LAS PIEDRAS SAGRADAS

El rumoroso bosque parecía deshabitado y el aire olía a primavera, cuando, agotados por la caminata, rogaban a Acco el lenitivo de una pausa reparadora.

El silencio acompañaba los pasos de la comitiva, y una arboleda impenetrable de abedules servía de techumbre a un camino, a trechos surcado de marcas azules estampadas en los troncos que agriaban la superstición de los tartesios, y en especial de Acco, quien besaba con sus labios temblorosos su amuleto contra el mal y el aojo.

En secreto se encomendaban al risueño Lug, dios de los caminantes, rogándole la protección frente a los espíritus de aquella selva impregnada de sombras, en la que se presentía un poderoso influjo. Se oía el murmullo de los manantiales y el corretear de las ardillas sobre el musgo, mientras la claridad de la alborada se traslucía a través de las ramas de los árboles, encendiendo de tonalidades esmeralda el vergel de flores silvestres y la mullida alfombra de hojarascas que pisaban con pavor.

A Hiarbas, aquella profusa naturaleza afinada por el trino de miríadas de pájaros y los secretos susurros de las espesuras le parecía fascinadora, y respiraba hondamente sus aromas. Pero de repente se alertaron por el revuelo de una bandada de grajos que aventó un hedor insoportable.

—Cuervos de la diosa Aife, ¡mal presagio! —exclamó Acco, al tiempo que los detenía.

Echaron mano de las armas y, siguiendo el vuelo de las espantadas aves, apartaron la maleza con prudencia, hasta darse de bruces con un calvero próximo a unos acantilados que se precipitaban al mar. Ante sus ojos se ofrecía un cuadro de horror que los obligó a detenerse, como aferrados por una garra invisible. Una roca, tinta en sangre cuajada, revelaba lo que quedaba de una niña, cuya cabeza habían estrellado los sacrificadores contra la piedra y arrancado luego el corazón, en un sacrifico telúrico.

Sus huesos y unos tendones carcomidos por las alimañas yacían envueltos entre jirones sanguinolentos, y a sus pies, surcada de regueros resecos, brillaban un cuchillo y una redoma de alabastro vacía. Un trazo dibujado con carbón, el signo del rayo de la diosa Tinia de los etruscos, ensalzaba con su tétrico zigzag la espantosa inmolación. Hiarbas, que aborrecía los sacrificios humanos y a los ávidos impíos por enterrar sus manos en la sangre de los inocentes, volvió la vista atrás y dijo:

—Naso Balbacer ha ofrecido a sus dioses un pavoroso sacrificio para que éstos le sean propicios. Esa chiquilla debería de hallarse enferma o imposibilitada.

—O quizás aguarda productivos negocios cuando se ha desprendido de esta infeliz —replicó Orisón, que dio un paso atrás espantado.

Hiarbas trajo a su memoria un recuerdo que nunca había podido borrar de su memoria: tres años atrás tuvo que inspeccionar, como oficial del Metal, una galera de Naso Balbacer, acusado de contrabando de bronces tartesios. En las apestosas bodegas no descubrió una sola lasca de metal, del que seguramente ya se habría desembarazado antes, pero sí sorprendió la más monstruosa de las mercancías. En apenas cincuenta codos se hacinaban medio centenar de hombres, mujeres y niños vestidos con andrajos, con las mejillas ennegrecidas y envueltos en inmundicias. Un sayón los golpeaba con una barra roma para que dejaran de lamentarse, y las bubas y heridas, curadas con vinagre y polvo de cal, les supuraban entre un hedor irrespirable.

A un sirio que había intentado huir le habían despellejado los pies y se relamía entre lamentos en un légamo sangriento que horrorizaba a la vista, y varias púberes alzaban las manos con la mirada desconsolada, ensuciadas con el semen de sus compañeros de cautividad, o tal vez con el de los hombres de Naso, quienes, en una barahúnda de promiscuidad, satisfacían sus instintos más primitivos con aquellas infelices, quienes, arrebatadas o vendidas por sus familias, habían ingresado en el lado más oscuro de la existencia humana: la esclavitud.

En su informe a Balkar sólo pudo consignar que el tirseno no traficaba con el metal tartesio, omitiendo la inhumana visión sobre la que los mandatarios del puerto nada podían alegar, pues los esclavos provenían de otras latitudes.

—Ese miserable ha añadido un ultraje más a la nómina de sus atrópelos —sentenció el tartesio, esgrimiendo una cólera mal contenida.

La cubrieron con piedras y, por respeto a la víctima inocente, siguieron en recoleto silencio. Con las manos en las empuñaduras de sus armas, cruzaron bajo los terraplenes de dos poblados protegidos con empalizadas, donde sus retraídos habitantes, que los observaban con recelo, convivían con los rebaños de hirsutas reses, los lanudos carneros y sus peludos caballos.

