LA CONFESIÓN

Una luna espectral plateaba la apacibilidad del santuario, que con su placidez parecían unirse a la trágica muerte de la pitonisa.

La noche había comparecido y el recital de los grillos había sido acallado por las voces de los sacerdotes, que coreaban oraciones elegiacas a la diosa de las Tinieblas implorando la inmortalidad para la elegida envenenada. Recogieron el cuerpo, lo purificaron con esencias de cinamomo y mirra y lo condujeron en una fúnebre procesión iluminada por antorchas de resina hasta la gran cámara del santuario, el sacro Zaronah, negro y perfumado con incienso del País de los Aromas y ámbar del lejano Abalus.

Enlucido de rojo, el templete atesoraba suntuosos objetos dedicados al culto, un altar oval y una negruzca talla de Ataecina con los ojos blancos como la leche y las pupilas rojas como el fuego, espantosas como dos luceros aciagos. Hiarbas manoseó sus amuletos, pues desconocía si el poder de aquella mirada intensa era infausto o halagüeño. De las paredes pendían valiosos aríbalos de Naucratis, espejos de marfil, platos de oro con ciervas talladas —el signo de la diosa—, caballos de bronce, campanillas de plata pulida, estelas y arreos dorados ofrendados por los guerreros cempsi, devotos de la Reina de la Noche, y vitreas caretas de esmalte, posiblemente las efigies de antiguos sacerdotes y jefes.

Enmudecieron los ruidos, y se veló su muerte en un silencio sólo quebrado por los lamentos de unas plañideras vestidas de negro que partían el alma. Hiarbas observaba la fría piedra donde yacía el cuerpo sin vida de Anae, con el pecho flácido y un rictus macabro deformando su rostro, y pensó que la única conspiradora inapelable de la vida era la muerte, la administradora implacable del mundo, la que se carcajea de los humanos y no olvida el momento en que ha de segar la vida de cada mortal.

A Anae la habían señalado los oráculos de Psycro y Dídime como la moradora del Mundo de las Tinieblas, y no habían errado. Apesadumbrado, evocó también a Therón, que la había marcado como «la víbora ponzoñosa». Ahora todo concordaba, y en el rompecabezas de dudas encajaban una a una las macabras piezas de su destino.

«¿Quién reinará en el más allá? ¿Cómo vagarán nuestros espectros en el Tártaro? ¿Reconoceremos a nuestros antepasados en el reino de las Tinieblas?», cavilaba.

Pasada la medianoche, bajo el bilioso fulgor de las antorchas, trasladaron el cadáver hasta las lindes del templo, donde los sirvientes habían alzado un túmulo para incinerarla. Resonaban las salmodias y la voz de Méntor:

—¡Ha comparecido la Muerte, pero tras ella luce la vida inacabable!

Una lechuza ululó en el momento que Méntor depositaba un huevo coloreado de avestruz a sus pies, el signo de la inmortalidad tartesia, y prendió los sarmientos secos de la pira funeraria. Las llamas brincaron en torno al famélico cadáver de la sacerdotisa, minado por el ayuno y el veneno, iluminando las estelas funerarias y el campo de tumbas, los adustos rostros de los presentes y las copas de los fresnos que, como fantasmagóricos cíclopes, contemplaban el fuego purificador. Algunos sacerdotes se cortaban los bucles de las barbas y los arrojaban al fuego, mientras el pontífice alimentaba la fogata derramando aceite y vino en ofrenda a la deidad, implorando:

—¡Atacina, si hemos provocado tu ira, no nos castigues con dureza!

