LA VISITA DEL REY

Una desdichada Luna Oscura hubo de permanecer Hiarbas postrado en el lecho, agotado y anémico, bajo los cuidados de Níobe, quien, con la mirada fija en el horizonte, había aguardado con callado desconsuelo su regreso.

La sanadora, tras predecir el futuro de su salvador según las variantes de las estrellas, no lo abandonó, durmiendo a su lado, atenta a su maltrecha salud. Níobe se había granjeado la simpatía de los inquilinos de la casa, en especial el de Lineo y Alástor, que la veneraban. Velaba con dulzura sus pesadillas nocturnas, pues los fantasmas del pasado comparecían cada vigilia en el negro submundo de los recuerdos como tarántulas pavorosas que resucitaran los golpes, el hambre, el remo y la inhumana vida de galeote.

Curó sus ojos supurantes con un ungüento de nardo y centáurea, y los sufrimientos del estómago perjudicado por la esclavitud con un grumoso kak, una pasta de harina fermentada usada por los garamantas del desierto con miel, almendras, sésamo y cilandro, y un jarabe de médula de palmera, almástiga e hinojo, de invención propia y de gran sutileza aunque amarga, que fue restableciendo las fuerzas del depauperado Hiarbas.

Níobe, mujer perseverante, ya había olvidado la lacra de su esclavitud y la funesta noción de sus semejantes que mantenía en su corazón, Consideraba a Hiabas su alma gemela, unidos por la atroz experiencia de las cadenas y por la ventura de haberse liberado de los grilletes por un azar de la fortuna. Hiarbas amaba a aquella mujer incompatible con la desesperación, que le había devuelto el ansia de seguir viviendo con la constante presencia de su delicadeza, y no concebía el futuro sin su compañía amiga.

En el pentarca pervivía aún un ánimo desordenado y sombrías reflexiones espoleaban su mente día y noche. Sostenía, contra sus sentimientos heridos, un acto de rebeldía contra el rey, y ni las palabras conciliatorias de la sanadora lo apaciguaban. Paulatinamente, fue recobrando el brío y respiraba el aroma de Níobe, su piel perfumada, y el torrente azabachado de sus tirabuzones que le caían sobre la frente y el cuello.

Una tarde de debilitados murmullos, le acarició mansamente mientras conversaban de los azares sufridos, hasta que un ardor galopante los abocó al deseo de sus cuerpos, que tantas veces habían anhelado en su dolorosa ausencia. Níobe era para él la calma y el bálsamo que su alma precisaba, y, como un náufrago a su libertador, se aferró a su sensible corazón.

Tras incontenibles abrazos, se desbocaron hacia lances apasionados, excitados con las delicias de los besos y arrumacos. Despojada de joyas y oropeles, tersa y fresca como un clavel, Níobe lo sosegó con sus ojos de avellana y le brindó su cálida desnudez. Exploraron entre suspiros sus honduras y se entregaron a sentidas prácticas amatorias que confluyeron en estrépitos de pasión y complacencias embriagadoras.

Hiarbas había vuelto a la vida, y su ánimo se hallaba al fin pletórico.

Aspirando el olor balsámico de la dama de noche y las refrescantes dalias y azucenas, disfrutaban de sus éxtasis amorosos, mientras la linfa de la fuerza recorría renovada sus venas como un torrente en primavera. Entre susurros, platicaban sobre la cosecha de las hojas de pestwurt traídas en el zurrón desde las Kasitérides, y que, sembradas en las laderas de Evora, aquel mismo verano se suministrarían a los mineros y fundidores de Cástulo, Elbi y Onoba.

Una mañana, el orfebre se atrevió a conversar sobre el tabú encerrado en su mente, y le comunicó a Níobe las desconcertantes nuevas sobre el misterio de Anae, así como la sospechosa intervención del soberano en el rapto.

—Me corroe la mente la presencia de Argantonio en su desaparición, y sobre todo su silencio. Siempre le atribuí la perfección y la rectitud, pero esos sentimientos se me han perdido por el camino.

—No lo juzgues precipitadamente —quiso convencerlo ella, con su suave voz—. Él aguarda quizás un gesto de tu parte. Acude a palacio.

—Su dudosa actuación me inspira temor, y mi honor ultrajado me exige renunciar a la pentarquía de los Metales y alejarme de Turpa. No serviré a un señor que juega con mis sentimientos. Regresaré a mi tierra.