El paisaje intimidaba, y Hiarbas no dejaba de rumiar sobre el hallazgo de la muchacha sacrificada. Olieron el humo de fogatas cercanas, y Acco los detuvo con gestos imperiosos. Unos túmulos funerarios y una piedra pintada con tres anillos azules les anunciaba que penetraban en un nemeton, un bosque sagrado habitado por demonios que hechizaban a los caminantes si lo profanaban. Un centenar de viejos robles, entre los que corría un manantial cristalino, circundaban el colosal monumento pétreo[68], formado por una laja de descomunales dimensiones de la que pendían ramas de muérdago y calaveras humanas. Sustentada por tres monolitos incrustados en la tierra, y grabada con trazos ininteligibles, ocres y azules, poseía el atractivo de lo arcano.

En los rostros de los caminantes afloró un rictus de sobresalto por lo sobrenatural, y Hiarbas, aterrado, acarició su cinturón y echó mano de las tabas, que apretó con no poco recelo. Un círculo de troncos, que en verdad eran toscas imágenes de dioses, rodeaba las piedras, y de ellos colgaban símbolos sagrados, soles de bronce y negras estatuillas dedicadas, según Acco, a Sequana, la diosa de la curación, cuyos poderes se asociaban al agua benéfica que menudeaba por el reguero. Más allá, en la puerta de una choza de heno por cuyo techo escapaba una línea de humo blancuzco, un vetusto hombrecillo con cara de duende, barba rala y cabellos niveos los miraba mientras maceraba hojas y semillas en un mortero de granito.

—Ese viejo chamán o druida es Nehavin, un interpretador de sueños —informó Acco, quien rogó silencio al grupo, para luego depositar bajo el monolito una vasija con miel, carne cruda y una crátera que le entregó Hiarbas.

El anciano alzó los ojos y experimentó un estremecimiento de sorpresa. Se adelantó torpemente y avanzó hacia las piedras, donde imploró, encorvado. Al cabo, los intimidó con el báculo de roble en el que se apoyaba.

—El vaho de la sangre se ha adueñado del aire y la liebre sagrada anuncia infortunios. El extranjero de la cara marcada y el gorro cónico ha retado a los espíritus, y su avaricia le acarreará desdichas —les advirtió, en un alarde profético—. La sabia curadora, esa joven de tez tostada y cabellera de rizos que buscáis, no se halla aquí. Se ha convertido en la nueva servidora de Karaván, en el templo del Sol.

—No te asombres con esta nueva indicación, Hiarbas. La seguiremos y la recuperaremos. Conozco al chamán de los goidelos, un hombre temible pero justo.

¿Debía creer a aquel ruinoso vejestorio sucio de mugre? ¿Se diluía en la fatalidad el paradero de Anae? Decidió confiar en Acco, mientras se preguntaba dónde se hallaría el desconocido lugar que parecía haber amedrentado a los oestrymnios con tan sólo nombrarlo. Se detuvieron a pernoctar fuera del lúgubre recinto, al relente, a unos pasos de unos avellanos centenarios para protegerse de los lobos, de las arpías y de los espíritus tenebrosos que no osarían acercarse a un perímetro consagrado a Sequana.

Acco dispuso una ronda de vigías, pero pocos conciliaron el sueño. La brisa marina sopló inclemente y una pertinaz llovizna, como una cascada vivificadora, se coló por entre las ramas de la fantasmagórica arboleda. Hiarbas experimentó una punzante soledad, y rebuscando en el fondo del alma sólo halló decepción e inquietud. Anae se le escapaba como la suave lluvia que caía sobre aquel lugar de presencias invisibles. «La habilidad camaleónica de Balbacer me subleva. ¿Dónde se hallará el más miserable de los humanos? Ha roto los sueños de mis dos más dilectos amigos y ha desquiciado mi sosiego, pero expiará su maldad de una forma ejemplar. ¡Lo juro por Némesis de la tormenta!»

* * *

Hiarbas, al amanecer siguiente, se incorporó como picado por un tábano. El añoso druida, moqueando la nariz frente a la suya, lo observaba con su mirada de sapo, y, tras inclinar la cabeza con fervor, le rodeó el cinturón de los ánades con una rama de muérdago, ante el asombro de la escolta y del propio Hiarbas, que se le escapaba el piadoso apego a aquella joya. Le sonrió medrosamente, y con resquemor rehicieron sus pasos camino del templo del Sol, al que los oestrymnios designaban con temor de Las Diecinueve Piedras.

Con un ojo en el camino y otro en el ramaje, atravesaron un bosque de hayas, donde el rocío fulguraba como la plata, mientras los corazones de los recelosos viandantes, unos junto a otros, maliciaban de cualquier ruido de los linderos. Rebosaban de incertidumbre; y ésta creció conforme el camino se empinaba en un inseguro equilibrio, hasta que se toparon con otro poblado, fortificado tras un alto muro de piedras mohosas.

—¡Deteneos! —los contuvo Acco—. Son cazadores goidelos, capaces de las más crueles mezquindades y sanguinarios como diablos.

