LA GALERA ROJA

Desvelada Turpa por una luz de fragilidad diáfana, el avisador de las lunas resopló el cuerno cuatro veces, señal inequívoca de que anunciaba el plenilunio, y en el santuario de Noctiluca sonaron los himnos de alabanza.

—¡La diosa nos muestra su rostro perfecto! —clamaron—. ¡Loor a la Luna!

Hiarbas regresaba de Egelasta en un caravasar que transportaba fardos de plata y odres de vino, con un pañuelo apretado al rostro, cubierto de polvo y con las manos agrietadas por al ronzal de la cabalgadura. Turpa se le ofrecía como un vergel de frescor después de cuatro jornadas de abnegada marcha, de canícula agobiante, de reposo bajo las estrellas, de caminos polvorientos, moscas enojosas, el temor de los bandidos que infectaba las trochas de las sierras y la atormentadora estridencia de las chicharras en los linderos.

Recobró el aliento al aspirar la brisa marina y divisar la ciudad rociada de partículas doradas, con las arboladuras y mástiles balanceándose ante la rada, los miradores, las argentadas cúpulas del templo y el áureo monte Abas. Suspendida entre el oasis de los palmerales y los bosquecillos de olivos, la ciudad fulguraba como un ascua de fuego. Rumoreaban las olas y las aguas del lago y los abejorros zumbaban en las viñas, mientras las golondrinas acariciaban en vuelos vertiginosos los cipreses de Turpa. Hiarbas se sintió atraído por las fragancias, y se sosegó. Pronto abrazaría a Níobe y gozaría de su solícita compañía, antes de partir al saco del mar Interior.

* * *

Los gallos anunciaron el alba, dos días más tarde, y en las dos ciudades aliadas, que se miraban una a otra en las orillas opuestas del golfo tartéside, Gadir y Turpa, se anunciaban negociaciones y alianzas. Argantonio y Zakarbaal ansiaban rubricar un acuerdo definitivo, y la inmejorable oferta brindada por el soberano tartesio así lo propiciaba: «No despreciemos, noble Zakarbaal, una oportunidad que se nos despliega cuando soplan a nuestro alrededor vientos de inseguridad —le había escrito Argantonio—. Velemos como hombres temerosos de los dioses por mantener nuestra vieja prosperidad».

El salón del trono del palacio de Turpa, hasta entonces un remanso de paz, se había convertido en un palenque de pugilato dialéctico. Argantonio, que no bendecía el viaje de Hiarbas al otro lado del mar, se oponía sin paliativos a tan descabellada aventura. Las avecillas de la pajarera del jardín revoloteaban soliviantadas ante la acalorada diatriba, en la que participaban el airado rey, el nauklerós samio y un cariacontecido Hiarbas.

—¿No será, mi buen Hiarbas, que anhelas evadirte de tus deberes y resarcirte de la frustración de las Kasitérides? —se revolvió el monarca—. Yo no preciso de ese absurdo alarde. Te quiero aquí, a mi lado, ordenando el flujo de los metales.

—Andas errado, mi gran señor; deseo satisfacer mi juramento, sí, pero sobre todo servirte y verificar por mí mismo qué se fragua allende las Columnas Heracleas. Sería trágico para nuestra nación ignorarlo.

—Detesto convertirme en agorero de tragedias —replicó el rey—, pero te abocas a un nuevo despropósito.

—Rey de reyes Argantonio, es llegado el momento de precaver —terció el griego—. Concédele a este hombre honesto una oportunidad para cumplir su promesa y servirte en un momento crucial para el mundo. Una productiva alianza entre Samos y Turpa significaría beneficio para ambas ciudades. Deseo que él se convierta en el garante y en el enviado de nuestro acuerdo.

El rey caviló en silencio, y al fin, hastiado de tanta plática vacua, cedió ante los argumentos del samio y a los reiterados ruegos de Hiarbas, aunque contrariado.

