El reino del invierno germinó ventiscas y escarchas, y un cielo moteado de nubes plomizas velaba las colinas del Ampelos, en Samos.
Hiarbas, melancólico de las dulzuras de Tartessos, invernaba en la acogedora mansión de Kolaios, el más rico nauklerós de la Hélade, exceptuando a Sóstratos de Egina, un negociante dorio que nadaba en el derroche y había amasado tras años de comercio la más próvida de las fortunas de Grecia.
El tartesio, desazonado tras el fracaso en la búsqueda de Anae, y aguardando las noticias de Narbaal, su última esperanza, se había sumido en la blandura de la armonía perfecta, la isonomía griega de la que presumía su anfitrión, rodeados de placeres, de bellos efebos y hermosas afroditas prestas a cambiar el peplo de lana por el chitón transparente y prodigarse en el juego del amor. Engalanado de guirnaldas de laureles y oculto el rostro con máscaras, bailaba al son de la lira el kordax, la danza sagrada de los dioses samios, en banquetes inacabables y orgías escandalosas en las que Kolaios recitaba versos de Hesíodo y Anfión vestido de doncella.
Un día inusualmente cálido visitaron en una galera con la rostra de un caballo alado la isla de Leuce, donde se alzaba la tumba de Aquiles el pélida, el que causara infinitos males a los troyanos. Hiarbas, que veneraba al héroe griego, sacrificó un cabritillo, rogándole un regreso venturoso a Occidente y el hallazgo de Anae.
Sin embargo, Hiarbas aguardaba impaciente que los días se alargaran y compareciera el misterio de la vida en los campos, la Estación de la diosa Luna, y que las aguas del mar trocaran su légamo ceniciento por el renacido azul de los cabellos de Poseidón. Kolaios y el tartesio no desaprovecharon la ocasión para profundizar en su hermandad, platicar con los filósofos en la Academia de Hera y visitar los teatros y odeones de Samos con Lisícrates, el arpista del tirano.
Hiarbas platicaba en el gimnasio con el nauklerós, hasta el punto de confesarse íntimas confidencias y emplazar en sus corazones un sentimiento de amistad imperecedera. El samio, no obstante, notando que el ánimo de su huésped se saturaba de nostalgias sobre el paradero de la sacerdotisa, y que los remolinos del mar se eclipsaban con las bonancibles mareas de la cercana estación, lo alegró con una noticia, no por inesperada menos deseada:
—Hiarbas, tu próxima partida hace improbable que visitemos el oráculo de Apolo en Delfos, o el de Focia o Hysias, pues los sacerdotes promantis no abren el templo hasta bien entrada la primavera y para entonces tú ya estarás lejos.
—¿Y qué has dispuesto Kolaios? Ningún nauta se atreve aún a navegar.
—Escúchame: A sólo medio día de navegación de Samos se halla Mileto, y en esa ciudad rival y odiosa que ha dado al traste con mis pretensiones y con el sueño de Argantonio, se encumbra el oráculo de Dídime, un santuario servido por la familia de los Bránquidas, los que intiman con los muertos.
El tartesio esbozó un rictus de duda, pues no guardaba buenos recuerdo de Psycro, y se resistía a otra consulta.
—¿Y habremos de descender al Reino de las Sombras? —se resistió—. El can Cerbero consiente que accedan los mortales, pero no que escapen. ¡No!, no se halla entre mis antojos cruzar la laguna Estigia[87] y tropezarme cara a cara con Caronte.
—Ni tan siquiera cruzaremos el bosque de Perséfone, el que antecede al reino del Hades —siguió Kolaios la chanza—. Tan sólo rogaremos a los augures que rueguen a la diosa de las almas inmortales que te revele si Anae sigue viva o por el contrario yace en el confín de la Tinieblas. ¿Te seduce la idea de visitarlo?
Hiarbas dudó, pero se acogía a cualquier pretexto que le ofreciera esperanzas o la certeza del fracaso.
—Probemos por última vez, y quizá la diosa se muestre benevolente.
—No puede acudir cualquiera a ese templo, pero te aseguro que por su favor la dea se aparece en sueños y ayuda a encontrar a seres queridos o extraviados. En una birreme estaremos de regreso en dos días.
—Nunca me agradó la necromancia y en la estación del retorno de los espíritus, la de la Madre Tenebrosa, a los tartesios nos está vedado viajar; pero me acogeré a esos presagios como el náufrago a la tabla salvadora.
* * *
La anochecida apuntaba fresca, y un atisbo de la Luna Brillante clareaba el bosque de laureles de Dídime. Bajo el roble sagrado se hallaba Hiarbas con una copa en la mano y envuelto en una recia capa de lana, pues el frío se le colaba hasta los huesos. El chirrido de los grillos y el aúllo de una lechuza solitaria incomodaban la quietud del santuario asiático, rodeado de un sortilegio que conmovía. Se le aproximó un arisco sacerdote y se incorporó inquieto.
—Bébete el elixir, extranjero, y ten por seguro que en tus sueños te hablará Perséfone, como hizo con los reyes de la Hélade camino de Troya —le aseguró en una irrupción de gentileza, influido por la rica dádiva ofrecida al templo por Kolaios, un murciélago de oro y un cordero negro para el sacrificio, animales rituales del dios de los Infiernos.
—Mi alma anhela resolver un enigma impenetrable, y a ella me abandono.
—Que Hermes calme al can y Orfeo lo adormezca con su lira —dijo el sacerdote—. Rogaremos para que Perséfone, esposa del dios de lo Inexorable, se te descubra y satisfaga los pesares de tu corazón. ¡Aguarda aquí!
Hiarbas ingirió unos sorbos de néctar y se recostó bajo el árbol, muy cerca de una fuente lustral. Al cabo, comenzó a soplar un viento impetuoso que alzó sus cabellos al viento, retorciéndose en el manteo. El cielo crepuscular, encarnado como la sangre, dio paso a la negritud de la noche, momento en el que percibió un zumbido en las sienes y su estado de ánimo, antes taciturno, se trocó en copioso alborozo.
