Todo el camino de vuelta a Atlanta, en la soleada tarde de domingo, la metedura de pata flotó en el recirculante aire del G-5 como si fuera un olor fétido. En la cabina delantera, Charlie se sentó en su trono de cuero, ante su mesa de tupelo; Lenore Knox estaba frente a él y el viejo gobernador Knox y Lettie Withers al otro lado del pasillo. Herb no Hebreo Richman y su mujer, Marsha, así como Howell y Francine Hendricks, Ted Nashford y su Lydia Residente, Serena y Wally ocuparon la cabina de atrás. Billy y Doris Bass, que volvían en el Learjet de Billy, así como Slim y Verónica Tucker y el juez Opey McCorkle, que se quedaban en el condado de Baker, no viajaban en el avión; sin embargo, sí lo hacía la metedura de pata, y seguiría a bordo mientras lo hicieran Charlie y Herb no Hebreo Richman.
Charlie seguía sin poder creer que hubiera dicho lo que había dicho. No podía creerlo. Quizá, pensándolo bien, todo el mundo lo había tomado como un lapsus sin mayor importancia y no como algo racial… Sí, claro, Charlie.
—¿Qué novedades cuenta Beauchamp Junior de Chicago?
Charlie hizo a Lenore Knox esa pregunta y otras de seriedad comparable, pero nada disipó el olor de la pifia. Charlie se preguntó si a bordo todo el mundo estaría pensando en la pifia, la pifia y nada más que en la pifia, como estaba haciendo él.
Hizo que Gwenette preguntara cada dos por tres a todos si querían beber algo o si les apetecían unos bollos de jamón o un poco de Sally Lunn[27] con mermelada de ciruelas damascenas; e hizo que Lud Harnsbarger saliera de la cabina de mando, atendiera a los invitados, y que le vieran la maraña de hilos de oro de sus grandes antebrazos; sin embargo, nada fue lo bastante antiséptico para eliminar el hedor del «Johnny, te presento a uno de nuestros invitados, Hebreo Richman».
Cuando el gran G-5 tocó tierra en PDK, Charlie estaba tan absorto en el tema de cuál sería la mejor manera de despedir a Herb Richman, que ni siquiera miró por la ventanilla, por lo que no vio lo que le esperaba en esa caliente y soleada pista. Vamos a ver… había decidido salir el primero del avión y, al pie de la escalerilla, estrechar una última vez la mano de modo hospitalario a sus invitados y, en especial, a Herb y Marsha, como si no hubiera ocurrido nada embarazoso.
El aparato se detuvo, y en cuanto Charlie se puso de pie sintió una punzada en la rodilla derecha. A su debido momento se bajó la escalerilla del G-5, y él miró hacia abajo diligentemente antes de apoyar el peso en su dolorida rodilla, por lo que no vio a los diez hombres que salían del edificio de llegadas y cruzaban con paso ligero la plataforma de asfalto. Charlie había adoptado su actitud de cordialidad máxima al pie de la escalerilla, con los ojos entornados a causa del resplandor de la luz, y Lenore Knox, Lettie Withers, Ted Nashford y Lydia Residente ya estaban por la escalerilla cuando una voz aguda dijo:
—¿El señor Charles E. Croker?
Charlie se volvió. Ahí, detrás de él, estaba un hombre bajo, con grandes entradas, complexión cuadrada como la de un pequeño bulldog, unos cuarenta años y una mandíbula saliente. Llevaba un traje gris y una corbata raída, así como un fajo de papeles en sus velludas zarpas. Al principio Charlie no comprendió la composición del equipo de nueve personas que traía consigo.
—Señor Croker —prosiguió el pequeño bulldog—, me llamo Martin Thorgen, represento a PlannersBanc, y aquí tengo un mandato —plantó unos papeles ante Charlie— emitido por el Tribunal Superior del condado de DeKalb presidido por el juez Orna Lee Listlass requiriendo el secuestro y embargo de este avión, número 741FS, modelo Gulfstream 5, un bien mueble sobre el que existe un derecho prendario como satisfacción parcial de unos créditos no reembolsados al citado banco por parte de Croker Global Corporation.