Un grupo de ceñudos guerreros armados les impedía el paso. Acco se adelantó e interrogó al jefe del clan, un achaparrado pero temible tipo que se adornaba la testa con un yelmo de astas de ciervo, como Lug, el dios herrero, sobre el paradero de los tratantes de esclavos, a los que parecía haber tragado la tierra. Aparecieron muchos más guerreros, rudos y sucios, envueltos en toscos calzones y capas de piel de oveja. A Hiarbas le pareció que, como todos los albiones que había conocido, no poseían el menor gusto por la exquisitez y estaban faltos de modales y de cualquier moral civilizada.

Se peinaban los cabellos con cal, rígidos como virotes, y las pocas mujeres que asomaban sus cabezas entre las empalizadas se ataviaban con sayones parduscos y se pintaban las mejillas con bayas de tonos violáceos, dedicándoles gestos soeces, cuando las miraban. El jefe, que montaba una yegua enjaezada con campanillas de bronce, hablaba una lengua que hasta al oestrymnio le costó trabajo entender; pero útil, al fin y al cabo.

—Hiarbas, aseguran que los tirsenos se han dividido en dos grupos. Naso se encaminó al santuario del Ocaso para vender a una hechicera, y los otros levantaron anclas rumbo a la isla de Herni para canjear esclavos por oro. Llevan las bodegas repletas de metal, y dicen que, como son gente despreocupada y cruel, algunos saqueadores andan tras ellos para asaltarlos.

—Ahora el peligro para la pitonisa se ha duplicado. ¡Sigamos!

—Volveremos sobre nuestros pasos en dirección suroeste. Para ello hemos de atravesar los pantanos y, con suerte, mañana avistaremos el templo solar.

—Que la Luna, madre del trueno, se muestre compasiva con Anae —imploró Hiarbas.

Sin perder de vista a los hoscos aldeanos, a los que dejaron en el suelo un fardo con abalorios y una crátera de arcilla roja, se escabulleron por las espesuras hasta, que extenuados y con los pies castigados por los guijarros de las inhóspitas veredas, la húmeda ciénaga, los llanos selváticos y las laderas de peñascos, la partida de buscadores compareció a un tiro de arco del santuario del Sol, un imponente círculo de piedras compuesto por diecinueve ciclópeos monolitos de la altura de tres hombres, al que precedía un redondel de madera exornado con lanzas de sílex y guirnaldas de abedul y acebo.

—¡La Colina Sagrada, Hiarbas, y fin de nuestro camino! •-anunció Acco.

A los avisos del jefe siguieron los murmullos de los tartesios y, al cabo, el ruego reprobador de Hiarbas, que los silenció. Reinaba un bullicioso ajetreo en el templo, donde un millar de guerreros danzaban alocadamente entre las lumbres, clamando venturas al sol del ocaso. El sobrecogedor lugar parecía fuera de la realidad, como si hubieran retrocedido muchas lunas en la noche de los tiempos, y Hiarbas se preguntaba si hallaría explicación en aquel telúrico espacio y al enigma que lo había conducido desde el otro lado del mundo.

—Con esta luna comienzan las festividades del solsticio del verano —les explicó Acco—. Agradecen el ganado y la cosecha, y los druidas goidelos aplacan a los dioses irritados ofrendándoles las cabezas de los enemigos de la tribu, o de algún niño sacrificado a la Luna.

Desde el oculto observatorio pudieron contemplar vagamente cómo los lugareños hacían saltar a sus lanudos ganados entre el humo purificador de las hogueras de tejo verde y roble, asustados con el resonar de los tambores, las flautas de los bardos, los latigazos y las voces de los boyeros. Los sacerdotes, identificados por las túnicas talares y los cayados, peroraban sobre la largueza de los dioses y rogaban un pacífico cambio cósmico, mientras otros oraban frente a los troncos, que no eran sino rústicas imágenes de sus dioses.

—¡Aléjanos la plaga y las lluvias torrenciales, y envíanos tu calor de vida! —imprecaban.

Las anátidas de los marjales alzaron el vuelo con los mugidos y los clamores de la colectiva histeria, saturándose el cielo de bandadas de grullas, patos, garzas y cisnes, a los que, alborozados, saludaron de rodillas.

—¿Qué es lo que imploran, Acco? —se interesó el tartesio.

—Ruegan la germinación de la avena, la fecundidad para los manadas y la victoria para sus guerreros, que ofrecerán las calaveras de sus rivales a Donn el Oscuro. Este invierno ha sido duro y se han sucedido las epidemias y las hambrunas —continuó—. Los gritos de euforia ante la aparición de las aves acuáticas se deben a que, como mensajeras de los dioses, son portadoras de buenos augurios.

Tensos e intranquilos por la inacción, aguardaban con la respiración contenida a que Acco decidiera salir a campo abierto. Se pavoneaba de conocer al jefe celta de aquella tribu y a la mayoría de los druidas, a los que consagraba ofrendas cada vez que accedía a la gran isla a proveerse de estaño para Tartessos, pero no se atrevía a detener el rito de la purificación.

