Un mirador bajo un emparrado de pámpanos preñados de uvas tintas acogía al cenáculo de amigos del déspota de Samos, el esquivo Egialco, quien, envuelto en un impecable himatión amarfilado y con las facciones abotargadas por el licor, sostenía una copa de vino de Qyos.
Con una expresión de desafío, se recomponía una corona de vides que le rodeaba la cabeza, cuando se sumaron los dos invitados. En el festín no participaban más de siete varones, excluidas las mujeres, según la costumbre jonia, mientras recomendaba a los contertulios catar el lechal sazonado con miel y ajenjo y unos higos almibarados de Efeso, que acompañaban con néctares de Rodas, Beocia y Byssatis.
Un crepúsculo infrecuente tintado de violeta inundaba la terraza, mientras Kolaios se revolvía en el diván, inquieto como un áspid. Antes de que el tirano se derrumbara bajo los efluvios del vino, Kolaios lo interpeló circunspecto.
—Egialco, ¿tienen que ver tus desilusionantes palabras de ayer con nuestra alianza con Corinto, o se trata del yunque persa que intenta aplastarnos? —preguntó, viendo que el gobernante callaba.
Lisícrates, el poeta zurdo de Samos, punteaba una bucólica canción en el arpa, pero detuvo la tonada, pues mencionar la maldita ciudad de Corinto en palacio se había convertido en una blasfemia y su solo nombre provocaba repulsa. Para subrayar la réplica, el tirano se incorporó, pues el peristilo se había colmado de enojo y Kolaios precisaba de una explicación.
—Kolaios, espero que mis palabras no te desilusionen ni te aflijan. Antes de que zarparas para Occidente, Samos gozaba de una fructífera alianza con Corinto, frente a nuestra eterna rival Mileto; pero la naturaleza de los hombres es mudable y se mueve por las sendas de la ingratitud —explicó, y bebió ruidosamente.
—Abandoné una Samos enseñoreada de un emporio floreciente —recordó.
—Pero que precisaba del bronce tartesio y de nuevos mercados, razón por la que partiste hacia el ocaso por decreto de la diosa y de la Gerusía —lo corrigió el déspota.
La faz rosada del nauta se encendió, y su mirada se clavó en la del tirano.
—¿Y qué desgracia ha trastocado ese equilibrio y nuestro poder? —dudó Kolaios.
—Una impía y calculada decisión del turbulento Periandio, tirano de Corinto, que para arruinar a Samos y hundirnos en la miseria nos ha traicionado aliándose con nuestro más encarnizado rival, Mileto. Repudió nuestros pactos y se ha asociado con ese vil de Trasíbulo, la rata inmunda que gobierna Mileto. Ambos han unido sus fuerzas y tratan de asfixiarnos sin piedad.
Kolaios se sintió como si todos sus proyectos se hubieran desmoronado de golpe, y eludió cualquier discusión sobre ese asunto. Sus labios se cerraron, pero al cabo dijo:
—Siempre desconfié de los devotos de Dioniso, y ese infame Periandio de Corinto no es sino un manipulador de imposturas. «Nuestra alianza durará eternamente», juró ante la dea el muy ladino. ¡Que Hera lo confunda!
—Pues asume la cruda realidad a la que se ve abocada Samos. Es hora de resistir y de transigir, y luego de rescatar con cautela el espacio que Corinto y Mileto nos ha usurpado con su rapacidad. Después emprenderemos la ansiada aventura de Tartessos. No nos queda otro remedio que aplazar los tan ansiados contactos con Occidente, y te lo expreso con mi corazón abatido.
El tirano se había expresado con frialdad, y Kolaios, que poseía intereses comerciales en Tiro, fingió un falso interés y prosiguió con las consultas.
—¿Y los persas? ¿Dejaron alguna vez de ser nuestra peor pesadilla? ¿No tendrán algo que ver en esa mudanza en los tratados? —lo interrogó Kolaios.
—No, en modo alguno. El yugo persa de Asurbanipal, un gobernante cruel y avaricioso, nos estrangula absorbiendo el metal tartésico; pero es ajeno a esta alianza. El sátrapa de Lidia tiene puestos sus ojos en Tiro, y la cercanía nos hace recelar. Sin embargo, de momento Grecia se halla fuera de peligro. Así que confiemos que cese el patético maridaje entre Corinto y Mileto, y entonces reanudaremos el contacto con tu patria, Hiarbas[76].
El tartesio, que asentía inteligentemente, le respondió preguntando:
—Cada pueblo posee sus enemigos naturales, y, para nuestra desgracia, no existen las fronteras seguras. ¿Es por eso que divisé en el astillero una actividad frenética y una flota de fortalezas marinas presta para ser botada? —se atrevió a aventurar.
—Unes a tu buen juicio una gran perspicacia. Así es. Un pueblo golpeado, primero ha de restañar las heridas, y luego, restaurados los alientos, rebelarse contra el opresor. Por eso lamento que el espectacular hallazgo de Kolaios no pueda ser aprovechado y debamos aguardar a tiempos mejores. Los dioses lo han decidido de esta manera, y Hera, nuestra protectora, así lo determina.
