Alrededor de las siete y cuarto de la tarde, con Serena en el asiento del pasajero, Charlie subió con el Ferrari la pequeña pendiente del camino de entrada del Club de Conductores de Piedmont y se detuvo ante la entrada para vehículos, murmurando imprecaciones contra Serena y todos cuantos hubieran tenido algo que ver con ese despilfarro de cena de mierda que habían bautizado con el nombre de Baile de las Efímeras. ¿Por qué tenía que ponerse un esmoquin, salir de casa y cenar con gente como Tilton y Elaine Lundeen, Freddy y Como-demonios-se-llame su mujer Birdwell, ese niñato de Perkins Knox, sobrino del gobernador Knox, y Como-demonios-se-llame Slim y Lo-que-sea Tucker, que Serena tenía en tan alta consideración… y encima pagar por ello? ¡Encima pagar! Había alcanzado esa etapa de la depresión en que una salida pública encierra el peligro de exponer a todo el mundo lo miserable del lastimoso yo de mierda.
Para colmo, la rodilla derecha le dolía tanto que el simple hecho de frenar constituía un suplicio. Había pensado incluso en pedirle a Serena que condujera, pero eso habría significado que cuando llegaran hasta ahí, junto a la entrada para vehículos, habría tenido que salir tambaleándose del coche a la vista de los miembros del club que entraran y salieran por la puerta principal. El pobre desgraciado tiene que hacer que su esposa conduzca por él… ¿Qué edad tiene, en realidad?…
De ese modo, sólo los mozos del aparcamiento se fijarían en ese viejo de la rodilla achacosa, ¿y qué importaban ellos? En realidad, sí que importaban. El macho de la especie es tan vanidoso que se avergüenza de permitir que otro macho, sea quien sea, vea sus debilidades.
El plan de Charlie para salir por la puerta del conductor era plantar el pie izquierdo en el suelo y luego alzarse con ayuda de los brazos, de manera que cuando sacara la pierna derecha todo su peso se apoyara por completo en la izquierda y la rodilla buena. Sin embargo, cuando intentó alzarse, no lo consiguió y se desplomó sobre el asiento.
—Captan Charlie…
—¡No necesito la maldita ayuda de nadie!
—Captan Charlie…
—¡Dejad de merodear a mi alrededor!
Volvió a intentarlo plantando el pie izquierdo y sujetándose con las dos manos al marco de la puerta. Tardó una eternidad… y le costó además una buena cantidad de temblores del brazo y el hombro derechos, pero estaba de pie y dispuesto a entrar renqueando en el Club de Conductores de Piedmont.
—¡Captan Charlie —dijo de nuevo el responsable del aparcamiento, que se llamaba Gillette—, permítame que le eche una mano!
Dos mozos del aparcamiento, negros más jóvenes, lo miraban impasiblemente y pensando sin lugar a dudas: «Esos vejestorios con sus Ferraris y su dinero…».
—Gracias, no hace falta, Gillette —dijo Charlie—. No te dediques al fútbol, Gillette. Al final siempre te destroza.
Le parecía de una importancia suprema que Gillette supiera que no era la edad ni la simple artritis de viejo la causante del daño a su rodilla. Era el fútbol, lo cual lo convertía en un honorable herido de guerra.
—No creo que lo haga, Captan Charlie —dijo Gillette, sacudiendo la cabeza, sonriendo y soltando una carcajada, como si Charlie hubiera pronunciado una de las frases más graciosas que había oído ahí, a las puertas del Club de Conductores de Piedmont.
Gillette hizo que Charlie se sintiera ligeramente mejor. Captan Charlie… Charlie no tenía ni idea de cómo los empleados del club habían sabido que en Termtina lo llamaban Captan Charlie. Sin embargo, se habían enterado, de forma que era el Captan Charlie. A continuación, no obstante, su humor decayó de nuevo.
Y si… la noticia… referente al Captan Charlie se extendía a todas partes, a todo el mundo… ¡El banco le ha quitado el avión!… ¿Quién estaría en disposición de llamarlo Captan Charlie entonces?
Charlie rodeó cojeando la parte delantera del coche (no la parte de atrás, donde las luces del siguiente coche iluminarían para todos su viejo y decrépito cuerpo) y se reunió con Serena, que lo esperaba pacientemente junto a la puerta.
El portero, Gates —Charlie nunca había sabido si Gates era el nombre o el apellido— dijo:
—Buenas noches, Captan Charlie. Buenas noches, señora Croker.
—Buenas noches, Gates. Y gracias por no ofrecerte a acompañarme hasta la maldita entrada ni hacerme notar de ninguna otra manera mi maldita rodilla.
—Charlie —dijo Serena, tomándolo del brazo al entrar en el club—, ¿de verdad te encuentras bien? Nunca antes te había visto con la rodilla tan mal.
Con irritación:
—¡Me encuentro bien! Y muchas gracias por asegurarte de que no pise el maldito club sin pensar en la rodilla. Que, por cierto, es una lesión de fútbol, no artritis, para tu maldita información.
—¿Por qué no vas a ver otra vez a Emmo Nuchols?
—No necesito ir a ver otra vez a Emmo Nuchols. Sé perfectamente qué me va a decir. Que necesito una prótesis. No quiero tener una rodilla de plástico.
—Bueno… lo que tú quieras.
Gracias, muchas gracias. Y gracias por obligarme a asistir a esta estúpida cena. Voy a disfrutar de lo lindo en esta cena con algunos representantes de «la juventud»… Ése era uno de los… temas… favoritos de Serena… había que mantenerse en contacto con «la juventud» para seguir al corriente de las ideas que circulaban. Una lástima, hermana, ya sabías la edad que tenía cuando te casaste conmigo. Además, Freddy Birdwell y Tilton Lundeen… ¡por Dios, son unos niños! ¡Dudo mucho que cualquiera de los dos haya cumplido los cuarenta! ¡Conozco a sus malditos padres! Conozco a sus padres mejor de lo que los conozco a ellos. El hijo de Ike Birdwell y el hijo de Tilty Lundeen… los vio cuando aún llevaban pañales y jugaban en el cajón de arena… Van a tener que luchar contra el impulso de llamarme «señor Croker»… Refunfuño, refunfuño, refunfuño, refunfuño…
En tanto que obra arquitectónica, el Club de Conductores era una sorpresa tras otra. Visualmente, se desplegaba como las cámaras de un nautilo. A causa de su emplazamiento en lo alto de una colina, era imposible darse cuenta del tamaño del lugar hasta que se estaba arriba. Ni la entrada para vehículos ni la puerta principal eran demasiado imponentes. La basta piedra de que estaba hecha la entrada para vehículos le confería un aire rústico más que grandioso. La puerta principal daba a un vestíbulo de proporciones adecuadas, pero en absoluto elegante. Las sorpresas estaban más allá. El edificio original, allá por 1887, había sido una granja de piedra y ladrillos de estilo rústico. Desde entonces, el club había ardido en tres ocasiones y había sido reconstruido y ampliado otras tantas, así como agrandado varias veces en épocas boyantes, de modo que se había expandido por la ladera en etapas. Algunas de las partes más grandiosas del interior, como la antesala y la sala de baile, llevaban la firma del nombre más sagrado de la arquitectura de Atlanta, Philip Shutze. A los miembros les encantaba que el club y el edificio tuvieran una historia arqueológica tan rica. En Atlanta era antigua cualquier cosa que se remontara a 1887.
Delante, en la antesala, en medio de una cacareadora multitud de esmóquines negros, camisas blancas y vestidos de gala, distinguió a Leslie Withers, Ted Nashford y Lydia Residente —¿cuál demonios era la política del club hacia Lydia Residente? ¿Una tarifa de invitado cada vez que ponía los pies en el lugar?— y Beauchamp Knox y Lenore… Al primero —y quizá a la primera— que se le ocurriera sacar el tema del G-5 y su «detención» pensaba hacerle tragar los dientes de un puñetazo, o eso o salía por donde había entrado y buscaba una piedra para esconderse debajo… Le ardía la cara de vergüenza, y eso que nadie lo había visto todavía, y mucho menos le había dicho nada.
Se trataba de una gran velada en el club. Los gritos extasiados de la muchedumbre de la antesala, las voces forzadas y los constantes estallidos de risa, daban la impresión de que no había nada más embelesador que reunirse en aquel lugar con unos techos tan altos y tal abundancia de complejas molduras del maestro Shutze.
