «se mantendría en contacto» para informarles de algo que les iba a parecer «interesante sin lugar a dudas».
Al poco rato sirvieron el postre, unas riquísimas porciones de tarta de limón con merengue, eso, y más champán. Ray alzó la copa a la luz y sonrió, borracho de Fortuna, a Herb y Julius.
Para entonces, las dos mujeres, Cordelia Honeyshuck y la joven rubia, estaban más retraídas que antes contra el respaldo de las sillas, casi tanto, en realidad, como Martha Croker en la mesa de al lado.
Los focos se fueron apagando y una especie de luz teatral iluminó un podio situado en el extremo del atrio. La parte ceremonial de la velada estaba a punto de empezar. A Charlie le pareció perfecto. No quería ser visto y, desde luego, no quería hablar más con las dos mujeres. Para empezar, ni siquiera conocía el nombre ni el apellido de la mujer que tenía a su izquierda, una mujer razonablemente joven con un peinado que recibía el nombre de «casco Palm Beach». No sólo presumía de conocidos, sino también de lugares y medios de transporte. Si no le había dicho a Charlie cincuenta veces que su marido tenía un rancho en Wyoming —y que la única forma práctica de llegar a él desde Atlanta era en reactor privado—, no se lo había dicho ninguna. Charlie había acabado desconectando.
Así permaneció cuando la presidenta del consejo de administración del museo, Ingebaugh Blanchard, viuda de Baker Blanchard, una corpulenta y bulliciosa mujer a quien sus amigos llamaban Inky, subió al podio y dijo las cosas de costumbre y luego presentó al nuevo director del museo, Jonathan Myrer. Charlie habría seguido haciendo caso omiso también de él, de no ser por lo notable de su aspecto. No debía de tener más de cuarenta y dos o cuarenta y tres años, era muy alto y muy delgado. Su cuerpo parecía inclinarse hacia un lado, como si padeciera escoliosis. Tenía el cuello largo y una cabeza pequeña, de cuyos lados sobresalían unos rizos semejantes a cuernos.
—Como ustedes saben —dijo el hombre de aspecto extraño, soltando ráfagas de palabras—, este museo fue fundado por Caroline High… en su casa… que estaba situada precisamente donde nos encontramos esta noche. Quizá no sea tan sabido… que Caroline High y Wilson Lapeth se conocían. En el catálogo de esta exposición… encontrarán una fotografía de una merienda en su jardín con Lapeth y varios artistas de Atlanta olvidados desde hace mucho tiempo… No sabemos si llegó a conocer el secreto de Lapeth. Su secreto, por supuesto, no era que fuese homosexual. En esa época… esas cosas se daban tácitamente por sabidas… y nunca se hablaba de ellas. No, el secreto de Wilson Lapeth era que su orientación sexual era el motor… la fuerza motriz… el manantial, si quieren… de un genio que se vio obligado a ocultar al mundo. Esta ocultación no ponía de manifiesto una falta de valor por su parte. Sólo ponía de manifiesto que era realista. La falta de valor era de la sociedad… una sociedad que estaba más que dispuesta… como sigue estando más que dispuesta… a reprimir y desautorizar a quienes… como Walt Whitman, otro genio homosexual… tienen la temeridad de lanzar su «grito bárbaro» a los cuatro vientos. Resulta de lo más adecuado…
Charlie miró alrededor para ver si todos los demás oían lo que él estaba oyendo; pero incluso las cabezas de Billy y Doris dirigían la vista hacia el podio con gesto de educada vacuidad.
—… que Lapeth eligiera la cárcel como tema de los tesoros artísticos que vemos en torno a nosotros esta noche. Como ha demostrado Michel Foucault de modo tan concluyente en nuestros días… la cárcel… lo «carceral», en su terminología… ese centro de confinamiento y tortura… es el punto final…
¿Quién?, pensó Charlie, ¿Michelle FuKo? Miró a Serena, que estaba vuelta hacia el orador y bebía sus palabras como si fueran ambrosía.
—… la inequívoca estación final… de un proceso que se nos impone a todos. La tortura comienza poco después del momento de nacer, pero decidimos llamarla «educación», «religión», «costumbre», «convención», «tradición» y «civilización occidental». El resultado es…
¿Estoy oyendo lo que estoy oyendo o me he vuelto loco?, pensó Charlie. ¿Por qué no silba ni hace alguna cosa nadie en todas estas mesas?
—… un despiadado confinamiento dentro de «la norma», «el estándar», un proceso tan…
¡Oh, cómo ha distorsionado las palabras norma y estándar! ¡Qué ardiente desprecio!
—… tan gradual que hace falta un genio de la magnitud de un Foucault… o de un Lapeth… para despertarnos…
¡Otra vez FuKo!