Advirtiendo la impaciencia de Hiarbas, cuyo corazón le galopaba dentro del pecho como un potro indomable, el grupo se puso en marcha. Era tal vez la última oportunidad para encontrar a Anae, y, sin poder moderar su entusiasmo, Hiarbas acariciaba el logro con la punta de los dedos. Fueron recibidos con un sigilo que derivó en un murmullo multitudinario de sorpresa, aunque de una cortesía obsequiosa.

Se adelantó un grupo de druidas, de facciones inexpresivas, que polla blancura de las túnicas de lana parecían figuras de alabastro. Orisón soltó una irrespetuosa exclamación y uno de los ancianos lo acechó con una mirada tan ofendida como severa que lo amedrentó. Se adornaban con talismanes del signo de la vida y guarnecían las cabezas con laureadas de muérdago y hiedra.

El druida mayor, al que una joroba deformaba la espalda, se apoyaba sobre un bastón puntiagudo terminado en un cuerno de narval. Su luenga barba le llegaba hasta las ingles y, aunque su presencia anonadaba, los tranquilizó su porte patriarcal. Según Acco, era un filid, es decir, un profeta, gran druida y sacerdote céltico que conocía los abismos de la naturaleza. Atendía por el nombre de Karaván y aseguraban que leía en los cambios cósmicos el futuro y que por su boca hablaba el dios Tarantis, «el Fulminador de los hombres». Entraba en frecuentes convulsiones en las que se comunicaba con el más allá, y su poder en la región de los celtas goidelos era omnímodo, pues ejercía las veces de chamán y juez supremo de la tribu.

—No conviene irritarlo, es poderoso y practica exorcismos de espíritus maléficos —le susurró Acco—. La integridad de vuestra sibila depende de él.

A los recién llegados se les cortó el habla. Los hombres consagrados al Sol callaban, y el templo parecía haber caído en un letargo de mutismo con su inesperada llegada. Tan sólo se oía el resonar de las olas en los acantilados y sus alientos entrecortados. El oestrymnio se adelantó y se llevó la mano al pecho en señal de respeto. Luego lo abordó con palabras conciliadoras:

—Acco y sus amigos tartesios, llegados de los mares del austro y de las fértiles tierras del sur, se inclinan ante el dios alentador y ante el que intima con los abismos de la naturaleza, Karaván el sabio.

—El guía del pueblo hermano de allende el canal es siempre bien recibido en este lugar donde se adora al Sol y se aplica su justicia —replicó Karaván.

—Mi huésped, Hiarbas el tartesio, hombre ilustre en su reino, ansia ofrendar un don al divino astro, al que en su nación también reverencian y temen.

—Pasad sin recelo —invitó el sacerdote obsequioso—. Habéis llegado justo en el momento en el que las muchachas ofrendan los presentes al sol vivificador.

Mujeres de mejillas coloreadas con bayas de rúan, suaves cejas y cabelleras del color del trigo maduro, componían un grupo seductor. Coreaban loores al sol, se adornaban con túnicas de colores vivos e iban profusamente enjoyadas de brillantes carbúnculos y broches de bronce cosidos a las vestiduras. Portaban en las manos calderos de plata repujados con rostros de la diosa Medb, grifos y leones y agitaban ramos de muérdago y enebro. Dos de ellas, probablemente vírgenes, tiraban del ronzal de una yegua soberbia, blanca como la leche, enjaezada con campanillas de oro y de cobre. Acco, en voz baja, instruyó al tartesio:

—Es la yegua sagrada de esta tuath o tribu goidela. Será engordada, sacrificada y consumida en la fiesta de Beltaine, en la última luna del estío.

Otras jóvenes mostraban discos dorados que representaban el panteón de la tribu: Lug, el Ser Supremo de los cielos; Donn, con astas de ciervo en la cabeza y un rosario de diosas afables, como Aife y Scáthach, rodeadas de pájaros, grullas y cisnes, toscamente cincelados. Karaván invitó a los recién llegados a seguirlos hasta el altar de las ofrendas y a los hoyos sagrados que lo rodeaban y que solían llenar de ofrendas para calmar a los espíritus subterráneos, momento en el que una densa niebla gris, como una marea, ocultó las piedras, y detuvo la procesión.

La voz de Karaván resonó cavernosa, cuando elevó el cántico al Sol:

Allí nada es mío ni tuyo, y aunque la llanura de Fál sea suave de ver y más estimulante que la cerveza de Tir Már, nuestros enemigos conocerán la desolación del infernal Magh Már, oh Sol de los cielos infinitos.

—¡Loor a Tarantis, dios vengador de nuestro pueblo! —repetían todos.

Conforme concluyeron los cantos, la neblina se fue disipando y el tibio sol volvió a enseñorearse del firmamento. Sin embargo, súbitamente, los visitantes tartesios detuvieron sus pasos, quedando como petrificados por la pavorosa aparición que se les interponía en su línea de visión. Hiarbas palideció y se asió al brazo de Acco, también estremecido con el escalofriante espectáculo. Con el terrible marasmo, una fría lasitud les ascendió por las rodillas hasta el estómago. El desconcierto los había magnetizado de tal forma que les oprimía el corazón. La tumultuaria aparición que se respiraba alrededor del ara provocó un murmullo de estupor que escapó de sus bocas como un lamento entrecortado:

—¡Por todos los dioses! —exclamó Hiarbas, paralizado por la feroz impresión.

