Tras la partida de Mutt, 5-Cero se puso a ordenar «el chabolo». «El chabolo» era el modo en que los reclusos, o los reclusos veteranos, llamaban a sus celdas. Conrad no sabía si era por ironía, nostalgia de un hogar o simple idiotez carcelaria; aunque, dado el aspecto de la maloliente jaula de lagartos, le parecía que debía de ser esto último.
5-Cero ocupó la litera de abajo y Conrad ocupó la de arriba, justo debajo de la rejilla de lagarto. Al rato apareció un funcionario y se llevó el colchón del suelo, el que Conrad había estado usando, y dos bolsas de polietileno, de las que utilizaba el economato para servir los pedidos, con los efectos personales de Mutt. 5-Cero vació en la litera de abajo su propia bolsa llena de… pertenencias… y procedió a realizar el inventario. Conrad vio un vaso plegable de plástico, un cortaúñas, un paquete de fideos de arroz, una lata de soda Dr. Pepper, la novela de Donald Goines Doctor Nieve, otra novela en rústica llamada Caballo blanco, de Ahu Junghyo, un gastadísimo librito de siluetas de un artista llamado Eric Gilí, un fajo de cartas mataselladas, una fotografía de una chica hawaiana sentada a la mesa de una cafetería con una palmera visible por la ventana, un cepillo de dientes, dos tubos pequeños de dentífrico Crest, papel de escribir y cartas, tres bolígrafos Bic, una libreta de direcciones del Ejército de Salvación, una botella de plástico de Champú Orgánico Fabergé para Cabellos Normales, una tarrina de helado llena de café instantáneo en polvo y otra que por alguna razón tenía la tapa, completamente pintada de negro, metida en el interior y un trozo de película transparente de envolver cubriendo la abertura. Conrad poseía por fin un lugar donde dormir en el que estirarse por completo. Sin embargo, el mayor cambio en el chabolo fue que 5-Cero empezó a hablarle. Sin parar.
Aprendió dos cosas sobre 5-Cero, muy deprisa. Primero, que para él hablar era tan imprescindible como respirar; tal era su necesidad de compañía humana, de cualquier compañía, que Conrad se preguntó si podría sobrevivir medio día en régimen de aislamiento. Segundo, creía al ciento por ciento en aquello a lo que el señor Wildrotsky se refería con el nombre de realpolitik. Todos los días, todos los minutos, de ser necesario, estaba dispuesto a borrar la pizarra de la historia y hacer alianzas con quien pudiera serle más útil en las líneas de batalla dibujadas en cada momento. El pobre cuerpo de Mutt apenas había dejado de sacudirse y ya 5-Cero le estaba hablando a Conrad como si fueran amigos desde «piquininis», como se decía en criollo, y nunca hubiera existido esa última semana en que no había dejado de fulminarlo con la mirada, igual que a un parásito que le chupaba el aire que respiraba.
De pronto, 5-Cero no paraba de contarle cosas que un pluma nuevo necesitaba saber para sobrevivir en la cárcel. Cualquiera que fuera su motivación, Conrad estaba agradecido. «Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?». Se moría por preguntarle a 5-Cero qué hacer con el alarmante intento de acercamiento de Rotto en la zona de visitas; sin embargo, un sexto sentido le decía que se contuviera. No sabía todavía en qué medida podía confiar en 5-Cero; y, además, 5-Cero estaba relacionado de algún modo con la banda latina, Nuestra Familia; y era probable que Nuestra Familia representara para cualquier joven pluma blanco una amenaza sólo ligeramente menor a la de Rotto y su banda.
El carrito de la cena no iba a tardar en pasar y la nave estaba relativamente tranquila, a pesar de que los funcionarios transmitían por los altavoces algo aún más irritante que el saxo de Grover Washington para los muchachotes de O-town. Se trataba de un coro de cantantes blancos, apoyados por un montón de alegres y efervescentes clarinetes y trombones, interpretando una canción con un ritmo más que trasnochado que al parecer se llamaba The Chattanooga Choo-choo. Sin embargo, aparte del ocasional comentario por la radio —tal como «¿Qué puta mierda están cantando? Esos putos blancos, son esos putos grises que tendrían que estar abajo»—, los reclusos no parecían preocuparse demasiado por la música. Estaban más nerviosos por la crisis del tabaco Bugler.
Los reclusos pedían artículos al economato por medio de formularios; estos pedidos se cargaban a sus cuentas y luego los repartía por las celdas un gavetero que pasaba empujando un carrito. El carrito había aparecido, y los reclusos acababan de descubrir que no había tabaco de liar Bugler. Uno tras otro, como una fila de fichas de dominó que caían, todos gritaban por la radio:
—La puta, ¿no hay Bugler?
Y los funcionarios, desde la pasarela, contestaban:
—Sí, me parece que estás culo puesto.
Al final uno de los funcionarios dijo:
—Dejad de quejaros. Gomos aprueben la prohibición de fumar esa de la questán hablando, entonces sí eos vais a quedar culo puestos.
Y uno de los reclusos gritó:
—Pues mejor que te compres unos tapones, sheriff, porque en ningún momento no vas a parar de oír porrazos en las putas puertas.
Desde lo alto de la litera superior, bajo la rejilla de lagarto, Conrad suspiró, apoyó la espalda contra la pared e intentó una vez más leer su libro, a pesar de que había resultado ser una decepción tremenda. En realidad, no era El juego de los estoicos, del fabuloso y entretenido Lucius Tombs. Se titulada sencillamente Los estoicos. En la portada decía: «Las obras completas existentes de Epicteto, Marco Aurelio, C. Musonio Rufo y Zenón. Edición e introducción a cargo de A. Griswold Bemis, profesor adjunto de Filología Clásica, Universidad de Yale».
¡No se lo podía creer! ¡La librería le había mandado el libro equivocado! ¿Cómo podía el destino darle tanto la espalda? Y, para acabar de refregárselo todo por la nariz, el funcionario había destrozado la integridad física del libro y le había dejado entre las manos… los jirones, los inertes restos de las hojas desencuadernadas… ¡de un libro equivocado! De todas formas, se trataba de un libro, y era el único que tenía. De modo que empezó a hojear la introducción del profesor Bemis…
Scrack scrack scraaaccck hacían los ventiladores… ¡Zraguuum! Gluglugluglugluglugluglú hacían los váteres… Putaputaputaputa hacían los reclusos…
Vaya rollo, ese libro… sólo iba de griegos y romanos y de los orígenes de la filosofía, del espíritu especulativo que conducía a la indagación de los misterios de «la vida y el universo»… Esa gente, Epicteto, Marco Aurelio, C. Musonio Rufo y Zenón, eran filósofos de hacía casi dos mil años, de la época de la Roma Imperial… Conrad se dejaba arrastrar por el crecido río de palabras cuando un detalle, un simple detalle, le llamó la atención. Dio la casualidad de que el autor mencionaba que ese tal Epicteto[31] había estado en la cárcel de joven. Lo habían torturado y dejado lisiado, pero a pesar de eso había conseguido ser uno de los mayores filósofos romanos. Conrad empezó a correr por aquella prosa densa y pausada. Era muy poco lo que se sabía de Epicteto, ni siquiera las fechas de nacimiento y muerte; aunque sí se sabía que sus padres, que eran griegos, lo habían vendido como esclavo, siendo niño, a un oficial de la guardia imperial del emperador Nerón. Había comenzado a vivir la vida despojado de todo, de su familia, sus posesiones, su libertad.
