14

La broma cósmica de Dios

—Así que según su declaración, señor Peepgass, invitó a Sirja a cenar con usted en el hotel Grand Tatar movido por un repentino interés por el arte finlandés.

—En esa época no sabía nada de arte finlandés —dijo Peepgass, que se moría por enjugarse la frente—, como en PlannersBanc teníamos un programa de arte, me interesó explorar posibilidades. Ella parecía entender bastante del tema.

—Nadie discute el hecho de que estuviera «explorando posibilidades», señor Peepgass, de lo que se trata justamente es de esclarecer cuáles eran esas posibilidades.

Por Dios, qué vulgaridad. Qué vulgaridad.

Peepgass miró con impotencia el sonriente rostro del señor Morton Tennenbaum, quien estaba sentado a la mesa justo frente a él, y se preguntó cómo había encontrado Sirja ese odioso espécimen del cuerpo de abogados del condado de DeKalb… ahí, en un despacho situado en un centro comercial al lado de Decatur Road, entre una tienda de regalos y un almacén de artículos deportivos que no parecía vender más que zapatillas deportivas y conjuntos con estampados chillones para que hicieran deporte los no deportistas… La mitad frontal del cráneo del abogado Tennenbaum era completamente calva, pero de la mitad de atrás salía una mata de cabello entrecano tan espesa, tan hirsuta, tan rebelde, que parecía una ola a punto de romper. El hombre sólo parecía disponer de dos expresiones: Indignación y Desprecio. Ésa era de Desprecio.

Junto a él se hallaba sentada la femme natale finlandesa en persona, aunque Peepgass hacía cuanto podía por no mirarla. Era incapaz de asociar ya a ese ser que tenía delante, esa mujer, con la furiosa lujuria que lo había impulsado aquella noche a invitarla al hotel Grand Tartar de Helsinki y emprender bajo la mesa un ardiente jugueteo con los pies. Su sorprendente y abundante melena rubia, que en otro tiempo desencadenara en él auténticos tifones de lujuria, ya sólo le hacía preguntarse cómo conseguía rizárselo de ese modo. Los grandes ojos azules, que en otro tiempo había contemplado para explorar las profundidades del amor nórdico, le parecían ya saltones, seguramente como consecuencia de una afección de la tiroides. Y esos pechos… esos cántaros enormes hasta la obscenidad… Incluso en ese momento, incluso en esa declaración ante abogados en que intentaba retratarse como una inocente muchacha trabajadora procedente casi del círculo Ártico que se había visto seducida, preñada y abandonada por un rico banquero estadounidense, no podía evitar mostrar sus inmensos melones bajo una blusa satinada blanca abierta hasta… ¿Había podido hundir alguna vez la cabeza en aquellos dos almohadones? Eran grotescos, como si Dios, cansado tras un día de trabajo, hubiera colgado la delantera de Isolda en un escuálido saco de huesos de pájaro de cuarenta y ocho kilos… Oh, qué vulgaridad… qué vulgaridad… El propio abogado de Peepgass, Alexander (Sandy) Dickens, sentado a su derecha, tampoco contribuía a elevar el nivel de la reunión, a pesar de que procedía de un respetable bufete de abogados del centro, Tripp, Snayer & Billings, y le cobraba cuatrocientos dólares la hora. Peepgass se había dado cuenta demasiado tarde de que Tripp no consideraba que los pleitos de paternidad fueran un negocio con clase y le había endilgado a uno de los zoquetes de la compañía.

Dickens era un pelirrojo de unos cuarenta años, obeso, sanguíneo y arrugado, que se sentaba hundiendo el pulpejo de una mano en un lado de su gruesa cara. Hacía ruido cuando respiraba. A la cabeza de la mesa se encontraba un hombre de mediana edad, solemne y de cara apopléjica, con el cabello castaño cano cuidadosamente peinado hacia atrás. Era el relator del tribunal, un taquígrafo que registraba la declaración con una estenotipia estrecha y alargada. Su expresión era de rubicunda impasibilidad… pero el hecho de que fuera a oír y conservar toda esa basura literalmente… Oh, qué vulgaridad, qué vulgaridad, qué vulgaridad, qué vulgaridad. Para acabar de completar el cuadro estaba la propia habitación: una caja sin ventanas en la parte de atrás del local, con una puerta cubierta de una chillona imitación de madera veteada que terminaba a un centímetro del suelo, de manera que Peepgass y todos los demás oían los quejumbrosos e intermitentes gritos del señorito Pietari Páivárinta Peepgass, a quien la demandante de ese caso había dejado fuera con alguna secretaria o alguien parecido mientras ella sitiaba los activos de Raymond Peepgass.

La ola de Morton Tennenbaum seguía su recorrido.

—Así que como representante de PlannersBanc, uno de los mayores bancos del sureste, decidió invitar a su hotel a una vendedora finlandesa de veintisiete años como asesora artística. ¿Es ésta su declaración?

—No —respondió Peepgass—, lo que he dicho es que…

—No ha sido ésa su declaración —dijo Sandy Dickens. Pronunció las palabras en tono de aburrimiento y arrastrándolas, puesto que no se molestó en quitarse la mano de la cara.

—Es igual —dijo Tennenbaum—, retiro la pregunta. ¿Es cierto, señor Peepgass, que pidió a Sirja que trajera consigo algunas diapositivas de sus cuadros?

—Sí.

