TRES ÁNFORAS ÁTICAS

Durante un buen rato, se sumió en la minuciosa exploración de las ánforas. Cromadas sobre un fondo negro, las tres vasijas griegas formaban un conjunto estético de figuras que encarnaban con perfección otras tantas escenas mitológicas de sospechosa coincidencia con los hechos acaecidos en torno a la sacerdotisa.

Se debatió en un concienzudo análisis, hasta en sus más ínfimos detalles, hasta que en un arrebato de inspiración acertó a atribuir sentido a las escenas bosquejadas en sus vientres. Ponderó los dibujos y los halló sencillos y explícitos. En la primera ánfora destacaba una figura de la diosa Artemisa, deidad de la Luz Lunar, acompañada por un féretro y por la señora de la muerte, Némesis. «¡Qué extraño!», se dijo. La segunda vasija reproducía a un Apolo matando a la serpiente Pitón en Delfos, y un epígrafe en caracteres jonios con una aterradora leyenda que leyó con estupefacción: CORROMPE desde ahora ESTE LUGAR.

Finalmente, fijó sus ávidas pupilas en un tercer vaso, más redondo y de asas pequeñas, en el que se distinguía un Ulises vagante por el mar Atlantis. Al fondo se apreciaba una costa y un altar extrañamente familiares en la memoria de Hiarbas, pues se trataba del admirado por sus ojos en las playas de las Kasitérides, el que los albiones llamaban «el ara de Ulises el aqueo». Creyó haberse tropezado con un indicio claro que le rondaba desde hacía algunas lunas, y una jubilosa certeza se encendió en sus pupilas. Zigzagueó una idea sutil, como un relámpago que se deslizara por su mente inundándola de transparencia. Las escenas descritas en las ánforas no se habían elegido al azar, sino que constituían secretos mensajes dirigidos a Anae con una orden terminante que debía ejecutar.

—¡Diosa de la luz incierta! —murmuró encandilado.

Sus acompañantes, que seguían conversando ajenos a sus pesquisas cuchicheando sobre la depravada sibila, se aproximaron a la alacena. La extraña compostura del pentarca los alarmó.

—¿Qué ocurre, Hiarbas? ¿Has hallado algún indicio?

—Mi gran señor Argantonio, a veces los ojos de la ficción van más allá de la lógica, y creo haber descubierto una pista razonable. Eres distinguido por tu sapiencia en la cultura griega, y me hallo firmemente persuadido de que en estos vasos se hallan las claves de la sospechosa conducta de Anae. Pretendo someter a tu intelecto su interpretación, pues presiento que no están dibujados al azar, sino que encierran un mandato rotundo.

Argantonio lo miró con desconcierto, sin poder disimular sus dudas.

—Investigué cuanto procedía del exterior y jamás pude detectar un papiro equívoco, un correo cifrado o una conversación sospechosa —intervino Lubbo—. Sin embargo, pienso que, ¿por qué no ha de hallarse la respuesta en estas ánforas, inadvertidas por mí hasta ahora?

Hasta ese momento, Argantonio se había limitado a elucubrar con reticencia sobre el disparatado argumento de su pentarca, pero, tras una somera reflexión, tomó en sus manos la primera de las vasijas y durante unos instantes la escrutó como un pedagogo absorto en una elucubración insondable. Luego, como si hubiera escapado de la burbuja de sus vacilaciones, alzó la voz:

—No cabe duda de que las imágenes aquí dibujadas no lo están por capricho, y ciertamente guardan una sorprendente analogía con los hechos acaecidos con Anae. ¡Admirable! —dijo, y se le encendió la mirada—. ¿Recordáis la muerte de la anterior pitonisa, Maut, en sospechosas circunstancias y después de arrojar el alma por la boca como si la hubieran envenenado? —preguntó excitado.

—Anae era aún una neófita —dijo Lubbo—, y ya estaba señalada para sucedería. Aún se recuerdan aquellos luctuosos hechos con dolor, mi señor.

—Pues observad el dibujo de este vaso. ¡Resulta insólitamente aterrador!