Entretanto saltaban las últimas chispas y la pira se extinguía en azulinas llamaradas, en la mente de Hiarbas se despeñaban los recuerdos vividos junto a la sibila, las noches del Lucero y de Astarté, su deslumbrante desnudez, la delicia insaciable de su piel morena, los momentos de amistad junto al sarím Milo, y tomando un vaso de alabastro con óleo de Judea lo vació sobre sus cenizas. Sintió en lo más profundo de su ser que algo infinitamente augusto lo unía al espíritu de la pitonisa, conmoviéndolo hasta el punto que improvisó una plegaría recitada con los brazos extendidos:

—El áspid del veneno ingrato ha mordido tu juventud, Anae. Todo se ha desvanecido, una amistad, una época dorada, tu perfume durable. Apenas si has gozado de los placeres de la vida, y ya has abandonado la tierra en una agonía desgarradora, cuando se desplegaba ante ti un destino mimado por la Luna. No acierto a comprender el delirio de tu ingratitud hacia tu pueblo, y me acongoja como tartesio, pero quiero pensar que sólo has sido la paradójica víctima de un visionario y de una errónea locura.

»Que Némesis, siempre despierta, no eternice su castigo, te absuelva y te acoja entre los inmortales —concluyó.

A Hiarbas le costaba tolerar la imagen de la muerte.

La ceremonia concluía, cuando el sol naciente buscó la vida en las espesuras con vidriados trazos, y bebió el rocío con sus tibiezas. Los sacerdotes desollaron un carnero lanudo y lo ofrendaron en honor de Anae, arrojando al fuego el vellón, que engendró una llamarada blanca.

—Hiarbas, por tu bien, no interfieras en la justicia del rey, y no intentes redimir la memoria de Anae, pues en los anales de Tartessos será recordada como una hembra maldecida. Y si ha sido respetada no es por ser mujer, sino por ser sagrada; pero cabe dentro de la fragilidad original de las mujeres, que carecen de voluntad y atinado raciocinio —dijo Balkar, desabridamente.

—No te muestres riguroso con ella, gran tesorero, se vio rodeada por la confusión y los miedos, y su fatal estrella debe abrumarnos. Con frecuencia se traiciona por debilidad más que por designios premeditados.

—Cuando el rey la encumbró, nunca mostró gratitud, sino soberbia —replicó—. Una mujer que odia y ama a la vez es capaz del mayor de los excesos.

—Se aproximó al hálito de la diosa, y no resistió su fuego devorador —manifestó Hiarbas apesadumbrado.

* * *

Una soledad infinita se apoderó del pentarca, quien, con el anillo de Anae y el vaso de sus cenizas en el talego, emprendió, tras un breve descanso, el camino de regreso, confundiendo amanecida con amargor. Cuando espolearon los caballos, una bandada de palomas que anidaban en los encinares emprendieron un vuelo confuso. Una de ellas, zarca y brillante, que de plata parecía, ascendió hacia el firmamento azul, perdiéndose en el infinito, y Hiarbas pensó en Anae, la voz perdida de Noctiluca, a la que nunca recordaría como una mujer maldita.

* * *

Los rescoldos de la pira mortuoria se extinguieron, y a pocos estadios del templo, los temibles mercenarios del rey avistaron oculto entre los humos de un miserable poblado de chozas un carro tirado por dos muías rezongonas que desaparecía por el camino del sur, el que conducía a los poblados mineros de la sierra y luego a Tucci. A pesar de la tenue viveza del albor, vieron fulgurar tras el arriero y los siervos el oblicuo cráneo del egipcio, que no había advertido la llegada de sus perseguidores. El oficial detuvo la cabalgadura y se protegió con la mano del sol.

—¡Atrapadlo! —ordenó desabridamente.

Los aguerridos iberos, ferralla en mano, rodearon el carromato con vertiginosa destreza, mientras destapaban la lona que ocultaba a un Sinufer adormilado y ajeno al peligro que se le venía encima. Al comparecer ante los atónitos ojos del médico el destello de las dagas, un mudo espanto lo atenazó. Primero pensó que se trataba de salteadores de caminos, pero inmediatamente su tortuosa fisonomía se trocó en pavor. Acorralándolo, lo conminaron a descender, y comprendió al instante que había sido descubierto, que su vida valía menos que un siclo de cobre y que el ambicioso plan en el que se movía como una serpiente de Nubia se abocaba al más rotundo de los fracasos.