Al sorprendido Kolaios y al pentarca les pareció desatinado desaprovechar una ocasión tan propicia para entablar pingües negocios que significarían el apogeo de Samos, por lo que el tartesio aseguró con un viso de reproche:
—Mi rey lo lamentará con desolación. Ansiaba hace muchas lunas una alianza con alguna potencia helena, pues su amor por la Hélade es proverbial, y de su generosidad Kolaios puede darte fe.
Con una alicaída nota de mordacidad en su rostro, el tirano se lamentó:
—Lo conocemos, y mi alma destila pesar. La diosa Fortuna jamás absolverá nuestra vacilación, pero es nuestro deber salvar antes la supervivencia de nuestro pueblo. Y si es posible, guardaremos el secreto de Kolaios celosamente. Pero ¿hasta cuándo?
—Saber gobernar es saber escoger, y nadie mejor que tú para saber lo que conviene a tu pueblo —dijo Hiarbas.
Kolaios se sumió en un estado de mudez colérica, y aunque le ofrecía a Egialco convertirse en un nuevo rey Midas, el monarca de Frigia que cuanto manipulaba convertía en oro, el tirano lo rechazaba sumido en el miedo y la indecisión. «¡Qué veleidosos y despóticos son a veces los gobernantes!», pensó.
Un creciente aroma a cestro nocturno ascendió hasta el palacio, y el espectro invisible de la embriaguez se fue espesando en la sangre de los comensales conforme vaciaban una tras otra las jarras de oloroso vino griego. A medianoche retazos de bruma bañados por la luna se apropiaron del mirador, condensándose luego en un fresco rocío que presagiaba el cambio de tiempo.
* * *
El rostro del Icaria hendió las aguas jonias rumbo a Kitión, en Alasia[77], la primera colonia fenicia de ultramar, punto estratégico para el trueque de seres humanos y gran emporio del codiciado metal. En la cubierta, Hiarbas respiraba un aire de inquietud, pues se hallaba de nuevo en otra senda para hallar el paradero de la sibila del Lucero; o perderlo para siempre. Confiaba en la premonición del samio, diestro en negocios y contactos comerciales, pero comprendía que buscaba un párvulo esquife en la vastedad de un océano de dilemas.
—No desesperes; en Kitión o en Tiro hallarás la respuesta a tus preguntas. Los más granado y vil de la trata de seres humanos se negocia en esos mercados.
Kolaios, que había llevado una actividad inagotable en Samos adquiriendo casas, negocios, barcos y haciendas, soportaba en la amurada los ásperos vientos reinantes, que vapuleaban la proa en una arriesgada sucesión de sacudidas. Se había ofrecido a acompañarlo y de paso inspeccionar los negocios que poseía en Tiro, a medias con un aristócrata cananeo. «Ese sidonín contestará a tus dudas y a las de tu rey, Hiarbas —le había dicho—. Es listo como un hurón y lleva la vida de un sátrapa. Sus oídos han oído secretos de estado que ni el rey de Asiria conoce».
Anclaron en el muelle pesquero en la raya del alba, donde fueron asaltados por una caterva de mugrientos chamarileros que les ofrecían pescados asados, frutas, salchichas humeantes y vino aguado de Salamina.
A la ciudad, los isleños no la llamaban Kitión, sino Kardihadast, la «ciudad nueva», pues un terremoto la había devastado años antes. Fundada por el mítico rey Belos de Sidón, según pregonaba un obelisco tras las murallas, se hallaba, como todas las metrópolis fenicias, sometida al oneroso dominio persa de la Quinta Satrapía. Rodeada por un mar que rayaba la opacidad, se enriquecía gracias a su afanoso puerto y a los esclavos llegados de todo el orbe.
Hiarbas y Kolaios, embutidos en capas frigias, enfilaron hacia el arrabal de la Bambula, un suburbio plagado de amenazas donde merodeaban reatas de leprosos que anunciaban con cencerros su inmunda presencia. Desembocaron en una bulliciosa plaza donde se erigía el templo de Astarté y el celebrado mercado de esclavos, cuyos tenderetes se abrirían al salir el sol. Se colaron en una taberna atestada de trajinantes y camelleros, donde saciaron el hambre con leche de cabra, tocino y mijo hervido, y, confiándose a los dioses, se dispusieron a buscar a Anae entre el laberinto de miseria humana. Kolaios lo animó:
—Por la lechuza de Atenea, que hoy intuyo a mi alrededor buenaventura.
