LAS ISLAS DEL ESTAÑO

El misterio de la ocultación de la pitonisa conducía a Hiarbas del vergel tartésico a las frías aguas del norte, el ignoto lugar de las brumas. Albergaba sospechas, pero sentía un aliciente tan poderoso en sus entrañas que no percibía ni el riesgo ni la amenaza. Su única obsesión era rescatar a Anae y disipar las dudas que se vertían sobre Milo.

Se aventuraba a un horizonte desconocido nutrido de peligros, donde se codearía con criaturas incivilizadas, en un clima hostil. La noche anterior había cenado con los suyos, reunidos en un banquete inolvidable en el que un lloroso Alástor entonó el canto noveno de la Ilíada de Homero, el de la embajada a Troya de Aquiles, héroe admirado por el tartesio.

—Eres fecundo en recursos como Ulises de Itaca. Vuelve pronto —le había rogado.

Adivinaron que en su intimidad se debatía una anónima tristeza por una promesa jurada a la diosa, pero los había tranquilizado con serenas palabras:

—Me veo obligado a dejaros por un tiempo. Que no os agote la espera, y no os perdáis en conjeturas estériles. Volveré, y recuperaremos la placidez perdida —reveló, sin que nadie comprendiera el motivo exacto de la travesía.

* * *

El río Tertis se agigantaba al desaguar en el lago aromado por una flema de jaras y tomillos. Los sonidos del océano arribaban vivificadores en una mañana de la Luna Brillante de la primera estación, pues ningún tartesio se atrevía a surcar los mares en la estación de la Madre Tenebrosa, cuando según sus creencias se encabritaban las olas y los espíritus de los muertos, unos inmutables y otros lúgubres, vagaban por los espacios.

El Tridente y las dos galeras porteras dejaron atrás los amarraderos, escoltadas por falúas de pesca que hacían sonar los cuernos y trompas, despidiendo la garbosa embarcación real, en singladura en busca del metal blanco, el estaño, el aliado esencial para la forja del bronce tartesio. Remontaron los diques y los fangosos remansos, y a fuerza de remo, las naos enfilaron rumbo al Atlantis, que enviaba las furias oceánicas contra las marismas, amenazando con ahogar en la desesperanza de sus embates arenosos el río. «¿Quién vencerá en el encuentro: el comedido río Tertis, o el omnipotente mar de Poseidón?», se preguntaba Hiarbas.

Las velas cuadradas se hincharon y tensaron, y los remeros, de espaldas a la proa, impulsaron los remos entre las portillas de boga en un empuje isócrono, que acompasaban con sus gargantas los remiches y el batir del timbal. En la línea de flotación sobresalía un saliente de plomo de invención tartésica que evitaba las rociadas y estabilizaba las panzudas embarcaciones.

—¡Poseidón que sacudes la tierra, envíanos favorables vientos!

Los proretas, oficiales de proa, se desgañitaban ralentizando el ritmo de las bogadas, mientras los espolones, grotescos tritones recubiertos de bronce, deshacían las aguas en funciones de deriva. Sobre ellos, dos ojos colosales vigilaban la ruta con su inerte mirada, entre los ruegos del capitán Orisón:

—¡Que los ojos de El Tridente nos libren de las divinidades malignas!

Hiarbas abrió las aletas de su nariz aspirando la brisa del mar, mientras palpaba sus tabas de la suerte contra los infortunios y su cinturón de la diosa Némesis. Se sentía como un visionario en pos de una quimérica ilusión, mientras a su escriba, Lagutas, un experto en pesos, balanzas y metales nacido en Asido[56], que siempre lo acompañaba en los viajes comerciales, se le ajetreaban peligrosamente las entrañas con el balanceo de la nave.

