LA DECISIÓN DE MILO

Las palabras cayeron rotundas, como una lápida sobre un sepulcro hueco.

A Argantonio se le heló la sangre con la insospechada confesión, y en su rostro afloró un gesto de incredulidad, como si su mente no lo tolerara. Quedó desmadejado en el trono, en medio de un profundo mutismo. Los ministros intercambiaban miradas de asombro, y en el salón sólo se oía el zumbido de las erráticas moscas.

¿Milo, el amado sarím de Gadir, el huésped predilecto del rey, el sucesor de Zakarbaal, el fiel aliado, resultaba ser a la postre el anónimo instigador de la trama y el brazo ejecutor de la agresiva política de Cartago en Occidente? ¿Había sido su amistad una descarada mentira? ¿Habrían de aceptar que su rostro ocultaba un corazón desleal? Les costaba creer que hubiera llegado hasta ellos con la docilidad de la araña, para, con mentiras y falsas dulzuras, traicionarlos.

A Hiarbas se le cortó el aliento y las rodillas le temblaron. ¿Hasta ese extremo lo había llevado su desesperado amor por Anae? Su cólera inconexa le pedía abalanzarse sobre aquel embustero y arrancarle el alma allí mismo. Pero no quiso arriesgar juicios morales, pues tras un océano de mudez, Argantonio, anticipándosele, manifestó arrojando fuego por las pupilas:

—¡Mientes para salvarte, engendro de una serpiente! Eso es una falacia que imputas sin pruebas, ¡zurcidor de mentiras!

—Que Horus, el halcón sagrado, me haga vagar por la oscuridad eterna si miento, y bien saben mis dioses que merezco la muerte por traicionar a un hombre al que venero.

—No obstante… La frivolidad que exhibía Milo y la capacidad para mudar opiniones siempre me inquietaron —reconoció el sumo sacerdote Hilerno.

El pentarca se sumió en el desconcierto. Pero reflexionó, concediéndole visos de credulidad a la imputación del egipcio y su tajante juramento. ¿Cómo podía haberlos embaucado durante tanto tiempo? ¿Hasta dónde puede llegar la sed de poder para quebrar amistades tan acendradas? ¿Milo un conspirador y traidor a su patria y a Tartessos? ¿Qué afán inconfesable lo había llevado a entregarse en manos de los ambiciosos cartagineses? ¿Se había convertido en un loco visionario adelantado a su tiempo?

¡No, no podía ser! Por otra parte, ¿no posee el corazón razones que la razón ignora? Y, ¿por qué habría de mentir un hombre que se abocaba a ser ajusticiado y que se jugaba la vida de quien más idolatraba? Argantonio se vio encadenado por los contradictorios impulsos de su corazón convulsionado, por lo que exigió al reo una explicación inmediata:

—¡Prueba lo que dices, o ejercitaré mi amenaza sin compasión!

Y, como emergiendo de la antesala de la muerte, Sinufer propuso:

—Convocad a su padre, Zakarbaal, y él mismo os lo revelará. No ha mucho que también supo por Narbaal de Tiro de su fidelidad a la causa de Cartago y de sus tratos ocultos con Urizat Barca, con quien intrigaba en secreto.

—Pero ¿por qué habría de conspirar contra su padre, Gadir y sus aliados?

—Milo sufría constantes vejaciones por parte de su propio padre, que lo humillaba ante los poderosos de Gadir, incluso amenazándolo con separarlo de la sucesión a favor de un primo suyo, por lo que buscó la ayuda de una Cartago deseosa de precipitar los acontecimientos con su intervención en esta parte del mundo.

—¿Obra entonces por despecho asociándose con una banda de canallas? —se preguntó Abilonus, acariciándose los dientes de jabalí.

—Tal vez —replicó—. Aliándose con Cartago tendría el paso franco hacia la más alta magistratura de la ciudad sin esperar la muerte de su padre, y apoyaría a los cartagineses frente a los griegos, que ya merodean por el Tirreno.

—De modo que Cartago nos acecha para precipitarse sobre nuestra plata.

—O ellos, o los griegos. Esa es la disyuntiva, y Milo así lo intuyó —reveló altanero el reo.

