ANDRÓMACA, LA PELÍADE DE PSYCRO

La aurora devoró las sombras, y un sol heroico disipó con sus extenuados lamidos las nieblas de Creta y su abrupta orografía.

Monte arriba, escalaron el camino del santuario serpeado de cipreses. En sus linderos discurrían regueros de aguas rumorosas, y al hacerse más empinado, se trocó en tortuoso. Jalonado de altares de piedra con el signo del toro, brillaban con rabiosa claridad. Los jilgueros piaban en las ramas de los olivos y se olía el humo de los carboneros y de las fogatas de los fundidores de cobre. A lo lejos oyeron los tañidos de los sistros de unos pastores —y se detuvieron a comprarles unos cuencos de leche recién ordeñada—, hasta que alcanzaron la cima de la montaña, un claro abierto en un bosque donde prevalecía un silencio místico.

Nubes grises se movían lentamente, cuando oyeron unos himnos apagados que los hicieron detenerse. Frente a ellos se abría una boca oscura en la roca caliza, el arcádico santuario de Psycro, donde unos peregrinos madrugadores descendían por las húmedas gradas, siendo tragados por la sima de la diosa. Hiarbas y Kolaios avanzaron, momento en el que una sacerdotisa, esgrimiendo un cayado con el signo de la serpiente, los detuvo conminatoria antes de que articularan palabra alguna:

—¡Deteneos extranjeros!, os halláis en el centro del orbe, el eje donde el caos dio origen a la vida, la morada de la Madre Tenebrosa, la señora de la Vida, la Muerte, el Destino y la Fuerza. ¿Qué deseáis?

—Provenimos de los confines del mundo para depositar ofrendas en el santuario como agradecimiento, y también para consultar a la pitia —dijo el samio, y mostró un cesto con muníficas dádivas de granos de plata.

—Pasad, y si habéis de preguntarle a Andrómaca la sibila, aguardad en la roca y no oséis tocaría con vuestras manos impías o pereceréis.

El grupo de marinos samios permaneció afuera, y el nauklerós y el pentarca descendieron por unos peldaños ruginosos a un templo natural de paredes rocosas que chorreaban un fluido salitroso. Colgaban rezumantes estalagmitas como columnas de estuco que hubiera fagocitado la diosa Madre de su garganta en un alarde de poder. Salía un consultante y en su rostro afloraba consuelo. En unos momentos pasaron de las más siniestras tinieblas a una luz bruñida y el tartesio sintió que el frío le subía por la espalda, refrendando la insignificancia de los mortales ante la presencia de lo divino. Kolaios se detuvo y lo animó a seguir solo.

Las gastadas sandalias de Hiarbas hacían que resbalara, y se cogía a las antorchas de bronce colgadas de los muros. En el recinto reinaba una armoniosa paz que se difundía con pereza y se experimentaba el influjo de una fuerza invisible. Contempló magnetizado cómo entre las oquedades de las calizas fulguraban estatuillas de la diosa, pequeños aurigas, Poseidones de bronce, Artemisas de plata, Apolos con cítaras, fornidos atletas, miniaturas de coral y campanillas de bronce donadas por los peregrinos.

Hundida en las profundidades, una estatua encinta de la diosa Madre velada por el vaho del incienso, con grandísimos pechos y abultadas extremidades corroídas por el tiempo, sin rostro y con la cabeza hundida en sus enormes senos, imponía por su solemnidad; y rodeándola, un lago de aguas sulfurosas, el soplo del oráculo, se estancaba alrededor de la roca donde se erguía la deidad.

Frente a la rolliza imagen de piedra, se tropezó con la figura de una majestuosa mujer, Andrómaca la sibila o pelíade de Psycro, cuya fama había trascendido las fronteras de la Hélade por la certera precisión de sus oráculos. Según Kolaios, no existía marino en Creta que no reclamara sus infalibles predicciones ni rey heleno que no la consultara con fe y respeto.

Aposentada como una efigie marmórea en un solio de piedra, lo vigilaba de soslayo con su mirada encendida. Atesoraba una belleza fría pero cegadora, y sus rasgos, de una perfección arrebatadora, aparecían lívidos como la cera. Se tocaba con una diadema de gemas, calzaba altos coturnos dorados y se engalanaba con una falda de volantes, al modo cretense, que dejaba entrever un torso desnudo y lujuriante. Dos serpientes de oro se enlazaban en sus brazos.

—¿Qué te atribula, extranjero? —preguntó, tronando su voz con el eco—. Hablaré contigo hasta que esta clepsidra se agote, no la malgastes.