—¿Cree que a PlannersBanc podía interesarle promover a la señorita Sirja Tiramaki, alguien de quien usted no había oído hablar nunca, alguien que pintaba en sus ratos libres… creyó que a PlannersBanc podía interesarle seleccionar la obra de esa joven para su «programa de arte»?

—No…

—¿O sólo quería que subiera a ver su colección de sellos?

—Me opongo a esa pregunta —intervino el abogado Dickens, hablándole a su mano.

—No hace falta que se oponga —dijo Morton Tennenbaum, mirando a Peepgass con desdén—. La pregunta se responde sola. Muy bien. Los dos están cenando en el Grand Tatar. ¿Pidieron algo para beber?

—Sí.

—¿Qué pidieron?

—Una bebida llamada cóctel de bambú.

Sirja arrugó los diminutos rasgos finlandeses de su cara, se puso a garabatear con frenesí en un bloc y le pasó una nota a Morton Tennenbaum. Ella y Peepgass habían alcanzado la etapa, bien conocida por los abogados especializados en divorcios, en que los principales implicados ya no se hablaban entre sí, sino sólo por medio de los abogados, a quienes pasaban notas, notas y más notas, notas interminables, poniendo al descubierto la mendacidad y las evasiones de su otrora ser querido.

La Ola Inminente leyó la nota y preguntó:

—¿Los dos pidieron cóctel de bambú?

—Sí —respondió Peepgass, aunque nada más hacerlo se dio cuenta de que no estaba del todo seguro de que fuera cierto.

Morton Tennenbaum arqueó las cejas con ironía.

—Muy bien. ¿Y qué le hizo pensar que le gustaría esa bebida concreta, un cóctel de bambú?

Peepgass hizo una pausa. Veía hacia dónde se dirigía todo, y no era un lugar al que quisiera ir. El rubicundo relator del tribunal tenía los dedos colocados sobre su maquinita, dispuestos a detectar y dejar constancia escrita hasta del último sórdido detalle. Peepgass no deseaba pasar por ese trance, pero Sandy Dickens le había dicho que no tenía elección. De todos modos, Peepgass miró a Dickens, en parte esperando que cambiara de idea, volviera a la vida y dijera: «Protesto».

—No hace falta que mire a su abogado —añadió Tennenbaum—. No puede decirle por qué quiso usted pedir esa bebida.

Finalmente Peepgass dijo:

—La recomendó la señorita Tiramaki.

Tennenbaum, en su vulgaridad, insistía en llamar a su cliente Sirja. No tenía la menor intención de hacer lo mismo.

La señorita Tiramaki se lanzó a un verdadero frenesí de escritura.

—¿No es cierto, señor Peepgass, que le preguntó a Sirja qué era aquella bebida que aparecía en la carta, aquel «cóctel de bambú», y que ella se limitó a describirle una superstición rural local, en respuesta a su pregunta?

—No, por lo que recuerdo…

—Muy bien, atengámonos a su recuerdo. Según su recuerdo, ¿qué tenía de recomendable aquel cóctel de bambú?

Derrotado, Peepgass repuso con voz apagada:

—Se hacía con la yema de un huevo fertilizado en vez de con una cereza al marrasquino[28], y se suponía que… aumentaba la energía sexual.

—Se suponía que aumentaba la energía sexual. ¿Y por qué le gustó la idea en ese momento?

—Ni me gustó ni me dejó de gustar —dijo Peepgass—. Era sólo… sólo… una novedad para mí.

—Era sólo una novedad para usted.

Cáustico.

Peepgass se sintió completamente apaleado. Aquello era sólo una declaración, no el juicio, y ya se sentía incapaz de soportarlo. ¿Qué importaba que hubiera comenzado ella o que hubiera comenzado él? Todo era de lo más barato, sórdido y vulgar, de un modo u otro. ¡Un juicio de paternidad! Tenía cuarenta y seis años y se ahogaba en el pequeño y oloroso pozo negro sexual, mientras el reloj seguía marcando y el peor abogado de Tripp, Snayer & Billings chupaba cuatrocientos dólares por hora de los penosos residuos de sus recursos.

La Ola Inminente no tenía intención de soltarlo. Lo obligaba a revivir toda la cena en el Grand Tatar. ¿Declaraba en realidad él, Peepgass, bajo juramento que había sido ella quien le había acariciado a él la pierna bajo la mesa con el pie?, ¿que había sido ella quien le había dicho a él que el comedor era demasiado ruidoso y que fueran a algún sitio más tranquilo para hablar de arte finlandés y mirar sus diapositivas?, ¿que había sido ella quien le había propuesto a él que subieran a su suite?

Peepgass apenas se molestó en defenderse. Se preparó para los demoledores golpes que sabía inevitables.

—Muy bien —dijo el abogado Tennenbaum—, de modo que condujo usted a Sirja a su cama doble y entonces hicieron el amor. ¿Es eso correcto?

—Yo no la conduje. —Sin embargo, se rindió—. Sí —añadió con aire de resignación infinita y una mirada perdida.

Hicieron el amor. ¡Qué absurda y sórdida combinación de palabras! Él había sentido un feroz e irresistible ardor juvenil en la entrepierna, y ella había estado más que dispuesta a ofrecer al gran banquero estadounidense el alivio de su silla pélvica, eso era todo… Oh, Dios, qué vulgaridad, qué vulgaridad…

Entonces la Ola Inminente preguntó:

—¿Usó preservativo?

¿Que si usé preservativo? Aterrado, completamente humillado por la formulación misma de la pregunta, Peepgass se volvió hacia el abogado Dickens en busca de protección. ¡Protégeme! ¡Ayúdame! ¡No puede ir tan lejos!

