Una cámara de ensueño, ofuscadora y deslumbrante, se abría ante él. Un templo sin dioses donde el oro, la plata y el bronce poblaban de reflejos cegadores una atmósfera mítica y turbadora.
Parecía dotada de vida propia, y, en su esplendor, evocaba la antesala de la morada de las deidades luminosas.
Hiarbas respiró con temblor, familiarizándose con la abrumadora imagen, y paulatinamente se dejó embargar por el prodigio del que disfrutaban sus ojos, un mausoleo erigido para el descanso eterno de los reyes de la era heroica, que bajo el templo de Noctiluca dormían su sueño eterno convertidos en guardianes de los secretos de Tartessos.
El pentarca creía haber profanado la quietud de sus inquilinos, y miró con duda a Argantonio, que lo invitó a seguirlo sin reservas.
Una luz etérea deleitaba la estancia, recubierta de láminas de plata martilleada. Su arquitectura pentagonal, sostenida por cimbras de bronce, poseía un aura especial que lo convertía en fascinante. No olía a cerrado, pues un hilo de aire puro se filtraba por rendijas invisibles. Contempló la grandiosidad de los tesoros que se descubrían en la regia necrópolis, que, como una colmena, contenía anaqueles de cedro, copas de alabastro, espejos sidonitas, redomas egipcias con aceites perfumados y yelmos de oro puro rielando como estrellas en el firmamento.
Fijó las retinas en los poliédricos perfiles de cinco sarcófagos de jaspe transparente, que como gigantescas crisálidas guardaban las reliquias de los legendarios príncipes de Tartessos, sus corazas y sus cetros de pedrerías. Parecían levitar dentro de sus sepulcros, liberados de la abrumadora carga de la mortalidad, y las cinco urnas formaban un círculo desconcertante como si sus embalsamados huéspedes conversaran desde la eternidad sobre los empeños vividos en su encarnadura terrenal.
Olió la tenue putrefacción de los carcomidos cuerpos, vislumbró los cartílagos roídos, las vestiduras de épocas inmemoriales deshilachadas y mustias, la carne corrupta y los frágiles huesos reducidos a amalgamas terrosas. Una fulmínea visión de descomposición, detenida por la momificación, gobernaba en aquel lugar de rancia alcurnia que atesoraba las momias de los arcádicos soberanos de Turpa, cuyos espíritus parecían vagar por la inquietante cámara.
La estancia recibía la iluminación de cuatro placas de bronce dorado apostadas en los rincones, obtenida del exterior por algún tragaluz oculto que reflejaban con su artificio un fulgor azafranado. Argantonio ordenó a Lubbo y Balkar que aguardaran, y las puertas se cerraron tras ellos. Hiarbas lo prefirió, pues la presencia de los dignatarios lo incomodaba.
—¡La Cripta de los Inmortales! —exclamó el rey, y se inclinó besando las lápidas con veneración, mientras le explicaba estremecido—: Aquí yacen alejados de la iniquidad del mundo, los restos de los cinco monarcas de Tartessos de las edades épicas. Cada uno de ellos fue enterrado con su Gereb, el rollo con el patrimonio detallado que recibía de su padre, y que cada uno se encargó de incrementar.
El pentarca observaba cada detalle con mirada ansiosa y reverente.
—Ante ti se abre la vivida memoria de nuestra nación, el testimonio de la verdad sobre Tartessos, el relicario del saber tartesio y el resumen de la aventura náutica de nuestro pueblo —le explicó.
—Por Poseidón que no imaginé nunca que existiera este tesoro bajo los cimientos del oráculo.
—En este primer sarcófago se guardan las cenizas de Crysaor, el guerrero de la espada forjada por los dioses. Nacido de la Medusa, se desposaría luego con Callirhoe, la hija del Océano, origen y principio de nuestro pueblo, que él ofrendó a Poseidón y a las deidades luminosas.
—Siento una emoción indescriptible, mi rey, pues siempre creí a tus remotos antepasados fruto de las fábulas de los sacerdotes.
—En modo alguno, Hiarbas. Las cenizas que contemplas pregonan la veracidad de sus historias. Admira en este segundo sarcófago unos huesos ennegrecidos de Gerión, el padre de Eryteheia y de nuestra estirpe, el rey de los ganados de toros, que, según las leyendas, murió en lucha desigual contra Heracles.