—No te precipites en tus conclusiones. Envíale un mensaje; y convéncete, amado mío, la clave se halla en Piroes, el mercader de Nora. Trata de encontrarlo y él te conducirá hasta la clave de la desaparición.

—Seguiré tus consejos, pero si el rey no me ofrece una explicación, regresaré a Egelasta y cerraré este capítulo de mi vida de deshonor.

Cariacontecido, reclamó de Lineo un cálamo y un tríptico de cera, y, con presura, rasgó la amarillenta capa, que cedió blandamente ante el punzón de bronce:

Clementísimo Argantonio, sostén y guía de los Diez Reinos, amado de los dioses luminosos y soberano en la paz de la nación tartéside.

Que Poseidón y la tríada luminosa cubran tu trono con su manto de sapiencia. Conoces mi regreso del otro lado del mar, y ruego disculpes mi demora en presentarme a tus pies, pero, debido a avatares que ya te narraré en persona, arribé a Turpa con el ánimo exhausto y el cuerpo gravemente debilitado.

Sin embargo, la divina Luna, la Muy Sabia, premiando su obstinación, me concedió la oportunidad de descubrir por el camino algo asombroso y desentrañar el verdadero sentido del oráculo que prevenía a Tartessos sobre el fruto de Pigmalión, y hoy conozco el riesgo que se cierne sobre nuestra tierra.

Mi corazón destila amargura, pues he padecido la condenación más diabólica creada por la maldad de los hombres y conocido cierta revelación sobre el paradero de la pitonisa Anae, capital motivo de mi viaje, y, para mi desgracia, las noticias recabadas en mi accidentado periplo por el Mediterráneo me han revelado un fraude que mi corazón y mi mente me impiden aceptar.

Aguarda contestación tu leal servidor hasta la muerte, que precisa del ungüento de la verdad, o extraviará su fe en su rey y señor para siempre.

Hiarbas de Egelasta, hombre libre de la casta de los fundidores en la tribu de maesses y Pentarca de los Metales.

En Turpa, el cuarto día de la segunda Luna Esplendente.

Ya se vendimiaban las vides, se degustaban los mostos en los tabancos y los días despuntaban cálidos entre cielos impolutos. La exedra de la casa de Hiarbas clareaba de calidez, cubierta de pámpanos de uvas tintas, y borboteaba el surtidor del jardín, un remanso de frescor donde el orfebre se adormecía y recuperaba sus bríos.

Cabalgantes enredaderas, campanillas y yedras serpeaban por los cordajes de un toldo bajo el que Hiarbas, arrullado por el canto de los pájaros que anidaban en el ciprés, aspiraba los aromas de los jazmines, donde zumbaban las abejas. Se refrescaba a intervalos con un refrigerio de hidromiel, mientras degustaba calas de melón amielado.

Como el martillo del herrero, incesante y tenaz, seguía creyendo que el destino había ridiculizado sin misericordia su cándida fe y que su rey y amigo lo había expuesto deliberadamente a la deshonra y al ridículo dejándolo vagar tras una búsqueda falsa que, por otra parte, le había abierto sus ojos castos a la bazofia de la política. Había apostado su vida por la inocencia de la sibila y abrigado en su corazón un honesto afán, e incluso guardaba en su corazón la esperanza de juzgarla inocente; pero la esquiva fortuna lo había zarandeado como un espantajo.

De improviso oyó voces, el sonido cercano de una tuba, el fragor de carros y caballerías y correteos apresurados por la casa. No tardaron en comparecer Alástor y Lineo con los gestos demudados y, tras ellos, un jubileo de oficiales palatinos que precedían al rey Argantonio en persona, quien, en actitud teatral y dominando al tropel de siervos desde su altura, ingresó en el jardín ante la perplejidad del orfebre, que no pudo dominar su asombro. Pocos cortesanos podían presumir en Turpa de haber recibido la visita del rey de la Plata, por lo que se incorporó de un salto y se inclinó ante el soberano, quien, tras abrazarlo con efusividad, lo obligó a acomodarse.