Conrad ya no leía lo suficientemente deprisa. Pasó las páginas hasta llegar a las propias palabras de aquel hombre, Epicteto… Libro I, capítulo I: «Sobre lo que depende de nosotros y lo que no depende de nosotros»… y llegó al siguiente pasaje:
Hallándonos sobre la Tierra prisioneros —¡prisioneros!— de un cuerpo terrenal y entre compañeros terrenales, ¿qué dice Zeus? «Si hubiera sido posible, habría hecho tu cuerpo y tu hacienda (esas insignificancias que tanto aprecias) libres y sin trabas. Ahora bien, tal como son las cosas, no lo olvides nunca, ese cuerpo no es tuyo: es barro hábilmente amasado y, puesto que no pude hacer de otro modo, te di una porción de nuestra divinidad, una chispa de nuestro propio fuego, la facultad de actuar o no actuar, la facultad de deseo y la facultad de rechazo; si atiendes a ella, no gemirás, no censurarás, no adularás a nadie».
Y luego Epicteto decía:
—Debo morir. ¿Y ha de ser también llorando? Ser encarcelado. —¡Ser encarcelado, lo decía!—. ¿Y también gimiendo? ¿Hombre, qué dices? ¿Encadenarme, a mí? Encadenarás mi pierna, pero mi voluntad ni siquiera Zeus puede conquistarla. «Le encarcelaré». A mi cuerpo, querrás decir. «Te decapitaré». ¿Acaso te he dicho alguna vez que mi cuello fuera el único imposible de cortar? Son las circunstancias las que nos muestran lo que son los hombres. Por lo tanto, cuando caiga sobre vosotros una dificultad, recordad que Zeus, como un entrenador de luchadores, os ha emparejado con un joven rudo. «¿Con qué fin?», quizá preguntéis. Bien, para que os convirtáis en vencedores olímpicos; pero eso no se consigue sin sudor…
—¡Tú! ¡Conrad! —Era 5-Cero, sentado en el borde de la litera de abajo—. Notra cosa, man. ¿Vale? Los plumas nuevos, lo que piensan dellos que si…
Y 5-Cero se lanzó a otra lección para principiantes sobre las costumbres de la vida carcelaria. Conrad no deseaba recibir ninguna lección en ese momento. Sentía una sed repentina e irresistible de las palabras de aquel hombre del que no había oído antes, aquel hombre cuyo nombre apenas era capaz de pronunciar, Epicteto. Al mismo tiempo, no quería arriesgarse a perder la recientemente ganada buena voluntad de su compa (como llamaban los prisioneros a sus compañeros de celda), de modo que pensó que era preferible prestar atención.
—Los plumas nuevos —decía 5-Cero—, lo que piensan dellos que si están quieto quieto, si no bulean dellos —no hacen tonterías—, si mueven dellos como si no se notan, si no meten dellos nunca nunca con ninguno, tonces hacen dellos envisibles. ¡No posible, man! O lo eres da’sí o tú otra cosa. Tú no envisible. O menda tú o prenda tú, ¿vale? Destos tíos —alzó lo bastante la mano como para que Conrad la viera e hizo un círculo en el aire, abarcando toda la nave—, si piensan dellos queres prenda, entonces jodido. Deseguida moliendo dellos ti.
Conrad no quería iniciar una conversación. Quería volver a Epicteto. Sin embargo, la palabra «moler» pudo con él. Lo asustó. «Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?». En criollo, como había aprendido, «moler» quería decir comer, morder, masticar, tragar, hacer desaparecer.
—Pero ¿cómo se hace para ser un… prenda? —le preguntó a 5-Cero—. ¿Qué puedes hacer?
—No hacer más nada de nada, man. Usa da boca. No haces tú puro con dellos. Usa da boca.
Conrad consideró el consejo, aunque no logró imaginar qué quería decir en realidad.
Los cantantes blancos con clarines y trombones atacaban en ese momento una canción sosa y rancia sobre «vasitos de claro de Luna». La nave seguía haciendo scrack scrack scrack scrack scraaacccckkkkkk zraGUM gluglú gluglú gluglú gluglú puta puta puta… y entonces se oyó el traqueteo de aluminio del carrito de la cena que iniciaba su recorrido por la nave… «¡Tú! ¡Gatero!… ¡Gatero!…». Los reclusos que, gracias al buen comportamiento, alcanzaban la categoría de gaveteros —en Santa Rita la palabra siempre se pronunciaba «gatero»— distribuían con carritos las comidas en finos platos de papel acompañados de cubiertos del plástico más fino imaginable. Si a uno le gustaban los panqueques de desayuno y el pollo asado de cena, no pasaba hambre en Santa Rita. El almuerzo, que consistía siempre en un bocadillo de carne procesada llena de lo que parecían ser vasos sanguíneos y tendones, resultaba incomestible, como lo eran los huevos en polvo del desayuno, que tenían un extraño gusto a pasas; pero era posible sobrevivir con las tortitas y el pollo… «¡Tú! ¡Gatero!…». El carrito de la comida se acercó traqueteando.
5-Cero tomó la tarrina de helado cubierta por la película transparente, se acercó a la puerta y la sacó por la ranura; entonces, ladeó la cabeza y miró la tarrina entornando los ojos. A continuación metió la tarrina, se volvió hacia Conrad y dijo:
—Eh, mira tú.
De modo que Conrad se acercó a la puerta e hizo lo que había hecho 5-Cero. Sacó la tarrina por la ranura y la miró con los ojos entornados. 5-Cero había pintado la tapa de negro con un bolígrafo. Esa tapa, introducida en el interior de la tarrina, más el tirante envoltorio con el que la había tapado, creaban una especie de espejo retrovisor. Vio toda la hilera de celdas. Vio el carrito de la comida, un carro alto de aluminio lleno de estantes, a dos celdas de distancia. Vio las pilas de platos de papel con los muslos de pollo… ¡Croker Global! ¡Cuarenta kilos! Croker Global abastecía a Santa Rita. Acababa de cargar un pedido de Santa Rita la noche en que lo despidieron. Cada caja de muslos de pollo congelados pesaba cuarenta kilos. Por un instante retrocedió a la Cámara Frigorífica Suicida, a la lucha con aquellos cubos congelados de color pardo. A lo mejor Kenny, Bombilla o Herbie habían cargado las cajas de donde salían esos muslos de pollo. Y él se encontraba en el punto de recepción final en ese lugar increíble… El gavetero que empujaba el carrito de la comida era un chino alto pero delgadísimo y esmirriado, con unas gafas redondas de montura negra. Seguramente se acercaba a la treintena. Parecía un antiguo sabio mandarín en estado embrionario.
Conrad metió la tarrina y el brazo dentro de la celda, y 5-Cero, de pie junto a él, levantó un índice, hasta la altura de los ojos, como diciendo: «¡Escucha!» y dijo:
—Escucha tú, Conrad. Usa da boca. —Le guiñó un ojo.
No tardó en oírse un golpe en la puerta y en la ranura aparecieron las grandes gafas de montura negra del gavetero chino, que con voz aflautada dijo:
—Tú, hora de comer.
5-Cero se acercó a la ranura, sacó la mandíbula y miró al gavetero con una mirada fija, intensa y maligna. El gavetero le pasó por la ranura un plato de papel con un muslo de pollo. 5-Cero lo tomó, se volvió hacia Conrad, guiñó un ojo de nuevo, asió la pata de pollo, le dio un buen mordisco y dejó lo que quedaba en el plato. Faltaba casi la mitad de la carne. Entonces se volvió hacia el gavetero, le tendió el plato y el muslo mordido y, con los carrillos aún llenos de comida, se las apañó para decir:
—Ey, bummahs, hombre. Mira tú. Ya muele algún tipo la mitad dal puto poyo. ¡Da tú otro plato, hombre!
