En el condado de Alameda, California, una autopista este-oeste, la 580, separaba la ciudad de Pleasanton del Centro de Rehabilitación de Santa Rita, que ocupaba, en dirección norte, unos cinco kilómetros cuadrados de polvorientos pastizales. La autopista hacía tan bien las veces de barrera que la mayoría de los habitantes de Pleasanton nunca pensaban en Santa Rita, como era denominado el centro, salvo cuando veían a algún joven negro cruzar la ciudad con una bolsa de basura transparente llena de efectos personales, buscando un autobús hasta la estación del BART, desde donde tomaría un tren con el que regresar a su casa en Oakland. Nadie sabía por qué una cárcel del condado daba a los reclusos que ponía en libertad bolsas de plástico transparentes, que dejaban ver todas sus miserables pertenencias, en vez de bolsas que no revelaran su contenido, ni por qué no los llevaba hasta el autobús y eliminaba así aquellas caminatas por las calles de Pleasanton. Sin embargo, los vecinos no se quejaban. Pensaban que debían estar agradecidos de que Santa Rita proporcionara al menos a aquella calaña un billete para salir de la ciudad.
La autopista pasaba justo por en medio de lo que hasta no hacía tanto tiempo, la década de 1860, había sido una magnífica hacienda colonial conocida como Rancho Santa Rita. La mitad meridional tenía las tierras más fértiles que uno pudiera imaginar, perfectas para el cultivo de uva, ciruelas, albaricoques y aguacates. La mitad septentrional, donde se alzaba la cárcel, llegaba hasta las colinas y se había utilizado para el pastoreo de caballos y vacas. Ésa era la mitad que el ejército estadounidense había comprado durante la Segunda Guerra Mundial para establecer el campamento Parks, un campo de adiestramiento para los soldados que partían al Pacífico. El ejército había levantado un puñado de edificios de tablillas para albergar a las tropas.
En aquel momento, más de medio siglo más tarde, los conductores que pasaban por la autopista 580 aquel despejado, brillante y azul domingo de mayo, veían el mismo grupo de grandes estructuras de madera, entre gris y pardo, aplastadas contra el suelo. Cualquiera podía suponer que se trataba de un vetusto grupo de barracones militares que se desmoronaban. Lo que ya no era tan probable que adivinaran era que los viejos barracones habían sido reconvertidos en la cárcel del condado de Alameda.
Puesto que era domingo, se trataba del día de visita en Santa Rita y, como de costumbre, en la zona de visitas del edificio Greystone Oeste del penal había una hilera de reclusos sentados tras unas ventanas de Lexan, a un lado de una pared de cemento, mientras que sus visitas estaban sentadas al otro lado. El Lexan era un bocadillo de dos resistentes hojas de vidrio con una gruesa lámina de plástico transparente en medio. Hacía falta como mínimo un mazo para romperlo. Los taburetes metálicos en los que se sentaban los reclusos estaban sujetos al suelo. De ese modo ninguno de ellos podía levantar un taburete y golpear el vidrio, al funcionario situado al final de la hilera, o a otro recluso. Todos llevaban uniformes parecidos a un pijama de mangas cortas y cuello en forma de V, hechos de una burda sarga de algodón teñida de amarillo y con unas letras estampadas que decían: «P - Cárcel del condado de Alameda». El amarillo indicaba que el portador era convicto de algún delito. Calzaban unas chancletas que sólo se sostenían por medio de una banda en el empeine. Ese calzado permitía caminar pero no correr ni tampoco dar una patada en la barriga, la entrepierna, las rodillas o los tobillos.
La pared de cemento y las ventanas de Lexan no dejaban pasar ningún sonido, ni siquiera un grito. Los reclusos y sus visitas tenían que comunicarse mediante un teléfono. Ahí estaban, separados por unos pocos centímetros, con un auricular en la oreja. Podían verse y oírse, por más que la mala acústica de los teléfonos apagara los tonos agudos y graves, pero no podían tocarse. Era como estar encerrado en una tumba, con una tronera por la que vislumbrar algún fragmento del mundo de los vivos que existía más allá de la muerte o, al menos, eso le parecía a Conrad, que se encorvaba hacia adelante, con la nariz casi pegada al Lexan, petrificado, a la espera de que Jill apareciera por la puerta que daba al exterior, convencido de que si se perdía tan sólo un segundo de su visita seguramente no sería capaz de sobrevivir otra semana en Santa Rita.
La puerta, una enorme puerta de madera que se deslizaba como la de un granero, estaba completamente abierta y creaba un rectángulo de luz natural. Veía las cenizas del suelo del patio exterior cociéndose al sol. Se embebió de aquella visión, aunque no fueran más que las cenizas del pelado suelo gris del patio de una cárcel. En los diez días que llevaba en Santa Rita era la primera vez que veía algo del mundo exterior.
Sentado junto a la ventana de su derecha estaba un joven mexicano, quizá más joven incluso que él, un muchacho grande pero flácido que hablaba con su madre.
Conrad no podía ver a la madre ni podía oírla, pero oía las palabras del muchacho que brotaban entre sollozos y un continuo estribillo de «Oh, mamá… mamá… mamá». Lo miró. El cuerpo del joven se retorcía de desesperación. Las lágrimas le corrían por las mejillas y se acumulaban formando gotas en los pelos de un patético bigotito que intentaba dejarse crecer. De modo reflejo, Conrad se tocó su propio bigote… y dudó de que contribuyera, siquiera mínimamente, a hacerlo más viejo o más duro.
No se atrevió a mirar al preso de su izquierda. Sabía quién era, porque todo el mundo en la nave, su sección de la cárcel, sabía quién era. Se trataba de la figura más importante que uno veía en la pecera o sala de recreo, el único lugar en el que los reclusos se congregaban en Santa Rita, puesto que no había patio exterior destinado a ellos. Su verdadero nombre era Otto, pero lo llamaban Rotto, igual que al chulo de la serie de televisión Duelo en las calles. Rotto era blanco, de unos treinta años, con unos antebrazos, un pecho y unos hombros enormes, claramente pulidos, por utilizar la palabra de moda, haciendo pesas durante sus prolongadas estancias en las penitenciarías estatales, y tenía la fuerza de un luchador. En el lado izquierdo de la cara exhibía tres horribles cicatrices. El puente de la nariz era de un grosor anormal, como si se lo hubiera roto muchas veces. Era casi calvo en la parte superior de la cabeza, pero se dejaba crecer el pelo por los lados y se lo recogía en una repugnante cola de caballo, grasienta y escuálida. Tres cuartas partes de los reclusos eran negros. En la nave de Conrad, Rotto era el vara, el cabecilla, de un grupúsculo de matones blancos llamados Liga Nórdica. Rotto era uno de los últimos presos con el que cualquier pluma nuevo querría que se cruzara su mirada, en especial un pluma (había aprendido inmediatamente ese desalentador término carcelario) nuevo, blanco, joven, delgado y apuesto como Conrad. Por mucho que deseara negarlo, reprimirlo u olvidarlo, el mismo miedo ardía día y noche en el cerebro de todo preso novato blanco en Santa Rita: la violación homosexual.
La visita de Rotto, a quien Conrad no veía desde donde estaba sentado, parecía ser su novia, porque él no paraba de decir: «Ah, venga ya, cariño, si no hay color. Muñeca, pero si tú eres única, única». Ese estribillo, como los sollozos y gemidos del joven mexicano, perforaban el caparazón que Conrad intentaba crear a su alrededor durante el precioso intervalo. Quería dejar fuera todo lo demás. Toda su alma dependía de lo que veía a través de esa ventana y más allá de esa puerta de granero… la luz… y Jill, que aparecería de un momento a otro. El que lo hubieran conducido hasta esa ventana significaba que ella ya esperaba fuera. ¡Toda su alma! Para Conrad, a lo largo de sus veintitrés años, «alma» nunca había sido más que una palabra.
Jamás había oído que sus padres la mencionaran siquiera. Éstos habían tenido un escarceo con la religión, como habían tenido un escarceo con las dietas orientales. Una vez, durante una semana y media, se declararon budistas. Se habló mucho del karma, el kiriya, el kharma, los diez lazos, los cinco obstáculos y las cuatro no sé qué. Más que nada, lo que sí hubo fue un montón de salmodias —«Ommmmmmm, ommmmmmm, ommmmmmm, ommmmmmm»— hasta que, como con tantos de sus entusiasmos, se cansaron de la disciplina exigida. Había crecido asociando la religión con el autoengaño y la ausencia de norte de los adultos. Sin embargo, en ese momento pensaba en el alma, en su alma. O lo intentaba. ¡Pero era sólo una palabra! ¡No sabía cómo darle un significado! Lo había perdido todo, hasta el último centavo, la libertad, su buen nombre, todo vestigio de esa respetabilidad por la que tanto había luchado, incluso sus sueños. ¿Qué le quedaba ya para soñar? Y, sin embargo, quedaba algo, algo que le hacía preocuparse de si vivía o moría y preocuparse por Jill, Cari y Christy. Quizá el alma era eso. Fuera lo que fuera, no se encontraba confinada dentro de su cuerpo y su mente. No podía existir sin… otras personas… sin las únicas personas que le quedaban, su mujer y sus dos hijos. A otros presos acudían a visitarlos sus hijos los domingos, pero la idea de que Cari y Christy lo vieran de ese modo, por pequeños que fueran y por poco que comprendieran, era algo que Conrad consideraba superior a sus fuerzas. Eso hacía que sólo le quedara Jill, y se dedicó a contemplar la gran puerta como si el rectángulo de luz que enmarcaba fuera cuanto le quedaba en el mundo.