—Poseo la confianza de que obrarás únicamente en beneficio de tu pueblo, y eso me consuela. Posees un corazón disgustado, pero domínalo y no confundas tus anhelos con lo que exigen tu nación y tu rey —dijo y le tendió la mano—. Rastrea el mal que nos acecha, y pacta con Samos en mi nombre.

—Me guiaré con ese sentimiento y con tu mandato, rey mío.

Hiarbas le aseguró con el semblante gozoso que para la primavera retornaría sin falta y que sus colegas de la pentarquía solventarían con lucidez sus negocios. Kolaios, con razones elocuentes, lo animó a perseguir en su compañía al ignoto mercader en el bazar de esclavos de Kitión y a visitar Tiro, donde comprobaría con sus propios ojos la alarmante presión persa.

—A falta de otras opciones, Hiarbas, accedo; pero no es una elección sensata. Una mujer, aunque marcada por la diosa, no debería interponerse en tu futuro.

—Un hombre debe actuar según los dictados de su alma, mi alto señor. Me has puesto a prueba, y no te arrepentirás de tu sabia decisión —aseguró.

El monarca, tras la tumultuosa plática, vislumbró los beneficios del viaje. Había asentido para obtener de primera mano noticias sobre las ansias colonialistas de los persas en las metrópolis fenicias y en las islas griegas, y también con el propósito de abrir una senda de entendimiento con Samos; su rostro se distendió.

—Sólo te exijo cordura y perspicacia. Ten los ojos bien abiertos y los labios sellados, y procura que tu identidad no sea desvelada si no fuera preciso.

—Me preocupa sinceramente el destino de la sacerdotisa, pero serviré a mi pueblo, mi rey.

—Si precisara para asunto reservado como éste a un hombre incorruptible y plenamente unido a mis deseos, ése serías tú —lo halagó el monarca.

Hiarbas se mostró sincero y, ante la honradez en sus exigencias, dijo:

—Tu confianza, mi rey, me honra. Esta vez no te defraudaré.

—Te muestras como un espíritu inquieto que traza quimeras con una tozudez insolente. Partirás con Kolaios en el Icaria con la misión de delatar a quienes están interesados en hozar en la miel de Tartessos, pero regresa para la primera luna de primavera. Rezaré a Iduna para que te proteja, insensato, que vuelves a poner la vida en peligro.

—Responderé a las demandas de mi sangre con prudencia. Me comportaré como un hombre entre dos mundos y me conduciré con dignidad.

—Que lo dioses luminosos te devuelvan con las alforjas llenas, Hiarbas.

Brindaron con unas copas desbordantes de vino añejo, aromatizados por un aire tornadizo que ascendía del río oliendo a pinos.

Al abandonar el palacio, una puerta se abrió quedamente y Balkar, el intrigante palaciego, avanzó hasta colocarse frente a un Hiarbas turbado.

—¿Buscas salvar tu reputación, insistiendo en la inocencia de Anae?

—Sirvo al rey como tú, y cumplo con un voto sagrado a la diosa, Balkar. Nada indigno me mueve.

—¡Ingenuo pentarca!, la inocencia a veces se encubre como una flor cándida que oculta la picadura más mortífera, ¡y resulta tan semejante a la locura!

Desapareció erguido y mordaz, tras mirarlo como una hiena provocadora.

* * *

Cruzando las aguas de la apacible bahía, en el palacio de los sufetes de Gadir, en la urbe alta, despertaba la atención la figura adusta de un hombre aún joven que, a pesar del bochorno, se cubría con una capa. Con la faz demacrada había acudido al reclamo de Zakarbaal, su padre, quien, con las manos a la espalda, oteaba los cantiles del puerto y las azoteas del barrio de los tintoreros, cerca de la cala de poniente. Paseó meditabundo la mirada entre el laberinto de callejuelas donde hormigueaban afanosamente los gadiritas, gentes mundanas y atareadas, y un tropel de recuas de jumentos y rezongonas muías cargadas de géneros.

