Un accidente en el túnel Caldecott en la autopista 24 había provocado una tremenda retención, de modo que Conrad llegó al centro de Oakland con sólo cinco minutos de antelación a su cita de las diez. ¿Dónde aparcaría el Hyundai? ¿Dónde lo aparcaría? ¿Dónde? Estaba frenético. Así como sus padres no habían tenido ningún problema para dejarse ir y no llegar nunca a la hora, él se mostraba obsesivo con la puntualidad. ¿Dónde aparcaría? ¡Ahí! Ahí, a una manzana y media del edificio de East Bay Insurance, que contenía las oficinas de ContempoTimes, encontró un hueco justo al lado de un trozo de acera pintado de rojo, con una boca de incendios en medio. Únicamente un coche tan pequeño como el Hyundai podía meterse en el espacio permitido que quedaba libre, y ello sólo pegándose al parachoques de un gran Chevrolet Suburban.
En cuanto entró en las oficinas de ContempoTimes se dio cuenta de que su «cita» era en realidad una especie de vaga concentración. En una zona de recepción austera y desnuda, se hallaban sentadas en hileras de sillas escolares con brazo, veinte o treinta personas, un par de ellas hombres blancos de mediana edad con abrigo y corbata, rellenando formularios y esperando el turno para ser entrevistados. La sala estaba iluminada por tubos fluorescentes que no paraban de parpadear, de forma que daba la impresión de que todo el lugar padecía un tic descomunal. Conrad recogió los formularios de una recepcionista, se sentó en una de las hileras y se unió al rebaño.
Accediendo, por más que con amargura, a las exhortaciones de la señora Otey, se había puesto una camisa blanca de manga larga, una corbata, su única chaqueta, un blazer azul marino con una hilera de botones comprado dos años atrás en Ross-Atkins, en Walnut Creek, y unos pantalones de estambre grises, los únicos de lana que tenía. La chaqueta le iba ya demasiado estrecha y tampoco podía abotonarse el cuello de la camisa, con lo que parecía que llevara la corbata con descuido; además, las manos, sus manos de trabajador, el objeto de la insultante amonestación de la señora Otey, se extendían mucho más allá de los puños de la camisa y las mangas de la chaqueta. No obstante, se alegraba de haberse puesto su único conjunto de vestir.
Tras rellenar los formularios, aguardó largo rato sentado entre deprimentes filas de sillas escolares parpadeantes y afligidas por tics, escuchando el zumbido y el repiqueteo de las máquinas de escribir eléctricas del laberinto de cubículos que se extendía más allá de la zona de recepción, preguntándose de modo distraído: «¿Por qué máquinas de escribir?», puesto que los anuncios de ContempoTimes hacían hincapié en el hecho de saber utilizar programas de tratamiento de textos.
Al final, lo llamaron a la mesa de recepción y lo presentaron a una muchacha llamada Carol, que debía de tener más o menos su edad, una risueña criatura de piel blanca como la leche y una melena de cabello rubio rojizo con cuerpo, un poco regordeta pero con un hoyuelo perfecto en la barbilla y otros dos más que maravillosos en las mejillas cuando sonreía, que era todo el rato.
La muchacha lo condujo hasta un cubículo con paredes de metro y medio, lo que se llamaba una «estación de trabajo». Apenas había espacio para el mobiliario, que consistía en dos sillas grises de fibra de vidrio con respaldo bajo, así como una mesa sobre la que descansaba una gran máquina de escribir IBM modelo Selectric.
De todos los cubículos vecinos salía el tableteante rat-tat-tat de las otras máquinas eléctricas. Cuando la muchacha dobló el cuerpo para sentarse, la pequeña falda ciñó la pronunciada curva de su muslo. ¡Qué presencia más… libidinosa! Confuso, sintiendo un cosquilleo por todo el cuerpo, ruborizándose, Conrad le sonrió. Ella le devolvió la sonrisa ¡con tanta franqueza! Lo miró a los ojos ¡con tanta calidez! A continuación, se puso a estudiar los formularios que había rellenado. Después, dijo:
—¿Has trabajado antes en un despacho, con programas de tratamiento de textos?
—No, pero los estudié en el colegio comunitario. Hice un curso. Dos semestres.
Ella se inclinó un poco más sobre los formularios.
—Bueno, eso es lo principal, saber utilizar el ordenador. Eso y escribir sin faltas.
Por la mente de Conrad pasó una idea pícara. ¿Y si le preguntaba si quería ir a tomar un café o algo? ¡O a almorzar! Era casi la hora del almuerzo, y llevaba consigo un poco más de cien dólares. No le convenía gastarse ni un centavo en comida en el centro de Oakland, pero si se entretenía mucho en ContempoTimes o si al menos la cosa parecía segura… Una gran cosa no, sólo algo rápido… Se lo merecía… después de todo lo que… le haría bien… y además…
La muchacha le explicó en qué consistía la prueba. Tenía dos partes: una prueba escrita sobre cómo utilizar un programa de tratamiento de textos, y una prueba de mecanografía. Le entregó un portapapeles con la prueba escrita, sacó un pequeño minutero de cocina, lo puso en quince minutos y lo dejó sobre la mesa.
—Buena suerte —dijo al salir del cubículo—. Ahora vuelvo. No es difícil.
Y, en realidad, no era difícil, sobre todo porque las preguntas eran de elección múltiple. «¿Cómo se borran dos líneas de un mismo párrafo?»… «¿Cómo se crea una copia?»… «¿Qué se hace para guardar un archivo?»…
Terminó mucho antes de consumir su tiempo. Puntuó 100. Para preparar la prueba de mecanografía, la muchacha tuvo que inclinarse sobre él y colocar una hoja escrita en el pequeño atril situado junto a la IBM Selectric. La calidez de su cuerpo hacía emanar el más delicioso de los perfumes. Conrad sintió de nuevo un cosquilleo.
Ella permaneció inclinada, apoyando las manos en las rodillas. Tenía la cara junto a la suya.
—Esta vez —dijo—, cuando yo te diga, comienzas a teclear… empezando a partir de aquí. —Señaló el principio del párrafo en la parte superior de la página colocada en el atril—. No pares de teclear hasta que yo te diga. Tienes cinco minutos. ¿De acuerdo? No es complicado. Con treinta palabras por minuto pasas. Estoy segura de que puedes hacerlo.
—Llegaba hasta ochenta y cinco palabras por minuto cuando hice el curso en Mount Diablo —dijo Conrad—. Aunque no he vuelto a practicar desde entonces, así que no esperes ningún récord mundial.
—¿Ochenta y cinco? Creo que nadie me ha sacado ochenta y cinco en esta prueba.
Al decir eso soltó una risita que sonó como si procediera de lo más hondo de la garganta, y Conrad creyó sentir la calidez de la mejilla de la muchacha, a pesar de que la tenía casi a un palmo de distancia. Sintió un nuevo impulso pícaro: tomar su cara entre las manos y besarla.
En lugar de eso, se volvió hacia ella y dijo:
—¿Te puedo preguntar una cosa?
Ella se volvió hacia él. Tenía su cara tan cerca que veía tres ojos… y muchos hoyuelos… ¡Tan risueña! ¡Tan viva! ¡Tan llena de buena y sonrosada salud animal! Se sintió embriagado.
—Adelante —dijo ella.
Las mejillas se le pusieron carmesí. ¿Se atrevería… iba de verdad a…?, ¡no hagas tonterías! De modo que se atuvo a la pregunta:
—¿Por qué esta prueba de mecanografía, por qué se hace con una máquina de escribir? ¿No vamos a utilizar ordenadores?
—Sí, claro —respondió. No apartó la cabeza. Parecía sonreírle. Notaba un tenue y dulce aroma a menta verde. Le encantaba. Todo de ella le encantaba—. Pero en la prueba lo que queremos ver es lo bien que escribes, lo rápido que vas y lo preciso que eres. Con un ordenador puedes ir para atrás y borrar los errores, y de ese modo no veríamos cuán preciso es uno.
Le dio a una pequeña rueda estriada del teclado y la gran Selectric renació con un zumbido en medio de una deliciosa nube de perfume y menta verde. A continuación, se enderezó y le dio otra vez a la gruesa manecilla del minutero.
—Tienes cinco minutos —dijo—. Escribe tanto como puedas, sin equivocarte, hasta que vuelva. ¿De acuerdo? ¿Listo?… Ya. —Dejó el temporizador en la pequeña mesa—. Buena suerte. ¡Una sonrisa maravillosa! ¡La sonrisa más maravillosa del mundo! Y entonces salió del cubículo.
Conrad inspiró con fuerza y colocó los dedos en el teclado de acuerdo con la posición estándar. El minutero ya estaba haciendo tic-tac. En lo alto de la página había un párrafo que empezaba:
Esta ratio se puede obtener fácilmente comparando el capital real (ajustado a la inflación) que ha alimentado los dos booms más recientes de productos electrónicos al por menor: 1971-1975 y 1983-1987 (Fig. 4-6). La cantidad de capital real en el período más reciente ha sido de 736100 millones de dólares, en comparación con…
Se concentró en las primeras palabras… «Esta ratio se…» y empezó a escribir. La pequeña margarita de la Selectric saltó frenéticamente y escupió un terrible rat-tat-tat en el papel.