Apareció un instante después. Al principio, al cruzar la puerta con el Sol a su espalda, no fue más que una silueta, pero enseguida la iluminación cenital de los fluorescentes de la zona de visitas la inundó al recorrer los cinco o seis metros hasta su ventana. La luz de los fluorescentes confería a todo un aspecto descolorido, como si fuese de madrugada, pero Conrad vio… ¡a una Jill perfecta! ¡La tez clara! ¡El largo cabello rubio! ¡Los labios carnosos! ¡La blusa de flores! ¡La cinturita! ¡Los vaqueros ceñidos alrededor de los ágiles y perfectos muslos! Absorbió cada detalle como si nunca hubiera habido nada tan perfecto como la deidad con vaqueros que se le acercaba.
Cuando se sentó frente a él, el corazón se le desbocó. Le sonrió con una sonrisa que liberaba cuanto permanecía encerrado dentro de él. Inició un movimiento para tocar el Lexan, aunque sólo fuera para mostrarle cuán desesperadamente deseaba abrazarla. Ella le devolvió la sonrisa… y él sintió una sacudida. Su mente tardaría más en interpretarlo, pero sus ojos se dieron cuenta enseguida. Aquélla era una sonrisa de paciencia y tolerancia. Era la sonrisa de su madre.
Él alzó el auricular de su teléfono, y ella alzó el suyo. De pronto Conrad se dio cuenta de que no tenía ni idea de qué decirle. ¿Cómo se lo iba a contar todo? Acabaría deshaciéndose en sollozos, como el pobre joven que tenía al lado. De modo que dijo:
—¿Has… has tenido problemas para llegar hasta aquí?
—Para llegar hasta aquí, no —dijo ella con una mirada de exasperación que enseguida cambió por una sonrisa. De esa sonrisa también conocía los orígenes: la Paciencia sobre un pedestal, sonriendo al Dolor.
—¿Has tenido algún problema aquí?
Jill abrió la boca, pero se detuvo, con los labios entreabiertos, y cambió de idea.
—No, ninguno, en realidad. —Suspiró. Sonrió pacientemente otra vez—. Bueno, ¿cómo estás, Conrad?
—Estoy bien. —La voz sonó tan ronca que se sorprendió. Se notó la garganta irritada—. Supongo que es que no duermo muy bien. Eso es lo peor.
Guardó silencio. Eso no era lo peor, pero de pronto, por razones que aún no acertaba a comprender, se mostró cauto, como si fuera un error táctico ir y contarle lo desesperado y asustado que se sentía.
Jill lo miró fija, anormalmente, según le pareció a Conrad, y luego preguntó con voz temblorosa, distante:
—¿No duermes bien?
Conrad sacudió la cabeza.
Jill intentó otra sonrisa, pero el labio inferior empezó a temblar y las lágrimas acudieron a sus ojos. Miró a ambos lados, acercó la boca al micrófono del teléfono y se inclinó hacia la ventana de Lexan.
—Conrad —dijo con una voz que apenas era algo más que un susurro—, ¿qué es una «puta hubba»?
—¿Qué es una puta hubba? —Estaba atónito. No podía haber imaginado una pregunta más improbable—. ¿Una puta hubba?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Dónde has oído decir puta hubba?
Jill se llevó el índice a la boca, como si fuera importante que él no levantara la voz, y susurró:
—¿Qué es una puta hubba?
¡Increíble! «Hubba» era una palabra de argot callejero negro, propio de Oakland, que había oído por primera vez tres noches atrás, estando en su celda.
—¿Dónde lo has oído?
El susurro de ella fue tan bajo que apenas podía distinguirlo a través del rudimentario teléfono. Examinó la cara de Jill. Parecía asustada.
—Bueno —dijo—, puta es puta, y una puta hubba… ¿has visto alguna vez un chicle Hubba Bubba?
Ella negó con la cabeza.
—Seguro que sí —dijo él—. Lo que pasa es que no te acuerdas del nombre. ¿Sabes, esos chicles pequeños? Bueno, parecen como un trozo de crack.
Ella asintió.
Asombrado, la miró a la cara. ¡Una visita por semana, treinta minutos, y estaban hablando de putas hubbas! No obstante, continuó.
—Una puta hubba es una puta que ronda las casas de crack, son adictas. Tienen relaciones sexuales por un pedazo de crack o unas caladas de una pipa. O al menos eso es lo que me han dicho. —Hizo un gesto con el hombro para indicar el interior de la cárcel—. ¿Quién te ha hablado de putas hubbas?
Jill levantó entonces los hombros, como para resguardar su voz de oídos indiscretos. Bajó tanto la cabeza que tuvo que dirigir los ojos hacia arriba para mirarlo. Los iris asomaban por debajo de los párpados superiores.
—Estaba haciendo cola fuera, Conrad. —Un susurro tembloroso—. Nunca has visto gente así. Todas esas… —Se interrumpió, cerró los ojos y pareció a punto de llorar—. Todas esas… mujeres.
Al parecer, unos minutos antes, mientras hacía cola en el patio de la cárcel para entrar en el edificio, había tenido delante a una mujer que intentaba que una niña de cuatro o cinco años no se le escapara a corretear por el patio. La mujer no paraba de chillarle, pero en vano.
Al final, había salido corriendo tras ella y la había devuelto a la cola, tironeándola de un brazo, gritándole y amenazando con pegarle. A continuación, la agarró por los hombros y empezó a sacudirla. La sacudió con tanta fuerza, que la mujer que estaba detrás de Jill empezó a gritarle que parara antes de que lastimara a la niña. La primera mujer se volvió hacia su acusadora. «¡Métete en tus asuntos, vieja puta hubba!». No dejó de repetir la imprecación, puta hubba, hasta que la segunda mujer empezó a replicarle: «¿A quién llamas puta hubba, viejo pingo mal follado?».
En un santiamén, el intercambio de insultos se hizo frenético: «¡Puta hubba, pingo mal follado, puta hubba, pingo mal follado!». Jill estaba consternada, horrorizada… y atrapada entre las dos. Quiso huir y, sin embargo, no quería perder su puesto en la cola. Al final, los gritos de la primera mujer ahogaron los de su rival. El furioso grito «¡Puta hubba!» llenó el patio, el cielo, el cosmos. «¡Puta hubba! ¡Puta hubba! ¡Puta hubba! ¡Puta hubba!». Las dos mujeres estaban a punto de llegar a las manos cuando apareció un hombre uniformado y les dijo que se calmaran. Jill se había sentido aterrorizada.
Todavía temblaba. Con una compleja mímica, muchos movimientos de cabeza y de los ojos, indicó que la primera mujer, la que no había dejado de repetir «puta hubba», estaba sentada a su derecha. Era la que había ido a visitar a Rotto.
—Conrad —dijo—, ¿qué gente es ésta? —La angustia le crispó la cara.
Conrad la miró con impotencia. Estaba atónito por el giro que había tomado su conversación. ¡Transcurrían los minutos!
Al final, dijo:
—No lo sé. Son iguales que los que hay aquí, supongo, salvo que son mujeres. Da las gracias de que no eran hombres, créeme.
Enseguida se le ocurrió que quizá sonaba como si estuviera pidiendo que lo compadeciera. Y entonces se preguntó la razón de su reticencia a buscar la compasión de su esposa… y no estuvo seguro de querer conocer la respuesta. De modo que añadió:
—Cuéntame cosas de Cari y Christy.
—¿Cari y Christy?
Su mujer lo miró como si se tratara de un cambio de tema desconcertante.
—¿Están bien?
Larga pausa.
—Sí, están bien.
La miró con ojos suplicantes, desesperado por oír que sus hijos preguntaban por él, hablaban de él, lo echaban de menos, lo querían, esperaban que volviera, aun cuando también deseaba oír que estaban tranquilos y felices y que creían la historia que habían decidido contarles, que se había visto obligado a salir de viaje.
—Podrías haber llamado —dijo Jill.
—Jill, sólo hay dos teléfonos. No he podido acercarme. —Empezó a hablarle de la pecera, la Facción Negra y la Liga Nórdica, y cómo controlaban los dos teléfonos públicos, pero decidió no hacerlo, por si Rotto lo oía. Se acercó a la boca el micrófono del teléfono y añadió—: Pueden utilizarlos unos pocos presos blancos, pero yo soy un… —Empezó a decir «pluma nuevo», pero también eso se lo pensó mejor— …soy nuevo y no puedo acercarme.
—Bueno —dijo Jill—, si quieres saber la verdad de tus hijos… vamos a mudarnos a casa de mi madre, Conrad. ¿Te imaginas lo maravilloso que va a ser? ¿Sabes lo grande que es su casa? ¿Sabes lo felices…? —Se interrumpió. Bajó los ojos. Soltó un gran suspiro. Cuando alzó la vista, tenía lágrimas en los ojos—. ¡No tengo dinero, Conrad! ¿Qué se supone que tengo que hacer? ¿Vivir en un dúo en Pittsburg junto a una panda de… esa gente… y acudir a la asistencia social? ¿O quieres que deje a los niños en una de esas guarderías… donde lo único que sacan son faringitis, impétigo y piojos… y que luego intente conseguir un trabajo por el que, además, me van a pagar una miseria? Dime tú.