—Los helenos se hacen acompañar de la sabiduría, del trato justo y de la amistad, y los cartagineses del hierro y la desolación —replicó el rey.

Argantonio encajó un golpe que no esperaba, como si de improviso se le hubiera desvelado ante los ojos un futuro desolador. Se resistía a aceptar que Milo, al que quería como un hijo, fuera el instigador de la conspiración junto a su médico personal y la protegida sacerdotisa de Noctiluca. «¿Acaso los dioses vuelven la cara al más compasivo y devoto de los pueblos?», se dijo.

Entretanto, Hiarbas, que sabía de la severidad en el trato de Zakarbaal hacia Milo, quizá provechosa por su carácter tornadizo, insistía en negarse a creerlo, escudriñando al egipcio con pupilas encendidas. «¿Intentará desacreditarlo en su desesperación?», pensó, y rogó la venia del soberano para tomar la palabra.

—¡No le prestéis oídos! Milo nunca hubiera dispuesto la muerte de Anae.

—Desconocía la orden —aseguró el reo—. Al poco de llegar de Tiro, donde se entrevistó en secreto con el príncipe Urizat Barca, su padre confinó al sarím Milo en una celda del templo de Baal Hammón, y Piroes, aunque lo intentó, no pudo consultarle la terminante orden arribada desde Cartago.

—De ninguna de las maneras la hubiera aprobado; él amaba con locura a la sibila sacrificada a los pies de Ataecina —insistió el pentarca.

—Milo es un hombre ambicioso y venera el poder, ¡y no sabéis cuánto! En él es una enfermedad sin cura.

Ya nadie esperaba un gesto humano del monarca. ¿Qué malvados sentimientos anidaban en el espíritu del príncipe fenicio para merecer semejante respuesta? La traición, según las seculares leyes de Habis, constituía en Tartessos el pecado más execrable; de modo que uno de los jueces lo atravesó con una mirada de desdén, y dictaminó inclemente:

—Aquel que aflige a su rey con la traición alimenta a los dioses en su contra. Y entonces, ¿cómo pretendes que nosotros ejercitemos la generosidad contigo? «Nadie es castigado en Tartessos, si no lo es por sus propios crímenes; y si Poseidón lo abate con su brazo, que no sea considerado como desgraciado, sino como un reo digno de escarmiento», dice el código sagrado de las Columnas.

—Nuestros antepasados claman justicia, justo señor —reclamó Bulkar.

—Estoy preparado para morir, pero me acojo a vuestra benevolencia —dijo el egipcio sollozando.

Argantonio asintió con la cabeza, mientras los jueces investigaban en los legajos, papiros y en las láminas de bronce de las leyes del rey Habis. No tardaron en corroborar en los retóricos dictámenes del pasado la sentencia que merecía el médico felón. Argumentaron en voz baja, deliberaron sobre las pruebas, y, convencidos de la justicia de su veredicto, se lo comunicaron al soberano, quien, tras escucharlo, se detuvo a reflexionar con las manos sobre su rostro. En la sentencia la palabra misericordia no podía tener cabida. Luego, con los labios crispados y emergiendo de su reflexivo sopor, se alzó del estrado exornado con marfiles. Dirigiéndose a los escribas, sentenció áspero:

—Alzo el báculo de la palabra infalible, la que habla por los Diez Reyes, y reclamo el derecho a amparar Tartessos de las insidias de sus enemigos. No dejaremos esta ofensa sin castigo, y por tan alevosa traición determino que Sinufer de Menfis sea condenado a morir. Ordeno que sea borrado de los anales del templo el nombre de Anae, la sacerdotisa de Noctiluca, y prescribo para Creuseo el exilio. Sean enviados legados a Zakarbaal de Gadir para que responda antes de una luna y ante este mismo trono de la infame conducta del sarím Milo, su primogénito, o los pactos y alianzas entre los dos pueblos serán revocados y abolidos. Que se cincele en oricalco esta sentencia y sea apostada para afrenta pública en las Columnas del templo del padre Poseidón, el de los cabellos azules, a cuyo justo amparo nos acogemos.

—¡Ha hablado el rey! ¡Que su palabra se transcriba y se acate! —clamó el juez.

