Al alba, el aire de Turpa aquilataba una prodigiosa transparencia y bandadas de alondras anunciaban la mañana con sus majestuosos vuelos.
Hiarbas, antes de abandonar su casa, se deslizó por la puerta entreabierta de la estancia de Níobe, que vivía las primeras lunas de libertad apostada en una nube de placidez. Habían alcanzado el punto sutil de la armonía y reparado sus sentimientos como se recompone un rompecabezas desbaratado y sus afectos crecían con la convivencia cotidiana.
Dormía aún, envuelta entre sábanas desordenadas, descubriendo los hoyuelos aceitunados de su cuerpo, mientras el pecho palpitaba con el ritmo de la respiración. Los bucles de su pelo exhalaban un perfume a nardos que arrobaba, y el pentarca la contempló con delectación, pero también turbado por la intrusión en la privanza de la muchacha, que de improviso se despertó complacida por la inesperada aparición.
—Anhelaba verte, perdóname si te he incomodado. El rey me aguarda y parto para el palacio.
Un grato silencio de placer los envolvió, y Hiarbas, encendido, apeteció apagar el ardor de las venas en su regazo; pero se reprimió.
—Una vida, uno junto a otro y sin reservas, no ha hecho más que nacer, mi señor. Aún conservo el sabor de tus besos incendiados en mis labios —dijo, y le dedicó una afectuosa mirada, como quien reproduce un gesto sincero.
* * *
Después de los despechos y decepciones, Hiarbas lo aceptó como un indicio prometedor. Aún se regocijaba con la evocación de la fresca delicadeza de Níobe cuando la galera real se deslizó por las aguas del lago Ligur entre los perfiles de un paisaje diáfano, esmeradamente delineado por una naturaleza pródiga. Repercutía el fragor de los cangilones de las norias y el rumoreo de las garzas sobrevolando las alquerías, y los collados despedían un sutil aroma a siegas y a viñas en sazón.
Al pentarca aún lo corroía el remordimiento de haber errado en sus predicciones sobre la desaparición de Anae, y contemplaba junto al rey, que sostenía a su felino favorito en los brazos, el hervidero de luz de las riberas. Argantonio, con desconocida apatía, conversaba en la cubierta con Hiarbas en presencia del sumo sacerdote Hilerno y de Balkar, quien lo observaba con sus ojos rencillosos. Lo despreciaban por el inútil viaje al mar hiperbóreo de las Kasitérides, se regodeaban con sus pesares, y sostenían desdeñosos secreteos a sus espaldas que lo mortificaban.
La atmósfera estaba enrarecida y Hiarbas, atrincherado en los pesares de su fracaso, se sentía como un extraño. Relató al rey las peripecias vividas en Albión y le confió un morrión con las tablillas donde se puntualizaba el prolijo relato. El monarca, sin hacer escarnio de su frustración, se asociaba paternalmente a su fiasco, agradeciéndole en nombre de la corona el denuedo mostrado en la búsqueda, que tildaba de infructuoso contratiempo.
El rey, que parecía declinar hablar del tema, dominaba sus gestos. Le narró los días de efervescencia vividos en Turpa con la llegada de Kolaios de Samos y la pentencontera de casco carmesí, la «galera roja», como la apodaba el pueblo, y los ventajosos mercados que se abrían para la nación. Durante la plática soslayaron referirse a la sibila, sobre la que no se conocía ni una pista, ni un rescate reclamado, ni una confidencia. Se la había tragado la tierra. Los informes desfavorables de los agentes desplegados por la topografía tartesia y el mutismo ordenado por el soberano así lo imponían.
Hiarbas intentaba no atormentarse y, aunque se revolvía como un animal malherido, insistía en la sospecha de que tras la infamante desaparición de Anae se hallaban involucrados cortesanos cercanos al trono. Para alcanzar sus codiciosos propósitos, Balkar, los eunucos del Lucero y los sacerdotes de Poseidón fantaseaban sobre la sibila desaparecida con infamantes acusaciones. Pero ¿cómo convencer al soberano sin argumentos sólidos ni pruebas fehacientes? Pero ¿quién poseía en sus arcas las valiosas monedas de Himera con el gallo sagrado, sino el templo y la tesorería real, únicos centros que podían negociar con ese metal? Sostenía con obcecación su teoría sobre el complot larvado de los prepotentes sacerdotes, pero algo en su mente le dictaba que no debía divulgarlo, y menos al monarca.
—Sé que mis palabras te disgustan, Hiarbas, pero, tras amargas meditaciones, insisto en que la desaparición de la sacerdotisa encierra una odiosa intriga que me corroe como una aguijón hundido en mi mente.
—Las deidades luminosas nos lo desvelarán tarde o temprano, mi señor.