Conrad se quedó mudo. Las lágrimas rodaban por las mejillas de Jill, cuando de pronto miró a un lado, alarmada. En ese momento Conrad oyó una voz de barítono que subía de volumen:
—Sí… sí… oh, sí, nena… ahí, ahí, muy bien, muy bien… oh, qué bien lo haces, cariño…
Era Rotto. Conrad se arriesgó a mirar. El hombretón sostenía el teléfono con una mano y con la otra se tocaba la entrepierna, mientras avanzaba la pelvis y la hacía girar sentado en el taburete.
—¡Conrad! —dijo Jill—. ¿Qué está haciendo esta mujer?
Sus ojos iban y venían de la novia de Rotto a la cara de Conrad.
—No lo sé —respondió Conrad, a pesar de que tenía una idea bastante clara.
—¡Tiene las piernas abiertas! —susurró Jill, que agachaba la cabeza y se inclinaba mucho, hasta el punto de que casi tocaba la ventana con la nariz—. ¡Y se… toca y gime!
Conrad sacudió la cabeza, como mostrando consternación. En realidad, ya estaba seguro de lo que ocurría. Ya había oído hablar de eso más de una vez. Se llamaba «felpudear». Las novias de los presos llegaban a la visita con minifalda y sin bragas. Se subían la falda, separaban las piernas, enseñaban la entrepierna y se estremecían con los movimientos del éxtasis sexual.
Jill se tapó los ojos con la mano y sacudió la cabeza. Cuando apartó la mano, tenía la cara crispada y surcada por las lágrimas.
—No puedo soportarlo —dijo en voz baja.
—Por favor, no llores. Lo siento. No sé qué decir.
Atónita:
—¿Qué haces aquí?
Al principio, Conrad no entendió a qué se refería.
—¿Qué hago aquí?
De modo acusador:
—¡Te han ofrecido la libertad condicional!
—Ya te… ya hemos discutido esto un centenar de veces —dijo Conrad.
Durante todo el rato no dejaba de oír a Rotto decir: «Tah aahnn, tah aaaahnnn, tah ahnnn… Cielo… Eres única, eres única, no pares, no pares…».
—¿Cómo iba a declararme culpable? No era culpable de nada. Querían que me declarara culpable.
—¡Sí —dijo Jill con los ojos bien abiertos a causa del desaliento y la exasperación—, de un delito menor!
—De agresión —puntualizó Conrad—, pero yo no agredí a nadie. Ellos me agredieron a mí. Lo único que hice fue impedir que me hirieran y que destruyeran algo nuestro.
—¡Pero saltaste la valla, Conrad! ¡Eso era allanamiento! Después de eso, cualquier… —Jill bajó la vista y sacudió la cabeza ante la inutilidad de volver a lo mismo. Cuando alzó la cabeza, lloraba de nuevo—. Muy bien, Conrad, eras completamente inocente. ¿Y qué has ganado con insistir en eso? ¿Qué has ganado con ir a juicio? ¡Estaban dispuestos a darte la libertad condicional! ¡Estaban dispuestos a darte una oportunidad! ¡No lo entiendes!
Rotto decía: «Dale, encanto, dale, encanto, dale, encanto, dale, encanto, dale, encanto». Los ojos de Jill seguían moviéndose de un lado a otro.
Castigado por sus lágrimas, Conrad dijo en voz baja:
—Tienes razón. No he ganado nada. Creía que un jurado no me condenaría, porque estaba convencido, y sigo estándolo, de que soy inocente. Pero me han condenado y he perdido. He perdido mucho. Pero sigo conservando algo, Jill. Conservo mi honor, y no he vendido mi alma.
Incrédula:
—¿Tu… alma? Bueno, pues habrá que descubrirse ante tu alma. Estamos todos muy orgullosos de tu alma. ¿Se ha parado a pensar tu alma, por casualidad, en tu hijo, tu hija y tu mujer?
—¡No he pensado en otra cosa, Jill! Cuando llegue el momento, quiero ser capaz de mirar a Cari y Christy a los ojos y decirles: «Era inocente. Fui acusado falsamente. Me negué a pactar con una mentira. Fui a la cárcel, pero entré en la cárcel como hombre y salí de la cárcel como hombre».
Una sonrisa amarga se apoderó de la cara de Jill, que empezó a sacudir la cabeza y se echó a llorar de nuevo.
Rotto decía: «Sigue… sigue… sigue… sigue… sigue, nena, sigue, nena, sigue, nena, sigue, nena, sigue, nena…».
—Por favor, no llores —suplicó Conrad al teléfono. Suplicó; rara es, en verdad, un alma masculina tan entumecida que pueda soportar las lágrimas de una mujer.
—¿Y para ellos es mejor esto? —dijo Jill con voz quebrada y lastimosa—. ¿Es mejor para sus almas? ¿Es mejor que sepan que estás en la cárcel por agresión ilegítima? ¿Que su padre es un presidiario? ¿Qué clase de gran favor es el que les haces, por el amor de Dios?
Rotto decía: «Aunnnh… aunnnh… aunhhhh… aunnnnnh… aunnnhhhhh… aunnnnnhhhhhhh… ¡AUNNNNHHHHHHHHHHHHHH!».
Conrad bajó los ojos e inclinó la cabeza. Sintió que el suelo desaparecía bajo sus pies. De pronto todas sus racionalizaciones, sus principios —su alma—, parecieron las proposiciones más vacías imaginables. Su alma… la idea misma de un alma empezó a parecer una ilusión insensata. Su alma, si es que existía tal cosa, perdía el último vínculo con todo lo bueno y sano. Miró de nuevo a Jill, que seguía sollozando en silencio, con el auricular junto a la oreja.
Su visión periférica detectó la inmensa forma de Rotto levantándose del taburete. Gracias a Dios, por fin se iba. Soltó un suspiro de alivio. Entonces sintió una palmada en el hombro. Miró hacia arriba. Rotto lo miraba, sonriendo. Parecía inmenso, mirando de aquel modo desde las alturas.
—Hola, Conrad —dijo—. ¿Qué tal va, tron?
Una alerta roja estalló en algún lugar dentro de la cabeza de Conrad y emergió a la superficie de su piel hasta que le pareció que los poros de su cuero cabelludo eran pequeños cráteres furiosos. No dijo nada. Apartó la mirada e intentó concentrarse en la cara de Jill. «Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?». ¡Ese hombre, ese bestia de Rotto, sabía su nombre! ¿Cómo? ¿Por qué?… ¡o quizá lo de por qué era demasiado obvio! Sólo llevaba en Santa Rita diez días… ¡pero era un tiempo más que suficiente para saber que lo último que deseaba cualquier joven recluso de la nave era atraer la atención de alguien como Rotto!
Conrad mantuvo la mirada fija en Jill. Lloraba, los labios se movían, el sonido de la voz pasaba por el auricular que se llevaba a la oreja, pero no atendía a lo que decía.
—¡Pregúntaselo por lo menos, Conrad!
La expresión de su cara le estaba rogando, pero ¿rogando qué? ¿Preguntar a quién? Algo del abogado, Mynet, pero había perdido el hilo. «Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?». El corazón le latía a toda velocidad. Se sintió presa de un estado febril. ¿De qué estaba hablando? ¿Mynet? ¿El abogado Mynet? Mynet, el abogado, había acabado con sus penosos ahorros, sus últimos dos mil novecientos dólares, de un plumazo, con un chasquido de los dedos, y eso era lo único que al abogado Jack Mynet le interesaba saber de Conrad Hensley.
—¿Lo harás? —rogó Jill.
—Lo haré —repuso Conrad.
—No hablas en serio. Lo dices por decir.
Era cierto. Lo decía por decir. Lo que acababa de decirle el bestia de Rotto lo había puesto tan nervioso, que apenas podía pensar en otra cosa. Al final, preguntó:
—¿Has podido enviarme el libro?
Jill lo miró atónita, con una expresión exagerada que parecía preguntar: «¿Qué tiene eso que ver con lo que estamos hablando?».
—El juego de los estoicos —dijo Conrad—. ¿Has tenido suerte?
El juego de los estoicos era una novela recientemente publicada de un escritor de novelas de espías, un inglés llamado Lucius Tombs, que a Conrad le gustaba mucho.
Jill suspiró.
—Sí, lo he enviado. O, más bien, lo han enviado, los de la librería lo han enviado, hace una semana. Treinta dólares, por cierto, más los sellos.
Las normas de la cárcel prohibían que los reclusos recibieran libros a menos que fuera una librería o una editorial la que los empaquetara y enviara.
Conrad sintió su exasperación, pero perseveró:
—Nos pasamos las horas sentados en la celda y, cuando salimos, vamos a la pecera, una especie de sala de recreo, donde seguimos pasando el rato sentados. Voy a volverme loco. Puedes sacar libros de una especie de biblioteca ambulante, pero son todos una porquería.
Se daba cuenta de lo nervioso que se había puesto.
«Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?».
—Yo te he enviado el libro —dijo Jill—. Y tú tienes que hacer una cosa, Conrad. Tienes que… hablar… con el señor Mynet.
Conrad abrió la boca y, en lugar de hablar, inspiró con fuerza y asintió con la cabeza.