Encima de los troncos chorreaban las aún sangrantes cabezas de al menos doce corsarios tirsenos, con las lenguas fuera, cárdenas y descarnadas. Con las barbas resecas y los aretes de las orejas como asas fúnebres, parecían querer hablar en la macabra crispación de su contorsión postrera. Y en medio de ellas, con una mueca diabólica, la faz requemada, con los cabellos pegados por el opaco sudor y la sangre y con las cuencas de los ojos vaciadas como negros cuévanos, la testa de Balbacer, de la que fluía un líquido repugnante.

«¿Qué profanación habrán perpetrado para merecer tan atroz muerte?», se preguntaba Hiarbas sobrecogido. Acco balbuceó al oído de Hiarbas una entrecortada explicación:

—Los goidelos sostienen que las cabezas arrancadas a los enemigos y ofrendadas como dádivas abogarán en el más allá por los vivos ante Beleños. Aseguran que al cortarlas los preservan del mal y les prestan buena ventura.

Visiblemente afectados, los sureños observaron cómo las sangrantes pruebas de su pecado proseguían más abajo. En las fosas donde se hincaban los lefios se apreciaban regatos sanguinolentos y un amasijo de visceras de carne humana enterrada, que comenzaba a pudrirse, lo que indicaba que aquellas aterradoras hoyas se habían convertido en sus tumbas definitivas.

—Son pozos de sacrificios —balbució Acco—. Han sido inmolados en una ceremonia ritual antes de cortarles las cabezas, la morada donde reside el alma, el valor y la inteligencia de los hombres, según este pueblo.

—Las Furias y las Erinias, perseguidoras de los mortales que han cometido crímenes insensatos, se han vengado con excesiva animosidad, Acco.

—Sacrificándolos así creen haberles arrebatado el espíritu y la fuerza.

En ese preciso instante, el gran chamán exclamó alzando los escuálidos brazos:

¡Tir Innam Beo, éste es el Santuario de la Vida!

¡Tir man, y la tierra sagrada! —le replicaron los otros sacerdotes.

En su pesada marcha hacia el templo de heno y piedra dejaron de reparar en el holocausto, mientras dialogaban entre ellos con apagados cuchicheos, y las muchachas depositaban en el altar los calderos entre cantos acompañados por los panderos. Sitiados por la angustia, los tartesios especulaban que ellos podían convertirse en las siguientes víctimas de aquellos bárbaros. Hiarbas no se atrevía a interesarse por Anae, pero al menos se congratulaba de que su cabeza no luciera en alguna de aquellas macabras estacas. Acco, con expresión de ansiedad, preguntó:

—¿Qué aberrante delito han cometido, Karaván?

Casi con delectación, y esgrimiendo una sonrisa sarcástica, replicó éste:

—El más ignominioso de todos, Acco. Los tratamos según las leyes de la hospitalidad celta, pagamos con munificencia los esclavos con oro, casitero en abundancia y ámbar, e incluso Lagín, el jefe del clan, les ofreció su choza y sus mujeres; y esos impíos, ¿cómo pagaron nuestro cobijo y nuestro pan?, pues, ¡pretendiendo con alevosa temeridad robar el Rostro del Sol, la efigie de este pueblo temeroso que la venera desde el inicio de los tiempos!

—¡Que las Tres Madres del submundo devoren sus almas! —exclamó aterrado en respuesta Acco—. ¿Cómo se atrevieron a tanto? —añadió.

—Expeditiva forma de hacer justicia —opinó el tartesio—. Han pagado como chivos expiatorios sus maldades; lo tenían merecido.

—Seguidme —los conminó el druida jorobado, que los precedió en su marcha.

Lo que aquel pueblo denominaba templo no era sino un sórdido chamizo de madera y paja, no mayor que una de sus chozas, donde el rústico oropel del suntuario se convertía en una tenebrosa monomanía, pues las calaveras aparecían talladas o pintadas en los objetos que toscamente lo exornaban. Unas brillaban embalsamadas en aceite de cedro, otras servían de caduceo a unos alargados bastones, y una gran orza de barro guardaba una veintena de aterradores cráneos. Pequeñas calaveras doradas adornaban los herrajes y dinteles y otra servía de vaso de las abluciones. El druida se justificó desabrido:

—Lug el Justiciero nos ha transferido el poder para decidir las honras y las penas de los hombres, y estos impíos se torcieron del camino de la verdad.

Tal como solía comportarse, altivo y jactancioso, Karaván tiró de una soga de mimbre para despejar un tragaluz de piel de nutria, por donde se coló un haz de luz vivísima que iluminó la parte oscura del santuario, una pared de brezo que amparaba el codiciado objeto de las avaricias de Naso y los piratas, una rutilante rueda dorada, el Rostro del Sol, de al menos tres codos de diámetro, en oro purísimo, que encarnaba la deidad cósmica.

