Hiarbas era la viva imagen del desasosiego y la inquietud. Adecentado y cauterizadas las llagas por un griego que ejercía en el puerto de Nora y, según su anuncio, médico de Asclepios[91], arrastraba aún los estigmas de la esclavitud en su depauperado cuerpo.
Habían liberado a Folos, quien antes de partir para Samos en una escuadra de Naxos había prometido a Hera no cejar hasta rescatar a su tripulación aunque hubiera de emplear toda su vida y recursos en el empeño.
—Nuestro sombrío futuro fue iluminado por el relámpago de la fortuna —se despidió del tartesio.
—Amigo Folos, haber superado la más espantosa de las desgracias me hace sentir el más feliz de los hombres, y no pienso convertirme en prisionero del pasado. Que la Luna nos asista en el regreso a la patria —dijo al abrazarlo.
Convino con Milo en averiguar discretamente el paradero de la enigmática dama de Nora, y, para no ahuyentar a la presa tan arduamente perseguida, se internó en la ciudad camuflado bajo el disfraz de un sagum ibero. Deambuló por las serpenteantes callejuelas de rancio abolengo tartéside, pues Nora había sido fundada por el rey Nórax, antepasado de Argantonio, y por un puñado de temerarios navegantes del Reino del Ocaso muchas lunas atrás. Lucía en los dinteles el emblema de la Hoz de Oro, la Luna Ascendiente de Tartessos, y sus usos no podían ser más semejantes.
Sus habitantes, virtuosos tañedores de arpa y no menos excelentes marinos, eran conocidos en el Tirreno por sus placeres escandalosos y su promiscuidad. Espléndidos en los festines y en las sutilezas de la mesa, solían acabar sus fastos en orgiásticas bacanales a las que invitaban a cuantos forasteros visitaban la isla. De refinadas costumbres y apasionados por los juegos, la danza de los toros y el culto al cuerpo, chocaban con las austeras formas de sus vecinos isleños.
Las mujeres, morenas y bellas hasta el arrobamiento, mientras cardaban la lana en los soportales o tejían en los telares lucían los rostros maquillados y los tirabuzones de sus cabelleras embellecidos con cintas y peines anacarados, como las matronas de Ullía, Asta o Ispali. Y si las comadres griegas permanecían en el segundo plano del gineceo, las norenses, como en Turpa, discutían en los convites con los más sesudos filósofos y, como dijeran los fenicios cananeos de los tartesios, «sus actos estaban poseídos por el amor, el diálogo afín y la delicia de vivir».
Las calles, inundadas de frescor, olían al pescado frito, el vino y las especias que se vendían a las puertas de unos tabancos de techos de cañizos, donde Hiarbas pudo comprobar que se ejercitaban aún en los juegos heredados de Tartessos, como el kottabo, pues media docena de beodos lanzaban sobre el blanco de una corteza de alcornoque los proyectiles de cobre con dispar acierto. No se identificó como pentarca de Argantonio para no levantar sospechas, sino como un comerciante de Turpa, socio de los recién llegados sidonín, que precisaba mercadear con Tíndaro, sobre quien recibió información, aunque escamada:
—Ese gordinflón hace muchas lunas que no mercadea por aquí —le aseguró un portuario—. Es posible que ya no regrese por estos pagos. Aseguran que se ha retirado a Nicaea[92], emporio cercano a Massalia, donde ese bergante se mueve entre lo más granado de la colonia.
—¿Y no conocéis a una acaudalada mujer, probablemente de raza tartesia, que hubiera sido desembarcada aquí por Tíndaro en la primavera pasada?
Su interlocutor reflexionó y, al cabo, algo sorprendido, le susurró:
—¿Tartesia? Cometes un error, amigo mío. Tíndaro descargó efectivamente a una rica hembra de Turpa, pero no de casta tartéside. Dice ser natural de la ciudad de Siris y, si no me equivoco, vive regaladamente en el arrabal de los metecos. Es rica, pero muy reservada, y apenas si mantiene trato con nadie; se declara devota del altar del Rayo Sagrado y de la diosa Minerva Atenea, en cuyo templo la podrás hallar al atardecer.