—Y entonces ¿nada pudiste sonsacarle a esos nefandos tirsenos?
—Ni una palabra, pues no conseguimos encontrárnoslos cara a cara. Pero, para tu descanso, te aseguro que sus negras almas vagan en los infiernos —aseguró.
Con Argantonio, que le provocaba una confianza paternal, se sinceró:
—Señor, la mujer cilbicena, que rescatamos por un inescrutable designio del azar, habló de un desconocido mercader al que no reconoció, pero que mantuvo una singular conversación con Naso Balbacer. Fanfarroneaba de trasladar al otro lado del mundo de una mujer eminente del Lucero, y podría aportarnos un estimable rastro.
El rey, que parecía resignado a ver perdida para siempre a la sibila, y hastiado de platicar de un caso que lo conturbaba, no tomó en consideración el indicio y, en tono escéptico, incluso esquivo, apuntó:
—Nadie zarpó de estos muelles con Anae a bordo; de eso puedes estar seguro. Pero ¿a quién buscar ahora?, ¿a un marino sin rostro que partió hace diez lunas con destino desconocido? Olvida tu obsesión o amargarás tu existencia.
Hiarbas, desilusionado, desechó comunicarle los otros detalles que conocía.
—Resígnate a su pérdida. Nada has de reprocharte, mi generoso pentarca, aunque no deseo que los dioses me demanden el haberme opuesto a tu juramento.
¿Lo estaba incitando a no cejar en sus empeños y a persistir en la indagación? ¿Lo inducía a husmear en los posos ocultos de la supuesta trama?, ¿o bien le estaba sugiriendo que abandonara la búsqueda por motivos que ignoraba?
Unos criados les sirvieron bandejas argentadas colmadas de pastelillos de miel de Melaria, vinos de Colobona, densos y almizclados, y un elixir helado con pétalos de azucenas, que agradecieron, agobiados por el sofocante calor.
—Pasas por ser uno de mis consejeros más discretos y eres digno de toda mi confianza. Escucha: El samio me confirma tensiones en los mercados de Oriente que ratifican mis recelos. La fuerza destructora de los persas parece no detenerse y han puesto sus ojos en las ciudades fenicias del Líbano, pero mañana lo harán en las ricas polis del Egeo, Samos, Mileto o Focea. ¿Y qué ocurrirá después?
—Lo ignoro, pero es un peligro que no podemos soslayar, mi rey —dijo Hiarbas, contrariado.
—Kolaios se ha ofrecido a enviarme desde Grecia informes al respecto. Mañana hablarás con él, Hiarbas, pues ¿por qué no especular con que la ocultación de la pitonisa no es sino un síntoma más de los ambiciosos planes de una fuerza extranjera interesada en nuestro metal?
—Mi amado rey, me cuesta trabajo unir la desaparición de Anae a acontecimientos tan lejanos y disímiles; dispénsame, pero he de manifestarte mi ignorancia en alta política —confesó Hiarbas, y su gris mirada del color de la plata, plena de discreción, se posó en los ojos serenos del soberano.
—En el gobierno de un reino todo cambio que atañe a su seguridad, por muy pequeño que sea, resulta sospechoso. Está en juego nuestra supervivencia.
Hiarbas asintió con la cabeza por respeto, pero lamentaba que sus pareceres sobre el paradero de Anae fueran tan antagónicos. La embarcación regresó al muelle de Turpa cuando el sol escocía en los ojos, brillando en los almácigos y aliagas que enredaban la torre del oteador de las lunas, Notos, el confidente de Hiarbas. Descendió el rey, pero inesperadamente se revolvió, manifestándole:
—Ah, pentarca, dispon de esa mujer cilbicena como te plazca. Presiento que su liberación y esas prodigiosas hierbas curativas de las que me has hablado significan buenos auspicios para estas tierras. Que Iduna, la Sabia, la proteja.
—Gracias, mi soberano. A tu magnanimidad deberá la libertad y su dicha. —Lo agradeció serio, pero pensó mientras besaba su mano: «No doblegarán mis ánimos. Soy constante como la luna en el firmamento, y desenmascararé a los impostores, aunque me vaya la vida en el empeño».
Hiarbas descendió por la escala no sin antes intercambiar una mirada de resignación con Sinufer, el médico real, que se hizo el encontradizo con sus modos delicados y que, al parecer, ya sabía que su afecta amiga, la sibila de Noctiluca, no había regresado de su mano al hogar perdido, ignorando en qué páramo, cueva, desierto o zahúrda sufriría la amargura del cautiverio.
—¿Cómo puede haberse evaporado de la faz de la tierra y nadie sepa nada?
—Sinufer, sé que te atormentas como yo porque la amas, pero alguien cuya identidad no puedo divulgar asegura que tal vez sufra soledad y destierro muy lejos de las bondades de Tartessos. ¡Que la diosa no la abandone! —dijo apesadumbrado.
