Desde la visita al Lucero, Hiarbas desplegó una actividad inagotable.
Extenuado, y para liberarse de la calidez de la canícula, se refugió en el frescor de su mansión. Sin embargo, como una piedra de molino aprisionándole el corazón, se preguntaba una y otra vez en qué secreto lugar se hallaría enclaustrada Anae. Anhelaba cruzar unas palabras con ella, palabras de amistad, de reproche y de desolación. Sabía que Argantonio y Zakarbaal se habían cruzado mensajes confidenciales y que el pentarca de la Mar y Balkar habían viajado a Gadir, además de intercambiar cartas secretas.
Después de una ajetreada mañana en la Casa de los Metales, sesteaba la víspera de la festiva conmemoración de la Madre Tierra en su mansión en el Campo del Alfarero, degustando un néctar de moras con dátiles y olorosos higos. Aguzó el oído entre el confuso eco de los rapaces correteando por los adarves, de las acémilas de los alfareros que transitaban por el laberinto de callejas de Turpa, y oyó vagamente a Lineo conversando con un sidonín en el atrio. Un liviano estremecimiento lo agitó, y al instante, el liberto quebró la quietud del vergel anunciándole con el rostro desencajado:
—Hiarbas, una tablilla urgente del príncipe Milo.
—Recompensa al mensajero, y déjame solo, Lineo —indicó, asiéndola.
Desató la cuerda de esparto que anudaba el tríptico y echó un rápido vistazo el sello de las siluetas de dos pescados y la efigie de Melqart. La cuidadosa caligrafía de Milo surgía atormentada en las pulcras hendiduras en la cera. En los renglones creyó vislumbrar de una ojeada la vasta decepción que destilaba su alma.
—Que la Luna nuble mi vista, pero sólo intuyo pesar —murmuró, y leyó:
Al noble Hiarbas de Egelasta. Salud, y que Tanit, engendradora de Vida, germine en tu corazón perdurables alientos, ya que a mí me atormenta sumiéndome en la desesperación.
Tu rey y mi padre han dialogado secretamente sobre los acontecimientos que tanto conocemos tú y yo, enalteciendo tu trascendental gestión allende el mar. De modo que, asidos a la misma brida, han jurado proteger y robustecer la eterna alianza entre Gadir y Tartessos.
Sin embargo, mi padre (acatando órdenes del Consejo) me ha prohibido cualquier relación con la que fuera sacerdotisa del Lucero, so pena de destierro y negación de mis derechos a la sucesión, confirmando así las noticias que ya conocíamos por Ethis de que Anae ha sido recluida por Argantonio al atribuirle la más horrenda de las deslealtades: rebelarse contra su autoridad y profanar a la diosa que sirve. ¿Puede creerse semejante felonía? ¿Sabes acaso dónde la ocultan? Indícamelo, te lo ruego, para consolarla con mis lágrimas. Ausencia y muerte son sinónimos, y yo camino por un desierto de sombras desde que desapareció de mi vida.
Como el reo a su condena, me someto a estos testimonios en su contra con rabia y rechazo, pero no olvido que los reyes se mueven entre sentimientos caprichosos y sustituyen las estimas por tiránicas mudanzas. He elevado a tu soberano una petición de clemencia para Anae, fiándome a su notoria prodigalidad, pero no he sido escuchado, infligiéndome con frías negativas una terrible aflicción en mi corazón.
No obstante, en el sufrimiento adoro aún más si cabe las dulzuras de mi añorada Anae, sabiéndola inculpada, pero aguardo de la compasiva Astarté, conocedora del alma de los seres humanos, que pronto la absuelva del agravio que la avergüenza. Mientras, convulso por los insólitos acontecimientos, te confieso a ti, mi imperecedero amigo, que me hallo sumido en la más honda de las desdichas. Mi padre ha perdido la confianza en mí, e incluso me ha revelado que, aunque me viera rogar limosna ante la puerta de un templo, pasaría de largo sin mirarme si me oye ni tan siquiera mencionar a mi querida Anae. ¿Existe peor desprecio que el de los de tu propia sangre?