De no ser porque tenía ocho invitados, además de Serena, que dependían de su generosidad, estaba dispuesto a irse en ese preciso momento. Para empezar, ¿por qué quería pertenecer la gente al Club de Conductores? Todo el mundo decía que hacía tiempo que había caducado la época en que el Club de Conductores era el centro del circuito más importante de la ciudad… que también había caducado la definición atlantina según la cual aristócrata era alguien cuyos padres conocían el nombre del portero del Club de Conductores… que el club estaba lleno de viejos sin demasiada relevancia… y, sin embargo, por más que quisieran, nadie lograba convencerse de que aquello era cierto de verdad… Podías poseer la casa más fabulosa de todo Buckhead, una residencia de veraneo en Sea Island, el reactor privado más grande, uno o dos ranchos en Wyoming, cualquier capricho que pudiera desear un hombre y, sin embargo, siempre te perseguiría, como un reproche, el fracaso a la hora de formar parte de la lista del Club de Conductores de Piedmont. El simple hecho de que estuviera… ahí… de que… existiera… era un desafío al que uno no sabía cómo enfrentarse.
Charlie sabía perfectamente, cuando era sincero consigo mismo, que de no haber sido por Martha nunca habría logrado entrar. Martha era de Richmond y, en Atlanta, Richmond (como Nueva York, cuando se trataba de arte) era lo auténtico. Charlie no dejaba de decirse que el Club de Conductores le importaba un rábano; pero, de haber sido rechazado, su resentimiento de cracker viejo no habría conocido límites. Era el hecho mismo de que estuviera… ahí… lo que importaba tanto.
Bueno, en el fondo había que admitir una cosa: el Club de Conductores era el único al que se podía ir en Atlanta y esperar oír verdaderos acentos sureños. En otros sitios… nunca se sabía. De pronto la voz y la cara del tipo aquel, Zale, de PlannersBanc, brotaron en su mente —el tipo debía de ser de Nueva Jersey o algún sitio así— y se arrepintió de haber pensado en el tema.
Estaban en la antesala, entre los caprichosos enlucidos de Shutze. Lettie Withers se le acercó berreando con su voz de barítono, aunque fue lo suficientemente discreta para no mencionar el G-5. Serena se había alejado un poco para hablar con Lydia, que era lo bastante joven para llevar un escueto vestido negro de seda y chiffón[29] que invitaba a inspeccionar su cuerpo. Blablabá cháchara blablabá cháchara… ahí estaba Arthur Lomprey, el presidente de PlannersBanc, a quien era imposible no ver porque era muy alto y tenía el cuello y la cabeza echados hacia adelante, como un perro. Charlie se preguntó si el hijo de puta iría a ponerlo en problemas a causa de su situación crediticia, pero entonces cayó en la cuenta de que Lomprey no tendría agallas para hacer eso en la antesala del Club de Conductores de Piedmont, en el Baile de las Efímeras… y efectivamente no lo hizo.
Gluglutearon durante un rato y entonces Charlie vio que, en el otro extremo del vestíbulo, Serena susurraba algo al oído de… ¡Elizabeth Armholster! Elizabeth lucía la clase de vestido de fiesta que solían llevar las jóvenes en aquel momento, un sencillo modelito negro con tirantes finos y escote muy pronunciado. Fuera lo que fuera lo que le estaba diciendo Serena, Elizabeth estaba radiante. Las dos tenían el mismo aire conspirador que habían exhibido en Termtina. Elizabeth Armholster. Ahí estaba, en persona. A Charlie no le pareció que tuviera el aspecto de una chica traumatizada y violada. Si Elizabeth estaba ahí, ¿dónde estaba?… y entonces Charlie lo vio, vio la baja y rechoncha figura de Inman Armholster. Estaba sumido en una conversación con Westmoreland (Westy) Voyles, que había sido presidente de la junta del Tec de Georgia. Charlie se quedó mirando. Miró el rollo de grasa que se formaba en la parte de atrás del cuello rígido del traje de etiqueta de Inman. En realidad no deseaba tener que hablar con Inman. ¿Debía fingir que no sabía lo de Elizabeth? ¿Cómo tenía que aparentar que no estaba al corriente de nada? ¿Debía mantenerse alegre, sabiendo cómo se sentía Inman? Estaba mirando el rollo de grasa de la nuca de éste y considerando esas cosas cuando de repente Inman se volvió. Charlie se volvió también, con la esperanza de que no reparara en él. Luego, volvió muy despacio la mirada, para asegurarse de que su atención estaba concentrada en otro lugar y… ¡atrapado!… ¡descubierto!… Inman lo estaba mirando fijamente. El cuello de su esmoquin era demasiado estrecho, lo que hacía que pareciese más furioso de lo normal. Esa cabeza redonda con su asfaltado de pelo negro peinado hacia atrás… lo tenía… No había modo de escapar una segunda vez. En ese momento Inman alzó los gruesos dedos de la mano derecha y le hizo una seña, todo ello con expresión taciturna, sin sonreír un solo instante. Charlie logró abrirse camino entre varios grupos de personas y, para cuando llegó junto a Inman, Westy Voyle se había ido.
—Hola, Inman —dijo Charlie, tratando de esbozar una sonrisa.
Inman no se molestó en sonreír ni en intentar cualquier otro prolegómeno. Arrugó la frente y dijo con su voz más grave de fumador:
—Lo sabes, ¿verdad?
—¿Saber qué? —preguntó Charlie, sintiéndose idiota.
—Lo de Elizabeth —respondió la voz cavernosa del hombre furioso que tenía delante.
Charlie abrió la boca, pero no tenía ni idea de qué decir. Al final, admitió:
—Es verdad, Inman. Lo sé.
—¿Quién te lo ha dicho?
—¿Por qué estabas tan seguro de que lo sabía?
—Por la expresión de tu cara, Charlie. No es muy difícil leerte la cara, por si no lo sabes. No tenías ganas de hablar conmigo esta noche, ¿verdad?
—Bueno… mierda —dijo Charlie—. Lo sabía, pero se suponía que no tenía que saberlo.
No sabía qué decir.
—Muy bien —dijo Inman—, ahora ya sabes que sé que lo sabes. Ya que es así, hay más cosas que quiero que sepas. —Miró la multitud congregada en la antesala. En ese momento ya había gente en todas partes. Un poco más lejos se hallaba Howell Hendricks con sus suaves y mantecosos carrillos que sobresalían del rígido cuello de corbata negra de su camisa. Su sonriente boca tenía más dientes que una perca—. Vamos a la sala de baile, Charlie. Aún no habrá nadie.
Charlie miró alrededor, intentando distinguir a Serena. Ahí estaba, camino de la sala Bambú con Elizabeth Armholster. Excepto en las grandes ocasiones, como el Baile de las Efímeras, la cena solía servirse en la sala Bambú, que era un añadido de 1938, tras uno de los incendios. ¿Por qué demonios se escabullían Serena y Elizabeth Armholster?
Inman y Charlie consiguieron escapar de la antesala, pero sólo tras un montón de apretones de mano y sonrisas de cortesía. Durante todo el tiempo Charlie estuvo atento para descubrir a quienes lo estuvieran mirando y pensando… o diciendo… «¡El hijo de puta, después de toda su fanfarronería y sus planes megalómanos, está acabado! ¡Es hombre muerto! ¡PlannersBanc le acaba de quitar el G-5! ¡Es un muerto andante! ¡Un fantasma… da pena! ¿Cómo se atreve a pasearse por aquí?».
Al final consiguieron llegar a la sala de baile, donde no había nadie salvo unos pocos camareros negros haciendo los arreglos de última hora en las mesas dispuestas para la cena. La sala de baile era el toque supremo de Philip Shutze en el Club de Conductores de Piedmont. Era enorme. Tenía un techo abovedado y dos majestuosas columnatas con arcos, cornisas y guirnaldas de yeso que iban de un lado a otro, a lo largo. Las mesas, sobre las que brillaban la cubertería y la cristalería, estaban dispuestas enfrente y detrás de las columnas de los lados, dejando el centro del gran suelo de parqué despejado para bailar.
Inman indicó con un gesto a Charlie que se sentaran a una mesa en un rincón. Así que se sentaron. Aquello fue un error. Estar sentado hacía que Charlie se sintiera muy somnoliento. Ya no dormía nada, pero mientras estuviera de pie no tenía problemas.
—Nunca te había visto tan mal la rodilla, Charlie —dijo Inman.
—Es lo único que lamento de haber jugado al fútbol en el Tec —repuso Charlie.
Aunque Inman sabía que era el fútbol, no la edad, maldita sea, se sintió obligado a subrayar el hecho.