El empaque del monarca resultaba arrebatador: la túnica azul de la realeza cayéndole elegante hasta las sandalias de cervatillo, los brazaletes y pectorales de oro exornando su pecho y la barba rizada que brillaba como el azogue. Distinguiendo su lozanía cimbreaba su complexión membruda, mientras de la tez cobriza le caían gotas de sudor que secaba con un pañuelo de lino de As tapa[93]. Ningún detalle de la casa escapó a su sagaz examen, y, tajantemente, ordenó:

—Que nadie nos moleste. He recuperado a un amigo y mi alma se regocija.

El orfebre se sentía halagado, pero, en una actitud defensiva, bajó los ojos evidenciando aflicción. ¿Con qué excusa intentaría explicarse el rey y enmendar sus sospechosos silencios? Aquel monarca al que idolatraba por haber apartado de la miseria a su pueblo, el modelo del que había imitado maneras y gustos y por el que experimentaba una desmesurada admiración le transmitía desde su conversación con Ethis una amarga hostilidad.

Por un mecanismo de defensa aguardó callado, pues un obstáculo poderoso se interponía entre ambos. El rey no percibió el esperado entusiasmo por visitar su morada, sino un ambiente enrarecido, como si alarmantes mudanzas afectaran la paz de la morada del más prudente de sus ministros.

—Argantonio, mi rey, me otorgas un inmerecido honor al visitar mi casa —dijo, ofreciéndole una copa de fresca celia y la dulcera de las confituras, que el monarca se llevó a los labios con su acostumbrada distinción.

—Tu mensaje ha puesto alas a mis pies, y parece al fin que en este jeroglífico torcido comienzan a encajar las piezas que faltaban.

—En Tiro adquirí para mi rey una copa digna de un dios olímpico, pero me la robaron los piratas con el resto de mis pertenencias —intentó desviar el rumbo de la conversación.

—¡Qué importa, si has regresado! Celebro que te hayas repuesto, aunque tu cabellera rala y tus miembros mustios muestran sufrimiento y pesares. ¿Qué te ha ocurrido?

—En mi viaje he conocido la esclavitud, el más atroz de los suplicios y la lacra más ignominiosa concebida por el ser humano, y sólo por la magnanimidad del príncipe Milo de Gadir he vuelto a la vida y recuperado la libertad.

El rey se conmovió y quedó sin habla. Percibió una sacudida en su voz, que le hizo balbucir, atropellándose en sus palabras:

—¡Qué disparates dices!, ¿tú, esclavo? Cuéntame y no seas avaro en tus explicaciones.

El pentarca dudó, pero la almendrada mirada del soberano, de comprensión y ansia, se hacía acreedora de sus confidencias. Por otra parte, anhelaba conocer de una vez por todas el paradero de Anae, y su rey podía revelárselo.

—Atiende mi vergonzante historia, gran señor, cuando aún el salitre de las lágrimas espolvorea mis mejillas.

—No tendrás mejor y más atenta audiencia que la mía. Te escucho.

Sin omitir un solo detalle, descargó su corazón con sentidas palabras narrándole el periplo por el mar Interior, sus desconsuelos, las penalidades sobrevenidas, la negativa del tirano de Samos a emprender nuevos viajes, sus desventuras, el fin venidero de Tiro, el dictamen de los oráculos de Psycro y Dídime, los luctuosos sucesos de su apresamiento por los piratas y la liberación de las cadenas. Omitió de momento la comprometida revelación de Ethis en Nora, pero se detuvo en las confidencias de Mattán, Narbaal y de Urizat Barca, que dejaron pensativo al soberano, aunque se sonrió burlonamente como si una certeza concluyente se asentara en aquel preciso instante.

—Nada has de reprocharte. Tu tributo personal obtendrá muy pronto su retribución y disfrutarás de días de gloria. Has ennoblecido a tu estirpe y rendido un servicio sin pago a tu rey. Este mundo puede llegar a ser muy cruel para un hombre honesto como tú.

—No busco que me compadezcas, mi rey, pero descendí a los infiernos sin necesidad alguna —se lamentó.

—Tu febril búsqueda de la sibila llevaba implícito un servicio a tu pueblo, pero a veces el velo del afecto destruye los senderos de la razón. Mi corazón lo lamenta.

—Perseguí una quimera y pude perder la vida, aunque he conocido luces insustituibles para ti.