Hiarbas, en un griego deplorable, se expresó con pesadumbre y respeto:

—He atravesado el mar consternado por la desaparición de la pitonisa de Tartessos y por negros nubarrones que se ciernen sobre mi pueblo. Vagos indicios me inducen a pensar que la codicia o la envidia la ha traído contra su voluntad a este término del mundo —reverberó su voz.

—¿Una servidora de la Madre arrebatada de su tabernáculo?

—Eso nos tememos los que la amamos y respetamos, señora.

—Nada ha trascendido en este santuario, donde la diosa no duerme ni de día ni de noche, ni los marineros han murmurado de rapto y venta de una pelíade. Las vidas de los hombres son soplos en la eternidad, pero la nuestra es sagrada.

—Ya que eres versada en teogonias, ruego tu auxilio —le imploró—. Mi país se ha sumido en las tinieblas, desposeído de la voz de la Luna.

—Has de saber, hombre del mar, que no existe fuerza ni virtud humana que pueda impedir lo que el destino le prescribió a la pitonisa el día en que nació.

—El sino es un mar sin orillas duro de cercar.

—Sólo los muy sabios veneran y temen a Adrastea, la diosa del destino —replicó la pelíade.

La vesánica sacerdotisa ordenó que prendieran el pebetero ritual, del que se evadió un espeso humazo a resina, romero y opio que congestionaba la garganta y que ocultó a la pitonisa. Las siervas dispusieron a sus pies la cesta con los dones, dándole a beber de una copa de piedra que consumió de un trago. El cuerpo de la sibila se estremeció, su semblante de delicada tersura se trocó en inmensamente lívido y prolongados suspiros brotaron de su boca.

Hiarbas abrigaba la sensación de que, de un momento a otro iba a emitir el presagio; sin embargo, cerró los ojos y, sudorosa, cayó en un mutismo amedrentador que duró una eternidad, hasta que las domésticas extrajeron de una cesta una serpiente que colocaron sobre los hombros de la adivina. Transportada a otros mundos, ella la acarició creando gestos circulares con sus manos. Luego manoseó unas piedras coloreadas que una y otra vez variaba de lugar.

Andrómaca abrió púdicamente los ojos, momento en el que las siervas la ocultaron con una cortina de paño púrpura. Con ojos invisibles pero clarividentes, y con un tono de cansancio en la voz, precipitó su augurio con tenebrosidad, en un eco que impresionó al trémulo solicitante:

—La serpiente duerme en el templo de la diosa de las Tinieblas, ¿por qué la buscas en estas aguas, extranjero? Reside en el reino de los muertos, pero vive, habita bajo la tutela de la deidad de las tumbas, la que tiene el poder de la vida y del más allá, pero su alma se agita en la tristeza. Vete, y no tientes a la diosa Fortuna, pues tu vida puede ser cortada como una flor del camino lejos de tu patria.

—¿Y mi pueblo, señora, ha de conocer el hado de la desgracia y el horror? —preguntó conturbado.

—Negros adversarios sin rostro avanzan por el mar para turbar al pueblo de la paz. Su gloria se desmorona ante mis ojos, pero los restos de la estirpe restaurarán su destino en el océano.

Hiarbas sintió una lacerante agitación sin adivinar el alcance preciso de la ininteligible predicción sobre Anae y Tartessos. Grabó en su mente las herméticas palabras que, a pesar de su vaguedad, en cualquier momento hallarían cabal esclarecimiento, pero que resonaron más en su conciencia que en sus oídos.

Hundiendo los pies en el acuático reguero de la cueva, le volvió la espalda agradecido, bebió de la fuente y ascendió los escalones cabizbajo, donde lo aguardaba Kolaios, a quien le reveló el augurio, pero tampoco el samio pudo interpretarlo con exactitud. En su alma había brotado una nueva herida. «¿Anae en el templo de las Tinieblas? ¿A qué desconocido lugar se referiría? —se preguntaba—. ¿Qué nueva locura se une al desconcertante enigma de la pitonisa del Lucero? ¿A qué lóbregos enemigos sin cara se había referido?». Las esperanzas de localizarla, lejos de esclarecerse, se desvanecían, y la advertencia de Andrómaca le martilleaba las sienes como una maldición: «Tu vida puede ser cortada…» ¿Habría de temer sus conocidas virtudes quirománticas conociendo su prestigio?

