LA FUENTE DEL RECUERDO

Era una tarde de tibiezas embalsamadas, en la que el mar gadirita corveteaba revuelto, y el templo de Baal Hammón[105] se perfilaba intimidador en el purpúreo horizonte de Gadir.

Alzado en tiempos inmemoriales por los fundadores de la colonia, los príncipes mercaderes de Tiro, su legendaria topografía se encaramaba sobre unas rocas escarpadas que centelleaban con el color del fuego en el extremo de Kotinussa. A su sacro calor acudían los marinos tras los viajes, y luego de cumplir con las rituales vueltas alrededor de sus muros, dedicaban las anclas de sus barcos como ofrenda. En la Fuente del Recuerdo, que manaba caudalosa en el peristilo, consumaban las libaciones para a la caída del sol dirigirse a la caleta de poniente y en el santuario de La Salvadora, Astarté Marina, entregarse a las reconfortantes dulzuras de las prostitutas del templo.

El sereno día de la deidad, Hiarbas se trasladó a Gadir de incógnito con el atuendo de escriba bajo el brazo atado con un ronzal de esparto, sin haber advertido al rey ni a Balkar de su viaje privado. Vestía como un hacendado de las islas gadiritas, con el ceñidor labrado en plata, la túnica corta con grebas de piel, los cabellos aceitados con óleo cayéndole sobre los hombros, pulcramente recortada la barba castaña, y la piel del color del bronce untada con perfume de cilandro.

Gadir, en un raudal de espejismos acuáticos, se le mostró como una ciudad gozosa, floreciente y hospitalaria. Sesteaban cerca de las murallas los pavos reales, las cigüeñas y las garzas entre las adelfas e higueras, y la metrópoli jardín florecía en una explosión de luz que enardecía los sentidos.

Los bazares de púrpura, el zoco de los perfumistas, los hornos donde se cocían las ánforas, los cobertizos del garum, las tiendas de los orfebres y los mercados de especias permanecían desiertos debido a la festividad. Se veían forasteros de Sicca, Sidón e Himera en las tabernas y mancebías, participando de la celebración del divino Baal, mientras comían con los mundanos ciudadanos de Gadir caballas ahumadas sazonadas con orégano y sartas de pescados adobados.

Los gadiritas, ataviados con sus mejores galas y los gorros cónicos de la festividad, regresaban en las barcazas de sacrificar al dios de la fertilidad y la agricultura, empuñando espigas secas. Desde lejos, Hiarbas observó las columnas de humo de los altares y a los sacerdotes que cerraban las puertas del templo aguardando la comparecencia de la Luna Esplendente, momento en el que se iniciaban los ritos secretos del misterioso Baal, desconocidos hasta ahora para el tartesio.

En el frágil bote en el que había arribado, y con la sola compañía de Lineo y dos remeros, aguardó en una escollera repleta de jaulas vacías, barricas y ánforas la aparición de la aristocracia gadiretana y del ocaso. Ignoraba cuándo disfrutaría del regalo de la presencia de Milo, si antes o después de la solemnidad, pero ardía en deseos de escuchar de sus labios la diabólica historia que le atenazaba el alma.

Con el crepúsculo tintado de rojo mineral, el extenuado astro solar cabalgó por el horizonte, se oyeron sonidos de trompas que fueron sustituidos por los graves cánticos de los ocupantes de una flota de barcos que se dirigía en compacta procesión al santuario. Las antorchas arracimadas iluminaron un cortejo acuático que dejó boquiabierto al orfebre.

Una veintena de gabarras, trasladando a lo más ilustre de la ciudad, rodeaban una chalupa exornada de colmillos de elefante y florones de plumajes escarlatas, como si el carro de un dios olímpico se deslizara por las rizadas aguas del canal gadirita. Cuando cruzó a pocas brazas del tartesio, pudo comprobar que trasladaba a Zakarbaal, con la barba rizada y dos triángulos de oro titilando en sus orejas, a la gran sacerdotisa de Astarté, profusamente acicalada, y, a sus pies, al sarím Milo ataviado con una túnica talar inmaculada, el que iba a ser su heredero legítimo y futuro sacerdote consagrado al dios, alumbrado el rostro céreo por el sesgo encarnado del anochecer.

—¡Tú eres el señor terrible, el que hace girar la tierra! —exclamaban en una letanía interminable.

Hiarbas apenas si pudo balbucir unas órdenes a Lineo y acomodarse la túnica de escriba, impresionado por el cortejo marino, que echaba pie a tierra camino del tabernáculo de Baal. Se ajustó el gorro, una prenda tubular de la que colgaban trencillas de hilo que le ocultaban el rostro hasta la barbilla. «Sabio Milo, que me ha procurado un disfraz con el que pasaré inadvertido».

Siguió a la comitiva envuelto en el extravagante hábito de escriba, pues deslizarse como un impostor en un rito sacro podría acarrearle serios contratiempos y atraer la cólera de un dios que infundía terror. Pero el ansia de ser testigo de la consagración de Milo lo consumía, y por nada del mundo se perdería el ceremonial. Resonaron los cuernos, címbalos y carracas, y de repente un anciano de facciones vacuas y cabellos blancos lo tocó en el hombro. Se apoyaba en un bastón y le rogó el sostén de su brazo.

