10

El perro rojo

En el despacho de Harry Zale, en la planta cuadragésima novena de PlannersBanc, los muchachos se habían quitado la chaqueta y aflojado el nudo de la corbata. Harry estaba detrás de su mesa, sentado en su silla giratoria de cuero con los codos levantados y los dedos entrelazados en la nuca. Las calaveras y las tibias cruzadas de los tirantes lucían con ostentación sobre su gran pecho. Todo el mundo, incluyendo a Raymond Peepgass, que sin embargo era su superior jerárquico, miraba a Harry desde los sillones, el sofá o el asiento de mármol bajo la ventana. Eran como los pilotos de un escuadrón de cazas en presencia del comandante.

Descontándolo a él, pensó Peepgass, en realidad ninguno de ellos estaba sentado en sillones o en el sofá.

Estaban encaramados en un brazo, en un respaldo, en el borde de un cojín o en el asiento de mármol separando un poco los muslos con cierto aire deportivo, como si rebosaran tanta testosterona que fueran incapaces de cerrar las piernas aunque quisieran. Por todos los Estados Unidos los ejecutivos se sentaban así, reconocía Peepgass, pero no había otros tan convencidos de su virilidad como aquellos muchachos sureños. El tema era Charlie Croker y qué hacer con aquel comemierda; y ellos eran quienes lo habían alforjado en una sesión de gimnasia que ya se había convertido en leyenda. Desde entonces habían estado estrechando el cerco de la pieza antes de cobrarla, lo cual consistiría en hacer que Croker se sentara, levantara las patas y en decirle que, por favor, diera unas cuantas vueltas y se hiciera el muerto.

Jack Shellnutt, la mano derecha de Harry, un hombre alto y delgado que pensaba que se parecía a Clint Eastwood, estaba sentado a horcajadas sobre un brazo del sofá.

—Acabo de hablar con Charlie Croker hace media hora. —Soltó una breve risa burlona—. Ese tipo es demasiado bueno para malgastarlo con una sola persona. La próxima vez haré una teleconferencia. Tenéis que oír cómo se pone con esos aviones de mierda. Cualquiera diría que sin su Gulfstream 5 no puede respirar.

—¿Qué tiene que ver la respiración? —dijo Harry—. Ya sabéis para qué usa Croker ese avión, ¿no?

—Sí —repuso Shellnutt, cerrando la mano en un puño y colocándola delante de la boca como si fuera un micrófono—. Señoras y señores, estamos a punto de iniciar el aterrizaje. Les rogamos que coloquen las mesitas, los respaldos de los asientos y las azafatas en posición vertical.

Soltaron todos una risotada por cuadragésima vez en los últimos diez minutos. Oh, sí, somos hombres, y no admitimos lloriqueos de los comemierdas. Incluso Peepgass empezó a reír… hasta que la palabra «azafatas» le recordó los vuelos a Finlandia. Tenía una inminente declaración con Sirja que iba a costarle cuatrocientos dólares la hora en honorarios del letrado, además de la humillación y la mortificación máximas.

Desvió la vista de Harry y el resto del Equipo Alforjas y miró por la ventana. Ese despacho formaba parte de la planta ejecutiva principal, el Olimpo de PlannersBanc. Desde su mesa, a través de la cristalera, Harry Zale contemplaba en dirección sur el orgullo del perfil arquitectónico de Atlanta, toda una engreída exhibición de torres que iban desde el 1 de Peachtree Center, en primer plano, hasta las coronas gemelas del edificio del 191 de Peachtree al fondo. Peepgass estaba por encima de Harry en el organigrama, pero su despacho estaba más abajo, en el sexto piso; y desde él contemplaba, en dirección oeste, la autopista 85 y los terrenos del ferrocarril.

En aquel momento del ciclo económico, Harry Zale y su Departamento de Gestión de Activos Inmobiliarios estaban en la cresta de la ola.