Fuera, un sol coronado de nubes amoratadas le inspiró lastrados pensamientos de nuevos fracasos en sus pesquisas. Hiarbas no dormiría aquella noche, acuciado por las dos sorprendentes predicciones. Echó sobre la espalda el morrión de sus pertenencias, e iniciaron el camino de regreso. En uno de los altares, un pastor que vigilaba un rebaño de ovejas los miró y les ofreció un ramo de olivo. El tartesio, en su solitaria zozobra, palpó las tabas de la suerte y, ante el dilema del porvenir, especuló si no se habría embarcado en otra aventura descabellada.

* * *

La mañana penetraba con sus estiletes de luz en el lecho marino, desvelando la zarca inmensidad del mar salpicado de islas arropadas con cúmulos de casas blancas. Surcaron el Egeo espoleados por un bóreas propicio en dirección norte, husmeando en los puertos donde se mercadeaba con seres humanos. Recalaban en los embarcaderos más sucios de las Cicladas sin perder la esperanza de hallar alguna noticia sobre el paradero de Anae. Salvaron los batientes de Thera, Cos, Halicarnaso y Mileto, muy cerca de la costa, con el vigía atento a las naos corsarias de los calcedonios, la hez más abyecta de la Propóntida.

—Este mar está plagado de forajidos, y nos corresponde a los barcos rojos de Samos purgarlo de inmundicias. Navegaremos con prudencia —explicó Kolaios al tartesio, quien, ensimismado, avistaba el laberinto de luminosas islas sesteando en el vasto mar azur.

El ciclo de la luna había cubierto un periplo entero, cuando un ensordecedor griterío sacudió la cubierta y la marinería prorrumpió en saltos de alegría. Ya nadie recordaba a Corobio, atareado y feliz en sus menesteres de explorador de tierras y fundador de colonias en la costa de Libia. Habían regresado al fin a casa tras una homérica aventura que les reportaría fama, honores y riquezas. Kolaios, dirigiéndose a sus hombres, exclamó:

—¡Por el escudo de Minerva, que los dioses nos han sido propicios!

—¡Kolaios, Kolaios, Kolaios! —lo vitoreó su enardecida tripulación.

El vigía había avistado las cumbres del monte Cercetio, que sinuosamente moría en el apacible seno de la ciudad de Samos, un mar de casales ocres amparados por inexpugnables fortines que la protegían de los piratas y de los ávidos persas. Encumbrado en la acrópolis verdeada por encinas, sobresalía el palacio de Astipalea, residencia de Egialco, el tirano de la ciudad, y más allá de la cresta roquera, el inmortal templo dedicado a Hera de Argos, un santuario donde se la adoraba y se negociaba con los metales.

—Loados sean los dioses y la sabia Hera, que han propiciado el regreso —oró Kolaios con los brazos alzados, entre el resonar de las trompas de los barcos de guerra y los saludos de los pescadores.

Con la vela de jabalí rojo desplegada y los remos alzados, el Icaria atracó en un astillero artificial, donde Hiarbas avistó, entre humos, aserradoras y fraguas, y cómo construían naves colosales de dos puentes y cien remos, cosa nunca vista en Occidente, que lo dejó maravillado y con la mirada interrogante.

—Hiarbas, ningún ojo extranjero ha contemplado lo que tú —le reveló Kolaios, señalando la fortaleza marina—. Es nuestro gran secreto; las llamamos samainas, veloces naves que pronto surcarán el mar como reinas indiscutibles de sus aguas.

El muelle se inundó de una marea humana, que abandonó sus quehaceres atraída por el sonido de las trompas y la seguridad de novedosas noticias. Ciudadanos ociosos, soldados, mercaderes y chillonas comadres que deambulaban por el muelle discutiendo en los tenderetes de los tejedores, pescaderos y de los alfareros samios, famosos por sus perfumadores de alabastro, se aproximaron al malecón haciéndose lenguas sobre el regreso de Kolaios, quien envió sendos mensajes, uno al palacio y otro a los sacerdotes, ordenando a sus hombres que se asearan para ofrendar a la diosa.

—¡Ha regresado Kolaios del mar Ignoto! —gritaban, y murmuraban acerca de si el Icaria había alcanzado las orillas del fin del mundo, como algunos atestiguaban.

Sobre Samos caían a plomo haces de luz que empapaban de blanco albor los tejados, los diques y el curso del río Kesio, una saeta de plata que atravesaba la urbe, y los declives de los altozanos de Ampelos, donde se alzaban las mansiones de los nobles y navarcas, por encima de la línea del horizonte.