—Rezo a Osiris y a Maut, señora del cielo, para que la rescaten del horror de la noche inacabable —rogó.
El tasador de metales sabía que el egipcio la idolatraba, y sintió compasión por él. Y mientras se acoplaba en la silla de manos, abrigó el presentimiento de que era considerado como un estorbo en aquel trágico e inextricable asunto.
* * *
No volaban los pajarillos en Turpa, y el aire inmóvil y asfixiante destilaba como un crisol flamígero la calina que prevalecía en el ambiente. Las casas de adobe quemaban, y los bronces del templo despedían fuego.
Hiarbas pensaba que no podía existir otro lugar donde hallar a un griego perdido que la pradera del templo de Poseidón donde se ejercitaban los atletas y los enredadores de toros, o en el hipódromo donde corrían los briosos caballos de Xera e Ispali. Diariamente, los atletas de la Estancia del Toro, para mejorar su condición física y luego danzar ágilmente ante las bestias de poderosos cuernos, se adiestraban en las arenas del Campo del Caballo. Se avezaban en las habilidades del pugilato, la equitación, la carrera, el tiro de arco, la jabalina, y el lanzamiento de discos de caliza roja, en cuya disciplina eran insuperables.
Absorto en la contemplación de los lidiadores de cortos faldellines, cuerpos untados de aceite y bucles ungidos, se encontraba Kolaios bajo un parasol de seda sostenido por un esclavo, espantando las moscas con un abanico de plumas de avestruz. Días antes, rodeado de palafreneros, navegantes y eruditos, Hiarbas lo había conocido en palacio y se había granjeado su amistad. Desde entonces, entablaban sesudas conversaciones sobre la producción de plata y las rutas marinas de los tartesios, pues el orfebre dominaba con aceptable soltura la jerga jónica.
Kolaios le parecía un hombre franco, pero sin embargo falto de escrúpulos a la hora de negociar, único propósito por el que había recalado en el reino del ocaso. Sobresalía en el arte de la diplomacia, sin engañar a nadie en sus lícitas pretensiones, y se comportaba como un sibarita consumado. Hablaba varias lenguas y se mostraba tan fogoso e intuitivo como un nómada del desierto. No abrigaba ningún resentimiento contra los fenicios sidonín y se resistía a cebarse en la proverbial avaricia de los fenicios. «Prójimos de ralea ingeniosa e inquieta», decía de ellos. No fingía lealtades que no sentía, salvo a sus lucros, y se esforzaba en negociar con el rey una futura ruta comercial entre Samos y Tartessos, idea que halagaba a Argantonio y que al pentarca le parecía muy justa y lucrativa.
—¡Mi dilecto Hiarbas! —exclamó jovial—. Echaba hoy de menos tu compañía y tu erudita plática. —Lo abrazó calurosamente.
—Salud, nauklerós. ¿Qué opinión te merecen las artes de los burladores de los toros —se interesó.
—Inmejorables. Cualquiera de ellos podría competir en el Altis de Olimpia con atletas de Crotona, Memea, Argos o Atenas, y alcanzar el laurel del triunfo.
Los irritantes insectos los mortificaban, y el samio no pudo reprimirse:
—¡Que Zeus Miode, protector de las picaduras de los tábanos, nos asista. Jamás sufrí el ardor de tantas moscas juntas! —exclamó mientras las espantaban.
—Los establos de los toros del dios las atraen. Protejámonos bajo aquel emparrado, y platiquemos ante un cántaro de hidromiel fresca.
El fracaso de la búsqueda de Anae en Albión había despojado a Hiarbas del aura de hombre comunicativo. Pasaba los días y las noches insomne, incluso desengañado ante el derrotero tomado por la inexplicable desaparición de la pitonisa, de modo que, en aras de su reciente confraternidad, se sinceró con el samio, sonsacándole sobre el supuesto azar de los vientos que lo habían atraído a Tartessos.
—Mi decisión fue la suma de los afanes de un pueblo herido, y las esperanzas de mi Samos amada, que se desespera acosada por los persas —le explicó—. Y sobre el náufrago cretense que nos procuró las cartas de navegar, tan sólo te revelaré que ese majadero enloquecido merecía cuanto le sucedió. El progreso no se puede ocultar a nuestros semejantes.
—Los griegos lleváis el aguijón del riesgo en el cuerpo.
—Nos inflama incluso antes de abandonar la cuna. Desde que Ulises y Teucro arribaran a estas tierras y Hércules consumara tres de sus doce hazañas en tu patria, el rapto de los toros de Gerión, el exterminio del can Cerbero y el robo de las manzanas de oro del jardín de las Hespérides, estos parajes han ejercido un influjo hechizador sobre los navegantes de la Hélade.