Sin embargo, puedo asegurarte que estoy convencido de su honestidad, y que los nefastos dioses escarnecen por envidia a la mortal más hermosa que creó el padre Baal Hammón sobre la tierra. La amistad posee una esencia sólida y constante que espero perdure entre nosotros, Hiarbas. Envíame noticias de Anae, aunque sean onerosas para mi espíritu, pues la tragedia se abre paso en mi vida y no veré cumplidos los deseos de mi corazón. En ti deposito mis esperanzas. Encuentra el lugar donde se halla y mi gratitud será eterna.
Gadir, en la luna creciente de la tercera estación.
MILO, sarím de Gadir.
Los fantasmas de la melancolía atribularon al pentarca tras la lectura.
El futuro del sarím gadirita merodeaba por los sombríos desiertos de la enajenación y la tristeza, y pensaba que, aunque Anae jurara con sus mismos labios ante el ara de Poseidón su pérfida alevosía, Milo la seguiría creyendo la más honesta de las doncellas. Deploró que Zakarbaal escarneciera a su hijo tan ásperamente por causa de un amor puro, y que su sentimiento de límpido afecto se desvaneciera por los azares del destino. Milo, el soñador, el extravagante, el noble amigo, se había convertido en un alma errante inundada de incertidumbres que saboreaba la bilis más agria de la vida.
Sabía que su ánimo no podía experimentar más desdicha y aflicción, y los ojos se le humedecieron.
* * *
En el misterio de un alba apaciguada la ciudad se despertó hechizante anunciando las fiestas de la Madre Tierra. Los campos olían a espigas recolectadas, y bandadas de pájaros recorrían con sus grises fantasías los cielos de Tartessos en busca de las umbrías y de los granos de las eras. Las gaviotas se cobijaban en los aleros de los templos y se adentraban en los estuarios en busca de alimento. Los sacerdotes bendecían los lagares y graneros rebosantes, y consagraban las cosechas y los toros que serían sacrificados en el coso de Asta, rogando al padre Poseidón el fin de la plaga de langosta que había asolado los campos de Astigi.
Falúas exornadas con coronas de sarmientos descendían río abajo, colmándose el lago de barquichuelas, mientras los muelles de Turpa se atiborraban de barcos, colmos de exóticas mercancías arribadas de Naukratis, Tiro, Susa, o Corinto. A la convocatoria del primer día de fiesta, y con la oportunidad de adquirir géneros nuevos, los compradores y mercaderes atestaron con su bullanga el mercado de Turpa, donde prevalecía un rabioso tufo a salchichas hervidas, especias, almendras y golosinas azucaradas.
No obstante, al amparo de la algarabía festiva, cuatro sombras salidas del palacio se deslizaron por el laberinto de calles y comparecieron en el mercado simulando husmear entre los tenderetes para no ser advertidos. Intercambiando señas de connivencia, se apostaron en las cercanías del puesto del mercader Piroes, quien, para su desdicha, y tal vez oliéndose un encuentro indeseable, no había comparecido en Turpa, sino que había enviado a uno de sus socios, un vocinglero siciliano que garantizaba las excelencias de sus cráteras griegas y abalorios egipcios.
Lineo, oculto tras un grosero sagúm ibero, se escurrió bajo los toldos e informó a Hiarbas del fiasco, y éste al escéptico Balkar, que aguardaba acontecimientos en el palacio, lamentándose de que el mercachifle les hubiera dado esquinazo, dando así al traste con el plan trazado para capturar al sucesor de Anae en la cadena de conspiradores. ¿O acaso la artimaña de los mensajes en los vasos griegos era tan sólo el producto de su mente febril?
Al pentarca se le conmovieron las entrañas como las de un toro embravecido, pero seguía sosteniendo que la conducta de Piroes albergaba turbios propósitos. ¿Había sido alertado por alguien dentro del reino? ¿Le habían informado de su visita a Ethis en Nora? ¿Recelaba de alguna celada y por eso se mostraba cauteloso, ocultando su desgarbada figura?
El caso era que el navío del espía cartaginés había anclado en el embarcadero, pero no así Piroes, quien, por sus raras mercaderías, gozaba de gran crédito entre los clientes tartesios. La decisión de Argantonio al respecto, desde el templo de Poseidón, donde asistía a los ritos, llegó una hora después terminante y firme a través del gran chambelán: «La importancia de la confabulación obliga a perseverar en la vigilancia del socio de Piroes. Provoquemos al azar, y aguardemos pacientemente».