Inman miró a lo lejos y dijo:
—Fútbol en el Tec… —A continuación miró a Charlie y añadió con su voz ahumada—: Me he dicho un montón de veces que tenía que contarte lo ocurrido; sobre todo, porque tú habías jugado en el Tec. En tu época eras más famoso incluso de lo que lo es hoy ese negro hijo de puta.
—Inman, si hay algo que pueda hacer por ti, no tienes más que decírmelo.
—Gracias, Charlie. —Inman pareció de pronto al borde de las lágrimas—. No sabes lo que eso significa para mí. —A continuación inspiró con fuerza, suspiró, echó una mirada a la sala de baile, como para asegurarse de que no había ningún camarero lo bastante cerca para oír, y dijo—: No acierto a decidir qué hacer, Charlie. Éstos son los hechos… lo que ocurrió; a lo mejor tú puedes sugerirme qué hacer. Fue la noche del viernes del fin de semana de Freaknik. ¿Te acuerdas de ese fin de semana?
—Sí.
—Me encontré con una muchacha histérica entre las manos, Charlie. Acababa de pasar la peor pesadilla que una muchacha pueda imaginar.
—¿Qué ocurrió? No conozco los detalles.
—El rollo ese con que todas las universidades atiborran a sus estudiantes —dijo Inman—, eso de la «diversidad», la «igualdad» y el «multiculturalismo»… pero no dejes que me vaya por las ramas. ¿Sabes lo que es todo eso, Charlie? Mierda. Es… bueno, el caso es que hay un restaurante cerca de la zona universitaria que se llama La Ruina. Los estudiantes lo frecuentan porque lo frecuentan los deportistas famosos, lo cual quiere decir deportistas negros. Eran sobre las once de la noche y Elizabeth y dos amigas suyas, dos chicas blancas, estaban comiendo una pizza o algo así, y entonces entra el hijoputa de Fanón con una comitiva de tres o cuatro acompañantes… Ese gilimierdas… es la persona más famosa del Tec. Es probable que los chicos lo reconozcan más a él que al presidente. Bueno, él y sus amigos se sientan a la mesa justo enfrente de Elizabeth y sus amigas. Elizabeth enseguida se da cuenta de que ese Fanón y sus colegas quieren tontear con ellas. Elizabeth y las amigas piensan que son inofensivos. Es a lo que me refiero con toda esa mierda de la diversidad, el multiculturalismo y la igualdad, Charlie. En otra época, y tampoco hace tanto tiempo, si tres muchachas blancas de buena familia, o incluso de familias respetables, deja de lado lo de «buena», si tres muchachas blancas estaban en un restaurante en Atlanta, Georgia, y una pandilla de negratas se sentaban a la mesa de enfrente y empezaban a hacer comentarios, por inofensivos que parecieran, las muchachas se negaban a responder; y si continuaban, se levantaban y se iban. Sí, ésa es la palabra, negratas. No es una palabra que use, y no tengo nada en absoluto contra los negros. Los he tratado toda mi vida, y hay muchísimos negros que no me hacen pensar en la palabra «negrata»; André Fleet es uno de ellos y, en realidad, Wesley Dobbs Jordan es otro. Son caballeros. Nunca uso esa palabra. Pero hay cierto tipo de negro que es un negrata, y eso no lo va a cambiar nadie. Pero estos estudiantes blancos de hoy eso no lo ven. O si lo ven no tienen vocabulario para eso. —Inman sacudió la cabeza con tanta fuerza que se le bambolearon los carrillos—. Así que les lavan el cerebro con todas esas monsergas que oyen de los profesores, de la administración, de todos esos artistas de mierda en la televisión… les lavan el cerebro hasta el punto de que se convierte en una grave falta de educación no responder a la gentuza como Fareek Fanón. Así que cuando las invita a subir a una fiesta de Freaknik, resulta que tienen el cerebro tan estropeado por toda esa mierda liberal que aceptan. ¡Sí! ¡Viernes de Freaknik, once de la noche, y aceptan la invitación! ¡Imagínate lo estropeado que tienen el cerebro!
—¿Has dicho que las invitó a «subir» a una fiesta? —preguntó Charlie.
—Sí. Resulta que, además de una habitación en la residencia de estudiantes, ese desgraciado tiene un apartamento de dos habitaciones a menos de media manzana del local ese, La Ruina. Quién lo paga, no lo sé, pero me gustaría saberlo. Ese saltalianas… va a…
Inman se calló de pronto. Un camarero negro se acercaba a la mesa vecina para añadir algún cubierto.
Inman miró a Charlie y le lanzó una sonrisa que enseguida se torció para convertirse en una mueca.
En cuanto el camarero se hubo alejado, Inman prosiguió:
—Bueno, el caso es que Elizabeth y las otras dos chicas acompañan a ese hijoputa al apartamento, pensando que van a encontrar una gran fiesta de Freaknik y que van a demostrar que son progresistas. Todo en nombre del progresismo y la igualdad y toda esa mierda, cuando el instinto debería de haberles dicho: «Vámonos de aquí. Este tipo sólo puede traer problemas». Bueno, el caso es que suben al apartamento y, en vez de encontrarse en mitad de una gran fiesta, resulta que no hay nadie. Fanón dice: «Bueno, pues ahora vamos a hacer la fiesta, ¿vale?». Las chicas siguen sin oír campanas de alarma. ¿Qué van a oír? Las han aturullado con eso del progresismo y la diversidad. Incluso se toman un par de copas. Mientras tanto, ese hijoputa de Fanón se dedica a hacerle todo el caso a Elizabeth, y ella se siente de lo más halagada porque, primero, ahí está el famoso jugador de fútbol, puede que el deportista universitario más famoso del país y, segundo, ¡está siendo progresista! ¡Cree que está haciendo lo correcto! Así que cuando le dice algo de la otra habitación, ella piensa que le quiere enseñar el resto del apartamento. Y lo siguiente que ocurre es que se encuentra en el dormitorio del hijoputa. Y es entonces cuando él… la fuerza. Eso es lo que estaba haciendo cuando entraron las dos amigas de Elizabeth. Habían empezado a ponerse un poco nerviosas y fueron en busca de Elizabeth para volver a casa.
—¡Así que tienes a dos testigos!
—Eso pensaba yo. Pero no quieren decir una palabra. Esas chicas tienen miedo a algo. No sé a qué. Juran que no las han amenazado… pero si te amenazan y estás cagado de miedo lo que dices es que no te han amenazado. Así que no sé.
—¿Cómo se lo está tomando Elizabeth? —preguntó Charlie.
—Oh, Dios mío —dijo Inman—, al principio estaba destrozada. ¡Destrozada! Tenía miedo de salir de casa. Me hizo prometer que no se lo contaría a nadie, y menos a la policía ni a nadie del Tec. La simple idea de que su nombre aparezca vinculado de alguna forma sexual con ese… animal… la hace sentirse asquerosa. Pero al menos ha conseguido recuperar lo suficiente su antigua personalidad para aparecer en público, cumplir con las formalidades y poner una magnífica sonrisa. Gracias a Dios que al menos hace eso.
—¿Y qué vas a hacer tú ahora?
—Estoy intentando atar algunas cosas para el día en que reúna valor para ir a la policía. Le he asegurado que la prensa no publicará de ninguna manera su nombre. Lo que hay que hacer, ¿no?
—Sí, así parece —dijo Charlie.
—Quiero estar preparado —prosiguió Inman—. Tengo a dos detectives, antiguos agentes de la policía de Atlanta, de antes de que el jefe de Policía fuera negro o mujer o una mujer negra o qué sé yo qué más, y están repasando los antecedentes de ese hijoputa, su situación financiera, lo que hace con ese apartamento del centro y todo lo demás. No tengo nada contra el Tec de Georgia, Charlie, pero voy a sacar de circulación a ese maldito negrata o moriré en el intento. Haré lo que haga falta.
—¡Charlie! ¡Charlie!
Era Serena, que acababa de entrar en la sala de baile. Entonces lo vio junto con Inman.
—Charlie, no sabía dónde te habías metido.
Inman se levantó, por educación. De modo que Charlie hizo lo mismo, aunque al hacerlo le doliera un horror la maldita rodilla. Antes de que Serena llegara a su lado, Charlie se volvió hacia Inman y dijo:
—Sé perfectamente cómo te sientes. —A continuación tendió la mano, miró a Inman a los ojos y añadió—: Inman, puedes contar conmigo al cien por ciento. Cualquier cosa que pueda hacer por ti en el Lee o en cualquier otro sitio, no tienes más que decírmelo.
Se estrecharon la mano de una manera que poco faltó para que aquello fuera un pacto de sangre.
