Era viernes por la noche y el amo de Termtina, Charlie Croker, presidía la cena dispuesta en la veteada mesa de tupelo que Ronald Vine había diseñado para la sala de armas, que era la joya de la nueva Armería de la plantación. Los troncos refulgían en el enorme hogar, creado por Ronald con piedra caliza de Georgia, y arrojaban sobre Charlie y sus trece invitados —quince, contando a Serena y Wally— un juego de resplandores de lumbre y hondas sombras. Las llamas enviaban reflejos que parpadeaban sobre los largos cañones y los ornamentados grabados de una colección de escopetas, muchas de ellas piezas clásicas de la llamada «época dorada de la caza»: escopetas Dickson, Boss, Purdy, Beretta, L. C. Smith, todas ellas piezas de incalculable valor que se alineaban en las paredes de la sala, las cuatro paredes, fila tras fila, encerradas en veteados armeros de tupelo.
Encima de los armeros, entre dos hileras de recargadas molduras de tupelo, había toda una serie de disecadas cabezas de oso, con fantásticos colmillos curvos, y enroscadas serpientes de cascabel, con las mandíbulas abiertas y los colmillos enderezados, también disecadas.
Una cabeza de oso, una serpiente de cascabel enroscada, una cabeza de oso, una serpiente de cascabel enroscada se alternaban, creando, según la expresión de Ronald, «el friso de los animales peligrosos». Cada oso, cada serpiente, constituía una obra maestra de la taxidermia, y eran trofeos de Charlie. Los había matado o capturado con sus propias manos en los campos y las marismas de Termtina, un hecho que pensaba comunicar a sus invitados, en cuanto se presentara la mínima oportunidad.
Cuatro criadas negras con uniforme negro y delantal blanco acababan de servir el primer plato, sopa de tortuga, bajo la supervisión del mayordomo, Mason, un viejo negro que permanecía, erguido y vigilante, junto a la puerta de la cocina. La sopa de tortuga le dio a Charlie una idea.
—¡A ver, tos! —bramó por encima del barullo de las conversaciones de los comensales—. ¡Quiero que tos sepáis na cosa!
Lo dijo tan alto que incluso Lettie Withers, la gran dama que estaba sentada a su izquierda, dejó de hablar con Ted Nashford, el cirujano y presidente de la junta de la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory, por quien parecía mostrar un coqueto interés. Incluso el viejo Billy Bass dejó de contar la historia verde con la que a todas luces esperaba escandalizar a Lenore Knox, la esposa del antiguo gobernador de Georgia, Beauchamp Knox, que estaba sentado al otro lado de la mesa.
—Quiero que tos sepáis —dijo Charlie— questa sopa de tortuga ta hecha con tortugas daquí mismo, de Termtina. El tío Bud lasa trapado una una. ¿Sabéis cómo lo hace? Ata una cuerda a una rama, la ponen cima del agua y pone cebo de pollo nel anzuelo. Cuando la rama se dobla, sabe que la tortuga ha picado. Nay mejores tortugas que las del tío Bud. —Acto seguido contempló la mesa y sonrió.
Expresarlo con palabras estaba más allá del alcance de Charlie, pero sabía que la magia de Termtina dependía de transportar a sus invitados a un mundo viril en el que la gente aún vivía cerca de la tierra, un mundo lujoso y de otra época en el que había amos y criados, y todos sabían cuál era su lugar. No tenía necesidad de explicar quién era el tío Bud. Bastaba con que pronunciara el nombre de cierta manera para que todo el mundo se diera cuenta de que debía de ser un viejo y leal sirviente, probablemente negro.
Había esperado que la imagen del tío Bud cazando tortugas de alguna forma sirviera de transición hacia el cazador de los osos y las serpientes. Sin embargo, no estaba ocurriendo así, por lo que se inclinó por delante de la mujer que tenía a su derecha, la segunda esposa de Howell Hendricks, Francine, y le dijo al hombre que estaba junto a ella:
—Bueno, Herb, ¿qué te prece tu sopa tortuga?
—Oh, está riquísima, Charlie —repuso el hombre, con una sonrisa un tanto incómoda.
Charlie sonrió, con la esperanza de sonsacarle un poco más de conversación. Sin éxito. Herb Richman iba a ser un pichón difícil de cobrar, un pichón difícil de hipnotizar con la magia de Termtina. Para empezar, era judío, lo cual en Georgia significaba que sus trayectorias sociales no iban a cruzarse demasiado. Y era redomadamente cortés y educado. No sería fácil someterlo al Hechizo de Termtina con la habitual cháchara campechana, jovial y varonil. Aun así, Herb Richman era el pichón que necesitaba. Todo ese fin de semana había sido ideado con el único propósito de hechizar al señor Herbert Richman, a quien la prensa conocía como «el rey de los centros de fitness». Herb Richman era el fundador de DefinitionAmerica, una cadena de mil cien centros de gimnasia y fitness que habían nacido en Atlanta y que luego se habían reproducido como conejos por todo el país. Estaba buscando treinta y cinco mil metros cuadrados de espacio de oficinas de primera para instalar su nueva sede corporativa. Con suerte y el Hechizo de Termtina, Richman podía significar siete pisos y más de diez millones de dólares al año en alquiler en Croker Concourse, un golpe financiero y de relaciones públicas que impresionaría incluso a la gente de PlannersBanc con sus «análisis de nichos» y demás zarandajas. Casi todos esos grandes fines de semana en Termtina tenían su pichón, una palabra que Charlie había pronunciado en voz alta sólo una vez, a su primera esposa, Martha, quien la había encontrado de muy mal gusto, de modo que nunca se había atrevido a pronunciarla delante de Serena, aunque sí le había dicho a ésta exactamente por qué había invitado a Herb Richman y por qué le prestaría tanta atención. Termtina quizá no fuera, propiamente hablando, una granja experimental, pero se había amortizado varias veces en términos de pichones cobrados, un detalle que no sabía cómo hacer entender a aquellos cabrones microcéfalos de PlannersBanc con sus nichos de mierda.
Charlie siguió sonriendo a su pichón. Herb Richman no es que fuera una buena propaganda de DefinitionAmerica, que prometía a sus miles de clientes un cuerpo escultural, elegante y claramente definido. Sólo tenía cuarenta y cuatro años, pero ya estaba engordando. La cabeza sobresalía del blazer y el polo como una burbuja. Tenía la piel pálida. Unos pocos mechones de cabello del color de las manchas de zumo de naranja le cubrían levemente la calva. Los ojos, de un castaño muy pálido, le conferían un aspecto inquietante y al mismo tiempo de agotamiento. Parecía amodorrado. Charlie pensó que él habría dado una mejor imagen de semejante empresa, incluso con sesenta años. Charlie llevaba una camisa caqui con los primeros botones abiertos, que mostraba las dimensiones de su cuello, la anchura de sus hombros y la enormidad de su pecho. En aquel momento la moda en las grandes plantaciones era la ropa de sport, incluso para la cena, salvo en unas pocas fincas de Carolina del Sur en manos de norteños infectados por las costumbres británicas.
—Mañana os presentaré al tío Bud —dijo Charlie—. El tío Bud es la historia viva de las plantaciones de Georgia. Lleva en Termtina mucho más que yo. Su familia era toda en aquel entonces negra… gente de Termtina, cuando lo único que se hacía aquí era recolectar resina de los pinos para los almacenes navales y cosas así. No tengo ni idea de los años que tiene. Ni creo que él lo sepa. —Sacudió la cabeza con una solemnidad digna de una mención a la sal de la tierra—. El tío Bud.
—Parece un hombre interesante —dijo Herb Richman con una débil sonrisa, gran cortesía y total falta de convicción.
El zumbido de conversaciones de la mesa descendió bastante, aun cuando Charlie se las había arreglado para llenar el fin de semana con personajes lo bastante locuaces, pintorescos y prestigiosos como para impresionar a Herb Richman, fueran cuales fuesen sus gustos personales. En el otro extremo de la mesa, al lado de la esposa de Herb Richman, Marsha, había puesto a Howell Hendricks, el grande, cordial y cabezudo jefe ejecutivo de Serry & Belloc, la segunda o tercera compañía de publicidad del Sur. Al otro lado había puesto a Slim Tucker, el cantante country que había sido una de las primeras figuras del mundo de la música en comprar una plantación de codornices en el sur de Georgia. Ambos habían estado haciendo mucho caso a Marsha Richman —una morena tan despampanante que, según Charlie, tenía que ser una segunda esposa—, pero en aquel momento los tres exploraban en silencio con la cuchara su sopa de tortuga. Lo mismo hacía el anciano ex gobernador, Beauchamp (pronunciado Becham) Knox, que estaba sentado junto a Serena. Incluso Opey McCorkle, el juez del condado de Baker, tan parlanchín que era capaz de hacer bajar a un mapache de un árbol, había dejado de hablar con la joven Novia Residente de Ted Nashford, Lydia Nosecuántos. Muy en su estilo, Opey McCorkle había aparecido en la cena luciendo una camisa escocesa, una corbata también escocesa y unos tirantes de fieltro rojos reforzados alrededor de la panza por un viejo cinturón de cuero con el que daba la impresión de que podía enganchar a una mula; sin embargo, en aquel instante había detenido su habitual torrente de rimbombante retórica repleta de localismos del condado de Baker. De modo que recayó sobre Charlie la tarea de dar nueva vida a la velada. Se sentía en condiciones de hacerlo. Antes de la cena se había tomado un par de vasos de bourbon con agua —«whisky moreno», lo contrario de esos yupismos light que estaban tan de moda en Atlanta: vino blanco, vodka y demás tonterías; aunque no había insistido sobre el tema, porque Herb Richman había pedido vino blanco— y, tras el bourbon, había sacado un poco del licor de maíz casero del tío Bud. Las señoras lo habían rechazado con protestas aterrorizadas y adecuadamente femeninas; pero, claro, Charlie había tenido que beber un vaso, a pesar de que el brebaje casi le hacía saltar a uno la tapa de los sesos. En cualquier caso, consiguió que no le doliera la rodilla derecha y lo dejó… vocinglero.
—¡Eh, Mason! —bramó a su mayordomo, que estaba de pie junto a la puerta de la cocina—. ¿No nos quedan más troncos como Dios manda? Lo más que veo ahí son ñas ramas resinosas y ñas cuantas astillas.
—Yay nos troncos, Captan Charlie. Ya puesto ahí nos troncos hace un rato.
—Pos no veo más que ñas ramas resinosas, Mason —dijo Charlie—. Trae algunos troncos.
El mayordomo dudó, luego desvió la mirada y sacudió la cabeza. Era un hombre alto, ancho de espaldas, que se volvía huesudo con la edad y llevaba el pelo con raya en medio y peinado hacia atrás en pequeños rizos.
Con un susurro, como si estuvieran entrando en un tema sobre el que no era apropiado discutir delante de los invitados, dijo:
—Ya puesto ahí demasiada madera, Captan Charlie, vacer demasiado calor.
Charlie comprendió. El problema era que fuera hacía calor; la temperatura aún debía de rondar los veinte grados. Sin embargo, Ronald había dotado la sala de armas con una chimenea tan grande que se podía andar por dentro, una chimenea tan formidable que pedía a gritos encenderla. La única forma de soportar un fuego encendido en un día como ése era subiendo al máximo el aire acondicionado, cosa que Mason ya había hecho.