—Ayúdame, te lo ruego —le dijo—. El compasivo Baal te ha dispuesto en mi camino, apenas si tengo fuerzas para alcanzar las escalinatas. Gracias, hijo.

El extraño anciano, que se mostraba insólitamente amable, lo acechaba furtivamente, aunque con afecto, lamentando el tartesio que su compañía se convirtiera a la postre en un contratiempo. Ingresaron en la gran mole de piedra no sin antes traspasar la censura de unos clérigos de cabeza rapada que inclinaron la testa a su paso, complaciendo al orfebre.

—Viene conmigo, que Baal os bendiga —declaró el artrítico desconocido.

Hiarbas especuló que debía de tratarse de una personalidad en Gadir, a tenor de las muestras de respeto que recibía por doquier. Se resguardaron bajo un pórtico sostenido por columnas de ónice donde trepaban las hiedras y crecían las humaradas de incienso. El intruso, espantado con salmodias tan quejumbrosas, rogó a su acompañante pasar al patio de los sacrificios, un espacio al aire libre con galerías y cisternas rebosantes de agua y donde se alzaba la afamada Fuente del Recuerdo, de la que manaba un chorro generoso. Un olivo cananeo con exvotos ofrendados por marineros de Gadir, Torpa, Samotracia, Tesalia y Nora centelleaba con el ocaso.

Sin embargo, se detuvo en seco, pues de su agua bebía el sarím Milo. Destacaba su imagen con los niveos hábitos sacerdotales, purgándose de sus reprobables actos, antes de ofrecerse al dios. Quiso aproximarse y cruzar con él unas palabras, pero el anciano lo detuvo conminatorio:

—Nadie puede hablar con el «consagrado». Aún ha de purificarse.

Extrañado, Hiarbas advirtió cómo los adivinos del templo leían los astros y auscultaban las ascuas de los altares en busca de presagios, iluminados por trípodes, para luego acercarse al neófito y futuro ungido, Milo, y expresarle lo que las estrellas le prescribían.

El archiréus, sumo sacerdote de Baal, con una fraternidad conmovedora colocó una cinta de Pelusio en la rapada cabeza de Milo, y, escoltado por una cohorte de sacerdotes que alababan a Baal, desapareció en el templo. Una luna inmensa y amarillenta emergió del mar, instante en el que sonó un batintín de bronce. Los participantes en el ritual ingresaron en el patio de los sacrificios, casi un centenar de egregios iniciados, muchos conocidos por el tartesio: ilustres del Consejo de los Veinte, Munazar, el primo sacerdote de Milo; acreditados droms del patriciado, miembros de la Asamblea de Comerciantes, el comandante supremo de la flota, el segundo sufete, oligarcas de las Hibrum comerciales, sacerdotes de Melqart y Astarté y la principesca familia regente. Limadas las desconfianzas iniciales, conversó con el anciano, quien le suplicó que se apostara junto a él en el tabernáculo, pues sus piernas flaqueaban, a lo que el orfebre accedió con gentileza.

La grandiosa Luna, la del décimo día del mes de Ziw, planeó dominadora sobre el firmamento, mudando los rojos jirones del atardecer por una atmósfera argentada y espectral, como si una cascada de blancura ascendiera del océano aislando el templo del mundo. Había llegado el momento de la ofrenda ante el dios Baal, y a Hiarbas le corría la desazón por las venas.

—Hijo, ayúdame a subir las escaleras, pues mis huesos ya no me sostienen.

—Con sumo gusto, aunque te puedo asegurar que mi excitación me mantiene en estado trémulo. —Quiso ser indulgente—. Apóyate en mí, señor.

—Pues ármate de templanza, que este rito sacudirá tu corazón. El ceremonial está en marcha y ya nadie puede detenerlo —le auguró, impenetrable.

«¿Qué habría querido decir el amistoso anciano con aquella aseveración? ¿Por qué habían envuelto la ceremonia en un velo de tanta discreción y misterio?», pensó Hiarbas, y buscó alguna reacción aclaratoria en su rostro arrugado, pero no obtuvo sino una mirada de agobio.

A Hiarbas, el gesto enfrió aún más el hielo del miedo que lo conmovía. Traspasaron el pórtico que coronaban dos pilastras laureadas con cuernos de bronce y aspiraron el tufo a cinamomo y ámbar que se quemaba en los vasos de aromas. El templo, rematado por cúpulas decoradas con escenas de la mitología tiria, se hallaba repleto de invitados.

Reinaba un ambiente odoroso, y decenas de flameros y lampadarios lo convertían en una cascada de luminosidad, mientras las irisaciones de unas bolas de cristal que pendían del techo despedían un fulgor azafranado. El santuario de Baal, testigo de la unción de Milo, resplandecía como un diluvio de oro. En las paredes espejeaban los tapices babilónicos con los emblemas de los siete dioses planetarios y colgaban los varales de plata de Baal, los signos cósmicos tirios y las cabelleras votivas de los oferentes. En su centro sobresalía un peñasco negro, decían que descendido del cosmos, que precedía al pebetero del fuego inextinguible, una concavidad ovalada donde ardían las ascuas sagradas traídas de Tiro, las generadoras de la vida.

