En el clarear de la gris decadencia del otoño, entrado el mes de elulise, el Icaria zarpó rumbo a Tiro, en la última navegación del año. Imperaba la Luna Oscura de la cuarta estación, la de la Creación del Mundo, y no presagiaba bonanzas.
Aproando hacia levante contra las plomizas olas, se hendía la nao del jabalí rojo, guiándose por los fuegos de la costa, como ojos de cíclopes que avistaran desde la lejanía. Roló un fuerte viento de costado, y el recelo afloró en la mirada del navarca samio. Pero tras un día de singladura, asomó al fin la imposta de Tiro entre la bruma que la envolvía como un sudario blanco.
El vigía gritó desaforado, deteniendo la boga de los remeros, pues no era la única aparición que se mostró ante sus ojos en la bocana del puerto. Una intimidante presencia vigilaba sus movimientos, como el león que acecha la presa. Una escuadra de barcos de guerra persas, armados con espolones y con el puente de combate erizado de escudos y lanzas, controlaba el trasiego marítimo que entraba o salía del refugio tirio. El samio escupió con ira.
—Asurbanipal, ese rey persa de brutalidad injuriosa está ahogando a las ciudades fenicias con vejatorios agravios, y lo que ahora es acoso mañana se convertirá en devastación y muerte, Hiarbas. ¡Malditos bárbaros!
—¿Y no los detiene la rebelión y la protesta de Tiro?
—Esos malnacidos saquean a manos llenas los caudales que llegan de las colonias. ¡Que las Furias y las vengadoras Euménides los atormenten!
Decir Tiro[81] era nombrar en Fenicia el Jardín de Dios. Tal como tantas veces le había referido Milo, la metrópoli materna se asemejaba a un cascarón áureo en medio de un mar sumiso y azul. Hiarbas avistó la hermosa ciudadela, el oleaje de iridiscencias diamantinas reflejadas en las azoteas, el fascinante palacio de los reyes, los jardines turquesa, los viñedos y un diluvio de luminosidad granate que estallaba en los miradores de las mansiones en una marea de opulencias que pregonaban su generosa naturaleza.
—Cuentan las crónicas que Melkart fundó la ciudad sobre dos islas que navegaban a la deriva, «las rocas ambrosianas», y que él fijó en el océano.
Los dos puertos, el Sidonio y el Egipcio, comunicados a través de un canal hervían de actividad atestados de embarcaciones gadiritas, cartaginesas y griegas. Frente a la isla se divisaba Ushu, como Menestheo frente a Gadir, el primitivo poblado en tierra firme, lamido por los rayos del crepúsculo. De allí acarreaban el agua, la madera de cedro, los alimentos y el múrex para fabricar la púrpura. El Icaria, tras circundar la isla vigilado por los persas, ancló en el puerto norte.
—¡Por Lycos el luminoso, Tiro y Gadir se asemejan como dos gotas de agua! Nunca contemplé nada más parecido, Kolaios —exclamó el tartesio, sorprendido.
—Un mundo efímero que será arrasado, si Zeus Potente no lo remedia. Y dices bien: Gadir fue fundada a imagen y semejanza de Tiro —le explicó—. La más ilustre ciudad de Oriente y ahora la más frágil.
Un laberinto de opacidades la arrullaban en la sedosa luz del anochecer, y el tartesio, deslumbrado con el esplendor de Tiro, creía haber arribado a Gadir, la añorada fortaleza hermana en medio del mar Atlantis. Restallaba el oro de los templos, el tapiz azafranado de sus azotes, las blancas villas de los mercaderes y la mancha verdemar de sus palmeras y moreras.
* * *
En la probidad de la amanecida, Kolaios, el orfebre y los dos pilotos desembarcaron de la galera roja y, confundidos entre la multitud, atravesaron la Puerta de Tanit, un fortín de más de cien pies de altura que cerraba un portón de cedro de Labanaan[82] tachonado de clavos de bronce. Lo sobrevolaban bandadas de pájaros cenicientos y estaba atestado de soldados, pordioseros comidos por la sarna y cambistas, que sorteaban los cadáveres empalados de dos tirios horrendamente torturados, empapados en sangre y bañados en sus propios excrementos.
Ahuyentados por el espantoso espectáculo los recién llegados se perdieron entre el gentío. En cada esquina se tropezaban con patrullas persas que deambulaban por la ciudad, entre un sofocante hedor a salmuera y bosta de camellos y dromedarios.
—Debe de ser una experiencia pavorosa sentirse conquistado —observó Hiarbas.
—Muchos de sus príncipes han sido crucificados o arrojados a las fieras por resistirse a la conquista. No soplan buenos vientos en esta parte del mundo.
En las proximidades del puerto de Tiro se extendía un mar de lonas abarrotado de chillones mercaderes, circundado de miradores desde donde se oteaba la arribada de los barcos coloniales. Se dejaron envolver entre la multitud, y el tartesio pudo comprobar que los tirios integraban un pueblo tan emprendedor como sus hermanos gadiritas, que se procuraban el bienestar confiados a su sagacidad comercial, a pesar del dramático asedio al que se veían sometidos por los persas, que escudriñaban entre los tenderetes como hurones con las corazas de escamas de acero, rostros cetrinos y barbas rizosas.
No intervenían en la vida de los ciudadanos, pero Tiro era una ciudad secuestrada por tiranos invisibles y amenazadores.
