El príncipe fenicio, hombre de espíritu contradictorio, ni olvidaba el agravio ni perdonaba a su otrora amigo, que, atado al banco, se enfrentaba al horror de la esclavitud y al más abominable de los trabajos forzados.
Los gaulos gadiritas, con los caballos esculpidos en las proas, rasgaron las aguas tirrenas. Restallaba el látigo en la cámara de los remeros, que, de pie sobre la bancada, se movían a una sola voluntad acompasando la boga con sus quejidos lastimeros.
—¡Que los ojos de Baal Hammón espanten a las bestias del mar! ¡Adelante, rumbo a Alalia[89]! —vociferó el comandante, el príncipe Milo de Gadir, protegido con polainas de metal y con la barba salpicada de gotas saladas.
Hiarbas, aturdido por el vaivén de la birreme, no se acostumbraba al hacinamiento con sus camaradas de esclavitud (númidas, tracios, iberos y nubios), convictos y salteadores los más, que le rociaban la cara con una lluvia de gotas de sangre y sudor. Conjuraba sus pesares empujando el remo con furor y rogando al tornadizo Bóreas que despachase un viento propicio y pudiera así retomar fuerzas con el descanso, o agonizaría allí mismo agotado por la batida.
Con la noche ya cerrada, cesó el parcheo del tambor y la vela se desplegó henchida por un soplo del este, mientras una tormenta arrojaba un remolino de relámpagos y una lluvia fina que refrescó sus cuerpos abrasados. Los remeros, jadeantes y sudorosos, se tendieron en los bancos arrojando salivazos, al tiempo que un marinero repartía esponjas empapadas en vinagre y sésamo, con las que los galeotes se restañaron los arañazos del látigo, las manos despellejadas y los hombros lacerados, además del miserable sustento: un cuartillo de vino y un coscurro de pan con un salazón, que apuraron vorazmente.
—¡Recuperad el resuello, mísera carroña! —se mofaba el capataz.
En el pozo de podredumbre, los penados, con los rostros roñosos, se asfixiaban en sus propios tufos y supuraciones, y se podía palpar el acre tufillo del miedo y del rencor en cada uno de ellos. No regía ninguna ley en las bancadas, sino la del látigo de los cómitres que sembraban el espanto y la de la infalible parca, que no había día que no los visitara. Hiarbas, que se veía vinculado a su pesar a aquellos proscritos de mirada animalesca, se tumbó en las duelas y sintió el menudo correteo de las ratas sobre sus pies. Desalentado, rogó a los espíritus superiores que le enviaran fortaleza para soportar el suplicio y no quitarse la vida con sus propias cadenas.
Transcurrieron días de arrasamiento de su naturaleza, mientras el sufrimiento lo conducía a una indolente apatía. No hallaba en su interior el temple necesario para soportar el tormento y se tragaba las lágrimas, amargas como el acíbar. Habían muerto dos galeotes del esfuerzo arrojando sangre por la boca, devorados por la consunción y la disentería, y en su fuero interno Hiarbas no dejaba de reflexionar que no podía existir en la tierra peor castigo ideado por la mente humana que el tormento del remo. A algunos las heridas se les gangrenaban y los gusanos se deslizaban por las purulencias, por lo que acababan muriendo entre lamentos de pesadilla.
Cruzaba lacónicas palabras con el capitán Folos y con un númida con cara de perro y comido por las liendres, de nombre Nexo, con el que compartían el travesaño del banco, y que besaba con devoción un diente de cocodrilo engastado, su talismán protector. Apenas si podía respirar, su cabeza eran roñosas costras, y las privaciones lo habían conducido a la locura, pues hablaba solo y reía a carcajadas mientras remaba.
Durante la noche, hora en la que los demonios laceraban su mente con la desesperación, navegaban tras el derrotero de la estrella fenicia en medio de una monotonía inalterable. En los descansos, el tartesio se extasiaba en el rielar de la luna y le imploraba aliento para soportar el esfuerzo, mientras mordisqueaba un arenque reseco. Luego de unas horas de postración, encendían ánforas horadadas que servían de faroles para señalar a las demás naves gadiretanas la situación de la nao capitana.