Se encendieron las lámparas del templo y, como salida de la nada, surgió de entre la floresta una procesión de bacantes, tañedores de arpas, doncellas coronadas con mirtos y sacerdotes dominados por el fervor religioso que conducían en unas angarillas la efigie de Hécate, la divinidad lunar. La coral báquica rogaba al padre Zeus y a la diosa Deméter que permitiera regresar al mundo de los vivos a su hija Perséfone, la que acogía a los muertos en las estancias del tenebroso imperio, y la promisión de una vida dichosa en el más allá con cantos ritmados por sistros.
Hiarbas rechazó unirse a la comitiva, pues esperaba una señal de los sacerdotes para penetrar en el templo y percibir de la diosa la interpretación de sus búsquedas. Súbitamente se abrieron las jambas del oratorio, rasgando la tenebrosidad una luz vivísima, como si mil flameros se hubieran encendido al unísono. Dejaban a la vista un lugar alucinante que parecía flotar fuera del tiempo, con las columnas exornadas de guirnaldas, unas mesas servidas con suculentos manjares y ninfas ataviadas con sutiles tules danzando alocadamente y prestas a ofrecer placer y los secretos de la diosa a los iniciados en el culto eleusino.
De repente, entre una admirable inocencia, y envuelta en el nimbo de volutas, compareció Perséfone bajo la apariencia de mujer en todo su esplendor y acompañada de su jauría de perros infernales. Con la oscura cabellera recogida con cardas de marfil, mostraba los divinos símbolos del Averno en las manos, el murciélago de bronce, el narciso de plata y una granada de zafiros carmesíes, mientras una máscara de oro purísimo, que imponía por su severidad, le ocultaba el rostro.
El tartesio, extasiado ante la exaltación corporal de la deidad, bebía del elixir aguardando su testimonio definitivo sobre el paradero de Anae, mientras le llegaban los arcaicos ditirambos de la diosa cantados por los orantes. Tras el arbusto escudriñaba sin ser visto la sobrecogedora aparición, y alzó emocionado las manos al firmamento implorando con los ojos asolados en sollozos:
—Diosa de la Luna de Tartessos, Hécate griega hija de los titanes, reina invencible del esplendor luminoso, suplica a Perséfone que me ilumine con su revelación y me revele el paradero de Anae. ¿Sigue con vida? ¿Ha muerto?
A la señal de un batintín, criaturas disfrazadas de sátiros cornudos condujeron a la aparición hasta una estatua que representaba a Hécate lunar con sus tres caras, y Hiarbas observó cómo unos sacerdotes depositaban a sus pies el cordero ofrecido por Kolaios y el murciélago dorado.
—Perséfone, ayuda al extranjero a hallar la «sacra autopsia», o sea la contemplación de la verdad, te lo rogamos; escúchalo, pues es un devoto de los dioses luminosos. Somos neófitos hijos de la luz y no de las tinieblas. Pronúnciate.
La diosa asintió con la cabeza, y al instante la despojaron del manto y de la carátula dorada y todo se oscureció a su alrededor. La deidad, de una hermosura sobrecogedora, con un chitón etéreo como única vestimenta, alzó el semblante y dispersó su mirada sobre el rincón que ocupaba el tartesio.
Hiarbas percibió un sudor frío en la espalda y su ánimo se agobió, ahogando una exclamación de estupefacción. Perséfone era Anae, sus mismos rasgos perfectos, sus ojos insondables, sus labios de almíbar. ¿Se había encarnado la deidad en el grácil cuerpo de ébano de la pitonisa del Lucero? Un eco formidable, un zumbido que se adentraba en los límites de lo inaudito, lo condujo a una voluptuosa agitación. Algún espíritu maligno la había transportado a aquel templo remoto, pero él se había juramentado a devolverla al templo de Noctiluca y arrostraría cualquier peligro, aunque fuese del más allá, para lograrlo. Con el cabello erizado, dejó la copa en el frío mármol y se incorporó lentamente, mientras musitaba:
—¡Anae, Anae, al fin te he encontrado! ¡Háblame! —e inició una desaforada carrera.
Los iniciados coreaban himnos sacros, y cuando el pentarca cruzó jadeante las graderías, las puertas se cerraron a cal y canto impidiéndole el paso. Por más que las golpeaba, nadie acudía en su auxilio, lo que le hizo sentirse desamparado e inerme. Finalmente, un vahído se apoderó de su mente y perdió la noción del tiempo. Una voz sonora y lejana, como el eco de una cascada, repetía una y otra vez: «En el reino del Ocaso la voz de la Luz es ahora la voz de las Tinieblas».
Un vértigo de luces embriagadoras confundieron su magín, e implorando como un niño, entre lamentos, se sumió en un sueño de sobresaltos y de golpeos de címbalos, en una oleada de sopor, en una sacudida de oscuridad que lo condujo a un vacío negro e infinito, del que lo despertó al día siguiente Kolaios zarandeándole el hombro.
—Vámonos, Hiarbas. ¿Qué te respondió el oráculo en tus sueños? ¿Has resuelto tus dudas?
El tartesio, con los ojos desorbitados e irascible como un demente, respondió:
—Únicamente oí esto: «En el reino del Ocaso la voz de la Luz es ahora la voz de las Tinieblas». ¡Y que me aspen si sé interpretarlo! Pero te aseguro que Anae se halla ahí dentro, en el santuario; la vi anoche con mis ojos en la procesión de los bacantes. Hablemos con los sacerdotes, te lo ruego.
El samio se sonrió como si oyera a un borracho desequilibrado.
—¿Anae, procesión, iniciados? ¿Has perdido la razón? Permanecí a tu lado toda la noche, y, tras consumir el elixir, penetraste en un profundo sueño y no has hecho sino dormir y roncar; y con el frío de la amanecida has buscado la calidez del pórtico —le confió—. Lo has soñado todo, créeme, pero en esas palabras que aún recuerdas puede residir la clave de lo que buscas, amigo mío.