Intuyó que huir hacia un cercano encinar, donde revoloteaban unos buitres carroñeros, concluiría en una muerte indigna, cazado como un conejo, por lo que, en una maniobra ágil, asió el zurrón de sus pócimas y una redoma que contenía venenoso cardamomo, intentando llevárselo a la boca. Pero una mano de hierro, brutal y expeditiva, aplastó el frasco contra el pescante.

—Tu vida ya no te pertenece, perro egipcio. De ella y de tus traiciones has de responder ante el rey —clamó violento un ibero, ordenando a continuación que lo maniataran.

Una corriente de espanto se adueñó del físico, que temblaba con los ojos espantados y una expresión enloquecida. Él, el respetado médico real, el rico e influyente cortesano, se estrujaba el cerebro y no acertaba a comprender qué podría haberse malogrado en un proyecto que creía perfecto e ignorado; y sobre todo, quién lo habría delatado.

* * *

Los días aciagos se sucedían en Turpa, que relucía como el oro viejo.

Apenas había tenido tiempo Hiarbas de desatar las alforjas del viaje, cuando al día siguiente el rey lo citó en palacio, donde tuvo que relatar la trágica y anunciada muerte de Anae. Argantonio le rogó que asistiera al juicio de Sinufer, y agobiado por el cansancio regresó a la caída de la tarde al Campo del Alfarero. Tras orar ante sus dioses familiares, se dirigió a la cámara seguido de la solícita Níobe, que besó sus mejillas. Súbitamente, el viento del este arrancó una brisa matizada de polvo impalpable, y al poco tiempo se sumió en un éxtasis inefable alojado en la tina de baño, con la dulce y desnuda compañía de la sanadora. Comió y bebió con ansia queso, pastelillos de cordero, dátiles y dulces brevas del huerto, mientras narraba a su sorprendida amante el patético final de la sacerdotisa.

—Un final infausto que viene a corroborar tus sospechas, Hiarbas. Con la deslealtad nunca se puede disfrutar de un corazón apacible, y tarde o temprano las pruebas acusan a los malévolos, acarreándoles desgracias.

—He sido testigo de una muerte estéril y cruel; aunque agonizó con brío, aceptando irrevocablemente su fatal estrella. Aún me siento confundido.

—No la exculpes, Hiarbas, no ha sido víctima de la calumnia o la sinrazón, sino de sus propias ambiciones y baldías venganzas —le contestó ella con firmeza.

—Sin embargo, al parecer hemos vuelto al punto de partida —se lamentó desilusionado—. ¿Se ha detenido acaso la intriga? ¿Conocemos quizás al gran inspirador? ¿Se trata de Sinufer?

—La explicación se halla ahora en ese médico desleal, si consiguen que suelte la lengua —aseguró.

Níobe obedeció a sus deseos, se ensimismó en su mirada de ternura, tendida sobre un cobertor de lino de Egipto perfumado de aloe y agraz. La sensualidad y la voluptuosa veladura de la piel morena de la hembra provocaron al pentarca estremecimiento, dejándose acariciar con docilidad. Los vientres se juntaron, y susurraron palabras de amor nunca pronunciados hasta entonces, mientras sus alientos preludiaban la dulzura de un encuentro salvaje.

Hiarbas aprendía en las simas de su cuerpo con lentas caricias y ansiosos besos. Fresca y opulenta, Níobe nunca le había parecido tan sobrenatural en la calma, ni su morenez felina había revelado un talle tan hermoso en la calidez del agua almizclada. Un leve temblor lo arrebató, sacudiendo sus entrañas, y el amante, atravesando sus ojos, destiladores de esencias perfumadas, acarició sus senos colmos, que como dos palomas anidaban en su manso pecho. Y envueltos en la cascada de la Luna Brillante, se brindaron un éxtasis nunca antes experimentado. Cubierta de sudor, y con la boca túmida y entreabierta, le dijo:

—Sentiste pena de mi dolor y de mi cautividad, rescatando mi libertad. Ya jamás podré amar a nadie más que a ti —y no lo dejó contestarle.