Sin embargo, el abogado Dickens permaneció sentado donde estaba con la gran cabeza pelirroja apoyada en el pulpejo de la mano, puso los ojos en blanco y le dirigió una mirada que decía: «Ya te dije que tendrías que contestar a estas preguntas».

—Sí —contestó Peepgass con voz de condenado.

—¿Dónde lo consiguió, señor Peepgass?

—¿Conseguirlo?

—El preservativo.

—¿El preservativo? No… no lo recuerdo.

Aunque claro que lo recordaba. Todos y cada uno de los nerviosos momentos que había pasado en la farmacia del Grand Tatar, antes de la llegada de Sirja, comprando los preservativos y rezando para que la dependienta de pelo rubio cortado a lo chico no reconociera que era un cliente del hotel… todos y cada uno de aquellos ruborizados microsegundos permanecían almacenados en su banco de memoria.

—¿No lo recuerda? Bueno, piénselo un momento… e intente recordarlo. ¿Va siempre a todos los sitios con preservativos, por si se presentan esas… «posibilidades»? ¿Es que el hotel Grand Tatar los deja en las mesitas de noche? ¿O qué? No tendría que ser muy difícil recordarlo.

Peepgass se quedó sin habla. La cabeza le daba vueltas. El guión de Sandy Dickens… Cuando había salido el tema del preservativo, el abogado Dickens no le había preguntado dónde lo había conseguido. No, en vez de eso había abierto cierta… vía… En ningún momento había insinuado, de modo tan claro, que urdiera una pequeña mentira… pero, si resultaba que en realidad Sirja había llegado al hotel con su propia provisión de preservativos —y, al parecer, muchas jóvenes iban por el mundo pertrechadas de tal modo—, ese detalle daría al caso un giro favorable a la defensa… A Peepgass el cerebro le daba vueltas, vueltas y vueltas… pero no se decidía a hacerlo. Era incapaz de explicarse la razón. Sabía Dios que Sirja se había lanzado al jugueteo en la cama con una lascivia difícilmente superable por una profesional. De modo que ¿cuál era la diferencia si él insistía en que ella había llevado los preservativos? Psicológicamente era así, ¿no? A pesar de todo, no se decidió a emprender esa vía.

El condenado:

—No, no lo recuerdo.

Frenética escritura de Sirja, aunque el abogado Tennenbaum no miró la nota. En vez de eso, hizo con la mano un pequeño gesto que significaba «tranquila».

—Muy bien, señor Peepgass, lo dejaremos así. Un preservativo… se materializó. No sabemos cómo, pero ahí está. Tenemos un preservativo y los dos están en la cama doble de su suite…

¡Oh, qué vulgaridad! ¡Qué vulgaridad! Y de ese modo siguió y siguió hasta que por fin el abogado Tennenbaum acabó con Peepgass y le llegó al abogado Dickens el turno de hacer preguntas a Sirja. Dickens se incorporó, volvió a la vida en ese momento y procedió a demostrar que podía ser tan odioso como su colega. Al menos Tennenbaum tenía dos expresiones: Indignación y Desprecio. Dickens sólo tenía una: Desdén. A través del par de hinchadas hendiduras que eran sus ojos miraba de un modo que dejaba bien claro su desdén por la memoria selectiva de la demandante. Respiraba audiblemente por debajo de sus capas de grasa. Dejó escapar un suspiro de asco. Le preguntó si con anterioridad había conocido a un extraño en un avión y había cenado con él en su hotel.

—No —contestó Sirja, y sus ojos tiroideos centellearon—. Nunca hacía eso. ¿Esas cosas por qué me pregunta?

Ese gorjeo escandinavo, seco y agudo… Su forma de hablar, que nunca era del todo incorrecta, pero tampoco del todo correcta… En aquellos días, en aquella primera noche en el Grand Tatar y en los meses que siguieron, su acento y su sintaxis excéntrica le habían parecido tan exóticos, tan seductores… El mero hecho de oírlos por el teléfono le recordaban… ¡las noches blancas!, ¡las luces del norte!, ¡calientes cuerpecitos finlandeses surgiendo de las nieves árticas!… Recordaba la sensación de todo aquello, pero ya era incapaz de imaginar la razón… Por Dios, su voz no tenía nada ni remotamente seductor. Al contrario, era una voz crispada, como de pajarito, una voz molesta a más no poder… Sólo de pensar en tener que pasar toda la vida en una casa oyendo cómo esa voz torturaba de mil formas minúsculas y enloquecedoras el uso correcto del idioma, minuto tras minuto, hora tras hora, mes tras mes…

Era el turno de Dickens de conducirla a ella por la famosa cena en el Grand Tatar. Era ella quien había propuesto al señor Peepgass ir a verlo a su hotel para hablarle de arte finlandés, ¿no?… Era ella quien había empezado bajo la mesa el jugueteo con los pies del señor Peepgass. ¿No era así?… Era ella quien había propuesto subir a la suite del señor Peepgass, ¿no era ésa la pura verdad?

No, no y no.

—Yo hablaba mucho en la cena sobre arte finlandés, pero Raymond hablaba siempre sobre dónde vivo, si tengo novio y esas cosas muy personales.

Chiip… chiip… chiip… chiip… No lo miró ni una sola vez.

Y entonces Dickens la dirigió hasta la execrable suite del Grand Tatar. Y luego a la cuestión del… preservativo.