Hiarbas contuvo el aliento, y el corazón le dio un vuelco. Luego, desmoralizado y sintiéndose ridículo, sentenció:
—He contemplado a Anae convertida en sacerdotisa del Hades y diosa de los infiernos —replicó—. Ese sueño es una auténtica necedad, ella representa la luz y la palabra de Noctiluca, ¿cómo va a servir al mundo de las sombrías profundidades?
—¿Acaso la sacerdotisa de Psycro, en Creta, no te reveló también que moraba junto a la deidad de la noche? Recuerda la casual coincidencia.
—¿Anae en los Infiernos? ¡Que me ciegue el padre Sol si sé a qué se refieren! ¿Anae? ¿Tinieblas?
De improviso apareció un sacerdote, que le entregó una rama de laurel bendecido y, con una voz cascada, le explicó:
—El deseo del corazón se ha adelantado a tus sensaciones conscientes. La diosa dirige desde el alma cuanto nos ocurre, y te ha hablado desde las zonas más inaccesibles de tu espíritu revelándote la verdad. Sigue su voz y hallarás a quien buscas, extranjero.
—¿Pero dónde he de indagar?
—Dídime te ha tocado con su poder sobrenatural, y la diosa jamás yerra. Tú no has elegido la ensoñación, sino ella, que te la ha transmitido. Aunque a veces la frontera entre la realidad y la fantasía resulta imperceptible.
Su corazón saboreó nuevamente el acre acíbar del desaliento cuando abandonaron, ateridos, el inhóspito oráculo. Sentía el estremecimiento de hallarse apresado en una trampa letal, en una situación de insatisfacción y desesperanza, huyendo de sí mismo y de la sombra huidiza de Anae, convertida en un distorsionado jeroglífico. Los dioses, lo zarandeaban sin compasión entre risas, medias palabras y burlas, como si de un juguete entre sus manos se tratara.
El mortecino cielo giraba sobre su cabeza, mientras en alguna oquedad de la infinitud azulada una pérfida deidad revolvía las piezas del juego malévolamente. La predicción de los oráculos de la Hélade y la insistente obcecación de unir a Anae con las Tinieblas y la deidad de la muerte lo perturbaban hasta la desesperación.
Comenzó a llover, y una torva fría los empapó hasta los huesos.
* * *
Era la época de luna llena y los días embalsamaban aires placenteros. Los cielos cargaban el aire de efluvios calmosos anunciando el fin del invierno, cuando un gaulós fenicio ancló en el puerto de Samos. Descendió por la escala un jovenzuelo tirio que portaba un papiro para el noble Kolaios, con un lacre estampado con el sello de la compañía El Cedro de Simira y la marca de Narbaal de Tiro. Los presurosos garabatos trazados por el amanuense exponían:
A los nobles Hiarbas de Tartessos y Kolaios de Samos.
Que Tanit os preserve de todo mal.
Según mis infalibles contactos, todo parece revelar que un rufianesco marino natural de Nora que trafica con esclavos, velloso y gordinflón y al que llaman Tíndaro, desembarcó la pasada primavera en Nora, en la isla de Sardinia, a una dama anónima procedente de Turpa, de nombre y origen desconocidos, por cuyo servicio cobró una espléndida recompensa. Esa matrona, aunque en el anonimato y alejada del mundo, aún vive allí.
Y un dato aún más suculento ofrecido por mis agentes. Un distinguido mercader, de nombre Piroes —llamado La Grulla, por su aspecto escuálido y zancudo—, que mercadea en Occidente con selectas cerámicas de Atenas y Tebas, intimaba frecuentemente con la pitonisa de Noctiluca antes de su desaparición, acarreándole mensajes secretos de origen desconocido. Ese sapo de mar esconde una segunda y execrable afición, espía para los chanani de Cartago[88]. No desprecies estas pistas, y que tu rey siga al tal Piroes cual hurón a la liebre, pues en él puede hallar algunas de las claves de sus temores. Que la búsqueda te sea fructífera, Hiarbas, y que tu brío no se menoscabe, pues rozas con los dedos el laurel de tu generosa búsqueda, que por otra parte mereces.
En otro orden de cosas, ¿sabías, Hiarbas, que el noble sarím Milo de Gadir persigue la estela de tus pasos como el trueno sigue al relámpago? Inverna en Tiro y, aunque alude a una antigua amistad, te repudia y detesta a causa de esa pitonisa desaparecida. Ahora es cuando estoy firmemente convencido de que en esa parte del mar de Atlantis se urde una conjura de inopinadas proporciones, a la que Cartago no es ajena. Vuestro perseverante amigo,
Narbaal, a quien Melqart asiste.
En Tiro, en el plenilunio del mes de Schebaz. Salud y valor.
Hiarbas recapacitó durante unos momentos, y en la lejanía agradeció a Narbaal la confidencia de unas pruebas fiables que al fin concedían una luz más que precisa a sus pesquisas sobre el esquivo y secreto paradero de Anae. El mercader obeso y truhán descrito coincidía con la imagen trazada por Níobe y con el mismo desconocido que descubrió merodeando con los eunucos y el intrigante Bulkar en Asta. Pero la aparición en escena del enigmático Piroes, la Grulla, vendedor de ánforas áticas, lo alarmaba hasta lo indecible. Narbaal lo había señalado con el dedo de la sospecha. Su corazón se colmó de ansia. Con encendida ilusión, como el enfermo desahuciado que se aferra a la milagrosa timiama del sanador, le contó a su anfitrión:
—Mi dilecto Kolaios, he de asirme a estas sorprendentes revelaciones y alertar a mi rey. No puedo quedarme aquí. Es como estar paralizado viendo cómo crece una flor. Ha llegado el momento de ascender el último peldaño de esta busca enloquecida que me ha zarandeado de uno a otro lado del mar como a un cascarón sin timón.
—Ahora ya sabes adónde dirigirte y a quién buscar, y eso me colma de gozo. Al fin los dioses se muestran magnánimos con quien se excedió en generosidad.