Se despidió del informante, y a cada paso que daba recapacitaba, tasaba sus palabras y no salía de la confusión. ¿La mujer una yápiga de Siris? ¿Por qué una gente tan apreciada por su hospitalidad se mostraba tan recelosa? ¿Sería esa misteriosa dama Anae oculta bajo una identidad falsa? ¿De quién si no podría tratarse, cuando todos los indicios la señalaban como la desaparecida sibila de Tartessos?
El corazón se le aceleró como un alazán desbocado, pues el críptico enigma de la desaparición de la sibila de Tartessos estaba próximo a revelarse ante sus ojos. Excitado, miró de soslayo y advirtió a un fenicio que le seguía los pasos. «Milo no se fía ni de su aliento», pensó con ironía.
* * *
Un lozano perfume a frutales en flor purificaba las cercanías del templo de la deidad de la sabiduría. Hiarbas ansiaba que la verdad se desvelara al fin, y apresuró el paso al ascender entre un paraje de belleza verdemar. Sin dejarse notar, el hombre de confianza del sarím Milo lo seguía a distancia armado con una falcata ibera. Delatada y confirmada la presencia de la pitonisa, Hiarbas, según acuerdo con el príncipe, debía regresar al navío y ambos le rendirían visita posteriormente, convirtiendo el encuentro tan largamente anhelado por las tres almas afines en un acontecimiento memorable.
A uno y otro lado del camino se abría un prado donde crecían las anémonas y violetas y maduraban las higueras. Más lejos, pastaban los rebaños y se oía el canto de la alondra, trino considerado como de buen augurio. Perfilado por una línea azul, el mar estallaba en espejuelos que le obligaban a entornar los ojos por su fulgor. Y descollando en un calvero de olivos, como una quilla hendiendo el cielo, apareció ante sus ojos un altar con la efigie de Atenea carbonizada por un rayo.
—Diosa lunar de Tartessos, no añadas más pesar a mi espíritu y que mis oídos al fin escuchen la voz sagrada de tu pitonisa, te lo imploro —oró solemne.
Muy honrada en aquellas islas, la diosa se simbolizaba con una media luna a sus pies, como la deidad de Noctiluca. Tras el ara se encumbraba un templete de madera techado de tejas rojas donde anidaban las golondrinas. El arcádico recinto lo soportaban columnas de jaspe y un frontón triangular exornado con silenos, medusas, ménades, y un Acheloo malicioso, el dios etrusco de los ríos y los océanos. Los sesgados rayos del sol le conferían al santuario un aspecto turbador, y del portón de bronce escapaba un errático vaho de resina quemada de los purificadores de tufos humanos.
Hiarbas fisgoneó en los rincones del templo y comprobó los semblantes de las devotas que encendían las candelas ante el tabernáculo de Atenea. No se encontraba Anae entre las orantes y tampoco podía hallarse en el interior, pues la diosa era servida tan sólo por arúspices y fulguratores varones, por lo que Hiarbas se cobijó bajo la cornisa e, impaciente, aguardó a que compareciera la añorada sibila de Tartessos.
Pasó el tiempo con el tartesio al acecho, y la mujer de sus infortunios no acudía. En el recinto sacro reinaba una aquietada calma, y con el corazón en un puño y el vientre revuelto se consumía sin poder disimular el desasosiego. Los guardianes del santuario comenzaron a desconfiar del excéntrico visitante, quien abandonó el peristilo y se sentó sobre una piedra, avizorando la testa en todas direcciones en un intento por vislumbrar a la sibila por alguna de las trochas. ¿Habría sido alertada por algún confidente? ¿Sentiría sospecha de la escuadra fenicia atracada en el puerto y rehusaba abandonar la seguridad de su retiro? Los adoradores de la diosa entraban y salían, y el tartesio se alarmó con la espera.