El médico, arrastrándose ante el jurado, rogó misericordia; pero el dedo de la ley lo había señalado de forma irrefutable. Inmediatamente, y a una señal regia, el soldado rasgó de un tajo el saco y el médico, arrojando salivazos por la boca como un perro rabioso, emitió un alarido de pavor mientras el efebo gritaba desgarradoramente, bañándose con sus propias inmundicias. Sinufer se agarrotó, aguardando la picadura mortal de las víboras.

—¡Cartago empedrará sus palacios con cráneos tartesios! —gritó colérico—. ¡Que Anubis os ciegue!

Sin embargo, para general sorpresa, escaparon del fardel, raudas como pensamientos, dos crías grises de conejo, animal muy abundante en Tartessos, que desaparecieron por los corredores. Sinufer, sintiéndose burlado, maldecía y escupía a sus jueces, que sonreían ante el ardid del soberano, que había desatado la lengua del egipcio con un señuelo infantil.

—¡Os mesaréis los cabellos y rasgaréis vuestras vestiduras, porque de nada servirá mi muerte! Perderéis vuestras riquezas y la vida de placeres.

—Desóyelo, Argantonio. Has obrado según tu piadoso corazón y conforme a las milenarias leyes de este pueblo —dijo Balkar.

—¡Que Konsu[103] el tebano os maldiga. Tarde o temprano os inclinaréis como el junco ante su poder, y habréis de esconderos en las sierras, mientras contempláis vuestra propia ruina! —advirtió el inculpado.

Abilonus, que lo miró con repugnancia, consoló luego al rey:

—Lo deshonroso no es el cadalso que le espera, sino las acciones inconcebibles que ha perpetrado contra ti, que lo enalteciste con largueza.

Argantonio, con la mirada desolada, convocó a sus ministros en la privanza de sus habitaciones; y mientras se alejaba del salón, confesó:

—Me resultó muy amarga la infidelidad de Anae, injustificada y dolorosa la de Sinufer, pero me parece intolerable el proceder del príncipe gadirita. Preciso de una explicación convincente de los sidonín de Gadir y de las excusas irremplazables del sufete Zakarbaal, o se habrá extinguido para siempre y sin remedio la paz ente los dos pueblos.

—Si no podemos mantener la concordia con honor, dejará de ser una paz duradera, mi señor —lo apoyó Hiarbas con impasibilidad.

—¡Ratas de cenagal! —deploró Balkar—. Habremos de aceptar que Milo nos confundió con su perverso talento. El ser humano no deja de descubrirse como un compendio de contrasentidos.

Argantonio, absorto en sus propios pensamientos, se pronunció:

—Pero, para su desgracia, Milo ha sido vendido por el mismo a quien compró. Los chacales se han devorado entre sí. Demos gracias a Iduna por haber abortado la deslealtad y a los pérfidos con su soplo huracanado.

Desaparecieron por los corredores, pero el semblante de Argantonio abarcaba un rictus de preocupación y de desasosiego.

* * *

«La ambición ha supuesto para Milo la sombra que ha apagado sus sueños, el estiércol de su apetecida gloria. Renunció a lo que era por lo que codiciaba ser y se ha cubierto de ignominia. Que Astarté lo absuelva», se dijo Hiarbas.

El avisador de las lunas hizo resonar el cuerno con rebato y alarma. Desde la atalaya, anunciaba con roncos retumbos, seis días después de la sentencia a Sinufer, la presencia de una flotilla de Gadir de gaulós con las retadoras cabezas de caballo en los espolones, como si un ejército de équidos acuáticos amenazaran la placidez de Turpa. Los remos se hundían en el océano, que ondeaba sereno como un pañuelo de seda azul.

—¡Veinte naves de Gadir por el ocaso, y están avanzando! —gritó.

Los pescadores que echaban las redes se paralizaron, y los moradores, al reclamo del cuerno, abandonaron los jergones; Turpa entera se agrupó bajo las palmeras del embarcadero. Nadie recordaba, desde hacía muchas lunas, la comparecencia en los muelles tartesios de una escuadra gadirita tan nutrida. Hacían sonar los clarines de atraque y enarbolaban el estandarte del gran sufete con la efigie de Melqart, evidenciando su comisión amistosa.