De vez en cuando bajaba una gélida corriente de aire procedente de alguna rejilla del techo y uno tenía la impresión de que se le congelaban las encías y se le iban a caer los dientes. Si Mason colocaba en el hogar otro montón de troncos, los suficientes para que no desentonaran con las colosales medidas de los morillos, se corría el riesgo de sobrecargar el sistema de refrigeración; pero, qué demonios… en una chimenea tan grande había que tener un fuego que ardiera a gusto.
Con una voz ya un poco más baja, Charlie dijo a Mason:
—Ve. Ve y tráeme nos cuantos troncos de verdad.
—Sisñor, Captan Charlie… pero no sé… —Mason sacudió la cabeza.
Serena intervino desde el otro extremo de la mesa.
—Por favor, Charlie. —Miró a Mason—. No nos hacen ninguna falta más troncos.
Mason la contempló durante unos instantes y luego contempló a Charlie con expresión afligida. Charlie también observó la expresión del rostro de su hijo Wally, que estaba sentado a tres puestos de Serena, entre Doris Bass y la pequeña Lydia, la Novia Residente de Ted Nashford; miraba alternativamente a Serena, Charlie y Mason, y parecía encogerse en la silla.
Entonces Charlie lanzó a su esposa una mirada llena de resentimiento, de tres clases de resentimiento. Se acercaba de modo peligroso a contradecirlo en sus instrucciones al mayordomo. Además, conociéndola, era capaz de describir a toda la mesa el conflicto entre la chimenea y el aire acondicionado, con lo que todos pensarían que era un insensato y un engreído. Y, por último, estaba haciendo que Mason se sintiera incómodo. A Mason le disgustaba aceptar órdenes suyas o que ella interviniera, de la forma que fuera, en los asuntos domésticos. Mason seguía siendo fiel a Martha, aún tres años después del divorcio. Charlie lo percibía a cada instante que el mayordomo y Serena estaban en la misma habitación.
Mason se quedó plantado a la espera de nuevas instrucciones y una resolución de la divergencia de opiniones entre Captan Charlie y su nueva muñequita cachonda, a propósito del tamaño de los troncos de la chimenea. Charlie no se atrevía a insistir en que hiciera lo que le había dicho y trajera algunos troncos grandes, por miedo a que Serena saltara y sacara a colación el tema del aire acondicionado. Era evidente que se hacía necesario cambiar de tema.
De modo que de pronto le lanzó a Mason una gran sonrisa, hizo lo mismo en dirección a Lettie Withers y dijo:
—Conoces a Mason, ¿verdad, Lettie? Lo conociste cuando estuviste aquí la última vez.
—Claro que sí —repuso Lettie con la voz de barítono que tenían muchas sureñas mayores tras toda una vida de fumadoras—. Me alegro de verte, Mason.
—Muy bien, señora Withers.
Mason tenía la costumbre de decir «muy bien» cuando saludaba a la gente, al margen de que le preguntaran o no cómo estaba. Al mismo tiempo, Charlie quedó impresionado de que recordara el apellido de Lettie.
—Mason tienun montón de buenas noticias desde la última vez que estuviste aquí, Lettie.
Mason pareció desconcertado.
—Cuéntale a la señora Withers lo de tus hijos, Mason.
Mason dudó, de forma que Charlie añadió:
—¿Dónde está tu hijo ahora?
—En el Tec de Georgia —contestó Mason.
—Dile a la señora Withers lo que estudia.
—Ingeniero eléctrico.
Su miraba saltaba de la cara de Charlie a la de Lettie y de nuevo a la de Charlie. Esa recitación lo hacía sentirse incómodo, y aunque Charlie se daba cuenta de ello, estaba decidido a demostrar algo, y no por Lettie. La propia mirada de Charlie empezaba a saltar de Mason a Herbert Richman.
—Ingeniero eléctrico, ¿dónde? —preguntó Charlie—. ¿En qué curso?
—¿En qué curso? —El viejo mayordomo miró a Charlie con curiosidad—. ¿En el Tec Georgia?
Sonó como una pregunta.
—No, digo el curso de posgrado —dijo Charlie—. El hijo de Mason está haciendo un curso de posgrado, Lettie. Ya se sacó el título en el Tec. Se lo sacó el año pasado. ¿Nos verdad, Mason?
—Sisñor.
—Y ahora está haciendo un curso de posgrado en el mejor programa de ingeniería de todo el Sur, puede que de todo el país —dijo Charlie—. ¿Nos verdad?
—Sisñor.
—Yo también me gradué en el Tec —dijo Charlie—, ¡pero no a mí… no mabrían admitido nun curso de posgrado! Eso lo sabes, ¿verdad, Mason?
Otra mirada a Herbert Richman.
—No, señor. —La cara de Mason se retorcía en una sonrisa de lo más incómoda y torturada—. Quiero decir, sisñor, supongo que lubieran admitido si usted lubiera querido.
—No, Mason —dijo Charlie, riendo—, qué va. ¡Son demasiado listos pareso nel Tec! Venga, cuéntale a la señora Withers lo de tu hija. Lo de Verna. ¿Dónde está ahora?
—En Atlanta.
—¿Qué hace en Atlanta? Es enfermera, ¿no? ¿Dónde trabaja de enfermera?
—En el centro de traumatología de Emory.
Mason estaba ya con los hombros echados para adelante y las manos enroscadas a la altura de la cintura, como un estudiante aplicado.
—El centro de traumatología de Emory —dijo Charlie—. Eso sun trabajo muy importante, ¿nos cierto, Ted?
Miró a Ted Nashford, el cirujano, a la izquierda de Lettie, y luego se volvió para lanzarle otro vistazo rápido a Herbert Richman y asegurarse de que prestaba atención, antes de mirar de nuevo a Ted.
—Oh, sí —dijo el doctor Nashford—, es un trabajo muy importante.
Charlie sonrió. Sonrió triunfalmente.
—Me parece estupendo, Mason. Te tienes que sentir muy orgulloso.
—Sisñor.
—Y no quiero decir sólo orgulloso de tus hijos. Te tienes que sentir orgulloso de ti. —Charlie lanzó a Mason una mirada larga y penetrante.
Mason comprendió lo que su patrono quería que dijera en ese momento.
—Sisñor, pero supongo que no lubiera… no lubiera podido hacer sin usted, Captan Charlie. Ha sido muy generoso.
—Oh, tonterías, Mason —dijo Charlie presuntuosamente—. Todo lo quice fue llamar a un par puertas. Tienes dos hijos estupendos.
Charlie se volvió para mirar a Herbert Richman, pero en ese instante cayó en la cuenta de que Wally, todo él, se había hundido en la silla, como si retrocediera ante algo desagradable, y miraba con preocupación a Serena. Por su parte, Serena miraba a Charlie de un modo que expresaba cualquier cosa menos orgullo ante su benevolencia en el trato con un leal criado negro. En realidad, su mirada era acusadora. ¿Por qué, por el amor de Dios? Todo lo que hacía era asegurarse de que Herb Richman entendiera lo afectuosas, tolerantes y… y… y progresistas que eran las relaciones en Termtina. ¿Qué tenía eso de malo?
Una estentórea carcajada estalló hacia la mitad de la mesa. Sin lugar a dudas… Billy Bass. Su desgarbada figura se balanceaba en la silla, tenía la cabeza echada para atrás y la barbilla apuntaba casi directamente al aire. Soltaba una risa tan profunda que se quedaba sin aliento.
Era un hombre grande, alto y desaliñado, barrigudo, de párpados caídos, con una papada que recordaba a un sabueso y grandes entradas en un pelo cano que siempre llevaba alborotado. Al verlo enfundado en sus pantalones caqui y con aspecto de cracker viejo y grande, que es lo que era, nadie habría imaginado el soberbio espécimen físico que había sido cuarenta años atrás, cuando cursaba el último año y jugaba de línea en el Tec justo cuando Charlie hacía primero y empezaba en la defensa.
Aquel viejo cracker en concreto descansaba en lo alto de una fortuna. Había sido uno de los pocos promotores inmobiliarios lo bastante listos para vender sus propiedades en 1987, poco antes del punto culminante del auge de los ochenta en Atlanta. Aunque Charlie no lo había conocido de pequeño, Billy y él habían sido casi vecinos, puesto que había crecido en el condado de Dougherty, y de un modo muy parecido al de Charlie: más pobres y ordinarios que un holladero de cerdos; desde hacía años era el gran compañero de caza de Charlie y un elemento imprescindible, una inagotable fuente de humor chocarrero, en esos grandes fines de semana en Termtina.
Toda la mesa lo miraba ya cuando por fin logró recobrar el aliento y se inclinó hacia adelante con las mejillas surcadas por lágrimas de risa; miró a Lenore Knox y rugió:
—¿Has dicho… un baile por el sida? ¿Un… baile por el sida?
En tanto que antigua primera dama de Georgia, Lenore era una gata vieja en lo referente a la conversación social y se había enfrentado a casi todas las peculiaridades conocidas en ese ámbito; sin embargo, ante ésa parecía realmente perpleja. Ladeó la cabeza a la defensiva.
—¡Había oído hablar de bailes por el sida —gritó Billy—, pres la primera vez que conozco alguien que haya ido a uno!
Coya ida uno. En el sur de Georgia, el habla de Billy se volvía aún más rústica y sureña que la de Charlie. La clave de su humor chocarrero estaba en que empezaba a reír antes incluso de que las primeras palabras le salieran de la boca, y su risa lo barría a uno como una ola, al margen de lo que estuviera diciendo en realidad.
—¡He nacido en una época equivocada, Lenore! Maldita sea —dita saa—, cuando era joven si pillabas una enfermedad venérea —venéraa—, ¡era un estigma! —Miró más allá de Lenore a los hombres de la mesa, como reagrupando sus tropas para una salva de risotadas masculinas—. ¡Si pillabas la sífilis o la gonorrea, era una desgracia!
Sus ojos buscaron los del gobernador Knox —el viejo gobernador no supo qué hacer, puesto que su mujer parecía ser el blanco de la broma— y luego los de Howell Hendricks, el juez Opey McCorkle, Herb Richman, Charlie, Ted Nashford y Slim Tucker. Charlie y el juez McCorkle ya estaban riendo, porque compartían plenamente la clase de humor de Billy cuando se entregaba a esos arrebatos en las cenas.
—Macuerdo dun montón de tipos con fermedades venéraas, ¡pero no macuerdo de nadie que además diera fiestas! —prosiguió Billy, lleno de regocijo—. ¡No macuerdo de ningún baile! ¡¡No macuerdo de ningún bailongo por la gono!! ¡¡Ni del twist de la sífilis!
—¡¡Ni del guateque por el herpes!! —propuso el juez Opey McCorkle, quien se reía tanto que apenas era capaz de pronunciar las palabras.
—¡¡Ni de la fiesta de las espiroquetas!! —contribuyó Charlie, que se encontraba en el mismo estado de paroxismo.
—¡¡Ni del tango de los chancros!! —exclamó Billy Bass.
—¡¡Ni rindamos vasallaje a los flujos pustulares!! —exclamó el juez.