—El patriarca amado por la nación e inmortalizado por los griegos —musitó, notando con repugnancia la amojamada calavera reseca y carcomida.
—El tercero contiene los restos del gran Nórax, su nieto, el colonizador de Sardinia, en tiempos de Hyllus, uno de los hijos de Heracles. Nos encontramos ante el insigne maestro de los navegantes tartesios, el amigo de los soberanos de Creta y devoto del culto al toro sagrado —lo ilustró visiblemente emocionado—. Desde niño, siempre quise asemejarme a él.
Rodearon los panteones cincelados según estéticas helenas, y el pentarca advirtió que cada uno de los resecos restos guardaba entre el polvo su propio gereb, el rollo de cuero y oro con el testamento personal, que parecían querer atesorar en el más allá. Advirtió que las dos últimas lápidas estaban unidas por una cadena de bronce dorado.
—Y estos dos, ¿por qué permanecen unidos por una leontina, señor?
—Así quiso mi padre que permanecieran aunadas las últimas morada de los egregios civilizadores de Tartessos, Gargoris y Habis, padre e hijo, fundadores de mi dinastía. Ellos nos instruyeron en el cultivo de las mieses, los árboles y las viñas; también a arar los campos con bueyes, a domar los caballos, a obtener la miel de los panales, y ordenaron la vida social del reino con decretos honrados.
—Las justas leyes que nos rigen desde hace seis mil lunas —le recordó.
—También al prudente Habis, el salvado de las aguas, debemos la ramificación en siete castas de nuestro pueblo, las técnicas de los trabajos que nos han hecho prósperos, los primitivos pactos con los sidonín de Gadir y muchos de los conocimientos de la extracción del metal, el comercio y la pesca.
—¡Loada sea su memoria! —replicó el pentarca.
Argantonio le señaló con el bastón de plata las credenciales en bronce de los primeros pactos entre los Diez Reinos, las alianzas con Nora, Gadir, Lixus y Utica, de exuberante maestría orfebre. Le narró con admiración la semblanza de las centenarias coronas que allí se atesoraban, los pectorales afiligranados y los vetustos caduceos, que sólo salían de aquel lugar en las grandes celebraciones.
Uno de los metales labrados que admiró al orfebre con más curiosidad representaba los cursos celestes de la luna, raras elipses astrales, meridianos incógnitos, las trayectorias de los planetas y las más fabulosas constelaciones, que sólo conocían los sacerdotes de Poseidón.
Hiarbas, traspasado al más infinito de los hechizos, escuchaba las ardorosas explicaciones del soberano, quien, con voz impostada, le señalaba el origen de los objetos que se atesoraban en aquel opulento relicario del pasado. Con indescriptible afán intelectual, seguía al rey, quien se revolvió:
—Pero aun constituyendo cuanto te he mostrado presencias trascendentales de la memoria colectiva de Tartessos, yo cumplo lo que prometo, y te voy a descubrir el móvil que hizo convertirse a Anae en una sacrilega estafadora merecedora de mi ira y de la muerte más execrable.
El pentarca mudó el entusiasmo de su rostro por el de sorpresa.
—Te hallas en un espacio consagrado a la sabiduría de nuestra raza con la que intiman sólo los muy notables. Se trata de conocimientos transmitidos a través del tiempo y que en el flujo incesante de la vida serán cedidos a nuestros hijos más capaces, de generación en generación.
El rey se dirigió inesperadamente al sepulcro de Crysaor, y con el solo esfuerzo de sus manos corrió un palmo la transparente lápida que lo cubría. A Hiarbas no le inspiraba confianza interrumpir la paz perpetua de los héroes inmortales, y retrocedió unos pasos. De inmediato, un tufo a añejo aislamiento y humedad y un suave aroma a ungüentos se extendió por la sala. No cabía duda de que habían sido momificados por físicos egipcios, pues no observó putrefacción, ni gusanos voraces, ni la pútrida podredumbre de la muerte entre los parduzcos vestigios.
