LA VELA DEL JABALÍ ROJO

—¿Quién eres, mujer? —la interrogó Hiarbas.

—Ahora, tu esclava —respondió con impecable firmeza—. No estoy de humor para aguantar simplezas. ¿Cómo te llamas? —le preguntó severo sobre la cubierta del barco, admirando su poderosa sensualidad, increíblemente fresca tras los vestigios de la esclavitud.

La joven rescatada inició su réplica, concisa y desapasionadamente:

—Mi nombre es Níobe. Pertenezco a la tribu de los cilbicenos de Calpe[70] y a la casta de los sanadores. Ejercía la curación de males cerca del faro de los Atunes, en el segundo altar de la Columnas Herácleas, donde mi nombre es venerado. Sanaba huesos dislocados y suministraba a los marinos elixires salidos de mis manos, hasta que ese aventurero tirseno me separó de los míos con engaños y brutalmente, para conducirme a este lugar de donde tu generosidad me ha liberado. Maldeciré mientras viva a ese animal lujurioso de Balbacer que quebró mi vida para siempre, pues en este infierno he apurado el amargor de la desolación y la más humillante de las degradaciones.

Hiarbas se admiraba de que, por un azar impenetrable, hubiera redimido de la esclavitud a aquella desconocida pero efusiva mujer; aun así, admitió:

—No era mi voluntad liberarte, pero por un antojo del destino te hallas libre y entre gente amiga. Adrastea, la diosa de la fortuna, te ampara con su manto, no cabe duda.

—Me has rescatado de los infiernos, y por ello quiero mostrarte desde la profundidad de mi alma el agradecimiento que merece tu corazón compasivo.

—No quise deshonrarme a mí mismo. Eso es todo.

—Tu escriba me ha contado parte de tu vida y sé que eres ministro del rey Argantonio —le dijo—. Yo soy una curadora alabada en la costa, y gentes de Mainake, Baessipo y Sexi caminaban muchos estadios para que los sanara. Tullidos, lisiados y mujeres de vientres marchitos acudían en busca de mi ayuda, pero en mi esclavitud, no pude aferrarme a un solo recuerdo que atenuara mi desgracia.

—Tu fama te había precedido, y hasta ese estrafalario chamán te profesaba un gran respeto. Pagó por ti un precio exorbitante, según dijo.

—Que recuperó al día siguiente, el muy ladino —ironizó—. Es un ignorante embaucador que simula entrar en trance con los espíritus. Sin embargo, la sirvienta, en la luna que viví entre ellos, me enseñó el poder curativo de algunas plantas, desconocidas hasta ahora para mí.

Hiarbas la desoyó, impaciente por ejercitar con los corsarios un pronto escarmiento, y cambió el sesgo de la conversación, agitado por la curiosidad:

—¿Sabes qué fue del barco tirseno y de la otra partida de esos bergantes?

—Esos rufianes se separaron, y unos quince pusieron rumbo a otra isla más al ocaso para saldar al resto de los esclavos —le informó—. ¡Puñado de bastardos!

»Conocía bien a esos pobrecillos —continuó—; algunos bástulos y gymnetes murieron en las bodegas. Sobrevivieron los númidas, casi unos niños, y los emplearán en las minas de oro. Morirán sumidos en la miseria, cargados de grilletes, ciegos y famélicos, en estas sombrías tierras, y alejados del calor de sus hogares; y sólo por la incontinente avaricia de ese diablo sin alma.

Níobe se revolvía con furia contra su desventurada prueba, y la pesadumbre se apoderó de ambos. El orfebre la consoló con su franca mirada:

—Ya se pudre en el Averno y encontró la recompensa que buscaba. En cuanto a ti, el tiempo cicatrizará tu desgracia, mujer.

—Yo me vengué de esos embrutecidos piratas ejercitando la más caritativa acción que he llevado a cabo en mi vida —se sublevó—. Sus manos estaban teñidas en sangre de muchos inocentes a los que arruinó la vida.

—¿Que te vengaste? —se asombró el pentarca—. No acierto a comprender.