Imponente, ante el velo sagrado, o zaimph púrpura, y prevaleciendo por encima del mar de cabezas, se erguía posado sobre un toro la gigantesca e iracunda escultura en bronce de Baal Hammón, el señor de Amanus, el dios de la fertilidad, de la montaña, del cereal y de las lluvias. Con las manos extendidas e inclinadas hacia el suelo, la barba rizada, el tocado cónico, los rayos y tenazas de plata pendiendo de su pecho formidable y con la mirada de mochuelo color de azufre fija en el infinito, inspiraba a cuantos lo contemplaban un terrorífico espanto.

Hiarbas se acomodó sobre un escabel de cedro, junto al desconocido jerarca; ensimismado, observó cómo un sacerdote de miembros flácidos comenzaba a recitar los altisonantes versos de la epopeya de la creación del ulomos, el mundo, que durante una hora escucharon los presentes en silencio y recato.

—Los astrónomos lo pregonaron antes del nacimiento de Tiro —concluyó—. Cuando el universo se agitaba en el caos de un magma bullente de agua fangosa, los contempladores del cielo lo condensaron en el gran huevo, de donde provienen el Sol, la Luna, los astros y las estrellas. Y los dioses, complacidos por la belleza de lo creado, lucharon por la hegemonía del mundo, hasta que Baal Hammón, el Sol, el hijo de Dagón, se hizo con la victoria y el señorío sobre las naciones cananeas. ¡Loor a Baal, señor de Fenicia y de Gadir!

—Que el fertilizador nos abra las puertas y nos proteja de los maléficos cabyros de las profundidades —replicaban los orantes en una sola y monótona voz.

El famélico hierofante convocó de nuevo la atención, y prosiguió:

—Cumplido el primer día de la festividad del todopoderoso, y en la incesante renovación de la vida terrenal, restauraremos el hieros gamos, el rito de las nupcias sagradas entre la suprema sacerdotisa de Astarté y nuestro sumo sacerdote y maestro de los Tres Vértices, el príncipe sufete Zakarbaal.

Alentado por el ritual anunciado, que esperó con sorpresa, el ánimo del tartesio se excitó. Junto al altar un coro de flautistas y tañedores de nebales y sistros entonaron las salmodias sacras de las colonias tirias, mientras los eunucos ofrecían perfumes de aloe en el ara.

Súbitamente cesó la música, y por uno de los laterales compareció la sacerdotisa de Astarté, la personificación terrenal de la dea consorte, acompañada por un séquito de etéreas doncellas. Ocultaba sus miembros con una portentosa capa de plumajes, y exornaba su garganta con un collar de zafiros y ajorcas que cascabeleaban a su paso. En la cabeza, pródigamente trenzada con peines de oro, lucía una serpiente de rubíes propia de una faraona del mágico Egipto. Avanzaba con la coquetería propia de una mujer tan sagrada como arrebatadora, y sus pupilas verdes, como dos lámparas exploradoras, inspiraban fascinación.

Hiarbas, arrancado del sopor de los rezos, observó detenidamente su fina nariz, su peculiar barbilla ligeramente hendida y la figura felina que se cimbreaba dentro del manto y se hechizó con su ofuscadora presencia. La puesta en escena de las nupcias estalló en todo su esplendor, produciendo una exaltación indescriptible. Para acentuar la impresión, compareció, sentado en una litera adornada con sartas de aljófar y escoltado por sacerdotes de linos blancos, Zakarbaal de Gadir, pontífice de Baal, sumo sacerdote de Melqart y cónyuge consagrado de Tanit, con las insignias de su cargo colgando de la túnica frigia y la puntiaguda tiara de oro sobre su testa formidable. No cabía más opulencia, y Hiarbas observaba fascinado el magnífico boato.

—¡Salve, Ojo del Dios, cetro de Gadir, palabra infalible de Baal, gran príncipe de los rangos planetarios! —lo saludaron los sacerdotes.

El sufete, hierático y con el gesto adusto, incluso melancólico, los precedió hasta situarse ante el altar, momento en el que se elevó un clamor de voces acompañadas del sonar de los címbalos, campanillas y arpas.

—¡Señor todopoderoso Baal, alienta la vida en sus cuerpos! —peroró el archiréus—. ¡Dios omnipotente, derrama tu semen sagrado en la Astarté terrenal!

Los ecos de los clamoreos fueron cesando, y uno de los sacerdotes ofreció a Zakarbaal un vaso de oro que apuró de un trago, logrando en el gran sufete un estado cercano a la embriaguez, antesala de la unión con la representante de la divinidad femenina. El coro inició el canto de la copulación sagrada y las gargantas palpitaron. Decenas de ojos se posaron en la sacerdotisa cuando las sirvientas la despojaron del ostentoso mantón de plumas.