—Todo parece indicar que esa doncella es Anae y que en ese extraño Piroes radica una de las claves de todo este galimatías —se ilusionó—. Finalizaron nuestras tertulias oyendo los versos de Homero y la voz armónica de Lisícrates, los paseos hasta el odeón y mis ratos entre hornos y fundidores con los orfebres de Samos, de los que he aprendido técnicas magistrales de inapreciable valor.
—Las flotas ya se aprestan para surcar los mares y los arúspices de Hera consideran la luna propicia para zarpar. Pero antes, aguarda —dijo, y de un cofre extrajo un papiro amarillento que extendió ante sus ojos atónitos—. Recibe este presente de un amigo indeleble.
—¿Qué es esto, Kolaios? —se interesó.
—Te has convertido en propietario de la birreme que te transportará de regreso a Tartessos —dijo Kolaios grave—. Forjada en los astilleros de Samos, es conocida como la Ixion en honor al amante de Hera, al que en esta isla veneramos como dios consorte. Un capitán samio, mi fiel Folos, te acompañará hasta Nora, y desde allí regresará. El embarque hasta las costas de Iberia correrá por tu cuenta.
—En modo alguno puedo admitir presente tan espléndido —se opuso con franqueza.
—Acéptala como prenda de nuestra confraternidad. Poseo más de un centenar. Así Argantonio sabrá que en un futuro próximo las velas del jabalí de Samos serán avistadas de nuevo en la tierra más próvida de cuantas creó Zeus.
—Tu esplendidez me abruma, y no debería consentir una donación que puede ascender a más de seis centenares de dracmas —observó conmovido—. Que Hera no permita que olvide a un hombre honesto que ha hecho de la amistad una virtud.
—Acéptalo —insistió—. ¿Qué menos puedo restituir a quienes me ofrecieron un tesoro que ni en diez vidas podré dilapidar?
—Aguarda —lo detuvo conminatorio Hiarbas, y de su faltriquera de cuero entresacó un paño, y de él una joya en oro purísimo y gemas, que se adueñó de toda la luz del crepúsculo. Esplendorosa como un amanecer, palpitaba en la mano del tartesio.
—¡El pavo real de Hera! —exclamó y se extasió el samio en su asombro.
—Es para ti, Kolaios —se la ofreció—. Ya sabes que mi oficio es el de orfebre. Pues bien, he frecuentado el taller de Euménides, donde la repujé para dedicársela a Anae. Pero, como mi sueño se va convirtiendo en una quimera, si la encuentro en Nora tiempo habrá de tallarle una nueva.
—Conseguirás lo que te has propuesto. Te sobra valor y audacia —le deseó conmovido.
—A veces creo que tan sólo la esfinge egipcia de Tebas conseguiría desentrañar este loco acertijo —le aseguró, y entrelazaron los brazos apegadamente.
—No me separaré de su embrujo hasta que la parca me convoque en mi hora postrera, Hiarbas —declaró, estrechándolo cálidamente—. ¡Gracias, amigo!
El corazón del tartesio palpitaba de impaciencia, pero también de arrojo para afrontar el último envite, antes de hallar a la sibila, y escapar al fin de su onerosa carga.
* * *
Sin haber hallado una respuesta concluyente a sus dudas, aunque sí unas pistas consoladoras, Hiarbas se hizo a la mar en viaje de regreso a Tartessos, con parada inexcusable en Nora, y con el anhelo de abrazar a Níobe y a los suyos. Un celaje de nieblas envolvía el laberinto de las Cicladas, cuando la Ixion, una párvula pero marinera galera, zarpó de Samos capitaneada por Folos, un hombre de voz cascada y peor carácter, dejando atrás las riberas de Naxos y Melos, islas sembradas de viñedos, brezos y olivares, que en el recién iniciado mes de munichion se coloreaban con el manto de las primeras flores.
—¡Que Calipso, hija de Atlante, sople céfiros apacibles! —gritó Folos.
Como en un surco y con viento terral, avistaron el golfo de Laconia, mientras la Ixion se mecía en la calma avistando las estribaciones del monte Tainarón y los fondos marinos de la isla de Citera. Sacrificaron en honor a Afrodita, la deidad que surgiera de aquellas mismas espumas, donde era honrada en un arcádico templo de dóricas composturas.
Hiarbas conversaba con el capitán, que atendía el timón de reojo mientras bordeaban los arrecifes de Messené, antes de recalar en el puerto de Pylos, donde cargaron tinajas de aceite y fardos con penetrante olor a cedro de un cobertizo propiedad de Kolaios con intención de venderlos en Nora. Surcaron a remo el mar Jónico con la vela flácida, atentos a los peliotas, los céfiros calientes de Nubia, y se adentraron dos días después en el brazo costero de Cefalonia, atestado de pinazas de pesca con las redes flotando sobre el canal y las avecillas reposando en sus declives. Hiarbas, instalado en la covacha de popa, tiritaba de frío, pues la brisa se colaba con gélidos silbidos por las rendijas de la lona e incluso las estrellas destilaban aún frialdad.
—Mañana rumbearemos hacia el mar libre, Hiarbas, para luego, calculo que en dos singladuras, cruzar los estrechos de Mesina y recalar en Nora, para eludir así a los corsarios samnitas. En esta época del año, sin apenas tránsito, navegar hacia Sardinia al pairo de las costas de Poseidonia, temible cueva de piratas que temo puede resultar arriesgado.
—Deberemos de ser más astutos que Ulises de Itaca y eludirlos. En ti confiamos, Folos —lo alentó.
—¡Y más ágiles! Esos desalmados carecen de corazón. Roban hombres, mujeres y niños y saquean e incendian los poblados de las costas. Luego desaparecen con su carga humana, dejando a sus espaldas fuego y devastación y un futuro de esclavitud para los capturados. ¡Que Hera nos proteja!