Hiarbas, de plática con Níobe en su mansión, no se desesperaba y aguardaba una señal.
—Níobe, la maniobra se consumará tarde o temprano. ¡Lo sé! —le confió a la sanadora, impaciente, antes de que ésta abandonara la casa.
—No flaqueéis en la espera. Todo plan perverso suele permanecer invisible hasta que un error baladí, un desliz imprevisto, lo descubre todo.
—No me abandones hoy. Preciso de tu agudeza —le rogó con ternura.
—¿Deseas que peque contra mi diosa protectora? Voy a dedicar mi ofrenda ante el altar y regresaré pronto. Alástor me acompañará —dijo, y le regaló una sonrisa encantadora.
Hiarbas suspiraba como un animal enjaulado. Minado por la ansiedad, verificaba que los acontecimientos no se sucedían como había previsto, desbaratando sus sospechas, que, convertidas en estériles, otorgarían la razón al cada vez más incrédulo Balkar. Ya parecía oír los sarcasmos ante el rey, y se irritaba con sólo pensarlo. Sin embargo, estaba persuadido de que la traición se deslizaba escondida en alguna parte de Turpa.
Se desgranaron las horas, y ni Lineo ni ninguno de los agentes de palacio resollaban, y las vasijas, sobadas por damas de alcurnia y emperifollados aristócratas seguían en el mismo lugar. Hiarbas aguardaba en la tensa espera, y aún fiaba su suerte a los dos días que restaban de mercado, y sobre todo al último, cuando se sacrificaban los toros sagrados en el coso de Asta y acudían gentes de la costa, de las riberas del río y del lago, acaudalados señores de los puertos y ricos orfebres de Onoba. ¿Ocultaría alguno de ellos la identidad del inspirador de la conjura? «Los fragmentos de este jeroglífico pueden encajar de la manera más inconcebible y en el momento menos esperado», se conformaba.
El astro sol crepitaba en medio de un mar de encarnados nimbos y de una benévola brisa, cuando Níobe y Alástor, el bello lirista que idolatraba a la joven, regresaron del templo. La mujer se mostraba fascinante en su aceitunada morenez, y Alástor exhaló un suspiro tras el asfixiante calor padecido en los andurriales de Turpa. La sanadora, que compartía sus desasosiegos, se aproximó para besarlo.
—¿Ninguna noticia de Lineo? —preguntó—. Descansa, aún queda tiempo. No te desesperes.
—Ya comienzo a pensar que a Balkar le asiste la razón y que me he convertido en un estúpido visionario que inventa desquiciadas conjeturas —replicó—. ¿Has ofrendado ya tu libación a la Madre?
—He dispensado una limosna para las caridades del santuario, y luego hemos paseado por el dique. Deseaba examinar la galera de ese desalmado de Piroes, pero no he observado nada anormal.
—¿Nada anormal? —terció acalorado Alástor—. ¿Y qué me dices, querida, de ese vicioso de Creuseo flirteando con los marineros como un putón de puerto? Lo conozco bien aunque tratara de esconderse. ¡Es una mala ramera!
Hiarbas entendía que entre los afeminados y artistas existían rencillas y rivalidades casi femeninas, e interesado en el comadreo, le preguntó.
—¿El amante de Sinufer ofreciendo sus encantos a unos rudos marinos?
—Lo hacía a escondidas y con la idea de ahormarse con algún piloto bujarrón, ¡el muy galanteador! —replicó con sarcasmo el músico—. Después lo vi descender oculto con el capote, para que no lo reconocieran y con cara de pocos amigos.
Hiarbas, pensativo y con gesto distraído, parecía no prestar oídos al chismorreo del malhumorado Alástor. Permaneció un rato abstraído y meditabundo, como si su mente estuviera ausente, pero inmerso en una devoradora ocupación mental, como si el tiempo se hubiera detenido para él. Níobe lo notó alterado, e incluso confuso. Fijó sus ojos en los de él, rogando una explicación a aquel repentino cambio de humor.
—¿Qué te ocurre, amado mío?
