El calor aplastaba los cráneos de la escolta real, que, a lomos de caballos de largas crines y tras la sufrida marcha, cabalgaba por un camino selvático. Apestaba el aire a sirle de cabras y por los pedregales merodeaban las serpientes y los lagartos.
Nubes de insectos se cebaban en jinetes y monturas, y con los cuerpos cenicientos de polvo, las manos llagadas por los ronzales, exangües y empapados de sudor, comparecieron a un tiro de arco del recinto sagrado, la oculta cárcel de Anae, cuando el crepúsculo horneaba de grana sus techumbres. La línea azul de las sierras lo recortaban en un horizonte matizado por el verdor de los encinares, quemados por los aires calientes del sur.
La comitiva compareció ante el solitario templo de Ataecina, la deidad de ultratumba que veneraban los iberos cempsi, y a la que los devotos solían sacrificar carneros negros, con lo que se aseguraban un tránsito seguro de la laguna del más allá y una resurrección honrosa tras la muerte. Encaramado en un terroso altozano y envuelto en el silencio y la soledad, el santuario palacio alzaba su arquitectura, en ladrillos de adobe rojo. Orientado al naciente solar, prevalecían los tonos ocres y las cenefas de pizarras azules que brillaban como manantiales.
—¿Habremos llegado demasiado tarde, Balkar? —malició el orfebre.
—En unos instantes sabremos si hemos acertado en la predicción —replicó éste, con gesto desconfiado.
—Un agrio presentimiento me dicta que se nos estremecerá el alma.
Ante el fragor de las caballerías, algo inusitado en tan idílico lugar, aparecieron en los postigos las cabezas de los sacerdotes que recelaron con temor del nutrido grupo armado. Sin embargo, al divisar el estandarte geriónida se oyeron voces de tranquilidad. Méntor, el rey sacerdote, un anciano de mejillas hundidas, embutido en una manto negro y con el cayado en una mano rematada en afiladas uñas, compareció con su cohorte de asustados servidores.
Sólo el enloquecedor chasqueo de las chicharras perturbaba el sacral silencio del lugar. La razón recomendaba prudencia, por lo que Méntor mantuvo una actitud de reserva y Hiarbas posó su mano en una daga. Dejando al descubierto unos dientes amarillentos, los recibió poco acogedor, llenando el ambiente de equívocos y barreras. Les ofreció los dones de la hospitalidad, una jarra de vino, pan y sal, pero saludándolos esquivo:
—Bienvenidos a la morada de Proserpina-Ataecina. ¿Qué acongoja a Argantonio, que me envía en el mismo día a su médico personal y a su mano derecha?
—Salud, esclarecido Méntor, que Poseidón, el de los caballos veloces, te enaltezca. ¿Goza aún de tu hospitalidad Sinufer, el cirujano real? —se arriesgó a preguntar.
—Aquí permaneció la tarde de ayer, ejerciendo su sabiduría, pero, concluido su cometido de sanar a la sibila, partió a mediodía con destino a Turpa para honrar al dios. ¿Qué ocurre? —preguntó excitado.
—Que la diosa tenga piedad de ella —rogó Balkar—. Después te relataré el motivo de tan inesperada visita. ¡Condúcenos sin demora al aposento de la pitonisa, te lo ruego, y avisa al curandero de la comunidad!
Sin embargo, el sacerdote lo detuvo con insolencia, enarbolando altivo el bastón.
—¡Por la Serpiente Sagrada, hay pilares inconmovibles que no se pueden rebasar impunemente sin incurrir en su ira! La pitia, que ahora descansa, recibe las honras que precisa como amada de la diosa, y sigue sometida por mis sacerdotes a la filial vigilancia que nos solicitó el rey. ¡Detente!
Discutieron con pasión, y gesticularon irritados, uno por defender la independencia del templo y el otro por saber pronto de la integridad de Anae. Argumentaron sobre represalias de la diosa, y la ira de Argantonio. Finalmente, Hiarbas terció en la discusión y, elogiando la sabiduría y prudencia del sacerdote, se mostró conciliador, implorándole:
—No se trata de una caprichosa injerencia, sabio Méntor. Poseemos adversos presentimientos sobre la visita de Sinufer, y creemos que la vida de la sacerdotisa del Lucero corre peligro —explicó.
—¿Peligro? —preguntó acongojado—. Ha sido asistida por el físico real de su extenuada debilidad, pues se negaba a comer, y ahora duerme plácidamente en su celda; pero si se cierne sobre su sagrada persona una amenaza, es otra cosa.