Mientras aguardaba a los miembros del Consejo, se deslumbró con los capiteles de bronce de los templos y los frontispicios babilónicos, los columbarios financiados por su bolsillo y las urnas funerarias de allende las murallas, ensimismándose en el brillo plateado de las cisternas y en el magenta del océano gadirita. El salón, ornamentado de pebeteros, quimeras aladas, símbolos celestes en marfil y astrales tapices de Sidón, rielaba con la luz azafranada del sol.

Oyó voces y salutaciones y, al revolverse autoritario, las placas de oro que le adornaban el torso tintinearon. Asió el espantamoscas y lo movió nerviosamente para, en presencia de los recién llegados, señalar al callado joven y manifestar en el familiar idioma cananeo:

—Ha llegado la hora de rehabilitarte ante tu linaje y tu pueblo, Milo, pues tu reputación se torna resbaladiza y contraria a los intereses de Gadir. Jamás vi a un príncipe comportarse con la indocilidad con la que te empleas. La sangre de los reyes sacerdotes de Tiro y Biblos te reclama sumisión desde lo alto.

El interpelado, en un tono reprobatorio, replicó:

—¿Y cómo podrá mi alma escapar de las cadenas que la atenazan? Todo lo que me rodea me parece fútil y tedioso, padre. Deambulo por un túnel en el que sólo distingo negruras. No aceptáis mis consejos, y todo cuanto ejecuto en bien de Gadir os importuna.

El sufete se alisó la barba trenzada, y suspiró paciente:

—Escucha. En dos días, el navegante samio huésped de Argantonio zarpa para su isla con una fortuna en sus bodegas, después de recibir del rey tartesio el ofrecimiento de abrir sus puertos a los comerciantes de Samos; Gadir no puede permanecer ajena a ese cambio de estrategia. Nos preguntamos con insistencia si se trata del viaje aislado de un osado mercader, de una casualidad, o nos hallamos ante una operación comercial de gran envergadura.

—No tememos la mudanza de Argantonio en contra de nuestros intereses, pero nos horroriza pensarlo —intervino uno de los dignatarios presentes.

—No resulta nada tranquilizador, Zakarbaal, créenos —terció otro.

—¿Y qué pretendéis de mí? —preguntó Milo, receloso, pues todas las miradas se habían fijado en él.

—Precisamos que alguien de confianza siga al samio y averigüe si en poco tiempo hemos de navegar remo con remo junto a los griegos por el mar de Afuera, o convertirnos en sus competidores.

—Gadir posee curtidos pilotos que servirán a la ciudad mejor que yo.

Ante la terminante evasiva, el gran sufete, para granjearse su favor, empleó una argucia decisiva que penetró en su mente como una saeta númida:

—El pentarca Hiarbas de Egelasta, tu otrora amigo, parte para Sainos en la pentecontera, e ignoramos con qué cometido. Nuestros agentes nos aseguran que posee una pista definitiva sobre el paradero de la sibila de Noctiluca, y esta cámara desea encomendarte la secreta misión de seguirlo. Nos inquieta esa singular asociación.

Cuatro pares de ojos se fijaron en él con miradas de aves rapaces. Milo necesitaba huir de aquel lugar. En su cabeza zumbaban los recuerdos como un enjambre de martirizantes avispas, y mientras ensimismaba la apagada mirada en el humo del sahumerio, cavilaba que al fin una luz, aunque párvula e insignificante, se le abría en el horizonte.

Sabía que Hiarbas había regresado de las Kasitérides con las manos vacías, y bien por iniciativa propia o por orden de su rey, intentaba husmear en un nuevo rastro que podía conducirlo al desconocido paradero de Anae, la de la piel de miel madura y boca de frutas sazonadas. Era lo único que le interesaba, y le seducía la experiencia. Se removió inquieto. ¿Por qué razón se negó Hiarbas a conversar con él cuando se lo pidió? ¿Acaso no era prueba suficiente de que le ocultaba alguna terrible verdad? ¿Por qué alzó un muro de silencio y de sospechas entre los dos? Su miserable comportamiento lo había alejado definitivamente del calor del corazón de Anae, pero ansiaba seguir su estela y probar su ingratitud.

—¿Quieres librarte de mí como si fuera un loco peligroso, padre?