El tasador de metales, con la mirada extrañamente exultante, exclamó:
—¡Vuestro paseo por el embarcadero y la información de este amado arpista pueden resultar decisivos! Sinufer, el médico del rey, nunca permitiría que a su efebo predilecto le pusieran las manos encima unos marineros zafios. ¿Viste, mi dulce Alástor, si portaba o escondía algo al descender la escala?
—No, se envolvió en un manto azul y se esfumó con rapidez.
—¿En pleno estío arrebujado en una capa? ¡Rápido, que preparen el palanquín!, me traslado a palacio. ¡Os amo, pues me habéis proporcionado la llave del enigma sin saberlo! —dijo, tras besarlo en las mejillas como un demente—. Aunque antes he de visitar a mi amigo Notos, el avisador de las lunas.
Níobe lo vio desparecer raudo, sin entender una sola palabra sobre tan extraña reacción. Con gesto dubitativo, miró al lirista:
—¿Querrá la diosa Madre al fin auxiliar a este hombre que ha hecho de la perseverancia una virtud?
* * *
Los ojos abombados de Notos, el viejo pregonero de las lunas, se alborozaron al ver ascender a la torre mirador al pentarca Hiarbas. Veneraba a aquel hombre que no se comportaba de forma arrogante como los de su casta y se mostraba franco con los de las castas inferiores; él, que pertenecía a la pobre condición de los pescadores, no recibía sino desprecios de los navarcas. Hiarbas era el único noble al que se atrevía a acercarse, y su presencia le era tan grata como el pellejo de vino de Xera que siempre lo acompañaba cuando ascendía al torreón a platicar, o a avistar las estrellas. El rostro, curtido por el viento marino, se le iluminó. Rascándose la rala cimera de cabellos grises, lo invitó a extasiarse con un crepúsculo que tornaba el polvo de la calina en jirones purpúreos.
—El padre sol nos regala la vista con un ocaso mágico, señor —lo saludó.
—Su sabia mano nos proteja, Notos. Contéstame a una cuestión que te ruego quede entre tú y yo. ¿Ha zarpado alguna chalupa real este mediodía con rumbo…, diríamos que infrecuente? —curioseó, pasándole el odre del néctar.
—¿Por ejemplo la del médico egipcio del rey? —preguntó.
Una nota de incredulidad chispeó en la gris mirada del dignatario real, tasando como intuitiva la perspicacia del centinela. «¡Sinufer!», pensó perplejo para sus adentros. Por su mente procesionaron los personajes que podían estar involucrados en la confabulación, pero nunca se había detenido en la figura afeminada y pulcra del cirujano real, cuya culpabilidad era corroborada ahora por el astuto vigilante de los astros. Su certera sagacidad y los misteriosos movimientos de su amante, el bello efebo Creuseo, confirmaban que el sanador se reafirmaba como la siguiente pieza de la pérfida sucesión de conspiradores. ¿O quizás el ruin médico era la mente capital de la conjuración?
—¿Sinufer, el físico de Argantonio? —preguntó sorprendido—. Pudiera ser que tal vez se dirigiera al Lucero, o a Caura, a ofrendar a la Madre.
—No creo que lo empujaran motivos piadosos, señor —balbució—. Algunas barcazas atestadas de cortesanos han tomado ese rumbo durante el día, pero la del médico ha cruzado el lago y ha ascendido por el río Maenoba a todo remo, e iba sólo con dos criados armados con una alforja y con ropas de viaje. ¿No te parece raro? Mañana se alancean los toros de Poseidón, y la familia regia y la corte acudirán a aclamar a los danzadores y a sacrificar a los dioses.
—¿No es propio de un hombre libre y poderoso transitar por donde le plazca? No especules, el vino te hace desbarrar, Notos.
—No sé, algo me huele mal, señor. Ese egipcio y su amanerado galán han merodeado emboscados por la galera de Piroes desde el amanecer, y luego esa repentina marcha sin aguardar la marea propicia y próximos el ocaso y la noche. No me parece lógico, pentarca.
El orfebre no necesitaba más argumentos, y cínicamente cambió el curso de la plática, mientras dejaba caer en la mano del vigía dos lascas de metal, agradeciéndole las atinadas confidencias.