—Estas tierras alegran el corazón del que las contempla.
—Territorios fascinadores —aseguró—. He avistado con mis propios ojos el Lago del Infierno en Onoba, la isla de Sarpedón y la fortaleza de Gerión, en cuyas cuevas dicen que habitan las Gorgonas, y mi corazón se abre al asombro. Con todo, zarpo contrariado por no haber navegado por las islas de Circe, Calipso y Syrie, las que los griegos llamamos Afortunadas, y sobre las que los pilotos tartesios habéis tejido un velo de sigilo infranqueable. ¿Qué ocultáis?
—Cualquier nauta nacido bajo este cielo se dejaría arrancar la piel a tiras y tragar pez incandescente antes de descubrir una sola palabra de las ancestrales rutas tartesias por el mar de Atlantis. ¡Constituyen nuestro gran secreto!
Sin embargo, ante el mudo asombro del tartesio, el griego bajó el tono de voz y quiso satisfacer una curiosidad que lo turbaba hasta el punto de hurtarle el sueño. Un pícaro fulgor chispeó en su mirada de zorro, y, aun a sabiendas de que contravenía un secreto revelado por el mismo Argantonio, inquirió de sopetón:
—¿Qué sabes de esos colonos que tu rey envía en secreto a las inexploradas islas atlánticas, a unas latitudes ignoradas por griegos y fenicios?
Hiarbas quedó atrapado en un rictus de mudo aturdimiento, creciendo en su mente el desconcierto. Su semblante era todo un monumento al estupor. ¿A qué asombroso enigma se refería que él, un pentarca del Consejo, desconocía? ¿Qué misterio agazapado en un secreto insólito conocía aquel extranjero, cuya existencia él ni siquiera sospechaba?
—Que el Lucero de la mañana me ciegue si sé de qué me hablas, Kolaios.
La tensión por la torpe indiscreción paralizó los labios del samio, quien, ruborizado, esbozó una mueca de disculpa por la farragosa situación.
—Nada impío me ha movido a preguntarte, Hiarbas. Excúsame. Creo que lo que te he revelado, en contra de la cortesía que os debo, tiene algo que ver con las profecías de Therón, el augur de Menestheo —se excusó Kolaios.
—Simplemente me has confundido. Sí conozco que Therón predice un terrorífico desenlace para Tartessos, pero nada más.
Hiarbas conjeturó las más peregrinas deducciones sobre la sorprendente revelación del navarca griego. ¿Ciudadanos tartesios emigrando a las costas de África y a las islas desperdigadas del mar Atlantis por recelo de una profecía catastrofista? Decididamente, algo se movía en Tartessos que su instinto no alcanzaba a comprender. Tal vez en alguna ocasión Argantonio lo hiciera confidente de tan extraordinario anuncio. Luego esbozó una mueca de ignorancia y, a modo de disculpa, le dijo:
—Te envidio, Kolaios. Mi retorno de las islas Kasitérides, después de una precipitada decisión, no ha podido constituir un fracaso más rotundo y me presiento fuera de las decisiones del Consejo. Un viaje penoso del que he regresado sin satisfacer ni mis pretensiones ni las del rey me ha relegado definitivamente.
El navegante quiso congraciarse con su amigo, y trató de confortarlo:
—¿Te refieres al caso de la pitonisa de Noctiluca y de su esclava desaparecidas en extrañas circunstancias? He oído muchos rumores desde mi llegada.
—¿También conoces un suceso sellado por el juramento de un restringido círculo de ministros del rey? —le preguntó de sopetón, extrañado.
El samio simuló ignorancia y, para no granjearse su hostilidad, explicó:
—Por el mismo Argantonio. Él lo cree vinculado a una pérfida trama contra Tartessos, y me ha suplicado auxilio para aconsejarle dentro de las más estricta confidencialidad. He aceptado sin condiciones, pues tu soberano, hombre sapiente y desprendido, se ha comprometido a ayudar a mi pueblo en tiempos de desolación.
Alentado por la confidencia, sus desilusionadas pupilas se excitaron y esbozó una sonrisa de complicidad. Para mitigar su desilusión, le confesó:
—Me veo sumido en una vigilancia recelosa y cuantos me rodean me parecen hostiles adversarios. Me siento vacío, como huyendo de demonios que me acosan.
—Sufres la soledad del investigador sometido a un juramento, y eso no es bueno para tu sosiego.
—Y tú, ¿te has creado alguna opinión sobre esa extraña desaparición?
—Sí, Hiarbas. Estimo, como tú, que esa mujer consagrada a la diosa ha sido raptada en oscuras circunstancias; pero, como el rey, sostengo que la cuestión excede a la esfera del templo y del palacio, y que un pueblo ajeno a Tartessos intenta perturbar el comercio en el mar Interior —aseguró categórico.