—¿Así lo crees, insensible? Te hallas expuesto a la malévola opinión de los poderosos de Gadir, así como de los nobles cercanos al trono de Argantonio, que, interesados, no te inculpan pero tampoco te absuelven. Resulta ineludible que te reivindiques a sus ojos, pues tú me sucederás un día en el cargo que hoy ostento y representarás al dios ante el pueblo de Gadir, Milo. Antes debes demostrar valor y virtud para merecerlo.

—Es decir, que me debo a los intereses de Gadir por encima de mis sentimientos personales. ¿Es eso lo que me quieres transmitir? ¿Y mis sentimientos y opiniones?

Malhumorado, el sufete espesó la dureza de sus facciones, que se contrajeron en un rictus de severidad. La mirada le fulguró como el carbunclo.

—Mira, hijo, el sitial del gobernante es un frío lugar que suele verse rodeado de aduladores, aunque vacío de amigos. Cuando lo ocupes asumirás una única servidumbre, la prosperidad de Gadir y la seguridad de sus moradores.

La afirmación del gran sufete, paternal y comedida, fustigó sus entrañas. Consideró el ofrecimiento con dignidad, y observó el gesto de su padre, de los tres vetustos magistrados y de un sacerdote malhumorado; pero también la malsana curiosidad que traslucían sus pupilas. Altivo, el sarím se distendió y respondió:

—Únicamente el retorno de la sacerdotisa de Noctiluca podría conciliarme con el mundo y con los dioses de mi ciudad. Pero no receléis, accedo a servir a Gadir.

—Aunque obstinado, eres lo más valioso de mi vida y el elegido por los dioses tirios. La razón y la prudencia han hablado por tu boca, hijo. Abrigamos máxima confianza en tu ingenio, y partirás con la flota de la plata que parte en dos días para pagar el diezmo a Tiro. Recibirás instrucciones precisas y secretas de mi propia mano.

Sin mostrar alegría, aunque con la mirada irónica, Milo acarició su barba fina y puntiaguda y alisó su pelo azabachado. Luego su voz se alzó de nuevo rota y amortiguada:

—Padre y nobles señores, vivimos tiempos de recelos, donde si ejerces el poder se te obliga a poseer dos caras y a incubar en tu corazón represiones contra tus semejantes, odios y oscuros métodos para conservarlo; no sé si yo soy digno de sostener esa gravosa púrpura. Trataré por amor a mis antepasados de salir airoso en la prueba, pero si el asunto de la sacerdotisa de Tartessos concluyera en un dramático fiasco y no consiguiera elucidar el misterio en el que se me inculpa, someteré mi vida a la decisión del oráculo de Melkart y me ofreceré voluntariamente al dios. Esta es mi inapelable decisión.

A Zakarbaal se le cortó la respiración; se cruzaron miradas sesgadas. Su hijo, extraño en su conducta desde hacía tiempo, parecía desear ofrendar el futuro de sus años al señor del cosmos, el Ser Supremo Baal, y brindarse al sacerdocio de por vida, como años antes hiciera su primo Munazat. El sufete dejó caer el espantamoscas, crispó su faz de bronce y, sin poder ocultar el repudio que sentía por semejante disparate, replicó:

—¿Has perdido la razón, Milo, por Baal-Péor? Presta oídos a lo que te exhorto con el alma rota. Espera a tu regreso, y tal vez esa locura se haya desvanecido de tu mente, y tus palabras no sean sino un mal recuerdo. No se te exige un esfuerzo traumático, y créeme, ninguna mujer merece el sacrificio de un hombre. Reprime tus emociones y que tus empeños engrandezcan Gadir.

La réplica fue acompañada por un gesto de reproche.

—Al destino dejo esta inapelable decisión, padre —sentenció.

—Sólo Tanit es dueña de nuestras vidas y su divinidad nos inspira. Cumple con tu deber, Milo, a cambio de nuestra gratitud —le replicó con dureza.

—Servir de fisgón y de perro de presa no merece tanto honor —se revolvió.