Apresuradamente, comparecieron los dignatarios con las túnicas orladas, oficiales bizarros, un ir y venir de soldados y un aturdido Balkar que se apeó de un palanquín. La galera comandante alzó los remos y atracó en la dársena. De ella descendió un heraldo que parlamentó con un Balkar hierático y con cara de pocos amigos.

Por los mentideros de Turpa hacía días que, coincidiendo con la Luna Oscura, corrían como un torrente desbocado falseadas noticias, exageradas por la voracidad del rumor, y se comadreaba de pactos violados, de ejecuciones secretas y de traiciones bajo el trono del rey a las que, según se decía en voz baja, no era ajeno el sarím Milo de Gadir.

Aseguraban enemistades entre tartesios y sidonín, así como la cólera contenida del gran padre Argantonio, por lo que el pueblo permanecía en esquivo silencio, aguardando un enérgico desaire hacia el aliado del otro lado de la bahía que purificara el ultraje y el orgullo herido. Pero advirtieron que Balkar asentía con la cabeza cortésmente y cómo por la escala descendía, soberbio como un pavo real, Zakarbaal de Gadir seguido del más lujoso séquito que jamás se había presentado en el muelle de Turpa:

—¡Que Baal-Shamín, creador del cosmos, proteja a tu rey y a tu pueblo! —saludó el gran sufete.

—Sea Poseidón, el que ciñe la tierra, quien os acoja con armonía, Zakarbaal, señor de Gadir, de la regia estirpe de Tiro —le replicó Balkar.

La gente, que alzaba los pescuezos ansiosa, difundió exclamaciones de asombro ante el centelleo de los diamantes, topacios y amuletos que exornaban las orejas y manos de los fenicios, y ante las sedas de sus gorros puntiagudos, las púrpuras de Lixus y las violadas estolas de Frigia con las que se cubrían los droms, los aristócratas gadiritas del Consejo de los Veinte. Relucían en sus rostros cetrinos las perlas de Ofir y la alheña roja que enaltecía sus barbas rizadas. El sufete del mar y la tierra firme y rab khum, gran sacerdote de Baal Hammón, con afectada dignidad se acomodó la capa de tafetán de Babilonia y se cobijó en la litera, cubierta con un parasol de hilos de oro.

Confundidas entre el bullicio, se alzaron dos cabezas interesadas, las de Níobe y Hiarbas, que observaban expectantes si tras el sufete aparecía la figura de Milo —la cabeza visible de la intrigante trama que muy pocos conocían—, anhelando cruzar unas palabras con el sarím que los sacaran del marasmo de dilemas en los que aún se hallaba; pero el príncipe no compareció, por lo que una tristeza infinita sacudió al orfebre: «¿Cómo pudo aprovecharse de mi amistad tan insidiosamente?».

Entretanto, la multitud había prorrumpido en gritos y silbidos contra el cortejo de Gadir, que parecía la comitiva de un sátrapa de Susa, altanera, pero disciplinada. Una abundante escolta de iberos, con las túnicas de lana, el gorro de fieltro pegado a las cabezas y las falcatas de doble filo desenfundadas, rodearon a los vecinos gadiritas.

—¡Amasadores de riquezas, cananeos avarientos! —les gritaban.

El gentío hubo de plegarse ante la fiereza de los norteños, y prorrumpió en gritos de protesta sin saber a ciencia cierta el motivo por el que los increpaban. La marea humana acompañó a la comitiva al son metálico de las tubas, del seco parcheo de los timbales y de las cuerdas de los afinados nebal[104], mientras un sol implacable caía a plomo sobre Turpa, paralizada por la inesperada visita.

—¡Lobos, raza de víboras! —los maldecían algunas comadres.

En la puerta de la Hoz de Oro le ofrecieron a Zakarbaal los obsequiosos dones de la hospitalidad, la sal y el pan candeal, y tras ascender las escalinatas de la residencia regia, un deleitable obsequio para la vista y un delirio de floreadas terrazas, la cohorte se perdió entre el intrincado laberinto de galerías. La puerta de bronce se cerró a cal y canto, y el estruendo de la muchedumbre se convirtió en ensordecedor, aclamando entre vítores a su rey e infamando con insultos al sufete de Gadir.