Con la opalina luz del templo, la sacerdotisa dejó al descubierto un cuerpo hermoso y maduro, traslúcido como el ámbar, y sensual y ardiente como el de una cortesana babilónica. Sus larguísimas pestañas apenas si se movían, sombreadas por el antimonio de los párpados, y una luna esmaltada de verde se balanceaba sobre sus pechos, firmes y pródigos, que al respirar se alzaban en una ondulación acompasada y sugerente.

—Hija de Astarté, tú que recibes su aliento, empápate con el rocío de Baal —imploraron.

Las miradas gravitaban sobre la soberbia mujer, también perteneciente a la grandeza gadirita, que voluptuosamente se echó boca arriba y con los ojos cerrados sobre el altar en un mullido plumón de almohadones damasquinados. Los músicos iniciaron una armonía dulcísima que parecía envolver el anacarado cuerpo de la sacerdotisa, el seno fecundo de Astarté, arrebatando con su sensualidad los instintos más ávidos de los reunidos.

Unos sacerdotes engalanados con túnicas jacintinas encendieron los incensarios con esencias de nardos y una nube de ligeras volutas semiocultó el erótico cuerpo de la sacerdotisa. Pero, púdicamente, los asistentes encubrieron sus rostros con las estolas y los bordes de los mantos, mientras otros bajaban la cabeza en señal de respeto. Entretanto, Zakarbaal ascendió tambaleante al ara y, balanceando su corpulenta humanidad, se ahormó en las dúctiles formas de la sacerdotisa, que lo abrazó en indecorosa postura. Al orfebre le provocó una atracción abismal la hermosura suprema de la mujer, que le trajo remembranzas de la noche vivida con Anae en la caleta de la diosa.

Se sucedieron los acelerados ritmos de los instrumentos, como un fragor de torbellinos que se ascendiera paulatinamente, escalando su estruendo a medida que progresaba la cópula nupcial. Al cabo, consumaron ante los ojos del sombrío Baal los esponsales, entre jadeos de feroz sensualidad y sacra delectación.

Al tartesio, extasiado con el prodigioso maridaje, le pareció que el dios quedaba satisfecho, pues la sacerdotisa gritaba complacida y sin duda alguna la fogosidad y los pasionales sofocos de los oficiantes provocarían fecundidad en las hembras de Gadir.

—¡Madre y señora de los astros, la savia de la vida ha fluido! —determinó el gran sacerdote.

—Loado sea el todopoderoso Baal —respondieron al archiréus.

Los regios esposos se incorporaron del altar ayudados por los sacerdotes y fueron purificados con los óleos rituales y vestidos con sus regios atavíos. Al acomodarse en los sitiales, los oblicuos fulgores de las candelas iluminaron sus rostros saciados, mientras nimbas de incienso, el nardo y el cardamomo se perdían hasta difuminarse por las bóvedas del santuario.

Se sucedieron otros ceremoniales misteriosos para Hiarbas, con Milo, hierático e inmóvil, a la derecha del sumo sacerdote. Los sirvientes del dios, entretanto, repartían entre los aristócratas asistentes elixires perfumados en copas de plata. Hiarbas salió de su ensimismamiento cuando un magistrado de nariz corva se aproximó al altar, provocando con ello la expectación del auditorio, que parecía no esperar su sorpresiva presencia. Uno de los sacerdotes, un ventrudo hombrecillo que se asemejaba a un batracio hinchado, hizo resonar su recia voz:

—El ilustre Dagán, sufete censor de las costumbres, nos dirigirá la palabra.

El jerarca velador de los buenos usos de Gadir, la segunda autoridad de la ciudad, alzó su voz desfallecida y anunció algo que parecían desconocer los presentes, a tenor de la sorpresa que mostraron:

—En verdad que me agradaría ser mudo, pero he de manifestar ante la Asamblea de Notables de Gadir, aquí representada, que un terrible peligro ha merodeado por nuestras cabezas; aunque felizmente ha sido desvelado por la misericordia infinita de nuestros guardianes, el señor Melqart, el supremo hacedor Baal y la salvadora Tanit, que lo han detenido y desvanecido en el polvo.

Una oleada de estupor se enseñoreó del recinto.

—Algunos miembros del Consejo ya lo conocen, y el resto de los honrados ciudadanos habréis de saber que mi sobrino Milo —lo señaló—, primogénito de nuestro supremo guía Zakarbaal, ha sucumbido a la tentación del poder, y, asistido por los genios nefandos de las profundidades, ha conspirado contra su padre, su metrópoli y su estirpe, intrigando en favor de Cartago.

La espectacular acusación produjo un revuelo frenético en aquellos que lo ignoraban —pero no en Milo, que permanecía impertérrito—, suscitando un rechazo inmediato y un espanto terrible que se adueñó de las conciencias, pues cualquier cambio que atentara contra sus caudales y negocios los enojaba. Algunos levantaron los brazos exigiendo una aclaración al execrable perjurio. Un vago lamento le cortó la palabra, pero el sufete prosiguió:

—¡Tranquilidad! —demandó—. Conocida no obstante la alevosía, el príncipe no ha desertado de su preclara sangre, y valerosamente ha asumido la responsabilidad, ahora que nuestra madre Tiro se tambalea y Cartago se alza presuntuosa ansiando engullir las colonias hermanas.