Charlie contempló al hombrecillo de mandíbula prominente del que había manado tal torrente de frases leguleyas y luego empezó a percibir a los hombres que lo acompañaban. Junto a él, un paso más atrás, estaba un joven alto, delgado y de aspecto atlético, con el cuello largo, una espesa mata de pelo negro y una mirada de loco, que parecía como si se hubiera peleado con el traje gris de abogado que vestía. Detrás de los dos abogados había tres policías con sombrero como el de la policía montada, camisa azul marino y pantalones grises con ribetes negros en las perneras, como llevaban los agentes de la Oficina del Sheriff del condado de DeKalb. Los tres eran altos y dos de ellos auténticos muchachotes de campo, de esos huesudos a los que les gusta emborracharse el sábado por la noche y llegarse hasta el paso a nivel del tren para entablar una pelea a pedradas. Detrás de los policías había tres jóvenes que llevaban chaqueta de chándal azul marino —Charlie no logró leer las letras al principio—, así como dos hombres trajeados que Charlie conocía de sobra: Ray Peepgass y el tipo ese Zell o Zale, el de la voz rasposa y la barbilla grande. ¡Hijos de puta! ¡Esperan a que el G-5 esté lleno de invitados para montar el numerito! Lettie, Lenore, Ted Nashford y Lydia Residente lo habían oído todo y empezaban a entender qué sucedía.
Charlie miró al abogado Martin Thorgen de arriba abajo y dijo:
—Déjeme ver ese mandato.
Martin Thorgen le entregó un papel y Charlie, sin ni siquiera mirarlo, lo tomó y lo rompió en dos y luego en cuatro y luego en ocho; a continuación, tiró los pedazos a los pies del abogado. Algunos se le quedaron pegados a los pantalones debido a la electricidad estática.
—Esto es lo que vale el susodicho mandato —espetó Charlie. Miró más allá del abogado Thorgen, buscando la cara de Peepgass—. ¿Has tramado tú esta maniobra, Ray? ¿O ha sido tu compinche?
—No hacía falta tramar mucho —dijo Peepgass—. Hablamos hace semanas de la necesidad de vender el avión. Nunca lo has sacado en serio al mercado. Te encontramos un agente y le estuviste tomando el pelo.
Charlie se sorprendió de que Peepgass le respondiera con tanta firmeza y con tal convicción. ¿Qué había pasado con el viejo Ray?
Mientras tanto, el abogado Thorgen decía:
—Lo que haga con el mandato en soporte papel no altera las cosas, señor Croker. El mandato se ha ejecutado y Croker Global Corporation ya no es propietaria de este avión. Ahora es propiedad de PlannersBanc. Estos caballeros —hizo un gesto hacia los tres policías— y yo mismo estamos aquí únicamente para cumplir con los dictados del tribunal.
Charlie se acercó al pequeño abogado canino y, mirándolo desde arriba, le dijo con voz baja y, según esperaba, amenazadora:
—Vais a cumplir con la polla, con eso vais a cumplir. Ahora haced el favor de retirar a todas vuestras marionetas para que yo pueda atender a mis invitados. —Miró a Peepgass y añadió—: Haz el favor de retirar a todos tus payasos y policías y apártate de mi camino. Tengo invitados en el avión, Ray. O haces lo que tienes que hacer o lo siguiente que va a pasar no será un asunto entre PlannersBanc y Croker Global Corporation, sino entre tú y yo. ¿Entiendes lo que te digo?
—Puedes decir lo que quieras, Charlie —dijo Peepgass—, pero nada va a cambiar el hecho de que ahora el G-5 es nuestro.
Charlie no alcanzaba a creerlo. Peepgass había encontrado en algún lugar fuerzas para responderle. Se acercó a sus invitados, le fallaba la rodilla. Lettie y Lenore ya estaban sobre la plataforma, Ted Nashford y su Lydia Residente casi la pisaban, y Howell Hendricks y su mujer estaban en la escalerilla, detrás de ellos. Por la expresión de recelo de sus caras era evidente que todos habían oído lo que estaba sucediendo.
Charlie intentó sonreír a los seis, irradiando confianza. Con la voz más risueña posible, dijo:
—Id tirando. Pasad a la sala de espera. Enseguida estoy con vosotros.