En Tiro se ejecutaban las transacciones en kaspu, «pago en plata», empleando lingotes, discos y anillos de diferentes tamaños, sistema monetario que Hiarbas conocía por los sidonín de Gadir[83]. Adquirió por una mina, equivalente de unos cincuenta sidos, una copa de oro de inapreciable repujado que regalaría al regreso a Argantonio y abalorios de ágatas para Níobe, Nunn y Amulas, que guardó en la faltriquera, a buen recaudo de los ladrones de bolsas.
A cada paso reavivaba su curiosidad, e insistió en visitar los tres templos de la ciudad (Astarté, Baal y Melqart), religiosa costumbre de todo extranjero temeroso de los dioses que arribaba a Tiro. En este último ofrendaron un óbolo que les garantizase protección en las aguas fenicias y en la búsqueda de la sacerdotisa. Dos titánicas columnas de oro, cuyas réplicas se alzaban en su homónimo de Gadir, franqueaban junto al olivo sagrado el solemne santuario del Señor de la Ciudad, Melqart, hijo de Zeus y Asteria, fundador de Tiro, donde los devotos confiaban sus dones. En una estela de cedro burilada en plata relumbraba la leyenda: Melqart ha resucitado de entre los muertos.
En el pórtico donde se sacrificaban los animales, centenares de lucernas alumbraban tres efigies barbadas tocadas con mitras cónicas de marfil, ante las que rezaban los peregrinos, pidiéndole las gracias en papiros abarquillados que insertaban en los recovecos de los nichos y en los pliegues de las tallas. Una representaba, según la inscripción cananea, a Hiram, el fundador del imperio mercantil de la ciudad, constructor de los astilleros y aliado de Salomón de Israel, el monarca que había engrandecido la ciudad con las exploraciones al país de Ophir, cuyas naves regresaban a Tiro atestadas de gemas.
En la segunda hornacina se erigía el venerado icono de Itobaal, con una tiara de plata en la testa, al rey que extendió el poder de Tiro hasta allende el mar; y al costado, solitaria y enigmática, deslumbraba la imagen inquietante de Pigmalión, el soberano cuya hermana, Elissa, fundara la ciudad de Cartago. Hiarbas evocó la enigmática frase de Anae dirigida a Argantonio, y no pudo por menos que estremecerse: «Sobrecógete ante el fruto de Pigmalión».
Una brisa sutil compareció del mar, y en la mente de Hiarbas cobró vida la sincera amistad entre Anae, Milo y él mismo, por lo que, rebuscando un lenitivo entre sus mustios recuerdos, adquirió una tablilla a un sacerdote de cráneo rasurado, que adornaba la cabeza con una banda de lino; y para consolarse de las tristes nostalgias que lo atormentaban, punteó en la blanda cera: «Porque la amistad es infinitamente más tolerante que el amor, suplico a la divinidad que Milo de Gadir reconsidere nuestra desgracia, pues el que goza de un amigo verdadero posee dos almas», y la situó bajo la imagen, musitando al cielo una sentida plegaria a sus dioses luminosos, en la que imploró recuperar la amistad del príncipe gadirita, y hallar a Anae.
* * *
Hiarbas no podía disimular su impaciencia y, manoseando las tabas del azar, acució al samio para adelantar la visita al influyente sarím Narbaal. A media mañana, tras un grupo de acemileros y su recua de asnos cargados de sacos que parecían arrastrar tras de sí todo el polvo de la ciudad, Kolaios lo condujo a la factoría de su poderoso consocio, un noble de la estirpe real de Tiro y persona de gran influencia.
El aristócrata había amasado una ingente fortuna rigiendo la compañía más acaudalada de Tiro, El Cedro de Simira, cuyo emblema, un árbol del Líbano dentro de un sello circular dorado, se distinguía en muchos de los artículos fenicios que se saldaban en puertos y mercados del mar conocido, así como también en las velas de las gaulós fenicias que navegaban por el Mediterráneo.
Narbaal era un hombre de ademanes impacientes, barba trenzada, nariz ganchuda y con una verruga en el pómulo que deformaba su afilado rostro. Relucía en sus gordezuelos dedos un joyero completo, y mientras los aguardaba, mordisqueaba una raja de sandía y bebía un refresco de nébeda. Al verlos aparecer, analizó con sus escrutadoras pupilas al desconocido acompañante del samio, y recibió con entusiasmo a su socio. Conocida la excepcional noticia que se relataba en los puertos de Oriente, celebró calurosamente su vuelta de Tartessos y mostró su alegría por ser el cofrade del hombre más reputado de la ecumene.
—No hay marino de este mar que no narre con celos el viaje de Kolaios al edén de las Hespérides, y yo tengo ante mí a la leyenda viva.
¡Que Tanit, la gran madre, enaltezca tu estrella! —exclamó mientras lo abrazaba—. ¿Y quién es tu huésped?
—Un tartesio llamado Hiarbas de Egelasta, pentarca del rey Argantonio.
Más que una contestación, pareció haber oído un anhelo largamente deseado, por lo que iluminó sus ojillos y le tendió las manos.
—El primer tartesio que Isthar me concede la gracia de visitar mi casa. ¿Hablas el cananeo? Ardo en deseos de que me describas las dulzuras de tu tierra.
—Así es, Narbaal, y te saludo con un canto que aprendí en Gadir: «El ébano y la plata para la Dama de Tiro, las garzas de nevado marfil para Astarté, la que se yergue en el pedestal de bronce, la que escucha mi voz» —recitó en un sidonín perfecto—. Este canto lo escuché en el templo de Astarté de Gadir la noche más inolvidable de mi vida. El sufete Zakarbaal me honra con su amistad y el sarím Milo come en mi mesa.