—¡¡Ni abracemos todo el mundo a un marica moribundo!! —chilló Billy, que luchaba por respirar y lloraba de risa al mismo tiempo—. ¡Ahora… ahora, si pillas el sida eres una especie de santo! ¡Y te dan banquetes! ¡Todel mundo se pona bailar!
—¡¡Regocijaos conmigo, que soy seropositivo!! —cantó el juez, que tenía la boca abierta, los ojos como platos y movía las manos en el aire a la altura de las orejas parodiando a un artista de variedades de los que imitaban a los negros.
Eso hizo que Billy y Charlie se carcajearan con más fuerza aún.
—¡A los leprosos nunca les ofrecieron banquetes por ser leprosos! —gritó Billy—. ¡Les colgaban campanillas del cuello para que la gente los oyera y se apartara de su camino! ¡A lo mejor podrían hacer lo mismo con todos esos tiparracos con sida!
—Sí —dijo Charlie—, pero si fueras a Nueva York, San Francisco o alguno desos sitios, ¡por todos los demonios, no podrías ni pensar, del ruido! ¡Si ya está mal la cosa en Atlanta!
Billy y el juez redoblaron sus carcajadas, lo que agradó a Charlie, quien temía haberse quedado un poco atrás en la ronda de ocurrencias. ¡Ah, eso sí que era auténtico! ¡El clásico humor varonil que impregnaba el ambiente de las cacerías de Termtina! ¡La clase de buenos ratos entre hombres para los que se habían construido la Armería y la sala de armas! «¡El bailongo de la gono!». «¡El twist de la sif!». «¡Abracemos todo el mundo a un marica moribundo!». ¡Joder, qué divertido era ese cabrón de Billy! ¡Eso sí que era desmadrarse ahí abajo, al sur de la línea de los mosquitos!
Charlie examinó la mesa, para disfrutar de la visión del resto de comensales atrapados en el divertido humor varonil de Termtina. En realidad, lo que vio lo sorprendió. Howell Hendricks exhibía una sonrisa, o el principio de una sonrisa, en su gran rostro, pero sus ojos no reían. Saltaban llenos de preocupación de Serena a Lydia, la joven Novia Residente del doctor Ted Nashford, y a Verónica Tucker, que estaba sentada al otro lado de Herb Richman. La mujer de Billy, Doris, reía con entusiasmo; pero Serena miraba de nuevo de forma acusadora a Charlie, y Wally se hundía tanto en la silla y tenía los ojos tan en blanco que se le notaba clarísimamente la vergüenza que pasaba. Lydia Residente miraba a Ted con la boca entreabierta, como esperando una indicación sobre si cerrarla o abrirla del todo. La expresión de Ted era semejante a la de Howell Hendricks: una sonrisa coronada por un par de ojitos preocupados. Charlie había oído al principio la estridente risa ahumada de Lettie Withers, pero ésta ya se había retraído en su silla con una mirada llena de inquietud. Slim Tucker, que deseaba demostrar que era un digno dueño de plantación, exhibía una sonrisa tan amplia como gélida. Marsha Richman, entre Slim y Howell, miraba con aire taciturno a su marido, sentado al otro lado de la mesa. Y en cuanto a Herb Richman…
Herb Richman, cuya gruesa cara parecía petrificada, miraba a su esposa como diciendo: «En fin, estamos aquí, y en este momento no puedo hacer absolutamente nada al respecto». ¿Qué demonios estaba pasando? ¡Eso era Termtina! ¡No sólo Termtina, sino la sala de armas de Termtina, el bastión mismo de la camaradería viril! ¿Qué le ocurría a esa gente?
De pronto, una voz aflautada se elevó del extremo de la mesa.
—¿Por qué no tirarles a todos una bomba atómica, papá?
Era Wally. Charlie quedó atónito. No tenía ni idea de a qué se refería, pero percibía la rebelión. Era por la forma misma de hablar, que empezaba con un tono de levedad y finalizaba con un temblor. Todos los que rodeaban la mesa enmudecieron. El ruido de un tronco que se partía y caía en el hogar sonó como un alud.
—¿Tirar una bomba atómica a quién? —dijo Charlie.
Ahí estaba su hijo, hundido en la silla, mirando con la boca entreabierta, como un mapache deslumbrado por los faros.
—A todos los que tienen sida.
Ni un indicio de ligereza ya. Sólo un joven de dieciséis años aterrado por su propia audacia.
—¿Tirarles una bomba atómica? —preguntó Charlie—. Tirarles una bomba atómica, ¿por qué?
Más tembloroso que nunca:
—Porque así, a los que no se mueran, los verás venir. Brillarán en la oscuridad.
Cuando llegó a la palabra «brillarán» su joven voz era casi un sollozo de pánico. La peor maldición de cualquier velada, el silencio sobrecogido, se apoderó de la mesa.
Entonces el juez Opey McCorkle soltó una risotada rústica, se volvió hacia Charlie y dijo:
—Charlie, que me cuelguen si este chico no es peor que tú. ¡Tirarles una bomba atómica! ¡Je, je, je, je, jeeeee!
La intervención del juez le dio a todo el mundo la oportunidad de liberar la tensión uniéndose a la risa. A todo el mundo menos a Charlie, que ni siquiera logró fingir una sonrisa. Al final, se recompuso, miró hacia la cocina y rugió:
—¡Mason! ¡Trae a estos amigos un poco más de sopa de tortuga!
Entre los platos, mientras las negras de uniforme negro y delantal blanco retiraban la sopa de tortuga, Serena se levantó de su silla, se acercó a Charlie y le dijo mientras se dirigía a la puerta:
—¿Puedes venir un momento?
Como si se tratara de un asunto doméstico.
Charlie se levantó, descubrió que se le había agarrotado otra vez la rodilla y salió cojeando al pasillo. De la sala sólo llegaba el murmullo de la conversación en la mesa cuando Serena se detuvo, lo miró a los ojos y dijo:
—Charlie… no puedes darle cuerda a Billy de ese modo. No puedes dejar que vaya soltando esas bromas machistas.
Confundido e irritado:
—¿Por qué no?
—¡Por Herb Richman! —dijo Serena con voz baja y sibilante—. Tenías que haberle visto la cara. Y a su mujer también.
—¿Qué quieres decir?
—Que son judíos, Charlie.
—Eso ya lo sé —dijo Charlie a la defensiva.
—Pues deberías saber que los judíos tienden a ser progresistas. Para ellos… bueno, el que tú, Billy y el juez McCorkle hagáis esas bromas… lo han tomado como un ataque anti-gay.
—¿Anti-gay? ¡Por Dios, Serena! Billy no ha dicho una sola palabra de maricones. Todo lo que ha dicho es…
—Y, por el amor de Dios, no utilices la palabra «maricones» en la conversación.
—¡No lo he hecho! ¡Nadie lo ha hecho!
—Nadie tenía que hacerlo, Charlie. Herb y Marsha Richman sabían exactamente qué quería decir de verdad Billy. Igual que tu propio hijo. Ya has oído lo que ha dicho.
—Por supuesto que lo he oído —repuso Charlie. Sacudió la cabeza—. Y me ha costado creer lo que estaba oyendo.
—El pobre —señaló Serena—, quería decirlo con desenfado, pero notabas lo que sentía de verdad…
—Ya lo creo, y me gustaría saber cuándo va a dejar… —Decidió no terminar la frase. Sacudió de nuevo la cabeza.
—Además, no han sido sólo los Richman y Wally —dijo Serena—. No estoy segura de cómo se ha tomado Howell todo esto. Trabaja en publicidad y ya sabes lo sensibles que se vuelven a…
—¡Sensibles a qué, en nombre de Cristo!
Era cuanto podía hacer para no alzar la voz.
—No te estoy riñendo, Charlie —susurró Serena—. Lo que digo es que si te interesa Herb Richman no dejes que Billy ni el juez, ni tú tampoco, bueno, ya sabes lo que quiero decir. No olvides que Herb Richman es judío y progresista y que está en la junta de la mitad de las organizaciones de derechos de Atlanta.
—De acuerdo —dijo Charlie—, ya has dicho lo que querías decir. Diantre. —Sacudió la cabeza, pero reconoció la sensatez del consejo.
Los dos volvieron a la mesa. A Charlie la rodilla le dolía más que nunca, y cojeaba de mala manera. ¿Qué pasaba con todo? ¡Lo que había dicho Billy era muy divertido! ¡Y el juez también! ¡Rindamos vasallaje a los flujos pustulares! Qué frase tan buena para habérsele ocurrido así de pronto. La sala de Opey McCorkle siempre había sido para desternillarse de risa en lo que se refería al uso del idioma por parte de la judicatura. Rindamos vasallaje a los flujos pustulares… Aunque entonces pensó en Wally… ¿Qué demonios le había picado? Eso era por culpa de Trinian, ese maldito internado de Nueva Inglaterra en el que lo había metido Martha. Ahí les inculcaban todas esas monsergas progresistas y políticamente correctas… ¡Estaban en Termtina, por el amor de Dios! ¡Estaban en una armería, quizá la armería más grande jamás construida! Si un hombre no podía decir lo que pensaba y ser un hombre ahí, ¿dónde demonios iba a hacerlo?
El plato principal, como ocurría muy a menudo en Termtina, eran codornices, servidas con la salsa secreta de la tía Bella y acompañadas de las lonjas más finas imaginables de jamón ahumado del tío Bud, puré de patatas, quingombó[24], col y judías verdes hervidas con grasa de jamón y servidas con aros de cebolla y vinagre, así como tres clases de pan: los bollos de la tía Bella, pan de maíz y un pan muy sabroso llamado Sally Lunn. Para su propia sorpresa, a los tiquismiquis urbanos siempre les gustaban las verduras de la tía Bella, la col, las judías verdes y todo lo demás, incluso a los jóvenes que en esos días pasaban la mejor parte de su vida sin verduras, comiendo sólo patatas fritas y lechuga. Incluso el petimetre urbano que más preocupaba a Charlie, Herbert Richman, atacaba el plato principal con gusto.
Tradicionalmente, la zona de plantaciones del sur de Georgia no era un lugar en el que tuviera cabida algo tan amanerado como un vino europeo, pero Charlie había descubierto un vino blanco alemán fuerte y ligeramente especiado llamado Gewürztraminer que iba fenomenal con la codorniz y las verduras de la tía Bella, y era lo que bebía en ese momento a buen ritmo. Al igual que estaba haciendo, según observó, Billy Bass.
Sintiéndose otra vez lleno de vida, Charlie se inclinó sobre Francine Hendricks, a quien apenas había prestado atención… pero, al cuerno… y dijo:
—¡Eh, Herb! ¿Qué te parece esta codorniz?
Ta coorní.
—Fantástica, Charlie —respondió Herb Richman, con un entusiasmo mucho mayor que cualquier cosa que hubiera dicho en toda la noche—. Y esto también está fantástico. —Hizo un gesto con el tenedor hacia el quingombó, la col y las judías verdes—. Pero la codorniz está extraordinaria.
—¡Ya puede estarlo! —exclamó Charlie—. Cada una sale a ¡¡cuatro mil setecientos ochenta y cuatro dólares!!
De pronto se produjo tal silencio que de nuevo pudo oírse el chisporroteo de los troncos en la chimenea.
—¿Cuatro mil setecientos ochenta y cuatro dólares? —preguntó Herb Richman.