Y tras un mal sueño, chasqueaba la fusta del cómitre, clavándosele en las sienes los gritos de los sicarios que los conminaban a remar ante la proximidad de la costa, que adivinaban a través de las bordas, por donde los galeotes solían aliviar la vejiga y el vientre, acomodando sus esfínteres al borde.
Los ojos se le infectaron y de ellos supuró pus, y con el sudor le picaban como si cien abejorros le aguijonearan al mismo tiempo. Nexo, rebajado a un despojo humano, ataba uno de los cazos a una soga y se proveía de agua del mar con la que le lavaba los párpados entre halada y halada. Con los brazos tumefactos, los pulmones ardiéndole y la espalda ensangrentada, volvían una y otra vez a bogar, doblando cabos y costeando canales. Un atardecer esplendoroso accedieron a una rada de un azul diamantino que Hiarbas no consiguió identificar como Kirnos[90], Sardinia, Sicilia o un puerto del país de los figures.
—¡Demos gracias a Baal Safón, el dios del mar, por una navegación serena, y al divino Anat, el que amontona las nubes en el firmamento! —clamó Milo, mientras le sacrificaban unas tórtolas, entonando un canto marinero de gratitud.
En cuanto hubieron atracado, les arrojaron unas algarrobas y escudillas con cebada, y el tartesio, observando a los estibadores del embarcadero, ambicionó como nunca la libertad. Luego, se sumió en el sortilegio de una pacífica luz que se filtraba por las barandas y evocó en los complejos límites de su memoria lo vivido en las últimas lunas: los viajes, las tempestades, los peligros, los oráculos consultados, el asalto de los piratas y sus propósitos truncados; abrumado por la angustia, cerró los párpados, pues, aunque lograba soportar el tormento del cuerpo, no podía dominar los espantos de su imaginación.
Los navíos gadiritas se deslizaron al amanecer del noveno día por la bocana del puerto córsico con las vergas y velas izadas, y de nuevo hubo de padecer el tormento del remo, el tambor resonando en sus oídos como un clamor de batallas, la suciedad, las ratas, el fétido hedor humano, el salitre, la sangre y los rostros bestiales de los remeros, que rogaban a sus dioses que les enviaran un rayo fulminador que los liberara del suplicio.
Hiarbas, para no hundirse en el vacío de la melancolía y despreciarse a sí mismo, apretaba los dientes, se aferraba al remo y, aunque las manos le ardían, maldecía su suerte y al sanguinario sarím Milo, hasta que horas después cesaba el horrísono son del cómitre y quedaba ahogado por la tos sobre el banco cubierto de orines, esperma y esputos. Estaba firmemente convencido de que sus fuerzas no resistirían hasta arribar a Gadir, y que el azulado reino de Poseidón se convertiría en su tumba, las espumas salitrosas en su mortaja y las inmutables estrellas en su único epitafio. Algunos de los galeotes estaban minados por la consunción, y no tardaría muchos días en contagiarse del mal de los pulmones y echar el alma por la boca.
Anclaron tras la dura remada frente a la costa de Sardinia para aguar, y pudieron descansar unas horas. Al regresar los marineros de refocilarse con las rameras del puerto, nuevamente la escoria humana fue conminada a remar al pairo de la ribera. Hiarbas no se había recuperado aún del esfuerzo de las remadas, y sentía que el corazón se le escapaba entre los dientes. «No volveré a gozar de las delicias de mi patria, y no hay pena mayor para un tartesio que morir lejos de su tierra atado a un remo», se lamentaba.
Súbitamente, Nexo, el númida, comenzó a patalear y a arrancarse con las uñas los bubones que le supuraban en el cuello, y tras proferir alaridos de enajenación, cayó fulminado en el bancal echando espumarajos por la boca entre espeluznantes convulsiones. Hiarbas tendió sus manos encadenadas para auxiliarlo, y un sonoro chasquido zigzagueó en sus espadas.