—Inapreciables, Hiarbas —exclamó el soberano—. ¡Al fin los cartagineses se despojan de su careta de ambición! Tus pesquisas vienen a ratificar mis sospechas. ¡Cartago, el envenenado fruto de Pigmalión! Con esta flagrante revelación ya sólo nos queda desenmascarar al instigador principal y al resto de los traidores que aún se ocultan en Turpa. Ahogaremos la confabulación antes de que prospere.

Una inexplicable duda lo alertó, y, dejando traslucir su confusión, preguntó:

—¿El resto, señor? ¿Acaso ya se ha descubierto a alguien?

Argantonio se contuvo unos instantes y, tras observarlo con una mezcla de dureza y simpatía, se pronunció con su proverbial gravedad:

—Claro, a Anae la pitonisa, el objeto de tus desvelos.

A Hiarbas le tembló el cuerpo y abrió sus ojos desorbitadamente. Si Poseidón hubiera abierto en aquel momento la tierra bajo sus pies, o la Medusa hubiera irrumpido en el jardín esgrimiendo su maléfico rostro, no hubiera sentido el aturdimiento que los pliegues de sus entrañas percibieron con tan impredecible mazazo. Atónito, farfulló sin resignarse a admitirlo:

—¿Anae?

—Así es para nuestra desgracia, mi buen Hiarbas.

—Entonces, mi rey, ¿conocías el paradero de Anae desde un principio?

—Sí —respondió sin ambages—. Y sigue siendo el secreto mejor guardado del reino.

La mente de Hiarbas era un torrente de incomprensibles contradicciones que palpitaban en sus labios indecisos, y Argantonio, observando la confusión de su pentarca, dijo:

—La tortuosa política de Cartago no conoce límites, y lo que antes constituía simplemente una hipótesis, gracias a ti se ha convertido en una rotunda convicción; aunque hayas saldado un precio muy alto que lamento, créeme.

—Pero entonces, ¿Anae no fue raptada, señor? —preguntó, mientras un sudor frío le culebreaba por la nuca y su faz se enrojecía de ira.

—No. Fue apartada de su sagrada tarea. Acusada, y probado el delito de conjura contra la nación, se halla confinada muy lejos de aquí.

—¿Y por qué lo silenciasteis antes de mi partida a Albión y a Tiro? —insistió Hiarbas—. ¿No merecía mi abnegación que me lo advirtierais? Pude morir en el intento estérilmente.

—De divulgarlo hubiéramos corrido un peligroso riesgo, pues alertaría a los otros implicados en la trama. Se trataba de un arresto que debía silenciarse a toda costa; por bien de nuestro pueblo y por piedad a la diosa.

—¡No!, no puedo creerlo, ¡por Némesis la terrible! —replicó estupefacto el pentarca.

—Préstame oídos, Hiarbas. Comprendo tu natural aturdimiento e incluso tu exasperación y tu cólera mal contenida, pero ejercita la comprensión y atiende a la evidencia que vas a conocer. Gobernar a veces produce dolor.

Hiarbas, intrigado, creía que una trama se había urdido contra la vulnerable Anae, pero escuchó con silencioso respeto, en tanto que la desazón abotargaba su mente. ¿Anae una conspiradora?

—Hace dos primaveras, Zarkarbaal de Gadir nos advirtió de la presencia de espías cartagineses en nuestros puertos, donde pretendían sobornar a los pilotos para conocer nuestras ancestrales rutas marítimas que conducen a tierras que generan riquezas sin parangón. Esa persistencia nos alertó, por lo que Balkar y yo decidimos abrir los ojos y blindar el secreto más preciado a ojos ajenos, comisionando a Lubbo a convertirse en el guardián de los secretos de Tartessos.

—¿Qué secretos, Argantonio? No logro comprender nada.

El monarca, tras un mutismo transitorio, bajó el tono de su voz y dijo:

—Las arcaicas cartas de navegación que se atesoran desde tiempos inmemoriales en la Cripta de los Inmortales. ¡El gran arcano de Tartessos y nuestro más preciado legado!

Súbitamente, el orfebre pensó que el rey había sido engañado y que su teoría de la confabulación de los sacerdotes, cortesanos y eunucos en el rapto de Anae cobraba fuerza, por lo que alegró su mirada y respondió espontáneamente:

—¡Expusiste el cuidado de un dócil cisne a cargo de dos lobos!