* * *

Antes de la raya de un amanecer perezoso, el pentarca abandonó el lecho, tras un reparador descanso. Turpa reposaba tranquila, y sólo el canto de los jilgueros y pinzones en las alamedas quebraban la quietud de la alborada. Con un ansia afanosa, y a la media luz de las candelas, se decidió al fin a escribir una tablilla al sarím Milo, en la que debía proceder con un difícil equilibrio entre su promesa de confiarle cualquier noticia de Anae, y su lealtad a Argantonio y a la causa. Humedeció el punzón, abrillantó su sello personal, y rasgueó luego con firme entereza:

A Milo, sarím de Gadir. Salud.

Nunca mi mano se mostró tan temblorosa al comunicar una noticia, pero la amistad es más virtud cuanto más se demuestra en el infortunio. Según razones que no vienen al caso, mi rey me reveló el secreto paradero de Anae, cuya infidelidad me ha sido demostrada. Puedo asegurarte que vendió su alma a la diosa de la venganza y prestó su voz sagrada a la traición. Irritó al que servía, quien, a la postre, la tuvo que condenar con equidad. Se encontraba recluida más allá de las fronteras del reino, en territorio de los cempsi, y se supo en palacio que la acechaba un peligro amenazador.

Acudimos a auxiliarla, pero fue demasiado tarde, amigo del alma, pues un enviado de los infiernos, un secuaz del mal, se nos había adelantado, envenenándola sin misericordia, burlándose de los carceleros con su doblez y engaño. El mal atrajo al mal, y Anae ha cruzado la laguna de la vida en la más angustiosa de las muertes, aunque ya descansa en paz en el oscuro submundo.

Sé que esta nueva te causará un penoso dolor, y ya nunca podremos refugiarnos en su mirada fraterna, ni tú cobijarte en su regazo dulcísimo. ¡Qué desgracia, Milo! Ni Ataecina, la de los ojos de lechuza, pudo protegerla, y vencida por la Parca ha sido conducida en la flor de su vida al sombrío abismo de la muerte. Los dioses hendieron sus rayos en tu amada, la prodigiosa sibila de Tartessos, que murió en mis brazos con la serenidad de una heroína confundida.

Sus últimas palabras fueron para ti, así como esta valiosa reliquia que te acompaño y una bolsa con parte de sus cenizas. Ofrecimos sacrificios en su honor ante el túmulo, y la diosa quedó satisfecha. Les ruego a los dioses que te otorguen el valor necesario en este cruel trance, pues ni en tus familiares puedes refugiarte. Pronto, en la festividad de Baal Hammón, te rendiré visita, te narraré detalles de su aciago final, y te confortaré.

HIARBAS DE EGELASTA.

Turpa, en la cuarta luna de Addaru.

El palacio de Argantonio olía a jazmines en flor, y el trino de los ruiseñores arracimados en los álamos amenizaba la mañana. Las fuentes volcaban chorros diáfanos por los caños de plata, pero el aire esparcía un tufo de enrarecida sospecha. Hiarbas observó que los criados cuchicheaban a su paso agavillados en corrillos de murmuración, pues las malas nuevas habían arribado a Turpa con el médico encadenado. Temiendo la ira de los dioses por la muerte de la voz de Noctiluca, se inventaban conjeturas sobre la suerte del egipcio y se murmuraba de sacrilegios inconfesables en el sagrado Lucero, y de ciertos nobles de Mastia y de la costa cilbicense[100a] que habían sido investigados por supuestos tratos con los cartagineses.

Balkar lo recibió comunicativo, incluso con estima, mientras se refrescaba con un abanico de fino plumaje. Y aunque se le notaba tullido por el viaje y con el natural agarrotamiento por la cabalgada, parecía preocupado por conocer la declaración del arrestado. «¿Tendrá algo que ocultar esta bola de sebo?», se preguntaba Hiarbas, que aún desconfiaba del hosco dignatario.

—Ese gran bellaco escupe escorpiones y blasfemias y reniega hasta de su sangre. Lo han torturado, y ni aun así ha soltado su bocaza un solo nombre. Es duro de pelar, pero se angustia cavilando quién le habrá delatado —aseguró.

—¿Será juzgado según las leyes de Habis?