—¿Quién crees que alertó a Karaván de que proyectaban robar el Rostro del Sol mientras durmieran? ¡Yo! Sabía lo que maquinaban esas bestias desde su llegada al santuario, y no pude hallar mejor modo para desagraviarme. Tragué mucha hiel y bajezas sin fin, y gocé viendo cuando los destripaban y cómo gritaban como cerdos en el matadero.

—Los dioses luminosos guiaron tu voluntad —se admiró Hiarbas—. Posees talento y fe; sobrevivirás. Ya no me cabe duda de que una poderosa estrella te protege.

—Pero la esclavitud no posee redención; es como descender en vida a un mundo terrorífico donde las palabras compasión y sentimiento no existen. Y yo debo dar gracias al cielo, pues, por ser una mujer bendecida, me respetaron.

Traumática debía de haber sido la experiencia de aquella muchacha para destilar tanto odio contra Naso. No parecía una hembra vulgar y, aunque nada indigno parecía rozarla, se veía agotada por los sufrimientos, lo que hacia que Hiarbas tolerara su frialdad en el trato con sus ruines captores. El pentarca la observaba con apego y le parecía una réplica fiel de la sibila, con los ojos incitantes y su atractiva morenez. Aliviado, renunció a sondear más en sus afligidos recuerdos.

—¿Qué harás conmigo cuando arribemos a Tartessos, señor?

—Perteneces al rey Argantonio. Él, con su equidad, lo decidirá.

—Pero es a ti, Hiarbas, a quien guardaré gratitud imperecedera.

—Zanjemos el asunto. Cualquier navegante tartesio hubiera obrado igual.

—Lo dudo, así que déjame que pruebe mi prodigalidad contigo. Pudiste abandonarme en aquel lugar de locura sin arriesgar tu pellejo, por lo que te regalaré dos dones que compensarán tu gesto benefactor —confesó amansada.

Con una voz no desprovista de simpatía y ternura, la tranquilizó:

—No me debes nada, olvídalo —dijo—. ¿Qué puedes ofrecerme tú?

La joven no pudo disimular su reconocimiento, y gruesas lágrimas corrieron por las mejillas, sorprendiendo a su interlocutor:

—Tú decides sobre el trabajo de los fundidores y herreros de Tartessos, ¿no estoy en lo cierto? —lo interrogó más serena.

—Así es —dijo un tanto sorprendido.

—Escucha, mi salvador. La sierva del chamán me descubrió que las hojas de una planta que esos salvajes llaman pestwurf remedia la afección de los pulmones de los mineros. Tus trabajadores te lo agradecerán en el futuro, y tal vez se salven muchas vidas. Le mostró a continuación unas hojas del herbaje terapéutico y un saquito con semillas que había sustraído antes de abandonar la choza.

—Unes a tu inteligencia una magnanimidad que te honra, mujer. La vida de los mineros de Tartessos resulta muy dura y desdichada. Unos son iberos esclavos de guerra, otros presos y convictos, y los más libres; pero a todos sin excepción los atormenta el mal de los pulmones, que se ha convertido en una calamidad.

—Cuando en un año puedas administrársela, te alabarán, señor, pues sus efectos son verdaderamente prodigiosos; reducirás sus lágrimas y las de sus mujeres e hijos, que nunca podrán ser aminoradas con latigazos, ni con jornales de miseria —aseguró, demostrando así la bondad de su compasivo corazón.

—La muerte de un hombre agonizando en la mina siempre me atravesó el alma, créeme —replicó—. ¿Y cuál es el segundo regalo? Me has sugestionado.

—Se trata de una revelación que te complacerá aún más, y puede que eclipse de tu rostro ese halo de desasosiego que enturbia tu mirada.

La miró no sin cierto recelo, y, con una ironía mordaz, se rio:

—¿Qué conoces tú de mis sentimientos e inquietudes, mujer insolente?

—Más de lo que imaginas —dijo—. La tripulación sospecha del verdadero motivo de este viaje, y murmura acerca de la desaparición de la pitonisa de Noctiluca, que la diosa la ampare, allí donde se halle.

—Insensatos enredadores. ¡Un hecho confidencial y secreto, comidilla de marineros! —exclamó desconcertado—. ¿Y lo que has de desvelarme atañe a la sibila?