Las tripulaciones, integradas por remeros libres dispuestos en dos puentes, una dotación de soldados iberos, los pilotos, los cómitres, Hiarbas y cinco criados se distribuían entre la cubierta, la sentina y la estiba, repleta de ánforas de aceite, odres de agua dulce, arenques, dátiles, cecinas, algarrobas, manzanas, castañas, cabras y cerámicas tartesias. Los afanosos marineros, satisfechos con el esfuerzo de hacerse a la mar y superadas las barras arenosas de la desembocadura del gran río, prorrumpieron en vítores, orgullosos del esfuerzo.

Paulatinamente, los promontorios de Tartessos se desvanecieron de la visión entre el nimbo de un velo caliginoso, del que surgió la proa de una nave fenicia confundida entre los balandros que faenaban en la bahía. Detuvo la halada, y el capitán sidonita avistó el derrotero que tomaban los tartesios, que en apacible derrota desaparecían rumbo norte, seguidos de una bandada de delfines.

Malhumorado y arrojando improperios, el navarca de la nave gadirita, que no era otro que el sarím Milo, impartió la orden de doblar hacia el sur y regresar inmediatamente a la caleta de poniente de Gadir. Un confuso rictus de alarma afloró en su semblante, mientras un doloroso presentimiento le oprimía el corazón rasgándole el alma.

Zakarbaal, impaciente, lo aguardaba en palacio, donde debía ser informado de cualquier movimiento de la flota tartesia. El asunto de la sibila, un secreto que irritaba a los dioses, había alertado a los gadiritas, que recelaban de la discreción mantenida por Argantonio respecto a la insólita pérdida de la sibila. Su olfato para detectar inconfesables trajines seguía vivo en su mente cautelosa y se preguntaba: «¿Qué ocultarán, para enviar al mismísimo pentarca de los metales y en fecha tan extemporánea?», cavilaba, sin hallar respuesta.

Entretanto, a Hiarbas, distraído en sus reflexiones y con los ojos fijos en la inconmensurable masa de agua, lo afligía la preocupación, pues cualquier contingencia trágica podría haberle sucedido a Anae. ¿Secuestrada como sostenían los eunucos del Lucero? ¿Víctima de una conspiración, como se obstinaba el rey? ¿Opción personal, o rapto del facineroso pirata Naso Balbacer?

Si seguía al corsario tirseno, enfrentándose a albures desconocidos, no era sino por falta de opciones más sólidas. Se habían desatado en el Consejo del rey supuestas maldades de los vecinos sidonín, riesgos amenazantes para Tartessos, abandono de los dioses, y hasta se atestiguaban delitos de lesa majestad, emborronando con la agria tinta de la sospecha la memoria de la pitonisa, quien, en aquellos momentos, probablemente debía de estar sufriendo terribles experiencias.

«Nada concuerda con su espíritu místico, aunque rebelde, y que me aspen si no andan comprometidos los sacerdotes, los eunucos y Balkar, que esconden un muy dudoso comportamiento en su desaparición», reflexionaba Hiarbas.

El audaz pentarca amaba el riesgo, pero habría de moverse con cautela entre los ásperos pedregales llenos de víboras que bullían cerca de Argantonio.

El estuario del río Híberis[57], salpicado de pequeñas islas, resultaba peligroso para la navegación costera. Rodearon los escollos de la isla Cartare y los bajíos de Agonis cautelosamente, y Hiarbas desembarcó con sus hombres. El desafío lo estimulaba, y se dirigió al santuario de Hefesto, de esbeltas columnas dóricas, donde se adoraba a la divinidad del fuego, para dedicarle el sacrificio de un toro blanco. Recibido con lisonjeros respetos, investigó sobre la nave corsaria, sin obtener ninguna respuesta satisfactoria, por lo que remontaron el cauce fluvial por si Naso Balbacer se hubiera pertrechado de escorias para venderlas en los abrigos del norte, pues las chatarras y los esclavos eran las únicas mercancías con las que los tartesios y fenicios permitían comerciar a los etruscos, a los que despreciaban.