—Vamos a ver, señorita Tiramaki, ¿quién proporcionó el preservativo?

Sorprendida:

—¿Quién?

Acaloradamente:

—¡Raymond!

Peepgass no soportaba la costumbre que tenía de seguir refiriéndose a él como Raymond. Dadas las circunstancias, ¿no bastaba con decir señor Peepgass?

—Desde luego, un preservativo yo no proporcioné.

—Aquí sólo intentamos establecer los hechos, señorita Tiramaki. Éste es el propósito de la declaración. Me doy cuenta de que son cuestiones personales, pero la naturaleza de su demanda hace que estén relacionadas. ¿Comprende lo que digo? Ahora me gustaría que me dijera… tenemos un preservativo, ¿de acuerdo?… Me gustaría que me dijera quién se lo puso al señor Peepgass.

—¿Qué?

La cara de Sirja se volvió carmesí. Los ojos se le salieron de las órbitas, con expresión de alarma. Peepgass se encogió. Deseó evaporarse, escapar a la cuarta dimensión. ¿Cómo se atrevía Dickens a eso? ¿Por qué había sido él, Peepgass, tan torpe y vulgar como para decírselo? ¿Cómo había sido tan inútilmente gráfico para mencionar, con objeto de mostrar que aquella noche Sirja había sido un comando de la lujuria, una depredadora sexual… cómo había podido llegar a contarle a su abogado que ella había insistido en ponerle el preservativo, que lo había desenrollado con tantas caricias, tantos manoseos, tantos apretones y tantos besos —¡sí, besos!— que creyó que iba a explotar…?

Justo entonces, al otro lado de la puerta con el revestimiento falso, sonaron una serie de pequeños sollozos convulsivos. Empezaba a llorar un niño. Peepgass miró a Sirja. Sirja se enderezó en la silla. Los sollozos se detuvieron de pronto, pero era evidente que sólo se trataba de una prolongada y estremecedora boqueada, con la que el niño luchaba desesperadamente por recobrar el aliento con el fin de estallar en un berrido supremo.

Por un instante la expectación paralizó a todo el mundo.

Incluso Tennenbaum y Dickens miraron hacia la puerta. ¿Iba a acabar de tomar aire ese niño o no? Sirja se levantó de la silla, la boca abierta y los ojos como platos.

—¡Pawy! ¡Pawy! —gritó. Con la cara crispada, se abalanzó hacia la puerta—. ¡Pawy!

Cuando llegó a la puerta, el niño consiguió llenar los pulmones y empezó una explosión con todas las de la ley, y la crisis quedó superada. Lo cual, por supuesto, no detuvo a Sirja. Siguió su carrera, cruzó la puerta y se le oyó con claridad exclamar:

—¡Oh, Pawy, Pawy, Pawy, Pawy! —Seguido de algo en finés que sonó a—: Ah… dotey… dotey… dotey… ahda hiya dotey. Ya no era la «coloca-condones» en falos finlandesa, era la Madre Eterna.

Oh, sí, la crisis estaba superada, pero a partir de ese momento Peepgass se dio cuenta de que no tenía nada que hacer. No tenía ni una posibilidad. El sátiro, el verraco en celo, se enfrentaba a la Madre Eterna, y el sátiro jamás ganaría esa lucha, no, en ningún tribunal del condado de DeKalb, ni en ningún tribunal de ningún sitio. No sólo eso, sino que perdería aunque ganara. Si esa patética opereta, rezumante de lascivia barata, llegaba a representarse en una sala pública… ¿Y si sus hijos, por el medio que fuera, llegaban a enterarse de aquellos detalles? ¿Y si Betty? ¿Y si alguien? Sólo de pensarlo le entraban ganas de encogerse y morirse.

La puerta estaba abierta y los berridos del bebé llenaban la oficina de Morton Tennenbaum, abogado de centro comercial. Cada vez que el señorito Pietari Páivárinta Peepgass desconectaba los chillidos para respirar, se oía a Sirja arrullarlo. «Pawy, Pawy, Pawy». Lo llamaba Pawy. Bueno, era mejor eso que Peepsy o el pequeño Peepgass… Lo arrullaba en finlandés, pero el niño iba a ser un muchacho de Georgia, Pawy Peepgass del condado de DeKalb, un endemoniado par de pulmones y, si el Destino era tan perverso como ella, un acento sureño con el que decir al mundo: «¡Existo! ¡Soy real! ¡No soy sólo la broma pesada de un calavera de mediana edad! ¡Como… todos los días! ¡Crezco… y que alguien intente pararme! ¡Ocupo espacio en esta Tierra… y me haré oír! ¡Y conoceréis mi nombre!». ¿Cómo era posible que aquello hubiera surgido de las noches blancas y la aurora boreal a cuenta de PlannersBanc en Helsinki? Cuando todo hubiera acabado no le quedaría un centavo. Sería afortunado si tenía un trabajo. En realidad, se había visto obligado a contar en el banco una patética mentira para justificar su ausencia esa mañana…

La idea de la pobreza inminente le hizo consultar el reloj: las once menos diez. Llevaban ahí casi una hora.