El rey se esforzó en mantener su dignidad, y lo miró con frías pupilas.

—Calla y escucha. Emite tus comentarios cuando concluya —lo atajó con aspereza—. Pasaron las semanas y notamos que alrededor de la nueva sibila, Anae, confluían extrañas casualidades que nos intrigaron. Yo en principio me resistí a aceptarlo, como tú mismo, pues siendo una niña de excepcionales cualidades para la adivinación, la adopté y la trasladé a Turpa porque su padre, sacerdote de Endovélicos, había sido condenado al destierro por practicar sacrificios humanos en un santuario del norte, aberración prohibida y condenada en estos reinos por nuestros dioses de la luz y por nuestras leyes.

—Pero eso no acredita nada, Argantonio.

Con un tono desabrido, y agitado por la impaciencia, le recriminó con severidad:

—No te comportes como un necio impaciente y atiende a mis palabras. Comprobamos que visitaban a Anae ciertos mercaderes, que observaba una conducta impropia de una mujer consagrada a la deidad y que frecuentaba amistades de dudosa reputación y templos sidonín donde hasta llegó a ejercer la prostitución como una ramera de puerto —explicó, y calló con circunspección.

A Hiarbas le dio un vuelco el corazón, y se agitó en su diván, desolado.

—Incluso llegamos a sospechar de la amistad que os brindó a ti y al noble sarím Milo, aunque pronto los dos quedasteis fuera de toda sospecha, pues resultaba evidente la pureza de vuestras intenciones; aunque ella os utilizaba para sus perversos propósitos, sobre todo a Milo, quien le reveló secretas confidencias sobre el comercio gadirita y las rutas africanas de Gadir. Sin embargo, poco a poco, el cerco teleológico de nuestras pesquisas la fue cercando. Pronunció el augurio anual con sospechosa crudeza, siguió mi ruego paternal a que tú lograras desenterrar sus cuitas, y acabó con una negativa poco creíble a asistir a los solemnidades sagradas y al sacrificio del toro, encerrándose en su celda.

Hiarbas recordó su inquebrantable negativa a dejarse ver, y curioseó:

—¿Por qué dejó de aparecer en público? ¿Desprecia a los dioses?

—No, era sencillamente porque en aquellos momentos en que las dependencias de Noctiluca quedaban desiertas, ella penetraba en la Cripta de los Inmortales y perpetraba la más abominable de las traiciones.

—¿Cuál, mi esclarecido señor?

—Reproducir y expoliar las rutas tartesias con el propósito de filtrárselas a gente enemiga.

En una interpelación más de angustia que de racionalidad, preguntó con cautela:

—Perdona, mi rey, y tómalo como una alternativa razonable, ¿posees certezas de lo que aseguras, o sólo se trata de una hipótesis de Lubbo y Balkar?

—Insistes con contumacia en el enredo cortesano, ¿verdad? Resulta impropio de un instinto observador como el tuyo; te dejas llevar por el desdén, y el apego a esa mujer te ofusca. Así es, las poseemos —dijo, y de su faltriquera de piel de ónice extrajo una rara joya que se inundó de reflejos en la mano del soberano—. ¿Reconoces esta alhaja en forma de serpiente, Hiarbas?

Las piernas le temblaron y la garganta se le resecó. ¿Cómo no iba a reconocer el aderezo que adornaba el pecho desnudo de la pitonisa en la noche más inolvidable de su vida, en el templo de Astarté de Gadir, y que lucía en su cuerpo lustrado por las olas del mar y la luna? Sus ojos, abatidos, aguardaron la respuesta.

Argantonio pulsó teatralmente las lentejuelas de los fríos ojos de la sierpe, que se abrió como un joyero dejando entrever un papiro amarillento enrollado que el monarca desplegó ante sus ojos incrédulos. En él se apreciaba, burdamente perfilada, una ruta marítima con los puertos señalados en rojo carmesí, vientos y corrientes dominantes y los estadios milimétricamente expuestos entre las costas, señaladas en tintura negra de Egipto.

Tras unos momentos de tirante reflexión, el rey precisó grave:

—Había copiado y transcrito secreta y pacientemente uno de los portulanos que se ocultan en la cripta, el de la ruta de las Kasitérides, el primero que grabaron nuestros antepasados hace miles de lunas para ocultarlo a la voracidad de los ambiciosos.