Arribaron luego a Onoba, la urbe de los fundidores de cobre, e indagaron en las cuevas de Erbi; los pozos del infierno, la nombraban los nativos, por abrirse en las laderas las embocaduras que comunicaban con el Averno. En una de las quebradas se obraba el copelado purificador del metal, lejos de los poblados, pues los gases resultaban venenosos. Agasajado por el rey Abilonus y por los herreros que trabajaban en los hornos, Hiarbas aprovechó para inspeccionar los fuegos de las industrias, los crisoles y las piqueras, agujeros por donde brotaba el metal fundido, que con la penumbra del ocaso se asemejaban a centellas de fuego que guardaran las bocas del reino de Hades.

Reinaba una conmovedora fraternidad entre las cuadrillas de forjadores, mientras moldeaban el bronce en las fraguas entre humaradas, polvo rojo y el sordo martillear en los yunques. Esclavos númidas preparaban las cuñas de madera y las poleas egipcias para arrebatar el metal de las cuevas, mientras otras cuadrillas amontonaban en capachos las espadas, los yelmos, las corazas de bronce y los trípodes para los templos, que muy pronto serían embarcados hacia Turpa y Gadir.

—Nadie ha avistado ninguna vela tirsena por estos puertos, Hiarbas —le aseguró Abilonus—. Debe de transportar una carga humana valiosa, pero por mar abierto. Parece claro: pretende deshacerse de ella en un país lejano, donde sacará buena tajada, y no se atreve a mostrarla en estos puertos.

—Nos lleva algunas jornadas de ventaja, pero lo atraparé aunque deba de navegar hasta la isla de las nieves perpetuas, o al país del ámbar.

Abilonus, ejercitando una admirable solidaridad, le proporcionó, para el intercambio con los norteños, escarabeos egipcios, puñales y espadas de oricalco, thymaterios para quemar incienso, yelmos y cráteras helenas, muy valorados por los fundidores de metal blanco de Oestrymnia, que los trocaban por el ámbar de Abalus y de las aguas del río Eridano[58]. A Hiarbas le regaló una falcata ibera cuya empuñadura era una trabajada cabeza de lobo en bronce dorado, que el pentarca agradeció efusivamente.

Tras dos días con viento terral, rodearon las doradas dunas de Olba, los astilleros de Carpia y las costas de río Anas, lugar donde se formaban los marineros de Tartessos. Las velas con el signo de Poseidón se hincharon al fin con los vientos del este, y perdieron de vista los últimos promontorios del reino tartesio, para adentrarse en el azaroso Atlantikón Pélagos[59].

Les aguardaban diez mil estadios de esforzada navegación, imprevisibles venturas y tormentas de helada cellisca. El capitán de El Tridente, Orisón, un nauta natural de Hipa, de piel reseca como la arcilla y membrudo como un púgil de pelea, siguió la secreta ruta del norte, sólo conocida por los navegantes tartesios. La estación se presentaba propicia para el viaje de ida a las brumosas Kasitérides, con el viento rolando del oeste, y al regreso, en verano, aprovechando que los céfiros soplaban de norte a sur.

—Cuenta, pentarca, con que, si los cielos y la diosa lunar nos son favorables y orientándonos en la noche por la estrella fenicia, en menos de treinta días habremos arribado a las islas de las nieblas eternas.

—¿Y si el viento nos es adverso, Orisón?

El capitán percibió sus ocultos temores a un naufragio que diera al traste con la empresa de la secreta búsqueda, y lo confortó:

—Sólo temo que los aires aventen flojos, lo que nos obligaría a emplear los remos, pero en esta época el océano recibe la benignidad de Poseidón.

Al cobijo de la costa, cuatro días después de zarpar de Turpa, doblaron el cabo de los Cynettes[60], sorteando sus fondos arenosos, donde divisaron los chorros de vapor de las oreas, ballenas y marsopas que emigraban a aguas más cálidas. Aprovecharon un aura del suroeste para adentrarse en el estuario de Olissipo, de conocidas arenas auríferas, donde los tartesios mercadeaban desde tiempos inmemoriales con la sal y oro aluvial. El capitán ordenó encender los fanales y lanzar el ancla a medio estadio de la embocadura, pues la noche se les vino encima y temía tanto a los arenales como a los saqueadores que infestaban sus orillas.