—Te ofrezco la sal y el pan de mi humilde solar —señaló Narbaal, cortés—. Celebraremos este encuentro con un suculento ágape y con un baño reparador.
El dicharachero Narbaal, ministro de confianza del rey Baal de Tiro, ostentaba la relevante función de wakil tamkari, alto oficial comisionado para las transacciones mercantiles de Tiro. Dirigía el tráfico del puerto, el karum, la red productiva de la ciudad cananea, y de su sensata mano partían los fondos para los comerciantes sidonín que surcaban el océano. De carácter dominante, controlaba la casi totalidad de las sociedades lucrativas de Tiro, que dependían directamente de palacio, poseía más de un centenar de naves propias, una fortuna incalculable, y su nombre era temido en todo el mar Interior.
Los navarcas fenicios recibían del tesoro manejado por Narbaal la plata necesaria para comerciar, o su equivalente en mercancías, de cuyo adelanto debían rendirle cuentas al regreso de las navegaciones y pagar un porcentaje de las ganancias al palacio, treinta por cada ciento. Nada que se cociera en cualquier puerto a diez mil estadios de distancia era ajeno al diplomático agente, de semblante renegrido pero de ingenio clarividente.
Kolaios, mientras el fenicio impartía órdenes a los secretarios y escribas, le susurró en el oído al tartesio para que disipara sus recelos:
—Tiene fama de astuto y pasa por el más rico tamkaru fenicio, un agresivo hombre de negocios. Lo llaman los ojos invisibles de Tiro, y se desliza con la suavidad y la crueldad de la arañas. Es avispado como un lince, y no hallarás un banquero más sagaz que este zorro sidonín. Habla cien lenguas bárbaras y opera con inconcebible sutileza a través de una red de agentes que se esparce por el mundo, rindiéndole cuentas a través de los correos reales.
—Un pez gordo, según puedo constatar. ¿Podrá ayudarme en mi busca?
—No lo dudes, por eso nos hallamos aquí —y rio con ironía—. Su opulencia es conocida, y el rey Baal come de su mano. El gobernador persa, ese saco de podredumbre que vigila la ciudad como un buitre, el bujarrón de Belshadua de Susa, le lame el trasero con tal de mantener su cargo.
Narbaal de Tiro, sumamente jovial, volvió sobre sus pasos y, bromeando con su consocio Kolaios, se interesó por los negocios comunes.
—¿Qué me traes en las bodegas del Icaria, ladrón de secretos?
El samio hizo caso omiso del mordaz comentario y le adelantó:
—Quizá sea la última vez que pilote mis barcos, pues es llegada la hora de disfrutar de una vejez plácida antes de que Queronte me pasee por la Estigia; aunque nuestra sociedad seguirá incólume, no temas.
—El gusanillo del trueque siempre se agitó en tu sangre —le recordó.
—Pero me siento cansado, y he de gozar de la fortuna que me ha proporcionado Tartessos —dijo Kolaios—. Tus carros pueden descargar del Icaria más de cien ánforas de aceite de piedra del río Oxus, betún, alumbre y greda con destino a la Casa de la Muerte de Menfis, para que tus clientes egipcios embalsamen a sus muertos y también sacas de notro para el blanqueo de los tejidos y la fabricación del vidrio. Lo trasladamos del peligroso río Axio, y te costará más caro.
—¿Has regresado de Tartessos, de un periplo grandioso y heroico que se propala por toda la Hélade y me procuras tan sólo quincalla sin valor? ¡Desembucha, odre de vino!
—He guardado lo más valioso para el final, y así procuraré sacarte más oro, pero trata de que no lo adviertan los sabuesos persas. Ochenta talentos de plata de Tartessos, azufre de las islas Eolias para los bataneros de Tiro, albayalde para las rameras, que nunca vi tantas ni más viejas en Tiro, y sandáraca amarilla de Capadocia[84] por si quisieras envenenar al gobernador persa.
—¡Me haces feliz!; pero calla esa bocaza de comadre, griego necio, que aquí hasta las paredes oyen. Después hablaremos, en la privanza de mi casa. —Puso su dedo en la boca con gesto cómico, que hizo sonreír al tartesio.
Ascendieron a un espléndido carruaje tirado por cuatro muías enjaezadas y entoldado con un parasol de Zedhán. El samio, ante el interés del oficial regio, le informó del objeto de la recalada de Hiarbas, tan lejos de su remoto país, y el tirio, vivamente conmocionado, le manifestó con ademán espontáneo:
—En tiempos remotos nuestros antepasados raptaron a la princesa lo, hija del rey Inaco, junto a otros muchachos de Argos, y desde entonces a los fenicios nos tachan de ladrones de doncellas, acusándonos de la secular enemistad con los griegos. Pero en este caso, y me jacto de conocer cuanto se salda y compra en este mar, no ha llegado a mis oídos una venta tan singular.
—Es una mujer de tez morena, de especial belleza y de carácter rebelde —reveló el tartesio.
—Y, por lo que me aseguras, una elegida de la diosa. Una joven así no se vende como ramera o esclava, pues ¿qué objeto tendría conducirla de tan lejos y con tantos méritos para tan poca ganancia? Este asunto apunta alto, créeme, y, si realmente la han raptado, en ningún caravasar de oriente se ha vendido.
—Resulta pasmoso que ningún mercader sepa nada, y menos aún de ese negociante desconocido. Será de poca monta y sólo mercadeará con desechos humanos —intervino Hiarbas, que le narró lo referido por Níobe.