A medida que transcurría la Luna Brillante, la Ixion dejó atrás las costas de Sicilia, cruzándose entonces con algunos barcos que reanudaban la actividad marinera con la nueva estación, y con una galera corsaria que desapareció hacia Elea desistiendo de perseguir a la rapidísima birreme samia.
Se aventuraron rumbo norte, en la última singladura antes de enfilar rumbo a Nora, donde el tartesio había depositado sus últimas esperanzas de dar con Anae. La víspera, con el sol agonizando por el horizonte, volcaron el ancla a dos estadios del abrigo de Elea, ciudad de los yápigos, en una noche apacible y sin ruidos, salvo el susurrante oleaje, y vigilando la costa, aunque Hiarbas creía innecesaria tal precaución.
Al alba se aclararon las azuladas brumas, las que preceden con su tibieza a la primavera, y la birreme se llenó de actividad, dispuesta a zarpar con la primera luz. El capitán, no obstante, atisbo a través del velo neblinoso un mástil desconocido y enarcó las cejas con inquietud. La tripulación intuyó la preocupación y, con miradas de curiosidad, siguieron la muda indicación del capitán, para constatar boquiabiertos cómo una nave corsaria aguardaba el amanecer para asaltarlos.
—¡Piratas samnitas a proa, capitán! —gritó el vigía.
Rápidamente, los marinos corrieron desaforados de un lado para otro.
—¡Tranquilos! Los sortearemos en sus propias narices. ¡Rumbo a mar abierta, timonel! ¡Desplegad la vela y a todo remo! Antes de que respiren, nos habremos esfumado ante sus inmundas pupilas —vociferó Folos, enrojecido.
Pero su voz se quebró, y no tuvo necesidad de preguntar al vigía qué amenazante cuadro de horror se abría a sus espaldas. Cuatro manchas confusas y mal delimitadas les impedían la huida. Y cuando la niebla clareó, avistaron otros tantos barcos corsarios aguardándolos a poniente, a menos de cinco largos, tapados por los jirones de bruma y con las proas enfilando la galera. Mugrientos samnitas armados con lanzas y arcos con flechas de brea, que esgrimían furiosamente, atestaban las cubiertas, acompasando con los insultos unos gritos horrísonos.
—¡Por el águila del padre Zeus, que malaventura! —balbució Folos, incrédulo y aterrado.
Hiarbas ya veía «su» birreme zozobrando envuelta en llamas, y su propia vida pendiente de un hilo. Sus esperanzas de vivir se derrumbaron en sólo un instante. Intentarían huir, pero ¿hacia dónde? En menos que canta un gallo, los piratas, abarloando los costados de la galera samia, la rodearon y, aunque eludieron el primer abordaje, decenas de garfios volaron por los aires y los remos se abatieron uno tras otros como bejucos secos.
Los vociferantes aventureros tendieron pasarelas sobre la cubierta de la Ixion y corrió la primera sangre de los que intentaban presentar batalla. Se alzaron alaridos de impotencia, y Folos, desgafiitándose, los exhortaba a tirar las armas y aceptar lo inevitable. Seguramente los habían estado siguiendo desde Sicilia, y la galera samia constituía un suculento bocado para aquellas carroñas del mar.
A latigazo limpio y sin oponer resistencia, la tripulación, formada por quince hombres, fue agavillada entre los aparejos y, aunque algunos desesperados marineros, entre ellos Hiarbas, intentaron lanzarse al mar para no entregarse cobardemente a los corsarios, fueron detenidos violentamente y conminados a arrodillarse. El tartesio alzó sus ojos grises, suplicando:
—¡Quedaos con la carga y la plata, y dejadnos marchar, os lo imploro!
Sin embargo, su desesperado ruego sólo halló la cruel sonrisa de un hombre con una cicatriz en el pómulo, blancuzca y repugnante, y una mirada que albergaba ferocidad, quien, de un puntapié en el rostro, lo arrojó sobre el cordaje, para cebarse después con su cuerpo, al que molió a patadas.
Exánime, recobró el conocimiento entre una batahola de gritos, quejas de heridos, hombres encadenados, brutalidad y golpes. Sentía un raudal de náuseas subirle del estómago, la boca seca como la estopa, las costillas doloridas y un reguerillo cálido bajándole por la boca hasta la sotabarba. Tenía la nariz hinchada como una bota y percibía un intenso dolor cerca de las sienes, donde se palpó una incisión sangrante.
Los piratas se repartían el botín, mientras arrojaban al agua pasto humano para los tiburones de dorsos blancos que aleteaban alrededor del barco. Los remeros que tenían encharcados los pulmones y los marineros más viejos, que no podrían vender en ningún mercado, eran lanzados a las frías aguas sin piedad ni miramiento alguno. No les infundían compasión ni los rostros aterrados ni las llamadas de conmiseración, y redoblaban la saña con los capturados, sobre quienes descargaban su cólera.
Más tarde se oyeron aletazos bruscos de los carroñeros, aullidos espeluznantes, y luego el silencio y el borboteo de una mancha sanguinolenta que se diluyó entre las arremetidas del mar. Los forajidos ataron a uno de sus navíos la intacta Ixion y, aprovechando la marea, pusieron rumbo a su guarida, una playa con un embarcadero abandonado cercana al puerto etrusco de Caere. Los recién apresados, aterrados ante su suerte, helada la sangre de sus humores, se tornaron taciturnos y dejaron de lamentarse, mientras el tartesio disponía sus cinco sentidos en alerta buscando una salida a aquella situación tan pavorosa.
Los navíos franquearon un abrupto cantil y anclaron al atardecer en un poblado donde los aguardaba una gentuza de la peor calaña. El futuro no se presentaba nada halagüeño y el espectro de una muerte violenta planeaba sobre sus cabezas. Hiarbas no pudo sino ahogar un lamento de desaliento, mientras un páramo de desesperación lo abatía sin remisión. Los alinearon en el arenal, y el jefe, un hombretón brutal y desaliñado, de cabellos grasientos y maliciosos ojillos de rata, que esgrimía un látigo rematado con bolas de plomo, exclamó iracundo:
—Desde hoy carecéis de nombre, no sois nada, sino carne de horca, esclavos de mi propiedad, de Coribantes, quien tratará de sacar el mejor de los provechos de vuestras pellejas. No me gusta lisiar a mis esclavos, pero si alguno intenta huir o urdir algún motín, le aguarda una muerte lenta y horrible.