El despacho de Harry era sensacional; en una pared tenía un inmenso aparador de vidrio y acero inoxidable. Las repisas eran de vidrio de un dedo de grueso, con bordes biselados para que fueran más luminosas, y sobre ellas Harry tenía sus trofeos: las cabelleras, por así decirlo, de sus victoriosas sesiones de gimnasia del pasado. Había una sofisticada maqueta de medio metro, muy bien hecha, de un esparcidor de estiércol amarillo, procedente de la sesión con Heartland Farm Equipment. Un esparcidor de estiércol: otra muestra de la irresistible escatología bancaria. Había un corazón artificial de la sesión con Cybermax; una impresión en caucho del pie izquierdo, talla 52, de You Gene Jones, la estrella de béisbol, de la sesión con Offum Sports (dedicados principalmente a las zapatillas deportivas); y así sucesivamente. Sin embargo, el mayor tesoro de Harry era el reloj de pulsera Patek Philippe de oro —en realidad, era falso—, que reposaba en el centro del aparador sobre un caballete de terciopelo en miniatura. En la sesión de Clockett, Paddet, Skynnham & Glote, el socio principal de ese bufete de abogados, Herbert Skynnham, se vio tan desesperado que incluyó un reloj Patek Philippe de cuarenta mil dólares como garantía colateral. En una sesión de desayuno, Harry le preguntó si por casualidad lo llevaba. Sí, dijo Skynnham. Harry se lo pidió para verlo. Skynnham se lo quitó y se lo entregó. Harry sopesó suavemente aquella sorprendente oblea dorada con su reluciente cinta, sonrió, se la introdujo en el bolsillo izquierdo de la chaqueta y dijo: «Muuuuuchas gracias». Con aquello, Harry Zale se había convertido en una leyenda viva. El jefe ejecutivo de PlannersBanc, Arthur Lomprey, señor del piso cuadragésimo noveno, se quedó tan impresionado que le compró de su propio bolsillo por sesenta y cinco dólares un Patek Philippe falso a un vendedor ambulante senegalés delante de Underground Atlanta e hizo grabar en él: «Para Harry. ¡Muuuuuchas gracias! Arthur».

Dan Friedman, el nuevo Señor Prodigio de Marketing, sentado en el otro brazo del sofá, miraba directamente a Harry con una gran sonrisa y dijo:

—Pero debéis admitir que Croker tiene muchísima labia. Eso hay que reconocérselo. Mientras está hablando, medio te crees ese increíble desastre que pretende hacer pasar por plan de negocios. Te empieza a hablar del condado de Baker, lo perro e caza, el sol de mi demonio, el sitema sitencial, su fiel gente de Termtina, sus dos pollas y te engatusa, todo al mismo tiempo.

El Equipo Alforjas soltó otra risotada.

—Es un farolero —dijo Shellnutt—, pero en cuanto llega a la parte de cómo distribuir los pagos de los intereses, se pone tan tenso que empieza a levitar.

Otra risotada.

—A propósito de ponerse tenso —intervino uno de los tipos de Jurídico, Tigner Shanks, que estaba encaramado en el respaldo de una butaca—. ¿Os acordáis de la sesión de gimnasia? ¿Os acordáis de cuando se puso a hablar de su maldita plantación? Joder, pensé que iba a empezar a llorar.

—No iba a llorar —dijo Shellnutt—. Estaba tan empalmado por el polvazo que tenía al lado, la señorita Peaches, que se le estiraba la piel de la cara.

Soltaron otra risotada, vaya si lo hicieron, aquellos guerreros victoriosos. ¿Por qué lo convertían todo en sexo?, pensó Peepgass. Pollas, estar empalmado, polvazo, azafatas horizontales, joder por aquí joder por allá…

Eran personas educadas hablando de créditos, edificios y almacenes de alimentos, pero tenían que reducirlo todo a sexo, o a sexo y mierda… En fin, tampoco era él el más indicado para sentirse superior… Su vida se estaba desmoronando porque una pequeña y atolondrada compradora de artículos de mercería escandinava le había puesto una demanda de paternidad…

—Una cosa te quiero preguntar, Harry —dijo Tigner Shanks—. ¿Cómo tuviste… qué te decidió a hacerle a Croker lo de la floración de prestamistas? ¿Te acuerdas? Bueno, ya tenías las alforjas, ya lo habías mandado a tomar por culo. —Shanks extendió el dedo medio de su mano derecha, y el escuadrón de Harry soltó otra risotada—. El tipo estaba a punto de explotar, ya iba a salir de la habitación ¡y vas tú y le sueltas lo de la floración de prestamistas! ¡En fin, Harry, si te digo la verdad, no me lo creía! ¡Por poco me cago!

Harry se balanceó un poco más en la silla giratoria, sonrió y se encogió de hombros.

—No lo sé… Supongo que pensé que, con un tipo como ése, que se cree que todo el mundo se mueve al ritmo de su gran polla bamboleante, tienes que estar completamente seguro de que te ha entendido. Una vez Curtis LeMay, el general, compareció ante una comisión del Senado para pedir diez mil cabezas nucleares para la fuerza aérea, y uno de los senadores, Everett Dirksen, le dijo: «Pensaba que nos había dicho que con seis mil cabezas nucleares podrían reducir toda la Unión Soviética a cenizas. ¿Para qué quiere diez mil?».

LeMay le contestó: «Senador, quiero ver bailar las cenizas».

El Equipo Alforjas explotó, despegó, orbitó, experimentó un centenar de amaneceres y anocheceres en diez segundos, mientras los muchachos giraban alrededor de su incomparable líder.

Sí, de acuerdo, estaba muy bien, vale, y él, Peepgass, había disfrutado junto con todos los demás de la destrucción de Charlie Croker; pero para él el triunfo ya se había enfriado. Puede que fuera un miembro aceptado del poderoso Equipo Alforjas y puede que no lo fuera, pero, en todo caso, no era su triunfo. Era el de Harry.