Hiarbas se resistía a aceptar la incuestionable evidencia, por lo que hundió el rostro entre las manos, aceptando lo irrefutable.

—Jamás pude imaginar tal perfidia en una mujer santificada por la deidad. ¡Anae una desleal de su pueblo! Me siento burlado —confesó—. ¿Y sólo transcribió éste?

—Así parece, pues lo juró por la deidad lunar en la galera real con lágrimas en los ojos; pero se negó rotundamente a revelar la identidad de sus cómplices, negando incluso que los haya y alegando que lo hizo por vengar la memoria de su padre, el sanguinario sacerdote de Endovélicos, hombre ruin y pérfido.

—Evidente falsedad, mi señor —reconoció Hiarbas, consternado. Me cuesta creerlo.

—Por tratarse de una mujer elegida por el cielo y amada de mi corazón, no fue sometida a juicio, ni humillada, ni denigrada, sino apartada de Noctiluca y confinada en un lugar sólo conocido por mí y por Balkar.

—Tal vez, ejercitando la paciencia, habrías descubierto al resto de los implicados, señor, si es que los hubiera en Turpa o sus aledaños.

—En Turpa no creo, Hiarbas. No se atreverían a conspirar ante mis narices. Sólo sabemos que la noche que se entregó a ti en el atrio de Astarté de Gadir se aprestaba a facilitar la sierpe con la carta marina a uno de los conspiradores, pero no llegó a contactar con él por causas que desconocemos.

Los recuerdos se le atropellaron en la memoria, pero evocó un detalle que aquella noche le había pasado desapercibido y sin embargo adquiría extraordinaria relevancia en aquel instante.

—Yo me crucé antes de verla con un garamanta desgarbado y hosco que me volvió la cara.

—¿Un bárbaro garamanta? Es raro ver por Gadir a esos asilvestrados guerreros del desierto. Ese encubridor debió de disfrazarse… y, ¿no distinguiste ningún rasgo peculiar en su faz?

—No…, sólo recuerdo que era larguirucho y caminaba con torpeza…, pero giró el rostro resueltamente y lo ocultó con el embozo cuando me vio, encubriéndose luego en las sombras, mientras balbucía improperios que achaqué al rechazo de no ser elegido por la diosa.

—Extraña conducta para un devoto de Astarté. Aunque hemos avanzado en nuestras sospechas gracias a ti —le aseguró-Dudábamos acerca de a qué potencia extranjera servía la pitonisa, pero ahora los indicios apuntan a Cartago definitivamente.

Se creó en el patio un silencio embarazoso, que quebró Hiarbas:

—¿Y qué la indujo a traicionar a Tartessos? ¿La codicia, la ambición…?

El soberano no vaciló, y respondió:

—Su sangre.

Contrariado por la acusación, el orfebre se revolvió con frialdad.

—Su sangre es mi sangre. No existen traidores al rey entre los maessi.

—Te mintió. Fue criada en una cueva sagrada de tu clan, pero nada más. El padre es ibero, de la tribu tárdula, y su madre… es cartaginesa.

—¿Cartaginesa? —se sorprendió y sonrió—: ¡Eso explica muchas cosas!

—Así es. Se llama Sulcis y es una kahent, es decir, una sacerdotisa de Baal Hammón, de las que participan en los impíos molk de Cartago, esos sacrificios humanos de niños primogénitos. Residió un tiempo en Gadir, donde era conocida por su promiscuidad, y, tras esposarse con el padre de Anae, intentó extender el culto de ese dios sangriento en las fuentes del Orongis y en las Montañas Argenteas, pero fueron denunciados por el jefe Garos, y el Consejo de Jueces de Asta los condenó al destierro de por vida.

—Y Anae, ¿ha obrado por despecho, o quizás inducida por su madre?

—Tal vez manejada. Es posible que desde un lugar desconocido aticen las ascuas de esta trama, pero yo apuesto por implicados de más alta prosapia.

El orfebre compuso un semblante de enternecedora conformidad.

—Cuán equivocado estaba, señor —confesó angustiado—. Que la Luna serena exculpe el mal que ha obrado a su pueblo y a sí misma… Me has abierto los ojos, cerrados a la verdad, y en parte has restituido la paz de mi alma atribulada.