Los atrajo la estrepitosa algarabía, y, tras atravesar unas callejuelas pestilentes atestadas de carros, se dieron de bruces con una plaza de capacidad gigantesca donde se alzaba el más afamado santuario de Astarté del mundo sidonín, un tabernáculo a cielo abierto que franqueaban dos columnas cuadradas y colosales, análogas a las de Melqart en Gadir. Eran famosos en la ecumene sus sacerdotes barberos, pues devotos llegados de las cercanas urbes de Salamina, Tamazos y Lapithos ofrendaban sus barbas a Tanit, que luego depositaban en los botroi, vasos fabricados en el muy preciado bronce tartésico.
Kolaios entregó un aro de plata, confiándose a la deidad en la búsqueda.
—Auxilíanos, madre Astarté, y que se nos muestre el rostro de tu hija, la sibila de Tartessos.
El recinto olía a sangre fresca de los sacrificios, a volátiles quemados, a humanidad y a bosta, y las martirizantes moscas de muladar y los tábanos parecían haberse adueñado de la pestilente atmósfera del templo. El tartesio adquirió una tortolilla que entregó a un sacerdote y, elevando las manos al cielo, rogó a la diosa que le concediera el don de hallar a Anae entre la marabunta de esclavos que se ofrecían en los estrados. Pudo comprobar que, sin recato alguno y entre los olivos sagrados, ejercían la prostitución sagrada las hieródulas o rameras de la diosa, así las llamó Kolaios, aunque en una actividad más burda que la vivida en la imborrable noche de Tanit de Gadir, donde el fascinador ritual convertía el acto sexual en memorable.
—Hiarbas, agarra bien la bolsa, pues aquí te roban el alma sin que lo adviertas. No muestres un desmedido interés por la muchacha, si la halláramos. Déjame hacer a mí, y si la descubrieras, tírame de la manga. Yo regatearé por ti.
—Te lo agradeceré eternamente, Kolaios —dijo ansioso por comenzar.
Deambularon frente a los tenderetes, dispuestos en geométricas hileras, donde se vendían los más inimaginables artículos, joyas, negras cerámicas corintias, imágenes de dioses, perfumes, armaduras, vinos, ropajes, camellos y cuanto pudiera comprarse con metal o cambiarse en buen lucro, bien en dialecto dórico o en cananeo. Paulatinamente, se adentraron en el lugar ocupado por los tablados de esclavos, donde se ejercía el mayor tráfico carnal que Hiarbas había presenciado jamás. Con impaciencia manifiesta, sobó sus tabas de la suerte, pues el corazón parecía evadírsele del pecho, e iniciaron la búsqueda en el laberinto.
Avizoraba la cabeza con fruición, tienda tras tienda, y como enloquecido examinaba las caras, ávido por reconocer en sus desvaídos rasgos el amado rostro de la sibila. Pero una y otra vez contemplaba la misma expresión de desesperación de los cautivos y los mismos gestos de desaliento, próximos al embrutecimiento y a la locura; pero no el rostro hermoso y familiar de la sacerdotisa de Noctiluca. Pensaba que el mercado de esclavos de Kitión podría convertirse en el escenario de la mayor satisfacción si encontraba entre aquella miseria humana a la pitonisa, o en el del más áspero de los desengaños. «¿Pero dónde buscar?», se desesperaba.
Cientos de esclavos de todas las razas, carios, lidios, frigios, tracios o macedonios, atados los pies y las manos con dogales de esparto, sucios unos, cansados otros y sometidos todos a la crueldad de sus dueños, posaban sus pupilas ansiosas en sus futuros dueños, posiblemente tan despiadados como sus captores, pero con la esperanza de una vida más llevadera en la que padecieran con menos frecuencia el castigo del bastón y el látigo. Pálidos y demacrados, con cicatrices y moratones, muchos marcados con el hierro, niños emasculados y niñas violadas pero con los hímenes recosidos para ser vendidas como vírgenes, eran ofrecidos en los estrados a grandes gritos:
—Eunucos deTebas, emasculados en la Casa de la Vida. ¡Cien sesker!
Una turba de individuos regateaban con los mercachifles y babeaban ante las esclavas mientras las manoseaban sin pudor, en tanto murmuraban entre ellos obscenidades, pellizcando sus nalgas y sobando sus pechos y rostros, mientras preguntaban el precio, siempre considerado abusivo.
Entre los cautivos se contaban todas las razas y raleas imaginables. Jóvenes de Acaya, matronas rechonchas de Mesenia, nubiles de bucles rubios de Arcadia, niños de tez pálida y etíopes como la pez, que muy pronto servirían de diversión a cualquier depravado, o de rameras o efebos en alguna cantina, formando parte de la interminable legión de hijas de la noche y de los muchachos de placer que atestaban los sucios puertos de mar del Mediterráneo.
Conforme avanzaba el día, el gran mercado se fue tornando en una vorágine multicolor de encantadores de serpientes, perfumistas, vendedores de espejos y marfiles, sanadoras, especieros, barberos, proxenetas, cambistas, amigos de lo ajeno y mercaderes ataviados con aparatosas túnicas y con los lóbulos ensartados de perlas. Se amalgamaban en un pandemónium de olores empalagosos, confusas lenguas y ruidos ensordecedores, mientras traficaban con la carne humana en una deshumanizada almoneda.