No podía creer lo que estaba ocurriendo. La cabeza le daba vueltas, mientras buscaba frenéticamente alguna estrategia viable. No haría caso de esos hijos de puta, eso haría. Atendería la salida de sus invitados y luego arreglaría la situación. Sonrió de oreja a oreja a Beauchamp Knox y Marsha Richman, que empezaban a bajar por la escalerilla, así como a Howell y Francine Hendricks, Ted Nashford, Lettie Withers y Lenore Knox, que se había apartado un poco, seguramente para hacer comentarios.
Resultaba bastante difícil estar ahí, como hacía Charlie, sonriendo a todo el mundo e intentando hacer caso omiso de un pelotón enemigo de diez hombres, sobre todo cuando tres de ellos eran policías.
El abogado Thorgen empeoró aún más las cosas anunciando en voz alta:
—En cuanto desciendan sus invitados y la tripulación, señor Croker, el avión quedará secuestrado y embargado.
Wally apareció en la escalerilla, seguido de Herb Richman y Serena.
—Papá —dijo Wally—, ¿qué pasa?
—Nada —respondió Charlie—, absolutamente nada.
Sin embargo, por la expresión de Wally se dio cuenta de que las apariencias lo contradecían.
La voz del abogado Thorgen:
—¿Cuántas personas quedan a bordo?
—Eso no es asunto suyo —dijo Charlie.
—Me temo que sí lo es. El avión es de PlannersBanc.
Maldita sea, pensó Charlie. Necesito un abogado, y el mío lo único que me da son dolores de cabeza porque quiere cobrar sus trescientos cuarenta y cinco mil dólares. Impugnaré la jurisdicción.
—El tribunal del condado no tiene jurisdicción —dijo—. Este avión se dedica al comercio interestatal.
—Este avión —dijo Martin Thorgen con voz de exagerado aburrimiento— es un bien mueble gravado por una hipoteca prendaria y sujeto a ejecución in situ en el condado de DeKalb.
—¿Cómo que un bien mueble?
—Un bien mueble, una posesión móvil; un avión Gulfstream 5 es básicamente móvil.
—¿Ah, sí? —dijo Charlie—. ¿Y cómo piensa moverlo?
—Como siempre. Pilotándolo. —Martin Thorgen hizo un gesto hacia los tres hombres con chaqueta de chándal—. Tenemos un mecánico y dos pilotos autorizados con experiencia en todos los modelos de Gulfstream y, de hecho, en la mayoría de los aviones de pasajeros.
Los tres hombres dirigieron a Charlie una mirada inexpresiva. Charlie miró a uno de ellos a los ojos y preguntó:
—¿Disfrutáis con encargos rastreros como éste?
El más joven de los tres, un individuo largo y desgarbado con una boca demasiado pequeña para el tamaño de su cabeza, respondió con indolencia:
—Si quiere que le diga la verdad, prefiero pilotar el Concorde, o un F-16, pero éste es el trabajo que hay.
La descarada despreocupación del joven confundió a Charlie, que finalmente dijo:
—Cualquier cosa que dé dinero, ¿no? Estaréis orgullosos de vosotros mismos.
El joven se encogió de hombros.
—Me gusta volar. Y tampoco es la primera vez que trabajo en la ejecución de una hipoteca prendaria aquí en PDK. El G-5 es un buen avión.
Charlie fue consciente de que Serena y Herb Richman ya habían bajado por la escalerilla y estaban a su lado. Ya no le preocupaba cómo despedir a Herb Richman. En ese momento tenía que encontrar un modo de no parecer un desgraciado incauto en bancarrota.
—¿Qué pasa, Charlie? —preguntó Serena.
—Nada —gruñó Charlie—. Sólo un pequeño malentendido.
Herb Richman estaba justo detrás de Serena. Una sonrisa amable se dibujaba en sus labios y parecía más adormilado que nunca.
En lo alto de la escalerilla acababa de aparecer Lud Harnsbarger con su bolsa de mano azul marino y, detrás de él, Charlie adivinaba a Jimmy Kite y Gwenette. Charlie levantó la mano y les hizo un gesto de que se detuvieran.