Entre carcajadas, señaló un palmar donde se exhibían atados cuatro esclavos siniestramente torturados, aún vivos. Dos de ellos, sujetos con cepos, habían sido flagelados y sus cuerpos se habían convertido en una pura llaga que era atacada por enjambres de moscardones. A otro le habían quemado las manos con brea y arrancado las uñas de los pies y el cuero cabelludo, y al cuarto, quizás el cabecilla de la revuelta, le habían mutilado las orejas y cegado los ojos, antes de crucificarlo y despellejarlo para escarmiento del resto de cautivos.
Gruñían de forma espantosa, con los ojos fuera de sus órbitas y las bocas entreabiertas, emitiendo un sollozo lastimero y rogando el fin. Hiarbas, en lo más recóndito de sus entrañas, albergó la intención de abalanzarse sobre aquella bestia y morir allí mismo dignamente, pero la creencia tartésica de la fatalidad de entregarse a la muerte por voluntad propia, sus miembros tumefactos y el recuerdo de Tartessos lo disuadieron del intento.
Arrastrándolos sin conmiseración y provistos de mazas, los sayones los encerraron en una bodega inmunda, revueltos entre escorias y con un hedor insoportable a carne quemada, paja podrida y orines. A media tarde les dejaron una cesta con pan negro y un odre de vino aguado que disputaron como alimañas los recién llegados y los antiguos enjaulados que se pudrían en aquel cobertizo de atmósfera irrespirable.
El espanto mantenía tensos a los tripulantes de la Ixion, que se mesaban los cabellos, e incluso maldecían al tartesio, por cuya culpa se hallaban privados de libertad y prestos a ser vendidos como esclavos. Hiarbas, entretanto, consolado por un Folos extrañamente impávido, se mordía los labios y sentía un dolor profundo en el alma por haberlos conducido a tan degradante humillación y a un devenir espantoso.
Con la luz del alba, su situación cobró la dureza de la cruda realidad.
Los piratas se comportaban como gente sin alma: comían serpientes, lagartos, huevos de aves, puercoespines y perros, y dormían en las cuevas de los acantilados. El tétrico lugar no era sino un depósito de esclavos de donde sólo saldrían para ser vendidos. Para el tartesio, comenzaba una vida de horror y desesperanza.
Cada amanecer los sacaban del pozo atándolos con grilletes, y tras alimentarlos con un nauseabundo sopicaldo de sebo y avena, los obligaban a trabajar en la construcción de un lienzo amurallado, cargando ladrillos y argamasa en un quehacer agotador. Bajo el sol inclemente y a veces acosados por la lluvia, cumplían con el trabajo, según Coribantes, para mantener enhiesto el ánimo, no engordar y ganarse el pan que comían.
Corrían los días y las noches desposeídos de fe y sostenidos por la mutua aflicción. Una noche, el exasperado tartesio formó un círculo con la tripulación de la Ixion y les rogó en voz baja que, si alguno era vendido con prontitud, se juramentara en procurar hacer llegar un mensaje a Kolaios, único nauklerós en el Mediterráneo que podía rescatarlos, pues poseía barcos, influencias y plata abundante. Pero de repente se oyó una carcajada de sarcasmo en un rincón oscuro, desde dentro del cobertizo, que les paralizó el aliento:
—Qué ilusos sois, griegos. Este Coribantes es un mercader de poca monta que suele vender sus esclavos para las minas de alumbre de Lípari y Melos, o quizá para las del Ponto, y las de minio de Carmania, una cloaca de mierda y sangre donde atado al hierro no duras ni un año. Yo sigo aquí hasta que sane este brazo dislocado, pero en unas semanas todos estaremos atados a una carlanca partiendo mineral a cien pies bajo tierra —dijo, y soltó una carcajada escalofriante.
—Qué muerte más atroz, por Hera —suspiró Folos con desesperación.
—Ironías de la vida, amigo. El pentarca y tasador de metales de Tartessos, la gran ubre del metal del mundo, condenado a reventar en una mina.
—Así de mudable gira la rueda de la Fortuna. ¡Padre Zeus, auxílianos!
* * *
Hacía tanto calor en el agujero que cada hora que pasaba Hiarbas maldecía a sus captores y a su infortunio, agotado por el sufrimiento de la esclavitud, que lo iba embruteciendo día a día. En los amaneceres depositaba su mirada en el horizonte y se encomendaba al Lucero del alba, rogándole una pronta liberación, pues no era hombre de dejarse vencer. Era capaz de matar por un mendrugo de pan o por una holgura en el sucio calabozo minado de insectos y excrementos, y por las noches, acurrucado como un gusano herido, se atormentaba por su aciaga estrella y evocaba en la memoria cada uno de los pasos ejecutados buscando a la sibila y su desconsuelo lo hundía aún más en la tristeza, hasta que el sueño lo vencía. Comenzó a sufrir los estragos de su sensibilidad a los efluvios de la primera estación, y tosía y se ahogaba sin poder contar con el lenitivo de las hojas maceradas, sustraídas junto con el morrión de sus pertenencias. Con la segunda Luna Oscura, sufrieron una nueva aflicción. El piloto, algunos remeros y un cómitre de la Ixion fueron sacados de la mazmorra y, después de asearlos con cal y agua de pozo, los raparon y vistieron con un chitón pardo para conducirlos a un destartalado carromato que se perdió entre un velo de polvo. Ya no volverían a ver a aquellos desgraciados compañeros de cadenas, y las lágrimas descendieron en silencio por sus pómulos.