Serena llegó a su lado. Por un instante Charlie la vio como la había visto la primera vez que entró en la sala del seminario de arte en PlannersBanc… tiempo atrás cuando… un simple vestido negro con un gran escote por delante y unos finos tirantes en los hombros… la pálida tez… la salvaje melena negra, sólo ligeramente contenida… los ojos azules tan intensos que sorprendían… los pícaros labios que siempre parecían sonreír a causa de algún secreto…
—¡Inman —exclamó—, acabo de pasar un rato estupendo hablando con tu hija! ¡Es un encanto y divertidísima!
—Gracias —dijo Inman—. Su padre también tiene una pequeña debilidad por ella.
Miró a Charlie. Los dos hombres asintieron ligeramente con la cabeza y pensaron al mismo tiempo: «Oh, si supiera».
—Charlie, nuestros invitados ya han llegado —dijo Serena—, y creo que deberías ir a saludarlos.
—Supongo que sí. —Charlie inspiró con fuerza e inició el largo y renqueante camino de regreso hasta el vestíbulo.
Esa noche Roger Blanco al Cuadrado —el viejo apodo le quemaba literalmente el tronco cerebral— se hallaba sentado en el Lexus, dándole vueltas a su encargo. No tendría ningún problema para llegar ileso hasta la iglesia, que estaba sólo a una manzana de distancia, pero los pandilleros se lanzarían sobre el Lexus como… como… como… Ni siquiera imaginaba cómo serían los pandilleros en esa parte del sureste de Atlanta. Tuvo una visión de una ventanilla golpeada hasta que los restos parecían hielo machacado, agujeros en el árbol de dirección, en la parte de arriba del salpicadero, donde estaban los airbags…
Wes Jordan lo había enviado hasta ahí y Roger empezaba a preguntarse para quién demonios se creía que trabajaba, para él o para Fareek Fanón. André Blaq Fleet celebraba un mitin, o comoquiera que hubiera que llamarlo, en aquella iglesia, la Iglesia de los Brazos Protectores, de la que era pastor el reverendo Isaac Blakey. Al alcalde le inquietaba que Ike Blakey respaldara tácitamente a Fleet al dejarle celebrar una reunión en su iglesia. Ahí, en el sureste de Atlanta, los pastores eran líderes políticos, como los jefes de distrito de los partidos políticos, o los presidentes de circunscripción en otras ciudades, y Ike Blakey era uno de los mejores. Representaba muchos votos. Wes quería que Roger Blanco al Cuadrado grabara el mitin con un aparato que había metido dentro del periódico doblado que en ese momento estaba en el asiento del pasajero. Cuando Wes le había descrito el acto —«Es un mitin público, por lo que está pidiendo casi que lo graben»—, todo le había parecido bastante natural. Sin embargo, una vez ahí, con su lujoso coche y sus lujosas ropas, Roger ya no estaba demasiado seguro de lo natural que era eso de estar en semejante lugar con un micrófono oculto, ni de cuán seguro podía ser. Al vestirse para aquella pequeña aventura, había considerado sensato hacerlo de modo informal, sencillo y discreto. De ahí los zapatos de ante, la camisa sport, la corbata de punto, los pantalones de sarga y la chaqueta de tweed. Sencillo. Discreto. Seguro. ¿Desde qué planeta había sido tele transportado? Estando ahí sentado, en la creciente penumbra del crepúsculo, contemplando los pequeños solares con agua estancada y pedazos de hormigón que sobresalían de los charcos, en los que flotaban envases blancos de plástico y botellas de plástico de litro y medio de licor de malta King Cobra, y en los que se reflejaban las torcidas fachadas de las degradadas casuchas, había visto pasar algunas personas, presumiblemente camino del mitin; no eran pandilleros sino gente mayor, pero incluso entre ellos vestirse de modo formal significaba ponerse una camisa. Vestirse de modo informal… no tenía ningunas ganas de averiguarlo. Sin embargo, si no acudía al acto, si no llevaba consigo la grabadora, tendría que enfrentarse al desdén —no a la ira, sino al desdén— de Wes Jordan. Sabía que no podría soportarlo, de modo que con un ruidoso suspiro agarró el periódico doblado con la grabadora, salió del Lexus, miró a un lado y a otro en busca de pandilleros y apretó un botón de su llavero, tras lo cual las puertas del coche hicieron un ruido semejante a un redoble y se cerraron automáticamente.
La Iglesia de los Brazos Protectores se parecía tan poco a la iglesia a la que acudían Henrietta y él en el suroeste de Atlanta, que Roger se sintió culpable. Henrietta y él iban a la Iglesia de la Bienamada Alianza, en Cascade Heights, un templo claramente de la parte alta, con un púlpito situado a la izquierda para no impedir la visión de los diversos objetos sagrados, los tragaluces con vidrios de colores y el órgano que se alzaba y ocupaba la mayor parte de la pared del fondo. De haber estado vivo cuando se construyó la Iglesia de la Bienamada Alianza en Cascade Heights, el padre de Roger, Roger I, habría sacudido la cabeza en señal de desaprobación.
El reverendo Roger I la habría juzgado por lo que de verdad era: un intento de parecer de clase alta. En el corazón de la Iglesia de la Bienamada Alianza estaba el Verbo, y el Verbo era transmitido al rebaño por un pastor de pie en medio de la escena, como ocurría ahí, en la Iglesia de los Brazos Protectores del reverendo Blakey.
Tras el púlpito se encontraba el semicírculo del coro, que iba de lado a lado de la tarima. En el centro de la pared, tras el coro, se hallaba el único vitral de toda la iglesia. En lugar de ser complicado y más bien abstracto como el vitral de la Iglesia de la Bienamada Alianza, estaba decorado con una descripción un tanto primitiva pero muy impactante de Jesucristo mirando directamente a sus fieles, con los brazos, sus brazos protectores, extendidos, como diciendo: «Venid a mí». A lo largo de las paredes laterales había algo más conmovedor aún que el vitral: unas acuarelas de escenas bíblicas hechas por los niños que asistían a las clases de catecismo.
En el suelo, justo al lado de la tarima, a la derecha, un órgano eléctrico Curland, un monstruo, una reluciente maquinaria de alta tecnología. Roger sabía lo que costaba un órgano como ése: veinticinco mil dólares. El coro, un órgano Curland… fuera lo que fuera, no se trataba de una iglesita normal y corriente de los suburbios.
Los bancos empezaban a llenarse. Se trataba de una multitud de carácter amable y muchos se conocían entre sí. La mayoría eran de mediana edad o se acercaban a ella; Roger pensó que se trataba, justamente, del segmento de población más propenso a votar. De pronto, un tremendo estrépito de acordes sonó en el órgano Curland, seguido del punteo de un bajo y unas alegres notas agudas de las cuales surgió, como si de un milagro musical se tratara, la clara línea melódica del viejo espiritual Te quedarás aquí en el jardín la próxima vez, Eva. Roger Blanco al Cuadrado estiró el cuello a un lado y otro e incluso se puso de puntillas, apoyándose con las yemas de los dedos en el respaldo del banco que tenía delante para distinguir, entre el bosque de cabezas, al organista. Resultó ser una mujer negra y delgada; vestía una túnica burdeos oscuro de cantante de coro y tensaba los músculos de la mandíbula cada vez que tocaba un acorde mayor.
Entonces, desde los laterales de la tarima apareció el coro, con túnicas del mismo color; entraron con precisión militar, de manera tal que los cantantes de los dos lados se encontraron en el centro de los asientos del coro en perfecta sincronía. La organista tocó un grupo de acordes en la misma tonalidad y los cantantes empezaron a balancearse al mismo tiempo. Sin que Roger supiera de dónde había aparecido, un maestro de coro se materializó frente al semicírculo. Era un hombre pequeño de piel oscura, el pelo cano y una pronunciada calva en la coronilla, como la tonsura de un monje. Su túnica burdeos se desplegaba como unas alas cuando alzaba las manos e inspeccionaba el coro. De pronto, bajó las manos de forma abrupta y el coro cobró vida como un gran acorde humano:
¿Te quedarás aquí en el jardín la próxima vez, Eva?
¿Le darás a este pobre pecador tiempo para sufrir?
¿Rezarás a nuestro Señor antes de partir?
¿Te quedarás aquí en el jardín la próxima vez, Eva?