—Un ocaso fascinante, ¿no es así, viejo amigo?
—Más lo será el amanecer. ¡Cuídate, señor! —y rio.
* * *
Era noche de plenilunio, y los tartesios, devotos de la Luna, celebraban la vigilia de las Lágrimas de la Luna, la benefactora lluvia de estrellas que, proveniente de las Perseidas, surcaba la bóveda celeste acarreando bienhechores auspicios para los mortales. Era noche de hechizos, de buenos presagios, de parpadeos de las estrellas, de fiestas alegres y de intercambio de regalos entre seres queridos, que se echaban a la calle para presenciar fervorosamente el suceso astral.
La hermosa ciudad de Turpa, un ascua de lucernas y faroles, lejos de entregarse al reposo, se prodigaba a una desenfrenada disipación de banquetes, en un voluptuoso deleite donde la moderación no tenía cabida. Orgullosos de sus dioses luminosos y de la prodigalidad de sus dones, los tartesios, amantes de la música y del exceso de los sentidos, gozaban de las delicias de la noche cósmica y de la aromática ciudad jardín lamida por el fulgor de los efímeros cometas que coloreaban de vidrio las azoteas. Corría el vino a raudales, y las doncellas, sin complejos morales, bailaban ante las puertas la danza de la luna y se entregaban a sus amantes en las umbrías del lago refrescado por las adelfas.
Hiarbas y Balkar, en el atrio del palacio, aguardaban a Argantonio, orante en el templo de Poseidón, donde adoraba una arcaica imagen negra de la Madre hasta que se ocultaba el sol y cesaba el prodigio celeste. Compareció adusto, y en su rostro tostado se advertía el cansancio. Las franjas de su manto estaban arrugadas tras haberse postrado ante la diosa, y su mirada permanecía perdida.
Su altura los dominaba y caminaba dueño de la situación, haciendo tintinear los pectorales y brazaletes. Se alegró al ver en el peristilo al pentarca, a quien saludó con efusividad, despidiendo a sus hijos y a su esposa, la reina Erguena, majestuosa con sus penetrantes ojos garzos, quien dedicó una sonrisa al orfebre antes de retirarse. Rogándole que pasaran a sus aposentos, se desprendió de los abalorios, mientras Hiarbas le narraba los acontecimientos sucedidos durante la jornada en torno a Piroes, Con gesto contrariado y expresión impaciente, lo escuchó; y cuando salió a relucir el nombre de Sinufer, una mirada de estupor cruzó sus pupilas asombradas. Tanto Balkar como Hiarbas repararon cómo la angustia se apoderaba de su rey y señor, que balbució:
—¡No puedo creerlo! Pero ¿con qué objeto? ¡Come de mi plato y yo lo enaltecí entre mil! Esta trama se ha convertido en una pesadilla para mí. Sinufer es mi confidente y amigo, y sana tanto los malos humores de mi cuerpo como los de mi ánimo. ¿Cómo es posible que esté implicado en esta sucia maniobra? —rechazó la posibilidad.
—Sé que te puede resultar inconcebible, pero así parece Argantonio. ¿Y no puede incluso ser el cabecilla de esa diabólica cuadrilla de traidores? Me he mostrado escéptico ante el asunto de las cráteras, pero cada vez estaba más convencido de que la conspiración poseía su vórtice de maldad en este palacio.
—¿Pero por qué Sinufer? Me resulta inadmisible, Balkar —clamó desalentado.
—He inspeccionado su cámara, y, efectivamente, envuelta en una bolsa de lino ha recibido de su amante Creuseo una ánfora helena procedente de la nave de Piroes y del mismo obrador corintio de las que atesoraba la sibila. Un sirviente lo ha corroborado. Además, Sinufer me ha mentido, señor: me rogó licencia para asistir a los ritos del templo de Isis Astarté de Ispali, y Notos, el avisador de las lunas, lo ha visto dirigirse a Tucci de forma oculta y sospechosa.
—¡Traedme esa vasija; pronto! Debo examinarla.