—¿El sarím Milo partidario de los cartagineses? ¡Traidor! —se alzó la voz de un anciano, que se levantó furioso abriendo su túnica y mordiéndose la palma de la mano en señal de duelo.

Hiarbas, abrumado por los sucesos, no podía dominar su repulsión, e intentaba retener las imágenes y las duras palabras que allí se vertían.

—¡Escuchad!, os lo ruego —detuvo las murmuraciones el orador—. El peligro sólo ha sido un sutil soplo que apenas si ha movido el sagrado olivo de Gadir, haciéndonos si cabe más fuertes y avisados. Sin embargo, los dioses y nuestra regia sangre precisaban de una expiación inmediata que borrara su cólera. Y, de acuerdo con su padre y el Consejo, el sarím Milo se ha ofrecido a expiar su indecoroso pecado sometiéndose voluntariamente a la ancestral ceremonia de la egersis, la cremación ritual ante Baal. ¡Esta es su inapelable decisión!

El tartesio, aunque poseía una vaga idea de lo que significaba la fatídica palabra egersis, prefería no conceder crédito a lo que le había parecido entender. Confundido con lo que Milo le había expresado en su comunicación personal, preguntó confuso al anciano:

—Entonces ¿no se va a consagrar como sacerdote, sino que se ofrece a ser inmolado ante el fuego de Baal?

—¡Claro!, ¿cómo lo dudas? Milo, para salvar su honor, el de su pueblo y el de su casta, ha apelado al ritual del «fuego purificador», un rito que provoca en cualquier fenicio admiración sagrada.

—¡Diosa de Lucero de la Mañana! —exclamó, y ahogó su voz.

A Hiarbas se le cortó el aliento, mientras la angustia remontaba la sangre de sus venas, los murmullos se redoblaban, las bocas se desgarraban y la agitación crecía por momentos. Hasta el mismo Zakarbaal, con los ojos vahídos, vio peligrar su seguridad y la de Milo, y su aflicción lo mantenía al borde del sollozo. Los presentes eran propietarios de flotas e industrias, y la sola idea de perder sus riquezas los exacerbaba.

—¡Que purgue su culpa, Zakarbaal! —gritó un obeso hacendado.

—Como ya sabrás —explicó a Hiarbas el anciano—, una de las egersis se celebra en la segunda luna del mes de los Peritia, tras el fasto de Astarté, la que revive la resurrección de Melqart. Y la otra, no menos significativa, la de este mes de Ziw, rememora la muerte de Baal de los Cielos a manos del perverso Mot, para luego retornar a la vida como los valles, las flores, las vides y los seres del mar. A ésta se ha acogido el príncipe para purificar su culpabilidad.

—¿Y pretende quemarse vivo? —preguntó el orfebre, abriendo los ojos desorbitadamente.

—Así es. Otros años se ha escenificado una inmolación fingida sobre una efigie de Baal, quemando simbólicamente ante el altar un muñeco de barro.

—Entonces ¿no se trata de un simulacro? —se rebeló.

—¿Simulacro? Te recordaré, porque eres joven aún, que sólo en casos muy excepcionales, como este de Milo, o de calamidades, terremotos, guerras o estragos, el dios es encarnado por el primogénito de una personalidad de Gadir, que se sacrifica en lugar de la imagen ofrendando su vida en beneficio de la comunidad. Este es el caso que hoy nos ha convocado aquí. Un hombre se inmola para salvar a su pueblo.

El tartesio dejó caer sus brazos ante imprecación tan tumultuaria. Inmerso en una opresiva angustia, y sin poder ocultar el repudio, replicó:

—¿Acaso esta ciudad libre y generosa ha perdido el raciocinio? ¿Qué extraño maleficio ha podido alterar el recto juicio de Zakarbaal? Espero que esa locura se desvanezca de su mente, y que tus palabras no sean sino un mal recuerdo. ¿Cómo se le exige una muerte tan cruel? Ninguna acción de un mortal merece una inmolación tan cruenta.

La réplica fue seguida por un gesto de reproche del anciano.

—¡Hablas como un apóstata! ¿Acaso no eres temeroso de los dioses, escriba? —lo reprendió—. Reprime tus emociones. Su valeroso empeño engrandecerá a Gadir. Con este acto de valor, Milo ha evitado ser juzgado sumariamente por insidia, y su familia no arrastrará un ignominioso baldón, sino que será ensalzada por una acción meritoria y extraordinaria. Deja al destino su decisión. Sólo Baal y Tanit son dueños de nuestras vidas y su divinidad nos inspira. Cumple con su deber, a cambio de nuestra gratitud eterna.

Hiarbas aminoró el gesto de repudio y asombro. Parecía como si a Milo, víctima y traidor, le perteneciera con su elección una muerte espectacular y épica. Recompuso su mirada enardecida, pues sabía que podía pagar con su vida la intromisión en la ceremonia si era descubierto. Sin embargo, comprendió que también para los fenicios gadiritas someterse a la tiranía cartaginesa constituía la mayor de las desgracias.