La reconoció de inmediato y el pulso se le aceleró hasta el paroxismo.
El sol declinaba en un raudal de espejismos dorados, y el pentarca se incorporó como impelido por un resorte. Su delgadez, la nariz peculiar, el collar con la luna en el pecho alzado y los bucles intensamente negros de su cabello flameaban con la refulgencia del atardecer. Resaltaba su distinguido atuendo, las áureas sandalias y una estola ribeteada de palmas de oro. Era Ethis, la esclava y confidente de Anae, y como donde hay humo suele haber fuego, Hiarbas dedujo que la señora no debía de andar lejos de la sierva.
La persecución del gran secreto al fin recibía su premio, y se conmovió. Como el destello de un placentero sueño, compareció en su pálido recuerdo la figura de Anae. Respiró aliviado y su rostro ensombrecido se regocijó. Cuando la mujer ascendió las gradas, el tartesio la abordó excitado:
—¡Ethis!
La esclava volvió el rostro hacia su desconocido interlocutor y compuso un gesto de desconocimiento y extrañeza, pues ignoraba quién era aquel hombre que en la lengua tartéside volvió a interrogarla con su seductora voz:
—¿No me conoces, Ethis? Soy Hiarbas, el tartesio.
Sin convicción, respondió convirtiendo el pasado en presente:
—¿Hiarbas el pentarca? Te encuentro consumido y ojeroso, más viejo y sin la apostura que tanto atraía a las mujeres en Turpa. ¿Estás enfermo?
—Soy el mismo, mujer. He recorrido el mundo y sufrido penosos avatares buscándoos; pero al fin Iduna me concede el don de encontraros. ¡Loada sea!
—¿Encontrarnos? —se asombró ella, enarcando las cejas—. ¿Acaso tu rey no sabe que me he afincado aquí en Nora por mandato expreso suyo? No te comprendo.
Un golpe de asombro colapso su mente, y una prolongada digresión hizo zozobrar el encuentro. Luego balbució atónito, con la mirada ávida.
—Pero ¿tu señora Anae no se halla contigo?
—¿Aquí, en Nora? —se desconcertó aún más—. ¿Has perdido el juicio? Me he convertido en una mujer libre por decisión de Argantonio. En mi casa guardo una tablilla sellada por Balkar donde se me concede la libertad.
El tartesio, pávido, la miraba con los ojos, paralizado por la tirantez del instante y sin comprender semejante incongruencia.
—Extraña contradicción. ¿Y entonces, Anae…? —preguntó presa del desconcierto.
—Pues en algún lugar de Tartessos, claro está —respondió con recelo—. ¿Por qué me haces esa pregunta? ¿Es que le ha ocurrido algo perverso a mi compasiva señora? Te expresas con exceso de incoherencia, y no te entiendo.
El matiz en la voz del hombre sonó como si sentenciara algo innegable:
—Anae desapareció del templo de Noctiluca hace cuatro estaciones, mujer, cuando ella y tú orabais un atardecer ante el Lucero Luminoso. He recorrido los dos mares buscándola, mientras agentes del rey han perseguido su rastro por caminos y ciudades del interior de Tartessos, sin resultado.
La mujer esbozó una expresión de ineluctable aplomo, y sin sombra de duda, lo detuvo, abriendo su corazón como la flor se despliega al sol:
—¡No puede ser, pentarca! Mi señora no ha abandonado Tartessos. La última vez que la vi platicaba con Argantonio, tu rey —aseveró contundente.
El argumento iluminó un horizonte nuevo y turbador y una mueca de pasmo se dibujó en su faz.
—¿Qué…?, ¿con el rey? ¿Acaso pretendes burlarte de mí? —se resistió a creerla.
La conversación se tomaba espesa, y entre el enajenamiento y la frustración, el pentarca respiraba con vivacidad anhelando conocer la veracidad de aquel enigma desconcertante. Confundido, balbució desatinos, pero la liberta lo apaciguó:
—Serénate y préstame oídos, aunque hayas atraído la inquietud a mi retiro y jurara no narrar a nadie lo que aconteció el atardecer de nuestra separación y de mi libertad. Yo no soy clarividente, y apenas si discierno nada de este embrollo, pero te lo relataré, por tratarse de ti, y extrae tú las conclusiones precisas.