Le lanzó al desgarbado chino una mirada tan maligna que, si las miradas mataran, el hombre habría caído fulminado en el acto.
El chino, sin embargo, no volvió a tomar el plato. Se limitó a mirar a 5-Cero y dijo:
—¿Qué cosa?
—¡Samina tú —mira— dal puto poyo, mano! ¡Ya muele algún tío la mitad dal puto poyo! ¡Da tú otro!
—Ah, venga, hombre —dijo cansinamente el gavetero—. Tú mismo te has comido la pata.
Conrad vio un vislumbre de consternación en los ojos de 5-Cero. La voz del gavetero se había hecho más grave y no sonaba como la de un chino delgaducho y débil. De sonar a algo, sonaba a negro. 5-Cero entornó los ojos, apretó las mandíbulas e intentó un gruñido:
—¿Aaaaaahh? ¿Cosa? ¿Quiere tú puro?
La cara de 5-Cero mostraba tal furia que no hacía falta saber criollo para comprender que estaba diciendo: «¿Quieres pelea?».
El chino delgaducho de grandes gafas dijo:
—Mira, hermano, tú eres un pavo ahí, y yo soy un pavo aquí… ¿lo entiendes?… y nos mi intención ofenderte. Lo único que quiero es cumplir mi marrón… ¿Me explico lo que digo? Nos mi intención ni insultarte y nos mi intención ni jugártela. ¿Así que pa qué me puteas? Nos toy empujando este puto carro hasta quí ni para insultarte, jugártela, putearte, avasallarte, aprovecharme de ti ni alguna otra puta cosa… ¿lo entiendes?…
En aquel momento Conrad ya estaba tan perplejo como 5-Cero. De la laringe de ese menudo chino con gafas y aspecto de estudiante brotaba la voz de un muchachote de Oakland Este, un muchacho honrado, con corazón, un hermano de sangre entre hermanos de sangre que sabía arremangarse y ocuparse del negocio.
—Así que, hermano, puedes quedarte con la mitad desta nave, la mitad de Santa Rita, la mitad del condado de Alameda y la mitad de toda la puta Bahía Este, a mí me da lo mismo, pero no me vengas a putear por media pata de pollo de mierda, porque nay ninguna puta cosa nel mundo que pueda cer con la otra mitad, menos cagarla con mi vara. El vara a mí va a decirme: «Tas dejado putearte una vez, hermano, y ahora yo voy a putearte dos veces»… ¿lo entiendes?… Así que, por favor, haz lo que tengas que hacer, hermano, y toma este plato de papel de aquí y la mitad de la pata de pollo de mierda y ve con Dios, salam aleikum, y tú y yo estamos mitad y mitad y todo no problemas.
Con la mandíbula caída, la boca medio abierta, 5-Cero volvió a meter el plato sin pronunciar palabra, a cámara lenta, sin dejar de mirar a aquel chino esmirriado de gafas empañadas y holgado uniforme amarillo de presidiario. El brillo desapareció de sus ojos. 5-Cero se alejó lentamente de la puerta, sosteniendo el plato a la altura del pecho, mirando la litera, como en trance. Conrad se acercó a la puerta y tomó el segundo plato, que el gavetero le pasó por la ranura. 5-Cero se sentó en el borde de su litera, de cara a la pared. Se oyó el traqueteo del carrito que el gavetero empujaba hasta la siguiente celda.
Conrad no sabía si mirar o no a 5-Cero. Lo habían humillado. Después de toda su gran charla, al final lo habían echado para atrás. Sin embargo, el propio 5-Cero le solucionó el problema.
—¡Nada de risa, tú! —Contempló a Conrad con furia, pero a continuación la expresión cambió de la furia al pesar—. Eh, bummahs, hombre, ¿vale? ¿Ya oye tú dése tío? Joder, está agarrado —tiene contactos— dése tío. Está dése tío agarrado con desos popolos desde mucho tiempo. No bulai —no es mentira—, man. A lo mejor con Familia Guerrilla Negra, ¿vale? A lo mejor con Crips. No vale riesgo, buscar puro con dellos tíos. —Sacudió la cabeza con desconsuelo.
¿Me atrevo a decir lo evidente?, pensó Conrad. Lo más diplomático era no decir nada y quizá asentir para subrayar la sagacidad de su último consejo. Sin embargo, algo le hizo ver que ése podría ser, en realidad, un momento para forjar un vínculo con su compa. De modo que se atrevió:
—Ese gatero no es un tipo grande como tú, 5-Cero. Es un tipo débil y esmirriado, con gafas gordas.
Con irritación:
—¿Y entonces?
—Y entonces que a lo mejor te ha hecho caso.
—¿Sí? ¿Cosa?
—¿No te acuerdas de lo que me acabas de decir? —dijo Conrad—. «Usa la boca. No te metas en un puro. Usa la boca». Bueno, ese gavetero sí que sabe usar la boca. Ese tipo sí que sabe hablar, 5-Cero.
Sentado en la litera, sosteniendo el plato sobre las rodillas, 5-Cero entornó los ojos y frunció el entrecejo. Luego su cara se relajó y miró fijamente la pared que tenía delante, como absorto en sus pensamientos. Entonces se volvió hacia Conrad y una sonrisa se apoderó de su cara. Empezó a asentir.
—Da veras, man —dijo en voz baja—, da veras. —Rió con arrepentimiento—. Ya pone dése tío —se ha puesto— pa’ usar da boca. Da boca… boca desde tío más grande que boca yo. Tiene dése chino boca con motor… ¡a da max! —Soltó una carcajada—. ¡No hace tú más caso yo, Conrad! ¡Escucha tú da chino!
Todos los días, a la una y a las seis, los funcionarios sacaban a los reclusos de las celdas para las cuatro horas comunales, las «horas de pecera», como se llamaban. En realidad, no era obligatorio salir de la celda; pero si uno no lo hacía, se quedaba encerrado, sin poder salir. No era posible estar yendo y viniendo de la celda a la pecera. A Conrad le daba tanto miedo tener que tratar con Rotto, que consideró seriamente la posibilidad de no salir. Sin embargo, por otro lado… no salir en todo el día de esa jaula de lagarto de metro y medio por tres, mirando la pasarela a través de la reja, oyendo los esfuerzos de los ventiladores del techo, era una perspectiva deprimente… y tarde o temprano tendría que salir, ducharse… y no quería que su ya cordial compa pensara que era un excéntrico o, peor aún, que estaba asustado… y el cuerpo le pedía a gritos una oportunidad de moverse, aunque sólo fuera en aquella lúgubre y gris sala… y algo en su interior —¿su alma inútil y engañada?— le decía que no tenía que rendirse al miedo. Así que salió con 5-Cero y los demás reclusos.
La pecera era un gran rectángulo de cemento con dos filas de mesas de metal y bancos de metal en el centro. Las mesas y los bancos, como todas las piezas de mobiliario de la nave, estaban atornillados al suelo. A un lado de la sala se hallaban las duchas abiertas, detrás del murete de cemento, y a lo largo del otro lado, separado también del resto de la sala por un pequeño murete, había una fila de váteres y lavabos abiertos. En un extremo había dos teléfonos públicos que sólo aceptaban llamadas a cobro revertido. No muy lejos de ahí había un televisor en lo alto de un poste metálico. Para cambiar los canales había que ser muy alto y subirse a una de las mesas de metal. Por encima no había reja metálica ni pasarela. El principal instrumento de vigilancia era una cámara de vídeo, colocada en lo alto de un rincón, y conectada con una pantalla vigilada por los funcionarios. Según la posición de la cámara, se sabía que… las movidas… tenían luz verde en la parte de las duchas sin que aquéllos se enteraran.