—Dado lo grave y reservado del asunto, Abilonus de Ónoba, Hilerno, tres jueces del tribunal de Asta y yo mismo lo juzgaremos sumarísimamente.

—No se derrumbará fácilmente, y entonces no habremos adelantado nada.

—El rey presidirá la causa, y no se mostrará conciliador. Muchos creen que es el cabecilla de la conjura.

El ambiente en el Salón del Trono era glacial, y el ceremonial severo y escrupuloso. Seis sillas de tijera y un sitial de alto respaldo aguardaban al monarca y a los magistrados, mientras dos escribas, sentados en sendas esterillas, alisaban los papiros y afilaban las plumas con estiletes. Compareció Argantonio formal y frío, vestido con la ritual estola azulada. El gran sacerdote de Poseidón, siguiendo el ancestral protocolo, esparció ceniza sobre sus pies, recordándoles que eran mortales y que sólo a los dioses luminosos y al padre Poseidón correspondía juzgar a los hombres.

A una indicación suya, dos guardias armados con arcos de fresno y hachas iberas empujaron al interior de la sala al médico encadenado, quien, con la cabeza baja y el cuerpo sangrante por el tormento, no articuló palabra. El diestro en cirugía aprendida en el templo de Asclepio de Pérgamo y medicina sagrada de Menfis se arrodilló envuelto en un amasijo de sucios jirones. Su cráneo repugnaba por los abscesos sanguinolentos y en su cara amoratada sobresalían dos pupilas dilatadas que se mofaban de sus acusadores con un rictus mordaz. Sin embargo, la deserción de alguno de sus cómplices lo torturaba, y la impotencia de no saber quién lo había delatado, o cómo lo habían descubierto, lo enloquecía. Le temblaban las piernas como hojas de sicómoro batidas por el viento, y, como si aguardarse la aparición de un colérico Poseidón que lo aplastara, paseó la vista con cruel expresión de uno a otro lado.

La atmósfera se volvía sofocante, y el silencio lo embargaba todo. Argantonio inició la vista, penetrante y brusco:

—No existe traición en Tartessos que escape a mis ojos vigilantes. Advierte una de las leyes de la Columna, «no maquines mal alguno contra el que ha depositado en ti su confianza, y si lo haces, sé reo de la ira del dios del mar».

Comenzó a destilar sus ideas haciendo referencia a los filósofos griegos, de cuyas máximas era tan asiduo, ante un auditorio expectante:

—Se dice en las ágoras de la Hélade que las acciones de nuestros semejantes, o merecen nuestra risa o nuestras lágrimas y tu vil ultraje, Sinufer, me merece sobre todas las cosas desprecio. Jamás pude concebir que formaras parte de la insidiosa confabulación que pretende arruinar la prosperidad de los Diez Reinos. Tú, que comías a mi diestra y vivías espléndidamente al dictado de nuestras leyes. ¿Qué mal viento hizo cambiar tu razón? ¿Cómo podemos juzgar con comprensión tus crímenes?, ¡contesta!

Con voz temblorosa, el taimado físico escogió la senda de la sumisión:

—Poderoso rey, asumo que las acusaciones son graves y que merezco el peor de los castigos, pero he sido víctima de una irreflexión que me ha conducido a tomar decisiones erróneas. ¡Perdóname, hijo del dios! Promesas de riquezas velaron mi mente y sucumbí a la tentación de ostentar dignidades que no merezco.

Ninguno de los jurados, conociendo su pérfida mente, creyó los falsos elogios y las ficticias disculpas. Balkar, en su cometido censor, lo atajó:

—Ahórrate zalamerías innecesarias, rata de muladar, y no nos ofusques con tus despropósitos. No ignoramos que, tras esta burda trama en la que interveníais la pitonisa, Piroes el mercader y tú mismo, trajina la mano siniestra de Cartago, ansiosa por usurpar las rutas marinas de Tartessos.