Hiarbas y Argantonio despojaron el ánfora del lienzo de estameña y la remiraron como si del tesoro de Crisaor se tratara. Los asombró la pulcritud de los dibujos sobre el fondo oscuro, en un tono azafranado, que representaba tres matronas vestidas con clámides de pliegues sedosos. ¿Se trataba de otro aviso amenazador? ¿De un mandato fatal?
Argantonio, tras cerrar el velo de sus cobrizos párpados como si tratara de recordar una lección olvidada, volvió a impartir una disertación magistral sobre la teogonia de los griegos. Acercó la crátera a un flamero de aceite y la inundó de claridad. Luego los ilustró:
—Esta primera diosa que veis es Némesis, la de la divina cólera, la deidad siniestra. Observad su codo replegado y el dedo en la boca, que indica a los mortales que acallen sus palabras para siempre. Funesta figura, mis perseverantes amigos, siempre relacionada con el tránsito a la otra vida.
—Y la otra diosa alada, ¿a quién muestra señor? —preguntó Hiarbas.
—A Adrastea —reveló—, y cuando se representa coronada de narcisos, con un velo negro sobre la cara y con las alas doradas abiertas, insinúa a los que la contemplan que un crimen ha de ser castigado con rapidez. Se adora en Ática, y también allí se la teme por sus funestos augurios. Como veis, porta una lanza y una copa de licor amargo en sus manos que auguran una venganza especial y una muerte inminente; en este caso, por envenenamiento.
—¡Por la diosa Luna! —exclamó Hiarbas.
—Y la tercera divinidad, mi gran señor, ¿qué nuevo espanto encarna? —inquirió Balkar—. Su mera contemplación me estremece.
Como si precisara más luz, la aproximó a la candela y se ensimismó en su contemplación, pero nada explicó a sus interlocutores. Al fin, desolado, reveló:
—Muestra a la Oscura Dama de la Muerte. Carece de nombre, es hija de la Noche y del Tártaro, y no se la adora en ningún templo alzado por la mano del hombre. Observad la mariposa que luce sobre la cabeza y la clepsidra del tiempo que sostiene en la mano siniestra. Ambos atributos simbolizan que el tiempo del mortal señalado por su mano ha expirado, y ha de morir.
Argantonio se detuvo en la explicación y sus gestos destilaron aflicción. Una mueca de pesar cruzó su mirada contrita, como si un espejo le enviara a los ojos una imagen no deseada de desolación.
—Lamento confesároslo, pero esta ánfora predice un final de infortunio. A quien visitará Sinufer, y todo predice que es a Anae, va a morir, y ya nada podemos hacer para salvarla. ¡Qué trágico revés! La diosa no me lo perdonará.
—Fue un error, mi señor, confiarle el secreto de su paradero, aunque se hallara enferma —dijo Balkar.
—¿Quién iba a figurarse que su corazón atesoraba el alacrán de la traición? Cuando Méntor, su custodio, nos comunicó que se negaba a ingerir alimentos y que su alma se le escapaba del cuerpo, me aterroricé, pues la diosa me demandará en mi muerte cuentas sobre su hija predilecta. ¿Y en quién confiar para su restablecimiento? Pues naturalmente, en mi médico personal, fiel amigo, además de serlo también de la pitonisa. ¡Qué error! Que los dioses me exculpen —dijo apesadumbrado.
—Obraste con tu acostumbrada compasión y generosidad, mi rey.
—En un principio sólo Balkar y yo conocíamos el lugar secreto del confinamiento de Anae, pero le mostré al lobo el lugar donde guardaba a mi corderillo más frágil.
—No te lamentes señor, ¿quién iba a imaginarlo? —lo consoló el mayordomo—. ¡Maligno egipcio; sea maldecido hasta la eternidad!
—Creo que aún hemos de soportar una prueba horrenda. Así me lo dicta el corazón. ¡Imperdonable decisión! Me sonsacó con malas artes su paradero; sabiendo que la amaba tanto y mostrándose tan apesadumbrado, cedí llevado por la compasión.
Hiarbas, ante la infausta explicación, rogó al soberano que le revelara más detalles sobre el paradero exacto de la pitonisa.
—¿Es llegado el momento en el que has de descubrirme, mi rey, una confidencia crucial que desconozco? Ya no existe motivo para ocultármela.