—¡A remar, galeote! —bramó uno de los esbirros, repitiendo el castigo.
Demostrando un apresuramiento pasmoso, dos marineros lo desencadenaron y arrojaron al mar el cadáver descarnado como quien lanza una piltrafa a los perros. El dolor lo afligió en lo más profundo de sus entrañas y un silencio de solidaridad cundió entre los bogadores, que iniciaron un canto elegiaco dedicado al sueño eterno de Nexo en una lengua que el tartesio apenas conocía, pero que canturreó con los ojos asolados por el llanto.
—También se sobrevive alimentado por el odio —masculló para sí.
Tarde o temprano les aguardaba aquel destino, aunque nadie borraría de su mente el sentimiento de verse libre, pues mientras subsistiera en ellos ese sentimiento, alimentarían la esperanza de librarse de la atroz servidumbre: «Renunciar a la libertad es renunciar a ser un hombre», se repetía Hiarbas.
* * *
Un día se sucedía a otro con penosa lentitud, y la flota fenicia se detenía en algunos puertos del Tirreno a mercadear. Cuando soplaba un viento norte o peliota, desplegaban la vela salvadora, deteniéndose la brega y el martirio del remo. Una tarde, resignado a su suerte, Hiarbas se cubrió el rostro con las manos sangrantes y, tras mirar compasivamente a Folos, su socio de pesares que demostraba poseer agallas en medio de tanta desgracia, se animaron:
—Que no desfallezca nuestra fe. Los dioses no pueden abandonarnos, Hiarbas, fuerza y valor.
—Moriremos atados a este remo de pino. Cuando se llega al techo del dolor, tan sólo se espera el fin o la locura, Folos —le espetó abatido.
El tartesio suspiró, liberando una rabia inarticulada y feroz.
* * *
Cuando soplaba una brisa favorable, no se precisaba de los remeros hasta la singladura siguiente, por lo que entre una batahola de gritos, y ya en alta mar, les retiraban los grilletes. Sin protestar, se alinearon en el exiguo pasillo y escoltados por los esbirros ascendieron unos escalones, para ser enclaustrados como piojos en costura en una cámara llena de paja.
Hiarbas, el primero en la bancada y último en ser desencadenado de la argolla, arrastró los pies, pero al penetrar en el cubículo, fue detenido por el capataz, quien lo maniató y de un empujón lo abatió en uno de los bancos, haciéndole temer lo peor.
—Te lo suplico, ábreme de un tajo, y que Tanit te lo premie. ¡Libérame de esta tortura! —rogó con el gesto crispado al verdugo.
—¡Muévete carroña! Y sube a la cubierta —lo instó con agresividad.
Una vez arriba, le arrojó cal y un balde de agua y con una esponja le eliminó las inmundicias adheridas a su cuerpo y los piojos de la hirsuta cabellera y la crecida barba, para ponerle luego un decoroso chitón de estameña y unas sandalias de esparto. Ante su perplejidad, y de un empellón, fue introducido violentamente en una camareta donde se hallaba, de pie y en actitud cautelosa, el príncipe Milo, quien había experimentado una espectacular transformación. Se había rapado el cráneo y colocado una perla abombada de Simhala en una de las orejas. La dureza de sus facciones se veía realzada por una despiadada mirada, y, velado por la penumbra, su antigua apostura se asemejaba a la caricatura de un vulgar tratante de esclavos y no a un atildado príncipe.
El austero cubil estaba decorado con dagas asirías y redondelas que representaban a los terroríficos genios sidonín del submundo, además de un adusto Resef de bronce, protector de los navegantes gadiritas. Un catre desordenado ocupado por cueros pintados con las rutas, una piedra de amolar espadas y un anaquel de madera con frutas y unas jarras de vino constituían todo el espartano exorno de la camareta. Hiarbas, enflaquecido, con costras en la piel, despellejado por el suplicio del látigo y cohibido por la humillación, lo miró con gesto de suspicacia, pero con toda la dignidad que fue capaz de mostrar.
—¿Sorprendido, amigo ingrato? —preguntó el príncipe.