—Ligereza indigna de hombre sabio como tú. ¡Precédenos! —manifestó Balkar.
Antes de aceptar la obligada invitación al interior del santuario, Balkar se volvió con gesto iracundo al jefe de los guerreros, un mercenario ibero tuerto y cargado de cicatrices, al que ordenó en tono amenazador:
—¡Oficial, toma a seis hombres y apresa a Sinufer en nombre del rey, y condúcelo cargado de cadenas a Turpa! Pagarás con tu vida si se quita la suya o si huye. Extrema la prudencia, te las has de ver con un zorro escurridizo.
—Antes del amanecer capturaré vivo a ese cerdo traidor, por Neto el terrible. ¡Bakatán!, queda en paz —replicó el militar, en su áspero dialecto ibero.
El mito de los guerreros iberos era suficientemente reconocido en todo el territorio. Sumisos a sus caudillos y al aterrador dios del sol y la guerra, Neto, con fe inmutable, se mostraban implacables en el combate y sanguinarios con sus adversarios. Fortalecidos por la necesidad, incansables en la carrera, austeros y esforzados, disciplinados y temibles, preferían inmolarse en matanzas cruentas, antes que entregarse vivos al enemigo. Y tan aterradores méritos los habían rodeado de una aureola de pavoroso prestigio que intimidaba a las tribus del sur. Había que rendirse a la ineluctable evidencia: Sinufer no escaparía con semejantes perseguidores tras los talones.
Después de sortear el brocal de un pozo y un patio de poyetes blancos donde crecía un cidro, Balkar, Méntor y Hiarbas, seguidos de una hilera de desorientados sacerdotes, ingresaron en las estancias del lado este. Méntor golpeó la puerta, y al no recibir respuesta la abrió con mesura. El espacio visual, iluminado por un ventanuco entrecerrado, mostró una habitación sumida en una sobrecogedora penumbra donde sobresalían una lucerna parpadeante, un telar, un brasero, una copa kilix, vaso griego para abluciones, y, como patético contrapunto, un catre de heno donde una mujer, sola y desamparada, yacía como un gusano pisoteado y con la cabeza desmayada.
El pentarca se acercó de puntillas y, moviéndola con levedad, musitó:
—Anae, soy Hiarbas, el que juró protegerte ante la diosa.
Se produjo un silencio lúgubre y sólo se percibió una entrecortada respiración y unos quejidos apenas audibles. La cabellera azabache de Anae caía en cascada hacia un costado, pero la aceitunada tez de su cuello no lucía como el cobre, y la transparencia del ámbar que el tartesio recordaba no eran sino lividez y sequedad. Súbitamente, los brazos se le contrajeron y volvió el rostro, en otro tiempo de ébano y ahora afilado, ojeroso y gris como la ceniza, que reflejaba los últimos estertores de la muerte. Su levísima túnica revelaba un cuerpo escuálido que hacía pocas lunas fascinaba. Despojada de su natural frescura, de las ajorcas y diademas, incitaba a la conmiseración y a la lástima.
Aún le palpitaba la garganta y, aunque el orfebre verificó la abrasadura de una calentura mortal, su piel olía al balsámico perfume que le recordaba la noche en el templo de Astarté. El tósigo suministrado por el egipcio le devoraba las entrañas, y sus insondables ojos negros, antes implacables como un tormento y ahora mustios por el lloro, se dilataban intentando inútilmente prolongar la vida.
Después de desvelos y peligros incalculables, ocultaciones, cadenas, ansiedades y obsesiones malogradas, Hiarbas se hallaba al fin junto a la tan buscada Anae, ¡pero en qué estado! Con el sutil delirio de la ponzoña y el fatal veneno en la linfa de sus venas, agonizaba frente a él.
—¡Pronto, que le suministren un vomitivo!, ha sido envenenada —gritó, y mostró un vaso de alabastro vacío bajo el catre. Olía a cardamomo y arsénico, y mediante él Sinufer había cumplido con la horrenda obligación del verdugo.
Ante el asombro de lo inesperado, los sacerdotes repararon consternados en la desgracia de la que eran pasivos cómplices con los ojos fuera de sus órbitas. Algunos se apartaron de la puerta arrancándose los cabellos, y asolados por el llanto corrieron por las galerías profiriendo lamentos de angustia. Anae era una mujer marcada con el signo de Némesis, y su muerte podía acarrear la cólera de la diosa por cometerse el abominable sacrilegio dentro de sus muros.