Asistían comerciantes de las cuatro partes del mundo y razas de las que Hiarbas ni tan siquiera conocía la existencia. Númidas de Sicca, cananeos de Sidón con gorros en forma de piña, egipcios de cráneos oblicuos, ismaelitas de rostros tatuados, griegos de la Propóntida[78], arios de Iliria y Tesalia, nómadas de ojos rasgados de Palmira, arrogantes persas de Lidia, con las barbas trenzadas, libios de piel atezada y medos de tiaras perladas, e incluso corteses hindúes.
Los vendedores elogiaban sus mercancías hasta la exageración, y a cualquier señal Hiarbas volvía los ojos anhelosos hurgando los rostros de las jóvenes más suculentas, algunas de las cuales le dedicaban deshonestos movimientos invitándolo a comprarlas.
—¡Eh, amigo, esta pelirroja hará rejuvenecer tu verga; anímate!
Saldaban sus negocios con gestos, aunque también se oían ofrecimientos y tratos en caldeo, egipcio y circasiano, cuyo sentido ignoraba Hiarbas, mientras eran anotados por escribas que redactaban los contratos de compraventa en amarillentos papiros de Menfis y en tiras de plomo. El patrón más común de cambio era de tres reses o cincuenta sidos por un esclavo, canon que alcanzaba cifras astronómicas con los eunucos y las impúberes del Peloponeso.
—¡Criminales convictos a los que se les ha conmutado la vida por el trabajo en las minas! —ofrecía un tirio—. ¡Una ganga, diez sidos por cabeza!
Al tartesio, sudoroso y extenuado, le lloraban los ojos de tanto acechar las tarimas con la avidez propia de un demente, por si entre los tenderetes hallaba a Anae. Pero no fulguraba su belleza entre las muchachas ofrecidas al escandaloso público, y el pentarca se impacientaba. Pasaron las horas y les mostraron incontables jóvenes vendidas por marineros sin escrúpulos, robadas en caravasares y barcos, o expoliadas en sus aldeas, matronas de pechos como cántaros para la procreación, sílfides etíopes, hembras morenas y beldades rubias del país de los albiones…, pero ni rastro de la sibila.
—¡Regias cortesanas de Cirenaica! —pregonaban—. ¡Vírgenes de Beocia!
Cayó un repentino y fugaz aguacero que incrementó el pestilente olor a estiércol y excreciones, pues en el colosal rastro también se vendían elefantes indios, camellos de Eritrea, dromedarios de Cirene, asnos y caballos de Laconia. Un husmo irrespirable emergía de los charcos y pilones, por lo que los recién llegados se guarecieron bajo el toldo de un mercader heleno de Citera, amigo de Kolaios, y que profirió a grandes gritos:
—Ulises reencarnado, enaltece mi tienda. ¡Salud, Kolaios!
Exhibía productos selectos protegidos por dos arqueros babilonios, y en sus tenderetes lucían los topacios de Zafarca, los ópalos de Bactriana, las caras raíces de Baarás contra el mal de ojo, los linos de Taprobana, los perfumes de Arabia, las perlas de Ormuz, los corales de Útica y los trípodes de Gadir y Turpa, que clientes adinerados compraban ocultos en literas adornadas con penachos de avestruz y bolas de oro.
El samio, con discreción y voz baja, se interesó por la carne distinguida y le preguntó con reserva si conocía la venta de una pitonisa robada en Occidente.
—¡Viejo bribón, quieres calentar tu lecho con lindezas exóticas, ahora que te revuelcas en la riqueza, eh! —contestó dándole un golpe en el estómago—. Los mercaderes cananeos, y sabes que no comparto simpatías con esa raza, atesoran el monopolio de esos negocios prohibidos, que sólo ellos explotan, y aunque tratan sin piedad a los esclavos, poseen las más atractivas hermosuras, incluso mujeres tocadas por las deidades. ¿Por qué no preguntas a Mattán, el sidonita? A ese chacal no se le escapa una beldad como la que me describes, aunque sea sagrada y huela al incienso del oráculo.
—¿Ese saco de manteca, lujurioso y amasador de riquezas? Odio tratar con tan gran bellaco, pues no me agradan las compañías que envilecen.
—Por las alas de Hermes que ése es tu hombre, Kolaios. ¡Visítalo!
* * *
El bazar del sidonita no se asemejaba a los cobertizos de cañas ni a los toldos malolientes del resto de los mercaderes. Mattán regía una casona de adobe repintada de tonos ocres, de cuyos muros sobresalían ramas de sicómoros y tilos. Sobre el dintel un pretencioso bronce pregonaba: El Pórtico de Astarté. Sobre los techos apuntaba un aura que anunciaba fortuna, y en el pentarca, que parecía acumular temor, se adivinaba un sesgo de esperanza. Por Kolaios sabía que Mattán, un viejo corrompido y ruin, compraba niños robados en medio mundo y que, abandonados en las callejas de cualquier ciudad, los revendía luego a los pederastas más señalados de Oriente, procurándose desorbitadas ganancias.