—Bueno —dijo Charlie satisfecho consigo mismo—, si calculas cuánto cuesta administrar este sitio al año y lo divides por el número de codornices cazadas, ¡es lo que te sale!
—Es asombroso —dijo Herb Richman.
Charlie percibió la consternación en toda la mesa. Demasiado tarde se dio cuenta de que no era por la suma, sino por el hecho de que hubiese sido tan… tan… tan vulgar como para divulgarla. Vio a Serena sacudir lentamente la cabeza en el otro extremo de la mesa.
De modo que Charlie se calló, los troncos chisporrotearon y restallaron, y el juego de rojos resplandores y hondas sombras recorrió las caras de todos los presentes; los colmillos de los osos se curvaron sobre la sala con más ferocidad que nunca, y a los de las serpientes sólo les faltó escupir veneno; poco a poco, la conversación general volvió a cobrar vida, y Charlie se sintió confuso y estúpido, lo que para él era mucho mejor que admitir que estaba borracho.
La siguiente erupción se produjo cuando el juez Opey McCorkle, que había bebido bastante whisky moreno y Gewürztraminer, más un par de lingotazos de licor de maíz, empezó a perorar por encima de la joven Lydia Residente, Wally y Doris Bass, discutiendo con Beauchamp Knox.
—¡Quia, quia, quia, Beauchamp! —gritó el juez, con la estentórea tonalidad del condado de Baker—, ¡este año, con el Lee, vamos a tener que hacer una admisión de culpabilidad nolo contendere[25]. O, mejor dicho, no… li… mus contendere. Irregular en la primera persona del plural del presente de indicativo! ¡No vamos a ver na parecido an partido de fútbol!
—¿Por qué dices eso? —preguntó el viejo gobernador.
—Por el entrenador nuevo que tenemos, que es un exquisito con una aureola sobre la cabeza. Se cree ques el arcángel Ahura[26] de la Academia. Todo jugador que no acabe el presente curso con un promedio mínimo de seis no jugará en sus Bulldogs este otoño, y lo dice en serio, por alguna razón abstrusa, idealista, obcecada y completamente incomprensible. Aún na llegado a los priódicos, pero los ex alumnos ya han puesto el grito en el cielo, ¡y yo con ellos! Creo en la educación y creo que la universidad tiene que tener un nivel, pero, si eres entrenador de fútbol y piensas de verdad que el fútbol y la educación tienen algo que ver, ¡es que eres un perfecto imbécil!
El juez era un ex alumno de la Universidad de Georgia, donde había estudiado y se había licenciado en Derecho; al mismo tiempo, era un seguidor tan fanático como el que más en la inmensa y vociferante hinchada existente en el estado de Georgia. Se trataba de un hombre culto y gran lector, pero su libro favorito se titulaba Puro odio de antaño, dedicado por completo a los relatos de la rivalidad futbolística entre el Georgia y el Tec de Georgia, que se remontaba al primer partido, celebrado en 1893, en el que cada equipo acusó al otro de utilizar a jugadores no estudiantes y en el que los estudiantes de la universidad, cuyo equipo perdió 28-10, empezaron a corear: «¡¡Vaya, vaya, vaya!! ¡¡Lo que faltaba!! ¡¡El imperio del Tec haciendo trampas!!». Opey McCorkle tenía Puro odio de antaño en la mesita de noche. En tanto que viejo ex alumno de la universidad y político con considerable influencia en la parte suroccidental del estado, el juez controlaba bloques de localidades en la línea de cincuenta yardas para los partidos de los Bulldogs y los Avispas, ya jugaran en el estadio Sanford de Athens o en el estadio Bobby Dodd del Tec, en Atlanta.
Por primera vez Charlie fue absolutamente consciente de la importancia del… fútbol… en Georgia. Ahí estaba Opey McCorkle, un distinguido y venerable juez de pelo cano, especialista en latín nada menos, y ahí estaba Beauchamp Knox, un ilustre ex gobernador del estado de Georgia, de pelo cano, y ahí estaba el mes de abril, y ahí estaban ellos en la armería de una plantación de codornices de doce mil hectáreas… y de pronto aparecía el fútbol en la sala… ¡Fútbol!, una obsesión que nadie podía resistir. El fenómeno era tan frecuente en Georgia que la gente nunca lo consideraba como algo notable. En aquel momento, por todo el estado, en los rincones más improbables, había sin duda otra gente evocando también el fútbol, bajo la forma de los Bulldogs, los Avispas, los Halcones o bajo cualquier otra feroz piel zoológica con que el juego se revistiera en el instituto local: los Linces, los Pitbulls, los Jaguares, los Víboras. Él, Charlie, era uno de los grandes beneficiarios de ese curioso estado mental; pero ¿qué era? ¿Cómo lograba semejante control, incluso en hombres sabios y venerables como Opey y Beauchamp? ¿Qué demonios era? Aquello hizo que le doliera la «licoreada» y «gewürztraminerada» cabeza.
Desde el otro lado de la mesa, Billy Bass, que acababa de acabarse otra gran copa de Gewürztraminer, gritó:
—¡Yo que tú, no me rendiría toavía, Opey! ¡Nel Lee tenemos nuestros problemas!
—¡Te aseguro que no serán tan gordos como ese querubincito regordete que tenemos, ese Mathias Spong!
Casi sonó a «mangui cabrón».
—Peor —apuntó Billy Bass.
—¿Qué quieres decir? —gritó el juez.
Ambos gritaban tanto que habían silenciado al resto de la mesa.
—¿Conoces a nuestro chico Fareek Fanón?
—Claro —respondió el juez—, cómo no, cómo no, Fareek el Cañón Fanón. ¿Qué le pasa?
Billy Bass abrió de nuevo la boca, pero no emitió sonido alguno. Al final, dijo:
—Digamos… eh… que parece que nuestro chico tiene problemas para que no se le dispare el cañón donde no se le tiene que disparar.
Eso provocó una gran carcajada y Billy se dispuso a seguir, pero una vez más se detuvo con la boca abierta.
—¿Y qué quiere decir eso? —preguntó Opey McCorkle.
—No puedo decirlo —contestó Billy—, ya he dicho más de lo que debía.
—Venga, Billy —dijo el juez—. No puedes soltar una insinuación así y luego decir que no puedes contar más.
—No nos vengas con remilgos ahora, Billy —intervino Lettie Withers.
—No —insistió Billy—, no tenía caber abierto la boca. Además, todes na sarta de rumores.
—No me lo puedo creer, Billy —dijo el doctor Ted Nashford—. ¡Qué excusa tan mala!
Por toda la mesa se elevaron protestas similares, mientras Lettie Withers repetía su frase una y otra vez, como una cantinela:
—¡Los hombres no se andan con remilgos, Billy!
Una sonrisa de desconcierto se formó en un lado de la boca de Billy, cuyos ojos se elevaron hacia una lejanía insondable. Era evidente que, en el interior de su gran cabeza, el escrúpulo de mantener un secreto, por un lado, y por otro, su locuacidad natural y el deseo de ser la estrella de la conversación se hallaban enzarzados en un combate mortal. Para sorpresa de todos, triunfó el escrúpulo.
—Na puedo —dijo con los ojos gachos y sacudiendo la cabeza—. Tenía caberme quedado callado, y además nos más cun rumor.
Lettie, Opey y Ted Nashford siguieron tomándole el pelo, mientras que Doris le lanzó una mirada reprobadora.
El postre consistió en tres clases de tartas —pacana, limón con merengue y manzana— y tres clases de helado —vainilla, melocotón y menta—. Todo casero; el helado había sido batido a mano por la tía Bella y sus ayudantes ahí mismo, en el porche protegido con tela mosquitera situado al otro lado de la cocina, como se encargó Charlie de informar cordialmente a todos. A continuación… un gran coro de alabanzas sobre lo magnífica que había estado la cena. Incluso Herb y Marsha Richman se unieron a él.
De modo que Charlie dijo:
—Mason, dile a la tía Bella que salga un momento.
La tía Bella era una mujer rolliza de piel oscura y cabello gris, que llevaba recogido en un pequeño y apretado moño. La luz de la chimenea se reflejaba en su cara y sus brazos, que ya brillaban a causa del calor de la cocina. Se limpiaba las manos en un gran delantal. A todas luces acostumbrada a esas llamadas a escena para recibir muestras de aprobación, sonrió a Charlie y sus invitados.
—Tabrán estado zumbando las orejas, tía Bella —dijo Charlie—. ¡Tan echado un montón de cumplidos!
En realidad, los cumplidos fluyeron entonces, no sólo de los habituales como Billy y Doris Bass y el juez, sino también de Francine Hendricks, Lenore Knox, Lydia Residente y, según observó complacido Charlie, de Herb Richman, por más que su suave voz se perdió en el alegre clamor general.
Entonces Marsha Richman, volviéndose en el asiento para sonreír directamente a la tía Bella, dijo con voz de dama del Sur:
—¿Cómo lo has hecho? Debo confesar que ni el quingombó, la col o las judías verdes me entusiasman demasiado, pero esta noche se me han derretido en la boca. Tienes que decirme el secreto.
La tía Bella echó la cabeza hacia atrás y sonrió de oreja a oreja a Marsha Richman; se sacudió con un par de risas contenidas, luego dio rienda suelta a una risa procedente de lo profundo de la garganta y dijo:
—Bienvenida sea… la grasa.
Una tremenda carcajada estalló por toda la mesa. ¡Bienvenida sea la grasa! Oh, era para morirse de risa. ¡La tía Bella era muy graciosa! ¡Ni siquiera Charlie le había oído esa salida antes! ¡Todo el mundo se tronchaba de risa! Bueno, no todo el mundo. Charlie se fijó que Marsha Richman seguía sonriendo, pero se le había puesto la cara larga. Parecía como si le acabaran de disparar en el corazón.
Tras la cena Charlie condujo a los invitados a la terraza de piedra situada en la parte de atrás de la Armería. Había dado instrucciones a Mason para que las luces de la terraza estuvieran apagadas. No quería que nada diluyera el efecto del paisaje nocturno que había preparado para sus huéspedes. Se plantó cerca de los Richman, a la espera del asombro máximo.
Los Richman no lo defraudaron.
—¡Ohhhhhhhhh!
Era Marsha Richman; una profunda inspiración. ¡Llamas!
A una distancia media, un formidable arco de fuego cortaba la negrura de la plantación por la noche. Las siluetas de los pinos en primer plano se alzaban como enormes barrotes. El acre olor de las juncias y los pinos que ardían llenaba el aire.
Charlie inhaló ostensiblemente y luego espiró.
—Ahhhhhhhhh. No hay nada igual en el mundo —dijo, satisfecho.
A decir verdad, el aroma le hacía latir el corazón con una emoción que ni siquiera era capaz de esbozar.
—¡Vaya! ¿Qué ocurre, Charlie?
Era Herb Richman. Charlie notó que por fin iba a alguna parte. Por primera vez el hombre abandonaba su estado letárgico.
—Estamos quemando los campos, Herb.
—¿Para qué?
—Si no los quemas en primavera, se llenan tanto de árboles jóvenes, enredaderas y espinos, que es como el zarzal del Hermano Conejo. ¿Te acuerdas del zarzal del Hermano Conejo?
—La verdad es que no —respondió Herb Richman.
—Bueno, crece tanto que tienes colvidarte de cazar. No podría pasar ni un perro.