Cumplidos veinte días de enclaustramiento, Hiarbas sanó de los moratones, pero se sentía aún debilitado y consumido por la calentura. Percibía sobre su nuca los ojos vigilantes de sus verdugos y el picor de los tábanos, y, apenas tapado con unos harapos, con la barba crecida y los miembros tumefactos, su aspecto se asemejaba al de un pordiosero.
Dormía sobre el frío albero rodeado de deyecciones, sumergido en un hedor pútrido, mientras el hambre lo acuciaba como un suplicio. Pero era la falta de libertad y la impotencia de no poder rebelarse contra aquella situación lo que torturaba su alma, sumiéndolo en una aflicción inconsolable. Aquel destierro atroz separado de los que amaba lo descorazonaban de tal forma que rogaba a sus dioses que le enviaran la muerte y extinguieran así su martirio.
Uno de los samios agonizó lentamente en la insalubre reclusión, quizá de abatimiento y, para su pesar, el cuerpo sirvió de pitanza a una jauría de alanos, mientras que uno de los remiches de la Ixion fue azotado con bastones romos por negarse a ingerir el apestoso condumio. Sus apenados gruñidos les traspasaban el alma, y Hiarbas, incapaz de enfrentarse a su amargo signo y acobardado por el yugo de la esclavitud, se rebelaba contra su destino, abocado a un fin cruel y a hundirse sin mérito en tan siniestra cloaca. Evocaba a Níobe, a la que ya jamás contemplaría, y su corazón apenado se hermanaba en el mismo sufrimiento que soportaban como él millares de seres humanos esclavizados en el mundo, que perdían el amor a la vida arruinando su voluntad de vivir. «¿Se hallará Anae también en esta terrorífica situación?», cavilaba.
Odiaba la cuerda de cáñamo con la que lo amarraban y los fríos grilletes que descarnaban sus pies, pensando qué cólera, y de qué dios, había provocado con sus acciones. «¿Qué maldades he cometido para cosechar tortura tan cruel? ¿Quién podrá rescatarme, si ninguno de mis apegados conoce ni tan siquiera el lugar donde me hallo? Sólo el sueño eterno me librará de este suplicio». Tras sus dramáticos soliloquios, y desvariando por el hambre, su espíritu lo conminaba a resignarse; sabía que, de no ser así, perdería la última ocasión de sobrevivir. Se le erizaban los cabellos con sólo pensar en convertirse en esclavo de las minas, y no podía soportar la crueldad de los carceleros ni la eternidad en la que se convertían las horas entre gemidos que, estaba seguro, lo conducirían a una locura inevitable.
—Divina Luna, Señora del Destino, ahuyenta de mí este amargor y envíame una muerte digna y breve —suplicó en la gelidez de una noche de angustia, con los ojos arrasados por el llanto.
* * *
Los empujaron al arenal una mañana tormentosa en la que el aullido de los perros ahondó su pavor. Terminó por caer una tromba de agua que alivió la gravedad de la atmósfera, pero no sus ánimos. Unas mujerucas que apestaban a sudor les rasuraron las barbas y cabellos y los refregaron con sucias esponjas, embadurnándolos luego con aceite para realzar su musculatura. El fuego consumió los roñosos trapos que los envolvían, y les colocaron un chitón de rústico vellón y un pantalón tracio.
El capitán, los marineros que aún quedaban por vender y Hiarbas fueron unidos por una cadena y confinados en una tartana que vigilaban cuatro esbirros armados con facas. Había llegado el infausto día del trato. Atravesaron senderos extraviados que serpeaban entre bosques de pinos, hasta que oyeron cascos de caballerías, el rasgueo de las velas en el embarcadero y los rumores de una ciudad próxima, y la ruda voz de Coribantes, quien, desde el pescante, voceaba como un desequilibrado:
—¡El mercado de Caere nos espera, carroña repugnante! Se acabó la buena vida y comeros gratis mi pan, gandules. Hoy mismo cambiaréis de dueño.
—Con la primavera se celebra aquí el Fanum Voltumnae, la asamblea de las doce ciudades etruscas que honran al dios Tinia o Zeus —dijo Falos—. Las fiestas duran una luna, pero para nosotros hoy se inicia nuestro verdadero horror.
—¡Poned buena cara, que presiento buenos negocios y depende de vuestra jeta alegre el menestral de las minas que os elija! —volvió a berrear el pirata, y una feroz risotada, coreada por sus esbirros, resonó en la covacha donde se hacinaban los esclavos, incapaces de sublevarse contra la opresión.
Hiarbas no sabía si abandonarse a una sensación de optimismo por haber abandonado el antro de tormento en el que había penado, o sumirse en la más abismal de las pesadumbres. Lo que sí afloraba en su mente era el horror para el futuro de pesar que se abría ante su adversa vida, cuyas únicas dimensiones serían en adelante la desdicha, la más sombría de las torturas y un fin inhumano.
* * *
Los excitantes fastos de Zeus Tinia significaban para la Caere etrusca días de mercado, abundancias, dinero, diversión y bullicio. Negociantes del más heterogéneo jaez —ligures, etruscos, latinos, fenicios y sículos de Siracusa—, se daban cita en un caravasar donde se ofrecían los más extravagantes géneros, se regateaba por una fruslería y se porfiaba con ahínco el precio de la plata. Trataban con talentos euboicos por odres de vino de Cumas y por aceite de Veyes, pero sobre todo se tasaba la carne humana para las minas expuesta en mugrientos estrados.
Una riada de mercaderes examinaba la mercancía humana, cuando de repente uno de ellos se apartó del grupo, embebido en oscuros pensamientos. Lucía un ropón largo y se humedecía la nariz con un pañuelo perfumado. Aguzó el oído, pues había percibido por casualidad a un quincallero que pregonaba joyas tartésides, y se resistió a rechazar su intuición de hallar una inesperada rareza. Preguntó al bisutero por los precios, mientras trasteaba los admirables abalorios tallados por los orífices de Turpa. Pero, de improviso, sus ágiles dedos se detuvieron atrapados por su singular belleza. Entre los aderezos esparcidos por la tabla halló unas atrayentes tabas de carnero embutidas en bronce dorado, con una inicial grabada en la parte convexa, que prendieron su desvaída atención.