—Me mantengo escéptico ante esa opinión, pero me conmueve la suerte corrida por la sibila, con la que me hallo atado por una promesa de sangre. Y porque mi alma sangra de inquietud, te narraré algunos sucesos que nadie conoce. Escucha, amigo mío —y el orfebre le refirió las cuitas de la sibila en el Lucero, la hostilidad de los eunucos y sacerdotes de Poseidón, el testimonio del anunciador de las lunas, el apego a Milo y, sobre todo, la revelación de Níobe sobre el anónimo mercader y la conversación con Naso Balbacer.
Kolaios se replegó en su rechoncha humanidad, frunció los ojos azulísimos, y al cabo, emitió en forma de pregunta una deducción apasionada:
—¿Me hablas de una recompensa espléndida en el rico metal de Himera, y de un mercader sin escrúpulos que asegura haber consumado un generoso negocio transportando a una mujer al otro lado del mar?
—Así es como me lo narraron, Kolaios, y me merece toda la credibilidad.
—Pues entonces resulta incuestionable que quien lo recompensó pregona jerarquía y no temía que investigaran las bodegas del barco. Pero he de serte sincero, aunque te aflija: si el destino final del viaje era un lugar remoto del Mediterráneo, y además el beneficio era cuantioso, resulta claro, y presumo de conocer a esos mercaderes, que su destino final era el mismísimo infierno.
—¿Qué infierno? —preguntó con escandalizado desconcierto.
—Ese anónimo capitán posiblemente se dirigía a Kitión, en la isla de Chipre, el centro de esclavos más afamado del mundo y donde se cuecen las transacciones de carne humana más importantes del mar Interior. A esa mujer la ha quitado de en medio algún pájaro de altos vuelos y por un móvil capital, pues su presencia en Turpa no conviene a unos oscuros propósitos que tú y yo ignoramos.
En el ánimo del tasador de metales, el esbozo de pesimismo se trocó en una anhelante ansiedad. Ni una palabra salió de sus labios, pero procuraba recomponer sus maltrechas ideas. Un nuevo reto parecía ofrecérsele ante los ojos, aunque el caso se enmarañaba y se desenmarañaba a cada paso que emprendía. Su alma estaba sometida a la búsqueda de la sibila, y atravesaría mares y tierras con tal de hallarla; pero aquella nueva perspectiva lo desazonaba. ¿Habría de fiarse del nauklerós samio, un hombre cuya única fe consistía en venerar el lucro y el dinero?
—Tu opinión coincide con mis sospechas y con las de quien me lo reveló —se expresó el tarteso.
—¡Estoy seguro! No desfallezcas, aprovecha la oportunidad y ruega a los dioses para que te alumbren en la búsqueda. Yo te brindo mi galera para conducirte a Oriente, pues si te ayudo a ti, sé que favorezco a tu rey.
—¿De qué ofrecimiento me hablas? —se expresó con espontaneidad.
—Al final del verano se celebra en Kitión la festividad del maíz, que honra a Astarté. Al tufo del oro y la carne esclava acuden mercaderes de la Hélade, de Asiría, Egipto, Palmira, Frigia y Mesopotamia. Demandan esclavos de todas las raleas y precios, y te aseguro que no existe otro emporio de igual lujo, y un manjar como la valiosa pitonisa del Lucero no puede ofrecerse en cualquier mercaducho.
—¿Y si no la hallo en Kitión y añado a mi búsqueda un fracaso más? —receló.
—Siempre nos quedará Tiro, el ombligo del mundo para cualquier negocio. Esta oportunidad que te procuro puede constituir el último y definitivo esfuerzo que te conduzca a desvelar la desaparición de la sibila de Tartessos.
—Aunque a mí me corresponde la decisión final, Argantonio debe aprobarla; y no creo que acceda muy benévolo a la idea de que el responsable de la producción de metal de Tartessos abandone de nuevo estos negocios.
—¿Acaso no quedan otros pentarcas para ocuparse de ese menester? Yo lo convenceré, pues desea hace tiempo someter sus preocupaciones a algún oráculo de la Hélade. Aprovecha la ocasión que te brindo y no conviertas tu pesquisa en una obcecación, arruinando tu vida —lo animó—. El augurio se pronunciará inequívoco sobre el rapto y la posible conspiración. Kitión puede convertirse en el punto final de tus indagaciones.
Soportaba sobrada intranquilidad, sabiendo a Anae desaparecida, a su amigo Milo enfrentado y a su monarca receloso. No le asustaba el riesgo; meditó acerca de la solidaridad del extranjero y experimentó un súbito estímulo, un retador envite que lo apostaba quizá frente a la definitiva oportunidad para dilucidar el caso de la desaparición de la voz de la Luna.