—¡Espera, Lud! Voy a necesitaros a ti y a Jimmy y Gwenette. —Se volvió hacia Serena—. Cariño, acompaña a Herb —¡no Hebreo!— y a los demás a la sala de espera. Los conductores ya estarán preparados. Averigua en qué coche va cada uno y marchaos todos a casa. Voy a tener —va tener— que quedarme aquí un rato. He de hacer un pequeño viaje.
Se volvió para subir de nuevo por la escalerilla; la rodilla osciló de modo inseguro. Lo mataba el dolor. Entonces, más deprisa de lo que imaginaba que podían moverse unos hombres tan corpulentos, los tres policías del condado se le adelantaron y formaron una barrera a los pies de la escalerilla.
El del medio, que tenía una barriga que sobresalía por encima de un gran cinturón de piel, dijo:
—No podemos dejarlo subir al avión, señor Croker. Estamos aquí para secuestrarlo, de acuerdo con una orden judicial.
Ordon jucial.
—Ajá, ¿y de acuerdo con qué clase de orden los han convencido de que elijan hacerlo un domingo por la tarde, cuando llego con una docena de invitados?
—Sólo cumplimos las instrucciones, señor Croker.
—Sólo trabajan aquí, ¿no? —dijo Charlie.
Durante todo ese rato su sensación de humillación iba creciendo de modo alarmante. Aquella farsa ignominiosa se desarrollaba delante de su mujer, su hijo, sus empleados (Lud, Jimmy y Gwenette), Herb Richman y algunas de las mayores y más escuchadas bocas de Atlanta, a saber, personajes charlatanes del calibre de Howell Hendricks y Lettie Withers. ¿Cómo pasar por encima de esos tres monos vestidos con uniformes de ayudantes de sheriff, aquella barrera de carne, apoderarse del G-5 y salir pitando de ahí? Si hubiese pensado que podía hacerlo, físicamente, como a los treinta años, se habría deshecho de aquellos tres hombres, habría subido corriendo por la escalerilla, entrado en la cabina del G-5 y ordenado a Lud y Jimmy que despegaran. Esos monos estúpidos habrían quedado sorprendidos de lo poco que lo impresionaban sus uniformes. Sin embargo, no estaba del todo seguro de poder deshacerse de ellos. La rodilla izquierda se le doblaba de dolor cada vez que daba un paso. Y esos tres no serían pan comido. El de la barriga seguramente se encontraba en mitad de la treintena, y a Charlie le pareció que era una versión más joven de Durwood. Daba la impresión de que era de los que les gustaba rodar por el suelo con uno, o pegar con la porra en la parte superior de la oreja, hasta que uno ya no oía nada y sentía un dolor sobrehumano desde el mastoideo hasta el borde del occipital.
Charlie sabía que una de las reglas que todos los jefes debían seguir era: Nunca entables delante de tus seguidores una lucha que no tengas probabilidades de ganar. Y esa lucha no tenía probabilidades de ganarla, al menos físicamente. Suspiró y miró alrededor. Junto a la entrada del hangar, casi oculto por las sombras que sumergían en la penumbra aquel inmenso espacio, se encontraba un mecánico llamado Lunnie (de Lunsford); era un empleado de PDK, pero llevaba por lo menos seis años trabajando en los aviones de Charlie. Charlie miró a Lunnie y tuvo una idea. Y de pronto le cambió el humor.
En su cara apareció una sonrisa de sensatez, y dijo al fornido policía que tenía delante:
—Está bien, agente, lo comprendo… por cierto, ¿cómo se llama?
El policía dudó, incapaz de decidir si el hecho de revelar su nombre lo comprometería. Sin embargo, la sonrisa a todas luces sincera de Charlie lo tranquilizó, y al final dijo:
—Hunnicutt, agente Arra Hunnicutt.
O al menos sonó «Arra». Tras un par de segundos Charlie se dio cuenta de que el hombre era un muchachote de Georgia que se llamaba Ira, que en las zonas rurales más remotas, incluyendo el condado de Baker, se pronunciaba «Arra», igual que «fuego» sonaba «fego», y «trabaja en el Servicio Forestal», «trabaja nel Servicio Frostal».
—En fin, agente Hunnicutt, veo que es usted un hombre que habla en serio. De todos modos, tengo que darle un consejo imparcial: no es prudente que alguien que no sea yo intente mover este avión de donde está.