—Por favor, no me digas que sí para que me calle —añadió Jill—. No te entiendo. No sé qué nos está pasando. He hablado con mi madre… y ella piensa que ni siquiera tendría que esperar. Voy a esperar, Conrad, pero podrías darme un poco de esperanza, ¿no?
¿Esperar? ¿Y si no esperaba, qué?, se preguntó. Y entonces comprendió el sentido. En California una condena por delito menor era motivo automático de divorcio. Una sensación de náusea se apoderó de él. Intentó sonreír.
—Para serte sincero, no lo sé. No sé qué esperanza puede haber en este momento. He tomado una decisión y puede que haya sido una decisión equivocada, pero la he tomado y aquí estoy. De verdad, no sé qué cosa se puede cambiar. Te quiero, quiero a Cari, quiero a Christy, y he hecho lo que creía que tenía que hacer. O bien hay esperanza en eso o no la hay.
A Jill se le llenaron los ojos de lágrimas y sus labios y su barbilla empezaron a temblar; las lágrimas volvieron a surcar sus mejillas.
—No intento que te compadezcas de mí, Jill. Eso es… Eso es exactamente lo que siento, y no sé qué otra cosa decirte. —Levantó la mano en un gesto de impotencia y luego la dejó caer sobre el muslo.
Jill seguía sollozando, en silencio, cuando un funcionario recorrió la hilera anunciando que se había acabado el tiempo. Conrad no podía creerlo. Le parecía que habían pasado dos minutos. ¡Todo ese tiempo dedicado a hablar de… putas hubbas!
Acercándose el teléfono a los labios, dijo a Jill:
—¿Les dirás a Cari y Christy que has hablado conmigo? —Al ver que ella asentía, añadió—: Diles que los quiero mucho. Diles que pienso en ellos todo el rato. —Volvió a asentir. Conrad hizo una pausa y la miró no tanto con nostalgia como con impotencia—. Hasta la semana que viene.
Se dio cuenta de que su propia expresión convertía la frase en una pregunta. Ella volvió a asentir. Seguía callada.
—Te quiero, cariño —dijo Conrad.
Bajísimo, Jill dijo al teléfono:
—Te quiero.
Luego colgó el auricular y, sin levantarse, lo miró con los labios muy apretados. ¿Qué significaban esos labios apretados y desconsolados? ¿Qué conclusión tenía que sacar? Se llevó los dedos a la boca, le lanzó un beso y levantó las manos, sin soltar el auricular, para mostrarle que la abrazaría si pudiera. Ella también se llevó los dedos a la boca, pero los labios siguieron apretados.
Mientras Jill se volvía para irse, Conrad tuvo la terrible sensación de que no volvería a verla el domingo siguiente ni ningún otro domingo. ¿Qué otro futuro había que no fuera el de la nave?… donde el mundo se encogía hasta que no quedaba sitio para las especulaciones sobre la ley y menos aún sobre el alma.
«Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?».
Los viejos barracones de Santa Rita estaban construidos como una serie de graneros, en grandes naves de dos pisos de altura, lúgubres y oscuras. Las celdas no se parecían a ninguna de las celdas de las que Conrad había oído hablar. Eran como compartimentos de establo; quizá la palabra fuera «pocilgas», puesto que, como en muchas granjas de cerdos, estaban hechos de cemento y yeso beige sucio. Cada celda medía algo así como un metro y medio por tres, con apenas sitio para una litera metálica doble sujeta al suelo y un conjunto metálico de lavabo y retrete. No había ventanas y la puerta era una tabla de madera maciza, como una escotilla de barco, pintada de negro y con una ranura para pasar la comida. En vez de techo, las celdas estaban cerradas por una pesada reja metálica. Los reclusos eran como los lagartos de esos terrarios que los niños compran en las tiendas de animales, los que tienen una rejilla por encima. Al mirar hacia arriba, lo que se veía a través de la reja era la parte de abajo de una pasarela de madera por donde patrullaban los funcionarios, vigilando las criaturas de abajo. En algún lugar sobre las pasarelas había ventanucos por los que entraban la luz y el aire. Colgados del techo rechinaban y chirriaban unos pocos y antiguos ventiladores de correa, pero el calor seguía apretando. Nunca desaparecía, ni siquiera de noche.
En ese preciso instante los chirridos de los ventiladores cortaban el suave, tibio y caldoso solo de un saxofonista de jazz llamado Grover Washington, que el sistema de megafonía transmitía de una emisora de radio local, la KBLX, dedicada a la música clásica y al jazz.
Conrad no lograba averiguar si la intención de los funcionarios era calmar a los reclusos o molestarlos. Los funcionarios eran muchachos locales de la Oficina del Sheriff, todos ellos de la zona, el valle de Livermore, okys en su mayoría, pero también unos pocos latinos; los reclusos, en cambio, eran sobre todo jóvenes negros de las calles de O-town o Bump City, como llamaban a Oakland. A los funcionarios les molestaba la música de O-town, la detestaban; y, si poniendo a Grover Washington pretendían fastidiar a los presos, lo conseguían.
—¡Puta música de tren!
—¡Puta música de emisora del tiempo!
—¿Qué se creen que es esto, un puto ascensor?
—¿Estos hijos de puta no han oído hablar del puto año dos mil?
Conrad estaba más que harto de la puta palabra «puta». Al cabo de diez días, empezaba a superarlo. No lograba sacársela de la cabeza. Llovía desde todas partes, desde esa celda y ésa y ésa y ésa y la de más allá. Procediera de donde procediera, siempre se oía, porque no había nada sobre las celdas, salvo la reja. En Santa Rita se oía todo. «Puta» aporreaba todos los cráneos y, al final, penetraba en todos los cerebros y después salía de todas las bocas o de casi todas las bocas, las de los blancos, los latinos, los asiáticos, incluso las de los funcionarios. Esa forma de hablar de O-town pasaba también a los funcionarios. Así, era posible oír a algún oky que desde lo alto de la pasarela le gritaba a otro:
—¡Eh! ¡Armentrout! ¿Dónde estás? ¿Qué pasa? ¿Qué puta cosa pasa ahora?
Conrad estaba sentado en el suelo de cemento de su celda con la espalda contra la pared, las piernas recogidas, los brazos alrededor de las rodillas, la cabeza agachada, los ojos cerrados, dejando que aquella absurda sinfonía le recorriera el cerebro, intentando mantener fuera todo pensamiento… Buh buh buh buh bubba buuuuuu uhuuuuuuuuuuuuuu, las largas, suaves, olorosas y cremosas notas del saxo de Grover Washington… scrack scrack scrack scrack scraaaaaaaaccccckkkkkkkkk, el chirrido de los ventiladores suspendidos… Puta puta puta puta, el coro de «putas» de todas las celdas… Zraguuuuuuuum zraguuuuuuum, el rugido de las cisternas de los váteres… Glu glu glu glu glu glu glu, el ruido de succión del agua que caía… y luego los puta puta puta puta por todas partes de nuevo…
Mantenía los ojos cerrados porque, si los abría, las cosas no hacían más que empeorar. Si los abría, veía esa diminuta y asquerosa pocilga, esa jaula de lagarto en la que estaba encerrado, veía a sus compañeros de celda, y empezaba a pensar otra vez; y, si empezaba a pensar otra vez, tendría que enfrentarse a la horrible posibilidad de que Jill tuviera razón, de que su postura acerca de los principios no hubiera sido en el fondo más que eso, una pose… que hubiera arruinado su vida y hecho daño a quienes amaba sólo para satisfacer su obstinado ego… en un mundo donde los principios estaban muertos… y que su descenso a ese agujero, ese infierno en la Tierra, sólo fuera en nombre de la vanidad y la insensatez. ¡No! ¡Lo había hecho por sus hijos! Era un ejemplo que les mostraría, con orgullo, cuando fueran lo bastante mayores para apreciar qué había hecho y por qué se había sacrificado de ese modo. Con los ojos cerrados, intentó pensar en las caras de Cari y Christy, en todos los detalles, con el máximo de precisión, y… ¡no pudo! Todo cuanto aparecía tras sus párpados era un par de caritas vagas, pálidas y fantasmales. Incluso Jill, a quien acababa de ver, se desvanecía con rapidez. Los estaba perdiendo a los tres, también en el recuerdo. Y si Jill no lo visitaba el domingo siguiente, ni el domingo siguiente, ni el siguiente, y si se divorciaba de él… El corazón le latía con fuerza. Lo embargaban el calor y la angustia. Bajo los brazos, el sudor se había convertido en una sustancia aceitosa. En las tripas, los retortijones se le clavaban como pequeñas cuchillas. Era consciente del miedo de su propio cuerpo, que formaba ya parte del ineludible olor de Santa Rita —¡el olor de los seres humanos!—, el hedor de la derrota, la frustración, la rabia, la agresión, la locura sexual y, por encima de todo, el miedo.
«Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?».