Se precipitaron sus palabras como lápidas en tumbas vacías, y no pasaron inadvertidos sus ademanes de reto. Zakarbaal, extraviado el aplomo, se retorció las manos con impotencia, perplejo ante la conducta de su primogénito. Y bufando, salió de la sala mientras Milo permanecía ofuscado e inmóvil como una estatua e inmerso en la impalpable contemplación de un sueño que parecía inextinguible.

Gadir, la ciudad del fin del mundo, acurrucada entre las aguas como una sirena dormida, fue sacudida súbitamente por el aliento desquiciado del viento del este. Los postigos y ventanucos golpearon con fuerza y se cimbrearon las palmeras, esparciendo un polvo seco que siseaba por las callejuelas. Cabrilleó bajo las rendijas, dispersándose por todas partes, mientras el sarím se alejaba del palacio royendo negros pensamientos y con el semblante oprimido por el pesar y el desdén.

El crepúsculo, entre velos malvas y violetas, anunciaba una noche ventosa.

* * *

La Luna Esplendente de la tercera estación aromatizaba un aire acariciante, y el astro sol crepitaba entre las cúpulas del reducto de Gerión. Las ásperas órdenes del piloto del Icaria retumbaban en el embarcadero, y los cuernos de Turpa tocaban una bullanguera fanfarria despidiendo al navío samio, en cuya proa descollaba un terrorífico jabalí coloreado con colmillos amarfilados. Sus habitantes abandonaron perezosamente los jergones y se abrieron cortinas y contraventanas, congregándose en el muelle una expectante marea humana dispuesta a despedir a la indómita embarcación griega.

—¡Ya parte la «galera roja»! —se iba pasando la voz.

Sacrificaron un toro blanco y un toro negro, símbolos del día y la noche, en el ara de Poseidón, y los sacerdotes ejecutaron las aspersiones rituales del casco con sangre de las reses inmoladas. Los augurios habían sido favorables, por lo que la tripulación convirtió la nave en un ajetreo de laboriosidad.

Súbitamente se hizo el silencio y unos estibadores ascendieron la escala portando el regalo que el rey Argantonio ofrecía al templo de Hera en Samos. Cincelado en el taller del maestro Rates, representaba un colosal vaso argólico para ofrendas. Laureado con acantos y quimeras, era sostenido por un trípode de bronce formado por tres atlantes con la rodilla genuflexa, de diez codos de altura, diestramente tallados en maciza platería. Una exclamación de asombro salió de las bocas de los congregados, que vitorearon al rey y al emocionado navegante griego. Este último, con lágrimas en los ojos, cruzó sus manos en el pecho en dirección a las terrazas del palacio real, donde el soberano de los Diez Pueblos presenciaba la salida de la nao helena rodeado de sus hijos.

—¡Salud Kolaios! ¡Larga vida al compasivo Argantonio! —clamaron los curiosos.

Hiarbas le tocó el hombro y, con voz franca, lo confortó:

—La audacia, o te lleva al fracaso o a la gloria; tú has alcanzado el cielo.

—Fui atrevido, cierto, Hiarbas, pero también padecí temores sin nombre antes de recalar aquí. Salí al encuentro de mi destino y hallé el calor de unos semejantes de generoso corazón. Quedo atado irremisiblemente al recuerdo de Tartessos.

El pentarca alzó los ojos hacia el gentío, donde descubrió sollozantes a Lineo, a Alástor el arpista, a Nunn, a Amukis, al plañidero Lagutas y a Níobe, la mujer por la que sentía una devoradora atracción, pues penetraba como nadie en los secretos más recónditos de su espíritu, sosegándolos. Afectado por la desazón de la despedida, los saludó. Cuando la galera, empujada por la corriente del Tertis, viró hacia la vastedad del océano, lamentó abandonar su patria, a sabiendas que lo hacía con la reticencia del rey; pero se consolaba con las maravillas que le depararía el exótico viaje y la esperanza de hallar a Anae.