—Cada cual ha de sobrellevar la desdicha de sus pecados, y tenderle la mano a la arrogante Cartago resulta intolerable para un sarím de Gadir.

—Ciertamente, escriba —le replicó ya más conciliador el anciano—. No hay más remedio que resignarse, pues de sucumbir al poder de Cartago, Gadir y Tartessos habrían de beber de sus propios orines y comer los excrementos de los asnos. Perderíamos las naves y las casas, y los chacales de Pigmalión dormirían con nuestras esposas.

Algunos notables, murmurando entre ellos, se levantaron y se rasgaron las vestimentas en un gesto más teatral que sincero, mientras los sacerdotes alzaban sus brazos hacia el ídolo, rogando a Baal que reparara el estigma del joven Milo, allí presente, y lo exculpara de su impensada insensatez.

Zakarbaal, como extraviado en una alucinación por la crisis dinástica sobrevenida a su familia, y viendo a su primogénito educado en los ideales sidonín más acendrados objeto del escarnio general, detuvo la beligerancia reinante en el templo. Parecía infundido de un pavor inconsolable ante el estrépito de los improperios de los que veían en la conducta del príncipe una amenaza para su supervivencia. Los términos deslealtad e infamia se alzaban entre los magistrados, hasta que el gran sufete, con el semblante acalorado, los confortó alzando el bastón de cedro y marfil:

—¡Conciudadanos, sacerdotes y amigos! —exclamó—. Puedo aseguraros que esta felonía en nada ha modificado las alianzas comerciales con Tiro, Cartago o Tartessos. No obstante, la conducta de mi hijo, gadirita forjado en la fragua de nuestros principios, precisaba de una respuesta ética acorde con los dioses, y ésta ha brotado pura de su corazón pleno de dignidad. Yo soy su padre y mi alma vomita sangre al aceptar tan dura decisión, pero no desconfiéis ni de mí ni de mi gobierno, ni receléis de futuras alarmas, pues con las cenizas de mi hijo concluye un capítulo funesto para mi estirpe y para Gadir.

Sus palabras no pudieron ser más conciliadoras. Habían hallado en la casta principesca la víctima propiciatoria, y la idea del sacrilegio contra el pueblo de Gadir se había difuminado. Hubo cuchicheos de aprobación, y lo que había sido juzgado como un delito de lesa majestad castigado con una muerte humillante, Milo lo había transmutado en un acto de fe y valor. De modo que, convencidos de que Gadir había recobrado su dignidad amenazada, se calmaron los ánimos. El sufete alzó el bastón y clamó:

—La sangre real de Milo complacerá a los dioses, que nos perdonarán, y el sarím Milo quedará inmortalizado por virtud del fuego purificador de Baal.

—¡Que su espíritu sea absuelto y entre triunfante en el imperio de los inmortales! ¡Loa a Baal, dios del sol! —dijo el sumo sacerdote, aceptando las palabras del sufete mientras se hacía un silencio de cementerio en el templo.

Milo se incorporó del sitial, cortando el resuello de cuantos antes vociferaban contra él. El príncipe de Gadir, la herencia del pecado, miraba sin ver y avanzó sereno en medio de una laguna de silencio. Su existencia, en su más monstruosa fantasía, no había podido ser más breve y desdichada.

—¡He aquí el bendecido de dios! —exclamó el gran sacerdote—. Baal, principio y fin de la vida, renacerá a partir del corazón puro del sarím Milo.

—¡Baal vivirá en él! —ratificaron a coro cien voces concordantes.

Para Hiarbas, cuanto al cabo de años de amistad había atesorado junto a aquel hombre deslumbrado por quiméricos sueños, concluía con la pesadilla de su sacrificio ritual, y comenzaba la leyenda del príncipe renegado y mártir. Por un azar inescrutable de la fatalidad, Milo se autoexpulsaba del paraíso de la vida presentando su cuerpo ante el sangriento dios de Gadir. Su faz se había trocado en la guarida de dos ojos sombríos, y Hiarbas adivinó en su rostro su tragedia; y también su innegable culpabilidad.

Ceremoniosamente, el gran arcbiréus lo despojó de la banda de hilo egipcio y del ropón blanco de sacerdote, y un eunuco lo engalanó con un manto púrpura, una tiara y las insignias de Gadir, que lució como un dios de Tiro. Desatendiendo a los que lo observaban con reverencia y que antes lo despreciaban, paseó su mirada con retador desdén, pero al posarla sobre el escriba de gorro cónico e hilos trenzados que acompañaba al más anciano del Consejo, su amigo Hiarbas el tartesio, situó su mano en el corazón, emitiendo un vago suspiro. El pentarca, que palideció, le correspondió con el mismo amistoso gesto, y pensó: «Tu destino ha resultado implacable y te conduce al fuego devorador. Que la deidad de la Luna se apiade de ti».

Aunque altivo, un vago temblor lo hacía caminar tambaleante. Entonaron los salmos de la consagración, y al situarse frente a la estatua de la divinidad, los sacerdotes colocaron sobre el altar arcádicas figurillas de Baal-Addir, el todopoderoso, de Baal Margod, el dios de la tempestad, de Baal Chusor, el arquitecto y primer navegante fenicio, y de Baal Sydyk, idolillo con una balanza en la mano que personificaba la justicia. Milo las besó una a una como el más rendido servidor.