No menos afamadas eran sus bellas cortesanas de Bizancio y Queroneso, compradas o secuestradas, que poblaban los gineceos más exquisitos de Persia, Arabia y el Líbano al servicio de depravados señores y príncipes mercaderes que las empleaban en sus orgías más licenciosas. Besó las tabas de la ventura repetidas veces, y se encomendó a sus dioses luminosos.
—¡Diosa de la Luna, que mis ojos contemplen a tu predilecta! —rezó.
Mattán no tardó en recibirlos. Se trataba de un hombrecillo, abombado como un tonel y de andar cojitranco, que incitaba a la sonrisa por sus grotescas orejas de soplillo, de las que pendían dos aljófares de Mascate. Olía a almizcle para mitigar su aliento nauseabundo y manoseaba nerviosamente un collar de amuletos del dios Nebo y de Rahab, el genio de los maleficios, que colgaban de su papada. Agitaba con afectación un flabelo de plumas de garza y parecía sofocado.
—¡Por el velo de Tanit! —clamó—. ¿Tengo ante mis ojos al nauklerós Kolaios, el ladrón más insigne que parió madre, el que nos ha hurtado a los kinanu sidonín el gran secreto del país del Ocaso? Los griegos han encontrado a un nuevo Odiseo, y yo he recuperado un cliente incalculablemente opulento.
—Nada que no deba a la voluntad de Hera y a mis denodados esfuerzos. Que Astarté, la estrella de la mañana, ilumine tu casa, buen compañero.
—Baal creó el mar para las criaturas y la inteligencia para que lo surcaran. Que los siete dioses planetarios te protejan, viejo amigo —dijo—. ¿Vienes a gastarte la plata tartésida en mi humilde establecimiento?
—Cabe dentro de lo probable, pero lo que busco puede resultar extremadamente preciado y excepcional para ti —replicó, remiso.
—Aquí podrás hallar una réplica exacta hasta de la misma Isis.
—Tanteo una joven con la tez del bronce fundido, delicada, con un sello especial de distinción…, y ¿cómo te diría…?, como rozada por el aliento de Afrodita. Algo diferente, venido de las tierras desconocidas del océano Atlantis.
—¿Y dudas de que el viejo Mattán pueda satisfacerte? ¡Por el ojo sacrosanto de Baal, pasad al santo de los santos de mi modesta tienda!
A Hiarbas aquella contundente manifestación hizo que acusara un tenue estremecimiento y que sus manos transpiraran con levedad. Ingresaron en un patio refrescado por un estanque invadido por nenúfares al que se abrían cinco habitáculos, cuyas puertas guardaban eunucos armados con cayados. Salían de ellas clientes de semblantes satisfechos que acordaban con los escribas alguna compra largamente suspirada.
El tratante, frotándose las manos con codicia, los condujo al primer cubículo, un cuartucho que olía a mustio, iluminado por un tragaluz, donde un grupo de muchachas, esbozando una ligera sonrisa, insinuaban sus desnudas formas ocultas a la clientela con tenues gasas. Una joven etíope de pelo ensortijado y ataviada con una piel de leopardo rodeó el cuello del tartesio como una pantera en celo.
—Vírgenes arribadas desde Lagash, Nínive y Gaza, de exótica feminidad, y morenas como los frutos de las palmeras. ¿Te agradan, Kolaios?
Hiarbas las ojeó embelesado, observando sus miradas sedosas del tono de las ciruelas, lánguidas y provocadoras, entre las que no se hallaba para su desesperanza la sacerdotisa del Lucero. Guiñó al samio defraudado, y salieron.
—¿Deseas acaso una mujer destinada a copular y maestra en el refinado arte del tálamo, aunque no intacta? Si es así, tengo lo que buscas, Kolaios. Consumadas maestras en la putería, raptadas en los prostíbulos de Persia y la India, y ardientes meretrices arrancadas de casas de placer de Halicarnaso.
Unas barraganas entradas en carnes, con los sexos al descubierto, algunas con la piel tatuada, arrebatadas en el saqueo de alguna ciudad y que acabarían sus tristes vidas en cualquier ramería o en el campamento de algún ejército de fortuna, movían lascivamente los senos, removían las lenguas libidinosamente y hacían sonar las joyas de los brazos y tobillos, que desalentaron al orfebre, pues en ninguna reconoció a la mujer de sus desvelos. El samio y el tartesio, con aire de urgencia, intercambiaron opiniones en voz baja, y desistieron.
—No se ajustan a lo que preciso, Mattán; tal vez algo más selecto.
El tratante, que temía dejar escapar a tan calificado cliente sin aliviarlo de la bolsa, les ofrendó una copa de peltre con denso vino de Naxos, y lo aduló:
—Intuyo tus preferencias. ¡Sígueme y contemplarás unas beldades únicas, mis mercaderías más preciosas! —dijo, retorciéndose las manos con fruición.