El rey, haciendo honor a las vastas sapiencias que su formación helena le otorgara, fue analizando una a una las figuras que componían la estampa allí ilustrada.

—¿Veis a la dea Artemisa armada con el casco y el arco? Pues bien, cuando así aparece sugiere la advocación de la terrible Apolosusa, «la castigadora de las mujeres», y simboliza la muerte. Reparad en que detrás aparece una enigmática matrona envuelta en un velo junto a las puertas del infernal Tártaro; es Hécate, diosa de los sepelios, que vela un féretro con una mujer vieja dentro, y sobre su pecho una alarmante flor.

—¿De qué flor se trata, señor, y qué representa? —se interesó Balkar.

—Se trata de una rosa, y en este adverso caso simboliza la muerte.

El desconcierto se adueñó de la estancia, que quedó en silencio.

—No puede estar más claro —exclamó Hiarbas, abriendo las manos—. Pienso que Anae recibió el mensaje de deshacerse de la anciana pitonisa, con lo que tendría el paso franco a la Cripta de los Inmortales, a secretos inescrutables del Lucero y a una posición de privilegio en el reino.

—¡Pudiera ser así!, pero ¿y las otras vasijas? Deben de poseer una lógica sucesión de órdenes, pues de lo contrario se convertirán en un jeroglífico desquiciado e inútil que nos alejaría de una conclusión veraz.

—La poseen, mi rey —aseguró categórico Hiarbas—. Examínalas, y detente en la pavorosa inscripción de la siguiente.

Surgieron murmullos de interés, y el rey los acalló arrebatado con la interpretación de las sorprendentes ilustraciones. Hacía muchas lunas que no percibía un entusiasmo como aquél. Lo había tomado inicialmente como un juego, pero a cada mirada descubría singulares analogías con la traición de la sibila. Examinó la segunda crátera, y sus ojos se abrieron a una asombrosa conclusión.

—¡Apolo y la serpiente Pitón!, el símbolo de la destrucción para los griegos —dijo con asombro—. Esta sierpe, que es sinónimo de «podredumbre y traición», quiso devorar a Apolo, pero el dios, armado con las flechas forjadas por Hefestos, la deidad del fuego, se aventuró en la cueva donde habitaba para exterminarla, y mientras le daba muerte, gritó: «¡Envenena este lugar para siempre!». Esa bella figura lo representa. Con el paso del tiempo se sacralizó la gruta conociéndose con el nombre de Pytho, hoy convertida en el afamado oráculo de Delfos, donde se celebran las fiestas de la Septeria en honor de la hazaña del dios.

—¡Fascinante y aleccionador! —dijo Balkar.

—Y entonces, ¿qué te sugieren la ilustración y la inscripción, mi rey?

—Bueno…, no se me ocurre pensar sino que primero Anae habría de deshacerse de la vieja pitonisa, y luego tratar de corrompernos con sus falsos e interesados augurios; y a fe mía que estuvo a punto de lograrlo envenenando mi corazón y conduciéndonos a la enemistad con nuestra aliada Gadir.

—¡Aún recuerdo con pavor su primera profecía y la insistencia en que rompiéramos las relaciones con Zakarbaal! Dañarnos y enojarnos con Gadir —dijo Balkar—. Pero ¿quién maneja desde las sombras los hilos de esta trama?, me pregunto.

—El cerco se cierra, y la verdad ahogará muy pronto a los perversos —intervino Balkar excitado.

El escepticismo desapareció entre los adustos consejeros tras las argumentaciones del rey, que fueron recibidas con cálido consenso. Intensamente atraídos por la clarificación del enigma de los vasos griegos, valoraron la penetración del rey.

—¿Y qué nos revela el tercer jarrón, Hiarbas?

—Verifícalo, señor, con tus propios ojos —respondió, y le mostró el ánfora adornada con una evocación de los viajes de Ulises por el océano.

—¡De modo que ahora esos conspiradores nos trasponen a la homérica Odisea! ¡Veamos! —dijo intrigado.

Hiarbas le ofreció la crátera con la firme seguridad de que con un examen minucioso se volcarían contundentes argumentos a favor de sus tesis, aclarándose el pozo de oscuridades que envolvían la confabulación cuya cúspide personificaba la pitonisa.