Supo en el acto que algo había ido mal. Miró… En lugar de «Esta» resultó que había escrito «Wsssyss».
En vez de la «E», la «t» y la «a», había tecleado letras vecinas, la «W», la «y» la «s». Había conseguido darle a la «s», pero había apretado la tecla demasiado fuerte y durante demasiado tiempo, con lo que la había repetido. Estaba desconcertado y horrorizado. ¿Cómo había sucedido? Tendría que empezar de nuevo. Buscó otra hoja de papel, pero no había ninguna. Entonces recordó las palabras de la muchacha: quería un reflejo fiel de lo preciso —o lo poco preciso— que era uno.
Adelantó el papel unas cuantas líneas y volvió a empezar. Otro tableteante rat-tat-tat. Examinó su obra…
«Esta ratip» en lugar de «Esta ratio». Le había dado a la «p» al intentar darle a la «o». ¿Empezaba otra vez? No había tiempo. De modo que le dio al retroceso y tecleó la «o» sobre la «p». No sirvió de mucho; parecía una «o» con rabo.
Entonces se dio cuenta de cuál era el problema. ¡Sus manos! Los dedos eran tan anchos, pesados y fuertes, por culpa del trabajo en el almacén, que golpeaba las teclas vecinas o golpeaba las correctas pero demasiado fuerte y las repetía. ¡Había perdido el tacto de sus propios dedos! ¡Sus manos eran dos extraños grotescos llenos de músculos! ¡Mis propias manos! Se las contempló como si no las hubiera visto nunca.
El tictac del minutero sonaba espantosamente fuerte. Había transcurrido un minuto, y él había producido el grandioso total de una docena de palabras, la mayoría destrozadas. Con cuidado, colocó de nuevo las yemas de los dedos sobre el teclado, esperando contra toda esperanza recuperar su habilidad. Tenía que recuperarla.
Miró el texto: «los dos booms»… Rat-tat-tat-tat-tat… y había escrito «kpd doa bpp,d»… Un ardiente pánico…
Esas manos de las que tan orgulloso se había sentido tan sólo unas pocas horas antes mientras se las contemplaba en el espejo del cuarto de baño… eran las garras de un animal estúpido, de una bestia de carga… ¡no acertaba a creerlo!… y durante todo el tiempo el zumbido de la Selectric se fue haciendo cada vez más intenso… ¡Muy bien, grandullón, produce! Estoy lista, estoy zumbando, estoy esperando… ¿a qué esperas tú?… y el minutero hacía tictactictactictac.
Se lanzó, abriéndose camino a porrazos a través del texto, puesto que nada más parecía funcionar, tecleando directamente sobre las letras equivocadas, tachando con equis los errores irrecuperables y las repeticiones, dejando sin control el explosivo rat-tat-tat-tat-tat. Acabar, eso era lo importante.
Un instante después —¡ding!— sonó la campanilla del minutero, y apareció la muchacha, Carol, en la entrada del cubículo. Conrad contemplaba la hoja. Lejos de haber producido el mínimo de ciento cincuenta palabras en cinco minutos, ni siquiera estaba seguro de haber producido noventa. Con todas las equis, las superposiciones, las repeticiones y los comienzos en falso, el apretado amasijo de palabras a un espacio parecía algo pequeño y negro aplastado en una autopista.
—Bueno —dijo la muchacha alegremente—, ¿cómo ha ido?
Conrad estaba mudo. Cuanto pudo hacer fue sacudir la cabeza. Los ojos de ella se volvieron hacia la página.
—¿Qué ha pasado?
—No lo sé —respondió Conrad. Alzó las manos… y de pronto le dio vergüenza que advirtiese su tamaño. Se las escondió en el regazo—. No he podido… supongo que hace demasiado tiempo… no lo sé.
Con voz baja y confidencial, ella le dijo:
—Bueno, ¿quieres intentarlo otra vez? Se supone que no puedo hacerlo, pero podría darte otra hoja y repetir la prueba.
—Gracias, pero es inútil. No sé lo que pasa.
—¿Por qué no te vuelves a tu casa, practicas un poco y vienes otro día? ¿De acuerdo? Si llamas primero y me avisas de que vienes, puedo hacer que te asignen a mí. Se supone que eso tampoco podemos hacerlo, pero podría arreglarlo. —Le lanzó una sonrisa cordial.
—Es sólo que… —No consiguió acabar la frase—. Lo intentaré —añadió en tono desesperado.
Le dio las gracias y salió sin decir nada más. En el ascensor se alzó las manos delante de la cara. ¿En qué se habían convertido? Cuanto más las miraba, mayores le parecían. ¡Mis manos! Y ella había intentado ponérselo… ¡todo!… en bandeja… Aún veía la sonrisa, los hoyuelos (la ondulación del busto, la curva de los muslos)… Lo más humillante de todo era que Ada Otey, con su eterna sonrisita de suficiencia, había tenido razón, más razón de la que ella misma imaginaba.
Los pensamientos sobre Jill y su madre se apoderaron de él mientras iba por la acera camino del coche.
Era un mediodía brillante y soleado, un hecho que le traía por completo sin cuidado. ¿Qué dirían cuando les contara lo ocurrido? ¿Qué pensarían? Aunque, ¿tenía que contárselo? ¿Por qué no decir que lo habían entrevistado y que estaba a la espera de que lo llamaran?
Dado que avanzaba por la acera arrastrando los pies y con la cabeza gacha, apenas se fijó en el puñado de curiosos y ociosos que se había reunido cerca de una grúa hasta que casi topó con ellos. Era una grúa de plataforma pintada de un amarillo verdoso chillón y adornada con llamativas letras, rayas finas y relucientes cromados.
Apareció un hombre bronceado con un sombrero de vaquero y un chaleco de cuero, un auténtico gigante, de ciento veinte kilos como mínimo. Llevaba las mangas de la camisa recortadas a la altura de los hombros, lo que dejaba al descubierto unos brazos inmensos y rollizos. Se dirigió hacia la parte delantera de la grúa, puso un pie en un estribo de cromo, abrió la puerta, se inclinó en el interior de la cabina, salió con una varilla metálica y volvió a la parte de atrás.
Con un sobresalto, Conrad se dio cuenta de que, fuera lo que fuera, lo que estaba ocurriendo tenía lugar en la zona roja situada delante de donde había aparcado el Hyundai. Los curiosos le tapaban la vista. Apresuró el paso y se unió a ellos. Se encontró contemplando el amplio trasero del gigante de sombrero vaquero que estaba inclinado y ataba una cadena a un coche que tenía las dos ruedas delanteras sobre la acera, justo en medio de la zona roja, tocando casi la boca de incendios…
… y en ese instante Conrad se apercibió de que se trataba de su coche, su pequeño Hyundai Excel. ¡En medio de la zona roja! ¡Sobre la acera! ¡Imposible!… y, sin embargo, ahí estaba. Había un papelito en el limpiaparabrisas.
En la acera, al lado del coche, siguiendo los progresos del operario de la grúa, había una agente de las que vigilaban los parquímetros, fácilmente identificable por su uniforme, una camisa azul pastel de manga corta y unos pantalones azul marino. Seguramente acababa de entrar en la mediana edad y era tan robusta que la carne de los brazos le estiraba el dobladillo de las mangas. A la altura de la boca sostenía un walkie-talkie. Llevaba unas terroríficas uñas postizas de un rojo intenso.
Conrad se acercó por un lado. Estaba apenas a medio metro de distancia, pero ella ni se dignó mirarlo.
—¡Perdone! —dijo.
Ninguna respuesta. Mucho más fuerte:
—¡Perdone!
Con el walkie-talkie pegado a la oreja, ella le lanzó una mirada que decía: «No me molestes».
—¡Señorita!
Le lanzó una mirada fulminante y dijo:
—¿No ve que estoy transmitiendo?
La terrible palabra de resonancias oficiales, «transmitiendo», lo hizo detenerse en seco, y se volvió hacia el conductor de la grúa. El hombretón ya había asegurado la cadena bajo el Hyundai y se había incorporado, mostrando lo enorme que era. Era una montaña de carne con el aspecto bronceado y gratinado de un obrero no cualificado; era enorme hasta en el inmenso manojo de llaves que colgaba de una presilla a un lado de los vaqueros, bajo la protuberancia de la barriga, y en el amasijo de amuletos que colgaba al otro: una llave inglesa en miniatura, un encendedor no recargable, un par de dados, unas figuritas de plástico de Mickey Mouse y Minnie Mouse bailando un tango, una diminuta pistola de duelo y una pequeña calavera plateada con grandes colmillos.
Metiéndose de un salto entre la boca de incendios y el guardabarros del Hyundai, Conrad pasó por encima de la cadena y se precipitó en dirección al hombre.
—¡Eh! ¡Oiga! ¡Este coche es mío! ¿Qué está haciendo?
Sin apenas mirarlo, sin ni siquiera detenerse, el gigante respondió:
—Lo quito de la zona roja.