Hiarbas, ensimismado en la contemplación de la pitonisa, descubría que de aquella prodigiosa hembra, aún en plena juventud, ya no dimanaba el aplomo de su antigua dignidad. Había extraviado el dominio absoluto de sus gestos y la serenidad de su mirada. Sus labios se habían trocado en dos líneas amoratadas y sus otrora luminosos dientes, en una sucesión de oquedades desvaídas. La belleza de Tartessos, la predilecta de la diosa, la voz de la Luna reposaba como una avecilla herida en aquel lugar consagrado a la Muerte, olvidada de los dioses, vulnerable y convertida en una piltrafa por un filtro fatal.
—¡Que Ataecina golpee con toda la fuerza de su mano al profanador que se ha atrevido a atentar contra el destino de la sibila, y que su alma vague en la confusión por toda la eternidad! —rogó Méntor, colmado de ira.
Luego asió con brusquedad el brazo al mayordomo real, y le rogó:
—Permite que mis sacerdotes y yo aplaquemos la ira celeste ejecutando una cabal venganza con ese médico impío. ¡Entréganoslo, Balkar!
—La justicia, según la ley de la Columna de Poseidón, pertenece al soberano Argantonio. Unicamente ante él responderá de su crimen.
Al cabo compareció un sanador picado por las viruelas, quien, con el rostro congestionado, le dio a beber una pócima negruzca y fétida que, según sus palabras, contenía leche de cabra, estoraque y centáurea y que le produciría de inmediato el vómito, si el veneno aún era reciente. Tras ingerir unos sorbos ruidosamente, Anae se sumió en un profundo sopor y comparecieron indicios imperceptibles de que su estómago reaccionaba al electuario. Mientras, una docena de ojos anhelantes la vigilaban con pavor e impaciencia. Abrió la boca y una lengua negruzca e hinchada se abrió paso, entre desgarradoras arcadas que liberaron un líquido cetrino y agrio.
La moribunda recuperó levemente la cognición, y comenzó a sudar copiosamente mientras parecía musitar una oración. Méntor mandó cerrar la puerta, quedando solo con los dos tartesios, a los que imploró piedad por su imperdonable negligencia.
—¡Que Argantonio me exculpe! —rogó—. ¿Cómo iba a imaginar siquiera que quien curara sus males se comportara como su más cruel verdugo? Que la diosa compadezca mi imprevisión.
—No te inquietes, Méntor. Tras esta fechoría se esconden intereses más perversos. Aguardemos la reacción…, parece renacer a la vida.
Anae abrió los párpados, y con una visible aflicción distinguió frente a ella un rostro conocido y cariñosamente amado. Se miraron intensamente, sin hostilidad ni indiferencia, como escudriñando los meandros inextricables del pasado:
—Hiarbas —balbució agónica, asiéndolo del brazo.
—¡Anae!, no sé si apiadarme de ti o aborrecerte por tu monstruosidad, pero al fin mis ojos pueden contemplarte, tras muchas lunas de denodada búsqueda. Mi corazón destila amargura al contemplar al cisne más hermoso de Tartessos vencido por la ponzoña de un renegado. ¿Por qué la diosa ha permitido tan salvaje iniquidad?
—La divinidad… nada tiene que ver con mi suplicio —se esforzó en hablar—. La maldad, la ambición…, la revancha estéril…, y la voz de mi padre desde ultratumba exigiéndome… venganza… me abocaron a un empresa insensata. Y al final, ¿para qué?…, sí, me muero… y siento vacío, frío y espanto.
—Se reveló con justeza el sueño que te aterraba y que me confiaste la noche en la que nos conocimos; sólo que fue la voz de la diosa, tú misma, la que nos heló la sangre a nosotros, confundiendo nuestras vidas.
—Yo no, sino… los dioses…, amos de vidas y almas —dijo tenuemente.
Hiarbas, a quien inspiraba una profunda ternura, la arropó con el cobertor y evocó los tiempos de amistad entre tres almas afines, los ratos pasados con la sílfide de la galanura, la incomparable luna del firmamento tartesio, e intentó creer que realmente vivió una noche memorable en Gadir.
—¿Nos amamos bajo el aliento de la diosa, o sólo fue un sueño, Anae?
Y como su boca estuviera rebosante de recuerdos, confesó melancólica:
—¿Un sueño? Fue la más dichosa… de las realidades…, la noche más hermosa y apasionada de cuantas he vivido —musitó.
—Lamentaste la pérdida de tu virtud.
—Tú… me convertiste en mujer complacida…, y aunque siempre he amado a Milo… al que Astarté proteja en su soledad… contigo me estremecí…, y mi alma palpitó de dicha. Eres el único hombre… que se adentró en mis entrañas con inefable dulzura.