La contundencia de la aseveración, el tono reprobador de Balkar y su innegable claridad hizo que el reo sintiera un escalofrío por la espalda, sumiéndolo en la más absoluta de las perplejidades. Y pretendiendo justificarse, profirió una lisonja envenenada:

—La presencia de Cartago en Tartessos no tiene que significar desolación. Ante la precariedad de Tiro, podría convertirse en una bendición para esta tierra. Y hasta Gadir se beneficiaría de una tutela emprendedora apoyando un cambio de estrategia en las rutas comerciales.

Sus palabras no podían haber sonado más indignas y desacertadas.

—Mi miserable médico, además de conspirador, asesino y delator, nos resulta ahora un ministro sesudo que pretende impartirnos consejos —dijo el rey.

—En un amigo leal estas palabras podrían considerarse una opción reflexiva, pero en ti, que has maquinado a la sombra de tu bienhechor, producen náuseas. Ahórrate tus desvariados juicios y revela a este tribunal la identidad del conspirador principal de esta insensata trama —exigió Abilonus—. ¿Quién os guía? ¿O eres tú?

Sinufer alzó por vez primera su mirada de búho nocturno, y de su nariz corva surgió un hilo de sangre. Había comprendido que su actitud sumisa no le conducía sino a la muerte, por lo que adoptó un altanero talante de reto.

—Ya se lo manifesté al carcelero —dijo fingidor, creyendo que bastaba un solo nombre para salvarse—. Recibíamos los mensajes desde Cartago del sarím Urizat Barca a través de Piroes, quien, mediante un mensaje grabado en un vaso griego, nos ordenaba la acción que debíamos acometer —Hiarbas se alborozó.

—¿Y qué os prometieron si colaborabais, impío? —preguntó Balkar, rojo de ira.

—¡Ya lo he confesado en las mazmorras! —exclamó—. Anae nunca exigió nada, pues cooperaba en remembranza de su padre injuriado y por mandato de su madre, la sacerdotisa de Cartago. A mí me prometieron dignidades sacerdotales y haciendas en Tartessos, y a Piroes una gobernación en la ciudad de Utica, si conseguíamos persuadir para la causa a algún influyente señor o nos hacíamos con las cartas y portulanos de las rutas marítimas de Tartessos.

Una sorda exclamación de aborrecimiento recorrió la sala.

—¿Pero no comprendíais que ese despropósito significaba una aberrante locura imposible de lograr? ¿Cómo podríais socavar el poder de un reino poderoso como Tartessos, tres insignificantes inmundicias como vosotros?

—Todo estaba sutilmente planeado hasta que descubristeis a Anae. Contábamos con el poder creciente de Cartago y con la cooperación de un prestigioso personaje que muy pronto se convertirá en el adalid de la causa de Cartago en esta parte del mundo, arrastrando tras de sí a los más influyentes príncipes y mercaderes de Occidente que recelan de la expansión griega.

—¿Estás hablando de vuestro jefe? —se apresuró a preguntar Balkar.

—Así es, pero no lo delataré, y ruego que Osiris lo proteja. Jamás conoceréis su nombre.

A las palabras del inculpado siguió una premiosa pausa de silencio en la que los jurados se intercambiaron miradas de incredulidad. El rey habló:

—Sentencian las leyes de Habis por las que se rige Tartessos: «El que es leal a su señor eleva su mirada con humildad, y el que es desleal con soberbia y traición convirtiéndose en reo de la cólera del dios». Te han movido intereses bastardos y te has prestado a una maniobra a mis espaldas que pagarás cara.

El egipcio no se inmutó; antes bien, sonrió, y el arrebato del rey subió de punto. No estaba dispuesto a mantener con aquel simulador una conversación sobre erudición política. Continuó:

—Ahora comprendo, mal amigo, tu interés por conocer el paradero de la pitonisa, el celo que mostrabas por su salud y cómo me convenciste con sutilidad de serpiente para ocuparte de sanar su cuerpo. ¡De qué forma tan burda caí en el engaño! Así que tú eras esa sombra imprecisa que sentía en mi nuca en cada movimiento, el espectro camuflado, el invisible oído que todo lo advertía. Ahora comprendo cómo mis decisiones eran conocidas a poco de ser tomadas. ¡No mereces mi indulgente misericordia!