En ese momento Conrad era más que consciente de ese hecho. Su ocupación consistía en mantenerse lo más alejado posible de Rotto y sus muchachos, sin acercarse ni un pelo a Vastly y los suyos. Cada vez que echaba una mirada, por fugaz que fuera, hacia los teléfonos y el televisor, distinguía en el acto a Vastly. Las cintas amarillas de sus trencillas le creaban sobre la cabeza un extraño campo de oro flotante. En ese momento estaba sentado, junto con media docena de seguidores, a la mesa que permitía la mejor visión de la pantalla de televisión.
Habían encontrado un canal que emitía, desde algún estadio enorme, un concierto de una cantante negra llamada Lorelei Washburn. Lorelei Washburn era una gritona. Si podía elegir entre un registro alto y otro bajo, elegía siempre el alto y gritaba para alcanzar la nota… «¡Me partiste el corazooooOOOOOOOOOOOOOooón!»… Sus gritos rebotaban en el cemento gris de la pecera. Sin embargo, Vastly y los muchachos no estaban interesados en Lorelei Washburn, que llevaba un vestido elegante, sedoso y ceñido, pero también largo y no especialmente atrevido. No, toda su atención se concentraba en los traseros de las coristas, tres bronceadas muchachas que llevaban unas minifaldas plisadas que apenas les cubrían el culo. Cuando movían la cadera o giraban —y movían la cadera y giraban a cada momento—, las faldas se levantaban como molinillos y mostraban unas minúsculas y resplandecientes braguitas. Eran casi unos tangas, y la visión de tantos butis casi desnudos enloquecía a la banda de Vastly.
—¡Eso sí ques un buen rollo, nena!
—¡Sí, tron! ¡Sí, ya está bien de tanta mierda de homosexual marica reinona be prenda reciclado!
—¡Sí, eso sí que es auténtico! ¡Es vida, tío! ¡Ahí no hay trampa!
—¡Estoy lleno de miel, cariño!
—¡Miral buti de esa mamita!
—¡Mueve el buti!
—¡Saca el buti!
A Conrad se le heló la sangre. «Prenda reciclado». El mensaje que recibía en esos gritos no tenía nada que ver con las tres atractivas jóvenes de la pantalla. Esos hombres —los reyes de la nave en Santa Rita— preferían a las mujeres, pero consideraban a los homosexuales como un sustituto perfectamente aceptable mientras se estaba entre rejas. Y, entre rejas, además de las reinonas y los bes, que se encontraban en todas partes, también estaban los «prendas reciclados», jóvenes plumas de complexión delgada, como el Mutt Simms de otro tiempo, que se veían obligados a cometer actos homosexuales o someterse a ellos.
Conrad examinó entonces la pecera con horrible claridad. Era una inmunda cámara gris, habitada por macabros organismos con uniformes amarillos de presidiario, que se disponían según primitivas pandillas territoriales. El territorio principal era el extremo de la sala en el que estaban situados los dos teléfonos y el televisor, y que ocupaban por completo los negros. La mayoría de los reclusos negros se rapaban la cabeza al cero o casi, pero algunos llevaban el pelo largo y un trapo alrededor de la cabeza. Todos los trapos eran verdes, porque la única forma de conseguir un trozo de tela era desgarrar las sábanas verdes que daba la cárcel. Esas ofensas a algo que era propiedad del condado sacaban de quicio a los funcionarios, pero la práctica no desaparecía. El individuo de aspecto más siniestro, en opinión de Conrad, estaba en ese momento sentado junto a Vastly; era un joven alto y demacrado, con las mejillas hundidas y pinta de degenerado; se llamaba Rapmaster EmeCé Nueva York. Llevaba el trapo envuelto tan abajo que casi le tapaba los ojos. Parecía un pirata negro. Algunos pocos, de los que el más visible era Vastly, llevaban el pelo trenzado a lo rasta. Apiñados como estaban, parecían ser supremamente poderosos; y, en la pecera, a decir verdad, lo eran. La posibilidad de que algún recluso blanco o latino pasara junto a ellos y usara el teléfono o cambiara el canal sin permiso de Vastly era nula.
Los latinos se mantenían sobre todo a un lado de la sala, junto a los váteres y los lavabos. En su mayoría eran mexicanos. Llevaban el pelo corto y les gustaba usar collares con cruces, que se fabricaban con los cordones de plástico de los envoltorios de los artículos pedidos al economato. Daba la impresión de que pasaban la mitad de las «horas de pecera» practicando boxeo. Izquierdazos, derechazos, ganchos, combinaciones… los puños morenos hacían pedazos el aire. Conrad no veía de qué le serviría todo eso a nadie en una pelea en la cárcel. Bastaba con mirar al otro lado, donde estaban los reclusos negros, que se habían apropiado de la entrada a las duchas para hacer sus flexiones… para pulirse… para seguir acumulando la fuerza bruta que gobernaba la nave… Los latinos se daban unos a otros apodos ligeramente despectivos, como Flaco, Gordo, Güero, Oso, y curiosamente, Wino. Wino era el vara de Nuestra Familia. Era un tipo bajo, corpulento, con cara de sueño, de treinta y pocos años seguramente, no muy atractivo; y, sin embargo, todo el mundo, incluso Vastly y Cía., parecía respetarlo. Los reclusos blancos, que se congregaban por los alrededores, lejos de los teléfonos, se daban unos a otros apodos que eran claramente denigrantes: Rotto (Podrido), Mutt (Chucho), Riffraff (Chusma), Slimy (Viscoso), Sleazy (Guarro)… y, como Mutt, se ofendían si cualquier extraño se atrevía a llamarlos por ellos. El núcleo duro, los miembros de la Liga Nórdica, estaban muy tatuados y llevaban colas de caballo o se peinaban el pelo hacia los lados y se lo dejaban caer sobre la nuca en espesas marañas… como Morrie, el gigante de la compañía de la grúa (su descomunal figura se materializó una vez más en la mente de Conrad). Sólo había cuatro asiáticos en la nave, 5-Cero y tres jóvenes traficantes chinos de Oakland. Como 5-Cero, no se alejaban de los latinos durante las horas de pecera.
¡Pandillas! ¡Grupos! ¡Zonas territoriales de animales completamente primitivos!
Conrad se sentó a una mesa. Llevaba consigo un cuaderno de notas, un bolígrafo Bic y el libro, Los estoicos. Se dispuso a escribir una carta a Jill… y a Cari y Christy. De pronto se dio cuenta de que en realidad era a los niños a quienes quería llegar. Tenía mucho miedo de que se olvidaran por completo de él. Intentó dibujar un elefante, con un bocadillo encima de la cabeza que rezaba: «¡Hola, Cari! ¡Hola, Christy!», pero no era demasiado buen dibujante y no supo dónde iba la boca ni de qué modo se suponía que se doblaban las patas traseras… En fin, al menos era algo que los haría pensar en su padre… En cuanto a Jill… advirtió que no sabía qué decirle. ¿Podría desahogarse con ella?… Algo le decía que constituiría un error táctico. Un error táctico. Qué triste tener que pensar en términos de táctica acerca de la propia mujer.
A cada minuto aproximadamente alzaba la mirada hacia el extremo de la sala, donde estaba Rotto rodeado de seguidores. Sentía que el corazón le latía con demasiada fuerza. Si algo ocurría, no tendría aliados, y no se le ocurría dónde iba a encontrarlos. Su nuevo amigo en el chabolo, 5-Cero, apenas lo había mirado desde que entraron en la sala, y menos aún le había hablado. Era obvio que no deseaba que lo vieran con un nuevo pluma blanco. Conrad no estaba sorprendido. 5-Cero era así. 5-Cero pasaba las horas de pecera con sus compinches latinos, aunque en ese momento Conrad lo vio hablar con un par de okys de aspecto curtido. Era obvio que les estaba contando los detalles de la pelea de Mutt con los funcionarios. Lanzó una pequeña patada y luego dio un paso hacia adelante con el antebrazo levantado, imitando el ataque por sorpresa de Mutt a Armentrout. Conrad no oía lo que decía, pero sin duda les estaba asegurando que se había comportado como un aliado incondicional, hombro con hombro, a su lado hasta el final.