Con el alborear de la mañana se perfiló el embarcadero de Olissipo, donde no se hallaba la nave corsaria que buscaban. Hiarbas esgrimió un gesto de desilusión, pues creía que el miserable Naso Balbacer se hallaba escondido en aquel estuario frecuentado por los tratantes de esclavos. Con una irreprimible mueca de rabia, delató su desolación.

Orisón hubo de reiterar a los especuladores que no venían a comerciar, y el pentarca se acercó con una escolta a Abul, una factoría sidonín, delatada por los humos azules de las púrpuras que vendían en Conimbriga[61], ciudad aliada de Tartessos, donde un marino gadirita le aseguró que el desalmado Naso, a quien conocía sobradamente, había aguado días antes allí mismo, antes de partir hacia la costa de los belicosos albiones.

—¿Cómo se atreve ese bellaco a navegar por nuestra ruta? —se lamentó.

—Lleva esclavos para las minas de estaño. Un buen negocio, pentarca.

—¡Pues rumbo a las tierras hiperbóreas, y que Poseidón nos aliente!

Hubiera sido un error rumbear a toda vela, pues el pirata podría arrojar por la borda su carga humana y desaparecer. Había que apresarlo en tierra y no dejarse ver. Tras varias jornadas de navegación, las tres galeras se deslizaron frente a los amenazadores salientes de Saturni, plagados de grutas marinas cerca de las islas de los Dioses[62], punto que no podían traspasar las naves de Gadir en sus navegaciones, según un tratado firmado por Zakarbaal y Argantonio.

La marea propicia les permitió recalar en el faro de Cronión, en el confín de la tierra, donde los pescadores, entusiasmados con la temprana aparición de las naos tartesias, les mostraron a gritos sus mercancías y les aseguraron no haber avistado ninguna nave desde el verano anterior.

—La seguridad de un negocio ventajoso ha debido impulsar a ese loco a cruzar una línea inviolable para los navegantes —aventuró el capitán.

—¡Pues lo pagará con la vida, Orisón! Tartessos ha de escarmentar a los que la desairan con provocación —exclamó el pentarca.

Resignados a perseguir al corsario hasta los gélidos mares del norte, bogaron enturbiados por una fina cellisca y los embates de un mar tormentoso. Franquearon sin más contratiempos las puntas de Aryo y Venero, para alojarse en el Gran Golfo[63], donde regía con fuerza Bóreas, y al que los tartesios denominaban, con temor, Astrygetón, «el mar desolado y yermo».

Un impetuoso céfiro les hizo escorarse peligrosamente hacia estribor, con grave riesgo para las galeras. Las ventoleras enloquecidas consiguieron que las naos parecieran desgobernadas y abandonadas a los adversos elementos. Los pilotos, asidos a los dos timones laterales, las mantenían con pericia de las violentas sacudidas, pero los soldados y los escribas, aferrados a los cabos, proferían gritos desoladores, mientras arrojaban por la boca cuanto ingerían. Se encomendaban al irascible Poseidón persuadidos de que en uno de aquellos impetuosos ramalazos serían pasto de los monstruos marinos. Hiarbas se reía a sus expensas, pero los reconfortaba:

—¡Aguantad!, Poseidón nos da la bienvenida a su morada.

—¡No se hizo el mar para los seres creados por Noto[64]! —gemían los iberos.

Costeando el continente y con las velas arriadas, salvaron el fuerte aguacero que caía a torrentes entre el azoramiento de la tripulación. Cuando amainaron los vientos, había días que, navegando de noche, conseguían halar mil doscientos estadios, lo que alegraba al capitán y a Hiarbas, que oteaba la lejanía con la esperanza de avistar la vela de Naso Balbacer o su grotesco lebbede rojo. Sin embargo, el quimérico bajel tirseno se había esfumado entre la infinitud de las aguas, y eso exasperaba al pentarca.