—La ambición nubló mi mente. ¡Absuélveme! No quiero vagar eternamente en el astro errante.

Argantonio siguió interrogándolo, instándole con severidad:

—¡Unicamente puedes moverme a no arrojarte a los perros, hiena del Nilo, si nos revelas de inmediato la identidad de ese conspirador todopoderoso que maneja desde la sombra los entresijos de esa confabulación, el nombre oculto del que en estos reinos se atreve a quebrar la paz de Tartessos! De lo contrario serás devuelto al verdugo, que te martirizará hasta que ruegues la muerte por compasión.

El rostro del médico se agitó en una expresión de furor ilegible. Juntó las cejas sanguinolentas y de su mirada de ave rapaz surgió un brillo aterrador que sobrecogió a los jurados. Congestionado, los amenazó:

—Me habéis sometido al hierro y a la flagelación, y de mi boca no ha brotado su nombre, ni escapará nunca. Soy refractario al dolor y un ungido de Anubis. En la Casa de la Vida de Menfis me instruí en cómo soportar los más espantosos suplicios. Soy consciente de que voy a morir, y ni crucificándome, despellejándome con látigos de cuero o vertiéndome plomo en las vísceras conseguiréis hurtarme una palabra más. ¡No temo a la muerte ni al tormento y no me convertiré en el delator de nuestro mentor!

Argantonio se incorporó y se dirigió resueltamente hasta su antiguo médico. Sonrió sobre la agorera premonición del reo y le replicó impertérrito:

—Efectivamente, nos has proporcionado un argumento irrefutable que evidencia tu desprecio a la vida, asesinando a sangre fría a la joven sibila.

—Recibí órdenes precisas. Había que silenciarla, y lo ejecuté sin crueldad.

—Habrá que reconocer tu compasiva benevolencia, pero atiende, infame renegado —dijo el rey, en tono enigmático—. Sostienen los filósofos griegos que la naturaleza ha concedido al hombre un don inefable, la brevedad de la vida, pues la inmortalidad nos conduciría a la demencia. Pues bien, si decides no revelarnos el nombre de vuestro guía, un joven muy querido por ti, y que verás aparecer dentro de unos instantes, dará por consumada su existencia de una forma atroz y espantosa. Bien conocen los dioses que soy hombre renuente a la violencia, pero tu obstinación me obliga a emplear el tormento más cruel.

Se oyeron pasos acelerados, un quejido casi femenino y una orden terminante; luego comparecieron en el dintel dos guardias iberos vestidos con vellones de lana sujetando a un joven de melena rizada y dorada, modales amanerados y expresión perfecta, que como una mujerzuela se pintarrajeaba los párpados de lapislázuli y las mejillas de polvo de alheña, ahora mugrientas por el llanto y la vigilia. Se vestía con un chitón griego desbaratado, y sus coturnos corintios cubiertos de lodo convertían su elegancia en un desaliño que causaba piedad.

Creuseo, el efebo favorito del médico, cuyo rostro se asemejaba a la máscara de Talía[101], al encontrarse de frente con la hierática corte de jueces presidida por el rey, y al descubrir aterrado cómo su protector, el influyente Sinufer, se arrodillaba torturado, no pudo refrenarse y ahogó un lamento:

—¡Por las sandalias de Astarté, qué te han hecho, Sinufer! ¿Qué ocurre?

El médico, con la mirada lujuriosa de un simio, se estremeció, y rabioso protestó por la irrupción de Creuseo en tan lamentables condiciones, pero las cadenas se lo impedían. Su artificiosa fachada de seguridad y su altanería se resquebrajaron como aventadas por un viento libio. ¿Qué perfidia urdía aquel calculador monarca con su predilecto? Se temió lo peor y aguardó aterrado.

Argantonio se incorporó enfático del sitial de plata y marfil. Su rostro se erguía impenetrable, como el de una efigie tallada en caliza. Desabrido, hizo una señal imperiosa y uno de los oficiales acarreó un fardo de esparto anudado con una soga que colocó en el centro de la sala. Su interior parecía poseer vida, pues se agitaba como si encerrara entre sus asperezas alguna criatura inquieta deseosa de romper las ataduras y escapar del encierro.