—Así es, mi señor —dijo ella afable—. El malnacido de Balbacer me mantuvo encadenada en ese barco pestilente, en un cuchitril donde solía dormir y forzar a las niñas cautivas con las más degradantes humillaciones. En mi memoria están grabados a fuego todos y cada uno de los días de mi esclavitud, y recuerdo que la noche que según el capitán Orisón desapareció la sibila, ese malnacido estuvo bebiendo hidromiel con un mercader de esclavos harto sospechoso.

—Algo usual entre corsarios —la refutó Hiarbas—. Ese detalle carece de importancia.

—No te impacientes. El interlocutor, al que sólo pude ver el perfil, era obeso, velloso y lúgubre como un sepulturero, de cejas de lobo, con un aro en la oreja, y hablaba la jerga de la isla de Nora. Pendía de su cinto una bolsa repleta y, según sus palabras, había conseguido el más pingüe negocio de su vida.

—¿Y qué tiene de extraño eso? Lucros propios de mercaderes.

—Pero negocios inexplicables, y si no, ¿qué me dices de sus palabras? Préstame oídos, pues el odio y la desesperación afinan los recuerdos. Esto fue lo que sostuvieron: «He de trasladar a una mujer, al parecer dama principal del templo del Lucero a un lugar del mar Interior; pero de forma clandestina. He cobrado como si hubiera de acarrear cien pasajeros. Además, me han pagado con metal de Himera, el del gallo. Los dioses me son propicios y muy pronto podré retirarme».

La muchacha, tragó saliva, y evocando sus frescos recuerdos, prosiguió:

—Balbacer le replicó desabrido y en tono de reprimenda, lo que me hizo redoblar la atención y no olvidar aquella escena. Lo rebatió con estas palabras: «Los tratos con esa gente distinguida resultan al final gravosos. No, no me gusta ese asunto, y a la larga ese botín te puede quemar en las manos». Y después, ahitos de licor, se marcharon a la bodega a refocilarse con alguna indefensa mujer, a la que obligarían a rebajarse hasta convertirla en la cloaca más inmunda.

El silencio los envolvió en una calma de inquisitivas miradas y afín atracción. ¿No estuvo conversando un mercader de esas trazas con Balkar y los sacerdotes, el atardecer del Consejo de los Diez Reyes? Hiarbas buscaba una pista que reforzara sus tesis, y se interesó vivamente en aquella escena.

—He de meditar detenidamente sobre tu confidencia. Puede tener relación con los inexplicables hechos que acaecieron aquella vigilia, sin duda.

—En Turpa, señor, puedes investigar qué embarcaciones zarparon ese día rumbo al Mediterráneo. Te puede servir de ayuda para dar con el paradero del misterioso negociante, y hallar la clave de este embrollo que te aflige.

—Hay algo que me preocupa aún más. En Tartessos no se suele pagar con ese metal impreso con el gallo rojo de Himera; los fenicios de Gadir tampoco lo emplean, y el que se recauda en Turpa se deposita en el templo de Poseidón. ¡Resulta muy extraño, y a la vez insólitamente revelador!

—¿Prueba algo?; si es que puedes confesármelo, señor.

Sin ni siquiera recapacitar, y en recíproca confidencialidad, le reveló:

—Mi primera impresión tras la desaparición de la sacerdotisa fue que elevados personajes, celosos del ascendiente de la sibila, ocultan una cínica maniobra y merodean tras esa desaparición; aunque ignoro el motivo. Y hoy tus palabras vienen a reafirmar mi teoría. —«Pero ¿cuándo advertirá Argantonio la impostura que están urdiendo ante sus mismos ojos?», pensó.

—Desconfía de los poderosos; pueden lastimar tu compasivo corazón.

—Has añadido esperanza a un asunto en el que se habían cerrado las puertas, y que además, para mi desgracia, ha cercenado una amistad con un amigo que se desespera en Gadir con el alma partida.

—Tú también has trocado mis tristezas en ilusión.

—Cuenta desde hoy con mi protección, mujer. Mi alma también sabe comportarse con reconocimiento. La miró con afabilidad.