Estudió a los okys por un instante. Eran blancos, pero no había manera de que pudiera aproximarse a ellos. La Liga Nórdica… todos eran versiones más grandes y más bestias de Mutt. Salvo por el color de la piel, eran tan extraños como la Familia Guerrilla Negra. Los otros blancos eran casos perdidos incapaces de ofrecer alguna clase de protección. Había un hombre rechoncho, ya en la cuarentena, por lo que suponía Conrad, con el pelo castaño claro cada vez más escaso, a quien sólo llamaban Pops o Viejo… «¡Tú, Pops! ¡Eh, Viejo!»… Aunque, al parecer, eso pasaba con todos los reclusos que tenían más de cuarenta años. A menos que fueran unos bestias con reputación aterradora, perdían no sólo sus verdaderos nombres sino también los apodos. Eran tachados. Eran historia. Se convertían en Pops o Viejo. Ese Pops en concreto caminaba por la sala con los ojos hinchados medio cerrados y arrastrando los pies en un andar patético llamado el «paso Sinequan». El Sinequan era un medicamento, como el Thorazine, que se utilizaba para tranquilizar a los jotas. Ese Pops era digno de lástima, y hacía el Sinequan todo el tiempo, pero no estaba loco del todo. Paseaba sin parar durante las horas de pecera, nunca se quedaba quieto; aparentemente no miraba a nadie, pero jamás se acercaba a los latinos, y mucho menos a los negros. No estaba lo bastante jota para hacer algo tan jota como la tontería de alejarse del territorio blanco.
También estaba Pocahontas. Pocahontas era un pluma nuevo, más nuevo que Conrad, alto, más de uno noventa, delgado, casi anoréxico, pálido, casi albino, joven, tanto como Conrad. Llevaba un corte de pelo a lo mohawk, no tenía cejas y presentaba cuatro pequeños orificios en el borde del lóbulo de la oreja izquierda, donde sin duda había llevado una hilera de pendientes antes de su llegada a Santa Rita. El corte a lo mohawk consistía en un estrecho cepillo de pelo color caoba que dividía por la mitad su cráneo afeitado. Y, de paso, se había afeitado también las cejas. Sus movimientos, el modo en que caminaba, el modo en que llevaba cosas, eran afeminados. Enseguida había recibido el nombre de Pocahontas. El hecho de que la auténtica Pocahontas fuera una princesa powhatan y no mohawk era una sutileza histórica que no interesaba a nadie en la Nave D, Greystone Oeste, Centro de Rehabilitación de Santa Rita. El joven estaba sentado con la espalda encorvada, desplomado, a una de las mesas, y miraba el vacío con sus pálidos ojos verdes, completamente abatido. Conrad no sólo sintió lástima de él, sino que también creyó que era su obligación intentar ayudarlo de algún modo… pero ¿qué podía hacer? Y luego se sintió culpable… puesto que también sabía que no quería que lo consideraran amigo… y acompañante de un be…
En la pantalla situada en lo alto del poste de metal, Lorelei Washburn seguía lamentándose y llenando la sala con sus gritos… «¡a tus pies despiadadooooooOOOOOOOOOOOOOOOs!»… las tres coristas seguían girando, dando vueltas y sacudiendo sus butis casi desnudos… y Vastly y los muchachos continuaban ofreciendo oraciones a su dios, la conquista sexual:
—¡Uuuuuuuuuuuupaaaaa, nena, llevo demasiado tiempo en Santa Rita!
—¡Eso sí que es un flipe!
—¡Un flipe de verdad, tron, para variar!
—¡Ya estoy harto de butis reciclados, tío!
—¡Quiero un buti que sea dabuti!
—¡Quiero rajar esa carnecita!
—¡Estoy harto de prendas putonas, quiero un buti en mi cama!
Para gran alivio de Conrad, las horas de pecera transcurrieron sin que Rotto pareciera reparar en su existencia, y menos aún hiciera un movimiento en su dirección. Al final, poco antes de las diez de la noche, había logrado acabar la carta y el torpe y tosco dibujo y leer tres capítulos de «Los escritos existentes» de Epicteto.
Las palabras de aquel antiguo recluso de dos mil años atrás resonaban con electrizante claridad a través de los milenios. En realidad, parecía que ésos no eran los escritos de Epicteto, sino sus diálogos, sus coloquios, con sus discípulos, tal como los registraba uno de ellos, que se llamaba Arriano. El tono familiar le daba una proximidad a todo lo que decía. Conrad imaginaba a un anciano lisiado con mechones de pelo cano y una gran barba —según la introducción, todos los filósofos romanos tenían barba—, un anciano con barba y toga, sentado en una silla de una habitación vacía con un pequeño grupo de jóvenes, que también llevaban toga, sentados a sus pies (y a los que ya se había unido un joven con un uniforme amarillo de presidiario, chanclas y un bigote, que se sentaba en el suelo, al fondo del grupo, en silencio, reverentemente…).
En el libro I, capítulo 2, el grupo empezaba a discutir sobre lo que debía hacer un hombre cuando se enfrentaba a la elección entre someterse a algo degradante o sufrir un castigo riguroso o la muerte.
Epicteto decía: «Para el ser racional lo único insoportable es lo irracional, pero lo racional es soportable. Los golpes no son insoportables por naturaleza».
Uno de los discípulos (sin duda un joven, aproximadamente de la edad de Conrad, con toga) preguntaba: «¿Qué quieres decir?».
Epicteto procedía entonces a contar cómo Nerón había convocado a Floro, un historiador romano, para que actuara en uno de sus célebres espectáculos. Nerón se divertía haciendo que los romanos nobles y famosos se disfrazaran y subieran al escenario para actuar en los degradantes papeles de las tragedias que escribía. Negarse era arriesgarse a la muerte. Muy afectado, Floro fue a ver a su amigo Agripino, el filósofo estoico.
—¿Qué voy a hacer? —dijo Floro—. Si me niego, me cortarán la cabeza. Si actúo, quedaré humillado delante de toda Roma.
—Nerón también me ha convocado a mí.
—¿Y qué haremos?
—Tú, aparecer en la tragedia.
—¿Y tú?
—Yo no —dijo el estoico.
—Pero ¿por qué voy a aparecer yo y tú no en ese espectáculo? —preguntó Floro.
—Porque tú te has planteado la pregunta —respondió el estoico.
A continuación Epicteto les hablaba de un atleta olímpico amenazado con la muerte si no se dejaba castrar para poder servir como eunuco escultural, como ornamento humano, en el serrallo de Nerón. Su hermano, que era filósofo, fue a verlo y le dijo:
—Hermano, ¿qué vas a hacer? ¿Vamos a dejar que el cuchillo haga su trabajo?
El atleta se negó y fue ejecutado.
—¿Cómo murió? —preguntó uno de los discípulos—. ¿Como atleta o como filósofo?
—Como hombre —contestó Epicteto—, y como hombre que había luchado en Olimpia y allí había sido proclamado vencedor, alguien que había pasado sus días en semejante lugar, no como alguien que se pavonea por el gimnasio untándose con aceites para que todos lo admiren. Otro, en cambio, se habría dejado cortar el cuello, si fuera posible vivir sin cuello. A esto me refiero cuando os digo que mantengáis vuestra dignidad: tal es su poder entre los habituados a tenerla en sus decisiones. Podéis ser el hilo corriente de la túnica o podéis ser la púrpura, ese toque de esplendor que da distinción al resto.