Eso significaba cuatrocientos dólares de abogado Dickens, con el reloj que seguía haciendo tic-tac, tic-tac, tic-tac, mientras la Madre Eterna arrullaba al embrión de fino sureño, y ni siquiera habían llegado al final de la primera noche en Helsinki…

Necesitaba una vida nueva. Necesitaba un montón de dinero. Eso le hizo pensar en Charlie Croker, lo cual le proporcionó la primera chispa de esperanza de toda la mañana. De algún modo se había armado de valor para acudir a PDK el día anterior con Zale y los demás con el objeto de enfrentarse a Croker y «secuestrar» el G-5, por utilizar la terminología del abogado Thorgen. ¡Y delante de sus invitados! Gente como Herbert Richman, Beauchamp Knox y Lettie Withers. Oh, había sido atroz, pero se había mantenido firme… o al menos no había salido corriendo, como le aconsejaba la apremiante vocecilla interior. Y había funcionado. Cierto era que uno de los motores se había «quemado», de un modo bastante misterioso, cuando intentaron llevarse el avión. No obstante, tanto el G-5 como el estimado cuadro de N. C. Wyeth eran ya de PlannersBanc. Habían logrado que ese pichabrava los tomara en serio. Si podían quitarle el G-5, también podían quitarle su estimada plantación. Cuando le hicieran la oferta para ahorrarle la ruina y la humillación completas, la entrega de las escrituras en vez del embargo, el correoso Charlie Croker estaría… blandito.

Tendría que estarlo… tendría que estarlo… Del otro lado de la puerta llegaron los exigentes quejidos del señorito Pietari Páivárinta Peepgass, el señorito Pawy Peepgass, el señorito P. P. Peepgass, el señorito Pietari P. Peepgass, el señorito Pete Peepgass… Saliera lo que saliera, no sería un nombre corriente… no había tantos Peepgass sobre la faz de la Tierra… Toda esa situación era absurda. Verdaderamente, el sexo era la broma cósmica de Dios.

En ese momento, Charlie Croker se hallaba sentado a su mesa en el piso trigésimo noveno de su elefante muerto, la torre Croker Concourse, reunido con el Genio. Como siempre, el Genio parecía un costoso artilugio digital con todos los diodos a la espera de una señal para parpadear.

En cuanto a él, Charlie deseaba que su aspecto no trasluciera lo que sentía. No recordaba haberse sentido nunca tan abatido. La noche anterior el insomnio había sido total. No había conciliado el sueño ni treinta segundos. Cada vez que se decía que no tenía que pensar en la confiscación del G-5 y el cuadro de Wyeth… delante de Lettie Withers… Ted Nashford… Howell… Howell Hendricks… su propio hijo… y Herb Richman… ¡y cómo había podido llamarlo Hebreo, además!… ¿y con cuántas personas de Atlanta habrían hablado ya?… y era un muerto andante… había sido en vano. No había logrado impedir la entrada de esos pensamientos en su cráneo.

Charlie apartó los ojos del Genio y miró a través de las grandes cristaleras del despacho hacia las torres del centro de Atlanta y la zona próxima a éste, que se veían a lo lejos. Parecían maquetitas, pero se veían. Las fachadas que daban al sur no eran ninguna maravilla en esa época del año. A media tarde, el Sol lo achicharraba a uno vivo, hasta el punto de que el aire acondicionado central apenas daba abasto. Sin embargo, uno de los mayores atractivos comerciales de Croker Concourse era que tenía lo mejor de los dos mundos: las boscosas extensiones del condado de Cherokee y la proximidad de la ciudad. De modo que había tenido que situar los despachos en la cara sur de la torre para convencer a los inquilinos de que no pagaban una millonada a cambio de un alejado puesto rural. Estaban… en el meollo. Veían el centro de la ciudad y la zona circundante. En fin… buena suerte, a todo el mundo. El que ya no estaba en el meollo era él… encaramado en lo alto de una torre que había bautizado con su nombre… tras una gran mesa digna de un dictador, sobre una alfombra hecha a medida con «es» y «ges» de color habano entrelazadas y en relieve sobre un campo azul pizarra… ¡Qué derroche de egolatría!

El G-5 no había sido más que el principio. ¿Cuánto tiempo pasaría antes de que PlannersBanc fuera a por todo el edificio? Y Termtina… Llevaba desde la tarde de la víspera intentando ponerse en contacto con su abogado, el viejo John Fogg de Fogg Nackers Rendering & Lean. Quizá era ya demasiado viejo…

—Estás fuera del ancho de banda, Charlie —dijo el Genio, y enseguida soltó una risita seca para mostrar que sólo estaba haciendo una broma.

—¿Ancho de banda?

Charlie lo miró con cara de desconcierto, y el Genio soltó otras risitas más decididas y secas.

—Es sólo una imagen, Charlie. Parecía como si estuvieras a mil kilómetros de distancia.

—¿Ah, sí? —dijo Charlie—. Puede que lo estuviera. Pensaba en John Fogg. Es como estar a mil kilómetros de distancia. No es sólo que quiera saber cómo se les ha pasado por alto este asunto del G-5, es que no he podido ponerme en contacto con nadie cuando los he necesitado. Por lo general, si es fin de semana, llamo a John a su casa y, aunque tenga que dejar un mensaje, me llama alguien… Justin Nackers, alguien. Esta vez no me ha llamado nadie; son casi las nueve de la mañana del lunes y sigue sin llamarme nadie, cuando les damos trabajo por valor de decenas de miles de dólares.

—Hasta cierto punto, Charlie —dijo el Genio—, hasta cierto punto. A lo mejor ellos no lo ven del mismo modo. Me parece que ya te he comentado que, entre nuestros acreedores, son los que más abultan. Últimamente, siempre que he hablado con ellos no han hecho más que gruñir.

—No me estarás diciendo que no hacen todo lo que pueden, ¿verdad? Por Dios. No me estarás diciendo que escurren el bulto a propósito.