—Ese saco, asno traidor, contiene veinte víboras atrapadas en los pedregales de Ugía. La picadura de una bastaría para matar a un hombre.

El rey escenificó una pausa, y todas las miradas se clavaron en él aterradas. Adoptó luego la más iracunda de las actitudes, y prosiguió implacable:

—O nos revelas de inmediato quién es el gran instigador de la trama, o se lo incrustaremos en la cabeza a tu bello efebo, que expirará enloquecido con la más violenta de las muertes y en medio de una intolerable agonía. Tú decides.

«Eficaz y definitivo recurso de disuasión», pensó el pentarca, pávido.

La mirada del reo se convirtió en expresión de pavor, y alzó el cuello como un autómata horrorizado. Él podía resistir cierto umbral del dolor, pero aquella tierna criatura de bucles de oro, a la que idolatraba con debilidad morbosa, aquel cervatillo inocente y delicado, no toleraría el veneno de las ariscas áspides de las sierras, y no deseaba ni pensar el tormento que habría de soportar antes de morir. Entretanto, en un estertor fatal, el bello Creuseo, cuyos orines de pánico se deslizaban piernas abajo, alzó los ojos almendrados devastados por las lágrimas. El refinado pimpollo imploraba al egipcio que ejercitara su compasión con la carne que tanto gustaba de acariciar y besar.

Aún resonaba la amenaza del rey, cuando se alzó la voz del médico:

—¡Rey vanidoso!, quiera Thot el creador ensombrecer los días que te quedan de reinado, porque ni amparándoos tras vuestras murallas impediréis el saqueo de vuestras riquezas, el incendio de vuestras ciudades y la muerte de los hijos de vuestros hijos por la poderosa Cartago —los amenazó.

El médico fue interrumpido por el rey Abilonus en un espontáneo sentimiento de rechazo hacia las amenazas del médico traidor.

—Recitas sandeces como un demagogo borracho. ¡Cállate, y habla! ¿Cómo te atreves a amenazar al soberano de Tartessos? ¿Acaso crees que somos una nación cobarde que no se defenderá de la opresión de la espada?

—¿Quién es el inductor de vuestros crímenes? —le espetó un juez—. ¡Habla!

El físico, encorvado por el dolor y con la mirada llameante, los provocó:

—Que Osoris, el juez supremo, perdone mi debilidad, que no es mía, sino por no causar a mi dulce Creuseo un tormento insoportable y mortal —dijo, buscando alguna reacción de prodigalidad—. Mi pobre e inocente avecilla del perfumado país de Qus[102].

—No te resta nada, ni tan siquiera la esperanza de la vida. ¡Venga, vomita el nombre de vuestro inductor y jefe! —lo instó el mayordomo real.

—¿Dejaréis libre a Creuseo? —inquirió.

—Sabes que sí. La palabra de Argantonio no posee doblez —replicó Hilerno.

—Que Anubis, el dios chacal, os nuble la vista si no la cumplís.

—¡Modera tu arrogancia, alimaña del desierto! —lo atajó uno de los jueces—. Dice una las leyes esculpidas en el templo de Poseidón: «En la fidelidad, el tartesio ha de mostrar siempre un corazón tranquilo y por ningún precio ha de permitir ser comprado contra su señor». Tú te has vendido por oro, y merecerás la más dura de las penas.

—¡Suelta el veneno de tu boca inmunda, perro egipcio! —gritó Abilonus.

Calló durante unos momentos que parecieron eternos, como sumido en una impenetrable deliberación que fragmentara su intelecto y su angustiado corazón. Al fin se derrumbó, y se mordió los labios con rabia. Apretó los dientes, y, desafiando con sus ojos incendiados a los presentes, reveló:

—El sarím Milo de Gadir, hijo del sufete Zakarbaal. Él es nuestro guía.

El mundo pareció quebrarse en infinitos pedazos, como el frágil cristal.