—Lo celebro, Hiarbas, y lamento la tragedia que has tenido que vivir, pero este pueblo te compensará con creces algún día por tu abnegado sacrificio. Necesitábamos de tu ardorosa inocencia para desenmascarar la conspiración.

Había participado en una farsa indigna, pero el haber servido a su rey meritoriamente mitigaba su decepción.

—¿Y qué opinas de ese mercader, Piroes? Sabemos por Narbaal de Tiro que espía para Cartago y que frecuentaba el santuario de Noctiluca.

—Balkar y Lubbo lo conocen, pues son sus clientes habituales. Vende artículos de lujo, a los que el gran chambelán y el eunuco son muy aficionados.

—¿No crees que si recala en Turpa debería ser apresado, mi rey?

—Su implicación ha puesto mi cabeza a urdir la tela de araña que lo atrape, pues, conocida su identidad, puede resultar crucial su testimonio. Posiblemente sea el correo de la mente instigadora que promueve la conspiración desde la sombra.

—Puede suponer la última ocasión que se nos presente, mi rey. Él posee todas las respuestas.

—Cierto —asintió—. Lo vigilaremos estrechamente y aguardaremos a que esta vez nos conduzca hasta los demás involucrados. La próxima luna, con la celebración de la Madre, se reúnen en el mercado de Turpa mercaderes llegados de los puertos cercanos fenicios, libios y tartesios. Ese truhán no desaprovechará la ocasión, bien para intercambiar mercaderías o para contactar con algún otro secuaz, una vez eliminada la sibila del escenario.

—Acertada apreciación, Argantonio. Pero ¿quién lo vigilará? Debe tratarse de un individuo escurridizo.

—El avisador de las lunas, agentes a mi servicio y un esclavo de confianza seguirán sus pasos. También he pensado en tu liberto, ese paticorto con mirada de ave rapaz, pues si Piroes advirtiera la presencia cercana de algún palaciego podría recelar y dar al traste con la operación —explicó—. Parece inteligente.

—Tus deseos son órdenes, y Lineo posee talento y agudeza para ese menester, te lo aseguro —replicó satisfecho—. Deseo colaborar, señor, aunque mi corazón aún segregue desolación y te hayas servido de mi generosidad, lo que bien pudo costarme el pellejo…, y disculpa mis sinceras palabras.

—Estás en tu derecho de reprocharme que me valiera de tus desprendidas ansias por hallar a la pitonisa, pero no podía revelarte su paradero, aun a costa de causarte daño. No obstante, no es menos cierto que en ambos viajes traté de disuadirte de que embarcaras, pero tu juramento de sangre a la sibila y tu amor al riesgo me lo impidieron.

—Siento confesártelo, mi rey, pero mis dudas llegaron a ser intolerables. Sin embargo, tus palabras de adhesión y afecto me han devuelto gran parte de mi antigua fortaleza y confianza en ti.

—Como gobernante, siempre trato de no confundir las razones de estado con el sentimiento personal; y si me beneficié de tus esfuerzos, fue en provecho de Tartessos, no del mío, y con el único objeto de desentrañar esta malévola conjura tan real como el sol que nos ilumina desde lo alto.

—Sin embargo, he vivido experiencias tan infaustas que hubieran abatido al mismo Heracles —insistió con amargura.

—Lo deploro por ti y por el desdichado sarím Milo, convertido en otra víctima de la infame sibila. Unicamente los notables de limpio corazón salen reforzados de los infortunios.

—Milo ama apasionadamente a Anae, y sufre en silencio, cosa que lamento.

—Los reyes no podemos concedernos semejantes lujos. Por su ciudad debe renunciar a esa perversa mujer y relegarla al olvido para siempre. Es un príncipe de corazón magnánimo y recapacitará. Que Iduna le preste fuerzas.

—Milo morirá de melancolía, y se extinguirá como una candela sin aceite —se pronunció—. Esa hembra también a mí me ha abierto una herida difícil de restañar y penetrado a saco en mi alma.

—Expusiste mucho en ese empeño; y como sé que aún queda en tu mente un halo de duda sobre la conducta de Anae, mañana, cuando salga el sol, un palanquín pasará a recogerte. Tus ojos contemplarán lo que ningún tartesio que no fuera de sangre real, pitonisa o sumo sacerdote ungido han visto jamás; y palidecerás, pero también calibrarás la alevosa falsedad de la sibila.