Lo dijo de un modo cansado que dejaba claro que ya había dicho lo mismo, o algo muy parecido, mil veces antes a otro millar de dueños de coches frenéticos, ofuscados y, por encima de todo, desamparados. En ese momento se dirigía hacia la puerta del conductor con la varilla metálica que había sacado de la grúa. Era un redondo de acero. Conrad lo reconoció en el acto. Se llamaba «cuerda de piano»; se introducía entre los burletes de las ventanillas de los coches cerrados y se usaba para quitar el seguro de las puertas.
—¡Espere un momento! ¡Por favor!
Sin embargo, el gigante ya estaba insertando la cuerda de piano entre el vidrio y el marco.
—¡Va a romper la ventanilla! ¡Tengo aquí las llaves! ¡Puedo abrir la puerta!
—Nadie va a romper ningún cristal —dijo el gigante con la misma voz cansada, sin mirarlo.
Un instante después había quitado el seguro, abierto la puerta y estaba dentro haciendo algo con el volante.
—¡Por favor! —dijo Conrad—. ¡Es mi coche! ¡Tengo las llaves! ¡Puedo sacarlo!
El gigante ni siquiera lo miró. Completamente desconcertado, Conrad se retiró a la acera para apelar a la agente. La mujer tampoco lo miraba. Escribía algo en el cuaderno de multas. El puñado de curiosos se había transformado en una verdadera multitud. Estaban acelerados, dispuestos a presenciar un poco de acción y ansiosos de jarana, una vez materializado el desafortunado dueño del coche, que se comportaba con la desesperación, el miedo, la angustia y la frustración adecuados.
Esa vez, Conrad le gritó a la agente:
—¡Eh! ¡Señorita!
Ella lo miró, y él saltó de nuevo por encima de la cadena y se fue directo hacia ella.
—¡Por favor, dígame qué pasa! ¡Este coche es mío!
La mujer se puso a estudiar el cuaderno de multas e hizo un gesto hacia el Hyundai sin mirar a Conrad.
—El coche está en zona roja y encima de la acera.
Conrad alzó las manos en señal de frustración.
—¡Pero yo no lo he aparcado en zona roja! ¡Lo juro! Mire, agente, escuche… yo estaba ahí, en el otro lado de la línea.
—Pues el sitio en que está ahora mismo es el sitio en que estaba cuando he llamado a la grúa.
Lo dijo en un tono bastante razonable, pero inspiró un par de a… jáaas y e… eeeeehhs entre los curiosos, con lo que se dio cuenta de que tenía público. De modo que añadió:
—Y todavía no he visto nunca un coche que se meta solo en una zona roja.
«Eeee… paaaa», dijo uno de los curiosos, y otro dijo: «Ohhhhhh, sí», todo ello con el eterno espíritu del «venga, pelearos los dos».
—Mire, señorita… —Conrad luchó por encontrar las palabras adecuadas, la lógica convincente—. Ya le digo, no he aparcado en zona roja. De verdad. Y, aunque lo hubiera hecho, ¿me habría subido con las dos ruedas al bordillo? ¿Qué sentido tendría?
La mujer soltó desde lo profundo de su garganta una risa de contralto y dijo:
—No me pagan para averiguar el sentido de lo que hacen los conductores de esta ciudad. No hay dinero suficiente para pagar eso.
La réplica provocó tal ronda de aa… jáaas, ee… eeehhhhhs y eeee… paaaaas que la mujerona se sintió con fuerzas, se envalentonó. Por lo general, los grupos de curiosos callejeros estaban contra la agente, pero a éstos se los había ganado gracias a la brillantez retórica, de modo que se dispuso a alcanzar nuevas alturas:
—Mi trabajo es evitar que los coches aparquen en los lugares prohibidos y quitarlos de ahí cuando lo hacen, y este coche está aparcado en un lugar más que prohibido. Esto es una zona roja, esto es una boca de incendios y esto es un bordillo… y esto es una grúa.
«¡Eeee… paaaaaa! ¡Ee… eeehhhhhh! ¡Aa… jáaaa! ¡Oh, sí! ¡Esto es una grúa!».
Conrad estaba estupefacto. Al cabo de unos instantes comprendió qué había sucedido. Al meterse en el pequeño espacio permitido delante de la zona roja, había dejado el coche tocando el parachoques del Chevrolet Suburban que tenía detrás. El conductor del Suburban, al verse encajonado, se había abierto camino empujando el pequeño Hyundai contra la acera. Seguramente Conrad había dejado las ruedas giradas hacia el bordillo, de manera que la fuerza del Suburban había subido el Hyundai a la acera.
—¡Pero no ha sido así! ¡Lo que ha pasado es que el coche que estaba detrás me ha empujado! ¿Por qué iba a subirme a la acera?
Su vehemencia logró hacer retroceder un poco a la agente, que suspiró, bajó los ojos y sacudió la cabeza.
—No sé nada de ningún otro coche. Además, ya no se puede hacer nada.
—Pero ¿por qué no? —preguntó Conrad—. ¡Por favor! ¡Estoy aquí! ¡El coche es mío! ¡Tengo las llaves! ¡Ahora mismo lo quito de la zona roja!
Para indicar lo convincentemente lógica que era su solución, en comparación con la oficial que estaba en curso, levantó las manos a la altura de los hombros en un gesto que decía: «Es tan evidente que sólo un tonto no se daría cuenta». Aquello no contribuyó a su defensa.
Con un gran gruñido, la agente clavó los ojos en el cuaderno de multas y dijo:
—Es demasiado tarde. Ya he hecho la anotación y he llamado a la grúa. Una vez que está escrito, no hay nada que hacer.
—Bueno, venga, deme la multa; pero déjeme recuperar mi coche. Tengo que recuperar mi coche.
—Ya le he dicho que es demasiado tarde. Una vez redactada la multa, notificada la grúa y enganchado el coche, se trata de un remolque, y nadie puede hacer nada cuando es un remolque.
—Pero esto… ¡no es justo! —protestó Conrad.
«¡Eeee paaaaaaa! ¡A jaaaa jáaaaa! ¡Una grúa es una grúa!».
Conrad miró a los curiosos, cuyos alegres ojos parecían estar diciendo: «¿Y ahora qué vas a hacer?». Miró a la agente, que parecía deleitarse en su nuevo papel de animadora callejera. Miró al conductor de la grúa, pero había desaparecido en la cabina del vehículo y estaba a punto de subir el Hyundai a la plataforma.
Sin embargo, eso… ¡no era justo! ¡Además de todo… no podía perder el coche de esa manera!
En ese momento, la grúa emitió un gran rugido gutural, al que siguió el fortísimo y áspero chirrido del engranaje del cabrestante. Los curiosos se callaron de repente, emocionados al ver que la tragedia se acercaba a su punto culminante. ¡El poder! ¡La autoridad! ¡La implacable grúa! La pintura amarillo verdoso brillaba a causa de las múltiples capas de barniz llenas de partículas brillantes en suspensión. Una multitud de finas rayas recorría el capó y la puerta de la cabina. En la puerta, unas divertidas letras plateadas con sombreado negro brillante proclamaban: «TRES C REMOLQUES, SALVAMENTOS Y REPARACIONES». Conrad se quedó mirando con la boca abierta. De algún modo, la grúa era la encarnación de la arrogancia y la autoridad de la agente y el conductor.
El pequeño Hyundai empezó a ascender por la rampa hasta la plataforma. Unos instantes después, estaba asegurado, atado, en lo alto de la plataforma, y la grúa se alejaba pesadamente. Durante todo ese tiempo, los curiosos lo contemplaron… ¡a él!… la desamparada insignificancia incapaz de hacer otra cosa que quedarse ahí con las llaves en la mano mientras ellos, los que tenían poder, se llevaban el coche delante de sus propios ojos. ¡Mi coche!
No sólo se había cometido una injusticia con él, sino que había sufrido una espantosa, vergonzosa y humillante derrota delante de aquel público de frívolos ociosos.
Apenas podía controlar la voz cuando le preguntó a la agente de cuánto era la multa por aparcar en zona roja y qué tenía que hacer para recuperar el coche. Le contestó de modo razonable e incluso cortés, lo cual aún empeoró las cosas. Su victoria implacable, la humillación de ese joven con sus protestas y sus «esto no es justo», el sometimiento de Conrad Hensley, eran tan completos que podía permitirse el lujo de arrojarle un retazo de cortesía.
Durante todo el tiempo no dejó de ser consciente de que aún debía enfrentarse a un público todavía más humillante. En un pequeño y destartalado dúo de Pittsburg, su mujer y su suegra, las mismas que lo habían acusado de ser un inútil, un caso perdido, un parado, de tener un desastre de padres, lo esperaban, a él y al coche. El coche de la madre de Jill estaba en el taller, y se suponía que a la vuelta tenía que recogerla para ir a buscarlo. Seguro que incluso él, ese caso perdido sin remedio, era capaz de una cosa tan sencilla como volver desde Oakland a tiempo y acompañar a mamá hasta el taller.
Le horrorizaba la llamada telefónica que en ese momento le tocaba hacer.