Le complació observar que Herb Richman contemplaba el espectáculo con la boca abierta.
—Pero ¿cómo haces para que no… no…?
—¿Para que no se descontrole?
—Sí.
—Tengo a veinte de mis chicos vigilándolo.
Un pensamiento fugaz le dijo que no tenía que haber llamado «chicos» a su personal negro, porque, como no paraba de machacarle Serena, los Richman eran judíos y progresistas. Sin embargo, sólo fue eso, un pensamiento fugaz.
—Y por eso también lacemos de noche —añadió—, cuando cae el rocío, hace humedad y nay viento. —Suspiró—. Me encanta este olor, Herb, de verdad. En mi opinión, nadie ha hecho un perfume capaz de igualarlo.
Sin dejar de mirar a la distancia, Herb Richman dijo:
—Es asombroso. —Sonó con la irritante indiferencia con que hacía esa clase de observaciones. Luego añadió—: ¿Qué le pasa a la fauna en un incendio así?
Charlie resopló, divertido.
—¿Qué les pasa? Salen corriendo o salen volando, eso es lo que pasa. Los ves salir. He estado ahí fuera nun montón de quemas, y descubres animales que ni siquiera sabías que estaban ahí, huyendo de las llamas. Y te diré lo ques más pectacular. Las serpientes, sobre todo, las de cascabel. La gente dice que corren mucho, pero no es verdad, no si lo mides en kilómetros por hora. No pueden escapar de las llamas, así que lo que hacen es enterrarse en el suelo. Se meten debajo la tierra. Y en cuantol fuego ha pasado por encima dellas, salen de sus gujeros y se largan pitando. ¡Las ves salir! Claro, tienes que tener cuidado, porque cuando salen nos que estén de muy buen humor. El suelo aún está caliente y te encuentras todo lleno de serpientes, como si fuera el fin del mundo. Sun espectáculo muy presionante. No, la fauna sabe lo que tiene cacer nun incendio, porque los incendios se producen solos en los bosques. Las que lo tienen más difícil son las tortugas. Al día siguiente te encuentras en montón de caparazones quemados.
Herb Richman volvió la cabeza para mirar a Charlie. En la oscuridad, Charlie no pudo ver cuál era la expresión exacta del hombre, pero se dijo: «Oh, mierda. ¿Por qué habré tenido que hablar de las tortugas muertas? Seguro que todo el que usa la palabra “fauna” es sensible al asunto de las tortugas muertas».
En voz alta, dijo:
—Pero no tienes que preocuparte por las tortugas. Sobreviven, sobreviven. No hay animal más antiguo en el bosque que la tortuga.
—¿Y quemas toda la plantación? —preguntó Herb Richman.
—Ajá.
—Bueno, entonces… ¿dónde se meten los animales? ¿Dónde se meten las codornices?
—Ah, antes de empezar la quema, vas y creas zonas de comida por todas partes. Sacas los bulldozers y haces cortafuegos formando un gran círculo. Dentro de los círculos, las zonas de comida son como islas. Tienen árboles, hierba, junquillos, maíz, todo lo que les gusta a las codornices. Y a los demás animales también, claro. Para otoño, ya tienen otra vez unos buenos junciales en los campos quemados, pero la mayor parte del monte bajo ha desaparecido y se puede cazar bien.
—Y los pinos, ¿no se queman?
—No si tus chicos… si tu gente sabe lo que hace. En un buen pinar sano, los troncos a lo mejor se achicharran, pero no se quema todo el árbol. Oh, los árboles más achaparrados puede que sí, pero también ésa es una forma de selección de la naturaleza. El incendio del bosque es algo natural.
Charlie y sus invitados permanecieron en silencio, paralizados por el cuadro ardiente que tenían delante. Si se miraba el tiempo suficiente, las llamas hacían que uno empezara a ver visiones. Era una noche nublada, el cielo estaba negro, así como el suelo entre la terraza y el arco de llamas, y el fuego parecía flotar en algún lugar más allá de las siluetas perpendiculares de los pinos, que a su vez parecían acercarse y alejarse, acercarse y alejarse de nuevo. Y en aquel momento, a lo lejos, en algún lugar, se oyó a los chicos gritarse los unos a los otros, no las palabras, sino la música de sus voces.
Para Charlie, lo que estaba ofreciendo a sus invitados era uno de los mayores espectáculos, una de las mayores sinfonías, del mundo. Observó con satisfacción que, ahí en la oscuridad, Herb Richman había pasado el brazo por la cintura de su esposa y la había atraído hacia sí. Quizá ya respondía por fin al Hechizo de Termtina.
Al poco todos entraron de nuevo en la Armería, y Charlie les ofreció algo de beber, pero los Richman dijeron que preferían ir a acostarse, y otro tanto hicieron los Knox y el doctor Ted Nashford y su Lydia Residente. Luego Wally desapareció sin decir nada y también se retiraron Slim y Verónica Tucker. Serena le dijo que volvía a la Casa Grande, donde estaban alojados los Richman, para asegurarse de que no les faltara nada. Charlie entendió que pronto sólo quedarían él, Opey McCorkle y Billy, y quizá Doris.
De modo que mientras aún quedaban algunas almas, Charlie hizo a Billy una seña de que lo siguiera a un pequeño despacho que tenía junto a la galería de la entrada, cerró la puerta y preguntó:
—Billy, ¿qué demonios era lo que estabas a punto de decir sobre Fareek Fanón?
Billy, que ya estaba dándole a otro bourbon con agua, le lanzó a Charlie una sonrisa divertida y no abrió la boca.
—Eh, Billy, que soy yo, Charlie.
Billy tomó otro trago de su bebida y dijo:
—No tenía caber dicho nada de entrada, Charlie. Le dije que no diría nada.
—¿Decirle, a quién? ¿A Fareek Fanón?
—Ca… A Inman.
—¿Inman Armholster? ¿Qué tiene que ver en todo esto?
Billy se quedó en silencio otra vez y, de pronto, miró a Charlie, pero con expresión ausente. A continuación, dijo:
—Bueno… Supongo que Inman va a hablar contigo de todas formas, pero mientras tanto que quede en esta habitación. No quiero ni que se lo digas a Serena. ¿Me lo prometes?
—Sí.
—Inman dice que Fanón ha violado a su hija.
—¿Qué?
—Eso es lo que dice.
—¿A Elizabeth? ¡Es una broma!
—No, no es una broma.
—¡Por los clavos de Cristo! Cómo es posible… ¡si estuvieron aquí de invitados hace sólo un par de meses! ¡Elizabeth, Inman y Ellen! ¡El penúltimo fin de semana de la temporada de la codorniz!… bueno, demonios, te acuerdas, ¿no? Tú también estabas. ¿Cómo pasó?
—Bueno, según Inman, Elizabeth se metió nela habitación de Fanón nuna especie de fiesta la primera noche del Freaknik, la noche el viernes.
—¿La habitación de Fanón? ¿La primera noche del Freaknik? ¿Qué demonios estaba ciendo ella nela habitación de Fanón la primera noche del Freaknik?
—Inman dice que había otras dos estudiantes blancas y cuna dellas vio lo que pasó, pero questá muerta de miedo y ahora dice que na visto nada.
—¡Santo cielo! —Charlie bajó los ojos, sacudió la cabeza y luego miró de nuevo a Billy—. ¡No me lo creo! ¿Cómo es Fanón? ¿Tienes idea?
—Oh, tío —dijo Billy—, mejor no preguntes. No estuviste en esa reunión de los Aguijones en que McNutter lo trajo y lo presentó a todo el mundo. No volverá a hacerlo. Fue un desastre. ¿Has oído la palabra «vacile»? Bueno, pues ese tipo son cien kilos de vacile. Apareció llevando un diamante en cada oreja y un collar de oro así de gordo. Ni siquiera sonrió. No, qué va, no iba a rebajarse a caer simpático a una panda de vejestorios blancos que se supone que fueron deportistas hace mucho tiempo. McNutter le dio el micrófono y todo lo que hizo fue farfullar unas cuantas palabras que sonaron como si se acogiera a la Quinta Enmienda para no declarar contra sí mismo. Nos miró a todos como si hubiéramos pisado mierda. ¿Lo peor que te puedas imaginar de un deportista mimado? Pues ése es nuestro Fareek.
—¿Y Elizabeth Armholster? —preguntó Charlie.
—No sé —respondió Billy—. La vi cuando su presentación nel Club de Conductores el año pasado. Estaba fabulosa. Como la mayoría.
—Está hecha una corderita de lo más sexy —dijo Charlie—. Vino a la cacería, con Inman y Ellen, ese fin de semana. Se aseguró de que todo el mundo se enterara del cuerpazo que tiene.
—Demonios, Charlie, una violación es una violación, y no importa el cuerpo que tenga la chica.
—¡No estoy diciendo eso! Por el amor de Dios. Sólo hago un comentario. ¿Qué vacer Inman?
—No sabe cacer. Pero ya conoces a Inman. El hijo de la grandísima es un atolondrado y ten por seguro que vacer algo. Lo que lo frena ora mismo es que no quiere que salga a relucir el nombre de Elizabeth; y, siendo ella la hija de alguien tan importante como él, no sabe cómo impedirlo. Dice que Elizabeth está tan traumatizada por todo que no quiere hablar con la policía, ni con la gente del Tec ni con nadie. Así que lo que piensa hacer por ahora es ir a la junta.
—¿A la junta del Tec?
—Es muy amigo del nuevo presidente, Holland Jasper.
—Ah, sí, lo conozco.
—Ha habido un montón de cambios en la junta, Charlie, y adivina qué es lo que se ha convertido en una prioridad.
—¿Qué?
—El programa de fútbol. Piensan que el Tec ha perdido demasiado terreno en los últimos diez años. Todo falla cuando el equipo de fútbol falla. La universidad saca menos dinero. Caen las contribuciones de los ex alumnos. Bajan las notas de entrada de los candidatos. Todo se val garete.
—¿Bajan las notas de entrada?
—Es lo que me dijo Inman —respondió Billy.
—¿Y qué le importan las notas de entrada?
—No le importan, pero me parece que se llevó un buen chasco cuando habló con Holland Jasper. Pensaba que Jasper lo dejaría todo y llamaría a la caballería cuando le contara lo que le había pasado a su hija. En vez de eso, Jasper empezó a irse por las ramas, a decirle a Inman que tenían que tomar todo en consideración y que el consejo estudiantil contaba con mecanismos propios para tratar el acoso sexual, y siguió yéndose por las ramas hasta que al final Inman le gritó: «¡No te estoy hablando de acoso sexual, imbécil, te estoy hablando de violación!».
—Me habría gustado verlo.
—Bueno, te imaginas cuál es el fondo del asunto, Charlie. La principal prioridad de la junta es crear un programa de fútbol. Contratan a Buck McNutter, se lo traen de Alabama por ochocientos setenta y cinco mil dólares al año, le ponen una mansión en Buckhead y consiguen a un corredor de primera llamado Fareek Fanón. En todas las revistas, todos los folletos para recaudar fondos, en toda la propaganda de la oficina de admisiones, tienen una foto de Fareek Fanón zafándose de los placajes y en plena carrera sin un rival a la vista. Inman se ha encontrado de pronto con las crudas realidades de la vida moderna.
—¿Está enfadado?