Argantonio extrajo el Gereb de su reinado, perdido en el abismo del tiempo, el correoso cilindro guardado en la tumba. El momento le pareció al pentarca inquietante, e, incapaz de dominarse, dejó escapar una leve exclamación. Siguió un tiempo imprecisable en el que Argantonio abrió el rollo pausadamente y desdobló su contenido, una piel de cervatillo agrietada pero primorosamente iluminada con signos tartesios donde se precisaban distancias marítimas, puertos de recalada, vientos adversos y favorables, y hasta el más mínimo detalle de la navegación por el mar Atlantis. Hiarbas, ansioso por discernir su secreto, se adelantó:
—¡Una carta marítima!
—Ciertamente, y has podido comprobar que cada una de las momias de los cinco reyes atesoran otros tantos gereb con idéntico tesoro, las cinco rutas náuticas que han hecho de los tartesios el pueblo de navegantes más emprendedor de Occidente, y que cualquier potencia mataría y extorsionaría por poseer. Basados en cálculos exactos de astronomía y cartografía, su cabal ejecución no tiene precio.
Desplegó el amarillento pellejo sobre la lápida, desvanecido el polvo que lo recubría. Los márgenes aparecían invadidos por miniaturas coloreadas con oros opacos y tintas carmesíes, monstruos marinos de las tierras que representaban, centauros, grifos y nereidas, en un efecto de tal vivacidad que el orfebre alabó sin ambages su hermosura.
—Es una obra maestra, sin duda alguna, y, aunque ajado, conserva aún el color.
—Refunde con precisión la ruta a las islas Kasitérides, «las tierras de las breves noches de verano». Fue creado por mareantes tartesios en el reinado de Habis, el Hijo de las Aguas, y su valor es incalculable. Los pilotos las memorizan, uno por cada ruta, hasta sus más ínfimos detalles en la Academia del Mar, y no está permitido reproducir copia alguna, pues podría caer en manos indeseables.
—Y ése fue el gran pecado de la pitonisa.
—Quiso mercadear con lo más inviolable de nuestra nación, Hiarbas.
Arrastrado por una indescriptible ansiedad, el pentarca siguió al rey, que ejecutó idéntica operación en el segundo ataúd, el de Gerión. Una lista apretadísima de nombres, diminutos unicornios y distancias oceánicas cubrían los márgenes, mientras que ilustraciones ocres y negras trazaban ignotos trayectos.
—¿Qué navegación representa este cuero, mi señor?
—La que conduce a los pescadores tartesios a una fuente inagotable de las riquezas del mar. La denominamos la de «El Mar de Afuera». Se halla al oeste de las Columnas Tartéssicas y conduce a una isla de fecunda fertilidad, poblada por toda clase de árboles frutales, rica en agua y de vientos cálidos[94].
—¿La que llamamos Schería, donde se dirigen nuestros barcos en el equinoccio de verano? —le preguntó.
—Así es, y no es producto de la fabuladora mente de nuestros marineros, como aseguran los tirios. Esta ruta la controlan mi primo Elimos y los nautas cilbicenos, que comercian con las almadrabas del atún.
Con deliberada lentitud, Argantonio acarició el mármol del tercer sarcófago, el de Nórax. No cabía duda de que amaba a su emprendedor antepasado. La luz se había espesado. Hiarbas, amante del mar, percibía en su interior un deleite ilimitado. El soberano separó el cuero del gereb, y lo instruyó:
—El tercer pergamino detalla el itinerario del mar Interior que siguió Nórax para colonizar la isla de Sardinia. Aquí puedes distinguir los siete templos de Hércules, el modo de cruzar las Columnas sin abocarte al naufragio, los torbellinos del estrecho, la costa de los massienis, la isla de Cromiussa descrita con precisión, los céfiros y la derrota correcta para acceder a Sicilia, Kirnos y Sardinia. Todo un portento de la medición marina tartéside.
Hiarbas lo examinó con ansiosa mirada, y, concluida la apasionada interpretación del rey, sus ojos se posaron en el asombroso hule de marear, las seductoras representaciones y los seres excéntricos y fantásticos dibujados en los ángulos del pergamino. Experimentó un infinito orgullo por la destreza empleada en los pliegos por los cartógrafos del templo de Poseidón y de los audaces navegantes de Turpa. Nadie, ni los griegos ni los sidonín, poseía cartas de navegar tan bellas y acertadas como las que admiraba con sus ojos.