«Desdichado dios que te alimentas de la sangre de tus hijos. Qué aniquilación más injustificada», murmuró el tartesio descorazonado.

Un eunuco ofreció al sarím una copa de oro, cuyo contenido bebió de un trago, conocedor de que con aquel gesto consumaba el último lazo que lo unía al mundo, por lo que con un hilo imperceptible de voz balbució:

—Voy a entregarme al holocausto por propia voluntad, y puedo aseguraros que nadie amó Gadir más que yo. Y yo os pregunto, ¿quién conoce los entresijos del alma de un hombre? Nadie, sólo los dioses misericordiosos en cuyo seno vagaré eternamente arrastrando una culpa incierta. Que Baal me bendiga y que mi sacrificio sirva para exonerar la mácula caída sobre mi sangre.

Sus palabras sonaron a honradez y entereza, no a apostasía, pero para los emocionados presentes escondían un gran desconsuelo. El mismo eunuco le arrebató con respeto la tiara del dios constelada de topacios y esmeraldas, los emblemas y símbolos de su dignidad principesca y el pendiente de aljófar que exornaba su oreja, que depositaron en una bandeja, y el anillo burilado con los peces, el postrero regalo de Anae en su lecho de muerte. Sus ricas vestes fueron arrojadas al fuego, quedando sólo con un calzón de piel de león.

Sacerdotes de túnicas niveas lo rodearon mientras salmodiaban jaculatorias de una modulación tan siniestra que erizaban los cabellos. Sus miradas parecían poseídas por un furor vesánico, aumentando hasta el paroxismo la conmoción de los presentes conforme los eunucos atizaban las brasas de olivo que crepitaban bajo los pies del terrible dios.

—¡Baal, Baal, Baal…! —salmodiaban sin cesar.

El ídolo, cuya metálica piel de bronce rielaba con los ardientes carbones, tomó una tonalidad demoníaca que oprimía el corazón. Resonaron los címbalos en el momento en el que la oblación espontánea del traidor y luego vengador de la estirpe tiria iba a consumarse. Algunos oficiantes se echaron cenizas sobre los cráneos rapados, otros se hirieron el rostro con las uñas, y los más alzaron los brazos al dios delirante, ofrendándole la vida del sarím.

—¡¿Qué es la muerte sino el renacer a la vida eterna?! —clamaban—. Acepta la inmolación de la sangre real, sobre el sacro tofet[106], y concédenos prosperidad.

La ceremonia del molk fenicio, el sacrificio ritual del primogénito, llegó a su culmen más escalofriante cuando el príncipe, sin ningún atisbo de miedo en el semblante, espolvoreó sobre la cabeza las cenizas negruzcas de una bolsa que atenazaba en su mano, y que el tartesio, conmovido indescriptiblemente, reconoció como las de Anae. Nadie comprendió el enigmático gesto, salvo Hiarbas, quien, ensombrecida el alma, bajó la cabeza entristecido. Sus instintos más recónditos se revelaron, pero se resignó.

El tono de histeria colectiva ascendió, y uno de los sacerdotes acomodó en el rostro del inerme sarím una máscara sonriente[107] de porcelana que simulaba una muerte alegre ante la divinidad, que así salvaguardaría los intereses de la ciudad frente a su rival Cartago. Y cuando Milo se entregó a su inevitable cremación con púdica docilidad, advirtió Hiarbas que perdía el dominio de sus actos y que un sudor frío lo debilitaba por momentos.

Milo se acercaba inexorable al fin del tiempo concedido por los dioses.

Dos eunucos lo tomaron por los brazos y lo acompañaron hasta la estatua de Baal Hammón. Zakarbaal bajó la mirada, y su mitra brilló con la luz de las lámparas como un sol caído. Al fin, la voracidad del dios insaciable se aplacaría, la deslealtad sería purgada y su alma egocéntrica lloraría de por vida la muerte de su primogénito.

A Hiarbas, habituado a las incruentas ceremonias de las deidades de Tartessos, el cumplimiento del desquiciado ritual lo alucinaba, causando a su espíritu un daño irreparable. ¿Por qué había querido Milo que fuera testigo de su horrenda muerte? ¿Quizá para hacerlo partícipe de su arrepentimiento? ¿Y por qué el destino había querido que, en lo que constituía un aterrador privilegio, asistiera al fin de sus dos más entrañables amigos?

Una mirada de espanto fulguró en sus pupilas. La muerte infecunda de Milo le arrancaba a tiras el corazón. Ya jamás oiría su risa caudalosa, ni las sentencias de su espíritu revolucionario, ni el relato de sus sueños imposibles. Los sacerdotes apostaron en los brazos del dios a un Milo exangüe, y Zakarbaal, con la tez aceitunada cubierta de sudor, se incorporó lanzando al aire inmóvil la orden, que más pareció un exabrupto:

—Que su muerte sagrada borre la huella de un recuerdo amargo. ¡Sea! —retumbó su voz quebrada.