Nadie podía dejar de sentirse arrebatado por esa melodía, pensó Roger, ni siquiera un Roger Blanco al Cuadrado que admiraba a Igor Stravinski. Vibraba dentro de los huesos, resonaba en el plexo solar y hacía que sintieras que sí, que nuestra gente tenía un espíritu que jamás podría ser exterminado por el hostil mundo exterior. Te hacía sentir mucho menos… Roger Blanco al Cuadrado.
El maestro de coro volvió hacia arriba las palmas de las manos y luego alzó éstas poco a poco, arrastrando al coro hasta un peligroso agudo —o peligroso para el corista corriente—, para a continuación volver de nuevo las palmas hacia abajo y restituir el coro a un registro más sosegado, momento en que hizo una señal a una cantante que tenía al lado. Una joven oscura y delgada se adelantó:
—«¿Te quedarás aquí en el jardín la próxima vez, Eva?».
Era una voz de soprano de gran belleza y claridad, que sostenía notas larguísimas sin un asomo de vibrato, una voz de una pureza que seguramente no podría sobrevivir pasados los treinta años, una voz tan cercana a la perfección que hizo que los ojos de Roger se empañaran.
Todavía estaba cantando cuando un asunto más mundano surgió en su mente: ¿qué tenía todo eso que ver con un acto político de André Fleet?, lo cual a su vez le recordó que todavía no había puesto en marcha la grabadora oculta en el periódico, que estaba junto a él en el asiento. Con gran agitación, mirando a un lado y a otro y a otro y a otro, encontró el pequeño interruptor… y empezó su carrera como espía para Wes Jordan.
No pasó mucho tiempo antes de que el tonsurado maestro de coro condujera a sus cantantes hasta un ascendente final que terminó en un prolongado fa sostenido. Luego se produjo un silencio. Al cabo de cinco o seis segundos, pareció que el silencio se ponía a chisporrotear y que los presentes se preguntaban qué iba a suceder a continuación.
De un estrecho pasillo entre dos asientos del coro apareció un corpulento y sonriente negro, de unos cincuenta años, vestido con un traje marrón chocolate, camisa blanca y corbata de flores. Tenía una cintura de tonel, pero de algún modo su peso desaparecía con la sonrisa que irradiaba a todo el mundo. El modo en que se dirigió hacia el púlpito, andando casi de puntillas sobre sus minúsculos pies, lograba doblar y redoblar lo jovial de su aspecto.
Los gritos de alegría estallaron entre el público:
«¡Ike!… ¡Ike!… ¡Proclámalo, reverendo!… ¡Que se diga, reverendo!… ¡Daddy Mention!… ¡Que se diga, Daddy Mention!».
Roger no tenía ni idea de qué significaba «Daddy Mention».
Cuando el reverendo Isaac Blakey llegó al púlpito y miró al público con su radiante sonrisa, todos se fueron callando poco a poco.
El hombre corpulento dijo:
—¡El Espíritu Santo —lo pronunció comiéndose las sílabas: Lespritu Santo—. Lespritu Santo está con nuestro coro esta noche, alabado sea el Señor!
Aplausos… gritos de «¡Que se diga, reverendo Blakey!»… «¡Aaajáaa! ¡Oh, sí!».
—¡Y Lespritu Santo está con el hermano Lester Monday, alabado sea el Señor! —Se volvió e hizo un amplio gesto hacia el maestro de coro, que había tomado asiento en la primera fila, en el centro del coro. Luego se volvió hacia el órgano eléctrico Curland con otro amplio gesto—. ¡Y con la hermana Sally Blankenship! Que es capaz de convertir este órgano en toda una orquesta, y en una orquesta que toca música celestial, ¡alabado sea el Señor!
Gritos de: «¡Alabado sea el Señor, oh sí!… ¡Se está diciendo, reverendo!… ¡Estás en casa, hermana Sally!».
Entonces el reverendo Isaac Blakey se puso un poco más serio y dijo con voz mucho más baja:
—Uno de nuestros buenos hermanos acaba de decir: «Estás en casa, hermana Sally», y estoy aquí para proclamar que esto… es estar diciéndolo.
—¡Hermana Sally!… ¡Alabado sea el Señor!… ¡Se está diciendo!…
—Porque cuando nos reunimos en este lugar, estamos todos en ca-a-a-sa… Alabado sea el Señor. Estamos en nuestra casa, donde ninguna maldad ni ninguna mezquindad del mundo exterior puede alcanzarnos, porque aquí mismo, en presencia los unos de los otros, dando testimonio los unos ante los otros, dando testimonio y haciendo que se diga, alabado sea el Señor…
—¡Alabado sea el Señor! ¡Proclámalo, reverendo Isaac!…
—Estamos en nuestra casa en los brazos protectores del Carpintero, del Carpintero que caminó sobre las aguas.
A Roger Blanco al Cuadrado le pareció que la figura del Cristo de brazos protectores del vitral daba un paso al frente, de lo poderosa que fue la invocación del reverendo Blakey a Jesús el Protector.
—Pero inevitablemente —continuó— llega un momento en que también tenemos que mirar hacia afuera, más allá de estas paredes, y pensar en el futuro de nuestros hijos y de nuestros hermanos de todo Atlanta. Porque como dice el profeta Isaías: «Mira a tu alrededor y te verás a ti mismo muchas veces en los ojos de tu pueblo», alabado sea el Señor.
—¡Alabado sea!… ¡Tu pueblo, alabado sea el Señor!…
—Hermanos y hermanas, esta noche vamos a oír a un buen hermano nuestro que tiene una nueva visión de nuestra ciudad. A veces oímos hablar de Atlanta como la Meca de Chocolate… la Meca de Chocolate, sí… y eso nos hace sentirnos a gusto porque nos recuerda que nuestros hermanos y hermanas son mayoría en el gobierno municipal, que dirigen muchos departamentos del gobierno municipal, incluyendo el propio cargo de alcalde. Sí, hace que nos sintamos bien, pero a veces no podemos evitar preguntarnos: «¿Son de verdad hermanos y hermanas nuestros? ¿De verdad nos vemos a nosotros mismos cuando los miramos a los ojos?». Cuando os levantáis por la mañana, cuando salís de casa y saludáis a vuestro vecino, ¿lográis imaginaros a cualquiera de ellos, al responsable de eso o al responsable de lo otro, o a cualquiera de los demás, pasando por vuestra calle, mirándoos a los ojos y diciendo: «Estoy aquí para echar una mano. Quiero conocer vuestras preocupaciones»? ¿O están un poco demasiado ocupados atendiendo asuntos en… el otro lado de la ciudad?
Risas… gritos y silbidos… «¡Sestá diciendo la verdad del Evangelio!».
Roger se quedó paralizado. Se sintió radiactivo, como si una horrible aura azul emanara de su cabeza y su cuerpo y lo identificara de inmediato ante todos como la personificación misma de Westside, Cascade Heights, Greenbriar Mall y Niskey Lake.
—Pues como os decía —continuó Isaac Blakey—, esta noche vamos a oír a un buen hermano que ha surgido entre nosotros y muy cerca de aquí, en Summerhill; que fue un excelente estudiante en la Universidad de Carolina del Norte y un gran deportista, un gran jugador de baloncesto que luego pasó a jugar en la NBA… la NBA… para los 76s de Filadelfia y los Knicks de Nueva York. Oh, sí, fue un deportista estrella en Nueva York, donde todos los placeres sensuales de la vida están a la disposición de los deportistas profesionales como galletas sobre una bandeja… sobre una bandeja… Pero este joven nunca olvidó a los suyos, nunca olvidó que procedía de la parte sur de Atlanta… de la parte este de la parte sur, si entendéis lo que quiero decir… y nunca olvidó que su primera lealtad es para con su mujer, Estelle, y los niños, que ya son tres. Lo veo a él… dirigiéndose a cualquiera de nosotros, en este barrio, que sabe Dios que tiene sus problemas, y diciendo: «Estoy aquí para echar una mano. Quiero conocer vuestras preocupaciones… aquí en el sureste de Atlanta… donde he crecido igual que vosotros». —Hizo una pausa y su mirada se paseó por todo el público; se inclinó sobre el púlpito, sonrió y dijo en lo que para él era una voz baja e íntima—: Muy bien, ¿de quién creéis que estoy hablando?
Estallaron unos gritos entusiastas.
—¡Blaq!… ¡Blaq!… ¡Hermano Blaq!… ¡Hermano André!… ¡Hermano Fleet!
En ese momento Isaac Blakey cambió a su voz más estentórea y bramó:
—¡Lo habéis entendido! ¡Tenéis razón, hermanos y hermanas! El hermano André Fleet está con nosotros… ¡y no sólo por esta noche!