—Singular juego de tabas… —lo aduló—. ¿Cuánto pides por él?
—No menos de seis sidos. ¡Están dorados en oricalco tartéside! —elogió su mercancía.
—Te ofrezco tres sekher; pero dime, ¿dónde te has hecho con ellas?
—Me las vendió esta misma mañana Coribantes el samnita, el tratante de esclavos; quizás él pueda decirte dónde las consiguió. Levanta su tienda frente a los establos. ¡Sean cuatro sidos, amigo! —y cerraron el trato.
El desconocido comprador, como embelesado por algún recuerdo, quedó inmóvil, y una evidencia que parecía buscar alboreó en su mente. Sopesó las tabas en la mano como si hubiera sucumbido ante un hechizo. Admiró el signo tallado, una H tartesia, y, seducido por la orfebrería, se ensimismó en su contemplación.
El comerciante giró sobre sus talones y encerró en el puño los astrágalos. Anduvo la distancia que lo separaba de la tarima de Coribantes como si deseara conocer la identidad de su antiguo dueño. Se ubicó en un lateral y paseó la mirada por entre los cautivos encadenados, observándolos uno a uno con mórbido interés. En las tabillas que colgaban de sus cuellos podía leerse: Trabajadores de Minas-Galeotes.
Nadie pujaba por la embrutecida mercancía, cinco mujeronas, un hombre maduro y otro más joven aunque de aspecto lastimoso, por lo que el vendedor, ávido por concluir la jornada ventajosamente, se dirigió al recién llegado, que trataba de ocultarse tras otros fisgones.
—Noble señor, ¿necesitas prospectores para las minas, o remeros para tus galeras? Estos dos magníficos esclavos poseen experiencia en ese menester. Quinientos sidos por el lote —propuso zalamero.
Hiarbas levantó los ojos, que mantenía cerrados abstraído por el oprobio de verse ofrecido ante la chusma como una ramera portuaria. Alertado por el ofrecimiento del mercader, posó su mirada en el cliente y tuvo que reprimir un grito de sobresalto, como si tuviera ante sí una aparición diabólica o hubiera sido mordido por un escorpión venenoso. Su debilidad y el asombro lo hicieron tambalearse, y el sudor recorrió su espalda erizándole el vello de la nuca. Las rodillas le fallaron, y, petrificado por la revelación de un fantasma del pasado, sus pupilas se agrandaron a la par que su perplejidad. «¡No, diosa de mis antepasados…, no, no puede ser!», pensó pávido.
El capitán samio advirtió que algo anómalo perturbaba a su compañero de infortunio al identificar al comprador, y lo contuvo con fuerza, pues parecía que iba a perder de un momento a otro su precario equilibrio.
—Trescientos; ni uno más —le ofreció—. Necesito galeotes para mis naves.
El comerciante clavó su mirada fría como el acero en el tartesio, esgrimiendo una sonrisa de menosprecio que lo espantó aún más.
—¡Aceptado! —dijo Coribantes, agrandando su grotesca cicatriz con la sonrisa—. No te arrepentirás; son fuertes como el pedernal y sanos como lechones.
El comprador le volvió la espalda con aire de indeferencia, y ordenó a uno de sus hombres, que lo seguían como escoltas a una prudencial distancia:
—Conducidlos a mi nave y encadenadlos al primer banco; comprobaremos cómo reman, y si sirven para ese trajín. Págale, y recoge las tablillas de venta.
Hiarbas posó los ojos en su nuevo amo, reclamando el lenitivo de la caridad y un gesto de clemencia, pero solo halló una sonrisa de rencoroso placer aflorando en sus labios. Estaba a su merced, y una decepción insoportable se avivó en sus venas, mientras su instinto elucubraba qué hubiera sido preferible, si una muerte atroz en una mina perdida, o arrojar los pulmones por la boca encharcados en sangre en una embarcación donde su dueño se había convertido, por mor del destino, en el más deletéreo de sus adversarios.
—¿Conoces a ese cananeo? —le susurró al oído el capitán samio.
—Sí, es el sarím Milo de Gadir —musitó Hiarbas, con una expresión sobrecogedora—. Hace sólo doce lunas nos llamábamos el uno al otro hermanos, y ahora, por una artimaña del destino, me he convertido en su esclavo.
—¡Entonces, estamos salvados! —dijo, gimiendo de júbilo el samio.
—Yo hubiera preferido morir en el mar o ser sepultado en una cantera de azufre. La venganza es un plato exquisito para cualquier fenicio; suelen saborearlo por anticipado, y luego con sanguinaria frialdad. ¡Que Lycos el Luminoso nos proteja, Folos!
—La venganza es un placer que sólo dura un día, no desesperes.
—Sé que se avecinan cambios dramáticos, pues para un sidonín es más fácil perdonar a un enemigo que a un amigo, e intuyo que pagaré con creces la lealtad a mi rey y por un desafortunado desaire que le infringí no ha muchas lunas.
A Hiarbas el mercado parecía darle vueltas mientras le retiraban los grilletes, y su ánimo abatido por el enclaustramiento y el adverso hado estalló hecho añicos. La fatalidad había cercenado sus empeños y extraviado cualquier esperanza de vivir. No lograría alertar a su rey del peligro cartaginés, vivir con los suyos placenteramente y envejecer junto a Níobe, y ya jamás podría hallar a Anae, quizá condenada a su misma suerte. Su alma no admitía más aflicción, y ante la incertidumbre del destino lanzó al aire sofocante del mercado de esclavos un lamento de impotencia:
«¿Qué siniestro astro celeste me persigue, diosa mía? ¿Moriré en el anonimato, reventado en una galera fenicia? ¿Será capaz de semejante tropelía aquel a quien consideré como el más afecto amigo del alma?»
Pero, para su infortunio, no existía ni fuerza humana ni divina que impidiera lo que el destino y los espíritus invisibles determinaban.