Siguieron unos desesperantes momentos, hasta que uno de los castrados entresacó un cuchillo de bronce y le seccionó el cuello de un tajo. Luego accionó un resorte del terrorífico dios, que crujió seco. Las manos se inclinaron y el venerado y a la vez maldito cuerpo de Milo se deslizó mansamente, yendo a parar como un fardo al brasero de tizones incandescentes. Súbitamente, una humareda ascendió hasta las barbas metálicas del dios, y el cuerpo del sarím Milo, el aliado de Tartessos, el amigo y luego conspirador, se desvaneció como una gota de agua al resbalar por el hierro candente del herrero. Hiarbas experimentó un estremecimiento y creyó en su enajenación que la boca de la deidad manaba azufre, devorándolo sin piedad.

No se oyó un solo grito, ni un lamento, ni un leve quejido de pesar. El interior del templo acopió el color del fuego, mientras un silencio devoto y dilatado planeó por la nave octogonal mezclado con el olor a encarnadura quemada.

Algunos de los asistentes, estremecidos por la excitación del momento, desfallecían, y a Hiarbas se le enturbiaba la mirada mientras temblaba como un niño indefenso ante la tempestad. Había perdido la noción del tiempo y su vida pasada se le desvaneció como un soplo, percibiendo que nombres como Anae y Milo ya pertenecían al pasado, consumidos por un fuego letal que los había extinguido en trágicos desenlaces. Su ánimo desollado había sido tomado por la confusión, y sólo ansiaba sentirse solo y llorar. Únicamente así la espantosa visión de la que había sido testigo cesaría de atormentarlo.

Se lo había advertido por escrito. Pero nunca podría ni imaginar que rindiera cuenta a la vida de manera tan pavorosa, endurecidos el corazón de su padre y de los de su casta. «Mi sino es ver morir a los que estimé», se lamentó.

El culto concluyó, y los adoradores de Baal abandonaron el templo. Hiarbas deseó que el nuevo día compareciera cuanto antes. Al poco, el anciano, que conversaba al oído con los eunucos, se acercó y le entregó una bolsa con cenizas aún calientes y el anillo grabado con los dos delfines, que al fin y a la postre pasaba a sus manos:

—Milo me rogó que te lo entregara y me aseguró que tú lo comprenderías —afirmó el viejo.

—Yo lo amé. Atesoraba un corazón convulso, y con él conocí las delicias de la amistad. Que su alma ascienda en el carro de la inmortalidad —replicó—. ¿Y tú quién eres realmente? Todo me induce a pensar que no te acercaste a mí por casualidad, ¿verdad?

—No; soy su abuelo materno, y mi nombre es Itobaal de Lixus. Me pidió que te atendiera. Me habló muchas veces de ti y de Anae, y yo os vi juntos cuando aparecías en Gadir a firmar los pactos. No lo enjuicies con severidad, fue un hombre soñador y al que mi yerno nunca comprendió. ¿Pretendía venderse a Cartago o adelantarse a los tiempos que nos aguardan? Nunca lo sabremos.

—Lo único cierto es que ya mora en el reino de las sombras, de donde nunca se retorna. Se fio de unos dioses que menosprecian a los mortales y se ofreció como chivo expiatorio de una causa absurda. Jamás lo olvidaré.

Cuando Hiarbas abandonó el templo de Baal, sintió una soledad infinita. «Las alas de la locura han sepultado en el fuego a un mortal, pero su alma ha subido como un meteoro a las regiones inaccesibles», meditó.

Fuera hacía fresco, y una quietud inmaterial, sólo turbada por las gaviotas que se cebaban en las escorias del paraje, ascendía del canal gadirita. La alborada aún se confundía con la noche, y Gadir, sumergida en las sombras, seguía dormida, ajena al estéril sacrificio de su príncipe. El tartesio se revolvía contra aquel aciago sacrificio, y, como un náufrago atraído por una ola a rocas extrañas, gimió y maldijo a los dioses tirios.

Luego deliberó recluido en su alma acerca de la maldita acción de la que había sido testigo, y lloró amargamente. Tras el llanto, como si hubiera despertado de un turbio sueño, contempló el anguloso perfil del templo y sus siniestros recovecos, pareciéndole un antro de muerte y superstición. La vacilante bóveda celeste amenazaba con desplomarse sobre las cabezas de los que regresaban a sus moradas. Olió el betún de los calafateadores y el salitre, y paladeó la salmuera de su saliva agria; y sin poder contenerse, un chorretón de bilis escapó de su estómago, como si en la terrorífica función hubiera bebido sangre y aguas amargas.

De ningún modo podría borrar de su mente el cuerpo lívido de Milo tendido en el altar de Baal, trémulo e inerme, y luego consumido por la combustión del fuego, y atizado por el aliento de sus mismos compatriotas. Caminó con el ánimo sumido en la confusión, y cuando se arrinconó en la barca rumbo a Turpa, gimiendo como un animal malherido, por la bahía tartéside jirones carmesíes incendiaban el horizonte.

Un perro tiñoso gruñó al lucero de la mañana con un ladrido lastimero.