Roger Blanco al Cuadrado esperaba ver a André Fleet salir de uno de los dos laterales de la tarima, como habían hecho los cantantes e Isaac Blakey. Sin embargo, Blakey señaló hacia la última hilera de bancos de la sala y todo el mundo, incluyendo Roger Blanco al Cuadrado, volvió la cabeza. Ahí, en el pasillo, a la altura de la última fila de bancos de la sala, estaba André Blaq Fleet. En las filas de la Asociación Nacional de Baloncesto había sido cualquier cosa menos un hombre alto. Había jugado de escolta para el Filadelfia y los Knicks de Nueva York. Tenía fama de ser un buen creador de juego y de ser un buen, aunque no extraordinario, lanzador de tiros exteriores. Probablemente su mayor ventaja era la velocidad y la agilidad en defensa. En cualquier caso, había parecido uno de los jugadores más bajos, sólo un metro noventa y tres. En realidad, en cualquier lugar salvo en la NBA, era un gigante. Daba la impresión de ser una torre entre el resto de asistentes. Llevaba un blazer azul marino y un jersey de cuello alto de color azul pálido que rodeaba la gruesa y suave columna de su cuello. Su complexión tenía forma de V, con unos hombros de una anchura extraordinaria y una estrecha cintura. Y era negro. Oh, sí, de eso no había duda. Tenía la buena presencia de Sidney Poitier, y su perfecta dentadura relucía contra el chocolate oscuro de su piel. No, buena presencia no le faltaba.
Roger acababa de volverse para mirar cuando la hermana Sally Blankenship hundió sus dos prodigiosas manos en el Curland, y la arrebatadora «Canción del Toreador», de Carmen de Bizet, con sus enardecedores compases, resonó en la iglesia, haciendo vibrar las tripas de todos los presentes y haciendo que André Blaq Fleet pareciera un campeón aún más invencible. Saludaba a los asistentes; se inclinaba en cada hilera, a ambos lados, para tocar las manos que se tendían hacia él. No era la clase de político que se materializaba por encima de todos en el escenario, recién salido sin ser visto de alguna sala vip. Oh, no; estaba ahí entre la gente, empezando por la última fila, para ver a todo el mundo de cerca, tocarlo y oírlo. Blaq Fleet tenía una palabra para cada uno, aunque era dudoso que alguien pudiera oírla.
Además del himno triunfal del órgano, habían empezado los gritos. Al principio: «¡André!… ¡André!… ¡Fleet!… ¡Blaq!… ¡Blaq! ¡Te estoy atrás! ¡Blaq!… ¡Te estoy atrás!… ¡Fleet!… ¡Te estoy atrás!…». Luego los gritos surgieron de todos los sectores del público: «¡Te estoy atrás!… ¡Te estoy atrás!… ¡Te estoy atrás!…», de ahí, de allá, de más allá y del otro lado: «¡Te estoy atrás!…», hasta que se convirtió en un único cántico común que manaba de centenares de gargantas: «¡Te estoy atrás, te estoy atrás, te estoy atrás!».
Tardó unos momentos, pero al fin Roger cayó en la cuenta de que «Te estoy atrás» era una expresión procedente de la jerga callejera de Atlanta que quería decir: «Estoy detrás de ti, soy partidario tuyo y te protegeré contra los ataques que vengan por la espalda».
Roger no lo habría creído posible, pero el cántico siguió creciendo en volumen mientras Blaq Fleet recorría el pasillo:
—¡TE ESTOY ATRÁS! ¡TE ESTOY ATRÁS! ¡TE ESTOY ATRÁS!
¡Maldita sea!, pensó Roger. ¿Por qué he tenido que elegir un sitio junto al pasillo? ¿Qué haría cuando Fleet llegara a su lado? Hasta aquel momento, todas las personas sentadas junto al pasillo habían tocado con entusiasmo el cuerpo del gran campeón; sin embargo, él, Roger, no sólo era partidario de Wes Jordan, sino también su agente. ¿Qué haría? Bueno, era obvio lo que haría. Se quedaría en el banco con las manos en el regazo y mirando hacia el frente.
Blaq Fleet estaba ya a una fila de distancia y la multitud rugía al unísono: «¡¡TE ESTOY ATRÁS!!». Roger estaba decidido a mantener la mirada fija al frente, pasara lo que… ¡pero ya destaco en este lugar! ¡La ropa me da un aura radiactiva que todos perciben en esta sala! Si no me levanto y rindo homenaje al salvador en forma de V y le toco el dobladillo de la ropa —o en todo caso su mano— todos se fijarán en mí… notarán el periódico… examinarán lo que hay dentro y descubrirán lo que soy, ¡un espía, un agente secreto!
Como si en su interior hubiera dos motores, uno de los cuales existiera al margen de su libre albedrío, Roger notó que se levantaba, sonreía y tendía una mano a la imponente presencia de Blaq Fleet, cuyos ojos y perlados dientes le sonrieron, quien le estrechó la mano y se inclinó un poco sobre él para estrechar o tocar las de los demás ocupantes de la fila. Al enderezarse para continuar, se inclinó muy cerca de la oreja de Roger y dijo:
—¡Podría tirarte al suelo por esa chaqueta de tweed, hermano!
A continuación, le sonrieron más dientes, y Blaq Fleet siguió su camino.
Roger encontró el incidente de lo más inquietante. ¿Qué quería decir con: «Podría tirarte al suelo por esa chaqueta de tweed, hermano»? Seguro que lo había dicho en broma, pero como mínimo significaba que él, Roger, sobresalía en aquel lugar como… como… como un miembro de la élite de Morehouse entre cientos de personas a las que era obvio que se les había dicho que había que dar una patada a las élites.
Antes de subir a la tarima, Fleet se detuvo junto al órgano eléctrico y dio a la hermana Sally Blankenship un beso en cada mejilla mientras seguía tocando la «Canción del Toreador», un gesto que levantó gritos y aplausos tumultuosos. Luego, en vez de subir a la tarima por una de las escaleras que estaban a los lados, subió ¡de un salto! La tarima tenía al menos un metro de altura, de modo que la hazaña levantó un grito de sorpresa. ¿Cómo se podían tener unas piernas tan fuertes? (Algo fácil si se era el gran Blaq Fleet). Se acercó a Blakey, que estaba de pie junto al púlpito, y levantó la mano haciendo el gesto de chocarla en el aire; y Blakey levantó la mano y se la chocó, y fue como si la palmada se oyera en todo el mundo. El público se puso en pie, gritó y aplaudió más frenéticamente que nunca. Roger no pudo evitar acordarse de las palmadas en el aire de Wes Jordan. Como las palmadas de Wes, las de Fleet tenían un elemento de humor. Al fin y al cabo, la gente no iba por ahí saludando a los predicadores del Evangelio dando palmadas en el aire. Había humor, pero no había ironía, lo cual, pensó Roger, constituía la gran diferencia.
Blakey hizo un gesto en dirección al público, como diciendo: «Es todo vuestro». Al principio Fleet bajó la cabeza y se tocó la frente con la punta de los dedos de la mano derecha a modo de saludo, agradecimiento y homenaje. Blakey se sentó justo detrás y a un lado de él, en una butaca de respaldo alto forrada de cuero que había aparecido en la tarima sin que Roger lo advirtiese. Fleet ocupó entonces el púlpito y dirigió su fabulosa sonrisa al público, que reanudó su consigna: «¡TE ESTOY ATRÁS! ¡TE ESTOY ATRÁS! ¡TE ESTOY ATRÁS!».
Una vez que se hubieron acallado los gritos, Fleet se inclinó hacia adelante, como si quisiera acercarse a todos y cada uno de los presentes.
—Gracias, hermanos y hermanas —dijo con una sonora voz de barítono—, gracias y que Dios os bendiga. ¿Sabéis una cosa, hermanos y hermanas? No muchas veces tenemos la suerte de conocer y estar cerca de un gran hombre de verdad; pero vosotros y yo hemos sido de los afortunados.
Mientras Fleet hacía una pausa y escrutaba al público en lo que sin duda era una especie de recurso retórico, Roger se preguntó si sus errores gramaticales eran auténticos o sólo parte de su papel de Blaq Fleet.
Cuando la pausa fue lo bastante elocuente, Fleet dijo:
—Vosotros y yo conocemos… ¡AL REVERENDO ISAAC BLAKEY!
Más aplausos frenéticos y gritos de: «¡Proclámalo, hermano!… ¡Lo estás diciendo, Blaq!… ¡Adelante!».