—¿Cuándo parte el Icaria para tu tierra, Kolaios? —preguntó ávido.
—En la penúltima luna de esta estación. El mal tiempo se echa encima y debo apresurarme.
Al pentarca le roía la duda, como si un dios caprichoso le hubiera desordenado de nuevo la vida, ocultándole las piezas de su destino. Pero su corazón había tomado una decisión de forma irrevocable y decidida.
—Antes he de visitar a Kulcas, mi padre, en las fuentes del Tertis —apuntó—. Si para entonces no ha aparecido la sibila, y Argantonio así lo decreta, te acompañaré a Samos y me conducirás a Kitión; y si fuera ineludible, a uno de los oráculos de la Hélade. Pero innúmeras preguntas corren por mi mente acechándome como agudos cristales.
—Honras con esta decisión a tu talento, tanto como a tu monarca.
—El desafío me estimula y me seduce, y más aún cuando estaba pensando en que no era posible rendirme. ¡Que la diosa Luna me otorgue valor!
—Que Zeus, el que amontona las nubes, amanse a Bóreas y nos aliente.
Se despidieron y, cabizbajo, Hiarbas rodeó el recinto donde se guardaban las leyes en verso de los tartesios, el archivo real abastecido con bronces antiquísimos y las láminas de plomo con los pactos jurados por los nueve pueblos aliados. Los toros bramaron en los establos, y se alzó una tenue brisa en el lago que aportó al ambiente un deleitoso aroma a pinos. La esfera de luz seguía enseñoreada del firmamento, dispersando unos jirones grises germinados en el océano. Sin poder reprimirse, rememoró el secreto revelado inconscientemente por el samio sobre la colonización secreta de las desconocidas tierras del mar Atlantis. ¿Era uno más de los vastos e ineluctables planes de Argantonio, cuya mente no cejaba de urdir sueños?
Los días calurosos se iban deshojando en Turpa y los granados se preñaban de zumosos frutos.
* * *
Retornó a su mansión, reconfortado por el desconcertante rumbo que parecía tomar su estrella, una aventura a la que debía arriesgarse si quería restañar la agobiante congoja de su espíritu. El tiempo se le desgranaba con desmayados ritmos, y el asunto de Anae se le había tornado tan opresivo que la oferta del samio lo alentaba. Lineo le ofreció trozos de melón almibarado, diciendo:
—Un marino sidonín de Gadir trajo esta tablilla para ti, Hiarbas.
—¿Al fin el desconfiado sarím Milo se acuerda de mí y contesta a mis continuados correos? Ya había desistido de recibir noticias de mi enojado amigo. No cabe duda que se trata de una buena noticia, y mi corazón se regocija.
—Siento desilusionarte, amo, pero lleva estampado el sello de su padre, el todopoderoso Zakarbaal, el gran sufete de Gadir.
Con alarma, camuflada tras un velo de hastío, se desplomó en el camastro, sumiéndose en la benignidad empalagosa de la alcoba, donde comparecían los murmullos del puerto y el roce de las hojas en el jardín. Abrió el mensaje, dispuso una candela parpadeante a su lado, y leyó la rotunda caligrafía, no sin resquemor:
Que Tanit y la luz de Baal Hammón[72] el celeste Señor de los Tronos, te protejan. A Hiarbas de Egelasta, pentarca de los Metales, en Turpa.
Ante tu desprendida preocupación por mi hijo Milo, no tengo por menos que excusarlo en aras de vuestra añeja y posiblemente extinguida amistad. No sé a qué obedece la negativa a escribirte, quizás a una aprensiva suspicacia, o a la animadversión hacia quienes en Tartessos lo han asociado a la desaparición de la sacerdotisa de Noctiluca, a la que Milo se halla encadenado por una fuerza cenital. Abandonado a azarosas influencias, su futuro se reduce a la búsqueda de la pitonisa, y ninguna otra cosa lo inquieta ni inmuta.
Lo domina la pereza y una amarga convulsión se ha apoderado de su espíritu, empujándolo a la desidia y al abatimiento, como si le hubieran suministrado un veneno de víboras, o helado el corazón. Su innata tendencia a la independencia y a la ensoñación lo arrastran en sentido opuesto a las obligaciones de su grado. Para ahogar las penas, ha partido hacia las colonias sidonín de Libia, donde, asegura, sosegará el ánimo. Aunque mi abatido hijo no lo admita, sé que estás consagrado a la búsqueda de la pitonisa y que persigues su rastro sin desmayo para acallar a los incrédulos y desenmascarar a los insidiosos, aunque puede ser que sus esfuerzos resulten tan infecundos como el vientre de una hembra estéril.