—Vayamos al altar. No quiero mancillar un lugar sagrado con palabras de desesperanza —la invitó, viendo que el fenicio los espiaba a hurtadillas—. Allí te escucharé lejos de oídos indiscretos.
La mujer dio rienda suelta a sus sentimientos con un palpable temblor en su voz, sofocando con sus recuerdos la insistencia del orfebre, que la escuchó con atención e incluso con recogimiento.
—Aquel crepúsculo del que me hablas, mi señora concluía el himno de la diosa, cuando un criado vestido con la sobreveste azul de palacio se inclinó ante ella rogándole que accediera a entrevistarse con el monarca, que la aguardaba en la galera real como tantas otras veces.
Embarcamos en una falúa y nos dirigimos a la embarcación que se hallaba amarrada muy cerca. Ella conocía a uno de los servidores, un ibero achaparrado, con el que departió cordialmente.
—¿Y no os sorprendió la llamada del rey?
—He de reconocer que cierto aire de misterio rodeaba la escena, pero no era la primera vez que el señor Argantonio la convocaba a su presencia para consultarle graves asuntos y conocer la predicción de la diosa. Ascendimos la escala entre las penumbras del ocaso, y mientras yo aguardaba en el puente, ella fue invitada a pasar a la camareta regia, donde fue recibida por el soberano.
—A Argantonio siempre le preocupó su lánguido estado de ánimo.
—Ciertamente. El caso es que, cuando el anunciador de las lunas tronó el cuerno saludando a la noche, el palaciego que nos había acompañado se me acercó y me dijo: «Mujer, tu señora Anae ha sido reclamada por el rey para menesteres no menos sagrados y ya no regresará más al Lucero, donde por otra parte no es feliz. De modo que Argantonio, en pago a tu silencio, te ofrece la libertad. Aquí tienes la tablilla que lo confirma y un estipendio de treinta talentos de plata para que tu vida sea placentera en lo sucesivo. Hecha un cerrojo a tu boca, si deseas conservarla. Partirás esta noche en una nave de Nora. Una nueva vida de lujo y emancipación se abrirá para ti por tu comprensión y silencio».
Con los ojos inflamados y una voz compulsiva, Hiarbas preguntó:
—Así que todo esto ha sido un fraude premeditado, un vil fingimiento, ¡por la Luna de los ánades sagrados! ¿Pero por qué? —exclamó fuera de sí—. ¿Jurarías ante la diosa lo que me estás revelando, mujer?
—Que la sabia Atenea me aniquile aquí mismo con un rayo si falto a la verdad —respondió furiosa, pero prosiguió—: Me interesé por si algo malo le sucedía, pues oía su lloro incontinente, y el cortesano, afable, me aseguró: «Gime amargamente por abandonar el santuario, pero acepta abandonarlo y así restañar las penas de su ánimo atormentado en otro lugar de Tartessos. Un nuevo quehacer se inicia para ella, y no temas por su guarda y seguridad. Pero olvida cuanto has vivido esta tarde o perderás la libertad e incluso la vida».
—¿Advertiste que fuera obligada? —preguntó turbado.
—No. He meditado en muchas ocasiones que sufriera un trágico desenlace, pero puedo asegurarte que en ningún momento fue forzada ni percibí que violentaran su voluntad. Es más, salió de la cámara, me abrazó como una hermana y me dijo apesadumbrada, pero serena: «Ethis, acepta la proposición sin recelos; vete y sé libre y feliz. No temas por mí, sigo bajo el manto protector del rey». Luego me trasladaron secretamente, para no levantar sospechas, a la galera de Tíndaro. Al amanecer partimos hacia Gadir y luego hacia Nora. Constituía su única mercancía, y por lo que me dijo, había sacado más provecho que si hubiera trasladado un cargamento de esclavos; y ya nunca más lo he vuelto a ver.