Níobe, por toda respuesta, sollozó suavemente expulsando con las lágrimas el dolor que había acumulado durante su esclavitud. La niebla se propagó perezosamente, mientras el medroso sol del norte se esforzaba en caldear los ánimos tartesios.

* * *

Cuatro desapacibles días hubieron de esperar, agotados y ateridos de frío, la aparición de la nave etrusca que había navegado hasta la isla de Herni a saldar el resto de los esclavos. Hinchada por el viento del oeste, la vela parduzca, como un pájaro de mal agüero, los delató en la raya del alba. Hiarbas, en la amurada, respiró aliviado, y sin vacilar se dispuso a cumplir la orden expresa de Argantonio:

—Capitán, el mandato del rey fue terminante: en avistando el navío corsario maniobra de diekplo de ataque. Con las tres galeras, le daremos caza.

—La acorralaremos como se acorrala a un puerco herido. ¡Todos a sus puestos, maniobra de embate! —ordenó Orisón, y las naos, ocultas en una cala de la isla más septentrional de las Kasitérides, se aprestaron a cortarle el rumbo.

Hiarbas se encajó la coraza, las botas altas de piel de antílope, el yelmo de bronce empenachado con plumas azules, y blandió la falcata ibera con la efigie del lobo ibérico. En una boga inadvertida, las tres naos, amparadas en la niebla, se acercaron por detrás a la embarcación etrusca, mal calafateada y peor pertrechada. Cuando los piratas descubrieron la trampa, intentaron maniobrar para escapar a mar abierto, pero ya era demasiado tarde.

Incapaces de reaccionar con rapidez, los ladrones de los mares se preguntaban atónitos de dónde habían salido aquellos demonios tartesios; profirieron rabiosos gritos. Les lanzaron venablos estériles, una salva de flechas incendiarias de azufre, picas y garfios que se perdieron en las aguas.

El Tridente se colocó a babor del navío corsario y rechazó varios abordajes; la segunda nave, a estribor, pegada al costado, y la tercera mantuvo la posición, siguiendo la estela de los forajidos. A la orden del capitán, y en un arriesgado pero rapidísimo ataque, las dos naves arremetieron con los espolones de bronce la línea de remos enemiga, y, como un gigante que abatiera con sus manos una hilera de frágiles varillas, la destrozaron.

Cundió el pavor y la confusión en los tirsenos, que, desesperados hasta la impotencia, no daban crédito al sagaz ardid. Para su incredulidad, y ante sus mismas narices, El Tridente efectuó una arriesgada ciaboga, maniobrando con extraordinaria habilidad, hasta situarse frente al castillete de popa de la embarcación pirata.

Los sorprendidos adversarios corrían por la cubierta descontrolados, incapaces de mover un solo cabo. Estaban a merced de la galera tartesia, que, con una velocidad de vértigo y aprovechando el viento favorable, asestó una fuerte embestida con el espolón de bronce en el casco que partió la nave en dos. Se oyó un brusco crujido, luego sobrevino una tolvanera de lamentos, jarcias partidas, cuerpos mutilados y la hidra del espolón volando por los aires, en una vorágine de destrucción y muerte.

Milagrosamente, y sólo por unos instantes, se mantuvo a flote en medio de un profundo silencio, para luego irse a pique lentamente a medio estadio de la costa de Albión. Como tragada por las fauces de un monstruo abisal desapareció en el océano gris, su inesperada y fría tumba. Siguió un torbellino de aguas agitadas, el borboteo de las olas, y finalmente la calma total.

—Se han buscado su propia condenación —sentenció Hiarbas.

—¡Por la cabeza de Poseidón, que han pagado cara su osadía y la impiedad con sus semejantes! —replicó el capitán, quien ordenó entonces el regreso a las islas—. Hemos limpiado el mar de una carroña inmunda y salvado el secreto de la ruta del estaño, pentarca. Argantonio nos lo premiará.

Nadie de entre los piratas había sobrevivido, y las frías corrientes arrimaron algunos cadáveres a la playa, donde se alzaba la solitaria ara de Ulises. Un repentino aguacero se precipitó sobre las naves tartesias, que regresaron a la isla a recoger a los oestrymnios, admirados éstos con la fulminante maniobra, grandiosa y terrible para sus ojos, a los escribas y a la misteriosa Níobe, que con el corazón encogido, rezaba a Iduna por el feliz regreso del pentarca del rey, el único hombre por el que había sentido respeto en su penosa existencia.