Su escriba personal, Lagutas, lívido como la cera, creía distinguir en cada acantilado escamosos tritones que hacían sonar las conchas, y sirenas que lo convocaban a su lado con cantos lastimeros. Se tropezaron con un colosal arquitente, como lo llamaban los marinos de Turpa, un pulpo de formidables tentáculos, que se emparejó a la gaya de estribor. Despedía un hedor insoportable, embadurnado en sus tinturas negruzcas, e intentó en vano aferrarse al escurridizo casco, ante el asombro de la tripulación, que batió los remos para espantarlo.

El capitán dispuso que los marineros se hicieran con los tridentes y lo acecharan por si se asía a las cuadernas, cosa harto frecuente. Emergía una cabeza como una tinaja, y como insistiera, cundió la alarma entre la marinería, que vociferaba para ahuyentarlo. Los remiches hicieron resonar las trompas y entrechocaron los escudos, y al cabo, el animal, asustado con las paladas de los remos y por la infernal barahúnda, se esfumó en las profundidades tal como había surgido. El piloto, regocijado, aseguró:

—Lo ha atraído el olor a los salazones que acopiamos en la bodega.

—¡Ánimo, dos noches más y nos hartaremos de cerveza y dormiremos en esteras blandas! —los animó el pentarca—. ¡Oestrymnia[65] se divisa en el horizonte!

* * *

Hiarbas paseaba intranquilo por la cubierta, y sus ojos seguían fijos en el mar plateado por la luna. La tripulación patentizaba los rigores de la travesía, y ya se mostraban rostros violáceos, espasmos desgarradores, encías ensangrentadas y toses preocupantes debidas a la carencia de alimentos frescos, a los álgidos vientos del norte y al agua putrefacta de las cubas.

Él mismo sentía en el estómago los mordiscos del hambre y las cóleras abisales, y temía las noches sin estrellas y las despiadadas ventiscas del océano, pero callaba y jugaba con los marineros a las tabas, su gran pasión. Nieblas turbias y ventarrones de costado retardaron la arribada, hasta que, al fin, el vigía, tras una veintena de azarosas singladuras, exclamó como enajenado:

—¡Mi señor Hiarbas, el país de los oestrymnios a menos de diez estadios!

La interminable travesía había concluido, y a media tarde arribaron al inexplorado reino de Oestrymnia, un territorio que los helenos creían habitado por caníbales, cuando moraba un pueblo hospitalario que se decía descendiente de los cretenses y tartesios. Hiarbas sentía una morbosa fascinación por aquellas tierras selváticas y verdes. Al divisar las velas de Tartessos, avivaron los fuegos de la costa y botaron un sinnúmero de curucos, redondos esquifes de roble y cuero, en las que acarreaban el estaño de las Kasitérides. Los recibieron haciendo sonar las caracolas y con muestras de afecto.

Ostentaban fama de navegantes audaces y no menos activos negociadores, y sostenían haber nacido de las espumas del océano, al que adoraban como a su dios padre ofreciéndole dádivas y sacrificios de reses. Hastiados de bizcocho añejo, arenques y celia pútrida, y embadurnados en una cascarilla de vomitona, suciedad y salitre, los tartesios daban saltos de alegría en la cubierta, entre el regocijo del capitán y de Hiarbas.

Fondearon en un abrigado puerto de laderas rocosas, y vocearon saludos de amistad, devolviendo los taludes los ecos de las voces y el tronar de los cuernos de buey. Desembarcaron en medio de una bruma que apenas si les permitía distinguir al jubileo que los aguardaba en la playa.