El tartesio retorció el gesto. Su miedo era real, pero el tormento del cepo de la tortura, el remo y la desesperación lo incitaban a soltar reproches:
—Sí, efectivamente, me has desgarrado el alma; nunca pude imaginar que un día mudaras mis cadenas por grilletes de galeote y no por la libertad, y que siendo mi hermano te convirtieras en el caprichoso dueño de mi destino.
—Veleidades del azar que altera los proyectos de los mortales —ironizó el antaño amigo—. ¿Acaso has olvidado el augurio de Melqart y el sueño de tu sibila? La diosa nos ha sometido a una prueba aún más terrible que la que predijo el oráculo y la misma Anae.
—Somos espantajos en mano de los altísimos, y el enfrentarme a ellos me ha granjeado inconvenientes intolerables. Pero si mi estrella es reventar en una galera fenicia, en recuerdo de nuestra antigua amistad te suplico que me proveas de cicuta o de una espada. Supondría una liberación quitarme la vida —le rogó el tartesio.
En un tono de amenaza, mientras apretaba los puños, le espetó:
—¿Tan fácilmente quieres pagar tu culpa? ¿Y sin sufrimiento, desleal?
En la faz del fenicio resultaba ilegible su apacibilidad, y Hiarbas, con voz neutra y apagada, se sinceró:
—Desconozco de qué agravio me hablas, y no creo haber faltado al código de la amistad; pero si pretendes librarte de mí y así saciar tu sed de venganza, no me dejes morir lentamente encadenado al remo, pues me llevaría a odiar al cielo —rogó con gravedad—. Demuestra tu grandeza de príncipe.
—Veo que tu memoria es flaca. Yo no perdono, ¡condeno! ¿Acaso no se me castigó a mí a la muerte del alma, privándome de quien más veneraba? Te llamé y no acudiste a mi desesperado ruego.
—Sin duda, Milo, pero tu acusación es infundada. Por razones de palacio que desconozco, no se me permitió hablar de la desaparición de Anae, pues lo hubiera pagado con la vida y pecado contra mi rey. Te lo aseguro, no conozco su paradero y llevo muchas lunas tras su rastro, como el perro tras el amo perdido.
—Aventasteis a una avecilla pura y de noble corazón, y no os lo perdonaré —se lamentó el fenicio.
La intimidación acentuó su cólera, más no su mirada, donde aún se adivinaba que coexistían sentimientos contradictorios.
—El amor posee cien maneras de hacemos dichosos, y otras mil de partirnos el alma. Contéstame a una pregunta que me angustia, te lo ruego, Milo. ¿Ha sido casual que me hallaras en Caere, o formaba parte de tu desquite particular por haber perdido a Anae?
—El viejo Mattán de Kitión y Narbaal en Tiro me orientaron tras tu pista e intenciones, y seguir una nave roja de Samos resulta muy fácil para un marino.
—Sé que me acechabas desde Gadir, pero me pregunto por qué motivo.
Milo se removió y miró con dura intensidad al cautivo.
—Mi padre recela de la desaparición de Anae, y algo no acaba de encajar en su desaparición. Malició de tu imprevisto viaje a las Kasitérides, y sobre todo de la prevención de Argantonio sobre siniestras maniobras que se urden contra Tartessos —explicó—. Y Gadir, lógicamente, no puede permanecer ajena a cuanto se agita en tu tierra. Vosotros sois la concha y nosotros el cangrejo enquistado en el cascarón. El signo de Gadir, por designio del dios, está unido al de Tartessos.
El esclavo asintió, y quiso pensar que aún subsistía un rescoldo de la vieja camaradería en su voz, aunque velada por una pátina de rencor. Envalentonado decidió que debía aventarla si aspiraba a abrir un portillo a su fatalidad, y apostó por lo único que podría abrir su corazón: la política de estado y su añorada Anae, dos afectos que lo atraían como el imán a la ferralla.
—Yo sí sé qué peligro se cierne sobre mi tierra; y también sobre Gadir —dijo envalentonado.