—Pero tú esperabas a otro hombre, ¿verdad, Anae? ¿A Piroes, el mercader, quizá? —la interrogó, y en su mirada agónica pudo leer la alarma.
Los ojos de Anae se colmaron de lágrimas y volvió a sentir un infinito desaliento que prolongaba su agonía. Desconcertada, le preguntó:
—¿Cómo es que conoces tú… esas cosas? Sí…, lo esperé pero no compareció.
Su expresión afloraba atormentada y transpiraba un sudor fétido. Con la mirada velada por la frustración, bebió unos sorbos de agua, y recobró el resuello con un atisbo de lucidez que aprovechó para reflexionar con el tartesio en un tono lastimero, mientras se agarraba a su brazo y le acariciaba su barba.
—¿Mantienes tu amistad… con mi adorado Milo? —se interesó Anae.
—Sí, claro, aun después de un borrascoso interludio de ofuscaciones en el que se convirtió en mi dueño y señor. Fui galeote de su galera, y luego me liberó de la esclavitud, cuando te buscaba inútilmente por este cruel mundo.
Anae no entendió tan ocultas palabras y la congoja se apoderó de ambos.
—Cumplí mi promesa de protegerte y no abandonarte a merced de la impostura —continuó, en un alarde de síntesis—. Durante muchas lunas te he buscado desde los gélidos mares del norte hasta el último rincón del mar Interior, y no me detuvo ni la crudeza del invierno, ni el fuego de la canícula. Fui hecho cautivo por los piratas, pasé hambre, penalidades y sufrimientos, y contemplé muy cerca de mí el iracundo rostro de la muerte. Créeme, los dioses me zarandearon como a un Teseo que buscaba a la predilecta de la Luna, y al fin te encuentro, moribunda, para confirmar lo inexplicable.
—No puedo creerlo. Sólo hombres como tú son capaces de responder con tanta nobleza y amistad…, y ya no quedan en este universo atroz e inhumano.
—Los maessi solemos cumplir lo que prometemos ante la diosa, y tú, la señora de Astarté, reinabas en mi recuerdo. El oráculo de Psycro, en Creta, y el de Dídime, en Mileto, me predijeron que te habías convertido en la voz de la dea de las Tinieblas. No lo comprendí, pero hoy se han consumado infelizmente.
—Siempre obraste… con sobrado altruismo…, pero Argantonio sabía de mí, de que estaba involucrada…, y de mi destierro… ¿Cómo no te lo reveló?
—Aspiraba averiguar la identidad de quien os maneja en la sombra.
—¿Aprovechándose de tu generoso denuedo…?, pues tampoco lo sabrá por mi boca —prometió con capciosa desconfianza.
—Ni yo te pediré que traiciones tu conciencia; sería inútil, conociéndote.
—Que la diosa te glorifique… por… tu consideración.
—Te han utilizado, y al final te han barrido como a un trasto inútil.
—Yo no quise hacer mal a mi pueblo…, sino al rey… que había destrozado el corazón de mi padre. A mí sólo me animó la venganza…, no la traición —dijo, y tragó saliva—. ¿Y a Milo…, lo ves… con frecuencia?
—Vive confinado en Gadir, como un enloquecido al que le hubieran ultrajado el alma.
—Pobre Milo, tan soñador, tan idealista… —gimió tenuemente—. Te ruego que no lo juzgues con rigor. No es sino una víctima de su misma estirpe…, pero atesora un corazón atormentado. Toma…, entrégale esto en mi nombre.
La sibila, con gesto de desamparo, le deslizó el anillo donde se hallaban burilados los dos delfines, el valioso y caro regalo de Milo.
—Su desmayado ánimo no soportará tu muerte, Anae.
—No… no lo resistirá, pero acelerará nuestro encuentro… en el más allá. La inmortalidad de nuestras almas… zanjará esta tragedia… inútil.
—¿Amas verdaderamente a Milo?
—Siempre detesté pertenecer a una persona…, pero sí…, ocupa un lugar de privilegio en mi alma —respondió agotada—. Y…, ¿cómo diste conmigo… en el preciso momento en el que Sinufer… me visitaba para sacrificarme?
—Argantonio y yo desciframos la ingeniosa artimaña de las cráteras griegas.
—¿Tú… y el rey… habéis descubierto… el secreto de nuestros esfuerzos? Añadís un mérito más… a vuestras clarividentes inteligencias…, pero no podréis detener… el curso del tiempo… ni la decisión que tejen los dioses. —Sonrió—. Cada vasija significaba un mandato que cumplir.