Era el triunfo del Departamento de Sesiones… y mientras los componentes del escuadrón de Harry gritaban como salvajes, exultaban, bromeaban y se carcajeaban, Peepgass se deprimía cada vez más… No es que envidiara a Harry, o no exactamente. La gente de las sesiones estaba en la cresta de la ola en aquel momento porque, con tantos grandes créditos empantanados, el banco los necesitaba de modo desesperado. Sin embargo, eso no significaba que Harry fuera a alguna parte. En toda aquella planta, en la oficina del jefe ejecutivo, los artistas de la gimnasia eran considerados como casos especiales, como una unidad especial en fútbol. No, Harry tenía un buen sueldo y un buen despacho, pero era importante para Peepgass creer que no iba a ninguna parte, porque tampoco él, Peepgass, iba a ninguna parte. ¡Sólo tenía cuarenta y seis años y ya había alcanzado un callejón sin salida en el laberinto bancario! ¡Y a los cuarenta y seis años no había modo de volver sobre los propios pasos!

A través de la pared interior de vidrio del despacho de Harry veía otras paredes de vidrio, otros despachos, en dirección al corazón mismo de la planta cuadragésima novena. Y a todas partes a las que mirara, veía los fantasmagóricos rectángulos luminosos de las pantallas de ordenador y a través de esas pantallas viajaban los doscientos mil o trescientos mil millones de dólares que pasaban por PlannersBanc todos los días. Harry, Tigner Shanks, Jack Shellnutt, Friedman, él, toda la tripulación, navegaban en un mar inconcebiblemente inmenso de dinero. Sin embargo, de aquel inmenso mar ninguno de ellos podía sacar para sí más que una gota. Era un importante ejecutivo de uno de los mayores bancos del país, y sólo ganaba ciento treinta mil dólares al año. Oh, sabía que no podía decir la palabra «sólo» demasiado alto, sobre todo delante de sus padres, en San José, ni de ninguno de sus amigos, ¡pero lo cierto era que estaba atrapado! Los impuestos federales y estatales se llevaban casi cuarenta y seis mil dólares. Los pagos de la hipoteca de la casa de Snellville se llevaban casi treinta y cuatro mil dólares, y no podía vivir ahí, puesto que Betty lo había echado. El apartamento de Hénides de Normandía le costaba siete mil novecientos veinte dólares al año, contando el teléfono y los servicios. Los pagos de los coches, el Buick Le Sabré de Betty y el Honda Excel con el que tenía que acarrear, ascendían a cinco mil cuatrocientos dólares. Eso hacía más de noventa y tres mil dólares, con lo que quedaban treinta y siete mil para todo lo demás, como comida, gasolina, ropa —y a los niños, Brian y Aubrey, les quedaba pequeña la ropa cada vez que uno se volvía—, reparaciones, seguros, el dentista, por no mencionar (¡era pedir demasiado!), salidas a restaurantes, unas pequeñas vacaciones durante el verano o cualquier otra cosa que fuera razonable esperar en los importantes cuadros corporativos que ganan ciento treinta mil dólares al año. Lo peor de todo era que sin los aproximadamente cincuenta y cinco mil dólares al año que Betty recibía de los valores que su madre le había dejado, habían tenido que rebajar drásticamente su nivel de vida, que de entrada no era ya demasiado alto. Y en ese momento no tenía ni la más remota idea de cómo iba a pagar los cuarenta y cinco mil dólares de honorarios de abogado que ya debía intentando esquivar a Sirja, y se acercaba una declaración a cuatrocientos dólares la hora…

Las pantallas de ordenador situadas más allá de las paredes de vidrio de la planta cuadragésima novena brillaban, destellaban y mostraban imágenes de CD-ROM, y las pequeñas líneas fosforescentes corrían de izquierda a derecha; de pronto, las carcajadas de unas gargantas viriles lo hicieron volver a la habitación, al puesto de mando del comandante Harry.