Devolvieron a Acco y a sus hombres a Oestrymnia, donde los aguardaban unos toscos hombres de piel morena de la tribu de los simios, llegados desde las islas durante su ausencia con un gran cargamento de metal blanco. Conocían vocablos tartesios del secular comercio, y hablaban incluso de remotos parentescos y casamientos entre las dos razas, por lo que agasajaron a Hiarbas como a un dios. Pronto acallaron sus miedos, la sed y el hambre, y gozaron con su obsequiosa esplendidez por espacio de cuatro días, durante los cuales disfrutaron de sus músicas deleitosas, de la cerveza y de las jóvenes de trenzas doradas que recitaban leyendas y cantaban canciones alrededor del fuego. Su hospitalidad era proverbial, y su amistad con los tartesios ineluctable y sincera; pero los tartesios añoraban la luz de su tierra y sus aires perezosos, y ansiaban regresar.

Una veintena de derrotas, y de nuevo saborearían los cálidos aromas del sur.

* * *

Era una alborada de brumas cenicientas, el sol prestaba alicaídos filamentos violetas al océano Atlantis que surcaban en viaje de regreso las naves tartesias, con las bodegas atestadas de estaño y ámbar pero sin la sibila del Lucero. La primera Luna Brillante del segundo fasto, el de las sementeras y el cambio cósmico se anunciaba propicio.

—¡Proa a alta mar, apuntando a Tartessos, la morada de los dioses de la luz! —ordenó el capitán Orisón.

Hiarbas, que manoseaba las tabas de bronce, sintió la proximidad de Níobe. La mujer había sucumbido a atroces desdichas y a una pavorosa soledad, abandonada e indefensa en un país extraño, aunque todavía le restaban residuos de su distinguida condición. Se sentía apaciguada y experimentaba un profundo respeto por su protector, que había advertido que el alma de aquella sorprendente hembra se alimentaba de insospechadas armonías. Miró a los ojos del pentarca, como una paloma sumisa, y la mirada penetró en sus más recónditos pliegues. Le suscitaba al pentarca veneración, por lo que, en un alarde de serenidad, le descubrió:

—Rehúso regresar a mi casa, donde, a pesar de ser venerada por las gentes, por mi esclavitud sería considerada una mujer impura. Se ha apoderado de mí ese anhelo y no puedo eludir mi destino. La diosa de la Luna así lo ha querido, y ansío compartir mi vida contigo, como esclava o sierva. Los dioses luminosos, con su sabiduría, me han fijado a tu estela y a ella me uniré, mi señor.

Por toda respuesta, Hiarbas le dedicó una mirada de inefable ternura, pues el destino tejía a su alrededor ligaduras de afecto y consideración mutua.

* * *

Una seguridad recíproca se desplegó entre los dos extraños, quienes, unidos por las recientes desventuras, procuraban no doblegarse frente al desánimo. Tras un choque de convencimientos, sus corazones anhelantes de consuelo, mezcla de afectividad y atracción, percibieron que unas ascuas nacientes se deslizaban en una ilimitada confianza que se había adentrado en sus almas sin que apenas lo advirtieran.

Anae se le había escapado de las manos como si fuera azogue. Esa era la irrefutable evidencia tras su fracasada travesía, y el orfebre se sumía en la tristeza, pues había errado por exceso de vanidad. Su hipótesis se había esfumado como la bruma, y su proverbial agudeza para resolver asuntos espinosos había quedado por los suelos, perdiendo con ello su reputación de hombre cauteloso. Había pasado las últimas noches en vela imaginando a qué terribles experiencias estaría sometida la pitonisa de Noctiluca, y se atormentaba en una agitada preocupación. ¿Esclava? ¿Herida? ¿Encadenada en un lugar desconocido? ¿Libre?

—La ilusión se sostiene con la paciencia —lo consoló.