—Abramos la cuarta y la quinta urna. Ha de ejecutarse al unísono. Por eso mi padre los unió con la cadena, para que ningún hombre solo pudiera separarlas. El gereb real contiene los periplos más secretos e inexplorados de nuestro pueblo. ¡Ni los afamados pilotos de Gadir los conocen!, pero los cartagineses escupirían a sus dioses por poseerla. Anae jamás pudo separar las lápidas por sí misma, y eso me reconforta —aseguró el monarca—. Empuja hacia mí un codo la lápida y yo secundaré tu esfuerzo con la siguiente.
Menos espantosos que los anteriores, aquellos restos regios poseían la piel tegumentosa y sus rígidos esqueletos aún no se habían reducido, como los anteriores, a una pasta negruzca. A pesar de las preciadas celadas que ocultaban sus cráneos, las armaduras y la ordenada sucesión de sus dientes intactos convertían no obstante las calaveras en pavorosos espantajos. Sobre la lápida sepulcral, Argantonio extendió los dos pellejos, que a fuerza de ser alisados con bolas de cuarzo se asemejaban a un suave lino.
A diferencia de los anteriores, más primitivos, los dos últimos denotaban haber sido trazados con finos cálamos egipcios e iluminados por escribas de Asta, los más renombrados de Tartessos. Hiarbas alabó su extraordinaria belleza, los signos arcaicos del alfabeto tartéside, las párvulas imágenes de las ciudades y los templos y las apretadas miniaturas de los cuatro vientos (el Euro, el Noto, el Céfiro y el Bóreas), que invadían con sus mofletudos rostros las esquinas de los cueros, en tonos esmeraldas y bermellones, parecían haber sido acabados instantes antes.
—Tienes ante tus ojos las rutas del océano que envuelven el plano mundo.
—¿El que los fenicios llaman mauk, el mar del círculo?
—Así es. El primero descubre los misterios de la costa occidental de Libia[95]. Los tirsenos andan tras esta ruta como hurones. Muchos de los productos con los que se mercadea en Turpa proceden de estos territorios.
—¡Lina tarea espléndida! —lo alabó sin poder sofrenar su entusiasmo—. Ni yo mismo, que frecuento la amistad de muchos nautas, tenía noticia de su existencia.
—Pocas personas saben de este rumbo, esencial para nuestro comercio, Hiarbas. Desde hoy, tú perteneces a ese limitado cenáculo —señaló con amistosa cordialidad—. Y ahora presta atención, pues vas a admirar la joya de esta insuperable colección de cartas marinas.
Hiarbas la examinó apasionadamente, con el acecho de su ágil intelecto.
—¿Se trata de la ruta de las islas Afortunadas? —se adelantó.
—Ciertamente, aunque Habis la nombra como la de las islas de Ninguaria.
—Hasta los marineros más viejos que navegan conmigo al norte aseguran que es una fantasiosa quimera, propia de comadres asustadas y de marinos locos.
—No es así, Hiarbas —se sonrió el monarca—. Actúan como leales hombres de la mar, fieles a sus ancestros. El Tridente, la galera con la que navegaste a las Kasitérides, ha realizado tres navegaciones a esa tierra.
—¡Fascinante!, y lo creo porque lo oigo de tus labios.
—Este paradisíaco archipiélago lo forman seis islas[96] que distan diez mil estadios de Turpa. Sus campos florecen como vergeles. Bañadas por el Atlantis, que se amansa en sus costas como un cervatillo, constituye un bálsamo para los sentidos. Además, en sus valles se cultivan las más raras especias de frutales que imaginar pudieras.
—¿Y no supone arrostrar un peligro desconocido navegar hasta ellas? —se interesó el pentarca.
—Sus pacíficos habitantes nos han ofrecido los dones de la hospitalidad y nos animan a asentarnos en la que los antiguos griegos llaman la Makáron Nésoi, la isla de los Elegidos. Nuestros contactos se acrecientan y en futuras lunas los ensancharemos. El capitán Orisón, el más esforzado navegante con el que cuenta el reino, y tu buen amigo, asegura haber avistado la isla de Ogigia, donde habita la ninfa Calipso[97], la hija de Atlante, divina entre las diosas.