—Así es. Has de conocer el destino donde purga su yerro Anae, aunque sea demasiado tarde.
—Lo suponía, señor —dijo ensombrecido.
—Me siento hombre temeroso de los dioses, y cuando la pitonisa confesó su deslealtad por encarnar la voz de la Luna, me opuse a que fuera juzgada en proceso público o conducida al patíbulo o al destierro, así que dispuse que la enclaustraran en el apartado santuario de la diosa Proserpina-Ataecina[99], en el país de los belicosos cempsis, a tres jornadas de Turpa.
—¿El de la Dea Infernal, próximo al camino de la plata? —se interesó Hiarbas.
—Así es. El templo donde se adora a la deidad de los ojos claros, la que todo lo ve y todo lo sabe, la controladora de nuestras vidas. Confié su guardia y custodia a su rey sacerdote, el fiel y recto Méntor, un hombre sabio de dotes proféticas. En tan aislado lugar pasaría desapercibida y expiaría su culpa. Y ahora, salvo que la diosa lo confunda, o estemos errados, ese médico apóstata va a perpetrar una venganza pérfida.
—Antes de comprometer al principal inspirador, si no es él mismo, la van a silenciar para siempre. ¡Jamás dudé de Sinufer, y a la postre ha resultado ser un maestro de la simulación y del engaño! —se lamentó Hiarbas, desolado.
—Si no actuamos con sagacidad y premura, lunas de tenebrosidad y servidumbre se precipitan sobre Turpa.
—Trataremos de impedirlo, mi regio señor. Conviene al cuerpo desentumecerlo de los regalos y comodidades —se resignó Balkar—. Hemos de adelantarnos a ese perverso desalmado e intentar detenerlo.
El rey se fijó en la crátera, como si contuviera un maleficio, y ordenó:
—Se hacen precisas dos actuaciones inmediatas. La primera: apresad al efebo de Sinufer y confinadlo en los sótanos del templo; y la segunda: debemos avisar a Orisón para que disponga la galera real dentro de la más absoluta de las reservas. Hiarbas y tú partiréis con mi escolta personal ibera e intentaréis impedir una muerte estéril. Si no lo lograrais, cosa más que probable, arrestad vivo a ese egipcio sin alma. Os lleva un día de ventaja, pero si surcáis el mar abierto y remontáis el río Hiberus con caballos frescos, no tardaréis más de un día en arribar al santuario.
—Así se hará, mi rey, y extremaremos los cuidados.
—Que Poseidón, el que hace temblar la tierra, os acompañe.
La estrellada noche se enseñoreaba del firmamento, el oscuro escenario donde la diosa otorgaba sus lágrimas benefactoras. Las gentes danzaban el baile sagrado en los pórticos de los templos para atraerse la buenaventura, pero el palacio rezumaba turbación. Argantonio, postrado el ánimo, les volvió la espalda rechazando los ruegos de su esposa de acompañarla al mirador.
Hiarbas alzó los ojos atraído por el fulgor quebradizo de los fugaces cometas, que como dardos de luz asaeteaban el cielo. Lo encendían con destellos pálidos, como un sortilegio misterioso que amparara a los tartesios, quienes ofrendaban a la Madre Tierra sus gozos y vidas. Pero también, en aquella vigilia mágica, los llantos del cielo flotaban en el aire condenando con sus índices llameantes a la pitonisa del Lucero, la prisionera del rey.
Al pentarca, ante el grave sesgo que tomaba el asunto de la sibila, lo roía un pavor supersticioso que se apoderó de su corazón. Abandonó el palacio a medianoche, pensando que al fin había abarcado el críptico significado de los dos oráculos, el de Psycro de Creta y el de Dídime de Mileto, que unían la identidad de Anae con la deidad de las Tinieblas.
«Habita bajo la tutela de la deidad de las tumbas», le había augurado Andrómaca, la pelíade, y sus palabras se habían cumplido al pie de la letra. Después receló del desinteresado ofrecimiento de Balkar a comandar la escolta que prendiera al médico, conocida su propensión a las comodidades y la vida muelle. «¡Sorprendente comportamiento!», caviló Hiarbas.
Tras el alba surgiría la luz, clausurando el episodio más aciago de su vida.