En realidad, la odisea empezó antes de poder hacerla. Un teléfono… Buscó alrededor en la bulliciosa calle del centro de Oakland y no vio ninguno. Empezó a caminar… Caminó tres manzanas antes de encontrar uno. Era de los que había que meter una moneda de veinticinco centavos para iniciar una llamada interurbana; pero no tenía ninguna moneda de veinticinco. En el bolsillo llevaba cinco billetes de veinte dólares, uno de cinco y tres de uno. Esos billetes, gracias a Dios, serían suficientes para recuperar el coche. Según la agente, la multa por aparcar en zona roja era de treinta dólares y la grúa costaba setenta y siete dólares. Sin embargo, en ese preciso momento lo que necesitaba era cambiar uno de los billetes de dólar y conseguir una moneda de cuarto.
Pero ¿dónde? Miró alrededor… Nada salvo edificios de oficinas y la clase de tiendas en las que uno no entraba para pedir cambio… Anduvo un poco más… Por fin, en Broadway descubrió un puesto de chucherías en el vestíbulo de un edificio de oficinas. El dueño, un hombre de tez morena, de apariencia asiática, ni siquiera se dignó contestar a su pregunta. Se limitó a lanzarle una agria mirada y a señalar un rudimentario letrero que había sobre el mostrador: «NO SE DA CAMBIO SIN COMPRA».
A su modo era tan humillante como el conductor de la grúa… enfrentándose de forma cansada y despreciativa a una pregunta que ya había oído de boca de un millar de indeseables urbanitas.
El artículo más barato era un periódico, el Oakland Tribune, por cincuenta centavos. Sin embargo, en ese momento Conrad ya se estaba muriendo de hambre de modo que compró una barra de chocolate con nueces LAD (por Lípidos de Alta Densidad) de Schotter’s que le costó sesenta centavos, con lo que recibió de vuelta la moneda de cuarto que necesitaba, además de una de diez y otra de cinco. No tardaría en lamentar esa decisión, dejando de lado el hecho de que la golosina le clavó una cuchilla de hiperdulzor en el estómago y le aplacó el hambre sólo durante diez minutos.
Regresó sobre sus pasos las tres manzanas hasta el teléfono y pidió su llamada a Pittsburg, a cobro revertido. Se suponía que el teléfono tenía que devolverle el cuarto de dólar, pero se lo quedó. Jill aceptó la llamada.
Se puso a repetir todo lo que le decía, con voz lenta y alta, con voz tan lenta y alta que parecía que se burlara de él. Al cabo de unos instantes, Conrad se dio cuenta de que lo repetía para que se enterara su madre. Cuando tocó contar que había encontrado el coche subido a la acera en una zona roja, Jill empezó a decir:
—¿Lo has dejado en una zona roja? ¿Encima de la acera? ¿Lo… has… dejado… en… una… zona… roja? ¿Encima… de… la… acera?
Ni siquiera la agente se había mostrado tan despreciativa. De pronto le preguntó cómo había ido la entrevista. Conrad balbució unas palabras explicando que quizá tendría que repetir la prueba. ¿Quizá… tendría… que… repetir… la… prueba? Entonces, abandonó todas las defensas y todos los circunloquios y empezó a contarle lo que había sucedido. Ella lo cortó en mitad de su relato… como ante alguien tan inútil y patético que los detalles de su último fracaso carecían por completo de interés.
—Conrad, quiero que vuelvas ahora mismo con el coche. Mi madre está inmovilizada, yo estoy inmovilizada, los niños están inmovilizados, todo el mundo está inmovilizado hasta que tú… recuperes… el… coche… y… vuelvas… a casa.
Cuando colgó, se sentía afiebrado, como si padeciera una infección maligna (llamada fracaso inevitable).
Había una buena caminata Broadway abajo hasta llegar a la oficina de Infracciones de Aparcamiento en el 150 de Frank Ogawa Plaza, donde había que ir a pagar las multas antes de recuperar un vehículo retirado por la grúa. La agente, el gigante del sombrero vaquero, los curiosos y el hombre de tez morena del puesto de golosinas… se sentía afiebrado.
En la oficina de Infracciones de Aparcamiento, había toda una hilera de ventanillas pero sólo una estaba abierta, y Conrad se encontró en el extremo de una larga y lenta cola en otra deprimente habitación gris-beige con tubos fluorescentes. Tardó cuarenta minutos en llegar a la ventanilla, donde una demacrada mujer, la personificación misma de la Paciencia Puesta a Prueba, le informó de que debía unos treinta dólares suplementarios. Se quedó atónito. ¡Atónito! ¡No tenía treinta dólares suplementarios! Treinta dólares, ¿por qué? Por aparcar en la acera. Eso era además de los treinta por aparcar en zona roja, con lo que el total de las multas ascendía a sesenta dólares, que debía pagar para conseguir un recibo que le permitiría retirar el coche del depósito. En el depósito tendría que pagar otros setenta y siete dólares por la grúa, suponiendo que lo retirara antes de las siete de la tarde. ¿Había que pagar algo más? La funcionaria miró el resguardo de la multa… La grúa se lo había llevado a las once de la mañana en punto. A continuación miró su reloj… Si llegaba antes de las siete de la tarde, no tendría que pagar nada más. No tendría que pagar los cincuenta dólares diarios en concepto de gastos de aparcamiento. Aquello significaba un desembolso total de ciento treinta y siete dólares, y cuanto llevaba ascendía a 107,15.
Y la cosa no acababa ahí. El depósito… Todo el tiempo había dado por supuesto que el depósito era una instalación municipal situada en algún lugar del centro, cerca de aquel edificio. Entonces le informaron de que su coche estaría en el depósito de la compañía de la grúa. El ayuntamiento tenía contratadas dos compañías. Su coche lo había remolcado la nueva, Tres C Remolques, Salvamentos y Reparaciones… ¿que estaba dónde? En la avenida Keeler, en Oakland Este. Conrad sólo sabía una cosa de Oakland Este: estaba en los suburbios… en los dominios de un gigante con sombrero vaquero.
Pagó los sesenta dólares y abandonó la oficina de Infracciones de Aparcamiento con el recibo para sacar el coche, 47,15 dólares en el bolsillo, el corazón desbocado y un gran problema. ¿Cómo conseguir los 29,85 dólares que le faltaban? No, tenía dos problemas, tres problemas, cuatro problemas… la marea parecía subir con cada segundo que pasaba. El único modo posible de conseguir el dinero era volver a llamar a Jill, una perspectiva espantosa. Si lo tenía, podría enviárselo… ¿Cómo? ¿Por giro telegráfico? ¿Cómo se hacía? En su vida había girado nada. Muchas veces, de pequeño, había ido con sus padres a la oficina de Western Union en San Francisco, tras súplicas desesperadas y completamente falsas a padres y viejos amigos, a quienes dar lástima significaba recibir dinero bajo la forma de un giro postal por Western Union. Había hecho las cosas tan mal que ni siquiera podía llamar por teléfono. Sólo tenía quince centavos sueltos. Si se hubiera limitado a comprar un periódico en lugar de la barra de chocolate, tendría veinticinco centavos. ¡Pero, no, había tenido que comprarse la barrita de chocolate!
Se atusó distraídamente el bigote y salió a paso ligero en busca de un lugar en el que conseguir cambio de un billete de dólar. Dos manzanas, tres manzanas, cuatro manzanas… sentía, o pensaba que sentía, cómo le subía la presión sanguínea. Las extremidades parecían rebosantes de sangre. Al fin, un agujero en la pared que vendía sobres de celofán, papel de liar, pequeñas pipas de vidrio, pinzas para apurar canutos, gafas de sol, dulces, cigarrillos y periódicos. Amilanado, no se atrevió a pedir cambio. Compró un Oakland Tribune por cincuenta centavos. Para su consternación, el dueño, un hombre agrio y cetrino con un labio caído, le devolvió una moneda de cincuenta centavos. ¡Una moneda de cincuenta centavos!, ¡aquello no se podía meter en un teléfono público! Una moneda de cincuenta centavos, ¡hacía años que no veía una! ¿Por qué en ese momento? Sólo tras repetidos ruegos accedió el hombre a cambiársela por dos monedas de cuarto.
Fuera, Conrad tiró el periódico en una papelera de una esquina. Tenía dos billetes de veinte dólares, uno de cinco, uno de uno, dos monedas de cuarto, una de diez y otra de cinco. Se puso en marcha de nuevo. Allí… un teléfono. Introdujo una moneda de cuarto. Nada; sin línea; está estropeado; no logró recuperar la moneda; sacudió la palanca; aporreó el aparato con la palma de la mano. Una oleada de pánico lo recorrió, y entonces las extremidades parecieron encogerse y enfriarse. Desanduvo todo el camino hasta el primer teléfono. El corazón le latía con demasiada velocidad. Con cautela, introdujo la última moneda de cuarto… solicitó otra llamada a cobro revertido con Jill… y le contó toda la triste historia.
Esa vez, su prolongado y sepulcral silencio fue mucho peor que cualquier cosa que hubiera podido decir. Dejó el teléfono. Regresó al cabo de lo que pareció una eternidad. Con voz apagada le hizo saber que entre su madre y ella sólo tenían veintitrés dólares en efectivo.
Con voz apagada le comunicó que seguramente tendría que gastar la mayor parte de esa suma en el taxi hasta el banco y luego hasta la oficina de Western Union, dondequiera que estuviese. Con voz apagada y furia contenida le preguntó si se daba cuenta del absoluto… absoluto… y entonces las palabras le fallaron. Cuando colgó, Conrad tenía tal nudo en la garganta que apenas podía hablar.