—¡El Rostro del Dios que nos preserva de todo mal! —exclamó señalando el ídolo.

—Debe valer diez talentos, y hubiera hecho rico de por vida al tirseno.

—Por Iduna[69] la sabia que este símbolo induce a la reverencia, Acco.

Enmarcada entre rodelas, la rueda se sostenía en una pirámide de cráneos, quizá de criaturas sacrificadas en aquel mismo lugar o de enemigos vencidos por aquel sanguinario pueblo. El tartesio y Acco, asombrados ante su magnificencia, oraron con las palmas de las manos levantadas frente a la joya áurica, y comentaron en voz alta, para congraciarse con el chamán:

—La codicia hace presa fácil en los hombres mezquinos, y Naso lo era.

—Ese ruin, mientras apetecía lo incierto, perdió lo que poseía seguro —replico el oestrymnio.

El tartesio, para ganarse la confianza del chamán, extrajo del zurrón un vaso de plata repujado con adornos vegetales, ejecutado con primor por orfebres de Turpa, y se lo ofreció a Karaván, quien, halagado, lo ajustó sobre un trípode de cobre a los pies del anillo solar. El sacerdote, aturdido con la esplendidez del presente, le dijo con amabilidad:

—Disfruta de mi hospitalidad y del favor de la divinidad, extranjero.

Karaván les suplicó luego que le dieran noticias del reino del Ocaso, y asociados de buen grado salieron al círculo de piedra, momento en que una espesa niebla envolvió las colosales piedras, aunque disfrutaban de la clemencia de un húmedo y cálido oreo. Apostaron a los forasteros en dos chozas, les facilitaron comida y agua y los invitaron a participar en la fiesta, agasajo que declinaron pues se hallaban exhaustos y temían desagradar a su brutal dios, que parecía saciarse únicamente con exhalaciones de sangre.

Hiarbas, impaciente, persistió en la vehemencia de su búsqueda e instó a Acco para que indagara sobre el paradero de Anae, de la que no se apreciaba ni el menor rastro. No le salían las palabras, pero al fin balbuceó:

—Venerable Karaván, el tartesio ha navegado durante cuatro lunas siguiendo a ese insensible pirata que se pudre en los infiernos, quien antes de profanar este santuario se atrevió en Tartessos a raptar a una mujer consagrada a la diosa, para luego venderla como esclava, enfrentándose a los dioses. Todo parece indicar que vendió a esa sacerdotisa a este templo…

—Se refiere a una mujer morena con la marca de la diosa —añadió el tartesio, con el corazón en un puño.

El druida celta pareció exasperarse con la pregunta, pero se interesó:

—¿Te refieres a una joven que cura y que conoce la fuerza de las plantas? Ese blasfemo aseguró que era su carga más preciada y que, por su sabiduría, valía tres ruedas de oro. Ignoraba que hubiera sido ofrendada a tus dioses.

—Nació con la marca de Némesis, la terrible, y es muy posible que se trate de la sacerdotisa que busco, noble druida —replicó ansioso—. En mi patria predice el futuro y pronostica las calamidades de mi pueblo.

—El perverso que nos la vendió, antes de cometer su execrable crimen, sostenía que en tu tierra era apreciada por su saber arcano, y ciertamente es morena como el roble viejo. Interesante… —dijo pensativo.

—Puedo asegurar sin riesgo de falsear que se trata de una pitonisa sagrada y por tanto inviolable.

Por vez primera, el chamán parecía intimidado, y, tras componer un raro visaje con los ojos, se serenó y los invitó a gozar del favor de su acogida. En su cabaña, de brezo y piedra, colgaban cuchillos ganchudos, amuletos, bastones rematados con el cuerno del narval, un telar, un horno para el pan, manojos de hierbas y dos jergones de paja limpia. Olía a humo aceitoso de sebo y la mugre se amontonaba por los rincones. Un búho, inmóvil sobre un palo, abrió sus metálicas pupilas, acechándolos, instante en el que una joven preñada que soplaba un fuego de ramas de bejín los invitó a hidromiel y a un requesón exquisito. Pero, por más que el tartesio miró en cada rincón, allí tampoco se hallaba Anae, ni traza de su posible presencia, por lo que, desencantado, se mordió los labios con exasperación. Sin embargo, cuando se acomodó a la luz del interior, Acco le tocó el hombro señalándole una zona de la estancia que permanecía en la oscuridad.

Hiarbas percibió que su interior se convulsionaba, que su piel se estremecía y tensaba, y que sus ojos se abrían desmesuradamente. La dicha le hizo latir las sienes y sus pulsos se aceleraron. Suspendida con una soga y aprisionada en una gran cesta de mimbre, como una presa cobrada en la red del cazador, se acurrucaba una criatura viviente que al oír a los huéspedes se removió con torpeza, musitando incoherencias y palabras inconexas.