—… del letargo de nuestro largo encarcelamiento. Lapeth eligió unirse a los marginados… los que están en el margen… quienes rechazan verse confinados por la convención. Incluso dentro de los muros de la cárcel nuestra sociedad se muestra intransigente. Incluso el encarcelamiento, como ha señalado Foucault, se ha llamado «corrección» en nuestra época de progresos. Se supone que los marginados deben ser «corregidos»… sometidos a la norma… cuando, en realidad, son ellos quienes están en una mejor posición para corregirnos a nosotros en lo que concierne a la independencia y…
Charlie miró de nuevo alrededor. Esa mesa, la mesa vecina, la vecina a la vecina… gente con semblantes tranquilos, como si aquel hombre estuviera haciendo las observaciones normales y completamente adecuadas que uno hace en una importante ocasión cívica.
—… y la realización personal. Así, mientras tenemos todas las razones del mundo para celebrar el descubrimiento de un tesoro de valor incalculable… que esta exposición presenta… también tenemos todas las razones del mundo para lamentar… lamentar no sólo la pérdida del genio de Lapeth en su época… sino también para lamentar la pérdida de todos los Wilson Lapeth que nunca llegaremos a conocer. Tenemos que encontrar el valor, como sociedad, para invitar… no permitir, sino invitar… a que el genio entre en nuestras vidas, por perturbadoras, sobrecogedoras, turbulentas, desafiantes, rudas y poco convencionales que sean las formas que adopte, porque así es, la mayor parte de las veces, el rostro de la grandeza. Las personas que han acudido a esta exposición… han demostrado que tienen el valor… el valor de imaginar la «fuga», si quieren, la fuga última que nuestra sociedad debe realizar si cualquiera de nosotros aspira a llegar a ser, en cualquier sentido profundo, libre. Ése será el verdadero legado de este momento histórico… incluso más que la contribución material que han realizado ustedes a nuestra estabilidad, nuestra salud, nuestro futuro en tanto que institución. Por eso, por encima de todo, les estoy agradecido.
Aplausos generales, ceremoniales, rutinarios, ciegos. ¿Cómo era posible que alguien soltara ese discurso, de esa longitud, sin mencionar de qué iba en realidad la exposición?
Charlie empezó a silbar, pero nadie se fijó siquiera, salvo la mujer del casco Palm Beach, quien lo miró no sólo como si lo encontrara repulsivo, sino también como si le faltara un tornillo.
Incluso después de que las luces se encendieran e Inky Blanchard despidiera a los congregados, y éstos abandonaran las mesas blancas y los centros de amapolas, Martha permaneció aturdida. Había tirado veinte mil dólares en esa velada… ¿y para qué? Herber Longleaf estaba repentinamente junto a ella, todo sonrisas y conversación, como si le hubiera prestado mucha atención desde el momento en que habían llegado… y antes de treinta segundos, aunque caminaba a su lado, ya había vuelto la cabeza hacia el Glenn Branwaist de Joyce.
También Joyce era todo sonrisas, evidentemente extasiada por encontrarse en el centro de un acontecimiento tan fabuloso. Tenía una extraña risa aflautada que hacía ay… ay… ay… ay… ay… ay… ay…, mientras escuchaba algo gracioso que Oskar von Eyrik le estaba contando a Sonny Beamer.
Todos se dirigían hacia la entrada principal, que estaba atestada dada la magnitud de la muchedumbre. Hacia ella convergían decenas de esmóquines y vestidos de gala. Una difusa humanidad de elegantes atuendos avanzaba lentamente mezclándose…
De pronto, justo a su lado… Charlie. Charlie y Serena… tan cerca que no había forma de evitarlos.
Se quedaron tan sorprendidos como ella. Charlie hinchó el enorme pecho dentro de su camisa blanca y, por un instante, su gran cara cuadrada pareció tan impotente como aquella aciaga mañana en que lo había sorprendido con Serena. Ésta permaneció inmóvil, con los labios separados, los ojos bien abiertos, paralizada, como si contuviese la respiración.
Martha sabía exactamente lo que se avecinaba. Era como si pudiera oír las sinapsis arder en el cerebro de Charlie. Había visto a menudo el aspecto que presentaba. Él le sonrió. A continuación, se le iluminaron los ojos. Ella no sabía lo que él iba a decirle, pero ya sabía cómo describirlo: una auténtica farsa.
—¡Ehhhhhhh, Martha! —exclamó Charlie con la voz más cordial imaginable—. Como que vivo y respiro… ¿Cómo andamos, chica? ¡No sabía que estuvieras aquí!
El «¿cómo andamos, chica?» fue lo peor. Pronunció esas palabras de manera íntima, menuda y afectada —¿quémandamos?— que era puro Georgia del Sur. Y lo de «chica» rayaba en lo obsceno. Martha lo miró fijamente, quieta, muda. De manera que Charlie se volvió hacia Herbert Longleaf y le lanzó una intensa sonrisa «oso amistoso» y el movimiento de la cabeza que empleaba para seducir a las personas que veía por primera vez, tendió la mano, y Martha vio que no tenía más opción que decir con voz ronca:
—Charlie, te presento a Herbert Longleaf.
—¿Herbert? —dijo Charlie con la viril mirada sureña de pseudoembelesamiento que ella le había visto utilizar tantas veces en los veintinueve años de matrimonio. Fue de lo más tedioso vérsela una vez más, en ese lugar, en ese momento.