Pero confiemos en que la luz siga inexcusablemente a la oscuridad y se rasguen sus zozobras como un velo de seda, diluyendo el halo misterioso que rodea a pérdida tan sagrada para Tartessos. Como gobernante, no puedo despegar mis labios y debo simular ignorancia, pero no relegues al olvido el consejo que te proporcioné en el templo ante Melkart, «desconfía de los poderosos». Ruego a Astarté que tú y Milo, mi primogénito de alma indócil e insatisfecha, recuperaréis los días perdidos.
En Gadir, el tercer día del mes de schebaz de la tercera estación.
«De modo que Milo supone que formo parte de la camarilla de quienes lo acusan con el dedo inculpador del rapto —reflexionó taciturno Hiarbas—. A veces el ardor de la amistad se troca en malquerencia. ¿Acaso sufrirá mordido por el alacrán de los celos? Y Zakarbaal, al que advierto en su caligrafía distante y preocupado, ¿por qué muestra ese recelo tan calculador y una enfermiza aversión a su hijo, que tan sólo rechaza ser manejado por un padre severísimo? ¿Piensa, como yo mismo, en la intervención de los sacerdotes y del tesorero real Balkar, los poderosos señores de Tartessos en la desaparición?»
* * *
La primera noche de la Luna Esplendente, en la mansión del pentarca corrió el vino y la celia del norte entre el melodioso canto de Alástor, disfrazado de la musa de la lírica, Terpsícore, coronado de vides y acompañado de unos rapsodas tartesios que tañían caramillos. Alástor arrancó de su cítara aspergios que hicieron suspirar a la sanadora, que gimió como una plañidera. «Níobe, la hija más amada de mi corazón. No se olvidaron de ti los dioses que te condujeron en el carro de Apolo a la patria de las dulzuras».
La fiesta estaba dedicada a Níobe, que convivía con el orfebre desde la llegada de las Kasitérides. Pronto tomaría casa propia, donde quienes la conocían reclamaban el bálsamo de sus curas y los conocimientos en las hierbas sanadoras. Hiarbas escenificó el fin de la esclavitud de Níobe en una ceremonia íntima e imperecedera en la que participaron sus amigos más fraternos.
—Tu destino, amada mía, fluye por ríos de recónditas inteligencias que hacen de tu corazón un marjal de bondad y dulzura, pero nunca de cadenas.
Ceremoniosamente, le arrebató un ritual grillete de plata que rodeaba su cuello que dedicaron a la diosa Luna colgándolo de un olivo, mientras le ofrendaba una lámina de bronce sellada por el soberano que restauraba su perdida libertad. Arrebatadoramente hermosa, agradeció a los invitados el afecto, reconociéndole a su salvador:
—Mi adorado benefactor, sin ti, mi alma seguiría encadenada.
—Níobe, tu pesadilla de aflicción ha concluido; ahora siéntete libre y amada —manifestó Hiarbas, que le entregó como regalo un collar de oro que representaba un racimo de brotes de olivo.
El gozo de la sanadora creció cuando Hiarbas tomó de una naveta de bronce un puñado de frutos de granado y se lo ofreció para que los probara después de catarlos primero, el símbolo tartéside del amor indisoluble y del compromiso afectivo. La muchacha reconoció la munificencia del monarca y el cariño de Hiarbas, elevando a continuación su canto de gratitud al diáfano astro menor que rielaba en el tinte de la noche.
Sonó el tamboril y las muchachas bailaron la danza de la Vendimia, instante en que se encendieron las candelas, y se liberaron palomas blancas, símbolo de la libertad recobrada. Recorrieron el jardín a la luz de la luna, abandonados a las influencias de sus destellos benefactores, y disfrutaron de la melancólica velada, que la sanadora jamás olvidaría.
La fiesta prosiguió por las dependencias de la casa, pero Níobe, hembra de intimidades, se vio atraída hasta el arrebato por el orfebre, al que rescató y condujo a la alcoba. El albor lechoso del cuarto menguante alumbró la estancia y una humedad cargada de rocío descendió del río. Con una voz apenas audible, susurró palabras de arrullo, sintiéndose encadenada a aquel hombre de selecto espíritu a través del embeleso y la gratitud. Merced a su magnanimidad, los días de agrio acíbar se habían transmutado en feliz bonanza.
Tentadora en la caliente oscuridad de la noche, con el cabello peinado en tirabuzones, perfumada con benjuí de Arabia, las mejillas coloreadas con antimonio, las pestañas negras y sinceras, y cimbreándose con el candor de una virgen, se abandonó acurrucada en el ardoroso pecho de su libertador. Se desprendió del velo y de una efímera clámide bordada con fimbrias de plata, dejando libres unos muslos irreales y unos senos palpitantes. La pesadilla de la esclavitud y sus atroces experiencias no habían dejado ningún rastro en su piel.