Debido al hacinamiento crónico de Santa Rita, era el tercero y último preso metido en una celda en la que, como en todas las demás, apenas cabían dos personas. Sus compañeros de celda eran un oky que se llamaba Mutt y un hawaiano llamado 5-Cero. Ambos parecían saber de cárceles y ambos parecían desear que se desintegrara. Era un pluma nuevo e inútil que no entendía nada y, además, en tanto que tercero, era el culpable de que estuviesen hacinados. El oky, Mutt, tenía la litera de abajo, el hawaiano, 5-Cero, tenía la litera de arriba, y Conrad dormía en un colchón en el suelo. Por la noche ocupaba todo el espacio entre la litera y la puerta, tenía incluso que colocarlo contra la pared, lo que lo obligaba a dormir con las piernas dobladas. Durante el día lo colocaba bajo la litera de abajo, con lo que sólo podía sentarse en el suelo. Mutt y 5-Cero no querían ver el colchón y tampoco querían verlo a él. De modo que se sentaba en el suelo, con los ojos cerrados, esperando contra toda esperanza que los retortijones no lo hicieran levantarse y tener una horrible evacuación intestinal a medio metro de los dos hombres, a quienes irritaba el mero hecho de su existencia.
—¡LA PUTA, 5-CERO! ¡QUÉ PUTA MIERDA ESTÁS HACIENDO!
El grito fue tan repentino y fuerte que Conrad abrió los ojos. Mutt y 5-Cero estaban sentados con las piernas cruzadas en la litera inferior. Mutt se había quitado la camisa de su uniforme amarillo y 5-Cero le tatuaba en el pecho un rifle de asalto Kalashnikov, de unos diez centímetros, con un afilado trozo de cuerda de guitarra, justo bajo el hueco en el que se juntaban las clavículas.
—¡Esta puta cosa duele de la puta! —exclamó Mutt.
—Bummahs, tío —dijo 5-Cero—. Sólo intento pa’ dibujar el cargador, da’sí, sa razón.
—¡Pues, mierda, entonces no lo hagas da’sí!
—Sí que tengo, bummahs, tío, pero es que cuando samina el Kalashnikov, el cargador, es s’koshi da’sí, ¿ves?
Describió una pequeña curva en el aire con la mano.
«¿Da’sí?». Como Conrad había acabado por adivinar, en el idioma de 5-Cero, que se llamaba criollo hawaiano, «bummahs» significaba «lástima» o «lo siento»; «saminar» significaba «examinar» o «revisar»; «s’koshi» significaba «un poco» y «da’sí» significaba «de ese modo», «así» o «como sabes».
Mutt era un hombre enjuto y nervudo, que no debía de llegar a los setenta kilos, con una abultada red de venas en los antebrazos. A Conrad le recordaba a Bombilla, que trabajaba en la cámara frigorífica de Croker Global, aunque Mutt tenía la nerviosa costumbre de bajar las cejas una y otra vez, lo cual le confería una expresión de enfado permanente. En un hombro llevaba un tatuaje con la leyenda «Vivir para rular, rular para vivir». Debajo había un tatuaje, pequeño pero extravagantemente preciso, de una moto alada conducida por un fantasma. En el otro hombro llevaba un tatuaje de una calavera con una gorra de oficial nazi. Eran tatuajes carcelarios, realizados con habilidad, o con bastante habilidad, pero sólo en negro y afeados por los costurones de tejido coloidal donde se habían infectado y luego sanado. Los tatuajes se toleraban en las penitenciarías estatales, pero en Santa Rita estaban prohibidos. Mutt y 5-Cero habían solucionado el problema sentándose en la litera de abajo, donde los funcionarios no podían verlos desde la pasarela.
A Conrad le parecía que Mutt debía de rondar los cuarenta años. 5-Cero era seguramente unos diez años más joven. Era corpulento, pero más rechoncho que musculoso, con una suave piel de color masilla, una mata de negro azabache y una gran nariz chata. Sobre sus labios carnosos corría un amago de bigote ralo; los grandes maxilares y la marcada barbilla daban unidad a todos los elementos de la cara y le proporcionaban una expresión de dureza más que de hermosura. Conrad lo había contemplado dibujar el Kalashnikov con un bolígrafo sobre una hoja de papel. Era una obra de arte cuya sofisticación causaba asombro. Había aplicado en el pecho de Mutt una capa cerosa, con un desodorante de bola comprado en el economato, y luego había apretado el dibujo. Al apartar el papel, el dibujo del rifle quedó transferido a la piel de Mutt y entonces se puso a trabajar en él, sosteniendo la cuerda de guitarra como si fuera una lanceta y siguiendo el dibujo en la piel del pequeño oky. Su concentración era tan intensa que parecía que las cejas le fueran a envolver la nariz.
Conrad estaba fascinado. Se quedó mirándolo. 5-Cero se detuvo, inmóvil, con las manos en suspenso sobre el pecho de Mutt; se volvió hacia Conrad y lo fulminó con la mirada que proclamaba: «¿Y tú qué miras?». Luego gruñó:
—¿Molesto ti, debo ti dinero o qué?
Mutt también se volvió hacia él, frunció el entrecejo, le lanzó una mirada acusadora, se volvió de nuevo y masculló:
—Mierda puta de tío.
Conrad se encogió de hombros, desvió la mirada y cerró los ojos. A pesar de todas sus bravatas carcelarias, Conrad no temía a aquellos dos hombres. Mutt, por lo que adivinaba, era un delincuente de poca monta que llevaba más tiempo entre rejas que en libertad y que en ese momento esperaba juicio acusado de vender crank, una forma de metedrina. Afirmaba ser miembro de la Liga Nórdica, y quizá lo fuera, puesto que era uno de los pocos presos blancos que podía superar el control negro de los dos teléfonos de la pecera. Sin embargo, su pose de tipo duro no lograba disimular el hecho de que tenía los nervios destrozados y era presa de temblores y tics, así como de arrebatos de taciturno pesimismo interrumpidos por ataques de furia. En cuanto a 5-Cero, estaba en la cárcel acusado de falsificación, algo relacionado con tarjetas de crédito y, al parecer, no era la primera vez. Siguiendo un acertado sentido de supervivencia, al igual que los presos asiáticos más entendidos y capaces de hacerlo, se había unido a una banda latina llamada Nuestra Familia.
Todos esos detalles acerca de los modales, las costumbres y el vocabulario carcelarios había llegado a aprenderlos Conrad a través de las interminables conversaciones entre Mutt y 5-Cero. Encerrados en la celda durante horas y horas, a veces leían libros del carrito de la biblioteca ambulante que aparecía por la pecera cada dos semanas. Mutt estaba leyendo una novela llamada Berkut, sobre los últimos días del Tercer Reich y la huida y captura de Hitler por parte de Stalin, que con fervor consideraba basada en hechos reales. 5-Cero estaba leyendo una novela llamada Doctor Nieve, sobre unos chulos y «sus zorras», de un escritor llamado Donald Goines. No paraba de cerrarlo de golpe contra la litera y decir: «Va, bummahs, qué libro mierda». A continuación tomaba un bloc de notas y un bolígrafo de los del economato y se ponía a dibujar hombres y mujeres con unos músculos tremendos, estilo de los superhéroes de los cómics. Resultaban grotescos en su extrema musculosidad y, sin embargo, el gran hawaiano conocía la anatomía humana. Los dioses y diosas no cesaban de brotar de sus dedos, a menudo en posturas de acción violenta, en complejos escorzos. Mutt le daba la lata para que le hiciera creaciones pornográficas y, de vez en cuando, 5-Cero cedía a sus ruegos, lo cual producía en Mutt espasmódicas risas de placer. Y en ese momento 5-Cero le estaba tatuando un Kalashnikov, en el pecho, mientras ambos continuaban su crónica verbal de los días carcelarios.
A Conrad le parecía que 5-Cero era un «moke», que según había deducido, en criollo quería decir un típico matón de clase baja. Se había metido en problemas en el continente y luchaba por sobrevivir en un mal rollo llamado Santa Rita.
En ese momento, mientras Conrad estaba sentado en el suelo con los ojos cerrados, 5-Cero y Mutt discutían sobre el culturismo en la cárcel y los problemas que ocasionaba en la pecera. La única instalación de baño de la pecera —5-Cero pronunció «banio»— era una hilera de duchas, en un lateral de la sala, separadas del resto de la habitación por una pared de cemento que llegaba a la altura de la cintura y con un estrecho paso en el centro.
Santa Rita no disponía de ningún equipo para hacer pesas, de modo que los «fichas pulidos» habían tomado la costumbre de ponerse en ese paso, apoyar una mano en cada sección de la pared y hacer flexiones, un ejercicio que hinchaba los hombros, el pecho y los tríceps de los brazos. Los reclusos negros de la pecera superaban a los reclusos blancos en más del doble, y su cabecilla, una bestia llamada Vastly, que llevaba el pelo recogido en trencitas hechas con pequeñas cintas amarillas, como una corona carcelaria, era incluso más grande que Rotto. Cuando «los popolos» —los negros— estaban ocupados haciendo flexiones, observaba 5-Cero, nadie podía ducharse.
—Intenta tú pa entrar —dijo—, tú culo puesto.
«Culo puesto» no era criollo, sino el término universal de Santa Rita para decir «tener mala suerte».
Conrad sintió curiosidad por ver la reacción de Mutt ante esa descripción de los hechos cotidianos de la cárcel, de modo que separó ligeramente los párpados, justo lo suficiente para ver sin que sus compañeros de celda se dieran cuenta de que los miraba.
—Mierda —dijo Mutt—, si un hijoputa va y no me deja entrar a las putas duchas, va a ver quién descula a quién.