Suspendido entre dudas insolentes, preguntó, desconcertado:
—¿Y no pensaste que todo fuera una pantomima, que el rey no estuviera en el barco realmente, y que alguien quisiera deshacerse de tu ama, provocando un daño irreparable a la voz de los dioses luminosos?
—Vi a Argantonio con mis propios ojos. ¿Acaso dudas de la veracidad de mis palabras? —declaró enojada.
Sin hallar sentido a aquella enigmática asociación —rey, rapto y sibila—, quedó aturdido, revolviéndose interiormente contra la turbadora revelación.
—Si tú hubieras conocido alguna vez la esclavitud, comprenderías que aceptara sin pensar y que por mis venas fluyera un deleite indescriptible. Lloré de alegría, y volé libre como el pajarillo al que abren la jaula, puesto que nada innoble hacía. La diosa había oído mis plegarias, y gemí de júbilo.
—Sí, claro, me pongo en tu lugar y nada te reprocho, pero ¿me aseguras por Atenea que el rey se hallaba en el pabellón de la galera?
Ante la insinuación de que anduviera errada, o mintiera, lo atajó:
—Sí, y ¿por qué habría de mentirte? Pregúntale a él y te lo confirmará —sentenció tajante.
Una punzada estremeció el espíritu atormentado del tartesio, que se resistía a conceder crédito a lo que oía. La voz se le estranguló en el gaznate y el vértigo se arremolinó en su desorientada mente, mientras sus músculos se desmadejaban como hilachas. ¿Cómo podría explicar la enigmática revelación? ¿Planearía sobre el rapto un colosal malentendido, o una perversa simulación cuyos propósitos ignoraba?
Había especulado con muchas conjeturas sobre la desaparición, pero nunca con aquel sesgo impredecible. El asunto se malquistaba en una senda de contrasentidos. La sorprendente confidencia, que no hacía sino confundir aún más el enigma, carecía de lógica para él, un apasionado valedor de la razón. «Si esta mujer no es una consumada simuladora, algo comienza a oler a podrido en Tartessos», se dijo con profundo pesar.
¿Por qué Argantonio, su amigo y señor natural, había silenciado el enigmático encuentro, permitiendo que diera pasos infructuosos y arrostrara peligros sin fin que podían haberle costado la vida y la libertad? ¿Cómo un rey podría deshonrarse a sí mismo obrando tan ruinmente con su más leal servidor? Ocasionalmente, a la realeza le deleita mezclarse con la ruindad, pero aquella hipocresía y fingimiento lo sumieron en la turbación. ¿Tendría que ver con el asunto de la trama de estado tan pregonada por Argantonio entre sus más fieles valedores? Las palabras de Ethis le eran suficientes, y lo que presentía de la extraña conducta del rey lo inundaba de recelos y de pesar.
La terrorífica verdad y el perpetuo dilema de la sacerdotisa estaba aún más enmarañado que cuando partiera de Turpa, y seguía envuelto bajo un manto de misterio. Se preguntaba si debía eliminar definitivamente de sus sospechas a la banda de confabuladores regios, pero, si no era obra de aquellos depravados, ¿de quién entonces?, ¿del rey de Tartessos? ¿Y por qué?
¡No!, su mente y corazón lo rechazaban rotundamente; sin embargo, lejos de aliviar sus dudas, éstas se agravaban. No concordaba la revelación con la forma de obrar del monarca tartesio, pero la evidencia lo señalaba con el dedo acusador. Argantonio tenía que concederle una oportunidad para enmendar aquel agravio, o se abocaría a las simas de la locura. ¿Qué sentido poseía entonces su abnegación? Apesadumbrado, dijo al fin:
—Ethis, ¿te suena el nombre de Piroes, aunque sea vagamente?