Pensativo se decía: «¿Por qué extraña paradoja se mostró Argantonio tan reticente a la partida y al tiempo me rogó atormentado que le sirviera de ojos y oídos en las ciudades que visitara? ¿Qué enigma se oculta tras la desaparición de la pitonisa de Noctiluca?». Un sombrío presentimiento le sugería que los genios de la fortuna reían taimadamente a sus espaldas y trataba de retener las imágenes de su patria para luego evocarlas en la lejanía. Apretó la daga con la cabeza de lobo en el pomo y las tabas de la fortuna, y bajando los ojos, se encomendó contrito a la diosa del Lucero.

El flautista comenzó a tañer con fuerza el ritmo sicinio de la remada y los once remiches libios desnudos de la fila superior y los doce de la inferior alzaron los remos a una. Nunca los tartesios, curtidos aventureros de la mar, habían contemplado una nave desaparecer tan vertiginosamente de sus ojos con unas paletadas tan isócronas y rotundas partiendo las aguas como si de melaza se tratara.

Al comparecer frente a las islas gadiretanas, una luz filtrada por las invisibles celosías del mar, envolvía como un torrente la Gadir sidonita. Hiarbas añoró en un recuerdo de nostalgia a su amigo Milo, pues era ajeno a que en la cala de poniente doce equipadas naves gaulós, alertadas por los vigías, se aprestaban a seguir la estela de la nave samia y a espiar, como el halcón a la presa, cada unos de sus movimientos por el mar Interior, simulando un rutinario viaje comercial a Tiro.

Animado por la halada, el tartesio gritó hacia el infinito piélago: —¡Poseidón, el de los cabellos azules, concédenos vientos tan ligeros como las alas del pensamiento! —y los nautas griegos lo jalearon:

—Que Zeus, el que amontona las nubes, domine el viento Euro.

Hiarbas estaba persuadido de que, tras aquel aventurado viaje al otro lado del mar, su corazón o su alma, o quizá ambos, retornarían henchidos de gozo; o heridos fatalmente.

* * *

Distraído en sus cavilaciones y mecido por la apacible navegación, Hiarbas observaba hora tras hora la marinera bogada del Icaria, añorando los efímeros dulzores de Turpa. Cruzaron sin novedad las Puertas Tartéssicas y los Siete Faros de Hércules, y se ajustaron a las costas de Libia, al favor de las corrientes.

La nave no cabeceaba como las galeras tartesias, y la vela, henchida como un pellejo de piel de toro, arrastraba el huso gigantesco del casco, un monstruo rojo que parecía atraído por un invisible reclamo abisal. Acechaba el cruento batir de los remos y a los bogadores de cabezas rapadas, que entonaban con la bogada baladas de una tristeza abrumadora por la condena a morir cada día en la cárcel marina. Sometidos a continuas vejaciones, preñados de bubas agusanadas, soportaban una vida desdichada, encadenados a los bancos en postura encorvada, con las manos en carne viva, las espaldas desgarradas por la fusta del cómitre, mal alimentados y peor vestidos. Cuando no remaban eran conducidos a un cuchitril inmundo donde se oían voces lastimeras y a veces furibundas peleas que eran acalladas a bastonazos. Muchos se entregaban a la sodomía, y cuando arribaban a puerto, si el oficial estaba de buen humor, autorizaba el paso a algún viejo putón al que escarnecían y en el que descargaban sus más bestiales instintos, posiblemente contagiándose del morbo pestilente, que a la postre supondría la liberación de sus miserables existencias. Al pentarca la rudeza del trato y los despojos humanos esclavizados en los bancos lo perturbaban.

Soportaron tormentas livianas tras franquear las islas de Pityussa y Cromiussa, y Hiarbas oía el lejano bramar del trueno enfurecido y el rayo zigzagueante; aunque navegaba en un navío seguro, asía los astrágalos de la fortuna y los besaba, pues los misterios de la bóveda celeste le infundían temor y sometimiento a los dioses. Aunque la nave de Kolaios era una carguera, presa deseada y fácil de vencer en combate, ningún pirata se atrevía a intentarlo siquiera, pues sabían que resultaba inútil perseguirla, ya que desaparecería de sus ojos como un inatrapable nerval. Por las noches, la luna flotaba a su lado, espejeando con miríadas de reflejos la senda acuática, y el pentarca se ensimismaba perdiendo la mirada en los centelleos, que le reportaban nostalgia de Tartessos.