—¿Enfadado? Está que echa chispas. Está para que lo aten. Va a hacer algo. Me parece que está intentando reunir a alguna gente del Tec contra Holland Jasper. Por eso vina verme y me contó todo esto. Me juego cualquier cosa a que se pone en contacto contigo; lo único que tienes cacer es fingir ques la primera vez coyes hablar del tema. Me hizo jurar que no se lo diría a nadie.
—Demonios, Billy, ya te lo he dicho, soy yo, Charlie.
—Lo sé, pero tienes que jurármelo por la Biblia.
—Muy bien —dijo Charlie—, te lo juro.
Por la mañana, tras el desayuno, Charlie condujo a todos los invitados, más Serena y Wally, a una cuadra pequeña pero de aspecto elegante hecha de ladrillo viejo, con tejado de pizarra, no lejos de las caballerizas.
Dentro de la cuadra, fue necesario un momento para que la vista se ajustara a los contrastes de luz y oscuridad, puesto que las paredes no tenían ventanas, sólo una fila de tragaluces bajo los aleros. De pronto, como a la espera de una señal, un gran rayo de luz cargado de vibrantes partículas de polvo atravesó uno de los ventanucos e iluminó el suelo de tierra como si fuera un escenario. Ahí, resaltado por el rayo de sol, había un estrecho recinto de madera de paredes bajas, un tipo de compartimento llamado cajón de remonta, y dentro de él una gran yegua baya. El intenso y cálido olor de caballo llenaba el lugar, penetraba en todas las cavidades nasales, se le metía a uno hasta el tuétano.
Dos mozos de cuadra, ambos negros, estaban ocupados atando unas correas que iban desde el cuello a las patas traseras de la yegua. Junto a ellos daba instrucciones un hombre blanco, pequeño pero ancho de pecho. Apenas pasaba del metro cincuenta y tenía una barba pelirroja muy corta que con la luz adquiría un curioso brillo. Era el jefe de sementales de Charlie, el australiano Johnny Groyner.
Los invitados de Charlie se pusieron a un lado, en la sombra. Billy Bass y Opey McCorkle se balanceaban sobre los talones, conversando con Slim Tucker y Howell Hendricks. Lettie Withers tenía como público a Francine Hendricks, Ted Nashford, Verónica Tucker y Lenore Knox. Herb y Marsha Richman se apiñaban junto a Serena, Wally, Lydia Residente y Beauchamp Knox.
De vez en cuando todo el mundo miraba a la yegua.
Herb y Marsha Richman también se miraban entre sí. Parecían cansados e inquietos. ¿O se lo imaginaba él, Charlie?
Herb Richman se volvió hacia él y dijo:
—¿Cómo llamas a esto, Charlie?
—La cuadra de remonta —dijo Charlie.
—Y lo usas para…
—La remonta.
—Quieres decir que…
—Aquí es donde se aparean —dijo Charlie—. Se hace aquí.
—¿Y necesitas un edificio especial?
—Ajá —dijo Charlie—. Ya verás por qué.
De lo siguiente que se dio cuenta fue que Serena se acercaba a él y lo llevaba aparte, entre las sombras.
—¿Estás seguro de que quieres hacerlo? —preguntó—. Los Richman no parecen muy contentos.
—Bueno, no me vengas con lo de que son judíos y progresistas —dijo Charlie—. Esto no tiene nada que ver con ser o no judío ni con ser o no progresista. Tiene que ver con la vida, tal como es.
—No son… no son gente de campo, Charlie. Son sensibles.
—Venga, demonios, les encantará. ¿No te encantó a ti? A ti te encantó, y tú tampoco eres de campo.
—Bueno…
Sacudió la cabeza y esbozó una sonrisa.
—¿Qué quieres ahora, que los haga salir y les diga: «Bueno, esto es todo, amigos»?
Lo cierto era que, puesto que la temporada de la codorniz había acabado y no podían salir a cazar, Charlie había planeado aquello como uno de los platos fuertes del fin de semana. La posibilidad de que Herb Richman no se mostrase impresionado por lo que estaba a punto de ver ni siquiera se le había cruzado por la cabeza. Richman estaba a punto de ver a uno de los grandes caballos del país en un papel sobre el que la gente siempre leía cosas… pero cuya verdadera naturaleza ni siquiera soñaba. Además… era el único plato fuerte del programa del día… De modo que regresó junto a los invitados sin dirigir otra palabra a Serena.
El otro pequeño australiano, Melvin Bonnetbox, o Bonnie, como lo llamaba todo el mundo, ya se había unido a Johnny Groyner junto a la yegua. Bonnie era el mamporrero de Johnny, puesto que así se llamaba a esa peculiar variedad de especialista. Al lado de los mozos de cuadra, negros todos ellos, que los consultaban, los dos, Johnny y Bonnie, parecían un par de elfos de mediana edad. Una vez que los encargados de la yegua acabaron de colocarle los trabones en las patas traseras, le abrocharon por la base del cuello y la cruz un protector de cuero que le recogía la cola y hacía que pareciera que la tenía recortada.
—¿Para qué son las correas? —preguntó Herb Richman.
—Para que no dé coces —respondió Charlie—. Una patada en los testículos y has perdido un semental de tres millones de dólares.
Observó con satisfacción que todo el grupo lo escuchaba. Inspiró y echó hacia atrás los hombros. La pesadez del insomnio por fin se estaba desvaneciendo. Desde la sesión en PlannersBanc tenía problemas para conciliar el sueño, y la noche anterior las cosas no habían hecho sino empeorar. Antes de acostarse, Serena había continuado su conferencia sobre los Richman y le había dicho que la cena había sido un desastre… que si Billy Bass y el juez McCorkle y todo su humor grosero sobre el sida… que si Herb y Marsha Richman eran judíos y progresistas y que se les veía el disgusto en la cara, que si esto y lo de más allá… Que sólo Wally había dicho algo que se acercaba a lo que seguramente todos pensaban…
Charlie tenía puestos sus pantalones caqui y un par de botas bajas Wellington. Llevaba un revólver del calibre 45, un cacharro enorme, en la cadera derecha. Herb y Marsha Richman no paraban de mirarlo, y también Wally, aunque lo había visto antes muchas veces. Bien… que lo miraran… Por primera vez sintió en todo el día que era él, Captan Charlie, el Patrón, el Amo de Termtina.
Gritó:
—¿Guandos taréis listos, Johnny?
—Ya mismo, Captan —dijo el hombre bajo de la brillante barba pelirroja.
—Pues que lo traigan.
Johnny Groyner hizo un gesto a uno de los mozos negros, que abandonó la cuadra. Al poco regresó llevando un caballo castaño claro, un semental, como era evidente por el pene del animal, que ya estaba semidilatado bajo la barriga. El semental bufaba, piafaba y sacudía la cabeza y el cuello a un lado y otro; se tambaleaba en un nervioso andar lateral, mientras el mozo intentaba bajarle la cabeza y mantenerlo controlado. El animal luchaba por alzar la cabeza y soltarse en medio de tremendos relinchos, pero el mozo tiraba de nuevo de él. Los invitados de Charlie permanecieron en silencio, expectantes. Cuando el semental penetró en el rayo de luz, quedó claro que no era ni demasiado grande ni demasiado joven; en realidad, era un poco más pequeño que la yegua. El mozo lo condujo hasta la parte de atrás del cajón, donde el otro empleado negro levantó el travesaño de madera de la entrada, y dos más sujetaron la yegua por la cabezada. Bufando, muy agitado, el semental entró en el cajón y se plantó justo delante de los cuartos traseros de la yegua, que empezó a sacudir y balancear la cabeza y a mover de sitio su cola recogida. El semental, cuya verga era ya un formidable venablo negro, extendió de pronto la cabeza y el largo cuello y metió la nariz entre las nalgas de la yegua, en su vulva. Ella intentó cocearlo, pero los trabones se lo impidieron. Intentó saltar hacia adelante, pero las paredes del cajón la encerraban, y los mozos la sujetaban por la cabezada. El semental no paraba de mover la cabeza y hurgar en la vulva.
Charlie observó que la mayoría de sus invitados bajaba la barbilla y la metía para adentro, como si retrocedieran, sin dejar de mirar, paralizados.
La voz grave de Lettie Withers:
—Dios mío, Charlie, pensaba que estábamos en la Región de la Biblia. Esto tiene toda la pinta de ser sexo oral.
Sin embargo, nadie rió, ni nadie dijo nada. Lo cierto era que estaban… aturdidos.
De pronto un borbotón de líquido amarillento brotó de los cuartos traseros de la yegua. El semental retrocedió. Tenía la quijada, el ahogadero y el pecho chorreando. Era orina, que seguía saliendo a borbotones.
El semental sacudió la cabeza, relinchó y se acercó de nuevo a la yegua, con la verga plenamente erecta; sin embargo, los dos mozos negros lo sujetaron por el cabestro y lo obligaron a alejarse del cajón. El animal bufó, relinchó, piafó y empezó a golpearse la verga contra el vientre. Los mozos siguieron alejándolo. Mientras tiraban de él en dirección a la puerta, el animal intentó soltarse y siguió golpeándose la verga contra el vientre.
—¿Qué pasa? —preguntó Howell Hendricks—. ¿Por qué se lo llevan?
Los demás invitados cerraron filas para oír la respuesta.
—No es el semental —contestó Charlie—, es el recela.
—¿El recela?
—Ajá. Sólo lo utilizas para excitarla.
—¿Y se le orina en la cara? —dijo Howell.
—Ajá. Siempre pasa.
—¿Y no se lleva nada más?
—No.
—Fantástico —dijo Howell—. Me recuerda cuando iba al instituto.
Ted Nashford y su pequeña Lydia, Slim y Verónica Tucker, Francine Hendricks, Lettie y Lenore Knox rieron. Incluso Herb y Marsha Richman sonrieron. Charlie se sintió superior a todo el grupo. La gente de ciudad siempre se creía obligada a hacer chistes sobre lo que ocurría en la cuadra de remonta, cuando en realidad era la cosa más seria del mundo.
La yegua seguía en el cajón con las patas ligeramente separadas. Bajo la cola envuelta había una grieta carnosa sorprendentemente grande, suave, húmeda y oscura. Se abría y se contraía, se abría y se contraía, se abría y se contraía. Era la vulva de la yegua, que ya estaba completamente excitada y se estremecía de forma incontrolada.
—Por Dios —dijo Lettie—, ¿qué es eso?
—Se llama guiñar —respondió Charlie.
—¿En serio? —dijo Lettie con una de sus risas de contralto—. ¿Guiñar?
—Sí, se llama así —dijo Charlie con naturalidad, para dejar claro que no bromeaba.
Uno de los mozos negros ya estaba ocupado en limpiar la convulsa grieta con una esponja, que mojaba en un cubo a sus pies. El cubo contenía una solución de Phisohex. Para garantizar el éxito de la concepción, explicó Charlie, era necesario mantener asépticos los genitales de la yegua; además, no se sabía las porquerías que podía haber en la nariz del recela. Lettie y los demás contemplaron la escena con fascinación no disimulada.
El jefe de sementales, Johnny Groyner, se acercó a Charlie.
—Yo diría que ya ha llegado el momento, Captan. Es hora de que lo intente Sy.
Herb Richman miró de Johnny a Charlie.