Lo único bueno fue que al menos esa vez el aparato le devolvió la moneda de cuarto que había utilizado para iniciar la llamada. De modo que ahí estaba, en una calle del centro de Oakland, con 46,40 dólares en el bolsillo a la espera de que su mujer fuera a buscarle treinta y cinco dólares en un taxi y lo llamara. No podía moverse. Tenía que quedarse ahí y esperar junto a ese teléfono. La voz de Jill había estado cargada de indirectas.
Conrad había descendido al nivel de los casos irremediablemente perdidos. Lo habían despedido del trabajo, no era capaz de pasar la más simple prueba imaginable e incluso había conseguido perder el coche. El «¡no!» entraba a borbotones en su corazón. El día era brillante y despejado; pero algo había ocurrido. La deslumbrante luz se hacía cada vez más baja. Había colgado tras hablar con Jill a las dos y treinta y cinco. En ese momento eran las tres menos cinco y el Sol había dejado de estar en lo alto. El día declinaba, declinaba, declinaba, y si no llegaba al depósito antes de las siete tendría que pagar un día de aparcamiento, lo cual significaría más dinero aún, dinero que no tenía. Una corriente de angustia le recorrió el plexo solar.
Eran casi las tres y media cuando ella volvió a llamar por fin. Un alud de refunfuñantes detalles de la odisea en taxi, que había costado veintidós dólares y medio; por último, la dirección de la oficina de Western Union donde podría reclamar los treinta y cinco dólares: Broadway, 1400. Gracias a Dios. Al menos sabía dónde estaba. Sin embargo, cuando llegó al 1400 de Broadway, resultó que no era una oficina de Western Union sino un drugstore…
Desconcertado, empezó a abordar a los transeúntes. «Perdone…». Los dos primeros no le hicieron caso, como si fuera un mendigo. Pero ¿por qué? ¡Llevaba traje y corbata! ¿Le veía además la gente algo en los ojos? ¿Le había dejado alguna marca en la cara la afiebrada angustia que sentía? Los tres siguientes respondieron que no sabían dónde estaba. Miró el reloj: las tres y treinta y dos. Por último, una anciana que caminaba por Broadway vestida con un chándal azul y unas relucientes zapatillas deportivas blancas le dio las indicaciones. Western Union estaba a seis manzanas de distancia, en la calle Franklin. Se apresuró Broadway abajo, pero en la dirección de la calle Franklin encontró… ¡una tienda de comestibles! De vuelta a Broadway, se puso a preguntar frenéticamente a los transeúntes, que ya empezaron a mirarlo como si le faltara un tornillo. Al final, una joven asiática, ¿coreana?, ¿japonesa?, le dijo que estaba dentro de un local donde se cobraban cheques… subiendo por ese lado. De modo que Conrad subió por ese lado corriendo. En efecto, en el establecimiento había una ventanilla de Western Union. Al parecer, Western Union se dedicaba ya casi por completo a los giros postales, y sus locales estaban situados a menudo en drugstores, tiendas de comestibles y toda clase de comercios al por menor, atendidos por una única red informática. Las tres y treinta y cinco.
Cuando llegó a Western Union eran ya las cuatro menos cinco. Toda una pequeña cola de almas cariacontecidas… que solicitaban los servicios de un solitario empleado, un elegante asiático situado detrás de la ventanilla de un cajero. Todos parecían estar recibiendo, enviando o esperando febrilmente giros postales.
Eran las cuatro y veinticinco cuando logró llegar a la ventanilla y tener al empleado frente a frente. La guinda que lo remataba todo llegó cuando el hombre le hizo la pregunta de comprobación, cuyo objetivo era asegurarse de que quien recibía el dinero era la persona adecuada. La había pensado Jill; y la pregunta, tal como salió con el gorjeante acento del empleado, era:
—¿Cuól sel nombre del padre de Jill? ¿Y el títolo?
Conrad se oyó entonando las sílabas que significaban «todo cuanto separa a Conrad Hensley de las clases elevadas de la humanidad»:
—El doctor Arnold Otey.
Nada más introducir el hombre los treinta y cinco dólares por la ranura de la base de la ventanilla, Conrad se dio cuenta de que tenía que haberle pedido a Jill más dinero para poder tomar un taxi hasta el depósito. Eran ya las cuatro y media. Tenía dos horas y media para llegar… pero ¿cómo? Sólo le sobraban 4,40 dólares. Tendría que tomar un autobús. Pero ¿qué autobús? ¿Desde dónde? ¿Y si no había ningún autobús que llegara hasta el lugar? Preguntó al empleado. El hombre soltó una divertida sonrisa.
—¡Oh! ¡No lo sé! ¡Oakland Este! Ja, ja. ¡Ahí yo no ir, aunque poder evitarlo!
De nuevo en la calle… La luz empezaba a desaparecer… Le pareció que tardaba una eternidad antes de encontrar a alguien que supiera dónde se encontraba la parada de autobús más cercana. Sólo la parada de autobús más cercana; nadie sabía dónde se tomaba un autobús hasta la avenida Keeler en Oakland Este. En realidad, tardó sólo nueve minutos, pero ya eran casi las cinco menos veinte, y cada minuto empezaba a tener una importancia capital. ¡Sólo faltaban ciento cuarenta minutos para las siete! Tuvo que andar cuatro manzanas para llegar a la parada de autobús. Su reloj le indicó las cinco menos cuarto. Sólo tres personas en la parada de autobús; ninguna de ellas sabía dónde estaba la avenida Keeler, y mucho menos cómo llegar hasta ella. Al final, el autobús llegó a las cinco menos siete. El conductor le informó que había autobuses que iban hasta la avenida Keeler, pero no los de esa parada. La parada más cercana estaba a seis manzanas de distancia en esa dirección. Conrad salió corriendo. Llegó jadeando, con la camisa mojada de sudor bajo los brazos, más que consciente del olor, tanto a miedo como a ejercicio físico, que emanaba su cuerpo.
Eran las cinco menos dos. Tres minutos más tarde, a las cinco y un minuto, llegó un autobús. No era el bueno; tenía que esperar al número 58. Diez minutos más tarde, a las cinco y once, llegó un número 58.
Conrad subió y le entregó al conductor un billete de cinco dólares. El hombre sacudió la cabeza. O una ficha de autobús o un dólar y medio justos. Bueno… ¡pues quédese con el billete de cinco dólares! Imposible. Conrad suplicó. El hombre se limitó a sacudir la cabeza.
Conrad oyó un sonido como de sierra procedente de su pecho. Le estaba dando una hiperventilación. Bajó del autobús atónito. Las cinco y trece.
En los dos primeros establecimientos en los que entró en busca de cambio de un billete de cinco dólares, una tienda de maletas y otra de artículos de oficina, los empleados le lanzaron una mirada suspicaz e insistieron en que no tenían cambio. Se dio cuenta entonces de que tenía la cara roja y aspecto de desesperación; iba despeinado, sudaba y respiraba demasiado fuerte. Intentó recomponer su figura. Al final, una desgarbada joven que atendía una tienda de medias L’eggs escuchó su afligido relato y le dio cambio de su monedero. Las cinco y veinticuatro.
Volvió corriendo a la parada de autobús. Faltaban veintidós minutos para que pasara otro 58. Las cinco y cuarenta y seis. Subió y entregó sus seis monedas de cuarto. En aquel momento tenía la fabulosa suma de 79,90 dólares, setenta y siete para Tres C Remolques, Salvamentos y Reparaciones, y 2,90 para él. El autobús se dirigió pesadamente hacia Oakland Este.
Los suburbios de Oakland Este eran suburbios al estilo californiano. No había ninguna de esas casas de vecinos sórdidas y angostas que Conrad estaba acostumbrado a ver en las películas sobre Nueva York. En vez de eso, manzanas y manzanas de pequeñas construcciones monótonas, muchas de ellas viejas casas de estructura de madera, destartaladas, degradadas, descuidadas, destrozadas… Ese deprimente paisaje se veía resaltado de vez en cuando por los chillones símbolos contemporáneos de la vida de clase baja: ahí, en una esquina, una construcción estucada de un intenso amarillo mostaza, con unas letras negras de medio metro con el contorno rojo que rezaban: «COBRO DE CHEQUES»… allá, una valla con una foto de tres metros de una sección de una zapatilla deportiva High Five que mostraba el interior de la suela y el talón… y dos manzanas más adelante, un decrépito edificio verde musgo con un viejo y desvencijado porche, justo por encima del nivel del suelo, y un cartel que se extendía a lo largo de todo el tejado, cuidadosamente pintado con vibrantes letras azules contra un fondo amarillo: MEDWORLD PLASMA CENTER… Una hilera de deshechos humanos con unas caras tan mugrientas y curtidas que era imposible saber si eran blancos, negros u otra cosa, hacían cola en el porche, dando al mundo la apariencia de haber sido escupidos contra la pared y que resbalaban por ella. Hacían cola para vender su sangre. Adentrándose cada vez más, muy lentamente —las seis y once ya—, el autobús penetró en los suburbios de Oakland. Empezaron a hacerse más escasas las manzanas de pequeños edificios destartalados. La zona estaba tan hecha polvo que los solares eran simples montones de escombros y basura. Por fin —¡las seis y treinta y dos!—, lo vio delante de él… Tras una alta valla metálica, coronada con espirales de alambre de púas, se extendía un mar de capós y techos de coches, sobre los que estallaban los reflejos del sol de última hora de la tarde. El terreno de Tres C Remolques, Salvamentos y Reparaciones ocupaba casi una manzana, o lo que quedaba de ella. Antes incluso de que el autobús llegara a la parada, Conrad distinguió la silueta a contraluz de unas personas que caminaban sobre la superficie de aquel cegador mar de metal. Caminar sobre la superficie, ¿era posible tal cosa?