Comían arenques, aceitunas, higos de Esmirna, pan cenizoso y guisos de correosa cabra. El tartesio sufrió la abrasadura de una fiebre ligera tras una severa disentería, que mitigó con una timiama de galbano proporcionada por un chancero Kolaios, quien lo cuidó solícitamente. Restituidas las fuerzas, avistaron Sicilia, «la isla de las tres puntas». Amainaron la vela y recalaron en Messina, la ciudad repoblada por la Medusa, y donde se creía que Vulcano escupía fumaratas blancas por la boca del volcán Etna. No fueron tragados por los tritones, como narraran de Ulises en la Odisea, y con buen tiempo y el mar como una acequia, aguaron y sacrificaron un cordero y una ánfora de vino a Afrodita Marina en el promontorio de Eryx, el pétreo faro salvador de la ínsula.

—¡Que Poseidón Enosigeo, amparo de navegantes, nos proteja! —rogaron.

Decidió Kolaios, muy conocido en aquellos puertos, investigar por su cuenta sobre la suerte de Anae por si en los mercados de Akrai o Himera hubiera recalado una nave con mercaderías y esclavos de más allá de las Columnas Heracleas, sin que sus pesquisas obtuvieran respuesta alguna. Kolaios, que poseía reputación de conocer por el olor la procedencia de cualquier embarcación, fue el primero en percibir que eran seguidos por una flotilla fenicia. La vio anclar al abrigo, entre un ajetreo infernal de estibadores, pedigüeños y escribas que revolucionó el puerto, y supuso que no eran ajenas al viaje del Icaria.

—¡Rumbo a la Isla de los Afortunados[74] y que Poseidón y Bóreas nos valgan! —ordenó, recelando de sus movimientos, pues inexplicablemente la flota se dividió en dos, unos rumbo sur, hacia Cartago, y otros tras el Icaria.

La templanza acuática los envolvió los tres días siguientes de boga y soportaron aguaceros impetuosos. La estrella fenicia desapareció del firmamento, oscuro como la pez, por lo que, para evitar los rompientes, anclaron a dos estadios de Cefalonia para con la aurora cruzar el cabo de Siderón y recalar en Malia, ciudad de la blanca isla de Creta, la del mar zarco, el culto al toro sagrado y los acantilados mortíferos.

Según Kolaios, el antiguo reino del Minotauro llegó a aunar noventa ciudades rivales en riqueza, civilización y tolerancia, y su marina había surcado el mar Interior antes que ninguna nación helena. Avistaron el abandonado palacio de Cnossos, una maraña inextricable de ruinosas estancias, azoteas y galerías desvencijadas, tomadas por las higueras silvestres, las zarzas y bejucos, y morada de cuervos y lagartijas.

Hiarbas no ignoraba que habían habitado en él el legendario rey Minos y su esposa Pasífae, que, insospechadamente enamorada de un toro blanco enviado por el padre Poseidón, había mantenido amores ilícitos con la bestia, naciendo de la antinatural relación el terrorífico Minotauro, un monstruo con cuerpo de hombre y cabeza de toro que se ocultaba en el laberinto construido por Dédalo, donde se saciaba con la carne de las doncellas atenienses, hasta que fue exterminado por el héroe griego Teseo con la ayuda de Ariadna, hija del rey Minos.

La leyenda tartesia hablaba de relaciones entre ambos pueblos, de estirpes comunes e incluso de lazos familiares, lenguajes y tradiciones análogas, como las danzas ante los toros sagrados, las escrituras y los signos de los bronces, y un pronosticado final de su cultura tristemente paralelo, pues un violento cataclismo y la irrupción del volcán de Thera habían acabado con el florecimiento cretense aniquilando su esplendor.