Harry, Shellnutt, Shanks y los muchachos estaban inmersos en el regocijo de su ingenio bullanguero y se daban palmadas en los entreabiertos y varoniles muslos; y Peepgass se preguntó cómo demonios había adquirido todo aquel giro. Era más listo que todos los talentos de aquella habitación juntos. Entonces, ¿por qué su carrera había adquirido un rumbo tan rutinario? Sólo había un organigrama en PlannersBanc, pero existían dos clases de ejecutivos. Estaban los ejecutivos de línea y los ejecutivos de personal. Los ejecutivos de línea eran los que generaban nuevos negocios o creaban de algún otro modo ingresos para el banco. Participaban en cuestiones de marketing (originar grandes créditos a empresarios como Charlie Croker), banca de inversiones, novedosas estrategias al por menor o en sesiones de gimnasia, como Harry. Eran ellos los ejecutivos a los que Arthur Lomprey y el resto de los ocupantes de la planta cuadragésima novena se referían cuando utilizaban el rimbombante término de «banqueros». Sólo el ejecutivo de línea era un auténtico banquero. Un ejecutivo de personal no lo era; un ejecutivo de personal era otra cosa; y además estaba Raymond Peepgass. ¿Qué era él en realidad? ¿Qué era un director jefe de préstamos? Era un árbitro, un supervisor. Se suponía que tenía que supervisar los grandes préstamos para asegurarse de que se mantenían dentro de unos límites prudentes. ¿Prudentes? Incluso ser prudente había sido una lucha. En los ochenta la prudencia lo tenía difícil; y también a finales de los noventa. El boom estaba en marcha, el sector bancario ardía, y una espléndida y vertiginosa locura impregnaba el aire. Los ejecutivos de línea de marketing hacían aprobar préstamos, las «grandes ventas», con atropellado abandono. Si eras un árbitro que insistía en poner de manifiesto la locura y hacer sonar el silbato, te atropellaban, se reían de ti y hacían que te sintieras timorato y anticuado. Como cualquier otro director jefe de créditos, Peepgass había aprobado préstamos por valor de decenas de millones de dólares con un «autodestrucción» estampado encima… incluyendo el de Charlie Croker, en vez de quedarse en el camino de la estampida… Aunque a decir verdad, esa explicación, por triste que fuera, no era del todo completa. En realidad, él también se había dejado arrastrar por la locura.

Como muchos otros ejecutivos bancarios, había empezado a sentir un impulso eufórico por formar parte de los magníficos planes y las visiones imperiales de los Charlie Croker del mundo. John Sycamore quizá fuera el oficial de línea de altos vuelos que había llevado a Charlie Croker al banco y hecho las grandes ventas, pero Sycamore había tenido que acudir a él, Peepgass, para la aprobación; y también él se había convertido en el defensor de aquel hombretón del terruño infinitamente vital y encantador, aquel asumidor de riesgos con una magnífica visión y un toque infalible. Había llegado a convencerse de que Croker tenía algo más que talento, saber hacer y dinamismo; de que Croker poseía también cierto poder mágico que le permitía conseguir lo imposible. Y él, Peepgass, era en cierto modo su socio. ¡Croker y Peepgass, navegando con el viento en popa en el gran mar del dinero!

De modo instintivo, sacudió la cabeza con pesimismo ante ese pensamiento. No había forma de negarlo.

Por aquel entonces, en los días gloriosos, le había encantado estar alrededor de Charlie Croker. Él le había presentado a Croker a Serena, al menos de forma indirecta. En el Departamento de Banca Privada de PlannersBanc había una ejecutiva de línea llamada Frances Geistman, conocida sotto voce por los muchachos como la Princesa de Hielo; de ella había dicho Shanks en una ocasión: «Es el único banquero de Atlanta que puede cortarte los huevos y hacerte empalmar al mismo tiempo». A la Princesa de Hielo se le ocurrió una nueva estrategia de marketing llamada Seminarios de Inversión en Arte. El mercado artístico de Nueva York se había recuperado y cobraba de nuevo fuerza, y Frances Geistman tuvo la brillante idea de atraer grandes clientes al banco con la oferta de instruirlos en los arcanos de aquella elegante y moderna forma neoyorquina de inversión. A los hombres de negocios les gustaba aparentar indiferencia hacia Nueva York y sus modas, pero también les gustaba mostrar al mundo que se movían con la misma rapidez que cualquiera.

¿Y el señuelo? Ahí, la Princesa de Hielo, que era de Nueva York, demostró su genio sexual. Como profesoras contrató a algunas recién tituladas del Instituto de Bellas Artes de la Universidad de Nueva York. Parecía que en el Instituto sólo se graduaban jóvenes espléndidas, con buenas relaciones sociales, acento de internado, tiernos y limosos lomos y unas piernas que volvían locos a los hombres ricos. Se matriculaban a manadas en los Seminarios de Inversión en Arte. Las chicas los arrullaban con Bruegel el Viejo y Fischl el Joven y variables a corto y largo plazo de las subastas. Los cursos se realizaban, encubiertamente, en conjunción con Gillray’s, la casa de subastas neoyorquina. El banco prestaba dinero a sus encaprichados seminaristas, los encaminaba hacia Gillray’s para que compraran obras de arte y las vendieran (y cobraba comisiones por ese ir y venir a Gillray’s), les organizaba lujosas visitas vip a las maravillas artísticas de Nueva York aprovechando el viaje y luego avanzaban sobre ellos para apoderarse de todas sus operaciones bancarias, personales o corporativas.

Corrían tantas historias alrededor de la Princesa de Hielo y sus Geishas del Arte, que Peepgass se dejó caer por algunas clases y quedó tan prendado como cualquiera de aquellos incautos con traje de estambre. ¡Arte!