—Níobe, hoy mi corazón vuelve a rezumar inquietud —se sinceró Hiarbas—. La fortuna me vuelve a desafiar con toda su crudeza y me incita a abandonarte.
—La voz de la diosa te llama lejos de esta tierra, ¿verdad? De nuevo has de tomar las sandalias y las alforjas y partir en pos de tu pesadilla.
—Lo asumo como un gustoso reproche, pero así es. La búsqueda de la Sibila me persigue como un fantasma en la noche. Sé que no es vida andar deambulando por atajos de este plano mundo, pero queda por resolver un jeroglífico crucial, y un fatigoso juramento apremia mi espíritu.
—¿Y has de renunciar a una vida de placeres viajando a los confines del orbe por una insatisfacción que sólo a ti parece preocuparte?
—La desaparición de la pitonisa me ha traspasado a una realidad desconocida. Preciso de una prueba concluyente que me libere de la promesa contraída con ella y sosiegue mi alma.
Níobe dejó caer sus ropas y tan sólo se quedó con el collar regalado por el pentarca, que se estremecía en su pecho palpitante, y con los aretes de sus dedos y tobillos. Se cruzaron miradas de devoción, se arrullaron con el brío de una pronta despedida, se besaron como enamorados dulcemente seducidos por la danza de la vida, y la sanadora, entre caricias, se enroscó en sus miembros como una cabalgante madreselva. Creció en su corazón el bello amor que sentía por el orfebre de ojos grises, y lo acosó con sus dúctiles caricias, resbalando por sus turgencias.
El idílico momento adquirió la medida de una felicidad intemporal. Con la boca entreabierta y el movimiento de sus manos, suaves como plumas y abrasadoras como carbones, embriagó a su amante, que se incendió con la fineza de su piel amada. El cuerpo de la mujer, aceitunado como el hayuco y fresco como la aurora, se removió embriagado por el placer, y, como la ola de un océano embravecido, envolvió y arrasó las ansias de Hiarbas, que la adoraba.
Le ofreció las bayas carmesíes de sus senos pintados con limaduras de coral, el cálido sexo, oscuro como los dátiles del palmeral, y los valles de su piel de ébano; el enamorado, su tersa virilidad, mientras jugueteaba con sus pechos y la lozanía de las caderas redondeadas. Al rato, tras jadeos encendidos, los cuerpos, enrojecidos por las candelas, se abrasaron en el fuego, aniquilados por la incandescencia de la pasión.
Fuera, la noche de la libertad amansaba con indolencia los sicómoros, los bancales de rosas, las olorosas asclepias y los cidros, donde las tórtolas languidecían con el calor de la vigilia. Las conjunciones de estrellas rielaban en un rastro difuso, iluminando los borboteos de la fuentecilla. De la dormida ciudad comparecían debilitados rumores, que se mezclaban con los arrullos de los amantes. Hiarbas, arrobado, le confesó:
—En la lejanía evocaré el placer de tu compañía y el encanto de tu piel. Estos momentos hechizadores parecen vividos fuera del tiempo.
—Nada alterará el tesón de mi espera y te aguardaré con el alma inquieta, Hiarbas —le aseguró ella con tristeza—. Rezaré a mi dios Bel, la divinidad de los sanadores[73], para que te devuelva indemne. Lineo y yo cuidaremos de tu casa y de tus intereses hasta que regreses.
Desplegó sus cabellos oscuros, cubriéndose con pudicia, y, ebrios de placer, se abandonaron en una tregua indulgente hasta que notó un suspiro de aflicción de Níobe delatando congoja. Lo amaba con un hondo afecto, pero imaginaba que quizás aquella noche fuera la última en la que intimara con Hiarbas en la privacidad de su lecho, pues una promesa de amor duradero resultaba improbable mientras no concluyera la búsqueda de la sibila.
Sin embargo, la mujer que había sufrido el frío del invierno eterno en su alma percibía que al fin alguien escuchaba las inquietudes de su alma atormentada. Mientras, un Hiarbas adormecido, pensaba que parte de su corazón veneraba a aquella mujer, y que su emoción no era ficticia. Derivó las reflexiones al próximo empeño que podría colocarlo en el filo de la navaja, pero ningún mortal nacido de madre podía desviar ni un ápice lo que los dioses habían tejido en el telar de su azarosa vida.
Se encontraba dispuesto a servir a su rey y a la deuda contraída con la sibila; pero ¿podría cambiar con su compromiso el curso de los sucesos y el capricho de los dioses?
Los astros centelleaban en la negrura y le parecían iris sombríos que le auguraban pesadumbres al otro lado del mar, en la legendaria Hélade.