El gadirita lo examinó de arriba abajo, sin otra expresión que sorpresa.
—¿Tú? —se extrañó visiblemente—. ¿Sobre Gadir?
Destiló Hiarbas una juiciosa interrupción para exacerbar aún más su curiosidad.
—Así es. Asistí a una reunión en Tiro, en casa de wkil tamkaru Narbaal, que ofició de excelente anfitrión, a la que asistieron también ilustres miembros del Consejo y de los Sabios de Tiro, el nauklerós Kolaios de Samos, y un arrogante príncipe cartaginés de estirpe real tiria. La selecta información que allí se divulgó la pagaría cualquier rey con intereses en este mar con una espléndida recompensa…, pero esa revelación morirá conmigo en el remo.
—¡Me mientes para sonsacarme algún provecho, insolente remero! —lo acuchilló con sus pupilas encendidas—. Y no olvides, desecho humano, que tu vida está en mis manos y depende de mi capricho.
El prisionero, con gesto cansado y casi sin fuerza en la voz, lo retó:
—Puedes retomar a Tiro e interrogar a Narbaal, con el que sé que te entrevistaste; y si falto a la verdad, arrójame al mar atado a una piedra.
—¿Regresar y caer preso de esos desalmados persas? —se sonrió—. Tiro se ha convertido en el lugar más inseguro del universo.
—Precisamente en el acoso a Tiro por los persas se oculta la chispa que aventará un día no muy lejano el fuego por el Mediterráneo —dijo, y al fenicio la risa hiriente se le heló en los labios. «¿Qué conocía de interés tan capital su compañero de antaño?», deliberó.
—¿Se habló en ese cenáculo de un complot que atañe a nuestras dos ciudades? —preguntó el príncipe, cautivado.
—Como la noche sigue al día, Milo —aseguró Hiarbas, y un vahído de debilidad lo hizo tambalearse—. Y que la Luna me fulmine con un rayo si te engaño. Los efluvios de un oloroso vino de Corinto y unas oportunas hojas de nepente destaparon una codicia oculta en el anonimato, y unos labios que se desplegaron sin tasa revelaron lo que seguramente no querrían manifestar sobrios.
—¿Quién y qué reveló de tan capital interés para Gadir? —se interesó—. Puedo someterte a tormento hasta que me supliques parlotear por las orejas, pero, conociéndote, sé que tendría que matarte sin oír un solo quejido de tu boca.
El tartesio había declarado lo suficiente, sin mencionar nombres, para colocar a su interlocutor en una tesitura de la que sería muy difícil sustraerse. Persistió unos segundos atrincherado tras su muro de suficiencia, mientras percibía su reacción. Finalmente, con atrevimiento casi suicida, se aventuró a proponerle:
—Milo, te brindo un acuerdo, aunque alcanzo que en mi situación suena a insolencia, en recuerdo de tu padre, el gran Zakarbaal, a quien estimo.
El fenicio, exasperado y como aguijoneado en su orgullo, se alzó amenazándolo:
—¿Qué? ¿Ofrecerme tú a mí un arreglo, sabandija sin nombre? ¡Y no menciones a mi padre, ahora que gozo de su ausencia! Veo que sigues siendo persuasivo como un áspid del desierto y astuto como un hurón, pero necio. No te saldrás con la tuya y perecerás entre cadenas, mal amigo.
—No lo lamentarás, Milo de Gadir. Hablemos de hombre a hombre, o de tratante a tratante, ya que no lo deseas de amigo a amigo —insistió el tartesio.
Milo cruzó los brazos y reflexionó cabizbajo. Su nerviosismo se incrementaba. Hiarbas sabía que los deseos por averiguar la confidencia que había dejado caer se refugiaban bajo una capa de falsa dignidad y que terminaría cediendo, si es que su corazón soñador no se había convertido en piedra. Paseó por la cabina como una bestia enjaulada observando al tartesio de reojo. Con tono de reproche, profirió con enquistada animosidad:
—¡Habla, antes de que me arrepienta y sirvas de pitanza a los peces!