Hiarbas consideró que se trataba de un pueblo muy afín a los tartesios, alegre y hospitalario que amaba la vida y la belleza. Seguían lidiando los toros sagrados como en el mismo Tartessos, en medio del fervor y el respeto, y sus acrobáticos lances le recordaron las verdes praderas de Asta y Turpa. No se levantaban templos ni santuarios en la ciudad, pero sus palacios, lujosos y laberínticos, coronaban las colinas de floridas terrazas. Los muros exornados de pinturas y los fértiles jardines sembrados con bancales de flores hechizaban a la vista por su vivaz coloración y esencias.

Kolaios, en secreto, realizó semejante operación que en Sicilia, visitando a conocidos mercaderes de esclavos; pero sin éxito. Nadie conocía al tratante de esclavos, ni se hablaba de que una sibila de Occidente hubiera sido vendida en los mercados de Pylos, Citera o Phaistos, por lo que Hiarbas consumía sus escasas esperanzas de hallarla como los granos van cayendo inexorables en el reloj de arena.

El samio, observando su deplorable estado de ánimo, cambió de planes y, aunque no era hombre muy devoto de los dioses y únicamente creía en los vientos, en sus remeros y los caudales que transportaba en su nave, le dijo sonriente:

—Hiarbas, no debemos dejar ninguna puerta sin cerrar, así que mañana al amanecer visitaremos la sagrada cueva de Psycro. Allí se adora a la Madre Tierra y la pelíade Andrómaca, famosa pitia, augura el porvenir a los navegantes.

—¿Lo consideras necesario?

—Antes de asistir a Corobio, el náufrago, la visité; y creo en sus cualidades mánticas. Es la pitonisa más acreditada de Grecia por inspirar a los navegantes helenos en sus arriesgados viajes, impulsar sus periplos inciertos a mares ignotos e iluminar las singladuras a los vastos océanos.

—¿Y sus respuestas son tan confusas como las de todos los oráculos?

—Su chresmós, o sea, la predicción oracular que me auguró a mí, no pudo ser más certera. Hoy, al regreso, interpreto con claridad que se ha cumplido al pie de la letra. Presta oídos a lo que me dijo: «Kolaios de Samos, averiguarás el secreto de Ulises y sustituirás en otros mares lejanos tu vieja ancla por otra cuyo fulgor envidiará la luna». ¿No lo comprendes, Hiarbas?

Ante la prolongación del expectante silencio del pentarca, Kolaios continuó:

—Ulises traspasó las Columnas de Hércules, como yo mismo. Mi ancla es de plata maciza, obsequio de tu rey, ¿y no brilla como la diosa de la noche?

El tartesio, admirado, apostó su mirada en el infinito y le confesó:

—Ciertamente, se ha consumado con una precisión innegable impropia de la ambigüedad de los oráculos.

—Hombres y mujeres de toda la ecumene peregrinan a Psycro para liberarse de sus miedos y de la crueldad de sus dudas. Por un óbolo justo podrás acceder a los misterios del azar. Se cuentan augurios rigurosos de esta pitonisa, que posee una red inmejorable de confidentes en el mar Interior, con señales más seguras que las de un rey. Una cohorte de anfictiones, sacerdotes y domésticas la sirven, y su fama de insobornable ha trascendido.

—Pues a la sacerdotisa de Psycro someteré mis desconsuelos —asintió.

* * *

Hiarbas no podía conciliar el sueño tendido sobre los cordajes, y se ensimismó contemplando las rutilantes estrellas. ¿Acumularía nuevas dudas sobre su alma la pitonisa de Psycro, o aportaría una luz a su maltrecho ánimo? Kolaios le había asegurado que dispensaba consuelo a los desolados y buscadores, y se sosegó.

En la inquieta vigilia, el mar le parecía más lúgubre que nunca, y exangües recordatorios hacia Anae, Níobe y Argantonio embalsamaban las asperezas de la soledad. Sin embargo, no ahuyentaban sus inaccesibles dudas.

No podía evitar los reproches de su propio corazón, pero no deseaba añadirle más aflicción, pues suprimiría de golpe su valor. ¿Acaso no resultaba extremadamente peligroso abandonarse al desánimo?