—¿Es ése el destino de algunas embarcaciones de colonos que parten sin que aún hayan regresado? Kolaios, nuestro dilecto amigo, se lo preguntaba.
—Así es, Hiarbas. Es un secreto guardado en la más absoluta de las reservas. Aprovechando el paso de los atunes por el estrecho, mi primo Elimos encubre entre la flota de embarcaciones de pesca otras con cilbicenos dispuestos a iniciar una nueva vida en aquellas tierras de promisión. Nadie recela, pues creen que persiguen a los atunes, pero se desplazan al mar ignoto, rumbo suroeste.
—¿Y tiene algo que ver esta repoblación escondida, mi rey, con los urgentes presagios de Therón?
—Y también con las antiguas profecías depositadas en el templo de Poseidón. Bronces indefinidos que nos aseguran una convulsión coincidiendo con la próxima era del Centauro. Pero ¿hemos de creer que los cuerpos celestes invocados por las profecías puedan aniquilar lo que los dioses crearon?
—¿Qué auguran esos sagrados escritos, mi señor? —preguntó Hiarbas con el corazón encogido.
—Los auráspices aseguran que, por un desatino de las leyes de la naturaleza, los canales rebosarán de lodo, las arenas nos devorarán, los valles se convertirán en páramos y un desconocido cataclismo, no sabemos si natural u originado por la avidez del hombre, si enviado por los dioses o engendrado por nuestros enemigos, eclipsará la estrella de Tartessos no más allá de tres o cuatro generaciones.
—¿Por qué los dioses se mostrarán tan inclementes con un pueblo devoto? —se resistió a creerlo.
—Quizá porque hayamos perdido su favor abandonados a la disipación y a las delicias de la vida regalada. O porque así lo hayan decidido en su providencia. Ignoramos la naturaleza del fin de nuestra raza, por lo que quizás ha llegado el momento de que la nación tartéside se disperse por estas islas del mar de Afuera, antes de desvanecerse en el polvo.
Hiarbas pensó que Argantonio no podía disimular su angustia por las predicciones de Therón, que aseguraba la consumación de Tartessos por la promiscuidad de los luminosos dioses con las sangrientas deidades fenicias. Luego volvió sus ojos hacia el memorial náutico, y se sinceró:
—Ni en la más onírica de las ensoñaciones hubiera imaginado que esta cripta atesorara secretos tan esenciales para nuestro pueblo, mi señor. Estas pieles miniadas poseen la fuerza de cien tormentas y de mil océanos irritados, y ahora comprendo que unos insensatos ambiciosos estén dispuestos a traicionar y matar por poseerlos.
—Por eso hube de abortar la conducta de Anae y apartarla de aquí. ¡Qué decepción sufrió mi corazón, Hiarbas! Debió de urdir su plan de hacerse con las cartas lenta y ladinamente. Sólo ella, Balkar, Lubbo y yo mismo podemos franquear esta sala, y el gran eunuco receló, pues la frecuentaba sospechosamente; aunque con el poco tiempo que sirvió de voz de la diosa, tan sólo pudo plagiar, y muy toscamente, una de las cartas marinas, la de las islas del Estaño.
—Yo tardaré en reponerme del golpe, señor. Aposté mi vida por ella —se lamentó contrito.
El monarca suspiró, frotó sus manos como si se liberara del polvillo de los rancios pellejos, y sus ojos se iluminaron comentando las excelencias de las tierras de más allá del océano.
—En la ínsula que los naturales designan como Thene[98], donde se han instalado algunas familias cilbicenas, se alza la mansión predilecta del Sol, una formidable montaña coronada por las nieves eternas. Sus lunas son apacibles y benignas, y los pilotos me aseguran haber avistado las fabulosas islas de los Sátiros, y a unas veinte singladuras en dirección a poniente, se abre una deliciosa tierra, el Jardín de las Hespérides.
El aire es el más saludable del universo, y allí reside el «árbol de los frutos de oro», que es como decir la abundancia.
—Imagino que quienes las habitan vivirán dichosos y sin inquietudes.