Se bajó del autobús, cruzó corriendo la avenida y se acercó a la valla. El Sol le hizo entornar los ojos. Había visto bien. Tres o cuatro trabajadores caminaban sobre los capós de los coches, uno detrás de otro, y no sólo caminaban, sino que daban grandes zancadas y hacían tuop… tuop… tuop… con las botas en los capós, que cedían bajo su peso. Los coches estaban tan apiñados que era más fácil caminar por encima que intentar hacerlo entre ellos. De pronto, con un chirrido, la silueta de todo un coche se alzó contra la castigadora luz, en el aire, hasta que bajo las ruedas se vio el fuerte sol vespertino. Conrad conocía perfectamente ese sonido: una carretilla elevadora. Movían los coches con carretillas elevadoras.
Arriba, a lo largo de la valla, un par de postes metálicos sostenían un oxidado letrero con parte de la pintura saltada: «TRES C REMOLQUES, SALVAMENTOS Y REPARACIONES». Bajo él había una gran abertura que daba al recinto, protegida por una verja de tela metálica, la entrada al depósito, y dos barracones, con estructuras tipo tráiler, elevados sobre gatos. Las oficinas de Tres C Remolques, Salvamentos y Reparaciones. ¡Las siete menos veinte! Lo había conseguido, con sólo veinte minutos de margen.
Dentro del barracón, un mostrador de formica recorría la longitud del estrecho espacio. Media docena de personas hacían cola. Tras el mostrador se encontraba un hombre bajo y fornido, muy bronceado, probablemente en la mitad de la treintena. Su pelo negro, con grandes entradas, estaba peinado hacia atrás hasta la nuca, donde explotaba en una cascada de ricitos. Llevaba un polo con las mangas subidas, para exhibir mejor los antebrazos, que eran inmensos, como consecuencia evidente del ejercicio con las pesas. Sonreía y Conrad descubrió que se hallaba en animada conversación con la primera persona de la cola, una joven con una sorprendente melena rubia. Conrad la miró, miró al hombre sonriente, miró el letrero colgado en la pared sobre su cabeza:
SÓLO EFECTIVO O GIROS POSTALES (NO SE ADMITEN CHEQUES NI TARJETAS DE CRÉDITO)
TRAS LAS PRIMERAS 24 HORAS, CARGO DE 50 DÓLARES/ DÍA EN TODOS LOS COCHES (SIN EXCEPCIONES)
REMOLQUE: 77 DÓLARES PRIMERA MEDIA HORA, 77 DÓLARES CADA MEDIA HORA ADICIONAL
… y luego un gran reloj junto a él: las siete menos catorce.
—Así que eres de Pleasanton —dijo el hombre.
—Sí —repuso la rubia.
—¿No conocerás por casualidad una chica que se llama Scarlett Antonucci, que es de Pleasanton?
—No me suena.
—Salí una temporada con ella. He ido mucho por ahí. Me gusta Pleasanton. Es bonito. ¿Qué has ido a hacer a Oakland? —Gran sonrisa.
—A comprar.
—¿A Oakland? Hay unos centros comerciales estupendos en Pleasanton. Stoneridge, ¿no se llama así?
¡Estaba coqueteando con ella!… ¡y toda esa gente esperando —las siete menos trece— para sacar el coche antes de las siete!
Conrad examinó la cola por primera vez, en busca del posible candidato a portavoz que acelerara el trámite… Sin embargo, las personas del grupo, tres hombres y dos mujeres, se limitaban a moverse inquietos, a mirar a un lado y otro, estirar el cuello… sin que nadie se atreviera a decir nada. Bueno, ¿y si él…?, ¿se atrevería? Era el más joven de la cola. El que tenía menos autoridad natural. ¿Podría…?
Al final, se inclinó sobre el mostrador y miró, con la esperanza de que ese gesto mostrara al hombre que todo el mundo se estaba impacientando. Se inclinó tanto que vio lo que había bajo el mostrador. Una porra colgaba de un gancho de los que se utilizan normalmente para sostener el mango de la escoba. Más allá del hombre, a través de una puerta que daba al barracón adyacente, vio dos figuras. A una mesa de metal estaba sentada una mujer mayor, al menos de sesenta y tantos años, con el cabello teñido de rubio peinado contra la cabeza y unas gafas de las que colgaba una cadena que salía de las sienes y le rodeaba la nuca. Miraba a un hombre corpulento, que llevaba una camiseta sobre su gran barriga de luchador. Sostenía una taza alta en la mano mientras movía la otra, sonreía y hablaba gesticulando. Entonces Conrad se percató de sus pantalones de sarga azul oscuro y de las esposas que pendían de él… un policía del Departamento de Policía de Oakland, que se había quitado la camisa del uniforme y la cartuchera para estar más a sus anchas en Tres C Remolques, Salvamentos y Reparaciones.
Conrad se enderezó y miró a los demás componentes de la cola. Seguro que al menos el hombre del traje y aspecto formal… pero nada, ninguno se atrevía a abrir la boca. De pronto se oyó decir:
—Señor, perdone. —Se asustó de su propia temeridad y empezó a tartamudear—. Me preguntaba si… el caso es… tengo que… —Se interrumpió, ruborizándose.
El hombre se volvió y lo miró con los ojos entornados. Permaneció de ese modo durante un latido, dos latidos, tres latidos. Luego extendió el brazo hacia la muchacha de la melena, asegurándose que tanto el bíceps como el tríceps se le marcaran al hacerlo, y dijo:
—¿Ve a esta joven? También ella quiere recoger su coche, y está la primera de la cola. ¿Tiene algún problema con eso?
—No…
—Bien. Pues tendrá que esperar su turno.
A continuación se volvió hacia la muchacha, torciendo los labios, enarcando las cejas y sacudiendo la cabeza como diciendo: «Desde luego, hay gente que…». No obstante, completó rápidamente la transacción.
La muchacha pagó en efectivo y salió del barracón. El hombre, aquel adorador de Pleasanton, la siguió con los ojos hasta que desapareció. La melena rubia se meneó y balanceó con cada paso. Sin embargo, la mujer no volvió la cabeza.
Quedaban ya cinco personas delante de Conrad; pero sólo cuatro transacciones, suponiendo que la pareja de pantalones cortos contara sólo como una. El reloj decía: las siete menos doce. El corazón le latía con demasiada fuerza. El hambre hacía que sintiese un nudo en el estómago, un nudo que apretaban aún más la desesperación y el miedo.
Cuando la pareja llegó al principio de la cola eran las siete menos cuatro. Conrad estaba fuera de sí. Todo su cuerpo, todas las conexiones de su sistema nervioso central intentaban que se dieran prisa. La mujer llevaba una riñonera en vez de bolso. Los febriles ojos de Conrad intentaron abrir la cremallera, hurgar en su interior, sacar el recibo de la División de Registros y dárselo por encima del mostrador al hombre de tez morena y abultados brazos.
Eran las seis y cincuenta y ocho y unos cincuenta segundos, casi las seis y cincuenta y nueve, cuando la pareja se marchó y Conrad quedó a la cabeza de la cola. El corazón le galopaba.
Para su gran alivio, el hombre apenas lo miró cuando le entregó el recibo de la División de Registro. Quizá no le guardaba rencor por haberlo interrumpido mientras tonteaba con la muchacha de Pleasanton… Sin decir nada abrió una carpeta, la hojeó y sacó una copia de la multa. Luego salió por la puerta hasta el otro barracón, le dirigió unas palabras a la mujer mayor, se inclinó, hizo algunos asientos en una hoja de papel y volvió, estudiando la hoja de papel mientras caminaba.
Entonces miró a Conrad y dijo:
—Muy bien, serán ciento cincuenta y cuatro dólares.
—¡Ciento cincuenta y cuatro dólares! —exclamó Conrad—. ¿Por qué? ¡Estaba aquí a las siete! ¡No tengo que pagar un día más!
—¿Quién dice que tiene que pagar un día más? —replicó el hombre sin alterarse—. Tiene que pagar ciento cincuenta y cuatro dólares de la grúa.
—¿Ciento cincuenta y cuatro dólares de la grúa? ¿Cómo puede ser?
—La grúa tardó una hora y diez minutos en traerlo hasta aquí. Mire el letrero.
—¿Una hora y diez minutos? ¿Cómo? ¡Esto… no es justo! ¡He traído… tengo setenta y siete dólares!
Blandió el dinero en la mano izquierda, cerrada en un puño. Lentamente, separó los dedos y mostró un puñado de billetes arrugados que parecían como si los hubiera asfixiado.