Balkar, que permanecía en la sombra, quiso aprovecharse de su locuacidad y se le acercó al oído, preguntándole con imperturbable serenidad:
—Anae, no te lleves al reino de Hades un secreto que puede arruinar a quienes te engrandecieron. Recuerda la munificencia de nuestro rey. Revélamelo, mujer, ¿quién acosa con la traición a Tartessos y os incita desde la sombra?
La desahuciada sibila, con un hilo de voz quejumbrosa, como si soportara sobre su escuálido cuerpo la más infinita de las desolaciones, alzó el cuello con impotencia y, casi desvanecida, en un esfuerzo supremo preguntó en tono de burla.
—¿Generosidad? El rey… arruinó… a mi familia… y me había condenado de por vida… a vivir entre castrados carceleros de túnicas blancas. No le debo nada.
—Tus padres fueron juzgados por infringir las leyes de Habis y nuestras costumbres más sagradas —replicó Balkar—. Y los condenó el Consejo de los Ancianos de Asta, no el rey. El compasivo Argantonio se comportó siempre con piedad.
—Pues a mi padre retorno…, antes de enloquecer… en este lugar… de desventura… espiada por veinte guardianes sin escrúpulos ni masculinidad. Ya… nada me importan las miserias del mundo…, ¿y tú… me pides… que en este trance postrero…, cuando la parca me acecha…, los delate? ¡No!
—Nunca fue tan grata la libertad en Tartessos como bajo el rey más justo de los justos: Argantonio —reclamó Balkar, airado.
—La plena libertad… sólo existe en el mundo de los sueños. Este veneno que he ingerido a sabiendas… ha supuesto, al fin…, la llave de mi liberación —reveló.
Se diría, por el doloroso esfuerzo, que la sibila había articulado sus últimas palabras, crispando el rostro en la contorsión postrera. Aquella piltrafa humana, hastiada de los hombres, arrojó un espumarajo bilioso por la boca, retorciéndose del dolor en un espasmo de agonía.
Después de unos instantes de suma ternura, apretó la mano de Hiarbas transida por la helada frialdad de la muerte, dedicándole una mirada entrañable, para luego en el delirio llamar a Milo y pronunciar unas palabras extrañas. La sibila de Tartessos, a la que la adversidad había golpeado terriblemente, expiraba al poco aniquilada por el mortífero veneno egipcio. Y su cuerpo, desposeído del alma y arruinado por la locura, se asemejaba a una gélida efigie de alabastro.
—La sibila del Lucero ha muerto, que la diosa de los Ojos Claros la acoja —dijo Hiarbas grave.
—Ha cruzado la puerta de fuego de Ataño[100] y se dirige al río subterráneo para trasladarse al oscuro más allá. Que su tránsito sea seguro —dijo el sumo sacerdote, apesadumbrado.
Había atravesado el umbral de la vida tras un horrible sufrimiento. La desolación se adueñó del pentarca, que le cerró los ojos tras contemplar por última vez la tibieza de la faz y su belleza marchita. Jamás conseguiría borrar de su recuerdo la angustia con que había pronunciado sus últimas palabras. La pena devastó su temple, y un ahogo intenso se agarró a sus entrañas, como si hubiera tragado una soga de esparto. Se revolvía contra los desquiciados sucesos, mientras unas lágrimas saladas resbalaron por sus pómulos.
«Las frías estrellas han dictado la más cruel de las sentencias», pensó.
La sibila de Tartessos, tumba de enigmas inconfesables, se había llevado al reino del Hades el secreto del principal urdidor de la confabulación contra el reino y el monarca. ¿En qué personaje se encarnaría la enigmática identidad del dirigente de la trama? ¿En Sinufer, el egipcio, tal vez? Era hombre cercano a Argantonio, y desde dentro del palacio podría haber manejado los hilos con inmunidad, mientras serpeaba bajo sus sandalias sin ser advertido.
Pero el velo de las apariencias resulta a la postre transparente. Anae se había prestado al engaño y vendido su voluntad, y el precio pagado había sido su vida. Hiarbas estaba seguro de que el enojoso asunto pronto sería descubierto, así como las inescrutables razones del resto de los insidiosos. Los hasta ahora pasos infructuosos se convertirían muy pronto en firmes pisadas, y el círculo del cabecilla de la tortuosa confabulación se estrechaba inexorablemente.
Aquella era una noche de luciérnagas, dolor y lúgubre vigilia.