—Muy pronto residiré en una de esas lujosas villas, amigo Hiarbas, gracias a la munificencia de tu rey —confesó Kolaios, exaltado.

—Y también a tu ingenio y a tu intrepidez, amigo, dos virtudes nada desdeñables en un hombre de mar. Ahora procura conservarlas e incrementarlas.

Los hombres de Kolaios improvisaron una hilera de jumentos donde cargaron las sacas con la plata tartesia y la argentada crátera, regalo de Argantonio, ayudados por los bouleutas, los ediles de la ciudad, que protegían al héroe de sus enfervorizados conciudadanos. La procesión, seguida por una enardecida multitud que vitoreaba al nauklerós, se dirigió al templo para depositar el fabuloso tesoro en las criptas del recinto más protegido del orbe griego. A los espectadores de la comitiva les producía una peculiar fascinación contemplar el tesoro acarreado desde las fabulosas Hespérides por el aclamado Kolaios, al que vitoreaban a su paso.

No se hablaba de otra cosa en Samos, y retazos de extravagantes noticias habían recorrido la isla desde que la nave surgiera en las aguas jónicas. Hablaban de océanos transitados por hidras gigantescas, de islas de jardines edénicos donde reinaba la primavera eterna y de montañas donde la plata, el cobre y el oro se derretían con el solo contacto del sol. Observaban boquiabiertos a Hiarbas, quien, con el cabello rizoso, pómulos prominentes, rostro moreno y andar sereno, la clámide blanca ribeteada de púrpura y las sandalias doradas, los fascinaba. Lo señalaban con supersticiosa admiración como a un descendiente de los atlantes, allende el reino del Ocaso.

—Es un enviado del Rey de la Plata —cuchicheaban las alcahuetas.

Atravesaron entre aclamaciones el ágora, los templetes de Hermes y Afrodita, el arsenal y el anfiteatro, e ingresaron en una calzada empedrada, el camino sacro (atestado de enfervorizados samios), que concluía en el llano de Khora, un vergel de oteros donde los contraluces realzaban el legendario templo de Hera, el orgullo de Samos, un tabernáculo festonado de acantos de oro que parecía caído del firmamento por su atrevida esbeltez.

Un bosque de añosos olivos circundaba el solar sagrado, donde los pavos reales, símbolo de la deidad, vagaban entre los peregrinos. Fueron recibidos en el adyton, el pórtico de entrada, por la Gerusía de Ancianos, los arcontes de la Casa del Mar y por el todopoderoso Egialco, el tirano de Samos, un hombre de cabeza cana, miope, frente despejada y mirada perversa, que, ataviado con un peplo de lino bordado con palmas, no dejaba de observar la carga acarreada por sus conciudadanos.

—Es un hombre de temperamento egocéntrico y taimado como un hurón —le confesó Kolaios al tartesio—. Cuídate de él, pues mataría por un arete de oro.

Entre laudatorias alabanzas, abrazó cálidamente a Kolaios como si se tratara de la encarnación de Jasón rescatador con sus argonautas del Vellocino de Oro. Lo invitó a penetrar de su brazo en el más sacro de los tabernáculos samios, el Heraión, donde reinaba un fervor contenido y silencioso. Iluminado por flameros perfumados y aromatizado por los erráticos sahumerios que purgaban los hálitos humanos, resplandecía como el sol en el orto. El templo de los templos de Samos inducía a los orantes a aceptar la condición de su insignificancia y de la fragilidad humana. La expectación ascendió en el contemplativo mutismo del gentío, que, abigarrado, aguardaba las palabras del envidiado nauklerós llegado de las temibles Columnas Herácleas por deseo de la alentadora Hera.

Al ofrecer ante la diosa el vaso ritual salido de las manos de Rates, el platero de Turpa, se detuvieron las respiraciones. Despojado de la lona que lo ocultaba, irradió un fulgor que materializaba a través de los tragaluces, una claridad vivísima que se disgregó por el santuario. La primorosa armazón y los adornos plateados brillaron ante los ojos del jubileo como si cien astros se hubieran filtrado de repente en el santuario. El tirano acalló al rendido auditorio:

—¡Por la diosa de los pavos reales, jamás se vio semejante ofrenda!

—¡Argantonio, rey de reyes de Tartessos, lo consagra a Hera la inmortal! —declamó el navegante, y rogó a Hiarbas que lo auxiliara a ofrecerlo.

—Samos y Hera aprecian un obsequio tan rico e impagable —dijo el tirano, maravillado.