El hombre estudió durante un momento la copia de la multa, como si estuviera dispuesto a revisar el caso y atender a razones. A continuación, levantó la cabeza.
—Vuelva con ciento cincuenta y cuatro dólares mañana antes de las once de la mañana y podrá sacar el coche. Si viene después de las once serán doscientos cuatro dólares.
—¡Pero no hay derecho! ¡Esto… no es justo!
El hombre lanzó a Conrad una mirada de soberbia indiferencia y sacudió la cabeza en dirección al letrero.
—Esto es una cola —dijo—. Hay gente esperando.
Conrad miró alrededor. Dos hombres blancos con traje y corbata lo observaban con mala cara. No eran aliados. Sólo les interesaba una cosa: verlo desaparecer o desintegrarse de manera que ellos pudieran recuperar sus coches. Se volvió de nuevo hacia el hombre del mostrador y sólo obtuvo la misma mirada despreciativa, paciente e implacable. Ciego de rabia y humillación, dio media vuelta y salió del barracón.
Fuera, en el recinto vallado, se dio cuenta de lo mucho que sudaba. Tenía la boca y la garganta sequísimas. Respiraba con demasiada fuerza. Lo recorrió una sensación de pánico. ¿Qué tenía que hacer? ¿Llamar de nuevo a Jill y que le enviara más dinero? Pero, llamarla ¿cómo? ¡No había un teléfono en ningún sitio!… y prefería que lo mataran antes de entrar en ese barracón y suplicar que le dejaran utilizar uno de los que tenían. ¿Volver al centro de Oakland e intentar tomar un tren BART y un autobús para Pittsburg? Pero ¿cómo? ¡Sólo tenía noventa centavos sueltos! ¡Ni siquiera lo dejarían subir al autobús! Lo que estaba pasando era imposible… y, sin embargo, estaba pasando. Se encontraba inmovilizado en la avenida Keeler de Oakland Este, en el peor suburbio de la Bahía Este, ¡y el Sol se estaba poniendo!
El Sol estaba tan bajo que producía un fulgor terrible al rebotar en el mar de metal del recinto de Tres C Remolques, Salvamentos y Reparaciones. Hacía que uno casi cerrara los ojos. De todas partes se elevaba el sonido de los motores de camiones, coches y carretillas elevadoras. Justo frente a él se encontraba la mujer alta de la cola. Se le veía el cuero cabelludo rosa a través de la melena. La verja metálica del recinto empezó a abrirse. Un empleado delgado y huesudo con una gorra de béisbol muy bajada sobre los ojos la empujaba hacia afuera. Tenía las orejas muy separadas del cráneo, de modo que el Sol que brillaba por detrás les hacía adquirir un tono anaranjado translúcido. Un Oldsmobile Cutlass Ciera entró y se detuvo. Al volante iba otro empleado. Salió y entregó el coche a la mujer alta; luego volvió a cruzar la verja abierta, que el trabajador de orejas brillantes procedió a cerrar. Los dos hombres se adentraron en el recinto y, mientras Conrad miraba, no tardaron en convertirse en dos siluetas contra el bajo y deslumbrante sol.
Justo entonces, apareció una tercera silueta… Aún con los ojos entornados por el violento resplandor resultaba imposible confundir esa figura. Apenas a diez metros, al otro lado de la verja, dentro del recinto, estaba el gigante, el conductor de la grúa, que todavía llevaba el sombrero vaquero en la cabeza.
Conrad corrió hasta la verja y miró entre la malla de metal. Lo vio con más claridad. El hombre estaba bajando de una gran carretilla, más grande que las que utilizaban en Croker Global. No cabía duda, era él… el chaleco, los inmensos brazos flácidos desnudos, el enorme manojo de llaves que abultaban en la cintura, los amuletos…
La carretilla estaba en un camino de ceniza grande e irregular que se mantenía despejado en medio de la masa de vehículos para poder meterlos y sacarlos. El gigante empezó a caminar entre dos filas de coches. Cada dos o tres coches tenía que desviarse para seguir avanzando entre el apiñamiento de vehículos, y entonces su enorme manojo de llaves arañaba algún lateral. La dentellada metálica de las llaves atravesaba el jaleo general del recinto. ¡Qué impulso destructor tan despreocupado! A nueve o diez coches de profundidad en el mar de metal el gigante se detuvo, se inclinó en el interior de un sedán, retiró algo y se lo metió en el bolsillo. Una y otra vez, coche tras coche, iba sacando cosas. ¿Por qué? ¡Claro! Estaba robando, sacaba de los coches cualquier cosa que sus desgraciados propietarios hubieran dejado dentro.
Por último, volvió a la zona despejada de tierra y a la carretilla, y fue en ese momento cuando, incluso con el infernal resplandor en los ojos, Conrad lo vio, ¡vio su propio coche!, ¡el Hyundai! Estaba aparcado formando un ángulo raro en el extremo exterior de la masa de vehículos. El gigante había vuelto mientras tanto a la carretilla, que con un gran chirrido volvió pesadamente a la vida. Empujó la palanca de cambio y le dio a la palanca del acelerador. La máquina avanzó con gran estruendo. Se dirigió directamente hacia el lateral del Hyundai. Las horquillas de la carretilla se deslizaron por debajo del chasis y el morro de la máquina se detuvo a punto de tocar la puerta. El gigante movió los controles a un lado y a otro, y la horquilla se levantó bajo el Hyundai; se oyó un horripilante crujido metálico y el inconfundible chasquido de las juntas de metal al doblarse, el morro de la carretilla se inclinó hacia adelante, y el Hyundai se alzó, se alzó, se alzó, se separó por completo del suelo hasta que Conrad vio un destello de luz entre los bajos de su coche y los capós situados detrás.
Al alzarse el coche, la puerta del conductor se abrió desvalidamente, con un triste sonido de torsión, y quedó colgando en un afligido ángulo.
Conrad gritó:
—¡Eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡ehhhhh! ¡No puede hacer eso!
El empleado que acababa de cerrar la verja estaba a menos de tres metros. Miró a Conrad un momento, luego, sin decir nada, se volvió y prosiguió su marcha hacia las profundidades del recinto.
Conrad intentó abrir la verja, pero tenía algún tipo de cierre. Metió las punteras de los zapatos en la malla de metal para ganar altura y consiguió pasar el brazo por encima de la valla. Sin embargo, no logró alcanzar el pestillo. Su pequeño Hyundai era llevado en alto, bien alto, por la carretilla elevadora, una silueta contra el menguante sol, mientras la puerta batía, la imagen misma de la derrota y la humillación. ¡Sólo había una cosa que hacer! ¡No quedaba otra alternativa! Pasó la pierna por encima de la verja y metió la puntera del zapato en un eslabón de la valla. A continuación pasó la otra pierna y saltó al suelo. Miró el ardiente sol. El rugido de los motores de las grúas y los coches y el ruido de las carretillas lo envolvieron. Durante un instante lo cegó la luz, pero luego distinguió el Hyundai, la carretilla y la inmensa espalda del gigante.
La máquina estaba ya a diez o quince metros de distancia. El gigante empezaba a descender el pequeño coche en el mar de metal. Conrad corrió hacia él. El suelo estaba tan duro que sentía la arenilla resbalando bajo las suelas de los zapatos.
El empleado que había cerrado la verja todavía estaba de espaldas. Conrad pasó corriendo por su lado, y el hombre le gritó:
—¡Eh! ¡Tú! ¡Ven aquí!
Conrad siguió corriendo. El hombre chilló:
—¡Tú! ¡Morrie! ¡Tú!
Mientras corría, el campo de visión de Conrad era un borrón de destellos y toscas siluetas. El Hyundai estaba descendiendo. Con crujiente estrépito las cuatro ruedas tocaron el suelo.
—¡Para! ¡PARA!
El gigante se volvió en su asiento de la carretilla. Su enorme pecho palpitó, y miró a Conrad, que llegó patinando y se detuvo a apenas un metro.
—¡PARA! ¡DAME MI COCHE! ¡LO ESTÁS ESTROPEANDO! —Conrad advirtió que estaba gritando, pero las palabras no podían salir de otro modo—. ¡ESTO… NO ES JUSTO!
Lentamente, con cautela, sin dejar de mirar todo el tiempo a Conrad a los ojos, el gigante se escurrió del asiento de la carretilla y bajó del vehículo.
Conrad señaló el Hyundai.
—¡MIRA LO QUE HAS HECHO! ¡HAS DOBLADO EL CHASIS! ¡ESTO NO ES JUSTO!
El pecho del gigante empezaba a subir y bajar. Resonó su grave voz.
—Me acuerdo de ti.
Se adelantó medio paso. Con un silbido gutural, Conrad anunció:
—Voy a llevarme mi coche.
Lo dijo con tal ferocidad, que el gigante se detuvo. Conrad avanzó hacia el Hyundai. La horquilla estaba en el suelo, bajo el chasis.
—Colega —dijo el gigante—, lo que te vas a llevar, lo que te vas a llevar es una mierda, eso es lo que te vas a llevar.
Su voz sonaba tranquila, pero respiraba boqueando. La cara se le estaba poniendo roja.