El ejemplo final procedía de su propia vida. Al parecer, el emperador Domiciano, un sucesor de Nerón, ordenó el destierro de todos los filósofos de Roma. Sin embargo, si se afeitaban la barba —es decir, aceptaban simbólicamente ante todos que ya no eran filósofos sino hombres corrientes que se inclinaban ante el emperador—, podrían permanecer en Roma y vivir en paz. Epicteto se negó.
—Me dijeron: «Pues te haré decapitar». Si te parece oportuno, decapítame. ¿Cuándo te dije que era inmortal? Tú haz lo tuyo y yo haré lo mío. Lo tuyo es mandarme matar; lo mío, morir sin temblar. Lo tuyo, desterrarme; lo mío, partir sin pena.
Fue desterrado.
Uno de los discípulos preguntó:
—¿Cómo conoceremos, cada uno de nosotros, qué corresponde a nuestra dignidad?
Epicteto respondió:
—¿Cómo descubre el toro, cuando ataca el león, la fuerza de que está dotado? Así también entre nosotros el que posea esa capacidad tendrá conciencia de su posesión. Como el toro, el hombre de nobleza no se vuelve noble de repente; debe adiestrarse durante el invierno y estar preparado, y no precipitarse a la ligera hacia cosas que no le corresponden.
Conrad alzó la vista de las páginas que tenía ante él sobre la mesa de metal. Fue consciente de todos los uniformes amarillos, que se arremolinaban y se movían en grupos, en sus diferentes territorios… El blanco rechoncho, Pops, seguía con la cabeza agachada y los ojos casi cerrados, andando con su paso Sinequan no lejos de Rotto y un puñado de okys tatuados que se apiñaban con expresión abatida y gárrula… Pocahontas seguía derrumbado en una mesa de metal con la cabeza, su absurda cresta mohawk y demás, apoyada en los antebrazos, que parecían delgadísimos, pálidos y quebradizos… Los mexicanos seguían pulverizando enemigos imaginarios con sus ganchos, cortos y derechazos al aire, mientras 5-Cero bromeaba con el rubio, Güero… Uno de los muchachos de Vastly, un hombre bajo y muy negro, dotado de unos hombros, un cuello y un pecho prodigiosos, estaba ante el murete de las duchas haciendo sus flexiones mientras otros dos esperaban turno… y Vastly seguía rodeado de la mayor parte de su séquito en la mesa que estaba frente al televisor… Las pequeñas tiras amarillas de papel parecían relucir sobre sus trenzas rasta… Él y sus muchachos estaban viendo un programa de televisión llamado Pandilla, sobre una banda negra de Los Ángeles, con un montón de pistolas, lamentos sensibleros acerca de «la barriada» y unos diálogos que a Conrad le parecieron muy poco realistas, puesto que en la televisión nadie decía «puta».
«Y la ley de la barriada es ésta, tío —dijo un personaje en la pantalla, un joven que se movía con andares Frankenstein, lucía un par de voluminosas zapatillas deportivas negras, unos amplísimos vaqueros moda gueto cuya entrepierna llegaba hasta las rodillas, una chaqueta de cuero negra con numerosas cremalleras de aspecto letal, un trapo en la cabeza y una expresión de furia terminal—, y en ningún sitio vas a encontrar a algún policía que se encargue de la ley de la barriada».
Vastly asintió, y sus muchachos asintieron con él. Estaban absortos. Aquello era dramatismo. Aquello era un flipe de verdad, sin duda.
¿Qué habría hecho Epicteto con esa gente? ¿Qué podría haber hecho? ¿Cómo se podían aplicar sus lecciones dos mil años más tarde, en esa deprimente nave gris, esa pocilga llena de bestias que gruñían acerca del puto esto y el puto lo otro, y del convertir a los jóvenes en bes y prendas putonas? Y, sin embargo… ¿eran realmente peores que Nerón y su guardia imperial? ¡Epicteto le hablaba a él… desde medio mundo y dos mil años de distancia! ¡La respuesta estaba en algún lugar en esas páginas! Lo poco que Conrad había aprendido de filosofía en Mount Diablo parecía hacer referencia a personas que eran libres y cuyo principal problema era elegir entre las infinitas posibilidades de la vida. Sólo Epicteto partía del postulado de que la vida era dura, brutal, agotadora, limitada y constrictora, un asunto mortal, y para nada una cuestión de justicia o injusticia. Sólo Epicteto había mirado a sus torturadores a los ojos y les había dicho: «Haced lo que tengáis que hacer, y yo haré lo que tengo que hacer, que es vivir y morir como un hombre». Y se había salido con la suya.
Sin embargo, lo más importante de todo era que únicamente Epicteto comprendía. ¡Comprendía! ¡Sólo él comprendía por qué Conrad se había negado a aceptar una admisión de culpa! ¡Sólo Epicteto comprendía por qué había rechazado retroceder uno o dos peldaños, rebajarse sólo un poquito, deshonrarse sólo una pizca, confesar un delito menor, una simple falta, para evitar el riesgo de una pena de cárcel! «Cada uno de nosotros toma en consideración aquello que mantiene su dignidad…». Su abogado, incluso su propia mujer, deseaban que aceptara un compromiso y declarara en falso; pero él se conocía y sabía cómo valorarse. No se consideraba un hilo corriente de la túnica, sino como la púrpura, ese toque de esplendor que da distinción al resto.
Cuando los funcionarios anunciaron el final de las horas de pecera, Conrad reunió las hojas de Los estoicos, la carta, el cuaderno de notas, el bolígrafo y se dirigió hacia la celda con los hombros echados hacia atrás y la cabeza alta.
Las luces se apagaban a las diez de la noche. Sin aviso previo. Las bombillas que colgaban de la parte inferior de la pasarela se apagaban, así como la música transmitida por el sistema de megafonía. De todos modos, los funcionarios disponían de luces en algún lugar sobre la pasarela, por lo que la nave nunca se encontraba completamente a oscuras. 5-Cero estaba tumbado en la litera de abajo y Conrad estirado en la de arriba, bajo la rejilla de lagarto. Como siempre, hacía muchísimo calor. Oía a los funcionarios moverse por la pasarela. Para ellos tenía que hacer aún más calor, puesto que estaban más cerca del cielo raso. Scrack scraaack scraaaaack. Los ventiladores del techo seguían chirriando. Zraguuum zraguuuum. El agua de las cisternas de los váteres seguía corriendo. Gluglú gluglú gluglú gluglú.
Los pensamientos de Conrad seguían desbocados y daban vueltas en la penumbra… su última imagen de Jill… Cari y Christy… ¿volvería a verlos alguna vez?… Rotto, el Nerón de la Nave, y el inevitable enfrentamiento… ¿Era inevitable?… Epicteto, su única esperanza… Ansiaba que volviera la luz para regresar a las pobres páginas maltratadas de ese libro que guardaba ahí, en la litera, junto a la pared… Veía ya la barba de Epicteto, su viejo y delgado cuerpo, su toga… ¿Qué les habría dicho Epicteto a Jill, Cari y Christy?… y de nuevo los pensamientos se dispararon. No consiguió relajarse lo suficiente para dormir.
En realidad, en la nave no dormía nadie. Todas las noches, al apagarse las luces, una sesión comenzaba en la oscuridad, una sesión de terapia, un sarao, una plegaria colectiva, un acto colectivo de confesión, un fragor tribal, un chillido en el vacío, un llanto por lo que nunca fue y nunca será, un lamento por el Destino. Conrad no sabía cómo llamarlo, pero tenía lugar todas las noches en la oscuridad, por la radio.