—Me parece aún más extraño. Si ha llegado a venderse, o bien la operación se ha efectuado en el mar de Afuera, o bien la ha retenido como mercancía propia ese desconocido negociante. De todas formas, si para su desgracia, la han ofrecido en el continente, en Massalia o Etruria, jamás la hallarás; tenlo por seguro.
—¿Y no podrías aguzar las orejas y enterarte de algún negocio fraudulento de algún templo, o del capricho de cualquier cliente antojadizo? —rogó Kolaios.
—Mi gente se halla fuera de toda sospecha, y nadie ha faltado al código de no tocar a una sacerdotisa marcada con el signo divino; y si alguien lo ha perpetrado, lo colgaré de los pulgares después de despellejarlo. Pondré en marcha mi servicio de agentes mañana mismo, y antes de la primavera tendréis noticias mías en Samos. ¡Asunto inconcebible y de chocante contradicción, os lo aseguro!
—Tu generosidad me conmueve —confesó Hiarbas—, y he contraído una deuda contigo, Narbaal.
El tartesio caviló que iba envileciendo cada día que transcurría su juiciosa reputación en la búsqueda de Anae, pero, tras las palabras del tirio, la ilusión lo sumió en una cálida certidumbre: «¿En qué anónimo desierto de negruras llorará la voz del Lucero su desamparo y su soledad?».
En la residencia del oficial, una suntuosa mansión enjalbegada en cálidos tonos azules, los aguardaba emboscado en una litera un enigmático aristócrata de ostentosa apariencia, silueta andrógina y rutilante atuendo. Los ojos, oscuros como el tizón, centelleaban en un semblante donde destacaba un hoyuelo en la barbilla. A Hiarbas le pareció uno de esos perfumados figurines sidonitas corrompidos, cacareadores y de vida disipada que frecuentaban a las realezas fenicias y que ya conociera en Gadir, por lo que se previno.
—¡Creí que no aceptarías mi invitación! —exclamó Narbaal al desconocido, y le presentó a sus huéspedes—. Este es mi socio, el gran Kolaios de Samos, gloria de los mares, y su invitado Hiarbas, pentarca de Tartessos. ¡Amigos!, mi pariente Urizat Barca, del Consejo de los Trescientos de Cartago.
—¿Me hallo ante la presencia del astuto Kolaios? ¡Qué placer! —mintió el aristócrata.
«¿Un cartaginés en Tiro? Pintoresca reunión», se dijo el tartesio.
Al mismo tiempo, unos marineros llegados del Icaria descargaron en el vestíbulo dos lárnax de plomo, cofres áticos repletos de presentes, que el samio abrió, ofreciéndoselos al anfitrión. Colmados de valiosos metales de Bactriana, primorosos espejos de marfil y oro de la Cólquida, y un yelmo de hierro fundido por los cálibes, los primeros herreros que habían templado ese metal, inundaron de gratitud a Narbaal de Tiro, que le sonrió con calidez.
—Ya eras generoso cuando aún ignorabas que Tartessos existiera. Gracias, amigo.
Hiarbas, que se movía con aire ausente, le ofreció un presente de Turpa.
—Estos pectorales de plata y las polainas de bronce tartéside son un presente de Argantonio para ti y para tu rey. Acéptalos, te lo ruego.
El fenicio, un príncipe que rezumaba gentileza y talento, ante el presente que le ofrendaba el extranjero se agachó para acariciarlos con sus dedos ávidos. Contempló el brillo y burilado de las dos joyas tartesias, en un oricalco de inconcebible pureza y maestría, y lo agradeció con gratitud:
—Baal el clemente y yo mismo no olvidaremos este gesto de largueza.
Comparecieron en la casa dos invitados más, también príncipes fenicios; uno perteneciente a la más alta magistratura de Tiro, y el otro, de semblante circunspecto, fue presentado como el rector de la Casa de la Sabiduría. A los miembros de este estamento los llamaban «los Sabios de las Estrellas», pues intimaban con los secretos de la astronomía, los cursos celestes, la cartografía, la arquitectura y las matemáticas. Hiram, su hijo más dilecto y constructor del templo de Salomón, había pertenecido al digno colectivo de «los Sabios de Tiro». Se desvistieron, para ataviarse con cortos chitones de lino, y platicando ingresaron en una cámara donde todo era sosiego y templanza, si bien a través de una celosía se filtraba el voceo heterogéneo de la ciudad y los perezosos rumores del mar.
Las paredes fulguraban con los mosaicos que ensalzaban la actividad comercial de Tiro —gaulós cargados de cofres, vasos de oro y cobre, vendedores sidonín de gorros picudos y mantos encarnados exhibiendo en pértigas colmillos de elefante, linos, telas de colores, páteras de bronce— y una cenefa representando el bestiario de los animales conocidos por los fenicios —camellos, ibis, avestruces, dromedarios, delfines, múrices, oreas, caballos, monos, rinocerontes, hipopótamos y antílopes—, finamente trazados, así como desnudos femeninos que probaban el carácter libertino de su dueño.
Lámparas griegas y pebeteros de arcilla donde ardían piedras incandescentes exhalaban un vaho a mirra, nardos y óleo de semillas que muy pronto hizo sudar a los invitados, que se echaron en unos catres para ser masajeados por esclavas de Palmira de sugestiva belleza y ojos rasgados, apenas cubiertas con faldellines. Hiarbas, tendido de espaldas, aflojó sus músculos, se sometió a las tonificantes friegas y se adormeció en una placentera ensoñación.