—¡Con una mano regaláis y con otra nos robáis! —clamoreaban.

Transcurrieron las horas y la batahola de imprecaciones no cesaba. El ambiente amenazaba con tomarse incontrolable. La gente aguardaba acontecimientos, mientras saciaban su sed con zumos de moras y limones, melones zumosos y agua fresca que vendían los aguadores en rezumantes cántaros de barro. Los alborotadores y mensajeros del rumor cuchicheaban en los corrillos y hablaban de tumultos, de disputas y de acaloramientos entre el sufete y el rey. Según los alcahuetes y recaderos, un jardinero palaciego hablaba de apresamientos y violencias dentro del salón del trono.

—¡Ya lo decían nuestros abuelos, «no te fíes nunca de un fenicio»!

Una rebeldía latente contra Gadir y sus gobernantes se palpaba en el ambiente, y Hiarbas, temeroso de la turbamulta, se temía lo peor. Respetaban a los dioses tirios por razón de simple superchería, pero les infundían temor, y cualquier día saltaría la chispa del enfrentamiento. Además, los tartesios, amantes de la armonía con sus vecinos, no ignoraban que duplicaban sus provechos a costa de las riquezas de sus minas y campos, que ejercían la usura con descomedimiento, a veces el abordaje y el pillaje en el mar de Afuera, y que imponían sus insaciables dioses, por lo que el clima de enfrentamientos ascendía con el sofocante calor.

—Ya propagaban los infaustos presagios de Noctiluca, que habían caído piedras de la Luna; y el viejo Therón asegura que la constelación del Cocodrilo se ha transmutado en miles de estrellas —respondían en voz baja unos locuaces chamarileros que habían abandonado sus tenderetes.

—¡Habladores de lenguas impostoras! —gritó un pescador.

Hiarbas y Níobe, que se vieron rodeados por unos mendigos andrajosos y unos marinos mutilados con las encías sangrantes que miraban a la sanadora con lascivia, se alejaron del insoportable hedor humano. El pentarca se negaba a aceptar los chismes de los maldicientes, e incluso se sonreía con las exageradas habladurías, pero sintió alarma cuando vio entrar por el postigo lateral al logoteta Manto, el comandante de la guardia real y del ejército tartesio, un ibero hercúleo de la tribu de los tárdulos que no conocía ni la piedad ni el miedo.

—Abandonemos este lugar, Níobe. No me gusta el cariz que toma esto.

Mientras se escabullían, la puerta palatina se abrió de par en par, pero ni el monarca ni el sufete comparecían, por lo que la alborotadora turbamulta comenzó a gritar escarnios malsonantes contra los sidonín, y más cuando emergió del interior, en marcial y compacta formación, una horda de guerreros iberos con los carcaj en bandolera y enarbolando lanzas con puntas de fresno que intimidaban. Tomaron posiciones en las gradas, y el gentío enmudeció.

Turpa no estaba acostumbrada a tan excepcionales demostraciones de fuerza, y sus habitantes recelaron. Brillaban con el sol las picas asirías de bronce, las celadas de plata forjadas en las fraguas de Cástulo, las placas de oricalco de las corazas y los arcos de los mercenarios númidas, que se apostaron en las gradas del palacio y del cercano templo de Poseidón.

El asombro aumentó cuando sonaron los bronces del santuario y un venerable anciano engalanado con la túnica talar de lino compareció en el pórtico del tabernáculo y anunció a la alertada concurrencia que se ofrecerían sacrificios de toros en el ara del santuario, práctica únicamente reservada a los grandes fastos, a los tiempos de calamidades astrales o ante previsibles hostilidades.

En opinión de Hiarbas, aquel inexplicable derroche de sacrificios traía adversos presentimientos, y pensaba que la algarabía, dominada por el miedo y la ignorancia de los hechos podría convertirse en un tumulto indomeñable. Guerreros e inmolaciones no provocaban precisamente buenos presagios, y al pentarca le dio un vuelco el corazón. ¿Habrían llegado a un punto de inaceptable entendimiento los dos gobernantes, o incluso a una declaración de guerra por el detestable y poco amistoso proceder de Milo?