Alguien empezó a gemir:
—Medis… medis… meeeedis… meeeeedis… meeeeeedis…
Los medicamentos eran distribuidos todos los días a quienes estaban en la «lista de medis» por una enfermera cuyo nombre era Maggie, pero a la que a veces llamaban, en la cara, Maggot (gusano).
—Meeeeeedis… meeeeeeeedis… meediiiiiiiis…
Los gemidos se alargaban cada vez más.
Desde algún lugar:
—¡Cállate la puta boca, puto jota!
—Meeeeeeeeeedis… meeeeeeeeeeedis… meeeeeeeeeeedis…
Desde otro lugar:
—¡Pastillas, Gusano!
Los gritos empezaron a arreciar, por la radio, en toda la nave.
—¿Dónde estás, Gusano? ¡Ven de una vez y dale al puto tío su Sinequan!
Una voz nueva:
—¡A la mierda las medis! ¡Quiero un pito! ¡Quiero Bugler!
La voz que había estado suplicando los medicamentos dijo:
—¿Quién conoce a Hank Aaron… el primer esclavo negro jugador de béisbol que se compró un traje de lana amarillo?
—¡La puta de tío! ¿Tengo que escuchar esta mierda toda la noche? ¡Este puto tío se ha puesto jota otra vez! ¿Dónde está Gusano?
—¡Una voz por la tele! —dijo el jota—. ¡Me ha dicho que me voy a morir si salgo! ¡¡No quiero morir!!
Era un verdadero chillido.
—¡Por mis muertos que te mueres si no te callas la puta boca!
—¡Quiero un pito! ¡Quiero Bugler, maldita sea! ¡Tú! ¡Sheriff! ¿Dónde está el Bugler?
Una voz negra que imitaba a un funcionario oky:
—Nuevo procimiento. Sacad la pata derecha por la mirilla para que os vea. Y entonces os daré Bugler.
—¡Quiero una luz!
—¡Y yo quiero otra!
—¡Eh! ¡Hermanos! ¡Eh!
A Conrad le dio un vuelco el corazón. Era una voz profunda, una voz como la que pensaba que debía de tener Vastly, por más que en realidad no supiera qué voz tenía Vastly.
—Acaba de llegar por la radio. El puto gris que quemó la cruz en Hayward. —En la jerga callejera de O-town, «gris» era «blanco»—. ¡Lo tienen al puto tío en la Nave B!
Se había producido un incidente, mencionado por la televisión, en el que alguien había quemado una cruz en el jardín de una familia negra. La Nave B era la nave de aislamiento, donde los prisioneros eran separados de la población reclusa general y mantenidos en una celda.
—¡A la puta mierda, está culo puesto, el puto tío!
—¡Culo puesto!… ¡Culo puesto!… ¡Culo puesto!… ¡Culo puesto!
El grito barrió la nave.
—A la mierda esos fantoches. ¡Tenemos un ex poli justo delante, en la D 14!
Una voz profunda:
—¿Quién mierda eres, puto cabrón, hablando de ex poli? Puta mierda, ¿qué estás diciendo, de dónde has sacado que soy un soplón? ¡Tío, estás más que colgado!
—Lo que digo…
—Puto cabrón, tú eres el que se dedica a poner chaquetas a todo el mundo. —Una «chaqueta» era un archivo que las autoridades penitenciarias creaba con informantes—. ¡Lo que tú quieres es joder a todo el mundo! ¡Tú sí que eres un chiva! —Contracción de «chivato»—. ¡El bocas eres tú, puto cabrón!
—Ajá, sí, bueno…
—Y una mierda ajá sí bueno. ¡Si sigues con eso de poner chaquetas a la gente, te van a pelar la olla!
La voz profunda había ganado la discusión, y un coro de imprecaciones contra el acusador inundó la nave.
—¡Puto cabrón manipulador!
—¡… jugando con la unidad!
—¡Es él el traidor!
—Meeeeeeeeeeeedis… meeeeeeeeeeeeeedis… meeeeeeeeeeeeeeedis…
—¡Eh! ¡Hermanos! ¡Que alguien me faxee un pito!
«Faxear» algo era pasarlo de celda en celda, de mano en mano, por las rendijas de la rejilla.
—¡Eh! ¡Mala Muerte! ¿Dónde estás, colega?
—¡Pasillo K, tío, pasillo K!
—Llama a mi mujer y dile que me los lleve esos seis de los grandes a la casa de mi madre, que le dé la escritura de su casa y que lo lleve todo a mi fiador. Mi madre tiene otros cuarenta y cinco mil míos. Dile que le voy a molerle el culo si no lo hace.
—Tío, dice que no los tiene los seis mil tuyos.
—¿Qué? ¡Dile a esa zorra que haga lo que le digo!
—Vale, tío.
—Gracias, hermano. La puta, tengo doscientos de los grandes. ¿Por qué mierda tengo que estar aquí?
—¡Eeeeeeeepaaaaaa!
—¡Guayyyyyyyyyyyyyyyy!
—¡Tú! ¡Funcionario! ¡Hay una araña en mi chabolo! ¡No soporto estas mierdas! ¡Tienes que hacer algo! ¡Llama al matabichos!
La voz de un oky desde la pasarela:
—Venga, dormíos los dos. Dice la araña que también está culo puesta.
—¡Eh! ¡Heavy! ¡Léemelo otra vez el fax ese, el de la zorra africana de Greystone Este! ¡Necesito un poco de música para cascármela!
—Está oscuro, tío. ¿Cómo quieres que lo lea?
—¡Pues lo recuerdas, Heavy! ¡Esa parte cuando lo de que te la chupan diez veces al día!
La masturbación era tan corriente en Santa Rita cuando se apagaban las luces que era posible oír los gemidos y los crujidos de las juntas y los muelles de las literas de metal. Conrad los oía en ese momento. Oía gemidos no disimulados… «Annnnh»… «Aunnnnnnnnnhhhhhhhhh»… Oía las exclamaciones de satisfacción… «¡Joder!»… «¡Qué salpicón!»… Y, en ese momento, entre las vaharadas de olor corporal, orina, evacuaciones intestinales y humo de Bugler, se alzaba, como hacía todas las noches, el olor dulzón del semen. ¡Géiseres de semen! ¡Litros! ¡Salpicón! ¡Salpicón! ¡Salpicón! ¡Salpicón! Había habido noches en que Mutt y 5-Cero lo hacían al mismo tiempo, 5-Cero en la litera de arriba y Mutt en la de abajo, a apenas un metro de donde Conrad yacía doblado sobre un colchón en el suelo. En esas jaulas de lagarto del terror y la desesperación, Conrad era incapaz de desbloquear su sistema nervioso central el tiempo suficiente para fantasear siquiera sobre el placer sexual. Sin embargo, pocos eran los que parecían tener una limitación parecida. Se tumbaban de espaldas en la litera y se dedicaban a ello con empeño. Se transportaban. ¡Testosterona! ¡Energía sexual bruta! ¡Una manada de jóvenes machos! A Conrad le daba la impresión de que si una noche consiguieran masturbarse todos en una onda armónica, Santa Rita se elevaría del suelo y se volcaría.
Y luego empezaba el tuckatuckatuckatuckatuckatucka. Era el sonido de decenas de pequeños bongos improvisados que empezaban a sonar. Todas las noches, los reclusos, incluyendo muchos blancos, empezaban a golpear con cucharillas de plástico el fondo de las tarrinas de helado. Era la invitación para que el gran artista, el espectro del trapo en la cabeza, Rapmaster EmeCé Nueva York, empezara su actuación. A la luz, en la pecera, parecía alguien consumido y devastado más allá de toda esperanza. Sin embargo, por la noche, en la oscuridad, parecía tan grande como todo Santa Rita. Su voz llenaba los viejos barracones.