Entregados a la sensual fricción, los otros invitados conversaban de rutas, agravios persas y mercaderías, cautivados por los habilidosos cuidados que aromaban las masajistas con ungüentos y óleos extraídos de alabastros y redomas. El samio, que percibió a Narbaal preocupado y suspirando hondamente, inquietado por su estado de desconsuelo, procuró serenarlo:
—¿Qué te preocupa, Narbaal? ¿No has regresado de la embajada a Jerusalén con buenas noticias? Desembucha, estás entre amigos.
—Por eso os he convocado a esta plática privada, porque la situación de Tiro se agrava por momentos y ya no podemos soportar más bellaquerías de esas bestias creadas por Arriman, los insaciables persas. El acoso y la irracionalidad de las que somos blanco nos resultan intolerables —confesó con tristeza—. Además, mi adversa visita a Jerusalén, enviado por el rey, viene a confirmar mis sospechas de que Tiro es cruelmente acosada por demonios desatados.
—Algo muy penoso has debido soportar en Jerusalén para sentirte tan abatido, tú que amas la ventura —dijo el sabio, cuyas cejas eran breñas de pelo.
Su ademán revelaba una desazón contenida. Expresaba congoja, y la mirada, dolorida, denunciaba pesar. Confesó:
—He regresado con vida de milagro, amigos. Ya no sólo nos acucian los persas, sino también los israelitas, nuestros aliados perpetuos. Mi legación a Jerusalén ha constituido un fracaso rotundo, y mi corazón se halla conturbado. Están muy lejos las relaciones de cordialidad perduradas desde David y Salomón, y de nuestro rey Hiram, y el apego a Tiro de los reyes Manasés y Ajab.
El samio, con un acento de sinceridad, lo serenó de sus pesares:
—Muy pronto han olvidado a Jezabel y Atalía, princesas fenicias que compartieron trono con los reyes judíos; y que la tribu hebrea de Aser se asentó en los territorios fenicios de Acco y Monte Carmelo. Los persas alientan ese desprecio, no me cabe la menor duda.
El anfitrión convino con su interlocutor con el rostro pleno de inquietud:
—¡El asunto es aún más grave! El nuevo soberano de Israel, Josías, ha arrasado con saña los altares de los dioses fenicios y ha asesinado a los sacerdotes y prostitutas sagradas del templo de Ben-Hinnón para congraciarse con los persas; presencié las tristes secuelas de tales desmanes, para mi desdicha, pues preferiría haber muerto antes.
—¡Por Melqart, nuestro Señor celeste, ese afrentoso sacrilegio no debe quedar impune! —le replicó uno de los magistrados, vivamente alterado.
—¿Y qué podemos hacer si Asurbanipal nos mantiene amordazados? —se lamentó Narbaal.
—Seguramente lo han incitado esa casta de profetas enfebrecidos que pueblan Israel —terció el segundo huésped, indignado.
—Así es; pero prestadme oídos, pues hube de tragarme la hiel de un presagio nefando. Me hallaba en la entrada del templo de Jerusalén, cuando uno de esos pordioseros visionarios me tachó de impío, haciéndome reo de avaricia y falsedad, y acusándome de las idolatrías que habían irritado a su Dios sin nombre. Y, no contento con ello, lanzó una predicción sobre Tiro que me heló la sangre y que aún conmueve mi alma. Si no llegan a intervenir los guardias a tiempo, la chusma que abarrotaba la explanada del Hekal[85] de Jerusalén, me hubiera lapidado allí mismo sin compasión.
—¡Qué experiencia más traumática, amigo mío! —exclamó el samio.
Los huéspedes contrajeron un rictus de terror religioso y la superchería corrió por sus semblantes, pues conocían que los augurios de los profetas judíos solían encubrir la ira de su dios, por lo que hurgaron temerosos en sus talismanes.
—¿Y qué presagio te lanzó, para que tu ánimo refleje tanta angustia? —preguntó el griego.
—Aterrorizado, mandé a mi escriba que reprodujera el temible presagio sinaítico en una tablilla y lo guardara a buen recaudo en el santuario de Melqart. Escuchad la profecía de aquel perturbado que aún se aparece en mis sueños: «Escucha, oh Israel, esto dice Adonay Yahvé», me dijo. «Has quebrantado mi ley, Tiro idólatra, y corrompido tu espíritu, por lo que levantaré contra ti a los pueblos, como el mar levanta sus olas. Derruirán tus murallas y demolerán tus torreones arrogantes, acuchillarán a tus hijas, saquearán tus mercancías y barreré el polvo de tus callejas, dejándote como la roca desnuda. La Ciudad del Cedro se convertirá en botín de las naciones, y el son de sus cítaras ya no se oirá más en las impías orgías que ofenden a Yahvé, y tus hijos lo verán para su desgracia y dolor».
Los comensales se miraron estupefactos, y un murmullo de ira se alzó patético en la estancia, pues nadie desconocía que desde antaño los profetas israelitas solían atinar en sus aterradoras predicciones.
—¡La arrogancia de esos alucinados raya la demencia! —exclamó Kolaios, iracundo—. ¿Y qué han dictaminado los astrólogos de Melqart?
—Que la profecía, muy a nuestro pesar, está revelada desde el principio de los tiempos, y que sólo Melqart puede detenerla con su poder. Por lo que tal vez prosperen los sacrificios de nuestros primogénitos para aplacar a Baal Hammón.
—¡Tiro, la Estrella del Líbano, el Jardín de los Dioses, convertido en cenizas! Que Tanit aparte de nosotros este adverso presagio —dijo el sabio.