—Sí, pero Argantonio reprochará mi precipitación. Prometí ante la diosa de Noctiluca protegerla, y no cejaré en el empeño. Soy obstinado como un asno y muy pronto desvaneceré este inexplicable enigma. ¡Lo juro por la diosa!

—Dulcifica con la resignación tu fracaso, o te atormentarás estérilmente.

—La renuncia no nació conmigo, Níobe, pero parece como si la búsqueda de la pitonisa de Tartessos formara parte del misterioso propósito de los dioses.

—Poseo la íntima certeza de que el luminoso Lukios apoyará tu intento —le animó Níobe, acariciando su mano curtida por el mar.

Desde aquel momento, la envolvió en un fervoroso afecto.

* * *

Un sol anaranjado pincelaba la bocana del puerto de Turpa, arropada como un velo de seda por las aguas del mar y del río Tertis, cuando las galeras porteras y El Tridente arribaron al fin, con los rostros de sus tripulantes bronceados por el salitre y las brisas marinas. Aspiraron los aires con olor a juncias, entre el clamoreo de las gaviotas y el griterío de los marineros que los saludaban.

—¡Hiarbas el pentarca y Orisón el navarca han regresado de las ínsulas Kasitérides! Loados sean los dioses de la luz —gritó el anunciador de las lunas.

Mientras la tripulación prorrumpía en griteríos de contento, Lagutas besaba la cubierta entre sollozos. Hiarbas se acercó a la borda y respiró el soplo límpido de Turpa, la ciudad que amaba y cuya medida era el hombre. Había por el embarcadero un constante ir y venir de marinos, dignatarios con túnicas blancas, esclavos de cráneos rapados, escribas con sus pesas, metecos, fenicios y arrogantes soldados iberos. Desataron los remos y trabaron las barras de los timones, cuando de repente, de entre el bosque de mástiles, el orfebre distinguió una vela desconocida con la cabeza de un jabalí sobre un fondo púrpura.

La esbelta galera de proa dorada poseía dos mástiles y cincuenta remos en dos bancales, y por su casco, largo y brillante, se asemejaba a una fortaleza. Hiarbas jamás había visto en Tartessos embarcación tan poderosa y de aspecto tan marinero.

—¿Una nave griega en Turpa? —preguntó a Orisón.

—¡Por Poseidón y sus tritones, qué extraño! —la avistó desconcertado—. Se trata de una pentecontera samia, la más rauda balandra de las que surcan el mar. Estos navíos terminarán con el poder de los fenicios sidonín, Hiarbas.

—¿Y qué hará amarrada al malecón real? —insistió en su duda el orfebre.

—¿Acaso Argantonio no es un conocido amante de la sabiduría, de las costumbres y de las luces griegas? A nadie se le escapa que pretende invitarlos como socios en el negocio del metal tartesio.

—¡Imposible, Orisón! En nuestra ausencia no ha habido tiempo para enviar una embajada a la Hélade, ¿no lo comprendes? ¡Qué insólito, por Iduna!

—Pues se ha colado como un zorro en las mismas narices de los sidonín, que deben estar al acecho y bufando. ¡Esto se venía venir, pentarca! —exclamó antes de estallar en una carcajada.

Desembarcaron con las barbas crecidas y sucias las túnicas. Unos ruidosos muchachos danzaban a su alrededor, con la esperanza de una limosna. Níobe, arrebatadoramente bella, y Hiarbas, con la rizada melena ondeando sobre los hombros, se dirigieron con la marinería a sacrificar ante Poseidón por el feliz regreso.

Se abrieron paso entre los artesanos, los alfareros y mercaderes, sentados bajo los toldos con las sacas y cántaros de mercaderías, de los aceiteros y de los hortelanos que vendían los sazonados frutos de la campiña. Ascendieron por el graderío, y el templo de los toros sagrados parecía flotar con su marmórea blancura, ingrávido entre el casal de la ciudad y los bosquecillos de mirtos. Posiblemente fuera la banca más poderosa del reino, y Hiarbas aborrecía a sus avaros sacerdotes, viendo la barahúnda de comerciantes, caviló: «Mercado y templo, empresas indisociables en todos los negocios y en todos los mundos».