—Soy Charlie Croker, Herbert —añadió—. Es un placer conocerte. Te presento a mi mujer, Serena.
Acercó ligeramente a Serena —a Serena y su diminuto vestido negro con el gran escote tan de moda entre las mujeres jóvenes aquel año— a Herbert Longleaf.
Martha retrocedió de modo instintivo. No deseaba obligarse a dirigir una sonrisa a aquel rostro y saludar al perfecto chico con tetas de Charlie.
Para empeorar las cosas, Herbert Longleaf, su supuesto acompañante, quedó fascinado en el acto. Una gran sonrisa sumisa se instaló en su rostro, y empezó a soltar cumplidos. Lo siguiente que Martha vio fue que Glenn, Oskar von Eyrik y Sonny Beamer empezaban a acercarse también al gran hombre. ¡Hipnotizados en el acto, todos ellos! Nada de un hola rápido y hasta luego, al menos en el caso del señor Herbert Longleaf. Qué va.
Él y Charlie ya estaban enfrascados en una conversación, y Serena, que escuchaba, reía socialmente, al igual que Glenn, Oskar y Sonny Beamer. Sus sonrisas se hicieron cada vez más reverentes, indefensas, agradecidas y obsequiosas. ¡El gran hombre se rebaja a hablar con nosotros! ¡Oh, alabada sea nuestra buena estrella! Estaban prestando más atención a Charlie de la que le habían prestado a ella en toda la noche. Joyce fue leal y permaneció a su lado, aunque, ¿quién sabía? Quizá en el fondo de su corazón deseaba conocer al gran hombre y disfrutar del resplandor de su grandeza viril como todos los demás.
—Así que ése es Charlie —dijo Joyce.
Martha no contestó. Involuntariamente, se retrajo aún más. La corriente de personas que intentaban llegar a la puerta había avanzado entre ella y el venerador puñado de personas que rodeaban a su ex marido. Salvo Joyce, sus dieciocho mil dólares en invitados ya no eran conscientes de su existencia. Tenía miedo de decirle nada a Joyce. Tenía miedo de ponerse a llorar.
—¡Martha! ¡Martha!
Se volvió. Era un hombre de aspecto atractivo, a finales de la treintena o principios de la cuarentena, con una cara casi sin arrugas y un tupido cabello rubio rojizo. Estaba agachado, como si se ocultase de algo. También parecía un poco bebido. No tenía idea de quién era, pero al menos se trataba de una criatura rara en aquel hormigueante lugar: un hombre que recordaba su nombre.
—¡Soy Ray Peepgass, Martha! ¡De PlannersBanc!
Siguió sin recordarlo, pero recordó las muchas horas pasadas en compañía de la gente del banco mientras Charlie los engatusaba para conseguir créditos formidables.
Se acercó a ella, aún medio agachado, y le estrechó la mano.
—Te he visto antes, pero no me he podido acercar, ¡hay tanta gente! —No dejaba de sonreír, pero también miraba a un lado y a otro—. Es curioso, porque ayer mismo pensé en ti y me preguntaba cómo te podría localizar.
—¿En mí?
—¡Sí! Te necesito para una cosa. ¿Puedo telefonearte?
El hombre no dejaba de sonreír y de mirar a un lado y a otro. No cabía duda: estaba bebido. Por otra parte, durante toda esa velada de su debut bis, de su nuevo Destino, era el único ser humano que había mostrado el mínimo interés espontáneo por su existencia.
—Bueno, claro, señor…
—Peepgass —dijo—. ¡Ray! ¡Llámame Ray! —Sacó un bolígrafo del bolsillo interior de la chaqueta y luego empezó a registrarse el esmoquin en busca de un trozo de papel. Al no encontrar ninguno, se sacó el puño de la manga izquierda de la camisa, colocó la punta del bolígrafo sobre él, sonrió y preguntó—: ¿Qué número es?
—¡En la camisa, no! ¡Que no saldrá!
—¡Tienes razón! ¡Aquí… lo escribiré aquí! —Colocó la punta del bolígrafo sobre el dorso de la mano izquierda y sonrió aún más. Estaba borracho; no cabía duda. Sin embargo, ella le dio su número de teléfono; y él lo escribió en el dorso de su mano—. Aquí no lo voy a perder —añadió con un brillo alegre en los ojos—. ¡La camisa, nunca se sabe!
Sin enderezarse, el señor Ray Peepgass se despidió y desapareció; y Martha no pensó más en él. Se quedó mirando con aire taciturno a Herbert Longleaf y a los demás, preguntándose cuánto les duraría su adoración visual del gran Charlie Croker.
—¿Quién era? —preguntó Joyce.
—Si he de serte sincera —contestó Martha—, no tengo ni idea. Alguien a quien habré conocido cuando Charlie estaba ocupado consiguiendo préstamos de PlannersBanc.
Y regresó a su amargo escrutinio del varonil señor Croker y sus nuevos admiradores. Otro puñado de cabelleras cortadas por el encanto Croker.
Un Destino.