Intentó una aproximación a una de las profesoras, una morenita llamada Jenny, y luego a otra, una esbelta pelirroja llamada Amy (¡Amy Phipps-Phelps!). En la medida en que podía permitírselo, se convirtió en un asiduo del mundo del arte y asistió a las grandes inauguraciones de las galerías y los museos de Atlanta, incluyendo cenas para recaudar fondos en el Museo High, cenas que no podía permitirse. Se las arregló para ser presentado a coleccionistas y miembros del consejo de administración de los museos: cualquier cosa para subirse al alegre carrusel del sexo, el dinero y el glamour del Arte.

No llegó muy lejos con Jenny ni con Amy. Las Geishas, si querían confraternizar, no tenían por qué conformarse con un ejecutivo de personal de PlannersBanc que sólo ganaba un penoso sueldo de ciento treinta mil dólares al año. Tenían delante peces mucho más gordos, en el banco, en los seminarios sobre arte: Charlie Croker, por ejemplo.

Fue Peepgass quien convenció a Croker de que asistiera a una clase y se familiarizara con esa nueva oportunidad de inversión tan en boga. A Croker la clase le había parecido un aburrimiento y un desastre. Lo que le interesaba era el arte narrativo de hombres en acción, como N. C. Wyeth, Howard Pyle, Frederic Remington y Winslow Homer, y nada de zarandajas. Sin embargo, encontró que la profesora, la señorita Serena Sharp, era cuanto podía soñar. Serena era brillante y provocadoramente cáustica. Tenía un joven cuerpo tan perfecto, unas caderas tan bien moldeadas, que incluso con un simple minivestido negro (su traje profesional) se las arreglaba para parecer desnuda. Croker nunca se acercó de nuevo a los Seminarios de Inversión en Arte, sino que fue detrás de Serena Sharp; se divorció de su esposa tras veintinueve años de matrimonio y se casó con Serena.

Peepgass quedó asombrado, sobre todo por el hecho de que el gran magnate tuviera el valor para dejar plantada a su vieja esposa tras todo aquel tiempo, así, por las buenas. No se imaginaba reuniendo la fortaleza para dejar a Betty. No obstante, la gran ansia sexual de los ochenta también se había propagado hasta Raymond Peepgass. Y entonces encontró a Sirja.

—¿Cuál va a ser ahora su siguiente paso?

Era la voz de Shanks, con un silbido tan agudo que atravesó la taciturna cáscara de sus pensamientos. Era evidente que le hablaba a Harry, porque Harry le contestó:

—Oh, eso es fácil de adivinar. Intentará esconder los aviones.

—Eso tenlo por seguro, el cabrón… —dijo Shellnutt.

—A una persona normal y corriente le cuesta imaginar el apego de los comemierdas por sus aviones —dijo Harry.

—Sí —convino Shellnutt—, un comemierda como Croker no ha oído hablar nunca de puntos de vuelo ni sabe lo que es detenerse junto a una máquina de rayos X mientras un guarda de seguridad que gana siete dólares y medio a la hora te pasa un contador Geiger por la entrepierna. ¿Te acuerdas de aquel comemierda de Cybermax, Harry? Se llamaba Duber o algo parecido.

—Sí.

—El puto bullanga decía que había vendido su King Air. Resultó que se lo había vendido a su cuñada por un trozo de papel.

—¿Qué es un bullanga? —preguntó Shanks.

—Cinco kilos de mierda en una bolsa de dos kilos —le dijo Shellnutt—. Así que cada vez que venía a vernos, hacía que el cabrón de su piloto llevara el avión hasta el PDK. Ahí lo recogía una limusina que lo llevaba a Buford Highway y tomaba un taxi que lo traía hasta aquí, de manera que si alguien lo veía llegar, resultaba que salía de una gominola conducida por algún tipo que se llamaba Jahmeed.

—¿Qué es una gominola? —preguntó Friedman.

—Oh, un Chevrolet Caprice. Todos los taxis son Chevrolet Caprice, y todos parecen caramelos de goma.

—No sólo eso —dijo Harry—. El tío de mierda, en pleno vuelo desde Cincinatti, llamaba a su secretaria, le pedía que le mirara los horarios de vuelo y le dijera en qué vuelo se suponía que estaba en aquel momento y en qué vuelo regresaba, por si alguien se lo preguntaba. Qué capullo, si se hubiera dedicado a atender sus negocios la mitad del tiempo que dedicó a preocuparse de sus itinerarios fantasma, habríamos salido de esa vivos. —Hizo un gesto hacia el corazón artificial de Cybermax en el magnífico aparador—. Lo que ese comemierda necesitaba era una hemisferectomía[22] izquierda.

—Y un escroto recauchutado —apuntó Shellnutt.

—Bueno, ¿qué posibilidades crees que tenemos de salir vivos de Croker Global? —preguntó Friedman. Aunque no se dirigió a Peepgass, como éste advirtió en el acto, sino a Harry.