—Conscientemente, no —dijo el Genio—. Aunque puede que no estén tan… incentivados como nos gustaría verlos.

—Bueno, tengo a Marguerite llamando a Fogg. Si no me contestan antes duna hora, me voy a cercar a su oficina y les voy a destrozar el maldito sitio con un bate de béisbol. Tienen que hacer algo enseguida, antes de que saquen el avión y el cuadro de PDK.

Charlie y el Genio aún hablaban del G-5 y de Jim Bowie en su lecho de muerte cuando el teléfono situado sobre un pequeño aparador junto a la mesa de Charlie emitió un pequeño borboteo. Era Marguerite.

—Cap —dijo—, tengo a John Fogg en la línea.

—¿Desde dónde llama? —Miró al Genio y articuló el nombre sin pronunciarlo.

—No lo sé —respondió Marguerite—. ¿Lo paso?

—Sí, claro.

La voz que sonó en el oído de Charlie dijo:

—Buenos días, Charlie. —Beños días, Choli; una suave voz del Viejo Sur—. ¿Qué te lleva a la oficina tan temprano?

—No diría yo que es temprano, John. Llevo diecisiete o dieciocho horas intentando localizarte, a ti o a alguien de tu bufete. —Lo dijo con aspereza—. Nos hemos visto nuna situación crítica y necesitamos ayuda a toda prisa, pero no hemos podido contactar con nadie.

—Vaya, lo siento —dijo John. Charlie no fue consciente al principio de que la voz se estaba haciendo menos suave, menos distinguida y menos del Viejo Sur—. Cuéntame el problema.

Charlie se lanzó a una descripción de la escena de PDK, los papeles del tribunal, los policías, los pilotos encargados de la recuperación y el motor quemado, que trató como un misterioso golpe de suerte en una tarde de domingo por otra parte desastrosa. Finalizó diciendo:

—Mira, John, esperaba que me dijeras que no tienen derecho a ir por ahí embargando cosas. La verdad es que han embargado algo bastante gordo, además de un cuadro valioso. Pensaba que tú y tu compañía controlabais estas cosas.

—Da la impresión de que han saltado etapas —señaló John—. A veces hay una laguna así, pero nunca había oído de nadie tan artero como para aprovecharse de ella.

—Toda la profesión legal es artera, John —dijo Charlie—. Por eso os pagamos, para estar un salto por delante de los abogados arteros.

La elección de «os pagamos» resultó ser desafortunada.

—Lamento que nos encuentres poco diligentes, Charlie —dijo John Fogg sin ninguna cordialidad—, pero, ya que tratamos el tema de las relaciones entre nuestras dos compañías, hay algo que tengo que mencionarte, por más que hasta ahora no he querido hacerlo directamente. Lo cierto es que en numerosas ocasiones he dado instrucciones a personas de mi bufete para que se pusieran en contacto con personas de tu compañía con la intención de tratarlo, pero no han llegado a ningún sitio. Nuestra relación dura desde hace tiempo y en el pasado Croker Global ha satisfecho con puntualidad sus obligaciones, y por ello durante los últimos seis meses más o menos hemos estado dispuestos a adaptarnos… pero el saldo pendiente es ya de trescientos cincuenta y cuatro mil dólares. No veo la forma de seguir insistiendo para que el bufete continúe representándote a menos que la cuenta se vuelva sustancialmente más corriente.

Charlie quedó estupefacto.

—¿Quieres decir…?

—Continuaré con el tema del secuestro del avión y el cuadro, Charlie, veré lo que se puede hacer y te aconsejaré lo mejor que pueda. Tal como están las cosas, no creo que podamos ir más allá.

Tras despedirse, Charlie colgó el auricular en un estado de aturdimiento.

—¿Qué ha dicho? —preguntó el Genio.

—Dice que estudiará la orden judicial que ha conseguido PlannersBanc para el G-5 y que luego…

Empezó a decirlo. No quería dejar salir la noticia. No quería iniciar una oleada de gente abandonando el barco, y el Genio menos que nadie. Sin embargo, el Genio tenía que saberlo. Charlie dependía demasiado de él en temas financieros.

—… y que después van a dejar de representarnos a menos que les paguemos una buena parte de nuestro «saldo pendiente». Eso es lo que ha dicho, nuestro «saldo pendiente». No sé de dónde saca esos aires que le gusta darse. Su padre era dependiente en una papelería de la calle Houston, vendía artículos para pintar. Llevaba un blusón gris. Apenas tenían para vivir… Saldo pendiente… bueno… vamos a ver… ¿hay alguna forma de pasar un par de cientos de miles de dólares de algún sitio a Fogg Nackers Rendering & Lean?

—No veo la forma —respondió el Genio—. No tenemos doscientos mil dólares colocados en ningún sitio. Cada centavo de nuestro flujo de caja está predestinado.

—Bueno, pues entonces empecemos a predestinar para Fogg Nackers —dijo Charlie—. No podemos permitirnos que nos dejen colgados. Ahora no. Dice que le debemos trescientos cincuenta y cuatro mil dólares.

—Es verdad —admitió el Genio—. Ésa es la cifra; pero ¿a quién se lo desviamos para pagar a Fogg Nackers? Tenemos interferencias por todo el ancho de banda.