Sobre unas esterillas de esparto, y engalanadas con faldas multicolores al estilo cretense, unas mujeres plenas de hechizo, arribadas en caravanas de Judea, Egipto y Libia, los escrutaban temerosas. Algunas eran morenas y se asemejaban a la sibila, pero estaban lejos de su belleza y distinción. Según el mercader, eran diestras en tañer la flauta y agitar el sitro y habían sido formadas en las nobles artes del amor en una distinguida ramería de Sardes regentada por una favorita del sátrapa de Susa. Los dos compradores las admiraban embelesados, y el samio, para evitar ser considerado un mirón miserable, aceptó el precio de una joven de cabello castaño, mirada perdida y ojos de almendra que cantaba como la mismísima ninfa Eco.
—La precisaré para las fiestas que he de ofrecer a mis amigos…, pero veamos qué otro género puedes ofrecernos en esta Babel de lujuria, truhán taimado.
—Siempre suelo dejar para el final lo más distinguido, pues en esa sala se encuentran las niñas de mis ojos. Las he adquirido a un mercader hermano de Gadir. Me han asegurado que son puras, y alguna de origen aristocrático, arrebatadas cuando deambulaban solas en las fiestas de Astarté o perdidas en alguna calleja. Su fiereza y su insumisión las convierte en arrebatadoras, creedme.
Hiarbas atrajo inmediatamente a su memoria el pálido recuerdo de la vigilia de la diosa en Gadir. «¿Y si la hubieran raptado aquella misma noche?»
—Los sidonín estáis desposeídos de alma, pero conocéis la manera de agradar a un hombre —se expresó el samio, quien, riendo abiertamente, lo felicitó.
—Sé que a alguna las buscan denodadamente, e incluso sus acaudaladas familias han ofrecido rescate; pero me he negado a aceptarlo, pues mis clientes se merecen artículos de sublime prestancia como los que vais a contemplar. Una está atada con cadenas, sólo para evitar un mal desvarío, pues se muestra arisca.
—¿Y de dónde provienen, Mattán? —se interesó el tartesio, impaciente.
—Mi anónimo extranjero, unas de las cataratas del Nilo, de Saba, la ciudad maudí que dio una esposa a Salomón, otras del Lugar del Vacío[79] y una de más allá de las Columnas Heracleas, una belleza del color de las aceitunas, indómita como una pantera y de nobilísima cuna. Vais a palidecer ante su contemplación. Parece una deidad escapada del Olimpo.
El sidonita, para convencer a los dos fingidos compradores, les ofreció un apetecible vino de dátiles y aduló su gusto por lo refinado. Simularon desentendimiento en la compra que le ofertaba Mattán, pero, con un gesto de complicidad, se manifestaron que bien podían haber dado al fin con la tan buscada sacerdotisa de Noctiluca. ¿Acaso, por lo expresado por el tratante, no se perfilaba una imagen más que precisa de la pitonisa de Noctiluca, mujer rebelde, esclarecida y raptada más allá de las Puertas Tartésicas?
El pentarca se inquietó, e hizo esfuerzos por contener la respiración, que se le disparataba rebelde y ansiosa. No obstante, un ruego debilitado del vendedor de esclavos los desvió con embaucadora insistencia hacia otro lugar más alejado.
—Mientras las preparan, nobles señores, os mostraré unos esclavos que servirán para tus fundidores de bronce o de galeotes de tus embarcaciones, Kolaios.
Los acompañó a un cobertizo, un hediondo pozo con olor a pocilga y saín de teas, donde un racimo de nubios unidos por los tobillos con una cadena de hierro, famélicos e indiferentes, fueron presentados como valiosos remiches para la boga. Hiarbas acechaba de hito en hito la puerta que habían sobrepasado, donde presumiblemente podría hallarse la sibila, y desazonado y tenso, rogó a la Luna que se cumplieran sus deseos. «Es tu voz sagrada, mi diosa. Haz que se nos revele sana y salva», oró impaciente. Mientras, Kolaios adquirió finalmente seis mancebos de saludable aspecto, a quienes sacaron de la oquedad a golpe de látigo.
—Condúcelos al Icaria con la muchacha, y en cuanto lleguen allí te los pagaré.
—El divino Hammón te ha inspirado, ilustre nauklerós. No te arrepentirás.
—¿Cuándo nos mostrarás a esas bellezas de dioses? —le recordó Hiarbas.
—Tu joven amigo muestra la impaciencia de un enamorado, Kolaios.
Ahora mismo contemplaréis a las púberes más primorosas de los dos mundos.
Un único rayo amarillento se filtraba en la estancia en la que Mattán se jactaba de atesorar sus productos predilectos. La atmósfera se condensaba agobiante, y el halo de espesor que envolvía a las esclavas inspiró a los recién llegados una visión ilusoria. A un primer golpe de vista, entre el vaho de las lamparillas veladas por pantallas de ámbar, abarcaron entre sus sutiles satenes la excelsitud de la perfección femenina. Jamás Hiarbas había contemplado hermosuras tan turbadoras.