—Sy es el semental —explicó Charlie—. Su nombre de verdad es Primera Mano. Sy es su nombre de cuadra.
—Primera Mano —dijo Herb Richman—. ¿De qué me suena?
—Ha participado en algunas carreras —repuso Charlie—. Hace seis años ganó la Copa de los Criadores. —A continuación se dirigió a su jefe de sementales—: Muy bien, Johnny, voy a buscarlo.
Charlie salió de la cuadra, dejando a Herb Richman y a todos los demás, según supuso, impresionados. Nada más salir, notó el calor del sol. Brillaba tanto que sus ojos tardaron un momento en ajustarse a la luminosidad. Empezó a dolerle mucho la rodilla y se preguntó si se debería a la ansiedad por lo que tenía que hacer.
Ahí estaba, justo detrás de la cuadra… el semental negro. Era enorme, una bestia. Un mozo de cuadra llamado Clint lo sostenía junto a la cabezada por medio de un ronzal. El semental se movía, intentaba estirar el cuello y su piel brillaba al sol. La negra cara de Clint ya relucía de sudor a causa del esfuerzo físico realizado en el corto trayecto desde las caballerizas. Entonces, el semental empezó a bufar y sacudir la cabeza. A Clint, que era un hombre grande y al menos veinticinco años más joven que Charlie, le costaba dominarlo. El poderoso Primera Mano había recorrido muchas veces el camino hasta la cuadra de remonta y sabía exactamente lo que venía a continuación.
—¡Uhhhhhh! ¡Está cachondo, Captan Charlie!
—Siempre está así, Clint. La hecho ya muchas veces, me parece que tará más tranquilo dentrun rato.
—Ya lo sé, Captan, pero esta vez está cachondo de verdad. Tenga cuidado con él cuando entre nesa cuadra.
Charlie examinó el caballo de una punta a otra.
—Bueno, Clint, allá vamos.
En cuanto tomó la correa, supo que le esperaba una buena batalla. El semental empezó a levantar la cabeza y estirar el cuello. Y Charlie tuvo que emplearse a fondo para mantenerle la cabeza agachada.
—¡So…! ¡So…! Sy ¡So…! ¡So…! ¡Basta ya!
Esto último lo dijo con la voz lo más grave y ronca posible, tanto para impresionar a Clint como al animal. Deslizó la mano ronzal arriba, más cerca de la boca del animal. Los purasangres de carreras eran tan excitables que bien podían morder si el ronzal no estaba lo bastante tenso. Por Dios, ¿por qué no les había dicho que le pusieran una cabezada con bocado para poder controlarlo? En fin, era demasiado tarde para pedirlo. El Captan Charlie se vería demasiado desprestigiado.
Incluso antes de llegar a la puerta, el semental empezó a respirar con fuerza por los ollares, en lo que parecía casi un quejido, y a brincar con unos excéntricos andares laterales. Charlie notaba los músculos del antebrazo tensarse al luchar por mantener el control. De pronto se dio cuenta de algo terrible. Si ese animal conociera su propia fuerza y tuviera voluntad, no habría hombre en la Tierra capaz de impedirle hacer lo que quisiera. ¿Y si él, el Captan Charlie, no lograba controlarlo… delante de ese público? ¿Y si…? Pero ¿a qué venía eso? Nunca había permitido que esas dudas entraran siquiera en su cabeza.
—¡Sy! ¡So…! ¡So…! ¡So…!
Al cruzar la puerta, el semental percibió de lleno el irresistible olor de la yegua en celo y se lanzó a una feroz demostración de potencia de macho. Bufó, contoneó sus poderosas espaldillas, dio bandazos a un lado y otro, hizo un pequeño baile con los cuartos traseros y relinchó. De poseer unas cuerdas vocales más grandes, habría sonado como una docena de trompetas. Mostró los dientes, puso los ojos en blanco, relinchó de nuevo. Parecía un inmenso equino enloquecido. Charlie apretó las mandíbulas; intentó dar la apariencia de que dominaba por completo la situación y se aferró a esa apariencia con todas sus fuerzas. Sus ojos tardaron en adaptarse a la penumbra. Ahí… un deslumbrante cono de luz… la yegua en el cajón… los mozos de cuadra. A un lado —adquiriendo forma poco a poco en las sombras—, Lettie, Wally, Serena, Herb y Marsha Richman y todos los demás, apiñados. Tenían los ojos como platos. Mientras luchaba por mantener agachada la cabeza del animal, Charlie notaba las sacudidas del enorme cuerpo… ¡sacudidas de lujuria!, ¡de la lujuria más pura y salvaje imaginable! Notaba el zarandeo del brazo con que intentaba de modo desesperado mantener gacha la cabeza del semental. ¿Se darían cuenta? Los últimos seis metros, hasta el rayo de luz donde esperaba la yegua —la yegua y, gracias a Dios, Johnny Groyner y sus ayudantes—, tuvo que ganarlos Charlie centímetro a centímetro. El resplandor de la luz y el intenso y húmedo olor de carne lo mareaban.
—Johnny —dijo—, está… está… cachondo —luchó por recobrar el aliento— ¡el cabrón!
—Siempre está así, Captan —dijo el pequeño jefe de sementales. Luego se volvió hacia los dos mozos de cuadra negros—. Muy bien, muchachos.
Uno de ellos tomó el ronzal y el otro agarró la cabezada. Charlie esperaba que Herb Richman, Wally y los demás se percataran de que hacían falta dos hombres para contener al animal que él había traído solo. Se acercó a los invitados. De pronto reparó en la fuerza conque estaba respirando… y no había llevado el animal más de cuarenta o cincuenta metros. Respiró hondo y mostró la amplitud de su pecho. Lo había logrado. Había llevado el animal sin quedar en ridículo. Sentía que, de algún modo, compartía la fuerza del semental.
Tanto el semental como la yegua estaban ya en el cono de luz, junto a Johnny, Bonnie, su pequeño compañero, y seis mozos de cuadra. Todos ellos, no sólo los dos australianos, parecían minúsculos al lado de los dos animales. El semental, bufando, moviendo los formidables músculos, llegaba rápidamente a una erección completa. Dentro de la vaina, la verga parecía un canuto descomunal, largo, oscuro y tremendo que colgaba bajo las patas. Todo el tiempo el animal bramaba, relinchaba, bufaba, proclamaba su fuerza.
Johnny había avanzado hasta el centro del espacio; como un director de orquesta, se puso a hacer gestos hacia el semental y luego hacia la yegua, al tiempo que daba instrucciones a sus hombres.
—¡Muy bien, Alonzo, sácala ahora!
Los tres mozos del cajón de remonta empezaron a hacer retroceder la yegua, cuya vulva seguía guiñando. Los trabones de las patas traseras hacían que la operación se desarrollara con lentitud. Una vez fuera del cajón, los mozos de cuadra la alejaron del semental para que le presentara los cuartos traseros, cosa que hizo sin dejar de tirar, dar coletazos con la cola recogida y sacudir el cuello. El semental estaba fuera de sí. Resoplaba por los ollares, los ojos parecían enloquecidos, el inmenso cuerpo negro se sacudía presa de oleadas de lujuria. Los mozos de cuadra apenas conseguían dominarlo. Los invitados de Charlie habían abandonado toda pretensión de distanciamiento o indiferencia. Se habían formado unas parejas tan improbables como la de Beauchamp Knox y Verónica Tucker, arrimados el uno contra el otro cual caminantes atrapados de pronto en una tormenta repentina. ¡Sexo! ¡Lujuria! Cada uno de los enormes animales pesaba cerca de una tonelada, casi diez veces el tamaño de un hombre grande como Billy Bass y quince o dieciséis veces el tamaño de cualquier mujer del grupito de acaudalados seres humanos que se apiñaban en ese momento en el suelo de tierra de la cuadra de remonta.
La yegua empezaba a dar guerra. También ella sabía lo que venía a continuación. Los mozos que la sujetaban por la cabezada se veían obligados a bailar sobre el suelo de tierra para mantener el equilibrio.
Johnny Groyner, con la barba llameante de luz, se colocó entre los dos animales, con las manos en el aire. Señaló a la yegua.
—¡Alonzo! ¡Ponle el acial!
El más alto de los mozos de la yegua, Alonzo, le lió una tira de cuero alrededor del labio superior y apretó con fuerza. El dolor la distraería de su preocupación por lo que estaba a punto de ocurrir en sus cuartos traseros.
—¡Wilson! ¡Levántale el pie! ¡Levántale el maldito pie!
Otro mozo se agachó, agarró la cuartilla del brazo derecho de la yegua y levantó la pezuña del suelo de modo que no pudiera saltar hacia adelante.
Entonces, Johnny Groyner señaló al semental.
—¡Dacuerdo, muchachos, acercadlo! ¡Acercadlo!
Todo un pelotón se había concentrado alrededor del gran semental negro. Dos mozos de cuadra sostenían la cabeza del animal por el ronzal y la cabezada. Otros dos estaban apostados junto a su grupa, uno a cada lado. Bonnie estaba a un lado, ligeramente agazapado, con las manos extendidas ante él, como dispuesto a entrar en acción. Cuando lo acercaron, el semental empezó a bufar, relinchar y brincar más salvajemente que nunca.
Estaba a menos de tres metros de la yegua cuando Johnny Groyner alzó la palma derecha y gritó:
—¡Parad! ¡Parad! ¡Montrose! ¡Lewis! ¡Traedle el heno!
Los dos hombres se apresuraron hasta un recipiente situado junto a la pared y regresaron con balas de heno, que amontonaron bajo el vientre de la yegua.
Herb Richman se volvió hacia Charlie y preguntó en voz baja:
—¿Qué están haciendo?
—Está tan excitado que tienen miedo de que vaya a derribarla cuando la monte.
Una vez colocado el heno, los mozos volvieron a sus posiciones. Johnny Groyner los miró a todos, extendió un brazo, con la palma hacia arriba, y dijo:
—¿Está lista?
Alonzo asintió con la cabeza. A continuación Johnny Groyner miró hacia el semental, extendió el otro brazo, con la palma hacia arriba, y dijo:
—¿Está listo?
Bonnie asintió con la cabeza.
El pequeño jefe de sementales tenía los brazos extendidos y las palmas hacia arriba, como si desplegara las alas.
A Bonnie:
—¡Muy bien, acércalo! ¡Acércalo! ¡Acércalo!
Los mozos del semental luchaban ya con todas sus fuerzas, mientras permitían que el animal se aproximara a la cavernosa vulva de la yegua, que guiñaba frenéticamente.
A Alonzo:
—¡Cuidado! ¡Cuidado! ¡No dejes que se tambalee cuando se rinda!
A Bonnie y los mozos del semental:
—Muy bien, muchachos… muy bien, muchachos… muy bien, muchachos.
De pronto, la yegua separó las ancas, abrió la vulva y pareció que casi se agachaba. Se rendía, abandonaba la lucha, se abría sin condiciones, se entregaba por completo. En ese momento, el jefe de sementales, con la barba brillante al sol y los brazos extendidos como alas, acercó las manos y golpeó el pulpejo de la derecha con la palma de la izquierda en una formidable palmada.
Los mozos del semental soltaron a su presa. Los mozos de la yegua le soltaron el brazo. El semental retrocedió.