—Eso no me lo tiene que decir a mí —repuso el agente Hunnicutt—. Eso, al que sea el responsable.
—En fin —dijo Charlie, sonriendo de nuevo—, lo más que puedo hacer, darle el consejo. —Se volvió hacia Lud y Jimmy y les hizo una seña de que bajaran la escalerilla—. Venga, muchachos, y tú también, Gwenette. Os invito a una cerveza.
Se dirigió hacia la sala de espera, pero se detuvo de pronto al llegar a la altura de Peepgass y Zale. Peepgass pareció encogerse, como retirándose al interior de un caparazón, pero Zale alzó su gran barbilla de melón y miró a Charlie con desdén.
—Por cierto —dijo Charlie alegremente, mirando a Zale—, tienes que saber que el motor de estribor de este avión es una prenda de MagTrust. Tuvimos que acudir a MagTrust cuando PlannersBanc no nos quiso extender el crédito. Será mejor que os lo penséis antes de despegar con una garantía colateral de MagTrust. Yo que vosotros no lo haría.
—Lo tendremos en cuenta —dijo Zale con su voz aguda y rasposa—. Mantendremos informado a todo el mundo.
El joven piloto que había discutido con Charlie se adelantó, pero no se dirigió a éste, sino a Lud Harnsbarger:
—Perdona —dijo—, tengo que preguntarte ñas cosas.
Entonces, Charlie vio lo que había en la parte de atrás de su chaqueta de chándal. En letras fosforescentes amarillas de veinte centímetros ponía: RECU. En letras más pequeñas, del tamaño de los nombres que llevan los jugadores de fútbol a la espalda, rezaba: PLANNERSBANC. Eso era lo que sus invitados veían al mirar por los grandes ventanales de la sala de espera: RECU PLANNERSBANC.
Lud miró a Charlie, preguntándole en silencio si debía hablar con el piloto de PlannersBanc, y Charlie exclamó:
—¡Por supuesto, adelante!
Lud, Jimmy y Gwenette ya estaban sobre la plataforma; Charlie se acercó a ellos, cojeando muchísimo, y dijo en voz muy baja:
—Cuéntale todo lo que quiera saber. Tú también, Jimmy. Dadle conversación. Cuanta más, mejor.
Tras eso Charlie se encaminó cojeando hacia la sala de espera. Serena y Herb Richman estaban justo delante de él. Habían quedado rezagados, atentos a lo que pasaba.
—¿Qué vas a hacer, Charlie? —preguntó Serena.
—Relajarme, tomármelo con calma —contestó Charlie.
—¿Qué están haciendo?
Una sonrisa alegre.
—Nada. Tienen ganas de divertirse.
¡El cuadro! Se acordó de él… de repente.
—Otra cosa —añadió, volviéndose hacia Peepgass y el prognato Zale—, tengo efectos personales en el avión.
Zale, con aburrimiento:
—No se preocupe, se devolverán todos los efectos personales.
—Hay uno que me gustaría recuperar ahora mismo —dijo Charlie—. Es un cuadro de N. C. Wyeth que está en el mamparo de la cabina delantera.
—Imposible —repuso Zale. Tenía la barriga de luchador y el pecho echados hacia adelante y llevaba abierta la chaqueta del traje, con lo que se veían las calaveras y las tibias de los tirantes—. Ese cuadro está catalogado como garantía colateral, ciento noventa mil dólares, y el título de propiedad es de Croker Global Corporation.
La furia —y la angustia— se apoderaron de Charlie. Más que cualquier cosa que poseyera, incluyendo la propia Termtina, el cuadro simbolizaba los triunfos del Captan Charlie Croker. Sin embargo, no quiso dejar traslucir sus sentimientos. Se haría con él esa noche o al día siguiente… después de la sorpresa que le esperaba a ese descarado mono con mandíbula de melón.
Se forzó a mostrar una sonrisa de complicidad.
—En fin, os lo advierto. Si le pasa cualquier cosa a este avión o a su contenido, sobre todo a ese cuadro… seréis vosotros los que estaréis hasta el cuello.
—Intentaré no olvidarlo —dijo Zale, sacando aún más el pecho.