Unas mujeres de talles esculturales, morenas unas y rubias otras, que los enfebrecidos compradores contemplaron entre la media luz de las candelas, dio rienda suelta a sus fantasías más eróticas. Las esclavas, mientras tanto, en posturas indolentes, desplegaban sus encantos sin apenas fijarse en los huéspedes de su amo. Hiarbas exploró la escena con ojos ávidos y vacilantes.
Transcurridos unos instantes de pasmo, se acostumbraron a la acaramelada penumbra, instante en el que una de las esclavas, cuya silueta aparecía encorvada, tiró bruscamente de los grilletes a los que se hallaba sujeta, acaparando la atención de los dos clientes. En su admiración, Hiarbas confirmó que se trataba de una belleza olivastra, de curvas voluptuosas y de pelo negro como una noche sin luna. ¿Sería la sibila de Noctiluca? Los velos ocultaban el trazo de sus hechuras, pero podría tratarse de Anae.
De improviso, como si se hallara ante una aparición, comenzó a proferir alaridos, y con una animosidad que imponía temor, se desmarañó la cabellera con las manos y ocultó el semblante, mientras se desplomaba en el suelo. El tartesio percibió que las sienes le ardían y las piernas le flaqueaban. La irritante calidez del aposento no contribuía a reanimarla, y Hiarbas, esquivando a los eunucos, alzó a la muchacha tendida, con el corazón pegado al paladar y el pulso desquiciado.
La desfallecida cautiva se volvió hacia Hiarbas con una ternura que le rasgó el corazón. Cuando la tuvo ante sí, cara a cara, mirada contra mirada, Hiarbas comprobó con desolación que aquella tierna núbil no era Anae, sino una joven de edad y proporciones similares a las de la sibila del Lucero. Ese mismo sentimiento de frustración ya lo había experimentado con dolor a muchos estadios de aquel sensual lugar, y bajó la mirada con resignación. ¿Qué oponer contra el esquivo destino?
Las pupilas le centellearon a la esclava, verdes como esmeraldas, cuando los ojos de Anae, cálidos y oscuros, proclamaban insumisión; pero con las vistosas ropas y la morenez cobriza había desorientado al enajenado buscador, a quien, además, perturbaba el anhelo desmesurado por hallarla y la precaria luz que alumbraba la estancia.
—Kurós, señor, mátame y acaba con mis sufrimientos —le imploró en griego, entre sollozos de desolación—. ¿Existe más desdicha que la esclavitud?
Los eunucos la arrebataron de los brazos del tartesio con delicadeza y, entre gañidos de desconsuelo, la ocultaron por un portillo. Después se percibieron golpes secos, quizás de garrotazos, y el tartesio volvió sobre sus pasos. Hiarbas susurró a Kolaios:
—Otra vez el deseo indeliberado, mi indisciplinada ingenuidad y el rebelde anhelo de hallarla me han vuelto a traicionar. Las apariencias y mis afanes me ofuscan. La diosa Astarté debió de hechizarme la noche en que profané a una mujer que le estaba consagrada. Son como dos gotas de agua, aunque de miradas muy opuestas. ¡Vayámonos de aquí!
El mercader, al que no había pasado inadvertido el inusitado proceder del acompañante del nauklerós, tomó la palabra ceñudo:
—Kolaios, ¿acaso te has conducido con doblez en mi casa, cuando yo te he ofrecido la calidez de mi hospitalidad? ¿Es este hombre el familiar de una de estas esclavas y viene desde lejos a ultrajarme en mi propia casa?
Los visitantes intercambiaron miradas inexpresivas, y Hiarbas apreció el helor de los ojos del sidonita clavados en su rostro. Pensó en Anae y en Níobe y deseó abofetearlo por dedicarse a la profesión más repugnante del mundo, sumiendo la vida de sus semejantes en la desesperanza. Y aunque en su corazón arreciaba menosprecio, se contuvo.
—Yo te responderé —dijo en un fenicio perfecto—. Mi nombre es Hiarbas de Egelasta, pentarca del rey Argantonio, soberano de los Diez reinos de Tartessos, y que la Luna me ciegue si algo espurio nos ha traído a tu morada.
Con persuasivas razones le narró la razón por la que Kolaios lo había acompañado hasta Kitión y la desesperación en la que se hallaba sumido su reino al haber extraviado a la persona ineludible para interpretar las palabras de la diosa. Mattán, conmovido, hundió la barba en el pecho, y dijo:
—Perdonad mi subida de tono y mis asperezas. Cuanto atañe a los dioses y al pacífico pueblo que ha hecho poderosa a mi patria, también a mí me incumbe. Apartémonos allí, donde estaremos alejados de oídos entrometidos.