—No si antes no juras por Resef y tu señor Melqart que nos liberarás de las cadenas al samio y a mí. A cambio, yo te revelaré hasta el último detalle de cuanto oí en la morada de Narbaal, y te aseguro que satisfarás a tu padre de tal manera que te encumbrará ante los poderosos, pues les proporcionarás un servicio crucial y recuperarás el prestigio que mereces, y también su afecto.
Ante las inmodestas exigencias del orfebre, se colocó frente a su cara:
—Insolente esclavo, ¿cómo te atreves a hablarme así? ¿Mi prestigio? ¡Me importa una higa mi prestigio! Yo gobernaré un día Gadir, y la convertiré en la ciudad más poderosa de Occidente —lo atemorizó airado—. ¿Y Anae? ¿Qué sabes de su paradero, piltrafa insultante? No hay trato sin esa información.
El tartesio, que esperaba lo peor, reprimió sus sentimientos y dispuso a contribución de su última oportunidad cuantas dotes de convicción conocía. Tragó saliva, y se esforzó en el tono amistoso para amansarlo:
—Conocerás al mismo tiempo los entresijos de uno y otro dilema. El motivo de variar el rumbo de mi nave y atravesar los estrechos de Mesina no era otro que perseguir la pista de Anae, quien según una misiva confidencial de Narbaal, puede estar, no sé si recluida o por voluntad propia, en cierto lugar de estas costas que sólo yo conozco.
Milo enmudeció y compuso un ademán de sorpresa y asombro.
—¡Por Baal Hammón y los siete genios planetarios! Ese desnaturalizado de Narbaal ha preferido revelar a un desconocido noticias vitales, ocultándoselas a mí, su pariente y aliado.
—Yo únicamente presté oídos cautos a cuanto se decía, y quien se fue de la lengua tal vez ignoraba que yo conozco vuestra habla a la perfección. Además, en el infausto tema de Anae le hablé con un corazón limpio.
—Te despojaré de las cadenas, pero tu vida me seguirá perteneciendo —le espetó el sarím.
Hiarbas percibía que de un momento a otro se desplomaría en el suelo, pues su estado no le permitía más esfuerzos, pero no podía dejarse vencer. La sed, el hambre y el agotamiento lo conducían a una pesadez que lo sumía en la desidia, pero aun así rebusco brío en sus ánimos.
—Entonces declino el trato, sarím. Tú acarreas en la sangre el gusanillo del trueque y conoces sus mañas; yo no, pero soy un tartesio, y para mí la vida y la independencia son los dones más queridos, y sin ellos me es indiferente morir. Mi libertad, a cambio de los secretos que conozco.
Con la faz escandalizada, le reprochó airadamente el príncipe:
—¡Ni lo sueñes! Tú encarnas el suplicio que mi alma ha destilado muchas lunas. Un día te supliqué el bálsamo de tu amistad y tú me ignoraste, prefiriendo que me hundiera en el lodazal de la sospecha.
¿Habría de cargar el tartesio con una culpa ajena, y morir sin batallar entre aquella cábila de embrutecidos galeotes? Agotado, perseveró:
—Recapacita, y júralo sellando una tablilla en presencia de testigos y de Resef, que nos contempla. El tormento para los dos, o la esperanza para ambos. Tú eliges, príncipe.
Milo contempló la piltrafa humana en que se había convertido el pentarca de Tartessos, y advirtió que si no aceptaba morirían con aquel hombre apreciados entresijos que concernían a los afectos que más reverenciaba, Gadir y Anae. Convencido a medias, reconoció colérico:
—¡Maldito seas!, tú ganas. Pero no te hagas ilusiones. Es tanto el aborrecimiento que atesora mi alma, que puedo arrepentirme. Expertos atormentadores te aniquilarán lentamente y clamarás la muerte a mis pies.
—No lo harás cuando te revele mis valiosos secretos.