El pentarca esbozó una sonrisa de regocijo, y, presa de la excitación, observó que era joven, de pelo azabachado caído en rizos sobre la frente, al uso tartésico, que usaba una túnica azafranada, muy común en Tartessos, que la piel de sus brazos y de su cuello, únicas al descubierto, era del color de los dátiles maduros del desierto y que los cónicos aretes de sus orejas eran semejantes a los que usaban las hembras de su país. El corazón le dio un vuelco de exultante dicha, y ahora rogaba que el chamán accediera a su apremiante deseo. Ya no le cabía duda alguna, los dioses a los que veneraba, enternecidos, premiaban su generoso sacrificio concediéndole el don de hallar a la sacerdotisa del Lucero, que, por una razón ignorada, se hallaba confinada en aquella jaula de juncos en el país de los goidelos. La mágica incógnita iba a despejarse. No existía conspiración, como especulaba Argantonio (y se congratulaba por ello), sino el interés mezquino de un corsario que se había encontrado con una sentencia brutal por su afán de tratar con carne humana. Ahora debería encontrar el modo de convencer a Karaván de que permitiera entregársela, y un calambre recorrió su espalda.

—Duerme bajo los efectos de un hipnótico, pues se comporta salvajemente; aunque acepto que conoce las virtudes curativas de las raíces.

A Hiarbas no le cabía duda de que aquella conducta encajaba con el carácter indómito de la pitonisa del Lucero, siempre insumisa y renuente al cautiverio.

—Estoy en condiciones de comprártela al precio que fijes, insigne druida —dijo haciendo gala de su poder de persuasión—. Mi rey y mi pueblo, apenados por una pérdida que atenta contra el cielo, así lo esperan de tu clemencia, y te agradecen haber ejercido justicia con su nefando captor.

—¿Y por qué habría de cedértela? Esta mujer me es rentable y necesaria.

—Mis dioses poderosos podrían enojarse al verse desposeídos de su voz —adujo, y ojeó con el rabillo del ojo al druida, calibrando las secuelas de su arriesgada aseveración; mientras, la joven se revolvía en la red.

—Sí, se supone que debería ser indulgente, ¿pero qué reclamarte a cambio?, ¿dos de tus hombres como esclavos?, ¿un rescate en oro? —preguntó, pero se detuvo meditabundo—. ¡Pero no! Desde que arribaste a este meneton, comprendí que eras un mensajero de los creadores benevolentes, extranjero.

Agachó la cabeza, y alzando la prominente corcova, se plantó frente a Hiarbas. Acco, Lagutas y Orisón no salían de su estupor, y el tartesio jamás hubiera pensado que el efecto producido por sus palabras causara tan fulminante cambio, aunque no le encajaba aquello de «mensajero de los dioses». Aguardó hasta que Karaván, blandiendo el cayado del narval, apuntó a su cintura hasta causarle una punzada dolorosa que le hizo dar un paso atrás, aterrado. «Por todos los kabyros del infierno, ha esperado para rematarnos aquí, en este horrible pajar», se dijo espantado.

—Ese cinturón que lleva con la diosa y los ánades sagrados confirman mis palabras de que Lug el Poderoso habla por tu boca. Este templo del Sol se sentiría halagado si lo donaras como ofrenda, y siempre recordaríamos a su generoso enviado. Es el precio que te exijo.

La mirada del pentarca escudriñó sorprendida la cara del chamán, que acechaba expectante la réplica a su oferta, que le devolvería a Anae. El tartesio enarcó las cejas y recordó el vaticinio de Therón en Menestheo, percibiendo a cientos de estadios su auténtico e irónico significado, que entonces él había creído un ataque de los monstruos marinos: «El cuerno del narval hará desvanecerse tus aves sagradas». Se resistía a renunciar a un objeto de gran valor afectivo, pero Anae se merecía la privación de aquel balaje y de todas las joyas salidas de los orfebres de Turpa y Gadir juntos, por lo que, melancólicamente, se lo desabrochó y con gesto enfático lo acomodó en las manos del sacerdote, quien exhibió una sonrisa ufana y una dentadura negra y espantable.

—Los ánades representan el curso del sol y nos protegen del mal. ¡Loada sea Mebd, la Madre!

—Es lo más valioso de cuanto poseo. Te lo ofrezco como rescate de esa mujer —explicó Hiarbas, que saboreaba por anticipado el añorado encuentro.

¡Cuánto había deseado poder estrechar de nuevo su cuerpo dócil!

—La hembra de las manos curativas te pertenece. Restituyela a la diosa.

La sierva que habían visto al entrar, a una orden del augur haló del dogal que soportaba el peso de la cesta, y el bulto con la muchacha, replegado sobre sí mismo, cayó al suelo como un fardo. Ayudó a la joven a salir de la envoltura, mientras era observada con impaciente curiosidad por Acco y el tartesio, quien, intranquilo por recogerla, la atisbaba entre la penumbra de la cabaña buscando las trazas de semejanza con la sibila. Pero en una vertiginosa sucesión de sentimientos, trocó su expresión de complacencia por una mueca de incredulidad, pasando del aturdimiento a la sorpresa, y por último a una decepción inarticulada que no pasó inadvertida para el adivino y para Acco.