Hiarbas siguió al cicatero sidonín con desdén y sin fiarse de su palabra.
—Faltaría a la verdad si os dijera que ignoro esa desaparición. El mercader gadirita que me provee de géneros me lo refirió, pues ha desquiciado las relaciones entre tu rey y el sufete Zakarbaal. Pero podéis estar tan seguros como que la noche sigue al día, de que esa mujer sagrada no ha sido vendida en ninguno de los mercados de Oriente, y si miento que Baal-Zebub, dios de las plagas, me siegue la vida y avente mis caudales a los cuatro vientos.
Kolaios asintió convencido. Jurar un cananeo por la deidad de los infiernos significaba al menos temor y palabra veraz, y cuanto se trajinaba en el saco del mar Interior con esclavos pasaba inexcusablemente por el acecho de aquel ávido y cojo barrigón que controlaba el negocio de la trata humana. Hiarbas, que observaba sus reacciones escéptico, lo interpeló con frialdad:
—¿Y eso fue cuanto te contó? —preguntó con una mirada desafiante.
—No, me reveló algo más, y ciertamente extraño —dijo el mercader, en voz apenas audible—. Un comerciante incircunciso que negocia con libios le aseguró en Gadir que partía hacia Oriente con un valioso cargamento de esclavos capturados en el país de los albiones, con el que haría el negocio de su vida pues cobraba en metal de Himera.
—¿Y qué tiene eso de extraño, Mattán? —preguntó el orfebre, que volvió a oír de nuevo el pago con metales marcados con el gallo sagrado.
—Escucha y comprenderás —musitó—. Un marino que ha echado los dientes en el mar como el gadirita sabe cuándo un barco se traslada con las bodegas y los pañoles colmados y cuándo están vacíos. En la bodega de ese embustero viajaba solamente un pasajero…, una mujer, y la nave, que flotaba ligera como una pluma, no recaló en Oriente, por lo que hubo de detenerse en Sicilia, Quirnos[80] o Sardinia. ¿No os parece realmente inconcebible?
—¿Sabes el nombre de ese tratante? —se interesó.
—No lo conozco, pues no comercia en estos mercados; pero sé que zarpó de Gadir y que su embarcación había anclado antes en algún puerto de tu tierra. Aprovecha esta valiosa pista, aunque te aconsejo que renuncies a ese viaje hasta la primavera. Pronto comparecerán los diablos en el mar embraveciéndolo, las celliscas, los piratas sin escrúpulos y los gélidos fríos del norte.
—Con tu testimonio albergo alguna seguridad; gracias —dijo sin falsedad—. Sin el recurso de una certeza firme no existe esperanza posible. Que Iduna te proteja.
Cuando marcharon del bazar del sidonín, la dubitativa mirada de Hiarbas era fuego. ¿Adónde lo conducirían los desquiciados auspicios que recogía en el camino como granos de trigo? ¿Era su sino vagar errante por el mundo en pos de una quimera inextricable, de un fantasma inaccesible? ¿Se había convertido en el peregrino del desengaño cruzando apestosas ciénagas, océanos negros y arrostrando peligros sin cuento, como un cazador persiguiendo una presa ficticia? ¿Podía fiarse de la información del interesado mercader?
—Mi obcecación me ha jugado otra mala pasada y siento repulsa por mi proceder, Kolaios; dispénsame —confesó al samio, y agachó la cabeza.
—¿Menospreciarte tú cuando has obrado por exceso de generosidad? Perdámonos en la taberna de Sotes el egipcio, y allí, entre vaso y vaso y mujeres cálidas, descargarás tus bilis. Aún nos queda Tiro, nuestro último recurso. Mi socio Narbaal, de la estirpe real, hombre sibarita y refinado, entiende de la trata de esclavas y se gasta una fortuna en mujeres.
Sombríos abismos se desplomaban sobre su cabeza, y el espectro de sus fallidas sospechas le estalló en la cabeza como un estruendo insonoro, como una maldición hecha carne y hueso. Pasos infructuosos lo habían conducido a Kitión, donde al parecer confluían todos los rastros, pero éstos se habían transmutado en humo, y el dedo acusador del fracaso lo arrastraban a la aceptación de la más que probable pérdida de la sacerdotisa de Tartessos. Sus argumentos se habían tambaleado en sus cimientos, y un nudo en la garganta, ardiente como la arena del desierto, lo oprimía hasta estorbarle la respiración. La decepción se había adueñado una vez más de su ánimo.
Pero no bien hubieron desaparecido, cuando un hombre de cráneo rasurado emboscado en una capa, y seguido de dos escoltas, se escurrió sin ser visto en la casa de Mattán, el tratante de esclavos. Se oyeron confusos pasos y la voz de comadreja del mercader gordinflón, meliflua y servil:
—¡Por Baal-Samin señor de los siete cielos, mis ojos se refrescan al recibir en mi humilde casa al sarím Milo de Gadir! ¿Qué te trae por aquí, mi noble y dadivoso príncipe?