Charlie sintió el impulso de matar. Y también tenía ganas de estrangular a Peepgass. Sólo estaban a dos metros de distancia, y Peepgass ya no abría la boca. Tenía la cabeza agachada y los hombros casi apretados contra el cuello, como si se dispusiera a deslizarse por una grieta del suelo. Sin embargo, Charlie tuvo el aplomo suficiente para no olvidar que cualquier acto físico que intentara no haría más que empeorar las cosas. Los tres policías… la rodilla mala… los ávidos ojos de los invitados… a quienes se les ofrecería el espectáculo de Captan Charlie Croker rodando por el asfalto del PDK con tres agentes de policía del condado de DeKalb… a su edad… sesenta años. En los sesenta años era, en realidad, en lo que menos quería pensar. De modo que se concentró en los policías, la rodilla y los invitados. Decidió que sus invitados pensaran que cuanto estaba ocurriendo, fuera lo que fuese, formaba parte de la diversión de un inolvidable fin de semana con el Captan Charlie.
Los otros —Beauchamp y Lenore Knox, Howell y Francine Hendricks, Lettie Withers, Ted Nashford, Lydia Residente, Marsha Richman y Wally— ya estaban en la sala de espera. El lugar estaba amueblado con una gran herradura de sofás que miraban a la pista a través de una luna que iba desde el suelo al techo. Sin embargo, ninguno de sus invitados se había sentado; ni siquiera el viejo gobernador Knox. Estaban de pie junto al cristal para no perderse nada. Y cuando Charlie entró en la sala, las miradas de todos se centraron en él. (¿Hasta dónde había llegado su humillación?). A decir verdad, Charlie fue todo sonrisas.
—Eh, Serena —dijo, lo bastante alto para que todos lo oyeran—, averigua quién tiene que ir en qué coche y ofrece a todos una Coca-Cola o algo. Ahora vuelvo.
Ora volvo.
A pesar de su rodilla mala, Charlie se dirigió a paso rápido hacia una puerta marcada con un «Paso exclusivo empleados» que daba al hangar. Buscó en la penumbra la forma cargada de espaldas de Lunnie, el mecánico. Y ahí estaba, a unos cinco metros de la enorme boca del hangar. Lunnie miró sorprendido a Charlie cuando éste se acercó a él cojeando, sorprendido e incómodo.
—Captan —dijo—, siento lo que está pasando ahí fuera. Si puedo ayudarlo.
Charlie sonrió.
—A lo mejor sí, Lunnie. A lo mejor puedes ayudarme. Dime una cosa. ¿Cuál es la forma más sencilla de impedir que un G-5 despegue?
—¿Impedir que despegue? ¿Mecánicamente?
—Sí, mecánicamente. Eso es.
—Demonios —monios— la forma más fácil es meter una llave inglesa en la toma de aire de un motor.
—¿Cace eso?
—En cuanto se pone en marcha, la llave rompe los alabes. Cada motor tiene cinco grupos de alabes. Destroza todo el motor.
—¿Ah, sí, eh?
—Seguro. Lo visto.
—Lunnie —le dijo Charlie—, ¿cuánto tiempo llevas trabajando para mí?
—Seis o siete años, me parece.
—¿Te he tratado bien?
—El que mejor, Captan.
—Lunnie, quiero que hagas algo por mí. Es muy importante, y sólo tú puedes hacerlo bien. Quiero que metas una llave inglesa en la toma de aire del motor de estribor de mi G-5, el avión que está ahí delante. ¿Qué me dices?
En el acto, los apacibles rasgos de Lunnie empezaron a contraerse. Era posible ver la lealtad y la obediencia por un lado luchando con la pérdida del trabajo y una posible acusación judicial por otro.
—No te estoy pidiendo un favor, Lunnie —dijo Charlie—. Estoy dispuesto a pagarte. Significa mucho para mí. Cuatro mil dólares en efectivo, Lunnie… no, que sean cinco mil. Cinco mil dólares por cinco segundos de trabajo. Sólo tienes que dejarla caer dentro.
Lunnie, cuya cabeza oscilaba como un ventilador eléctrico en pleno verano, se frotaba los nudillos, primero una mano y luego la otra.
—No sé, Captan, destruir una pieza de equipo así… Ese motor vale como medio millón de dólares, supongo.