—¿En el mercado actual? —dijo Harry—. ¿Quieres mi opinión sincera?… Muy mal. Me encantaría meterle un juicio hipotecario a ese gran comemierda, me encantaría. Llaman hace dos meses y dicen que «están en una situación». Es la típica palabrería de los comemierdas: «Estamos en una situación…». —El tono de su voz rezumaba asco—. Vamos a ver, no estamos en una situación. Estamos en un problema, un problema de romperte los cojones. Tenemos un montón de propiedades comerciales que pierden dinero por todas partes, y diecisiete almacenes de distribución de alimentos al por mayor que operan con déficit. Lo malo es que no puedes cerrar esos sitios, echar el candado, esperar a que cambie el ciclo económico y entonces venderlos. Los edificios tienen inquilinos con alquileres. Alquileres de mierda, y tampoco muchos, pero alquileres al fin y al cabo. Si cierras una distribuidora de alimentos, se te muere. Pero si intentas mantenerla abierta cuando pierde dinero, es como abrir una vena y dejar que salga la sangre. La idea de apoderarse de un montón de edificios y una cadena de almacenes de alimentos y dirigirlos no te va a añadir ninguna estrella en la hombrera en esta planta. —Harry hizo girar el índice izquierdo en el aire para abarcar toda la planta cuadragésima novena e indicar a Arthur Lomprey y el resto de mandamases supremos—. Y hay otra cosa. Si iniciamos el procedimiento ejecutivo hipotecario contra Croker, nos aparecen de pronto en los libros quinientos millones de déficit. Ahora mismo esos préstamos están registrados como un activo de quinientos millones. Y un déficit de quinientos millones de dólares hará que mucha gente… No es algo que vaya a tener buena pinta. —Hizo una pausa, frunció los labios y lanzó una mirada expresiva a toda la habitación—. Quinientos millones de dólares —añadió. Y empezó a sacudir la cabeza, como diciendo: «Os imagináis el panorama».

—Lo peor de todo —dijo Shellnutt— es que algunas propiedades son solventes, o lo serían si se pudiera…

—Joder, Jack —lo interrumpió Shanks—. Hablas como Croker.

—Bueno, nunca he dicho que se equivocara, ¿no? Lo único que he dicho es que es una bola de mierda despreciable, inútil, mentirosa y maniobrera que se tira las azafatas en el G-5 con nuestro dinero.

—Vaya —dijo Shanks—. No sé de dónde he sacado la idea de que pensabas que se equivocaba.

—No, cuando miras los primeros proyectos que hizo, como Buckingham Square, Wimberley Mall, Phoenix Center, resulta que no hay nada mal en la base de costes. Lo que pasa es que están sobrecargados de deudas. ¡Pero el último fracaso, Croker Concourse, ese edificio de mierda tiene que salir a mil dólares el palmo! No hay forma de recuperar eso, no la hay, y mucho menos de sacar un beneficio y pagar los intereses de la deuda. Si fuera sólo la mitad de lo que ha costado, muy bien, estarías en forma, pero, tal como está, puedes tenerlo todo alquilado durante treinta años y no recuperarías el dinero. Lo que no sé es cómo demonios se aprobaron esos malditos préstamos. —Y añadió a toda prisa, como para evitar cualquier incomodidad a Peepgass—: Al final, Johnny Sycamore se descontroló bastante.

—Bueno, como dijo una vez Lenin… —comenzó Shanks.

Harry lo interrumpió:

—Lenin lo tuvo fácil. No tenía que limpiar lo que ensució un comemierda como Charlie Croker.

Shanks insistió:

—Como dijo una vez Lenin…

Friedman lo interrumpió y le dijo a Harry:

—Yo propongo que nos deshagamos de la mierda lo antes posible y carguemos con el déficit. Las propiedades en quiebra están empezando a inundar el mercado, y eso va a bajar todos los precios. Cuanto más tiempo estemos jodiendo con esa propiedad, menos vamos a sacar de ella.

Shanks repitió:

—Como dijo una vez Lenin…

Harry lo interrumpió:

—Como digo, me encantaría ejecutarle la hipoteca a ese comemierda, pero nuestra imagen…

Raymond Peepgass sólo atendía a medias o, mejor dicho, estaba pensando en el comemierda de los quinientos millones de dólares desde una perspectiva del todo diferente. Quizá el banco acabara por arruinar a Croker, por borrarlo completamente del mapa, o quizá no. La partida aún tenía que disputarse. Sin embargo, había una cosa que el banco no podía cambiar: la historia. No había modo de reescribir el hecho de que Charlie Croker era un hombre que había salido de la nada y construido un imperio. El imperio podría derrumbarse y desaparecer. ¿Y qué? Lo mismo había pasado con el imperio de Napoleón. ¿A quién recuerda y respeta el mundo, a Napoleón o a Joseph-Dominique Louis, su ministro del Tesoro (Peepgass lo había consultado), quien no se metió en líos y se jubiló en 1815 con una pensión? Él, Peepgass, había ido a la Escuela de Empresariales de Harvard, mientras que Croker no habría podido entrar en Harvard ni en sueños. Con todo, Croker tenía algo que monsieur Raymond Peepgass no poseía; o, más bien, algo que nunca se había atrevido a soltar… Cierto perro rojo… Ésa fue la imagen que se le ocurrió de pronto: un perro rojo que había que atreverse a soltar… Vio el perro rojo… Tenía una cadena alrededor del cuello, pero la cadena se había roto… Era un bull terrier rojo, con una horrible frente arrugada y los incisivos inferiores al descubierto y bien salientes… Todos los hombres tenían dentro un perro rojo, pero sólo los hombres de verdad se atrevían a soltarlo…

Shanks dijo:

—Como dijo una vez Trotski…

Shellnutt lo interrumpió:

—¿Trotski? ¿Qué pasó con Lenin?