El pueblo protestó y exigió a gritos una aclaración a los excepcionales acontecimientos que se habían precipitado aquella mañana de estío en Turpa, y algunas mujeres comenzaban a angustiarse en el preciso instante en el que del interior del palacio surgió una música zumbona y deleitosa de chirimías, arpas, nebales, tamboriles y flautas. Tras ella, en la cima de la jerarquía, como si los inspirara el aliento de los dioses, las figuras impávidas y sonrientes de Argantonio de Tartessos y Zakarbaal de Gadir, que se abrazaban gozosos ante la perplejidad de cientos de miradas.

En toda su grandeza y boato, enarbolaban, uno el cetro de topacios de los antepasados tirios, y el tartesio el cayado de plata que perteneciera a Gerión, símbolo del poder sobre los Diez Reinos. En su hieratismo parecía que nada pudiera perturbarles, y el pueblo, consciente de que se había dejado llevar por volubles habladurías, los aclamaba sin cesar. Expresando mediante un gesto visible que bendecía la inalterable amistad entre los dos pueblos, Argantonio besó las mejillas del sufete, quien, a su vez, sobrecogido por la estima del monarca tartesio, lo abrazó con efusividad derramando lágrimas de devoción.

Un heraldo hizo resonar la tuba, para luego clamar a los cuatro vientos:

—¡Sea homenajeado el sol y se extienda más allá de las estrellas, porque los dos pueblos han revalidado la amistad y los pactos eternos!

La muchedumbre prorrumpió en vítores y sintió que se deshacían sus angustias y se desechaban los infaustos augurios. Intuían que los lazos que los unían a los sidonín de Gadir permanecían tan perdurables como el amparo del hombre sabio que los gobernaba, el gran Argantonio, que iniciaba la procesión hacia el templo en una litera de color jacintino que compartía con el sufete. Los penachos de plumas y las esferas de plata que adornaban el palanquín relucían como el azogue, mientras el rumor del gentío los acompañaba, buscando la aprobación de Poseidón, el dios del poderoso tridente.

—Sólo existe la paz; en la confianza, Níobe, pero me pregunto, ¿cómo habrán saldado el espinoso asunto de la participación de Milo en la conjuración? o ¿acaso todo ha sido una vil patraña? —preguntó Hiarbas a su compañera.

—Tal vez no hayan extinguido sus mutuos recelos, pero al menos los han dejado en suspenso ante el temor al enemigo común. El rey te lo revelará.

Lo que el orfebre no se imaginaba era que la respuesta que lo angustiaba de tal forma fuera a ser satisfecha sin dilación ni respiro pala sus maltrechos sentimientos. En aquel mismo instante, en Gadir, un escriba apresurado rasgaba un mensaje en una tablilla de plomo cotí destino a Hiarbas de Egelasta.

Asió la mano de la muchacha y admiró su cabellera azabache, peinada en rizos con sartas de diminutos peines de oro, el bermellón de sus labios como granadas y el antimonio de sus párpados, que conferían a su maduro rostro del color de la miel añeja, una tonalidad perturbadora. Hiarbas, confuso, sin dejar de admirar a aquella hembra fascinante, le confesó sin poder contenerse:

—Bendita sea la diosa que te puso en mi camino.

—Tú te mostraste ante mí como la primavera que renace la vida, y renovaste mis ganas de vivir. Mis entrañas no podrán suspirar por otro hombre.

—Soy el cautivo de tu corazón, Níobe —le confesó.

Sus ánimos, después de muchas lunas, brotaban al fin benignos. Desaparecieron entre la bulla, antes de sumirse en las frescuras de su morada del Campo del Alfarero y escuchar sumergidos en la alberca de los caños el canto del ruiseñor y paladear refrescos de nébeda y limón, agotados por el espejismo de calor que ascendía por las callejas de Turpa, abrazada por la prodigiosa inmensidad de un cielo azul índigo.