Milo ordenó a los dos pilotos que accedieran al camarote, donde bosquejó con un punzón jura y promesa de liberar a los dos esclavos, ante el divino protector de las aguas fenicias y amansador de las tormentas. Los atónitos navegantes pensaban que su señor había perdido el juicio pactando con aquel proscrito. Al sellarlo, manifestó:
—Si falto a mi palabra, que Resef me oculte el camino de la luz futura.
Hiarbas exteriorizó un amargo agradecimiento con un hilo de voz, y de repente, no pudiendo soportar la debilidad, se desplomó como un ovillo desmadejado. Farfulló incoherencias al abrir los ojos unos instantes después, y bebió unos sorbos de hidromiel que le acercó el fenicio a los labios agrietados. Devoró un pastelillo de almendras que le ofreció, hasta que recobró el resuello. Milo, que lo observaba con aire ensombrecido, dijo:
—Escucho tu historia, y espero que no se trate de una fábula para niños.
El tartesio carraspeó y cerró los párpados para concentrarse. Luego, en un tono conciliador, resumió los detalles desde que conociera la desaparición de la sibila, sus sospechas sobre el entorno de los cortesanos palatinos de Turpa, la imposición de Argantonio de no divulgar la noticia so pena de muerte, la revelación del anunciador de las lunas, el extraño augurio en Menestheo y el fiasco en las islas Kasitérides, donde sufrió tan traumáticas experiencias.
Pendiente de sus labios, el sidonín no perdía palabra de la apasionada narración del rescate de Níobe y sus misteriosas confidencias, y cuando le comentó las advertencias leídas en la carta enviada por Zakarbaal, su padre, afloró en su rostro la más pasmosa perplejidad.
—Me insistió en que desconfiara de los que rodean a los reyes, y yo te pregunto: ¿no es acaso esa vomitiva ralea de sacerdotes de Poseidón y los eunucos del Lucero los que trajinan tras todo esto?
—La odiaron desde el primer día que puso el pie en Noctiluca —corroboró.
Le confesó la oposición de Argantonio a aprobar su viaje por el Mediterráneo junto a Kolaios, de la inefable vivencia en el templo subterráneo de Psycro y del desvelamiento en el onírico sueño de Dídime en Mileto, donde hasta llegó a percibir el aliento de Anae.
—Una diosa malévola, celosa de su belleza, ha mudado el corazón de los hombres en su contra. Si no, ¿cómo es que ha desaparecido de la faz de la tierra? ¿Y por qué la relacionan al Reino de las Tinieblas? ¡Qué extraño enredo!
La fisonomía del tartesio se ensombreció, como si se sintiera culpable.
—Descorramos juntos el velo de esta nefanda ocultación que ha enfrentado nuestras vidas —propuso—. Hallémosla y sofoquemos las habladurías que unen su rapto a vuestra amistad.
—A veces me angustio y no puedo dejar de preguntarme: ¿por qué esta incongruente cerrazón donde todos mienten y fingen no saber nada? Su desaparición se mueve en una sospechosa complicidad que parece no poseer límites, y siento un vacío que hiela mi alma; pero un día tomaré justa venganza de esos impíos —se sinceró Milo.
—Unicamente puedo confesarte mi ignorancia en el asunto, y si miento que la Luna me prive de la vida ahora mismo —enfatizó el tartesio.
—Para mí la presencia de Anae resulta insustituible, y renunciaría a todo por ella. Jamás he amado tanto a una mujer, Hiarbas —confesó Milo.
Concluyó el pentarca, con la boca reseca, relatándole la visita al vendedor de esclavos Mattán y a Narbaal en Tiro y la actitud arrogante y dominadora de Urizat Barca, que dejó la estupefacción dibujada en la faz del gadirita.
—«El fruto de Pigmalión», ¡Cartago!, el enigmático augurio de Anae en el templo del Lucero —resumió el pentarca.
—¡Cartago, claro! Se trata de una revelación de eminente importancia, pero no le concedas excesiva trascendencia. El vino nos hace declarar necedades a veces.
—Los días de gloria de Tiro llegan a su fin, y la hermandad entre Gadir y Tartessos se verá seriamente amenazada, Milo. Yo así lo he percibido.