—Mañana serán Tiro, Sidón, Joppa, Ascalón y Biblos, y muy pronto las ciudades griegas de Asia también se desvanecerán tragadas por la crueldad de esos persas sin alma —se lamentó Kolaios.
Narbaal, verificando que la congoja los embargaba, los invitó con aire jovial:
—Amigos, condenemos la fatal predicción al olvido y ahoguemos el desánimo en el baño. Ahí desterremos los pesares, antes que nos ahogue el corazón. No soy de los que se desaniman con el terror de un interesado augurio.
Los animó a pasar a un pabellón cercado por exóticos arbustos de Mesopotamia y rosas de Judea que exhalaban olorosas ráfagas. La embalsamada umbría sedujo a los huéspedes, que olvidaron la predicción del profeta hebreo saboreando sorbos helados de vino de Corinto y deleitándose con la relajante sinfonía de los alabastrinos surtidores, que vertían sus aguas en una tina decorada con delfines, y con la sutil presencia de unas jóvenes nubias de piel de gacela, melenas negras y recatada mirada, que se desprendieron de los cendales, para sumergirse en la templanza de la alberca.
Abandonados a la inmersión acuática, los comensales cerraron los párpados, momento en el que las esclavas frotaron sus miembros con manos de seda, acicalando luego sus cabellos y barbas con cepillos de pelo de camello. Las doncellas se movían como peces, mientras les acercaban bandejas de ámbar, que a modo de barquillas flotaban en la mansa superficie colmadas de erizos de mar, murena aderezada con orégano y mújol, moras sazonadas con vino añejo, dulces vinos de Chipre y un raro licor de hojas de nepente, un potente opiáceo que, según Narbaal, regocijaría sus espíritus trasportándolos a complacientes ilusiones.
Hiarbas y Kolaios, avanzada ya la tarde, se convirtieron en el centro de las preguntas, cuyas respuestas los convidados y Narbaal escuchaban con placer, mientras el cartaginés, con altanería, los miraba con desprecio; extremo que no les pasó inadvertido. El samio, alentado por el estimulante néctar y el ambiente de cordialidad que reinaba en el estanque, explicó:
—Con la presencia de los persas en Tiro, la urbe camina por senderos extraviados, y nunca la noté tan mustia y amedrentada. El símbolo del sol y la estrella de ocho puntas[86] lucen en los estandartes de la ciudad, y he comprobado con horror cómo cuelgan algunos empalados en las murallas.
Narbaal lo escrutó con mirada preocupada, y contestó apenado:
—Tiro se convierte a pasos agigantados en un emporio agónico, un coloso de pasado admirable que se derrumba. Asurbanipal nos aplasta, y, como ya hizo con los habitantes de la ciudad de Acco, pronto nos deportará en masa a Asiría, para convertirnos en esclavos de los sátrapas de Persépolis, Sardes o Ecbatana. Y entonces ¿qué será de nosotros, de nuestros dioses y de nuestros hijos y bienes? Tiro se halla herida de muerte.
—Un fin que, infelizmente, parece adelantarse en el tiempo —se lamentó el cartaginés, con sospechosa deferencia.
¿Qué habría querido insinuar realmente Urizat Barca, conocida la rivalidad entre las aristocracias mercantiles de Tiro y Cartago? Parecía que, espoleado por el vino y por la llaneza emanada del elixir, lanzaba a la palestra un adelanto de las consignas que traía desde Cartago para proponerlas ante el atribulado Consejo de Tiro. Kolaios, apesadumbrado, sentenció:
—Tiro se aboca hacia el fin y con ella toda Fenicia, y tal vez también sus colonias.
—¿Por qué han de verse afectadas las colonias? —replicó Barca—. No lo creo así. Las ciudades allende el mar prosperan y se engrandecen, y si Tiro desaparece, en el orden establecido por la divinidad, incumbiría a otra ciudad sidonita mantener el control y regentar los asentamientos fenicios en el mundo.
—¿Y qué linaje real que no sea el de Tiro, surgido de la sangre de Melqart, es capaz de fletar y cargar naves y mantener el prestigio de Fenicia en el mar? —le tiró de la lengua Narbaal.
—Pues una casta regia que por decisión divina mantiene intactas las virtudes de Tiro, Arvad y Biblos. ¡La era de los mitos ha concluido, primo!
Narbaal se acarició la barba, e intuyendo la cínica maniobra, inquirió:
—¿Cartago, quizá?
—¿Por qué no? —insistió—. Cartago ha madurado lo suficiente como para desempeñar el papel de la nueva Fenicia en el orbe, ante la precariedad en la que vive la madre Tiro. ¡Os arrastráis ante los persas como criados!
—¿Y con qué derecho os arrogáis esa potestad, primo mío? —preguntó el anfitrión con ademán de reproche, y todas las miradas se clavaron en el jactancioso Barca.
Con una temeridad ofensiva, el cartaginés desorbitó sus turbias pupilas, revelando una actitud intolerable que dio pie a una disputa entre primos:
—Cartago se yergue hegemónica en el mar de Occidente. No nos sentimos una colonia, como Gadir o Lixus, sino una metrópoli soberana fundada por la princesa Elissa, la hermana del rey Pigmalión, quien en el séptimo año de su reinado zarpó para Libia y fundó Cartago en nombre de la sangre de Melqart. Nuestras apetencias no deben sonarte a gratuitas, sino a la aspiración legítima de unos descendientes directos de reyes.