—¡Que me lleven los diablos! ¿Quién es esta impostora que ha suplantado a Anae? Esta mujer no es la pitonisa de Tartessos —masculló desconcertado—. Me han confundido las apariencias y mi fatigada mente. ¡Es tan semejante!

—¿Y entonces quién es? —balbució el oestrymnio en lengua tartesia.

La joven que había usurpado la personalidad de la pitonisa en sus anhelos, también de tez morena y de cabellos oscuros, algo mayor en edad que Anae y más esbelta, fue también presa del asombro. Aquel hombre distinguido, de cabellera castaña y rizosa, arrogante como un dios, de nostálgicos ojos grises y vestido a la usanza tartesia, seguro que no había arribado al fin del mundo con el único propósito de liberarla de su orfandad y del vacío inmenso que sufría. Su mente, abotargada por la droga, no conseguía hilar pensamientos coherentes, y farfulló pasmada:

—¿He oído en esta inmunda choza la lengua de mi tierra? ¿Quién eres tú? ¿Acaso has arribado del país de la miel para rescatarme?

Luego suplicó y maldijo su suerte, para terminar gimiendo desconsolada.

El druida no entendía qué ocurría, y en su ladina mirada pareció sospechar que allí se fraguaba un más que probable error. Hiarbas, furioso por la presencia impostora de la misteriosa mujer, e intuyendo que ya nada podría subsanarse sin causar a aquella desvalida compatriota un daño irreparable, dio por buena la pérdida de su cinturón talismán, dispuesto a aceptar el áspero fracaso. Al contemplarla tan apenada y acobardada, los bucles revueltos y los pómulos humedecidos por un llanto desalentador, sintió lástima.

—La turbación del rescate, sumo sacerdote, me ha sumido en una emoción irreprimible —mintió, a través de su intérprete—. Por fin hallo a la mujer que busco. Es ella.

La situación se mostraba tan equívoca que una marea de confusión cabalgó por sus entrañas, sumiéndolo en un mar de cavilaciones. Tras unos instantes de duda y contrariado por la inesperada impostura, se vio no obstante atraído por la voluntariosa esperanza de la desconocida de conseguir la libertad, por lo que solicitó al augur que la mantuviera en su choza hasta la partida, y cuando estuvieran lejos ya la acribillaría a preguntas. «Pasmosa cabriola del destino —se repetía a sí mismo—. ¿Cuál será la identidad de esta mujer y el motivo de hallarse cautiva en este remoto país? Y, ¿cómo encajar tan inesperado fracaso?» Hiarbas ponderó la rara coincidencia con la sibila y un sinfín de dudas se despeñaron como nubarrones de tormenta por su mente, y cuanto más miraba a la joven, más se desesperaba por el misterio compensatorio y con tan imprevisible revés, que había dado al traste con su búsqueda. Ciertamente, se asemejaba en algunos de sus rasgos a la pitonisa, era de rostro agraciado, pero ¿quién podía ser aquella desconocida tartesia por la que Balbacer había cruzado el océano y que reunía análogas cualidades a las de Anae? «Cada mortal posee su propia hora, y su propio hado», se dijo entre pensativo y sorprendido.

* * *

Las mismas preguntas se formulaba Hiarbas mientras al día siguiente se alejaba del santuario, tras una noche de angustiosos sueños y de atormentarse por tan inexplicable fiasco. Los contraluces del alba y el cielo quebradizo suministraban vida propia a las espectrales piedras. Como un sortilegio le llegó el hedor de las erráticas vaharadas de la carne quemada y putrefacta y el ulular de las manadas de lobos hambrientos que infectaban los bosques cercanos.

—¡Que la Madre Tierra confunda a esos incivilizados! —masculló Orisón.

Decididamente, Hiarbas no simpatizaba con aquella abominable raza de celtas goidelos ni con sus sanguinarios dioses. El orfebre se sentía defraudado y creía que pagaba su engreimiento de creer hallar a la sibila en las Kasitérides con desmedida presunción. Abatido, creía que las experiencias vividas en Albión y su chasco no hacían sino agravar el incierto destino de la sibila. La desconocida rescatada le había asegurado que ninguna mujer con las características de Anae formaba parte de la mercancía humana de Naso Balbacer, y eso lo abrumó aún más. Su maltrecho corazón adivinaba la desgracia que se cernía sobre Anae, y tras un viaje estéril, no se entreveía ninguna otra alternativa de su paradero. Había desafiado a la suerte, y ésta le había vuelto su rostro con el más despreciativo de los desengaños.

Una lluvia menuda que pronto se convirtió en torrencial hizo correr regueros embarrados por las laderas cubiertas de musgo y sus perfiles se agrandaban en el horizonte con el flameo de las caóticas fogatas. Con los cabellos pegados en la frente, mientras caminaban por la senda resbaladiza soportaban el goteo de los árboles y las ráfagas frías del mar. El viento soplaba con fuerza, cuando oyeron gruñidos de perros, y temieron un cambio de opinión del druida chamán, por lo que aceleraron el paso, escupieron en el suelo y trataron de olvidar aquel lugar de desolación.