Imperturbable, con su rostro cetrino y cruzado de arrugas, los aguardaba en el atrio Hilerno, el sumo sacerdote, quien los recibió con rencorosa cortesía. Adelantándose, Hiarbas les ofreció una copa de vino de Xera, atestiguando:

—El de los cabellos azules aplacó con su mano a los genios de los vientos, y comparecemos agradecidos a inmolar una ternera por su indulgencia, Hilerno.

El sacerdote los purificó con humo de ramas quemadas de laurel, y Hiarbas apostó en sus manos artríticas una lámpara de malaquita verde y una bolsa con oro, como óbolo del pago del animal del sacrificio, momento que aprovechó el vejestorio para, con una reprobación malévola, susurrarle:

—¿Y la Virgen de la Luna no regresa con vosotros?

—No, a mi pesar, y ¿se tiene alguna noticia de ella, gran sacerdote? —lo apremió el pentarca.

—Nada, todo sigue en la calma más absoluta.

—La Oscura Madre la sigue ocultando bajo su velo —dijo abatido—. Erré en mis predicciones, como el jugador que apuesta a las tabas y pierde. Sólo la diosa conduce los propósitos de los mortales.

—Los toros bramaron inusualmente en la luna negra, signo indudable de que la sibila continúa bajo el auspicio de tenebrosos presagios. El rey, que sabe de tu llegada, te aguarda impaciente. ¡Ah!, conocerás a un navegante samio que arribó a Turpa en la pasada luna esplendente. ¿Insólito, verdad?

—¿Cuál es su nombre, noble Hilerno?

—Kolaios, nauklerós de Samos.

El orfebre retuvo el nombre con interés, y con la tripulación se dispuso a entrar al templo. Temía el escarnio de los sacerdotes por su frustrado viaje, y se sintió como un desdichado y un timorato. Indignado, lo obsequió con una mirada de desprecio, pues no concebía palabras en las que anidara tanta falsedad. Una simple pregunta se convertía en los labios del clérigo en un ultraje.

* * *

Hiarbas, acompañado de Orisón el navarca, traspasó la maraña de casas de adobe y ladrillo del barrio de los pescadores, y los postigos se abrían al paso de la litera, camino de la Casa de los Navieros, donde habrían de entregar las tablillas informando sobre el viaje y el trueque efectuado. A la salida se agitaba reflexionando sobre los argumentos con los que respondería al rey y las excusas que esgrimiría por su inapelable fracaso. Intercedería por Níobe, pero estaba persuadido de que la eliminación de la nave corsaria colmaría de satisfacción a Argantonio. A ella se abrazaría con ahínco.

Se abstrajo de sus cavilaciones para ensimismarse de nuevo con el carguero griego avistado a su llegada, una nave de más de cuarenta codos[71] que lo fascinaba por su prestancia y por la vela del jabalí rojo plegada sobre la verga. No se hablaba de otra cosa en Turpa y la recalada del nauta samio, Kolaios, se había convertido en tema predilecto de las pláticas de los mentideros, animados por los fantasiosos relatos de los marinos, que aseguraban que la galera había arribado a Tartessos sin sus tripulantes poner pie en tierra durante el trayecto.

—Eso no es posible. Ni espoleados por el carro de Poseidón —repetían los pilotos en las tabernas.

Por Lineo conocía que había anclado una luna después de la partida a las costas del norte y que el rey Argantonio lo había acogido con extraordinarias muestras de hospitalidad, hasta el punto de alojarlo en su palacio como huésped ilustre y permitirle incluso, en compañía de los pentarcas de la Mar y de la Tierra, visitar los hornos y fundidores de Erbi y Olba. Pero lo más asombroso que se narraba en los embarcaderos era que, con la última Luna Brillante de la estación tercera, regresaba a Samos portando en sus bodegas cerca de un centenar de talentos de plata y un presente de valor inapreciable para el templo de Hera de Samos cincelado por el maestro Rades, el más ilustre de los orfebres de Turpa.

—Además, comentan que esos samios han labrado un ancla de plata maciza para la nave y así proclamar al mundo la opulencia de Tartessos.