—Siempre hemos asegurado la soberanía mercantil de las colonias tirias y hemos respetado los Consejos y tradiciones de Gadir, Lixus, Utica o Cartago; pero, ante todo, hemos de salvaguardar los intereses de la nación fenicia. Cartago no ha adoptado una medida sabia, Urizat, y siento contradecirte.
—No nos oponemos a conservar los vínculos entre la metrópoli y Cartago, pero hemos de pactar el secular diezmo que entregamos a Tiro y rebajarlo, o suprimirlo.
—El diezmo siempre constituyó un objeto de discordia entre ambas ciudades, y a la postre se convertirá en una guerra abierta que acrecentará nuestras aflicciones, Urizat. Dioses, creencias, lazos, parentelas y orígenes tirados por tierra. Me apenas.
El samio bebió con delectación del néctar, y, mostrándose conciliador, intentó calmar la animosidad del cartaginés, quien con un provocador sarcasmo irrumpía peligrosamente en la resbaladiza senda del ultraje. Aborrecía su talante, su engreído desabrimiento y sus maneras descorteses, pero terció:
—Como heleno, me hallo dividido en la disputa; pero no cabe duda de que los cartagineses siempre habéis atesorado una sutil perspicacia para prever los cambios políticos, mamada claro está de las ubres de la madre Tiro. Sin embargo, ¿no creéis que os ciega la ambición?
Urizat Barca lo observó con un atisbo de reto y pareció impacientarse:
—Si posees el poder, puedes predicar y hacer lo que desees, Kolaios.
—Aguardad a que finalice el convite y las hienas acaben con la carroña.
Una cólera sorda roía por dentro a Barca, y, obstinándose en la defensa de su ciudad, irguió la testa como un gallo de pelea, levantando la voz desabrido:
—La aventura marítima de Cartago no puede detenerse, y así lo cree el Consejo de los Ancianos, dispuestos a asumir el papel que ya Tiro no puede ejercer. Este es mi mensaje, que trasladaré al rey Baal: la aristocracia de Cartago ha decidido irrevocablemente desgajarse de la corte sacerdotal de Tiro, por lo que ya no pagará más diezmos y navegará por sí misma de aquí en adelante.
Los tirios, incrédulos, paralizaron sus gestos en una enojosa tensión, ante la renegada retórica del cartaginés, que los observaba retador.
—Tiro siempre será el sostén y el consuelo de sus colonias —dijo Narbaal—. ¡No podéis ignorarla!
Hiarbas, que hasta aquel punto había mantenido un diplomático silencio, tomó la palabra, inquieto por las graves disensiones que allí se vertían:
—¿Y Gadir? Pasa por la colonia más antigua y poderosa de Tiro, y quizá los gadiritas no aprueben los planes de agresiva expansión y liderazgo de Cartago.
El cartaginés, esbozando una tímida risita triunfal, apuró la copa del opiáceo, y su mirada afloró altiva. Refutando con desdén la defensa del tartesio con su necia palabrería, lo interrumpió:
—La gran favorecida de las riquezas de Gadir fue siempre Tiro, y con ella expirará, pues se hallan unidas a la misma estrella, por lo que habrán de resignarse a morir juntas.
La nada tranquilizadora respuesta del cartaginés se adentró en los oídos del extranjero como un estilete, como si un hurón le mordiera las tripas, y poco menos sintieron los tirios. En una interrogación apasionada, insistió:
—Y a Tartessos, el eterno aliado de Gadir, ¿lo incluye Cartago en sus propósitos?
Barca se turbó como si hubiera sido desenmascarado de golpe. Las palabras del tartesio habían quebrantado su máscara de falsedad, y, con insolencia, manifestó alterado por la droga y el vino griego:
—La nación tartéside ha convertido en poderosa a Gadir, y es llegada la hora de que Cartago disfrute también de ese suculento panal, antes de que se llene de moscones indeseables —se quejó, en clara alusión a los griegos.
La faz del samio se encendió escandalizada como una lumbre atizada por el viento, pero enmudeció por estima al anfitrión. El tartesio, en cambio, sosteniendo el centelleo de sus pupilas, le espetó con gélida indiferencia:
—No sé si te expresas con exceso de franqueza o de manifiesta demencia. ¿Ciertamente, habéis puesto vuestros ojos en nuestro metal? Tal vez el vino de Samos y el brebaje de nepente te hacen expresar desvaríos.
Barca pareció naufragado en su propia necedad, y con el rostro abotargado, sonrió con sarcasmo. Su petulancia rayaba el desprecio e, inflamado por el néctar que bebía sorbo a sorbo, hinchó su semblante de fatuidad y lanzó una provocadora premonición al intruso que había osado inmiscuirse en asuntos de los sidonín y, con la fijeza de un halcón, se dirigió a su presa:
—Escucha forastero: la esmeralda de Tiro se hará pronto dueña del mundo.
El encuentro, decididamente, no iba a ser pacífico; pero aquella palabra trajo a la memoria del tartesio un antiguo enigma, y la luz brotó en su mente.
—¿La «esmeralda» de Tiro? —se interesó perturbado—. ¿A quién te refieres, Urizat?
—¡A Cartago, claro está! El fruto de Pigmalión (la esmeralda) se halla maduro.
—Nunca faltarán tiranos que deseen aplastar a sus semejantes —replicó el tartesio—. Pero aunque tiranicéis a cien pueblos, habréis de temer a otros cien, pues las furias no perdonan a los opresores.