La diosa, encarnada en una efigie en madera de cedro amarfilado sobre un pedestal de jaspe, era representada por una matrona reclinada en una cline, un diván de oro puro, como si se hallara a punto de participar en un ágape celestial. Los crótalos sonaron, los pebeteros exhalaron nubes de sándalo y mirra, y los sacerdotes se prosternaron ante la deidad, agradecidos por el opulento exvoto.

—¡Hera está satisfecha con tu épica hazaña, Kolaios, y Samos se alegra de tu regreso de las Aguas oscuras! —proclamó al sumo sacerdote.

Kolaios, que se pavoneaba ante sus conciudadanos como un héroe olímpico, declamó ante la diosa una retahila interminable de elogios hacia Tartessos y su rey Argantonio, amigo perdurable de Samos y próximo al corazón de sus habitantes, y relató con palabras alentadoras el excepcional periplo al otro lado del universo plano y las lunas vividas en el Reino del Ocaso. Luego depositó en el tesoro templario las sacas con la plata y los talentos acarreados desde Turpa, y, ante la desmesurada opulencia, jamás vista en Jonia, se ahogaron voces de asombro.

En ningún tiempo en la historia de la Hélade se había concluido un viaje tan arriesgado como fructífero, navegando hasta los legendarios confines del mar Interior y regresando para contarlo. La portentosa noticia se había propalado como el viento por las islas jónicas, pregonando al universo heleno que Samos, la emprendedora, había hallado la ruta hacia el fabuloso Tartessos, y que Kolaios había incorporado su nombre a la vetusta crónica donde se glosaban los nombres de otros ilustres nautas de Grecia, como Hércules, Anfíloco, Teucro, Ulises o Menestheo, convirtiéndose por gracia de los dioses en el nauklerós más acaudalado de cuantos surcaban los mares regidos por Poseidón.

Egialco se aproximó con gesto desconfiado, aunque cortés. Sus amoratados labios se estremecieron, y proclamó amistoso:

—Se ha ordenado grabar una lápida que pregone nuestro agradecimiento a tu rey, y la gerusía ha decretado la elevación de una estatua para ti, Kolaios, pues has acreditado que las quimeras, si se persiguen con talento y ahínco, se logran.

—Tartessos aguarda con los brazos abiertos a los navegantes samios, y sus riquezas están abiertas a un comercio ecuánime y amistoso —aseguró Kolaios.

—¡Que Hera, la diosa de la inmortalidad, nos una eternamente! —le replicó.

El pentarca asintió con gentileza, pero el gobernante, como afligido por un doloroso pesar que ocultara su corazón, inclinó el rostro apesadumbrado. Rayando el lamento, les reveló al tartesio y a Kolaios, susurrándoles:

—¡Qué pesadumbre arruina mi espíritu! Deploro que un descubrimiento tan largamente anhelado nos llegue en un momento de desolación para Samos.

—¿Menosprecias un secreto por el que Grecia entera suspira? —osó preguntar el navarca.

—Soplan para Samos vientos de tormenta —añadió Egialco—. Hemos de guardar nuestro propio huerto de los zorros y dejar para otros tiempos el apetecible bocado de Tartessos. Y lo que os testifico lo expreso con amargura y dolor.

La revelación del tirano, expresada con una frialdad preocupante y como un veredicto que parecía sentenciar futuros viajes a Turpa y cercenarlos en su inicio, colapso la mente de los recién llegados.

—¿Qué es lo que has querido decirnos, Egialco? —preguntó Kolaios.

El tirano los miró con su gesto apático y calculador.

—Acudid mañana por la noche al simposio[75] de palacio, y entre el vaho del vino y el candor de la flauta del poeta Lisícrates, saldréis de dudas —les dijo misterioso—. Durante tu ausencia se han precipitado onerosos sucesos que desconoces.

—¿Qué ha ocurrido Egialco? —insistió, inquieto.

—Nuestra isla gime y llora por las cuchilladas de la traición —refrendó hermético.

Hiarbas buscó la reacción provocada en el semblante de Kolaios y sólo halló perplejidad. Intercambiaron una mueca de desconcierto, y enmudecieron.

—¡Que me lleven las Furias si entiendo qué verdad oculta! —exclamó.

¿Qué grave error o vergüenza había cometido su amigo Kolaios, o qué alarma se ceñía sobre la acogedora ciudad de Samos, para desechar la cornucopia de la fortuna que se les ofrecía sin riesgos y a manos llenas? ¿A qué traición se refería? ¿Desairaba el tirano la proeza de su amigo Kolaios, una empresa inimaginable en la historia náutica de la Hélade?