Conrad intentó rodearlo para llegar hasta el coche, pero el gigante lo atrapó por el codo.
—Lo que te vas a llevar —resuello— es un billete de vuelta —resuello— para regresar por donde has venido.
Conrad sacudió el brazo, se deshizo del hombre y continuó avanzando hacia el Hyundai.
El gigante intentó atraparlo de nuevo por el brazo, pero sólo consiguió agarrarle la manga de la chaqueta; Conrad volvió a soltarse, le plantó cara y le gritó:
—¡DEJA DE HACER ESO! ¡ES MI COCHE! ¡ESTO NO ES JUSTO!
Para su sorpresa, el gigante lo agarró de pronto por la corbata y tiró de él, hasta que sus caras estuvieron a menos de medio palmo.
—De una forma o de otra, colega —resuello— vas a sacar el culo —jadeo— de aquí —jadeo—. ¿De qué forma —jadeo— prefieres?
Conrad intentó apartar la cabeza, pero la fuerza del gigante era demasiado grande. Lo empujaba implacablemente hacia abajo. La corbata le estaba cortando el cuello y le apretaba la tráquea. En un acto reflejo, le tomó la muñeca con las dos manos y se la dobló hacia atrás con todas sus fuerzas para intentar liberarse. El gigante gritó «¡ahhhhhhh!» y lo soltó; Conrad dio un salto hacia atrás y se agachó. El gigante se quedó mirándolo, con la boca abierta y la cara pálida ya, acariciándose la muñeca con la otra mano, asombrado de la fuerza de aquel joven delgado.
—Lo único… —dijo Conrad respirando con tanta dificultad que apenas le salían las palabras— lo único que quiero… es… mi coche.
El gigante arremetió contra él. Conrad apartó el cuerpo hacia un lado, y la mole del gigante chocó contra su cadera. El mundo se puso boca abajo en un remolino de tierra y sol cegador. Lo siguiente de lo que fue consciente Conrad fue que se levantaba del suelo. El gigante estaba a un metro o un metro y medio de distancia, sobre la espalda, apoyado en un codo, mirándolo con los ojos inyectados en sangre, la boca abierta, dando fuertes suspiros y haciendo «ah… aaah… aaaaah», como en señal de profunda decepción.
Conrad se lanzó hacia el Hyundai, pensando que sería capaz de llegar a él antes de que el gigante se incorporara. Saltó al volante y cerró la puerta, se puso rígido como una tabla y sacó las llaves del bolsillo del pantalón. Le temblaban muchísimo las manos. Anj… anj… anj… anj… anj… Era el sonido de su propia respiración. Consiguió meter la llave en el contacto… y encendió el motor.
Miró a través del parabrisas, aterrorizado ante la idea de que el gigante se hubiera incorporado ya y arremetiera contra él. Sin embargo, aún estaba caído de espaldas, aún seguía apoyado en un codo, aún seguía mirándolo con una expresión extraña de su rubicunda cara. ¡Demasiado gordo! ¡Sin aliento! ¡Agotado!
No tenía que salir disparado… Salir de la horquilla primero… Despacio, despacio, despacio, despacio…
Sintió las ruedas pasar por encima de la horquilla… una tras otra… y salió. ¡Ahora a todo gas! Las ruedas giraron sobre el polvo, y se dirigió hacia la verja. Dos figuras corrieron hacia él desde los lados… empleados… pero no estaban lo bastante cerca… Delante, otro, en medio del camino, agitando las manos adelante y atrás, indicándole que parara… Conrad aceleró… El empleado saltó a un lado.
Vía libre hasta la verja, frente a él. Vio la parte trasera de los dos barracones… Miró por el retrovisor… no distinguía nada… tras él se arremolinaban géiseres de polvo… La verja… Frenó y se detuvo derrapando a un metro de ella… Salió de un salto… ¡Abrir la verja!… Una tremenda polvareda se alzaba en la luz de última hora de la tarde… Con el rabillo del ojo vio una figura que se deslizaba entre dos coches en la parte de atrás de los barracones y que cargaba contra él… Era el hombre del mostrador, el de los brazos inmensos… Blandía una porra… Se detuvo, agazapado, extendiendo la porra ante él como si fuera una espada…
—¡Quieto! ¡Quieto! ¡Quieto! —no paraba de decir—. Quieto.
—¡El coche es mío! —gritó Conrad. Hizo un gesto hacia la carretilla y el gigante—. ¡Lo estaba destrozando! ¡Tengo derecho a sacar mi coche!
—¡Quieto ahí!
Conrad lo miró durante un momento… El pecho y la parte superior de los brazos parecían inmensos, pero la porra temblaba… Conrad se dirigió a la verja…
—¡Apártate de la puta verja!
El hombre avanzó hacia él. La verja estaba cerrada con un cierre de muelle, y había que abrirla con las dos manos… El hombre estaba encima de él…
—¡Ya has oído lo que he dicho! ¡No seas mamón!
Entonces el hombre intentó apartarlo de la verja hincándole la porra en las costillas…
Conrad la esquivó y la agarró por la punta… El hombre tiró, pero Conrad resistió el tirón… Dando un giro repentino, se la arrebató… El hombre retrocedió…
Miró a Conrad y salió disparado hacia el Hyundai… ¡Las llaves! Conrad se lanzó hacia el coche para intentar pararlo contra la puerta… Chocaron… El hombre cayó hacia atrás… El filo de la puerta le golpeó la espalda…
Cayó al suelo… con la cara contraída… las piernas dobladas bajo el cuerpo… Empezó a gritar:
—¡Cliff!, ¡cliff!, ¡cliff!
Conrad estaba de pie ante él, luchando por recobrar el aliento, sosteniendo aún la porra…
Tal era la escena —Conrad Hensley, con una porra en la mano, de pie ante la forma deslomada, golpeada y gimiente del propietario del lugar— cuando apareció una tercera figura. Era el policía, el policía de Oakland con los pantalones y los zapatos del uniforme, el torso cubierto sólo con una camiseta. Empuñaba un revólver con las manos extendidas ante él.
—¡Alto! —gritó—. ¡Suéltala! ¡Suéltala! ¡Venga!
Conrad quedó atónito. Tuvo que bajar la vista hacia la mano para darse cuenta de que efectivamente sostenía una porra. Abrió la mano, mirándose los dedos, y dejó resbalar entre ellos la porra, que golpeó el suelo con un curioso tintineo musical. Las implicaciones de lo que estaba ocurriendo se apoderaron de él con una oleada de náusea.
—¡Venga, al suelo! ¡Ahí! ¡Boca abajo! ¡Con los brazos separados del cuerpo! ¡Venga!
Conrad contempló aquella furiosa cara y la increíble máquina, el revólver, que el policía sostenía ante él. ¿Por qué? ¡Puedo explicarlo!
—Sólo…
—¡HE DICHO AL SUELO! ¡VENGA!
Desconcertado, horrorizado, Conrad hizo lo que le ordenaban. Se hincó de rodillas y luego puso las manos en el suelo. A continuación se estiró sobre el pecho, el abdomen y los muslos.
—¡CON LAS MANOS SEPARADAS DEL CUERPO! ¡VENGA!
El policía estaba en algún lugar tras él.
Cuando Conrad separó las manos del cuerpo, no tuvo más remedio que bajar la cabeza hasta el suelo. Apoyó una mejilla. Tenía el cuerpo empapado de sudor. Sintió que la tierra se le pegaba a la cara. Apretó la mejilla contra algo que parecía ceniza o gravilla. A través de la polvareda distinguió dos figuras que corrían hacia él. Si lo dejaran explicarse…
—Agente…
—¡SILENCIO! ¡HE DICHO BOCA ABAJO!
Alguien le pasó una barra por debajo de la cabeza y le hizo levantar la base de la oreja que tocaba el suelo… la porra… Volvió la cabeza hasta quedar completamente boca abajo, con la barbilla y la nariz hundidas en la tierra. Las fosas nasales se llenaron de polvo y sangre. Oyó el crujido de unos zapatos que se acercaban. Oyó a alguien resollar.
—¡Corky! ¿Estás Bien?
—¡Mierda! —Un profundo gemido del pequeño hombre de grandes brazos—. Huuuyyyyyyyyyy. —Alguien parecía estar ayudándolo—. Mi espaaaaalda… El cabrón me ha pillado desprevenido.
Ruido de carrera… alguien jadeaba, luchando por conseguir el aire suficiente para pronunciar las palabras:
—¡Eh, Corky!… Cliff… Joder… Hay que ayudar a Morrie… Está en el suelo junto a la carretilla… ¡No se mueve! ¡Ni siquiera respira!
Postrado, boca abajo en el suelo de los suburbios de Oakland, convertido en un miserable despojo humano, Conrad Hensley sintió que le ardía el mismísimo cuero cabelludo. Las fosas nasales estaban llenas, obstruidas de polvo. Le escocían los ojos, de modo que los cerró.
De pronto, tras los párpados, vio a dos personas que lo miraban en el suelo. Una era Arda Otey… Aquello no le sorprendía en absoluto… La otra era su hijo Cari, con sus perfectos rizos rubios. Miraba a su padre del mismo modo en que tantas veces había mirado él al suyo.