—Sí, entonces espero que tienes tú cantidad de lakas, mano. —«Lakas» significaba «huevos», «mano» significaba «hermano»—. ¿Sabes tú dése mano, Riffraff? Ya intenta dése tipo pa’blatar —el tipo intentó colarse— detrás duno dellos grandes popolos pa’entrar y no veas… ¡Ya rompe Vastly y demás la cara pa’él! ¡Ya cepilla da cara! —Hizo un gesto con una mano sobre el bíceps del otro brazo para indicar los músculos de Vastly y los demás.
—La puta las flexiones y toda la mierda —dijo Mutt, con infinito asco—. ¿Sabes lo que desinfla en un santiamén todos esos putos músculos inflados?
—¿Cosa?
—Un trozo de metal, 5-Cero. Tú dame un pincho y me planto delante de cualquier ungabunga de toda esta puta cárcel, por muy hinchado que esté. —Cerró los dedos y lanzó una súbita estocada retorciendo la mano, como si le clavara un cuchillo a alguien en el plexo solar.
Justo entonces se oyó un ruido seco en la puerta; un funcionario acababa de abrir la tablilla que cerraba la ranura por la que se pasaba la comida.
—¡Hensley!
Conrad alzó la cabeza. Vio parte de la cara de un funcionario que miraba.
—Tienes un paquete.
Conrad se levantó y con un solo paso se acercó a la puerta. Por la ranura vio al funcionario, un oky pálido y corpulento a quien los grandes brazos le abultaban bajo la camisa gris de manga corta del uniforme. Abría un sobre acolchado de papel manila. Sacó un libro. Conrad apenas tuvo tiempo de ver la palabra «estoicos» en la sobrecubierta antes de que el funcionario la quitara y se la colocara bajo el brazo, junto con el sobre acolchado. A continuación tomó el libro por su cubierta de cartón y, sin más palabras, procedió a sacudirlo con energía. Las páginas y la contracubierta se agitaron violentamente.
Conrad quedó atónito. ¡Iba a romper la encuadernación!
El funcionario detuvo de pronto sus sacudidas y miró a Conrad a través de la ranura.
—El libro te lo puedes quedar, pero esto no. —Hizo un gesto con la cabeza en dirección a la tapa, que aún sostenía y levantaba a la altura de los ojos.
Nada más decir eso, atrapó las páginas del libro con la otra mano, se inclinó y, con un furioso gruñido, arrancó la cubierta, luego el lomo y a continuación la contracubierta. Cuando todo hubo terminado, tenía la cara roja y resollaba. Sostuvo en alto los restos, un patético montón de hojas que se separaban, con grumos de cola seca despedidos en todas direcciones.
—Muy bien, yas tuyo. —Pasó el maltrecho libro a través de la ranura y Conrad lo recibió—. La próxima vez, le dices a quien te lo haya enviado que no quieres tapas duras.
Y se alejó.
Conrad permaneció inmóvil por un instante, sosteniendo lo que quedaba de su objeto atrozmente violado. Estaba conmocionado. Sentía que había sido degradado y humillado de una forma terrible. Qué ejercicio de poder tan gratuito e inútil. Mi libro.
Sosteniendo el fajo a la altura del pecho, se volvió y miró a sus dos compañeros de celda, a la espera, en parte, de que mostraran alguna expresión de apoyo, a pesar del obvio resentimiento que sentían por su misma existencia. Ambos lo miraban desde la litera de abajo.
—¡La puta! —dijo Mutt, pero no a Conrad, sino a 5-Cero—. Ya me gustaría tener en las manos esta puta tapa. Eso sí que es un buen pincho, tío… No tiene que ser de metal, lo importante es que sea largo para que entre. Eso lo aprendí el primer día que pasé en la trena. Era…
Se detuvo, apartó la mirada, como si mirara a la lejanía en lugar de hacerlo a una asquerosa pared de color crema a medio metro de su nariz. Entonces miró a Conrad. Conrad se dio cuenta, regresó a la pared, se sentó de nuevo en el suelo y se puso a mirar los restos del libro, como si se dispusiera a leerlo. Sosteniendo el taco junto, con la mano izquierda, pasó la primera página.
Era la hoja en blanco de cortesía con la que empezaba el libro. En la siguiente venía el título; sólo eso, el título: Los estoicos… Vaya, qué extraño, no decía El juego de los estoicos…
Mutt reanudó su relato.
—Era un niñato —contó a 5-Cero—. Diecisiete años y tenía aspecto de doce. Creo que no pesaba ni cincuenta kilos, y me metieron en una celda con tres de esos grandes joputas pulidos. —Hizo el mismo movimiento sobre el bíceps que había hecho 5-Cero para describir a Vastly y su séquito.
—¿Tres popolos?
—No, eran tres putos blancos. Lo primero me saltan encima y dos de esos joputas pulidos me tumban al suelo y el tercero… se me pone a dar por culo. —Otra larga pausa—. Mierda… me dio por culo, 5-Cero, me dio por culo. Los otros dos tíos me tenían clavado y no podía hacer un puto movimiento ni con las manos ni con las piernas. Tenía diecisiete años. Y luego se pusieron a echar una siesta, los tres, como se acababan de dar el lote… Bueno, uno de esos joputas tenía un libro igual que su puto libro, con tapas duras, y la portada estaba casi separada del resto. Así que acabé de romperla, sin hacer ningún ruido, y empecé a doblar el cartón mientras seguían dormidos, así. —Hizo con las manos el gesto de doblar hacia adelante y hacia atrás el cartón—. Me fabriqué un trozo, así. —Hizo una forma de cuña con los índices—. Luego empecé a doblar ese trozo de cartón a lo largo hasta que conseguí un pedazo el doble de gordo, así. —Con los dedos describió un triángulo largo y estrecho, con forma de daga—. Entonces lo agarré por el lado ancho, así —cerró los dedos en el aire, como si sostuviera un cuchillo— y me acerqué al joputa grande que me había enculado… y entonces… joder tío, 5-Cero… ¡LE METÍ EL PINCHO DE CARTÓN EN MITAD DE SU PUTO OJO!
Asestó con su puño cerrado un golpe de tal ferocidad que 5-Cero se echó hacia atrás en la litera. El grito de Mutt fue tan violento, que se oyó en todas las celdas de la nave.
—¡Joder! —exclamó 5-Cero—. ¿Cosa ya pasa entonces, mano?
Mutt se inclinó hacia adelante en la litera, con los brazos y el torso desnudo rígidos. Sus ojos destellaban al recordar aquel episodio lejano.
—El joputa se levantó chillando, con la sangre chorreando por los putos dedos al tocarse el ojo, y entonces me miró con el otro ojo y me alegro que maya mirado y caya visto que se lo hacía yo, porque fue la última vez que ese joputa usó los putos ojos en su puta vida, 5-Cero, porque entonces… ¡LE CLAVÉ AL JOPUTA EL PINCHO DE CARTÓN NEL OTRO OJO!
Asestó otro golpe con la mano, y 5-Cero retrocedió de nuevo; entonces, de las celdas vecinas empezó a elevarse un coro:
—¿Quién está soltando todas las mamonadas esas de los ojos?
—¿Dónde está el jota ese del cartón?
—¡Eh, tú! ¡Joputa! ¡Cállate o te voy a meter ese cartón por el saco de la mierda!
Esos mensajes por la «radio», como se llamaba, irritaron aún más a Mutt, hasta el punto que se inclinó hacia 5-Cero, como un animal a punto de saltar.
—No era más que un trozo de cartón arrancado de un libro, 5-Cero, ¡pero me hice el pincho más de puta madre de mi vida! ¡Ningún herrero sería capaz de hacer otro igual de puta madre! ¡Fue más de puta madre que cargarme al puto tío! Ese joputa, si es que sigue vivo, es un zombi con dos huevos escalfados en vez de ojos… ¡Y QUE SE JODA! ¡NINGÚN JOPUTA EN NINGUNA PUTA CÁRCEL HA INTENTADO NUNCA DARME OTRA VEZ POR CULO!
El coro se alzó de nuevo:
—¡Tú! ¡Supermán! ¡Bésame el culo!
—¿Quién es ese jota? ¡Ese tío tiene cartón en vez de chola!
—¡Lo que tiene es una reserva para la nevera de goma, eso es lo que tiene!
¡Eh… eh… ehhhhhhhhhhh!
El simple recuerdo de la violación había hecho que Mutt se enfureciera hasta alcanzar un estado casi maníaco. Las burlas y las carcajadas del coro de voces negras lo empujaron entonces a cruzar el límite.
Bastaba mirarlo para darse cuenta. Saltó de la litera y miró hacia arriba a través de la reja, con la boca entreabierta, enseñando los dientes y respirando rápidamente. Estaba claro que se disponía a comunicar un mensaje al mundo. Y eso fue lo que hizo:
—¡ASÍ QUE NADIE ME DIGA CUN PUÑADO DE NEGRATAS PULIDOS VANA CHARME DE LA DUCHA!
Eso la armó.
—¡Eh! ¿Quién ha utilizado la palabra de la ene?
—¿Quién es el puto tío que ha dicho eso?
—¡Un puto jota acaba de usar la palabra de la ene!
—¡Tú! ¡Funcionario! ¡Será mejor que envíes a ese puto tío a Locolandia o es carne muerta!
Los gritos se alzaron desde todas las celdas. Se armó un verdadero jaleo. Conrad dejó de fingir que miraba el libro. Se sentó con la espalda recta, en estado de alerta. La «palabra de la ene» era la palabra más tabú en Santa Rita, si uno era blanco.