Justo en ese momento se abrió la puerta y entró a toda prisa Marguerite, una mujer pálida y delgada que rozaba la cincuentena. Vestía una chaqueta de tweed y una falda hecha de un suntuoso tejido, y llevaba recién peinado a lo paje el teñido cabello castaño oscuro. Charlie dependía tanto de ella que en ese momento le pagaba noventa mil dólares al año. Marguerite nunca se había casado, y cada centavo que ganaba se lo gastaba en ropa, su pelo y su Mercedes. Como siempre que algo la perturbaba, apretaba los labios, lo cual deformaba sus rasgos regulares. Se acercó directamente a Charlie.

—Cap, ha llegado la primera visita.

—¿La primera visita? ¿Qué quieres decir, la primera visita?

Charlie miró el reloj.

—Es ese hombre gordo, el Coronel Popover. Sal… ¿cómo se llama de verdad?

—¿Gigliotti? —preguntó Charlie.

—¡Eso es! —dijo Marguerite—. Nunca me acuerdo.

—¿Qué demonios hace aquí?

—Dice que quiere cobrar sus diecisiete mil dólares. Que se los debemos desde el mes de noviembre.

Charlie miró al Genio y arqueó las cejas, como diciendo «¿a qué se refiere?».

El Genio asintió.

—Se encargó del catering para la inauguración del Croker Concourse, en noviembre del año pasado. Le debemos diecisiete mil dólares. Coronel Popover, Inc.

—Es probable que no te acuerdes, Charlie —dijo Marguerite—, pero pasó por aquí el jueves a última hora.

—¿Tenía cita?

—No, se presentó sin avisar. Dice que no ha conseguido nada llamando por teléfono. Volvió el viernes por la tarde, pero ya te habías ido a Termtina. Así que ha vuelto, está en la sala de espera y tendrías que verlo.

—¿Qué quieres decir?

—Bueno, esta vez no va vestido con traje. Esta vez va vestido de Coronel Popover. Va con zapatos blancos, pantalones blancos, una de esas… ¿se llaman túnicas?… que llevan los chefs en las revistas y la toque blanche, y además es muy gordo.

—¿La toque manche?

—Sí —dijo Marguerite—, el típico gorro de chef… y es muy gordo. Ya está sudando, y el día apenas ha comenzado.

—¿Y qué le has dicho?

—Que tenías citas todo el día.

—¿Y qué ha dicho?

—Que esperaría.

—Bueno, pues que espere. Ya se cansará.

—Confío que así sea… pero es un poco repulsivo, Charlie. Es muy gordo y no para de sudar, y además, tal como va vestido…

No necesitaba decir más. Charlie ya lo veía con la suficiente nitidez. Él mismo había insistido en contratar al Coronel Popover para la inauguración de Croker Concourse, una fiesta con lo que llamaban entremeses fuertes, ofrecida a toda la comunidad de promotores inmobiliarios y todo posible cliente de la comunidad empresarial. La idea era despertar interés por la torre y por el resto del complejo. Los más fuertes de los entremeses fuertes eran la especialidad del Coronel Popover: unos cisnes esculpidos en hielo con colas de langosta peladas imitando las plumas. Las colas de langosta se disponían formando ondulaciones sobre el hielo. Costaba una fortuna, pero en los círculos inmobiliarios de Atlanta una fiesta no era una fiesta sin los cisnes de hielo del Coronel Popover —y el propio Coronel—. La presencia con atuendo de chef y, ¿cómo había dicho Marguerite?, ¿tok blonch?, de ese orondo, obeso y, según quisiera el azar, muy sudoroso personaje, era el marchamo imprescindible que proclamaba que el acto había sido organizado con todo el rigor posible en la Atlanta metropolitana.

Y en ese momento aquel gordo —debía de pesar cerca de ciento cincuenta kilos— se hallaba sentado en la sala de espera de la planta de Croker Global vestido de esa misma manera, airado y sudoroso. En ese momento era el marchamo del principio del fin. Sabía Dios qué sería capaz de decir en la sala de espera a las demás visitas. Habría que echarlo, pero ¿quién lo hacía? El tipo era una masa de sebo, y pesaba una tonelada. No sólo eso, sino que tenía razón para quejarse. Croker Global no le pagaba lo que le debía.

Charlie miró al Genio.

—¿Podemos encontrar diecisiete mil dólares para este tipo? No es mala persona.

—Es lo que estaba diciendo —respondió el Genio—, lo de sacar dinero de un sitio para pasarlo a otro. El Coronel Popover está en la lista AP.

—¿AP?

—La lista de acreedores primos, los que no están en posición de molestarnos demasiado. No es que nos guste poner a nadie en esa lista; si encuentra la forma de ser un incordio de verdad, lo podemos sacar de ella. —El Genio miró a Marguerite—. Avísame.

—Por Dios… ¿está Sue Ellen? —dijo Charlie.

Sue Ellen era la recepcionista.

—Sí —contestó Marguerite.

—Bueno —dijo Charlie—, mándaselo a ella. Tienes otras cosas en las que pensar. ¿Quién es mi primera cita?

—Jerry Lovejoy y algunos acompañantes, de VectorCom, a las nueve.

Jerry Lovejoy y sus acompañantes llegaron, en efecto, a las nueve. Los tres acompañantes estaban, como el propio Jerry Lovejoy, más bien metidos en carnes. La papada les sobresalía con holgura del cuello de la camisa y, como ocurre a menudo con hombres que no han superado en mucho los cuarenta, lo que sorprendía no era tanto la gordura sino la juventud y la abundancia de buenas comidas. Charlie había hecho que Marguerite lo dispusiera todo en la mesa redonda de una de las salas de reuniones de su despacho, con ventanas que daban a Atlanta. Le había pedido que preparara una cafetera de café de Nueva Orleans con achicoria y que calentara unos pocos bollos de jamón del tío Bud. Era el momento de hacer todo lo posible por complacer a Jerry Lovejoy, sus acompañantes y VectorCom. Era bien sabido que ese gigante de la navegación aérea buscaba una nueva sede central, lo cual significaba entre cuatro y ocho plantas de la torre Croker Concourse.