—Tú y yo estamos condenados a ser testigos de traumáticos cambios. La era de la llaneza de los hombres concluyó hace ya tiempo —sentenció.
El escepticismo del fenicio parecía haberse disipado como la niebla, y aunque la información de Urizat Barca no lo había sorprendido como Hiarbas esperaba, sí demostró gran inquietud por saber del paradero de Anae, la amada arrebatada de su corazón. A partir de aquel conmovedor instante, exhibió más consideración con el tartesio, a través de una pálida sonrisa. Sus ojos castaños, antes chispeando fuego, se colmaron de magnanimidad, y el pentarca, que temblaba por su flaqueza, le regaló una calurosa señal de afecto con su sonrisa perfecta.
—¿Y crees que se trata de Anae? —preguntó Milo, ansioso.
—Ha llegado el momento, si tu clemencia y nuestra alianza así lo determinan, de cruzar el umbral de la verdad. En Nora puede hallarse el paradero de una misteriosa dama, ¿Anae?, trasladada allí por un tratante de esclavos de nombre Tíndaro. Esta vez todos los indicios parecen señalarla.
—¿Tíndaro? —se extrañó—. Conozco a ese mercader, pero…
—Milo, no desechemos la última oportunidad de desvelar el misterio —le pidió implorante Hiarbas.
—He permanecido separado del mundo y creado un vacío asfixiante en mi rededor. A él nos acogeremos como el niño al seno materno —le prometió el de Gadir.
—Sigámoslo. Presiento que es el último eslabón de la cadena de enigmas.
—Al amanecer partiremos hacia Caralis, y en dos singladuras fondearemos en Nora. ¡Que Tanit nos favorezca!
—A propósito, ¿realmente hubieras permitido que reventara atado a ese remo? Me resisto a aceptarlo, Milo.
—Antes de haber hallado esta prueba que guardo como un afectuoso tesoro, tal vez sí —y de un morrión extrajo una tablilla que el pentarca reconoció como la que había ofrecido en el templo de Melqart de Tiro con el ruego de recuperar la amistad del sarím de Gadir—. Esta declaración sincera de amistad te ha salvado, Hiarbas. Ella me impulsó a seguirte, rescatarte de las manos de Coribantes y reconciliarme contigo. Es un canto veraz a la amistad.
—¿Y por qué me infligiste castigo tan inhumano? ¡Pude haber muerto!
—El remo ha significado una prueba para purgar tu pecado de infidelidad, Hiarbas.
—Parece que, por vez primera en muchas lunas, el cielo me protege —replicó, afectado—. Pero no sometas jamás a un amigo a ese tormento, mátalo antes.
—Cruciales fueron también tus tabas, halladas por casualidad en un mugriento tenderete del mercado de Caere. Ellas me condujeron a la trailla de esclavos. Había pasado junto al estrado sin reparar en ti, y esa misma tarde zarpábamos, por lo que nos hubiéramos perdido para siempre.
—Los mortales somos dominados por el mudable azar y nada pueden contra él los dioses. La buena suerte nunca llega demasiado tarde.
—La existencia de los mortales está hilada de casualidades. Pero ¿estás seguro que los dioses a los que invocamos causan efectos decisivos en los seres humanos? No lo creo, Hiarbas; el cielo simplemente nos ignora.
Oír palabras amistosas tan lejos de la patria no tenía precio para su alma magullada. E inclinándose, el tartesio le besó las mejillas con inefable gratitud y recogió las tabas de su ventura personal que el gadirita le tendió acogedoramente. Se las llevó a los labios con veneración, gimiendo como un niño.
No obstante, nunca podría relegar al olvido cada instante vivido en la esclavitud en el pozo de la playa o atado al remo de galeote. Su mente encerró como un cofre maldito los hilos que personificaban recuerdos rebosantes de amarguras, aunque por su debilitada memoria aún se precipitaba la visión intacta de las brutalidades, golpes y sufrimientos que no se alterarían jamás.
Sin embargo, ahora, vuelto a la vida, rechazaba cualquier imagen de su tormento y gozó con la recobrada libertad.