—Claro —repuso—. Conocí a ese zanquilargo mercader en Noctiluca, pues vendía cerámica fina de Atenas y ofrecía ricos presentes a mi señora y al templo. Pasaba algunos ratos con Anae ensalzando las bellas cráteras griegas que le compraba. Ambos admiran ese hermosísimo arte, y siempre me parecieron amigos.
Dejó de preguntarle para sumirse en sus introspecciones; cuanto más cavilaba más se atormentaba con los fantasmas del pasado. Pensaba en el sarím Milo, a quien debía ocultar la participación de su rey para no enturbiar aún más las relaciones entre Gadir y Turpa, y también para conservar su libertad. Pero al arribar a Tartessos, cara a cara con el soberano, elucidaría el secreto más sorprendente del libro de su vida. «No puede ser posible», se repetía.
—Te voy a solicitar que, en aras al recuerdo de tu señora, no comentes, ni si te lo preguntara el mismísimo príncipe Milo, cuanto me has revelado.
—Amo demasiado mi libertad y a ella me he aferrado; y te lo he revelado por ser quien eres y porque mi confesión la puede ratificar Argantonio, si no lo ata un silencio cuya causa ignoro.
Le sobrevino a Hiarbas un irascible sentimiento de rebelión interior, y suspiró.
—¡Qué ceguera me ha tenido ofuscado hasta ahora! —se lamentó.
Como si una inconfesada atracción por la sibila lo persiguiera todavía en lo más hondo de su alma, le preguntó a la liberta, con el corazón en la mano:
—Ethis, antes del hecho que me has relatado, ¿visitó Anae el templo de Astarté de Gadir en la noche del fausto de la diosa? Te lo suplico, confiésamelo. Me corroe el alma, y no sé si fue un sueño o un encantamiento de la deidad.
—¿Tú me lo preguntas a mí, cuando fuiste su testigo? —y sonrió con picardía—. Sí, claro. Anae es adoradora de Astarté, de la que se siente hija predilecta. Sostenía voto de ofrecerse en la prostitución sagrada, y allí acudimos secretamente en la noche del fasto. Según me relató, debía entrevistarse con alguien que luego no acudió; pero sí, cumplió el voto, ofrendando su virginidad a la Señora del Mar con tu imprevisible complicidad. Me descubrió que había sido la experiencia más memorable de cuantas había vivido en su existencia.
Hiarbas notó como si la mujer hubiera entrado a saco en sus esencias más recónditas y se sonrojó.
—Una incógnita crucial para mi vida se ha esclarecido; gracias Ethis, pero me pregunto dónde penará su frágil vulnerabilidad, y si Milo de Gadir supo de este encuentro.
—Lo desconozco, pero Anae siempre tuvo predilección por el sarím y pasaban horas y horas entregados a una amistad insobornable.
—Que la diosa te proteja, y tenme presente en tus preces, Ethis —manifestó agradecido.
—Prométeme, pentarca, que no revelarás a nadie dónde me encuentro. La libertad es un don tan preciado que estaría dispuesta a matar por conservarla.
—Pierde cuidado, mujer. Tus inesperadas revelaciones no franquearán jamás mis labios, aunque hayas añadido una duda intolerable a mi alma.
Hiarbas precisaba de la calma para sopesar el sortilegio que encerraban y, sobre todo, para digerir el asombro que le producía la participación de su rey en la ocultación de Anae. Besó en las mejillas a Ethis, la poseedora de un secreto terrible, y volvió sobre sus pasos ponderando los raros sucesos que le había revelado.
«¿Qué enigma encierra este asunto en el que todos fingen y mienten? ¿Qué locura se ha adueñado de él?»
El crepúsculo, como el bronce en el fundidor, perfilaba en las nubes un torbellino de rojos jirones convocando a la noche. Del templo de Menrva Atenea escapaba el sonido armónico de los sistros y las campanillas. Un halcón planeó majestuoso sobre el valle, y la luna surgió pacífica en el firmamento granate, cubriendo de sombras las trazas del templo.