* * *

En la probidad de la mañana, dos días después, y en medio de un dédalo de suaves contraluces, recibió Hiarbas un correo procedente de Gadir, que abrió y leyó con temor, pues testimoniaban una mano temblorosa y torturada:

De Milo, a Hiarbas, en Turpa, Salud, y que Astarté, la generadora de la tierra te acompañe.

Mi dilecto amigo, atormentado por los graves escrúpulos de mi conciencia y ardiendo en deseos de reparar los errores que me inculpan de deslealtad a mi casta a Gadir y a tu rey, que seguro ya conoces, he decidido abandonar los placeres mundanos y, ataviado con la túnica blanca de la pureza, consagrar mi vida al creador del universo, Baal Hammón, en los fastos que lo ensalzarán en Gadir con el cambio de la Luna, para así escapar del envilecimiento que se ha arrojado sobre mí.

Pues, ¿qué futuro me aguarda en el mundo cuando los de mi estirpe y mis amigos más queridos pronuncian contra mí sombríos y amenazadores anatemas? Con resignada pena ignoro si el tiempo me absolverá, pero si algo reprocho a mi malentendida conducta es haber perdido a mi amada en mi loca obsesión, y tal vez tu probada amistad.

Nadie ha comprendido mis visiones y, aun cuando tú no ignoras que los dioses desdeñan las desgracias humanas, ante ellos y ante los hombres esclareceré mi dudosa conducta, que me ha convertido en reo del desprecio del mundo y me ha granjeado la repulsa de mi raza. Comoquiera que esta ceremonia religiosa de consagración está vedada a extranjeros, te envío con el correo un hábito talar del dios Nabu, la deidad de los escribas, con el cual podrás acceder al templo sin ser importunado. Demuestra ser amigo el que lo es en el infortunio, y el mío supera lo insondable. Que la diosa ame a mi único amigo, y que en su comprensión absuelva mi equivocación.

Hiarbas permaneció magnetizado con los trazos del tríptico, y en su rostro se leyó una sorpresa reverencial ante la impredecible decisión del sarim. En sus céreos signos había encontrado la respuesta a sus interrogantes sobre la conciliación hallada por los dos gobernantes. El espinoso asunto de la conjura podría haber empujado a la beligerancia a Gadir y Tartessos, pero la decisión de Milo de consagrarse al sacerdocio lo había evitado. No obstante, le asomó un atisbo de incredulidad cautelosa.

Milo, descubierta su felonía, daba por sí mismo los pasos que labrarían su propia degradación personal. Divulgada su infamia, asumía su responsabilidad en la traición a su patria y a sus aliados, mostrándole la decisión tomada sobre su vida futura. Se retiraría del mundo y de sus fastos y se consagraría a Baal Hammón y a la religión de por vida.

Al parecer, este remedio, por las muestras de adhesión exhibidas en las escalinatas del palacio, había reparado el incómodo despropósito y satisfecho a Argantonio, el amante de la concordia. Hiarbas acogió con estupor el arreglo, tal vez alcanzado en aras de una paz duradera entre los dos emporios aliados.

Sin embargo, a Hiarbas le costaba aceptar que Milo, cabeza e instigador de la intriga, se ungiera con el óleo sagrado e ingresara en la casta sacerdotal de Gadir, prometiera votos de celibato, se rasurara la cabeza y enclaustrara su principesca identidad en un ropaje talar para entonar himnos, interpretar sueños o inmolar cameros en el altar. Sabía que miembros de la familia real gadirita habían elegido el camino del sacerdocio y que su primo Munazar, al que había conocido en la noche de Astarté, regía como rector la venerable comunidad de Melqart. Pero ¿acaso su pecado no había sido pavoroso y de consecuencias espantosas para Gadir y Turpa?

«Purificará su memoria recluyéndose en el templo para siempre. Muerta Anae, su corazón no debe apetecer nada más, y allí expiará sus execrables pecados. Quiera el dios implacable que logre el sosiego de su espíritu, y que Tanit lo acoja como hombre de dios, pues los hechos se suceden únicamente por su designio», dijo para sí.

Silenciaría la invitación a Níobe y al mismo rey, atesorándola entre los insólitos recuerdos de su vida, en un morral atestado de tristes desventuras.