—A nadie le interesaba oír hablar de Lenin, pandilla de mamones anti-intelectuales.

—Está bien —concedió Shellnutt—, ¿qué dijo Trotski?

—Dijo que no hace falta que creas en la compañía de tranvías para que te lleve a donde quieres ir.

—¿Trotski dijo eso? ¡Curioso! No veo qué mierda tiene que ver con nada, pero me gusta. Y, por cierto, Shanks, necesitas unas largas vacaciones.

El Escuadrón de Harry estalló en otra risotada viril que salió de lo hondo de las gargantas, una grave risa roja…

Y, por alguna razón, entonces sucedió. No hace falta que creas en la compañía de tranvías para que te lleve a donde quieres ir. La compañía de tranvías… Peepgass lo sintió, sintió de verdad una importantísima experiencia sináptica en el cerebro y vio, vio de verdad, como si fuera un diagrama con mucho grano, los contornos de una… una… una teoría, una idea, una estrategia… Sería ilegal. No sabía todavía exactamente por qué, aunque lo sintió con ese impulso visceral que precede a la lógica ante las perspectivas apasionantes. Sería necesario el secreto, un conocimiento íntimo de los procedimientos bancarios, cómplices hábiles, el sigilo de un gato, el coraje de un ladrón… De forma extraña, y no dejó de ser consciente de lo extraño del asunto, en ese momento de revelación sintió que él, Raymond Peepgass, la estrella de Empresariales en Harvard, que había sido tan cauto que había elegido la banca como carrera… de pronto sintió que tenía cuanto hacía falta, incluso el sigilo, incluso… el coraje… y en ese momento su corazón empezó a palpitar, a latir con fuerza bajo el esternón, de lo asustado y eufórico que estaba por lo que veía cobrar forma en su mente.

Si se lograba que Croker entregara al banco Croker Concourse, que entregara la escritura —escritura en lugar de embargo—, evitando así el procedimiento ejecutivo hipotecario, entonces no habría subasta… y si se convencía al banco de que se deshiciera con discreción del edificio, por una fracción de su coste, como Friedman estaba ya instando a Harry a que hiciera… y si se creaba un sindicato para que se lo quitara al banco de las manos… y si era él, Peepgass, quien reunía el sindicato… sin que lo supiera nadie de PlannersBanc… ¡Aplastaría a Charlie Croker! ¡Le rompería los cojones!… para utilizar la forma tan gráfica de Harry de decir las cosas… y saldría del negocio con incontables millones. Ésas fueron las palabras que se le aparecieron en la cabeza: «Incontables millones». ¡«Incontable» era la palabra, sí señor! No podía contárselo a nadie… Dios, ¿sería de verdad posible?

—Oye, Ray. Pareces contento.

Era el propio Harry. Hasta que oyó esa voz bronca y chirriante no se dio cuenta de que una sonrisa le cruzaba la cara. Ya estaba de vuelta en la habitación. Todo el escuadrón, el Equipo Alforjas, lo miraba. Tras la pared de vidrio, tras muchas capas de paredes de vidrio, los interminables riachuelos de un mundo rebosante de dinero corrían por las pantallas de los ordenadores con el enfermizo brillo de los diodos.

—Oh —dijo—, estaba pensando en algo que dijo una vez Croker en esa puta entrevista de la revista Atlanta. «¿Régimen de jercicios? —dijo—. Soy del suroeste de Georgia, de por debajo la línea los mosquitos, y si pareces por ahí y preguntas a alguien por un régimen de jercicios, no vana saber de qué demonios tablando. La verdad que cuando mace falta leña, empiezo por un árbol». Dios santo. Ese hijo de puta es tan bocazas y nos ha estado jodiendo con tanto descaro que… Mi opinión es que vayamos a por todas las garantías que ha metido en la lista, empezando por los aviones y esa ridícula y maldita plantación que tiene, que se cree que es Tara[23], joder, y esa casa en la que vive en Buckhead, que seguro que también se compró con nuestro dinero. Si tanto es un héroe del terruño, si tanto es un auténtico hijo del sur de Georgia, que empiece donde él mismo dice. Que empiece… con su puto culo, un hacha y un árbol.