A Milo, que aguardaba como un león enjaulado al tartesio, se lo llevaban los demonios cuando Hiarbas le narró la conversación mantenida con la esclava, mutilando la crucial referencia a su rey y lamentándose de un nuevo fracaso.
—¡Por Tanit Marina! ¿Es que ya ni los cielos entienden de piedad? ¿Que no ha abandonado Tartessos?
—Una nueva frustración a incrementar en mi ya dilatado inventario de desengaños. Decididamente, la Luna nos ha abandonado, Milo —añadió Hiarbas, abatido.
Corroborada la información de Ethis por el piloto, que había indagado por su cuenta, Milo pateó el catre, arrojó al suelo el anaquel y los vasos de vino y gritó confundido, con el rostro deformado por la ira:
—¿En algún lugar de Tartessos? ¿Acaso los dioses planetarios han transgredido nuestras estrellas hasta la demencia? Has de hallar su paradero, Hiarbas. Consíguelo aunque sólo sea por no ver despedazadas dos almas amigas.
—No cejaré en el empeño, aunque deba involucrar al mismo rey —dijo con la mirada baja.
—Te lo ruego, amigo mío, antes de que mi doliente espíritu se extinga desgarrado. Goza de tu libertad. Por ahora no puedo visitarte en Turpa, pues los vientos soplan en mi desfavor. Tenme al tanto de tus averiguaciones.
Hiarbas compareció en el embarcadero de Turpa dos lunas después con la alforja de sus escasas pertenencias al hombro, el alma angustiada, el cuerpo quebrantado y una voraz calentura que lo rendía. Se había desatado un aguacero antes de atracar, pero no se detuvo ni se resguardó de las inclemencias.
La lluvia caía a cántaros, desplomándose copiosa como el llanto de una diosa enojada. Le corría a borbotones por la cara y la espalda, mientras el barro le enlodaba las ropas y las sandalias. Al presentarse ante su morada, empapado y aterido, hubo de llamar a gritos a Lineo, que no tardó en asomar su cara de fauno por el postigo, y, cual Telémaco a la vuelta de su padre Ulises, dejó escapar una exclamación de incredulidad. Gozoso, alzó las manos:
—¡Ha llegado el amo! Sean dadas gracias al espíritu de los océanos —exclamó sollozante.
Contemplaron cariacontecidos la varonil apostura de su señor convertida en un despojo de piel macilenta y huesos prominentes, que atrajo la conmiseración de los siervos y amigos, quienes se negaban a creer lo que sus ojos veían. Se detuvo Hiarbas a rezar ante el ara de la diosa familiar, Némesis, y del fuego que le regalara Zakarbaal, entre los lamentos de Níobe, Lagutas, Nunn y Amukis, que gritaban como plañideras mientras le besaban las manos y el rostro.
—¿Qué perverso dios te ha maltratado tan severamente? —clamó Níobe, que le acariciaba las mejillas.
—La fatalidad, que me convirtió en un náufrago de mares que bramaban en torno a mí. Descendí a los infiernos, pero ni la fuerza del cielo pudo mudar lo que las estrellas me habían prescrito —contó desolado.
Les repartió los regalos adquiridos en Nora, unos topacios de Zabarca y ámbar para las mujeres, raíces contra el aojo y un antiveneno para Lineo, hombre supersticioso, y para Níobe cristales de Bactriana para usarlos con las parturientas y antimonio y lausonia de Corinto para su tocador.
Luego, junto a Níobe, con una tristeza indescriptible, se sumió en el hogareño calor de la alcoba. Resultaría enojoso intentar suavizar su inabarcable pesar, hasta el punto de hacerle olvidar sus desventuras. Y sin dejar de cavilar, se mortificó con el inconcluso misterio de la sacerdotisa y con el inconcebible proceder de su soberano, que hacía que el añorado regreso a Turpa se convirtiera en una pesadumbre: ¿Qué mascarada habían urdido en tomo a la pitonisa, y por qué razón se hallaba involucrado el mismísimo Argantonio?
En su país se sentía como un extraño, y su regreso se había trocado en agrio como la hiel.