La cabeza, los ojos enloquecidos, los ollares resoplantes, los dientes descubiertos, el cuello colosal, los brazos, el enorme pecho creció hasta que el gran animal pareció que se alzaba sobre la punta de los cascos por encima del mundo. El pequeño australiano, Bonnie, saltó hacia adelante, casi bajo el vientre del animal. Con gran estrépito, el semental se precipitó sobre el lomo de la yegua y dirigió su gigantesca verga hacia la enorme vulva. El suelo mismo se movió bajo los pies de Charlie y su grupo de invitados. La sacudida les removió las tripas. Los planetas colisionaron. Tembló la Tierra. ¡Sexo! ¡Lujuria! ¡Desesperados! ¡Irresistibles!
Tanta fue la fuerza que la yegua se vio despedida hacia adelante. Luchó por no perder el equilibrio. Tenía el vientre apretado contra las balas de heno, que se deslizaban hacia adelante con ella. Por un instante pareció que a Bonnie lo habían aplastado los dos animales o que, como mínimo, había quedado lisiado por los cascos tras el embate del semental. Johnny Groyner se movía junto a los cuartos traseros de la yegua, gritando:
—¡Bonnie! ¡Bonnie!
Ya era posible ver a Bonnie de nuevo. Agarraba con las dos manos la inmensa verga del semental, que buscaba frenéticamente la vagina de la yegua. Era el momento de Bonnie. Él era el mamporrero, y su tarea consistía en dirigir el miembro erecto del semental hacia el canal adecuado de la vagina de la yegua. Los pies le bailaban como posesos, y la cabeza pareció desaparecer entre los ijares de los dos animales cuando las poderosas ancas del semental y los mil kilos de impulso hicieron recorrer, al animal y al hombre, varios metros por el suelo de la cuadra.
Johnny Groyner seguía gritando.
—¡Más abajo, Bonnie! ¡Más abajo, Bonnie! ¡Más abajo y… arriba! ¡Más abajo y… arriba!
Bonnie luchaba por conseguir que la verga entrara en la vulva con la inclinación adecuada y que luego se adentrara en la vagina.
—¡Empuja! —gritó Johnny Groyner—. ¡Empuja, maldita sea! ¡Así! ¡Así! ¡Así! ¡Ojo! ¡Así!
Los tres mozos de cuadra se inclinaron con violencia, empujando el flanco de la yegua y moviéndose con rapidez, tres frenéticos y diminutos remolcadores colaborando en un formidable y atronador coito bajo el vientre mismo, junto a la mismísima verga encelada del semental.
El semental dejó de ser entonces el magnífico purasangre que se había alzado minutos antes sobre los cuartos traseros con un relincho de trompetas, como si fuera el monarca del reino animal. Sus brazos, esas visiones de la elegante galopada con que había ganado unos años antes la Copa de los Criadores, colgaban de un modo extraño, ridículo, inútil, como un par de apéndices vestigiales, a los lados del lomo de la yegua. El gran cuello, la cabeza y, sobre todo, los ojos, parecían los de una criatura demente que intentaba una y otra vez morder el cuello de la yegua. En vez de eso, los dientes se hundían en el protector de cuero colocado por esa misma razón sobre el cuello y la cruz de ésta. De otro modo, su incontrolable furia sexual le habría arrancado la piel a mordiscos. Durante ese rato, ancas, muslos, nalgas, la sede misma de la formidable energía que había impulsado al gran Primera Mano, ese gran poema en movimiento, esa encarnación de la fuerza y la coordinación, a las gloriosas victorias obtenidas en la pista… durante ese rato, el magnífico motor quedó reducido a un movimiento entrecortado, espástico, convulsivo y compulsivo: celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo. Toda su musculatura, que ondulaba en el haz de luz bajo la caliente piel negra, sí, la mismísima piel incluso, cada gramo de esa tonelada de carne de caballo, los tres millones de dólares que valía, todo se convirtió en el desesperado e impotente esclavo de un único impulso sináptico: celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo, celo; mientras, un ayuda de cámara sexual, un elfo australiano, dirigía con sus manos la verga enloquecida por el celo hasta el enorme canal vaginal, y un ejército de seres humanos, simples liliputienses, tiraban y empujaban, y un pequeño y barbirrojo director agitaba los brazos, y todos ellos, hombres y bestias, recorrieron cinco, diez, quince metros por el suelo de tierra de la cuadra impulsados por miles de kilos de celo y lujuria.
De pronto, se detuvo el deslizamiento, cesaron las sacudidas paroxísticas, y el semental soltó un suspiro, un ruidoso gruñido, un cruce entre bufido y relincho. Un patético gañido, comparado con la poderosa obertura que había cantado sólo segundos antes. A continuación se separó de la yegua. Los brazos parecieron más ridículos que nunca al resbalar sobre la piel de la hembra. Estaba acabado, completamente agotado. A pesar de su enorme tamaño, de pronto pareció indefenso. Uno de los mozos lo tomó por la cabezada; pero ¿acaso era necesario? No pensaba irse a ninguna parte. Desde luego, no iba a echar a correr. La verga —esa vara antes poderosa— seguía dilatada, pero era ya un horrible amasijo negro, pegajoso, que rezumaba semen, chorreando los líquidos lubricantes de la yegua. Parecía más una cachiporra húmeda que una verga, un palo lleno de bultos, nudoso y deforme. Entonces, ante los sorprendidos ojos de los invitados de Charlie, la punta empezó a hincharse. Se hinchó cada vez más, hasta parecer un champiñón con un largo tallo negro y cartilaginoso. El champiñón y la cachiporra colgaban de forma cansada.
El gran animal parecía muerto, destrozado, por más que se aguantara en pie. La cabeza se le caía. Su andar era el de una vieja mula. Mientras el mozo de cuadra se lo llevaba, ni siquiera se volvió para mirar a la yegua. Ni una sola vez. Ni una seña, ni un movimiento, ni siquiera un suspiro o un bufido sentimental por la criatura que tan sólo unos instantes antes había obsesionado todas las neuronas de su sistema nervioso central.
—Sí, pero ¿la llamará por la mañana?
Era la ronca voz de barítono de Lettie Withers.
Todos miraron a Lettie y luego se miraron entre sí. Herb Richman, Marsha Richman, Ted Nashford, Lenore Knox, todo el grupo. Estaban impresionados por lo que acababan de presenciar y el chiste de Lettie no bastaba para hacerlos reaccionar.
De modo que Doris Bass probó:
—Ahora vais a ver cómo enciende un cigarrillo.
Slim Tucker dijo:
—¿Será esto lo que se llama cita con violación?
Howell Hendricks dijo:
—No lo critiquéis si no lo habéis probado.
Verónica Tucker dijo:
—Éste sí que no se andaba con rodeos.
Francine Hendricks dijo:
—Oh, todos los hombres son iguales.
Billy Bass dijo:
—Eso Charlie, a lo mejor. Yo, no.
Todos lo intentaron, pero ninguno consiguió hacer reír. Habían recibido una sacudida. Habían presenciado algo del todo inesperado, tan fuerte, tan elemental, que estaban abrumados, por más que de modo incipiente, por la misma pregunta: «¿Qué significa esto?».
Charlie lo sabía, porque él también lo sentía. Lo sentía cada vez que contemplaba una de esas sesiones en la cuadra de remonta. Y en esa ocasión, mientras conducía el semental hasta la cuadra, había sentido en sus propios huesos el impulso procreador del gran animal. El deseo incontrolable de éste había recorrido los brazos y hombros hasta el plexo solar. Oh, sabía lo que significaba, pero ¿cómo encontrar las palabras?
Avanzó y se colocó frente al grupo, delante de Serena, Wally y los invitados; habló con los ojos fijos en Herb Richman. Herb y su mujer, Marsha, tenían una expresión atontada; bajaron la cabeza y hundieron los hombros, como si se retiraran a un caparazón.
—Bueno, se acabó —anunció Charlie. Descubrió, para su sorpresa, que estaba resoplando y que tenía la camisa húmeda bajo las axilas—. Ahí está. La gente puede decir lo que quiera. Ya pueden hablar de derechos de los homosexuales —desechos mosecsuales— o de lo que quieran. —Hizo una pausa, inspiró profundamente por dos veces y prosiguió—: Ya pueden hablar de desechos mosecsuales hasta hartarse. —Estaba sin aliento—. Ya pueden adorar los desechos mosecsuales como si los hubiera bajado Moisés con las tablas de la ley. Ya pueden cerrar los ojos y soñar con todo lo que les haga sentirse mejor. Pero —hizo un gesto hacia el semental y la yegua— aquí está el meollo. —Inspiró profundamente otra vez—. A esto se reduce todo al final, al macho y la hembra, y se acabó.
Estudió la cara de Herb Richman en busca de una reacción. Todo cuanto vio fue dolor y parálisis. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Qué significaba esa extraña mirada? ¿Tendría razón Serena? ¿Se habría escandalizado y ofendido por lo que acababa de decir? ¿Tan sensible era? ¿Tan progresista? ¿Tan judío?
En ese momento se acercó Johnny Groyner, lleno de energía. A todas luces, estaba eufórico. Sonreía. La barba pelirroja brillaba de animación.
—¡Bueno, Captan, ha ido perfecto! —Resoplaba y también sudaba—. ¡No podía haber ido mejor!
—Ha estado fantástico —dijo Charlie—. Habéis hecho un buen trabajo.
Sin embargo, su mente giraba alrededor de Herb Richman, Herb Richman, Herb Richman. Entonces se le ocurrió una idea. Progresista, progresista. No trataría a Johnny, el director del espectáculo, como a un asalariado. Lo presentaría. Igualdad, igualdad. Progresista, judío.
—Johnny —añadió—, te presento a uno de nuestros invitados… Hebreo Richman.
¡Qué acababa de decir! Una sensación de escaldadura le recorrió el cerebro.
—¡Quiero decir Herb Richman! ¡Por Dios, Herb, me empiezan a patinar las neuronas. Supongo!… —Levantó las manos en un gesto de impotencia—. ¡Herb Richman, Johnny! —Miró alrededor. Todos lo habían oído—. ¡Jesús, Herb, creo que me está dando el Alzheimer!
¿Y por qué había dicho «Jesús»?
A Herb Richman se le volvió escarlata la pálida cara, y entonces una amable e incómoda sonrisa se apoderó de sus rasgos; se volvió hacia Johnny Groyner, tendió la mano y dijo:
—Encantado de conocerte, Johnny. Ha sido todo un espectáculo.
¡Qué acababa de decir!
Luego Herb Richman se volvió hacia Charlie y con la misma sonrisa amable, le dio dos golpecitos en el brazo, como diciendo: «vamos, vamos».
Charlie abrió la boca, pero al principio no salió ninguna palabra. Luego balbuceó:
—Herb, creo que estoy perdiendo la chaveta.
Herb seguía sonriendo, pero sus ojos estaban a un grado de temperatura. Desde lo profundo de su garganta surgió una especie de gruñido, algo parecido a una risa… o a un puñetazo en el plexo solar.
Charlie no se atrevió a mirar a Marsha Richman, ni a Serena ni a Wally ni a nadie más que lo hubiera oído. Una oleada barrió su sistema nervioso central y le dijo que acababa de tirar por la borda siete pisos de la torre Croker Concourse y unos ingresos de diez millones de dólares al año.