Serenamente, posó su mano en el hombro del pentarca.

—Ahora sé que tu compasivo corazón nunca me olvidó, mi rey.

—Tu dignidad, Hiarbas, permanece intacta, créeme. ¿Por qué habría de comprometer a la deshonra a mi consejero más querido? —dijo, y le sonrió.

Una serenidad deleitable se adueñó de su ánimo. Había perseguido estérilmente el rastro de la sibila de Tartessos durante muchas lunas, arrostrando peligros inimaginables, y ésta, por los antojos del azar, no se había movido de su tierra. ¡Amarga ironía de los dioses! Desconocía el lugar preciso donde se hallaba oculta, pues el soberano lo había silenciado, pero algo le dictaba en su interior que muy pronto la tendría ante sí, y en sus ojos almibarados hallaría la tan ansiada verdad.

Besó con dignidad la larga y sedosa mano del monarca, y le sonrió levemente.

* * *

Reinaba el silencio y la mañana era toda frescor y blandura en el bucólico templo del Lucero.

Turpa se desperezaba oculta por humos blanquecinos, con los ánades sagrados batiendo el cielo en busca de las frescuras del río Tertis y del lago Ligur. Argantonio, seguido de Balkar, con su barrigón seboso, como una bamboleante mole hidrópica, descendió de su palanquín, y Hiarbas los imitó, siguiéndolos a una prudencial distancia. Y si antes lo había tildado de hipócrita y de monstruo insensible y lascivo, ahora sentía apego hacia él.

Las manos le transpiraban y su seguridad se había convertido en un puro dilema. No había podido conciliar el sueño, y se preguntaba insistentemente qué secreto vedado a otros mortales pensaba mostrarle el rey. ¿Quizás el escondrijo donde ocultaban a Anae? Los aguardaba Lubbo, el gran eunuco de Noctiluca, apostado en las escalinatas del templo agitando una lámpara con su habitual ademán avinagrado. Sin proferir palabra se unió a los recién llegados, inclinando la testa ante el rey, a quien besó la orla del manto.

—Encomendémonos a la diosa y roguemos su protección —dijo el rey.

El silencio gobernaba el sacro contorno, mientras el castrado los condujo por un portillo hasta una escalera de piedra que se adentraba en las simas del santuario. Pronto la angostura desembocó en un rellano terroso iluminado por candiles, y luego en una oquedad de turbadoras sombras, escasamente iluminada por teas de ámbar. Un vapor lechoso con olor a salitre ascendía del suelo, y un sitial de piedra negra con el triángulo distintivo de la diosa se alzaba en el centro geométrico de la caverna.

—Aquí la pitonisa de la Luna acoge los mensajes de la deidad y predice el devenir —explicó el rey al pentarca, quien, aspirando la atmósfera salada, asintió con sofoco—. ¡Abrid la cripta! —ordenó después con prepotencia.

En el fondo relucía una puerta de rutilante oricalco, aunque de vasta fábrica, hacia la que se dirigieron silenciosamente. Lubbo, con patente esfuerzo, descorrió el cerrojo que la sellaba maniobrando un gozne oculto. Hiarbas sabía bien que la cueva encubría enigmáticas historias sobre visiones, tesoros secretos y dramas inexplicables. De inmediato un crujido retumbó en la gruta, reduplicándolo el eco como un fragor de olas.

—Hiarbas, has brindado a tu nación valiosos servicios y soportado duras pruebas. Unas plantas medicinales que aportarán salud a nuestros fundidores y un secreto que ahorrará dolor a tu nación añadiéndole prosperidad —dijo el rey—. Así que descubre con la devoción de tu corazón los arcanos de Tartessos, y cubre tus labios con el silencio para siempre. Que la diosa elimine tus escrúpulos.

El pentarca se adentró respetuosamente en la estancia, que parecía acumular toda la fluorescencia del astro sol, pues, sin lámpara alguna visible y en el más asombroso de los portentos, la inundaba una luz vivísima e incorpórea. Vaciló unos instantes, y en su espacio visual se acumuló tal acopio de insospechados prodigios que, sin conceder crédito a lo que superaba lo concebible, musitó:

—¡Por la Luna Sabia! ¡Jamás pude ni imaginar lo que mis ojos contemplan!