El tono de amenaza resultó perfecto, y en Hiarbas, la certeza se iluminó en su cabeza como si un velo de sombras se hubiera descorrido ante los ojos. Había recuperado el discernimiento súbitamente, y su mente se había liberado de una carga antigua. Se sentía como un pajarillo que hubiera quebrado el cascarón, y su memoria se librara de un peso insostenible. Ahora, con la jactancia del cartaginés, le encajaba una de las piezas de aquel retorcido acertijo iniciado al final del invierno en el Lucero, el mismo día que conociera, no sabía si para su dicha o para su infortunio, a la sibila Anae.
«¡Cartago era el fruto de Pigmalión, la ciudad ante la que la sibila había augurado que Tartessos habría de sobrecogerse y arrodillarse! ¿Cómo fui tan necio, emborronando mi mente con absurdas conjeturas? Y Milo y Zakarbaal de Gadir lo sabían. Los temores de Argantonio no resultaban tan infundados. Conocía las pretensiones de Cartago, y el latente peligro que se cernía sobre la nación tartéside». Argantonio, ahora tan lejano, había agregado un nuevo talento a su instinto privilegiado, y ardía en deseos de prevenirlo sobre las alarmantes palabras oídas de los labios del cartaginés, traicionado por los efluvios del licor. Haciendo un examen retrospectivo, recordó las palabras de Zakarbaal en el templo de Melqart de Gadir, en clara alusión a la princesa hermana de Pigmalión y fundadora de Cartago. «¿Las esmeraldas?, las piedras que lucen las princesas de Tiro», resonó en su alma. ¡Cartago, el fruto de Pigmalión!
«Así que una tortuosa trama se incubaba en las zahúrdas de Cartago», pensó. Ignoraba si algún día se cruzarían sus caminos, pero aborrecería eternamente a aquel petimetre engreído de Urizat Barca, que, tras una capa de descaro, se recreaba como un pavo repartiéndose el mundo.
—Te engrandece la apasionada defensa de Gadir que has esgrimido con dignidad, Hiarbas, y comparto tu alarma —confesó Narbaal—. Ahora, abandonemos la placidez de la alberca, pues nos aguarda una tarde deliciosa.
El anfitrión hizo un aparte con el tartesio y le cuchicheó quedamente:
—Joven amigo, Tanit la Muy Sabia te ha otorgado el arte de la discreción, y sospecho que Argantonio lo apreciará; pero que tu rey no desdeñe el poder de los lobos de Cartago que no respetarán ni fronteras ni lealtades.
—Tu corrompido pariente, a quien ya no le queda ni una sola gota real, ha desatado la lengua con los hálitos del licor.
—Se trata de una técnica que aprendí de los persas en Nínive, que emborrachaban a los embajadores para sonsacarlos y que, desdichadamente, ha reflejado la evidencia de cuáles son las intenciones de nuestra hija Cartago —dijo—. Que Tanit ampare a Tiro.
—¿Y no te preocupa la ambición de poder demostrada por Barca? —se interesó el tartesio.
—No; tiempo ha que Cartago nos considera como el estiércol de sus sandalias. ¿Y cómo remediarlo?
A pesar del estado pesaroso del anfitrión, se acomodaron en unos divanes de brocado para concluir con una velada excitante y ceder a la complacencia de los efluvios de los vinos almizclados, mientras sus mentes vagaban con la delectación de las esclavas que irrumpieron de puntillas en la cámara. Se oyó una música acogedora, y las cortesanas, esbeltas como sílfides y morenas como el abenuz, amansaron sus deseos, y sus férvidos ojos centellearon en la penumbra con las candelas.
El tartesio, tendido en un diván incrustado de nácar, abrazó a una de las jóvenes de ojos rasgados que se le ofrecía sugerente sobre los cojines desperdigados dedicándole su sonrisa viril; y el ejemplo cundió entre los invitados, que, embriagados de deseo, se escabulleron bajo las parras perfumadas, y bebían los néctares y la hidromiel de Biblos. Paulatinamente se regocijaron en una embriaguez que los transportó a una pasional sensualidad.
Al poco sólo se percibieron barruntos de cuerpos desnudos, como ópalos en el crepúsculo que huyeran hacia la noche cómplice. Y frente a las tentadoras turgencias que lo aplastaban con dulzura, Hiarbas aceptó los acosos de la esclava, que, como una sierpe, se ceñía con ardor a su cuerpo, hermoso como el de un dios. Se amalgamaron y fundieron hasta que sus expertos labios asentaron un vínculo de pasión, dibujándole en su piel los dóciles aleteos de sus mimos y ternezas.
—Tus ojos grises me incitan a una fatal fascinación —dijo embelesada la esclava.
—Refréscame con el agua fresca de tus labios —replicó.
Finalmente, una cálida agitación, suave como una cascada de pétalos, lo condujo a un placer ignorado, como se asientan en la suavidad de la pradera dos corceles tras la galopada. Hiarbas, vencido por el blando cansancio, pensaba con complacencia que había consumado parte del empeño de su viaje, y que su rey se sentiría satisfecho con los trascendentales secretos que sus oídos habían escuchado aquella tarde.
La vigilia, propagándose por los declives se deslizaba hacia un mar inflamado por el purpúreo crepúsculo, y un airecillo con aromas a dama de noche se colaba furtivamente por la estancia, donde reinaba la sensualidad. Notas aterciopeladas de arpas gemían tras las celosías, y las preocupaciones del tartesio se debilitaban. Disfrutaba salvajemente del fruto de ojos malva que lo seguía acariciando asido a su pecho, en un vuelo de sedosos arrumacos.
Mientras, las lágrimas de la noche lustraban la penumbra del firmamento, llorando por la desgraciada Tiro.