Al frente se erguía, como un oso salido del bosque de abedules, Acco, el jefe tribal, un hombretón de aspecto asilvestrado, cabellos desmarañados, y barba rojiza, sobre la que reposaban unos bigotes retorcidos. Apenas cinco dientes desencajados le bailaban en las encías, dispensándole un aspecto caricaturesco, aunque de sus ojos emanaba un halo conciliador. Se abrigaba con pieles de lobo, cruzadas con un cinturón donde descansaba una descomunal hacha de doble filo. Hiarbas lo tenía por aventajado en el arte de la palabra y un gozador nato de los placeres de la vida. Se pavoneaba de poseer más de una docena de concubinas y tragarse un tonel de cerveza en una sola noche, pero, sobre todas las cosas, se mostraba rigurosamente estricto en el cumplimiento de los pactos. Antes de abrazar a Hiarbas con una cortesía no exenta de brusquedad, lo empujó con su orondo pecho en señal de hospitalidad, y en una jerga entre celta y tartesia, lo agasajó:

—Los dioses del piélago te han traído hasta mis tierras antes de tiempo, cuando no te esperábamos hasta la segunda luna del solsticio. Pero ¡por los vientos del padre Océano, que me alegro de rescatar a un hermano!

—Salud en nombre de las deidades luminosas, Acco. La flota para el intercambio anual arribará a su tiempo, y cargada de abundantes mercaderías. En este viaje me traen otros asuntos —y, apartándolo, le susurró al oído la causa de su repentino viaje, resumiéndole en pocas frases el rapto de la sibila, sus empeños y los de su rey, noticias todas que asombraron al vigoroso jefe norteño.

—Y ¿cómo se han aventurado a semejante impiedad y a quebrantar el secreto rumbo tartesio? Los dioses no lo aprobarán.

—Sabes que esos etruscos, desde su base de Spina en Etruria, codician hace tiempo controlar el comercio del ámbar y del estaño; y si se hacen con la ruta por mar, crearán graves problemas a mi país, a mi rey y a mi pueblo.

—Ni los mismos fenicios de Gadir se hubieran arriesgado a tanto —repuso el cabecilla.

—Se arrepentirán —dijo el tartesio—. Además, en la estiba de su apestosa nave se esconde algo muy sagrado para mí y para Tartessos, y ¡ay de él si le ha tocado uno solo de sus cabellos!

—Conociendo el proceder de esos aventureros, han debido de navegar por el mar abierto, orientándose para soltar la mercancía en algún río de Albión o en la isla de Hierni[66], donde las sanadoras y adivinas son muy estimadas —explicó—. ¡Que el dios de las aguas se los trague!

El pentarca moduló cuidadosamente el tono para no menoscabar la autoridad del jefe, pues el intercambio del estaño tenía lugar en aquellos puertos desde hacía millares de lunas y se resistía a deteriorar los seculares usos del trueque:

—¿Nos permites el libre tránsito hacia las Kasitérides y la compañía de unos exploradores de confianza para rastrearlos? Están en juego el honor de mi nación y el de mi rey…; y también el mío propio.

Acco cruzó los brazos y Hiarbas estuvo pendiente de sus grasosos labios.

—Nuestras alianzas juradas ante el padre Sol y el Océano consienten en cruzar el canal si lo deseáis, pero, dada la gravedad del asunto, yo mismo haré valer mi autoridad en las islas y te acompañaré para facilitar el trato con los albiones. Y, si me concedes la oportunidad, yo mismo le retorceré el pescuezo a ese ganapán cuando lo hallemos.

Los hermosos ojos grises del tartesio se colmaron de agradecimiento. Acco le inspiraba una seguridad incalculable, y le mostró su leal confraternidad.

—Mi gratitud hacia Acco, el sabio guía de los oestrymnios, será eterna.

Con el sol porfiando entre la niebla, la tripulación tartesia se inclinó deslumbrada por la belleza de un crepúsculo supraterrenal de tonos violetas, al que ofrecieron una oveja y un ánfora de vino de Xera.

—Poseidón nos ha concedido lo más valioso: la vida para gozar de una amistad imperecedera, Acco —dijo el tartesio, apoyando su mano en el hombro del amigo—. Nuestros gaznates están sedientos por la travesía, ¡bebamos en hermandad!