—¿Dónde está ese jota? ¿Qué puto número de celda tiene?
Un jota era en la jerga carcelaria un loco. Muchos reclusos de Santa Rita pasaban primero por un centro estatal de Vacaville, en el valle de Napa, para un examen psiquiátrico. La designación de Vacaville para los psicóticos era la categoría «J»; los homosexuales eran la categoría «B»; y los reclusos se referían a Vacaville como Locolandia o Localandia. En fin… puede que Mutt sí que fuera un candidato para Locolandia. Conrad, sentado en el suelo, tenso, se aventuró a mirar a 5-Cero, que estaba sentado en el borde de la litera, ya un poco más apartado de Mutt. Había dejado el trozo de cuerda de guitarra. Miró a Conrad… por primera vez con algo distinto a la actitud distante del veterano que trata con prepotencia al pluma nuevo. ¿Qué vio entonces Conrad?… quizá incluso un atisbo de la camaradería de dos pobres diablos unidos en la desdicha, porque ambos pensaron lo mismo: que ese oky esmirriado con medio Kalashnikov recién tatuado en el pecho había perdido los estribos.
Efectivamente, porque Mutt empezó a meterse con sus detractores. Echó la cabeza hacia atrás y gritó a través de la reja:
—¡A QUIÉN PUTA OS CREÉIS QUE ESTÁIS HABLANDO, BANDA DE PUTOS UNGABUNGAS!
Luego empezó a saltar como un mono, a rascarse las costillas con los dedos y a gritar:
—¡UNGABUNGA! ¡UNGABUNGA! ¡UNGABUNGA! ¡UNGABUNGA!
El estruendo se hizo entonces ensordecedor.
—¡Eh, tú! ¡Basta ya!
Era uno de los funcionarios inclinado sobre la barandilla de la pasarela.
Desde algún lugar, la voz de un recluso se alzó sobre todas las demás:
—¡Decidle a ese puto jota racista que la corte o le van pelar la olla!
—¡Que te pelo la olla, joputa!
—¡Te pelo la olla!
—¡Te pelo la olla!
—¡Te pelo la olla!
¡Kenny! ¡De pronto lo recordó! La noche en que lo habían despedido de Croker Global Foods, Kenny había entrado como un bólido en el aparcamiento con su coche rojo recién comprado, desde el que atronaba una canción de country metal titulada Perra muerta, en la que un grupo llamado Cacerola de Pus no paraba de berrear: «Te pelo la olla, te lo aviso… te pelo la olla, te lo aviso… te pelo la olla, te lo aviso»; y Kenny, desde su eminencia de hombre de mundo que hablaba a un pobre cabeza cuadrada llamado Conrad Hensley, le había informado de que aquello era jerga carcelaria. ¡Qué paradójico! ¡Qué poco sabía Kenny en realidad! Ni aunque se hubiera puesto a pensar mil años, habría imaginado nunca qué significaba estar encerrado como un lagarto en Santa Rita, donde la gente se amenazaba con pelarse mutuamente la olla… completamente en serio.
Mutt se quedó de pie junto a la litera, mirando a través de la reja, apretando los dientes y con los brazos a los lados, como dispuesto para un duelo de película del Oeste. Estaba desnudo de cintura para arriba. Su pequeño tronco era todo cartílago, nudos y venas. Alzaba y bajaba las cejas a un ritmo frenético. El motero fantasma y la calavera nazi de sus hombros adquirieron enloquecida realidad. El Kalashnikov blasonado en el pecho parecía tan enajenado como él. La mitad del dibujo seguía estando en el negro mate de la versión en bolígrafo de 5-Cero. La otra mitad, la mitad que 5-Cero ya le había grabado en la piel, destacaba formando un inflamado relieve rojo. El sudor le corría por la cara. El cuerpo semidesnudo brillaba. Empezó a gritar otra vez:
—¡CERRAD LA PUTA BOCA! ¡CERRAD LA PUTA BOCA!
—Tranqui, man —dijo 5-Cero—. ¡Cabeza fría primero cosa!
Sin embargo, resultó inútil.
—¡Cerrad la puta boca! —gritó Mutt—. ¡OS VOY A DEVOLVER A GOLPES A LA CAJA DEL ARROZ, PANDA DE MONOS!
El jaleo aumentó. Alguien gritó:
—¡Puta carne muerta! ¡Carne muerta!
Y entonces se convirtió en una salmodia:
—¡CARNE MUERTA! ¡CARNE MUERTA! ¡CARNE MUERTA! ¡CARNE MUERTA!
Splaaatttt…
… algo golpeó el suelo de la celda a sólo unos pocos centímetros de donde estaba sentado Conrad. Ahí mismo… caía un líquido amarillento y pegajoso. Conrad olió a orina, a orina y también a algo dulzón. Se incorporó de un salto antes de que el charco se extendiera. Por encima de él una larga y viscosa hebra de pringue colgaba de la reja y se alargaba poco a poco por efecto de su propio peso. ¡Bombardeo! ¡Desde una celda vecina! ¡El pizuca! El pizuca formaba parte del perverso arsenal de Santa Rita. Los reclusos orinaban en tubos de plástico de champú del economato, echaban dentro sirope sacado de las tortitas del desayuno, lo agitaban todo, colocaban la tapa, se subían a las literas de arriba y estrujaban con fuerza el tubo para lanzar la desagradable mezcla por encima de las paredes de las celdas.
Mutt miró por un instante el pringue del suelo, luego pasó junto a Conrad de un salto. Cuando llegó a la puerta, le propinó una tremenda patada, como de kárate, con el talón y la planta del pie. Era la forma en que muchos reclusos mostraban su insatisfacción. Se detuvo, contempló la parte inferior de la puerta, luego empezó a golpearla repetidas veces: BANG-BANG, BANG-BANG, BANG-BANG.
—¡Tú! ¡Simms! ¡Qué pasa contigo! —gritó desde la pasarela uno de los funcionarios oky—. ¿Qué mierda te crees questás haciendo?
Sin mirar hacia arriba, sin dejar de contemplar la puerta, Mutt dijo:
—¡Quiero crank!
—¿Que quieres crank?
—¡Dame crank, joder!
—¿Sabes qué, Simms? ¡Estás culo puesto!
Un coro de silbidos y carcajadas desde las otras celdas. La cara de Mutt se retorció de rabia.
—¡HE DICHO QUE QUIERO CRANK!
—Alguien gritó:
—¡Toma el crank de mi polla, carne muerta!
Risas estentóreas.
—¡Tú! ¡Simms! ¡Mírame! —gritó el funcionario.
Mutt miró a través de la reja y también lo hicieron Conrad y 5-Cero, que había salido ya de la litera. Distinguieron al funcionario inclinado sobre la barandilla de la pasarela, mirándolos.
—Tranqui, Simms —dijo.
A continuación bajó la mano por fuera de la barandilla hasta que estuvo a la altura de la entrepierna. Dobló los dedos, extendió el pulgar y se puso a sacudir la mano haciendo el código masculino que significa: «Hazte una paja».
Ciego de rabia, Mutt extendió el brazo y el dedo medio hacia el funcionario, se volvió hacia la puerta y empezó a darle patadas con más furia incluso que antes: BANG-BANG BANG-BANG BANG-BANG BANG-BANG.
—¡Corta esa mierda, Simms! —gritó el funcionario—. ¡Suna orden!
Mutt no la cortó.
—¡VETE A LA PUTA MIERDA!
Siguió golpeando la puerta con el talón.
Otra voz desde la pasarela, una voz más grave:
—¡Joder, Simms! ¡Córtala! ¿Quieres que te venga a buscar Michael Jackson? ¡Eh… eh… ehhhhhhhhhhh!
Aquello levantó un clamor en el coro de la radio.
—¡¡Iros a la puta mierda!! —gritó Mutt.
—¡Eh, Mutt! —dijo 5-Cero—. Tranqui, man. Cabeza fría primero cosa. Taluego pa’ ese Michael Jackson, da’sí.
Sin embargo, Mutt ya no estaba para calmarse y aceptar consejos. Estaba frenético, rabioso, y los silbidos de todas partes no hacían más que aumentar su furia.
Conrad y 5-Cero se acercaron al extremo opuesto de la celda, junto al retrete y el lavabo. Ya oían los clacs de las tablillas de madera al cerrarse en las ranuras de las puertas. Sólo los funcionarios, desde el exterior, podían abrirlas o cerrarlas. Siempre hacían esto último cuando tenían que sacar a un recluso por la fuerza, para que los otros reclusos no vieran nada. Los clacs se hicieron cada vez más próximos y empezó a oírse el sonido de todo un grupo de hombres que hablaban en voz baja. Mutt dejó de golpear la puerta. Se limitó a quedarse mirándola, pero no dejó de mover los hombros y los codos. Entonces aparecieron un par de ojos en la ranura y una grave voz oky dijo:
—Muy bien Mutt, voy a abrir la puerta y quiero que salgas como un buen chico.
—Vete a la puta mierda. No me llames Mutt. No me conoces. No eres mi amigo.
—Muy bien Mutt, puedes ser Mutt o el señor Simms, pero voy a abrir la puerta y quiero que salgas tranquilo, como un chico bueno. Si no, vas a ser el señor Culo Puesto.