—Tiene que ver con el intento de robo del cuero de la ruta del estaño. Repara minuciosamente en los detalles de la costa y del cielo, gran señor —indicó persuasivo el pentarca.

De inmediato, el rey se sintió prendido por la escena representada en la jarra ática, que estudió de nuevo con meticulosidad. Su gesto de indiferencia había cambiado y sus conclusiones cobraban la fuerza que Hiarbas deseaba. Argantonio estaba cada vez más convencido de que aquellas escenas constituían mensajes cifrados de los conspiradores y una orden que ejecutar.

—Veo un altar en la ribera y una constelación en el cielo. ¿Orion, quizás?

—Ciertamente —aseveró Hiarbas—. ¿Y no te sugiere nada, mi rey?

—Así, a simple vista…, no —y la volvió a analizar.

—A mí sí —respondió ufano—. Se trata de Albión, el territorio de los belicosos filbolgs, el que visité en compañía de Acco, jefe de los oestrymnios. Aún evoco en mi mente la ennegrecida pilastra y el montón de piedras mohosas semejando a una pirámide. ¡La misma que representa esta escena!

—De modo que le señalaban la primera carta marina que debía robar y transcribir en la cripta —exclamó el monarca, rojo de ira—. ¡La ruta del estaño!

—Esa es también mi firme conclusión, mi rey. El monopolio del metal blanco que tanto anhelan los cartagineses. Suspiran a tiempo por conocerlo —convino—. Y además, le determinaban cuándo debía entregar la carta robada y en qué lugar.

—¿Cómo puedes asegurar tal profusión de detalles? —preguntó dubitativo el eunuco.

Para causar impresión y afianzar sus creencias, Hiarbas se pavoneó:

—¿Alguien recuerda qué constelación reinaba en el firmamento el día del fasto de Astarté, y víspera del apresamiento de Anae?

El orfebre prolongó su mutismo, para al fin explicar sin vacilaciones:

—Yo sí lo retengo en mi memoria, pues me hallaba en Gadir, en una de las más inolvidables noches de mi existencia. ¡Cómo olvidarlo! Contemplé el firmamento y vi cómo prevalecía sobre todas las constelaciones la luminosa Orion.

—Es razonablemente verosímil —convino el rey—. Pero ¿por qué debía entregar la copia de la carta marina en el santuario de Tanit? ¿Cómo lo deduces?

Hiarbas, buscando una reacción de complacencia en sus interlocutores, se dejó caer con displicente gesto:

—¿No aprecias sobre la nave de Ulises, un caduceo alado que se dirige hacia un triángulo dorado, el signo de la diosa gaditana?

El soberano dedicó una furtiva ojeada al ánfora, y reconoció alarmado:

—¡En verdad así parece! —exclamó escrutando el grabado, y asintieron todos al unísono—. Su pequeñez lo hacía pasar inadvertido. ¡Explícate!

Hiarbas, esbozando un tono de afectada humildad, argumentó:

—El caduceo de Hermes representa un mensajero; es decir, ella, Anae. Un mensaje, el papiro oculto en la sierpe de oro que yo mismo pude admirar en su pecho, y finalmente un lugar preciso, el templo cuyo símbolo es un triángulo, el pórtico de la prostitución sagrada del templo de Astarté en Gadir. Así de concluyente. Nos falta el desconocido que habría de recibirlo, pero estoy seguro de que lo atraparemos pronto, pues se trata de Piroes, el mercader desgarbado que ocultó su identidad aquella noche, y que no pudo entrevistarse con Anae.

—Ya no me cabe duda, y más sabiendo de su condición de agente de Cartago —enfatizó el rey.

—Su figura desvaída, el tosco disfraz de garamanta y el andar torpe lo señalan como el seguro receptor de la carta marina —aseveró el pentarca.

—Nada de mensajes escritos, nada de entrevistas indiscretas, ni un nombre, sólo dibujos cifrados. ¡Ratas astutas! —dijo Balkar—. Órdenes cifradas y tajantes.