Fleet continuó:
—Un hombre tan… brillante… como el reverendo Blakey puede tomar el camino que quiera en la vida, pero el hombre que conocemos con reverencia como… Ike… ¡se queda con su gente! ¡CON NOSOTROS! ¡CON SUS HERMANOS Y HERMANAS DE LA PARTE SUR! ¡NO ES ALGÚN OPORTUNISTA DE NADIE!
O al menos Roger pensó que había dicho: «No es algún oportunista de nadie», pero no estaba seguro, porque el estruendo del público se tragó las palabras. El reverendo Blakey, mientras tanto, intentaba adoptar una adecuada expresión de modestia. Dirigió a Blaq Fleet la sonrisa de gratitud, la que se tuerce ligerísimamente en las comisuras para mostrar una mezcla de felicidad y cierta emoción más profunda.
Fleet prosiguió:
—No, me siento agradecido de estar en presencia de este gran hombre y en la iglesia a la que ha dedicado su vida. —Lo dijo con una voz grave y más íntima, para indicar que no hacían falta más aplausos sobre ese tema—. Hace sólo un momento, el reverendo Blakey ha dicho algo como sólo él podía decirlo. —Se volvió hacia Blakey, sonrió y luego miró de nuevo hacia el público—. Ha dicho: «Ahora mismo, en esta bonita iglesia, estamos en casa… estamos en casa en los brazos protectores… sí… los brazos protectores del Carpintero». Pero a continuación el reverendo Blakey ha añadido: «Llega el momento en que también tenemos que mirar hacia afuera, más allá de estas paredes, y pensar en el futuro de nuestros hijos e hijas y de nuestros hermanos y hermanas de todo Atlanta». Como siempre, el reverendo Blakey lo ha dicho más bien. Así que sólo quiero añadir una pequeña nota a pie de página… a lo que nos ha dicho. El reverendo Blakey ha dicho que tenemos a hermanos (y unas pocas hermanas, unas pocas hermanas) en el ayuntamiento y la actual administración. Pero, igual que Ike, cuando voy al ayuntamiento, al departamento de urbanismo, cuando paso por la oficina del alcalde, tengo la impresión de que estoy tratando con una especie de hermanastros color beige… ¿Me entendéis lo que digo?
Eso provocó algunos gritos y risas y los chillidos de la gente, entusiasmada de pronto ante la perspectiva de que al orador se le encendiera la sangre.
—Tengo la impresión de que no oyen… lo que estoy diciendo… o eso o que no se escuchan a ninguno, nada más que a ellos mismos… ¿me entendéis?… No escuchan… Algunos hermanastros beiges se han acostumbrado a hacer que las cosas vayan… a su estilo… No han visto nunca algún otro estilo. Como el reverendo Blakey acaba de decir tan bien, dando justo en el clavo, están acostumbrados al estilo de la parte oeste. Ahí en la parte oeste está el Morehouse College. Vamos a ver, no me interpretéis mal. Me encanta el Morehouse College, aunque yo no he ido nunca al Morehouse College, de la misma manera que me encantan Spelman, Clark y Morris Brown. Son grandes instituciones con un gran patrimonio, que han hecho cosas grandes por nuestra gente. Pero también hay algo llamado el Hombre de Morehouse, y de nuevo no me interpretéis mal, me parece fantástico aspirar a ser un Hombre de Morehouse o una Mujer de Spelman o lo que sea, pero contra lo que hay que protegerse es contra creerse parte de una… élite… y vivir la vida como si uno sea parte de una élite con una pose… una pose de «papito lo sabe mejor que tú»… repartiendo las cartas como les da la gana… Pues os digo una cosa: ¡necesitan volver a tener delante a su gente!
—¡Eso es!… ¡Dilo claro, Blaq!…
—Tal como veo las cosas —dijo Fleet, inclinándose hacia su público, con los ojos encendidos—, ya es hora de que Atlanta tenga su primer… ¡¡ALCALDE NEGRO!!
Tras la confusión inicial, el público prorrumpió en risas, aullidos… «¡Lo estás diciendo, Blaq!»… aplausos y carcajadas que sonaron: «¡Je, je, jeeeeeeee!».
—Pensad sólo por un momento cuántas veces nuestros representantes han alcanzado compromisos con el establishment financiero, han servido los intereses del establishment financiero, han buscado en época de elecciones el dinero del establishment financiero, e incluso satisfacer las necesidades de los rinocerontes, los rinocerontes del parque zoológico Grant, durante el Freaknik… ¿y qué pasa con las necesidades de la juventud afroamericana que venía todas las primaveras a Atlanta, que venía, hasta que nuestros representantes empezaron a cerrar salidas de autopista y convertir zonas enteras de la ciudad en zonas prohibidas?… ¿y por qué?… porque nuestros jóvenes hermanos y hermanas tenían la… desfachatez… de hacer lo que los estudiantes blancos han hecho siempre, que es ir a algún sitio durante las vacaciones de primavera y… ser joven… ser libre… saborear las promesas del futuro, como se decía antes… ¿y a qué vienen estas campañas contra el Freaknik? Vienen a que nuestros jóvenes hermanos y hermanas alteran los nervios del establishment financiero… que sabéis perfectamente quiénes son y que no viven en la parte sur, ni siquiera han puesto ninguna vez los pies en la parte sur… salvo para ir a los partidos de béisbol en un estadio que se llama Turner Field, y que tendría que haberse llamado con el nombre del mayor jugador de la historia de ese deporte, nuestro Hank Aaron…
Las oleadas de emoción se formaban, recorrían el público y rompían cada vez con mayor frecuencia.
—Ajáaaa… ¡Oh, sí!… ¡Hank Aaron!… ¡Proclámalo, hermano Blaq!
—Sí, para cada día de la semana tienen una razón para que tratemos con miramientos al establishment financiero. No quieren irritar los nervios… de la parte norte. Lo que digo es que ya sería hora de que tengamos… democracia en la ciudad de Atlanta, lo que digo es que ya sería hora de que oigamos la voz de la gente que forma el setenta y cinco por ciento de esta ciudad, lo que digo es que ya sería hora de que a nuestros representantes en esta ciudad ¡SE LES EXIJAN RESPONSABILIDADES!… ¿me entendéis?…
—¡Oh, sí!… ¡Ajáaaaa!… ¡Estás dando testimonio, Blaq!… ¡Lostás diciendo!… ¡¡Te estoy atrás!! ¡¡Te estoy atrás!! ¡¡Te estoy atrás!! De nuevo se pusieron a gritar esa consigna.
Roger Blanco al Cuadrado no movía la cabeza, pero dirigía los ojos a un lado y a otro. Temía que todo el mundo lo estuviera mirando. Si había en la sala un candidato a miembro de esa élite beige, era él, él, con su corbata y su chaqueta y su alfiler de cuello. Aunque en realidad el público parecía tan absorto en la espléndida figura de Blaq Fleet que no perdía el tiempo con un mediocre pecador como Roger Blanco al Cuadrado. Roger se moría de ganas de salir de ahí con su pellejo beige y la grabadora de Wes Jordan. Pero no podía hacerlo todavía. Escabullirse en medio de un sermón de Blaq Fleet sí que llamaría la atención.