—Bueno, Lunnie, esa pieza de equipo es mía, mierda, y eso es lo que quiero hacer con ella.
Aumento de la oscilación y los masajes.
—No sé, Captan, yo sería el… es mucho riesgo.
El rostro de Charlie se enfureció.
—¡Riesgo, demonios, Lunnie! ¡Te ordeno que lo hagas! ¡Es una orden directa! ¡Hazlo!
Lunnie había empezado ya a hacer bolas de nieve imaginarias con las dos manos ahuecadas.
—Lo sé, Captan —bola de nieve imaginaria—, prendo —bola de nieve imaginaria— lo que dice —bola de nieve imaginaria—, pero me costaría el puesto de trabajo —bola de nieve imaginaria—, y no tengo otra manera de ganarme la vida —bola de nieve imaginaria.
El Captan Charlie Croker, perdonador de niños:
—De acuerdo, Lunnie, de acuerdo. Está bien. Hay una cosa que sí puedes hacer por mí, y no es pedirte mucho: dime dónde encuentro una llave inglesa y un mono de trabajo.
El niño aliviado, fuera del atolladero:
—Aquí tiene una llave. —Sacó una de algún lugar de su mono—. Y hay un montón de monos en los ganchos cay ahí, al lado de la puerta por la cantrado.
—Y no te olvides duna cosa, Lunnie. Tú y yo nunca hemos tenido ta conversación. Así nadie te dirá nada. No nos hemos dicho ni una palabra.
—De acuerdo, Captan.
Charlie se adentró en la penumbra del hangar y encontró, junto a la puerta, al menos una docena de monos colgando de unos ganchos, como le había dicho Lunnie.
Logró encontrar uno lo bastante grande para albergar sus ciento cinco kilos de humanidad y se lo puso por encima de la ropa. En el bolsillo de otro mono encontró un pañuelo. Se le ocurrió una idea. Lo sacó. Tenía un extraño estampado de camuflaje en blanco, gris y negro. ¿Para qué? ¿Para avanzar por un terreno pedregoso en el que se fundía la nieve? Daba igual. Se envolvió con él la cabeza y se lo ató por detrás, al estilo pirata. Metió la llave en uno de los amplios bolsillos del mono, atravesó la grasienta penumbra del hangar y salió a la plataforma.
El G-5 estaba aparcado de forma que el lado izquierdo, en el que se encontraba la puerta principal de pasajeros y la puerta de la bodega de equipajes, daba a la sala de espera. El lado derecho sólo era visible desde el hangar o desde el lado derecho de la plataforma, y en éste no había nadie; o más bien, nadie excepto Charlie Croker.
Por debajo de la panza del G-5 vio los pies y las piernas de todo un grupo de hombres que hablaban sobre el G-5. De vez en cuando se oía la voz rasposa y aguda del llamado Zale. Hablaban sin parar. ¡Buen chico, Lud!
Charlie caminó despacio y con naturalidad hacia el motor de estribor. Tenía la llave escondida en el bolsillo. Las dos potentes motores del G-5 colgaban de las alas. Se agachó y miró la parte inferior del ala, como si la inspeccionara. Ya estaba junto al motor. Se armó de valor, se obligó a no mirar a un lado ni a otro… y sacó la llave, alargó la mano y la introdujo en la boca del motor.
Luego, agachado, inspeccionó la parte inferior del ala desde el motor hasta el fuselaje, con el fin de parecer diligente, y regresó al hangar. Una vez en la seguridad de la penumbra, se quitó el mono y el pañuelo y los devolvió a donde los había encontrado. Lunnie no estaba en ninguna parte. Había desaparecido. Charlie se dirigió rápidamente a la sala de espera a través de la puerta del «PASO EXCLUSIVO EMPLEADOS».
Serena había conseguido conducir a Howell y Francine Hendricks y a Beauchamp y Lenore Knox hasta uno de los BMW, pero el resto, incluyendo a Herb Richman y su mujer, parecían dispuestos a quedarse y ver lo que ocurría en la plataforma. Cuando Charlie regresó a la sala, todos los ojos se volvieron hacia él. Se preguntaban cómo encajaría ese vergonzoso curso de los acontecimientos.