—¡Con qué clarividencia se comporta Argantonio! Ya ha aparejado el cebo en la caña para que piquen los griegos y se traguen el anzuelo. En unos años este puerto se transformará un enjambre de velas de Focia, Corinto, Samos, Mileto y Atenas; y Turpa no habrá conocido jamás tantas abundancias.

—Sin embargo, no dejo de preguntarme, ¿cómo se las habría ingeniado ese Kolaios para burlar el cerco fenicio y recalar en Tartessos sin trabas?

—Hiarbas, te contestaré, como veterano marino que soy, y porque conozco las argucias de esos griegos, que el motivo es, sencillamente, que este «casual» viaje había sido proyectado en Samos con todo secreto y celo.

—¿Insinúas acaso que no se trata de una mera casualidad, Orisón?

—¿Accidente? ¿Arrastrados por el mar a estas costas? Estos experimentados marinos sabían hacia dónde navegaban, y levaron anclas en la época en la que la flota fenicia aún no había partido hacia Oriente. Los samios conocen las corrientes de Libia como la palma de su mano, y circulaban noticias por las islas jonias del agobio de un explorador que aguardaba a los colonos de Thera. Algunos conocían que secreteaba con cartas confidenciales para navegar por occidente, y que, acuciado por el hambre, bien podría permutarlas por víveres, o simplemente venderlas, si era convenientemente estimulado.

—Taimada treta, jugar con el hambre de un desesperado.

—Al menos, así lo consideran mis colegas del mar, mareantes curtidos en mil rutas y añagazas. El lucro no conoce de sentimientos. ¿Y crees que un navío samio se desviaría de su rumbo por un soplo adverso? ¡Imposible!

—Naves de Samos fisgonean desde hace tiempo las rutas del estaño y la plata, intentando arrebatarle los provechos a Gadir, y el rey así lo ha entendido.

—Y si no ¿por qué atestaban las bodegas con productos apreciados en Tartessos para comerciar en Turpa? Samos, en competencia con Corinto y Argos, presume de ser el foco metalúrgico más poderoso de la Hélade, de poseer los broncistas más eximios y de contar con el templo de Hera, el lugar de trueque de metales más importante del mar Jónico.

Se produjo un prolongado silencio, y el orfebre se quedó pensativo. Luego suavizó su preocupación con un gesto de indiferencia:

—Así que el de Icaria ha acudido para husmear en «mis» metales…

—Ciertamente, Hiarbas, aunque también para eliminar a un molesto intermediario, Gadir. Los persas engullen el bronce extraído en Tartessos con una avidez insaciable, ¿y qué queda para los griegos? ¡Nada!, ni una migaja del festín. Las ciudades jonias sucumben arruinadas, y Corinto, gran rival de Samos, se yergue dominadora en el comercio del bronce. Los samios se ven obligados a ejecutar osadas exploraciones como ésta para no perder la hegemonía en Grecia.

—Y sin sospecharlo han sido recibidos con todos los honores por el mismísimo rey, que ejercitará la tarea de habilidoso conciliador de pueblos, pero ¿lo van a consentir los gadiritas y los cartagineses, Orisón?

—La opulencia de Gadir está supeditada a Tartessos, y se conformarán con el oportuno ofrecimiento de nuestro rey.

Orisón no había acusado, pero tampoco había exculpado, al navegante griego. Sin embargo, Hiarbas, que desconfiaba de los celos entre marinos, no podía ocultar el ansia íntima por conocer al sagaz nauta y desentrañar sus verdaderas intenciones.

Una fúlgida vibración inundaba el turquesa del firmamento, que se filtraba por los ventanales del palacio. A Hiarbas lo había invadido un imprevisto desasosiego y necesitaba confortarse de su flaqueza.

Sabía que Argantonio era el paradigma de la comprensión, pero también de las exacerbaciones más extremas. Y como juez omnipotente ¿entendería lo que los dioses habían dictaminado? «¡Con qué veleidoso capricho actúa la fatalidad!», se decía.

Se atormentaba reflexionando en que, si Argantonio no le concedía una nueva oportunidad para enmendar su error y borrar el estigma del fracaso, ¿qué sentido cobraban su abnegación y los peligros corridos en los mares del norte?