—Vete a la puta mierda.
—No quiero tener que entrar con Michael Jackson, Mutt.
La respuesta de Mutt a eso fue arremeter contra la puerta y escupir por la ranura.
—¡Mierda! Cabrón.
¡Clac! Alguien pasó de golpe la tablilla y cerró la ranura. La voz grave se oyó entonces por encima de la puerta y a través de la reja:
—Tiene que ser siempre por las malas, ¿eh, Mutt?
Silencio. Los tres, Mutt, 5-Cero y Conrad contemplaban la puerta. Las puertas de las celdas en Santa Rita se abrían hacia afuera y no tenían pomos por dentro, para que los reclusos no pudieran impedir a los funcionarios abrirlas. Un silencio anormal reinaba en la pecera. Los reclusos, o la mayoría de reclusos, se mostraban indecisos en cuanto a su apoyo. Por lo general, en una bronca con los funcionarios siempre estaban de parte de cualquier otro recluso, sobre todo cuando la cuestión se reducía al final al empleo de la fuerza bruta. Sin embargo, Mutt era el jota que había utilizado la palabra de la ene. Los ventiladores del techo seguían con su scrack scrack scrack scraaaacccckkkkkk. El saxo de Grover Washington seguía buhuuuumuhuuuuuuuum. Los ojos de Conrad estaban clavados en la puerta negra.
De pronto se abrió, y mostró todo un grupo de funcionarios con sus camisas grises de manga corta y sus pantalones azul marino. El primero sostenía ante él un escudo transparente antidisturbios, y en la otra mano blandía una porra. Era el oky llamado Armentrout, el más impresionante de los funcionarios que trabajaban normalmente en la nave. Las mangas cortas de la camisa del uniforme, que a todas luces había recortado aún más, mostraban la clase de brazos macizos que sólo se consiguen haciendo pesas. La suya era la voz grave que ya habían oído, y en ese momento dijo:
—Para ya, Mutt, y sal. Usa la cabeza. No te vamos a tocar un pelo si tú usas tu puta chola.
Mutt, que estaba agachado, retrocedió y pareció relajarse. Con aire de tranquilidad, se apoyó contra la pared al final de la litera, se cruzó de brazos, dobló una rodilla y apoyó un pie en la pared.
—Buen tipo, Mutt —dijo el funcionario—. Ahora, sigue así de tranquilo.
Inclinándose un poco más, Mutt agachó la cabeza y miró al funcionario con recelo, pero sin gran inquietud, como miraría uno a un perro perdido que pasa cerca.
Durante unos segundos se produjo un pulso de miradas en el que los adversarios se observaron fijamente, sin hacer nada. Detrás de Armentrout, su escudo y su porra, había otro funcionario, un oky largo y delgado con una manopla de goma en la mano derecha. Era algo grande, grueso y amenazador, que le llegaba hasta el codo. Y en ese instante Conrad lo comprendió: eso tenía que ser el «Michael Jackson», llamado así por la costumbre del cantante de llevar un solo guante. El resto de los funcionarios se apiñaban en el umbral. La celda era demasiado reducida y estaba demasiado llena ya para que pudieran entrar todos.
Armentrout dio un paso, protegiéndose con el escudo… y súbitamente, más súbitamente de lo que Conrad habría considerado posible, Mutt saltó y lanzó una patada, la misma patada de karateka que había estado propinando a la puerta. Golpeó el escudo en un borde, le dio al funcionario y le hizo perder el equilibrio. Mutt estaba demasiado cerca para que el hombretón usara la porra o el escudo; proyectó el antebrazo derecho contra la cara del funcionario y el antebrazo izquierdo contra un lado de su cabeza, hacia la oreja. Sorprendido, Armentrout se tambaleó, resbaló en el pringue del pizuca y cayó. La sangre empezó a manarle de la nariz. Mutt se le echó encima. El funcionario larguirucho saltó sobre Mutt y le agarró el brazo izquierdo con la manopla de goma. Mutt se puso rígido. Hubo un olor a carne quemada. El brazo y el hombro empezaron a temblar y luego las convulsiones se apoderaron de todo su cuerpo. Puso los ojos en blanco, abrió la boca y sacó la lengua, que semejaba un gran pez. Parecía alguien con un ataque epiléptico. Cayó despatarrado al suelo, de espaldas, presa de las sacudidas. La cabeza golpeaba contra la pata de metal de la litera. El rojo e inflamado medio Kalashnikov del pecho destacaba más rojo, más febril, más grotesco que nunca.
El gran funcionario, Armentrout, consiguió ponerse de pie. Seguía apretando con fuerza el escudo y la porra. La nariz seguía sangrando y empezaba a hinchársele. Parecía como si alguien le hubiera dado un brochazo justo debajo de la nariz y le hubiera pintado de rojo la barbilla. Tenía sangre en la camisa, así como en el pecho y el vello allí donde aquélla estaba abierta.
—Muy bien, cabroncete, ahora vas a ver —dijo. Levantó la porra y se inclinó con intención de darle a Mutt en la cabeza.
Sin embargo, otros dos funcionarios se colaron por la puerta y le inmovilizaron el brazo.
—¡Maldita sea, Armie! ¡El puto cabrón ya está fuera de combate!
El funcionario larguirucho de la manopla de goma soltó el brazo de Mutt. Conrad vio entonces los dos dientes metálicos que sobresalían de la palma. Cualquiera que fuese el sistema mediante el cual el aparato almacenaba la electricidad, la descarga era tremenda.
Mutt seguía convulsionándose mientras luchaba por recobrar el aire. El olor de carne quemada resultaba nauseabundo.
A Mutt le ataron las muñecas a la espalda con unas cinchas de plástico; luego le ataron también los tobillos y unieron aquéllas y éstos con otra tira de plástico, de manera que no pudiera dar ningún golpe ni ninguna patada a nadie cuando recobrara el conocimiento, si lo recobraba. Cuando se lo llevaron ya se había tranquilizado. Parecía encogido. Era tan flácido y frágil que resultaba difícil imaginar la furia y la fuerza animal que había estallado, tan sólo unos pocos minutos antes, del interior de aquella pequeña criatura.
El último funcionario en salir de la celda fue Armentrout, apretándose un pañuelo contra la chorreante nariz. El pañuelo estaba empapado de sangre, y también tenía manchas rojas en el dorso de la mano y el antebrazo derechos, con los que en un primer momento se había limpiado la nariz y la boca. Conrad y 5-Cero no podían apartar los ojos de él. Armentrout debió de darse cuenta, porque se detuvo y se quedó contemplándolos hasta que ellos dejaron de mirarlo.
Luego se sacó el pañuelo de la boca y, a través de ese orificio carmesí de perro rabioso, dijo con su voz más grave y amenazadora:
—Servicio sacamierda gratis. Que os vaya bien.
A continuación cerró de un portazo y pasó el cerrojo.
Conrad miró a 5-Cero, que enarcó las cejas, abrió desmesuradamente los ojos, torció los labios en una media sonrisa y empezó a sacudir ligeramente la cabeza como diciendo: «¡Vaya! ¡Qué pasada! ¿Qué hace uno ante todo eso?». A Conrad la expresión del hombre le pareció esperanzadora. Quizá el gran hawaiano dejaría ya de hacerle el vacío. Quizá incluso lograra tener un compañero de celda con el que hablar. Por esa razón, no porque tuviera ningún interés en la respuesta, preguntó:
—¿A dónde se lo llevan?
—Ahora —dijo 5-Cero—, partiendo Armentrout y demás da cara li —le partirán la cara—, si los conozco. Después llevando a la nevera de goma.
—¿La nevera de goma?
—Paredes de goma, suelo de goma, da’sí, pa’ locos. Ni sábanas, ni banio, ni lavabo, ni nada. Po’ eso duro, mano. La nevera de goma, bestia.
Conrad notó que una extraña corriente le recorría el sistema nervioso central, y oyó dentro del cráneo un ruido similar al de un torrente. Era el torrente de la locura, de la incorregible locura del lugar. Acababa de presenciar algo horrible. Ante sus propios ojos, a apenas un brazo de distancia, un atormentado hombrecillo se había vuelto loco y se había convertido en una bestia acorralada. Lo habían atacado y reducido a un espeluznante pedazo de carne viva y convulsiva, consumiéndose en la agonía de unas neuronas enajenadas, y luego se habían llevado sus consumidos desechos camino de una celda para locos llamada la nevera de goma. Y, sin embargo, eso era lo de menos, ¿no?… Había algo mucho peor…
Su mente luchó para no buscarlo y sacarlo a la superficie, pero la corriente era irresistible, y ya sabía la fuente de su terror. ¡Carne viva!… ¡para ser devorada! Y en ese momento contemplaba directamente la nauseabunda cara del terror. ¡Mutt Simms!… la reducción de ese pequeño oky hasta un estado tan lastimoso había comenzado con una violación homosexual en una cárcel del condado cuando tenía diecisiete años, no mucho menos de los que él, Conrad, tenía en ese momento. ¡Esas cosas pasaban!
En una hora los sacarían de las celdas y los llevarían a la pecera, donde lanzaban juntas a todas las criaturas enloquecidas y donde cada hombre debía valerse por sí mismo. ¡Carne muerta! ¡Carne muerta! ¡Carne muerta! ¡Carne muerta!
«Hola, Conrad. ¿Qué tal va, tron?».