Al principio Jerry y sus colegas rechazaron el café y los bollos de jamón, pero los cálidos aromas no tardaron en vencerlos, como sabía Charlie que ocurriría. La mayoría de los hombres no desayunaban lo suficiente. En el caso de hombres con un buen saque como esos cerdos, la milagrosa oferta de los bollos de jamón del tío Bud era irresistible.

Jerry Lovejoy se había metido un bollo de jamón en la boca y no había terminado de masticarlo cuando exclamó:

—¡Qué bueno está este jamón, Charlie! Y hablando de buena comida, ¿sabes a quién me he encontrado en tu sala de espera?

Oh, mierda, pensó Charlie, aunque cuanto dijo fue:

—¿A quién?

Los circuitos empezaron a acelerarse.

—Al Coronel Popover, el restaurador. —Lanzó hacia uno de sus acompañantes una mirada que a Charlie no le gustó mucho.

Charlie consultó visiblemente el reloj.

—Pues se ha adelantado. Su cita no es hasta media mañana.

—Bueno, pues ahí está, sí señor. Con toda su humanidad y con su vestido… ¿sabes ese gorro que llevan?

—Sí, es su marchamo —dijo Charlie.

—Lo conozco… un poco —dijo Jerry Lovejoy—. Lo hemos contratado para un par de actos… Así que le he preguntado: «¿Qué te trae a Croker Concourse?» y va y me responde: «Diecisiete mil dólares». —Sonrió de oreja a oreja.

¡Esa masa mantecosa! Charlie sintió el impulso de salir a la sala de espera y estrangular… pero hizo el esfuerzo de concentrarse en lo que tenía entre manos. Puso una gran sonrisa, se echó para atrás en la silla y dijo:

—Dios Todopoderoso. Espero que no sea eso lo que piensa cobrarnos por nuestra fiesta de puertas abiertas. Vamos a hacer una jornada de puertas abiertas. —Se obligó a reír lleno de satisfacción—. ¡Vaya personaje, este Sal!

—Vaya si lo es —dijo Jerry Lovejoy—, vaya si lo es.

Charlie inspiró con fuerza e intentó hinchar el pecho y reflejar confianza, entusiasmo, energía, cordialidad y encanto varonil.

—¿Otro bollo de jamón, Jerry?

—Mmmmmmmmmm —dijo Jerry, que ya tenía la boca llena.

—Este jamón está curado en el ahumadero de un sitio que tengo en el condado de Baker. No hay nada como el jamón curado casero.

—Mmmmmmmmmm —Jerry añadió una sonrisa y un arqueo de cejas a su mofletuda imagen de la gula.

—Te voy a enseñar unos espacios que creo que te interesarán —dijo Charlie—, sólo están tres plantas más abajo. Tienen la misma vista. —Con teatral grandiosidad, hizo un gesto hacia las torres de Atlanta que, desde esa distancia, parecían un Oz en miniatura.

De pronto sintió un impulso irresistible de bostezar. Tuvo que luchar con los músculos de la mandíbula para impedir que se tensaran. El esfuerzo hizo que los labios se expandieran lateralmente. Rogó a Dios que los cerdos de VectorCom no se dieran cuenta.

No era sólo el insomnio. Todos los días en ese despacho… los acontecimientos los empujaban en una dirección y luego los arrastraban en la contraria. De pronto se encontraba bañado en sudor mintiendo a los acreedores, soltando ambigüedades a los acreedores, escondiéndose de los acreedores y, sí, incluso él, el Captan Charlie Croker, suplicando a los acreedores, suplicando como un perro que se ahoga… y al momento siguiente tenía que cambiar de velocidad, volver a reiniciar todo el sistema nervioso central, poner otra cara, convertirse en una gran personificación feliz y cordial de la seguridad en sí mismo, la omnipotencia, el encanto y la confianza para convencer a la gente de que alquilara espacio por valor de millones de dólares en una torre inútil, cuyos cuarenta pisos se alzaban en pleno condado de Cherokee, además.

Charlie se levantó. El esfuerzo hizo que se mareara un poco y que le doliera la rodilla. Se quedó inmóvil por un instante mientras ordenaba sus pensamientos.

—Vamos a hacer la ruta panorámica —anunció con una sonrisa varonil a Jerry Lovejoy y sus adláteres de grandes papadas—. Bajaremos por las escaleras. Sólo son tres pisos y así echaréis un vistazo al sistema contra incendios. Me llena de orgullo el modo… el modo en que hemos hecho la envoltura de la escalera de incendios. Tecnología punta.

No sólo eso, sino que la escalera de incendios no estaba en el campo de visión de aquel saco de sebo de ciento cincuenta kilos llamado Coronel Popover, lo cual sí ocurría con los ascensores. Si ese anadeante payaso tenía ocasión de explicar lo que quería decir con su críptico «diecisiete mil dólares», ya podía volver a despedirse de cualquier posibilidad de sacar diez millones de dólares al año en espacio alquilado en Croker Concourse a unos gordinflones cebados con bollos de jamón del tío Bud.