Todos los presentes se quedaron callados. Mirando. No daban crédito a lo que les decían sus sentidos. Ninguno de ellos había oído a Peepgass usar la palabra «joder» antes, y menos algo como «hijo de puta» o «puto culo». Nadie le había oído antes imitar al poderoso Charlie Croker ni, en realidad, a nadie. Nadie le había oído nunca proponer ir a por un comemierda con los colmillos sacados, como el tigre de dientes de sable que no era. Y desde luego, nadie le había visto nunca la mueca maligna que exhibía en ese momento. ¿Qué demonios había pasado con el viejo Ray?

Oh, sabía muy bien qué estaban pensando todos.

Aunque, en aquel momento, no había modo de que ninguno de ellos pudiera saber que Raymond Peepgass acababa de soltar a su perro rojo para que diera el primer paseo de su vida.

Para un hombre de sesenta años como Charlie Croker, uno de los más lúgubres recordatorios de la proximidad de la Parca tiene lugar cuando los médicos, la gente que ha atendido su cuerpo durante décadas, empieza a jubilarse… o a morirse… o las dos cosas. El ortopeda que había cuidado la rodilla derecha de Charlie desde que se la lesionó por primera vez en un partido contra Auburn, Archibald Turner, se había jubilado dos años atrás y se había muerto de un ataque al corazón hacía un año. Por el consultorio de Arch Turner habían pasado algunos de los mejores huesos de Buckhead. En ese momento, sus dos jóvenes socios, Emory Nuchols y Douglas Ray, habían heredado todos aquellos excelsos huesos de oro, y Emmo Nuchols se había convertido en el nuevo cuidador de la doliente rodilla de Charlie.

En ese momento, Charlie estaba sentado en el borde de una camilla, sin pantalones ni zapatos, contemplando la peculiar boca de Emmo Nuchols, que decía:

—Mira, Charlie, la implantación de una prótesis no es una decisión médica, no en el sentido que sea algo que afecte a la salud general. Es una cuestión que depende del grado de dolor que seas capaz de soportar sin ella. Sólo hay una persona que puede responder a esa pregunta. —Esperó varios solemnes latidos antes de añadir—: Y esa persona eres tú.

Oh, hermano. Charlie detestaba la condescendencia que se abría camino inevitablemente en la voz del joven. Emmo tenía unos cuarenta años, era toda una generación menor que Charlie y, sin embargo, lo había tuteado desde el primer día. Insistía en que él lo llamara Emmo, un sobrenombre que a Charlie le recordaba un aceite para motores o un laxante. Él habría preferido llamarlo por un más formal y sucinto «doctor Nuchols», pero Emmo era miembro del Club de Conductores, y en el club no había forma de saludarlo y presentarlo como el «doctor Nuchols». Emmo Nuchols tenía un rizado pelo negro en rápida recesión y una también rizada perilla negra muy recortada, de forma que creaba un óvalo que iba desde la nariz a la barbilla y en el que no había zona que fuera un centímetro más ancha que los labios. La explicación de que ese pequeño y desagradable óvalo había sido diseñado para que encajara bajo la mascarilla de cirujano era algo que Charlie no había buscado y de lo que podía haber prescindido por completo. Lo peor de todo eran los labios y unos dientes curiosamente pequeños. Los labios eran rojísimos. De líneas femeninas. Y resultaba desagradable verlo hablar con aquella boca de mujer colocada en medio de un afectado óvalo de matas negras.

—De acuerdo —dijo Charlie—, ¿cuánto tiempo tienes que estar ingresado cuando te ponen una prótesis en la rodilla?

—Eso varía —respondieron los rojos labios—, pero por lo general estás en el hospital entre cinco días y una semana. Ahora bien, no quiero engañarte. La recuperación puede tardar hasta seis semanas. Lo más difícil de todo es el posoperatorio. Tienes que ponerte enseguida a hacer recuperación, para impedir que los músculos, los tendones y los ligamentos se anquilosen; y el proceso es bastante doloroso. Nunca he visto una operación que haya sido un fracaso. Los únicos fracasos que he visto eran casos en que el paciente no pudo soportar el dolor de mantener flexible la articulación, y aun así son casos muy raros, al menos de acuerdo con mi experiencia.

Con mi experiencia. ¿Y cuánto es eso, por el amor de Dios? ¡Si eres un chaval, un pipiolo, un bebé! Con mi experiencia, desde luego… Y en ese momento una revelación cayó sobre Charlie. No era sólo la partida de Arch Turner de este mundo lo que hacía que Charlie se sintiera viejo. Era el hecho de darse cuenta de que ahí estaban todos esos niños, esos chavales, dispuestos y más que dispuestos a hacer el trabajo. Cada vez se hacía más difícil considerarse indispensable a la edad de sesenta años.

—Está bien, lo pensaré —dijo Charlie.

Nunca decía nada parecido a «lo pensaré, Emmo». Que lo colgaran si, sin verse obligado, utilizaba aquel empalagoso apodo rojilabiado y pipiolesco.