—Como inmortales —dijo—. Y hasta sus fuentes sanan las enfermedades. Crecen sin labrar las arboledas gigantescas, los papiros, los siluros, las férulas y las palmeras datileras. Un edén de dioses que hace más deleitosa la vida.
El pentarca remiraba los minuciosos cueros náuticos, y no salía de su asombro. Argantonio los enrolló con fervor y los depositó en los sepulcros. Corrieron las lápidas, y el recinto recobró de nuevo la paz de la eternidad.
—Reconozco que estos tesoros del conocimiento tartesio propician ilícitas acciones en mentes mezquinas —afirmó el soberano.
—Este lugar de misterios mueve a la reverencia.
—Bien, Hiarbas, te has nutrido con las maravillas que esconden las entrañas del santuario de Noctiluca y te has convertido en un elegido entre los elegidos. Si bien deseaba mostrártelo para que tu alma se serenara y comprendieras la tortuosa traición que consumó la pitonisa, no es menos cierto que precisaba distinguirte con mi confianza, pues muy pronto el Consejo y yo mismo te confiaremos un menester de más alta responsabilidad.
—¿A mí, señor? Me tratas con generosidad —se sorprendió, intrigado por el anuncio.
—Perteneces a la casta de los que practican el noble arte de la fundición del metal, y has sido elegido para servir a tu pueblo en otras instancias más capitales. No puedo anticiparte nada, pero en la fiesta del toro sagrado lo sabrás. ¡Venga, salgamos!, preciso respirar aire puro.
Los fragores del mar llegaban rumorosos y una llameante brisa del sur sacudía las copas de los abedules acuchillando con su fuego los brezales del bosque sagrado. Callaban los pájaros con la calina, pero zumbaban las abejas y chirriaban las chicharras, y el silencio del santuario invitaba a la meditación y al sosiego. El aire estaba impregnado de un olor a algas marinas que revitalizaba.
Hiarbas, mientras caminaba junto al rey, constató con halago que el crudo desdén con el que lo obsequiara el gran mayordomo Balkar se había transformado en gentileza, seguramente no ajena a las promesas del monarca, una alternativa que lo halagaba. Confortado, rompió el silencio:
—Es ahora, Argantonio, cuando debemos estrechar el cerco de quienes rondan tras el alevoso intento del robo de las cartas marinas. Basta con pensar y reconstruir. ¿No sería posible visitar la cámara personal de Anae? Algo me dice que entre sus enseres y pertenencias podría hallarse algún indicio provechoso. No he dejado de pensarlo.
—Se practicó un minucioso registro, pentarca —indicó Lubbo.
—No prescindamos de ningún indicio por extraño que parezca —dijo el rey—. Sea como dices. ¡Vamos!
Los cuatro hombres accedieron al aposento de la pitonisa, ahora desierto y sin inquilina que lo habitase. Enjalbegado en color anaranjado, estaba decorado con delfines azules y sus columnas en tonos ocres. Olía a cedro y sus enseres no eran muy numerosos: un lecho, un arcón de madera de olivo, una bañera argentada, un trípode para sahumerios y un telar con cestillos de hilos, donde o Anae, o Ethis, la esclava, habían abandonado inconcluso un tapiz que encarnaba el instante en que los enamorados Ares y Afrodita se besaban bajo la mirada airada de Cronión.
Hiarbas, que buscaba otra cosa, y mientras el rey, Balkar y Lubbo conversaban en la entrada con otros sacerdotes, paseó la mirada por el habitáculo, y, sorprendido, fijó su mirada en un estante de estuco. Prudentemente, se acercó para examinar los objetos que lo adornaban.
Unos cosquilleos de ansiedad lo azoraron, y se detuvo en la contemplación de tres ánforas áticas de extraordinaria belleza. No le cabía duda de que Anae debía recibir comunicaciones de sus cómplices, y salvo Milo, fuera de toda sospecha, no se tenían noticias de contactos con personas ajenas al santuario. «La clave del enigma debe de hallarse en los presentes que recibía del mercader Piroes, que no podía arriesgarse a entregarle mensajes escritos, sino signos o dibujos cifrados», le había asegurado la perspicaz Níobe.
Y no andaba descaminada.
Súbitamente, tras una observación pausada, sintió como si una luz hubiera emergido luminosa en su mente.