La percusión aumentó de volumen, y una voz cantó:
—Y ahora… en directo desde el teatro Apolo… de Nueva York…
Era Mala Muerte, el heraldo de Rapmaster, al que también hacía las voces.
—… ¡Rapmaster EmeCé… Nueva York!
Tras una explosión de vítores, se hizo el silencio. Al principio, cuanto se oyó fue el rasgueo de un bajo eléctrico, que un recluso llamado Caja de Ritmos era capaz de crear a capela[32] desde lo profundo de su garganta, mientras los muchachos de O-town esperaban la frase inicial que les encantaba. Y ahí estaba. La potente voz de barítono de Rapmaster recitó:
¿Tú te crees que es un rubí…
lo que tienes en la raja?
«Huuuuuuuummmmmmmmm». Un gemido colectivo de aprobación barrió la nave.
¿Se te ha vuelto el buti de oro…
mientras estabas tumbada?
El coro empezó a marcar el ritmo dando palmadas contra el armazón de las literas y golpeando las tarrinas.
¡Paso, nena, de finuras,
que sé que eres puta hubba!
¡Te voy a hincar una polla dura,
porque el menda va con calentura!
Paso mucho de soltar primuras,
así que… ¡ríndete ya, puta!
Cuando llegó al «ya» de «ríndete ya, puta», la nave entera gritaba el estribillo por la radio, puesto que ése era el tema principal de Rapmaster. En un instante, la nave resonaba con el himno a su único dios, la virilidad en bruto.
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
Echado en la litera de arriba, mientras el sonido retumbaba sobre él, Conrad sintió que se le enfriaban las manos y que una sensación de calor se apoderaba de su pecho; empezó a sudar. Llevaba diez días oyendo todas las noches «Ríndete ya, puta», pero en ese momento captó de verdad su significado. En Santa Rita, «Ríndete ya, puta» era el grito de la conquista absoluta por parte del macho. «Todo lo que tienes, tu cuerpo, tu buti, tu culo, tu dinero, tu honor, tu dignidad, tu buen nombre, es a partir de ahora mío, de modo que o me lo das o te lo arranco»… ¿y cuándo llegaría el momento de Conrad Hensley?
La percusión de las tarrinas y las palmadas contra los armazones de las literas siguieron, pero las voces se apagaron, puesto que la peña, los muchachotes de O-town, esperaban la segunda estrofa de Rapmaster. Se oía a Caja de Ritmos hacer con lo profundo de su garganta el grave sonido del bajo, y entonces Rapmaster prosiguió:
Shorty y su mango van de paseo,
y en los pantalones lleva fuego,
van a la casa de un plasta cracker,
que a ella le gusta asada la carne.
Una espantosa carcajada. La peña de O-town captó la alusión en el acto. «Shorty» era en clave la clase de hombre que se dedica a hacer el amor con las mujeres de otros hombres cuando éstos están trabajando. El «mango» de Shorty era su pene, que estaba caliente como una pistola (llevar fuego). Un «plasta cracker» era un funcionario oky.
¡Harta estoy de mechas grises finas,
pásame el jumbo, Shorty, deprisa,
que no sea que ese cracker vuelva,
no aguanto su trabajo de pena!
Gritos, chillidos, aullidos… los muchachos estaban fuera de sí. Se trataba de una balada de los muchachos de O-town que sometía a los funcionarios okys que en ese momento estaban en la pasarela, a la ignominia última de decirles que les estaban poniendo los cuernos en su propia casa.
Esa puta gris se muere por Shorty y su dura…
En esa ocasión el coro ni siquiera esperó a Rapmaster. Con un despectivo estallido de risas, se pusieron a cantar el estribillo. El aire mismo de la nave explotó con:
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
¡RÍNDETE YA, PUTA!
Los funcionarios no entendían la mayoría de las palabras en clave. Sin embargo, «plasta» era una vieja y familiar palabra de jerga para referirse a los funcionarios de prisiones, y «cracker» era el término despectivo corriente en O-town para los blancos; de modo que, al menos, los funcionarios sabían que esa parte en concreto de la composición de Rapmaster EmeCé Nueva York se refería a ellos. En cuanto el jaleo disminuyó un poco, uno de ellos gritó desde la pasarela:
—¡EH! ¡A VER SI PARÁIS CON ESA MALDITA MÚSICA DE LA SELVA!
Risas, silbidos, abucheos, y luego la voz del propio Rapmaster:
—¿Qué pasa, hombre? ¡Sólo estamos disfrutando de un poco de unidad aquí abajo!
El funcionario gritó:
—¡Lo questáis haciendo es chillar y saltar sobre los nudillos, esos lo questáis haciendo!
Más risas, abucheos más fuertes. Estaban tan animados que ni siquiera se ofendieron. Rapmaster acababa de poner de verdad en su sitio a esos crackers mascabellotas.
En la litera de arriba, Conrad se incorporó sobre un codo. Miró a través de la reja, más allá de la silueta de la pasarela, hasta distinguir la esquina de uno de los ventanucos. Miró, miró y miró con la esperanza de atrapar un vislumbre del mundo exterior, una estrella, un fragmento de Luna… Sin embargo, no vio nada. Su mundo era en aquel momento la jaula de reptiles de esa nave que rebosaba de rabia y testosterona. Todo se reducía al final a la fuerza de la bestia, que se expresaba constantemente en términos de conquista sexual.
Se echó sobre la espalda, cerró los ojos y escuchó la borrasca testicular que bramaba en la radio. Tarde o temprano le llegaría la hora. De eso no tenía duda. ¿Y con qué carácter se presentaría al encuentro? ¿Cómo actuaría? ¿Cómo descubre el toro, cuando ataca el león, la fuerza de que está dotado? También entre nosotros el que posea esa clase de fuerza tendrá conciencia de su posesión. Como el toro, el hombre de nobleza no se vuelve noble de repente. Debe entrenarse durante el invierno y estar preparado… Intentó pasar revista a su vida… Había… Había… En fin, se había negado a aceptar una admisión de culpabilidad… Había… Había… Se sintió abatido de nuevo. Al margen de lo que hubiera hecho, ¿en qué podía ayudarlo eso? Era joven, blanco, delgado, y, además, carecía de compañeros y estaba encerrado con las bestias en la Nave D, en Greystone Oeste, Santa Rita. Tumbado en la oscuridad, se pasó la mano derecha por el brazo izquierdo, desde el hombro hasta la mano, y luego se pasó la mano izquierda hasta la mano derecha. Seguía conservando unos antebrazos, unas muñecas y unas manos grandes, la única herencia de los seis meses como animal de carga en la Cámara Frigorífica Suicida de Croker Global. Ahora bien, ¿qué utilidad tendrían esos pobres brazos contra Rotto y sus muchachos? Apenas era la mitad de grande que cualquiera de ellos…
«Te di una porción de nuestra divinidad —dijo Zeus—, una chispa de nuestro propio fuego». Con los ojos bien cerrados, Conrad intentó cerrarse a todo, a todos los sonidos y las demás pruebas de sus sentidos, para sentir la chispa de Zeus y abrirse a su energía divina. De dónde vendría y cómo sería, no tenía ni idea. Cuanto sabía era que había llegado el momento de reconocerlo y entregarse a ella. Zeus… Zeus… ¿cómo sabría siquiera que llegaba? Dado que jamás había creído en un dios ni nunca antes había rezado, ni siquiera sabía qué era una plegaria.