Haciendo un gesto hacia el avión, Ted Nashford dijo:
—Esa panda… están embarcando en tu avión, Charlie.
En efecto, Zale y Peepgass subían por la escalerilla y entraban en la cabina del G-5.
—¿Dónde están —destán— los pilotos? —preguntó Charlie.
Gran sonrisa. La sonrisa era tan auténtica que Ted Nashford se sorprendió al principio.
—Han subido los dos a bordo; ellos y el otro, el… el… el…
—El mecánico —dijo Charlie, que parecía de lo más alegre con todo lo que ocurría—. Bueno, ya les he avisado que no lo hagan, pero nan querido hacer caso.
—¿Por qué?
—¿Por qué nan querido hacer caso o por qué les he avisado que no lo hagan?
—Por qué les has avisado que no lo hagan.
—El G-5 es un avión temperamental, Ted. Es estupendo, pero tienes que conocértelo de memoria. No tienen ni idea. Dudo que llegue a despegar.
De modo que todos miraron, Ted, Lydia Residente, Herb y Marsha Richman, Lettie Withers, Wally, Serena y el propio Charlie, mientras la escalerilla se plegaba en el fuselaje del G-5. Si se miraba con atención era posible ver a Zale sentado en el sitio de Charlie —ante la gran mesa de tupelo, de cara al cuadro de N. C. Wyeth Jim Bowie en su lecho de muerte—, con Peepgass sentado frente a él. Ambos con una sonrisa de oreja a oreja. Entonces Zale debió de decir algo muy gracioso, porque se vio a Peepgass reír a mandíbula batiente.
—¡Parecen contentos! —comentó Lydia Residente.
En condiciones normales, Charlie habría deseado estrujarle el delgado cuello, pero en vez de eso soltó una risita y dijo:
—Acordaos que les he avisado a todos y cada uno de ellos —tos caduno dellos—. No saben lo que van a hacer.
Entonces se encendieron los motores. Por un instante se vio un hilo de humo que subía del motor izquierdo, el único visible desde la sala de espera, y al instante siguiente se oyó un ruido semejante al de disparos, un tableteo rápido, como el de un arma automática increíblemente ruidosa. ¡Pang! ¡Pang! ¡Pang! ¡Pang! El sonido penetró a través del vidrio de un centímetro de grueso del ventanal de la sala de espera como si no hubiera ninguna barrera.
Los motores se apagaron y entonces un penacho se alzó en el otro lado del G-5. Las caras que se veían por las ventanillas, las de Zale y Peepgass, mostraban la consternación de dos hombres frustrados en su expectativa de salir a dar una fantástica vueltecita con un botín de treinta y ocho millones de dólares. La escalerilla no tardó en estar desplegada de nuevo, Zale bajó a trompicones, con Peepgass justo detrás de él. Se quedaron en la plataforma, al pie de la escalerilla, mirando el avión sin poder hacer nada. A continuación, bajaron por la escalerilla los dos pilotos con sus chaquetas de RECU PLANNERSBANC, los dos gritándole al mecánico, que detrás de ellos alzaba una mano y luego la otra. Entonces, los cinco, Zale, Peepgass, los dos pilotos y el mecánico, rodearon el morro del avión y se dirigieron al lado de estribor.
Charlie soltó una risita.
—En fin, le puedes dar a la gente un consejo imparcial, pero lo que no puedes es clavarlos nel suelo y decirles que no se muevan. —De lo más complacido, hizo a su comitiva un gesto de ir pasando y se encaminó hacia la puerta de vidrio que daba al aparcamiento del edificio—. Fuera hay coches perando para todos.
Ted Nashford, que estaba justo detrás de él, preguntó:
—¿Qué crees que le ha pasado al avión?
—Es sólo una suposición —dijo Charlie—, pero ha sonado como si hubiera sido el piloto, ¿no?, como si le hubiera dado demasiada potencia a los motores antes de que estuvieran calientes, ¿no?, y le ha pasado algo a los alabes de los compresores, me ha sonado a eso, pero yo no sé nada de motores a reacción.
Cuando llegaron al exterior, donde esperaban los chóferes de Croker Global con dos BMW, Charlie se reía como si el destrozo sufrido por el G-5 fuera una de las cosas más divertidas que hubieran ocurrido en años.