Blaq Fleet sabía lo que estaba haciendo en aquel púlpito. A veces era el Predicador. A veces era el Vecino, que conversaba con uno en la mesa de cedro del jardín de atrás. A veces era Shorty, dirigiéndose con voz suave y melodiosa a «vosotras, mujeres». A veces era el Compañero de Pesca, pasando un musculoso brazo por los hombros de «vosotros, hombres». Y a menudo era la estrella de la NBA, contándole a todo el mundo que la vida se parecía a un partido de baloncesto:
—Una vez, en la época en que estaba en los 76s, jugamos en los playoffs contra los Celtics de Boston, cuando los Celtics tenían a Larry Bird. —Blanco, pensó Roger Blanco al Cuadrado—. Perdíamos por tres partidos a uno en la serie; era el quinto partido, estábamos en el último cuarto y perdíamos por veintiún puntos. Veintiún puntos… Entonces nuestro entrenador, Buster Grant —negro, pensó Roger Blanco al Cuadrado— pidió tiempo muerto y nos reunió a todos delante del banquillo. ¿Os habéis preguntado alguna vez lo que dicen los entrenadores durante los tiempos muertos en medio de un partido? Pues bien, Buster Grant era como el reverendo Blakey. No malgastaba las palabras. No intentaba soltarte una conferencia. Iba directo al grano. «Muchachos —nos dijo—, perdemos por veintiún puntos y estamos en el último cuarto. ¿Y sabéis una cosa? No vais a salir a jugar como si estuvierais desesperados. Vais a jugar como si el partido estuviera empezando. No vais a empezar a tirar cañonazos buscando triples. Vais a jugar al baloncesto. Que lance sólo el que esté desmarcado, y eso va por todos». Y sabías en el acto lo que quería decir ese «va por todos». Teníamos un pívot, a lo mejor lo recordáis, un pívot que se llamaba Metralleta Wycoff —blanco, pensó Roger Blanco al Cuadrado—, que era un buen tirador, pero siempre no paraba de tirar le hicieran la defensa que le hicieran, tanto si estaba desmarcado como si no. Por eso lo llamábamos Metralleta. En realidad se llamaba Eric. Buster Grant no se dirigió explícitamente a Metralleta, sólo que posó la mirada sobre él un poco más tiempo que en los demás. «Vais a salir a la pista y vais a ser un equipo. Os vais a pegar a ellos en defensa y los vais a regatear en ataque… y vais a sentiros más orgullosos de vosotros mismos de lo que os habéis sentido en vuestra vida». Algunos quizá recordáis lo que pasó a continuación. Salimos a la pista y superamos a los Celtics por un parcial de 35 a 13 en el último período y ganamos el partido por 84 a 83. Nuestra puntuación estuvo repartida entre siete jugadores y ninguno de nosotros marcó más de seis puntos. Metralleta Wycoff sólo hizo cuatro puntos, y dos de tiros libres, pero esa noche consiguió algo mucho más importante: el conocimiento de que, además de lanzar la pelota, podía pasar y crear jugadas, y a partir de ese momento fue un jugador de baloncesto un cien por ciento más bueno. Todos fuimos jugadores más buenos de baloncesto a partir de ese momento. Fuimos más buenos no porque Buster Grant nos había dado un buen consejo, sino porque su forma de hablar sencilla nos había llegado… al alma… sí señor… al alma.
»Pues bien, la vida se parece mucho a un partido de baloncesto. A lo mejor por eso hay tanta gente que le gusta el baloncesto. Las lecciones las tenemos delante de nosotros. Es un deporte de equipo. Hay partidos que un jugador, y yo he sido de ésos, partidos que un jugador marca cuarenta y cuatro o cuarenta y cinco puntos y a pesar de eso el equipo pierde. Pasa lo mismo como con la vida en esta ciudad. Te puedes meter en política y ser una gran estrella, pero si eres una metralleta… sí señor, una metralleta que sólo quiere cubrirse de gloria, entonces no vas a hacer nada por esta ciudad. Pero si de verdad conviertes a nuestra gente en un equipo, en hermanos y hermanas que actúan con unidad, entonces no hay nada que no podamos conseguir. ¿Y tenemos un Buster Grant que nos llegue al alma? Eso sí que lo tenemos, hermanos y hermanas, eso sí que lo tenemos. Tenemos a más de uno, pero uno de ellos está ahora mismo en esta tarima. —Se dio la vuelta e hizo un gesto—. ¡Y se llama reverendo Isaac Blakey!
Aplausos, vítores, gritos de «¡Eres único!… ¡No paras de marcar triples, hermano!… ¡Les estás dando un baño, Blaq!».
A continuación Fleet se inclinó de nuevo hacia adelante, según su forma de transmitir intimidad, y añadió:
—Por eso voy a presentarme para alcalde en noviembre. Quiero crear el… equipo… que nuestra gente ha necesitado. Como ha dicho el reverendo Blakey, Atlanta se ha llamado la Meca de Chocolate. Bueno, mientras Atlanta esté en manos de hermanastros beiges que van detrás de los vainillos… sí señor… los vainillos[30]…
Risas…
—Upaa… ja jayyyyyy… ¡Túmbalos, Blaq!… ¡Ta aahn! ¡Ta aaaaahn!
—… seguiremos sin tener un equipo. Todo lo que tenemos son metralletas… y podemos hacerlo mejor. —Se echó hacia atrás, se enderezó y alzó el volumen de su voz—. ¡Lo haremos mejor! ¡Hermanos y hermanas, vamos a comprometernos a estar unidos! ¡No nos interesan las élites, sean del color que sean! ¡Vamos a ser un equipo! Vamos a ver las cosas como son. Vamos muy por detrás, entramos en el cuarto período. Pero vamos a asegurarnos de que nuestra alma… ¡se encienda!… ¿me entendéis?…
—¡Oh sí!… ¡Lostás proclamando, Blaq!… ¡Que se encienda, la zarza ardiente!… ¡Alabado sea el Señor!
—… y nadie nos va a decirnos que el partido se ha acabado, porque cuando consigamos la unidad… ¡nada nos podrá pararnos! ¡Nada nos va a pararnos! ¡VAMOS A GANAR ESTE PARTIDO!
Blaq Fleet extendió los brazos de una forma curiosamente similar a la del Carpintero del vitral que tenía a sus espaldas. El público prorrumpió en aplausos. La gente se puso de pie. De entre el confuso rugido surgió de nuevo la consigna:
—¡¡Te estoy atrás!! ¡¡Te estoy atrás!! ¡¡Te estoy atrás!! ¡¡Te estoy atrás!!
Cobardemente, Roger Demasiado Blanco también se puso de pie. Miró hacia la parte de atrás del pasillo. ¿Podría irse… por fin? La gente empezaba a inundar el pasillo, no para marcharse, sino para recalcar de algún modo su aprobación al gran joven fornido que estaba en el púlpito. Roger Blanco al Cuadrado permaneció donde estaba, paralizado, blanquísimo.
Al cabo de un rato los aplausos menguaron y el reverendo Blakey, que ya estaba de pie junto a Fleet, ocupó el púlpito.
—Hermanos y hermanas —dijo—, hermanos y hermanas… Le he pedido al hermano Fleet que haga una cosa más antes de irse. No quería hacerlo. Pensaba que no estaba en el lugar adecuado. Pero si se pone a hablar de unidad, le enseñaremos lo que es la unidad. —Se agachó tras el púlpito y reapareció con cuatro cuencos, cuencos metálicos corrientes, uno dentro de otro—. Quiero que el hermano Fleet pase entre vosotros… y yo voy a pasar con él, y también van a pasar dos magníficas señoritas de nuestro coro… vamos a pasar entre vosotros y quiero que pongáis en esos cuencos lo que podáis echar para apoyar la campaña del hermano Fleet. No va a tener a las grandes compañías dándole contribuciones, porque no ha hecho tratos… con la parte norte. Si no podéis echar nada, nadie os lo va a reprochar, porque el hermano Fleet ni siquiera había venido con la idea de recaudar dinero. ¡Soy yo el que lo obliga a hacerlo!
Fleet sonrió, bajó la cabeza y la sacudió. Era la imagen misma de la humildad ante la buena fortuna que se le acababa de cruzar en el camino. ¡Maldita sea!, pensó Roger. No puedo irme hasta que dejen de pasar sus malditos cuencos. Si me voy ahora, parecerá que lo hago para no tener que dar nada.
No tardó en oír el ruido de las monedas al golpear el fondo de los cuencos metálicos. ¡Maldita sea!, pensó. ¡El cuenco de mi pasillo es el que está pasando el propio Fleet! ¿Qué tenía que dar? ¿Cuánto bastaría para salir del atolladero? Lentamente, sacó del bolsillo izquierdo del pantalón sus billetes, que estaban doblados en dos y sujetos con un clip de oro. Con el mayor de los disimulos, los examinó. No dio crédito a sus ojos. Llevaba dos billetes de doscientos dólares, uno de cincuenta y otro de uno. ¿Saldría del paso con un donativo de un dólar? No. Sería como irse sin dar nada. Ya tenía de nuevo al gran Fleet a su lado, esperando el cuenco, que se acercaba desde el otro lado de la fila. Cuando llegó a Roger Blanco al Cuadrado, fue como si, una vez más, otro ser controlara su libre albedrío. Se encontró depositando en el cuenco el billete de cincuenta dólares.
Blaq Fleet se inclinó sobre él, como si sólo fuera a retomar el cuenco, lanzó a Roger otra radiante sonrisa y le dijo en voz baja:
—Gracias, hermano. Si tienes un momento, me gustaría hablar después un momento contigo.
Roger Blanco al Cuadrado asintió, impotente. Pero en cuanto los demás invadieron el pasillo para salir a la calle, se batió en retirada —literalmente, corrió— con su pellejo mortal y el periódico con que ocultaba la grabadora.
Fuera, ya había oscurecido. ¡El coche!
Para su inmensa sorpresa el Lexus seguía de una pieza, y no se veían pandilleros por ningún sitio.