El monarca se mostró complacido por la incuestionable resolución del pentarca, que contribuía, con bastantes trazas de verosimilitud a descubrir el secreto de la conspiración. Además, el habitual tinte reprobador de Balkar se había trocado en cumplidos a su penetración.

—Bien pudo así suceder como dices. Pero ¿quién será el instigador que rige a estos perversos?, me sigo preguntando. ¿Quién maneja los hilos?

—Mi rey, yo sólo he elucidado el misterio de la tercera crátera; tuyos son los méritos de revelar lo que ocultaban las primeras, aunque todo puede ser una mera especulación.

—Yo hubiera pasado ante ellas sin tan siquiera mirarlas, créeme.

Hiarbas paseó la calidez de sus ojos por los rostros de sus interlocutores, y realizó una estudiada pausa. Luego, la irrevocable conclusión asomó dibujada en su cara.

—Mi rey, confío en que cuanto hemos desvelado aquí sirva para algo. La trama que se cierne sobre Tartessos, sea su origen cartaginés, sidonín o tartesio, está pronta a desvelarse, y lo capital es que nos conduzca al cabecilla.

—Supongo que, como hombre sagaz que eres, ya posees tu propia solución.

—Sin gran mérito por mi parte, y ya te lo anticipé en palacio. Después de las escalas en Tiro, Samos y Nora, presiento que el esclarecimiento definitivo reside en la persona del mercader Piroes, señalado por los agentes tirios como espía de Cartago. Resulta evidente que él es el conducto que pone en conexión al cerebro y a los cómplices en estos territorios.

—Estas conclusiones extraídas de las ánforas áticas, siendo interesantes, no dejan de parecerme meras reflexiones. Se precisan pruebas más fundadas. Y ¿por qué crees, Hiarbas, que esos mensajes dibujados en las cráteras nos llevarán al nudo de la trama? —se interesó Balkar.

—Porque, desaparecida la sibila del escenario, Piroes y sus mensajes, es decir, los vasos griegos, nos conducirán al nuevo interlocutor, quizás el definitivo eslabón de esta cadena, y al desvelamiento final de la críptica verdad que nos inquieta —dijo con firmeza—. Sé que se han dado directrices al respecto, y por eso, cuando la quilla de la nave de Piroes recale en Turpa sus pasos han de ser sometidos a una estrecha vigilancia.

—Se han tomado precauciones y le cerraremos el cerco, Hiarbas —aseguró el rey—. ¡Que la diosa de la Luz nos inspire! Bien, mis fieles, ya tan sólo me cabe recordaros que cuanto se ha desvelado aquí no debe traspasar nuestros labios —y los bendijo antes de volverles la espalda.

—Que la Altísima te ampare, guía de Tartessos —se expresaron a una.

Les aguardaba una agobiante espera que podía convertirse en insufrible. Una sombra de impaciencia asomó en sus miradas. ¿Habría acertado el pentarca en sus aventuradas deducciones?

«¡Demasiada aflicción en torno a una mujer!», pensaba Hiarbas. Sin embargo, ya no le cabía duda alguna de que alguien, desde el oscuro anonimato, urdía una fatídica intriga contra su rey y su nación. Pero ¿quién, y cómo descubrir sus retorcidas intenciones?

Hiarbas sabía que a la perversidad de los traidores suelen seguir otras felonías más malévolas para alcanzar sus codiciosos planes. Y algo en su mente le aseguraba que, al fin y a la postre, la perfidia se nutre de su propia ponzoña y que el mismo veneno que incubaban con su falsedad los desenmascararía tarde o temprano.

Paulatinamente restañaba sus heridas con la consideración mostrada por el soberano, quien le había confirmado sin ambages una amistad incontestable que lo enaltecía a los ojos de los más poderosos de Tartessos.

Llameaba un mediodía abrasador, quizás el más ardoroso del estío, y el límpido firmamento, que olía a mieses segadas, fue traspasado por una bandada de ánades que se dirigían a los marjales del lago.

—Favorable presagio. Que la Luna nos muestre la luz —rogó a la diosa.