Los tartesios, enfundados en capas de vellón de cabra, siguieron a Acco al poblado, una aldea de chozas de heno, envuelta entre celajes y humos, donde hozaban los cerdos y rumiaban entre el lodo los ganados de pelambres rojas. El reyezuelo se llegó al oído del tartesio y le manifestó con zozobra que en los mares del norte se habían avistado griegos de Focea que comerciaban con oro y ámbar a cambio de cuentas de cristal y vajillas negras.

—Lo sabemos, Acco. Esta irrupción de los tirsenos en estos mares no resulta para mi pueblo una agradable noticia. Los griegos se abastecen del metal blanco, y si nos hurtan ese beneficio, será una catástrofe, créeme.

—Acco y los oestrymnios siempre se mantendrán como amigos de los tartesios.

—Lo sé, y mi rey se honra de vuestra inamovible adhesión —se sinceró.

Acco le narró con expresivos gestos sus proezas amorosas y los enemigos abatidos con su formidable arma. Ingresaron en un cobertizo destartalado repleto de rústicos bancos, jaulas y odres de cerveza que olía a hollín, a resina quemada, a requesón y a estiércol, en una amalgama de hedores repugnantes. Decorada con pieles de oso, lobo y corzo, arcos y fanales de sebo, oreaba una cálida atmósfera, avivada por un fuego acogedor.

—Salud y honra de los dioses, a Acco y a su pueblo, de Argantonio, soberano de los Diez Reinos —dijo Hiarbas, y abrió un fardo que depositó en el suelo, repleto de piezas de marfil, jarros de bronce, aríbalos, frascos con perfumes y aretes.

Acco admiró el presente y, vivamente conmovido, asió un cuerno de hidromiel, y con la fiereza de su porte se lo ofreció a Hiarbas, quien lo apuró de un trago. Luego, complacido por el tesoro, exclamó:

—¡Tu señor es generoso, y nuestra fidelidad será venerada por mi pueblo eternamente! Tuve la suerte de conocer al hombre más extraordinario del sur, Hiarbas de Egelasta, y doy gracias al Sol por su bondad. Y si falto a mi palabra, que Beleños me ciegue los ojos para siempre.

Los tartesios y sus aliados golpearon las armas emocionados, y en una desbordante camaradería se entregaron al placer de la mesa. Mujeronas de trenzas rubias y pechos opulentos sirvieron a los huéspedes odres de néctar de bayas y bandejas repletas de arenques, arándanos, huevos de aves marinas y cuartos traseros de una sabrosa res. Pronto se alzaron cantos de guerra, para, al filo de la medianoche, bretones y tartesios, bañados en cerveza, enredarse en amorosos escarceos con las rollizas muchachas. Y cuando la luz de las teas se convirtió en un parpadeo y sólo permanecía el chispear de la lumbre, el festín de bienvenida se había convertido en una disoluta bacanal, con Lagutas y los tartesios ebrios como odres danzando desnudos sobre las mesas.

Hiarbas, echado sobre unas pajas, observaba el excitante jugueteo de las ascuas mientras oía el siseo del viento mordiendo las pieles de la entrada. Detuvo sus cavilaciones en Milo y en Anae, sus dos amigos del alma, cuya única medida para sus corazones serían la pena y la desesperanza. Pensó, preocupado, en lo que le esperaba en la ignota Albión y en la intromisión griega en aquellas heladas tierras, tan alejada de sus ciudades.

Desconfiaba de los desconocidos propósitos de los firbolgs, «los hombres de los barcos de piel», los isleños de Albión, seres de costumbres repugnantes que, según Acco, vivían en cuevas donde consumían las cenizas de sus enemigos mezcladas con cerveza y comían animales inmundos, y los no menos temibles cimbrones de la isla de Amrum, que se comunicaban con gruñidos y devoraban los corazones de sus víctimas en macabros banquetes. Contaban los marinos que arrancaban de cuajo las cabezas a sus adversarios, y los mismos oestrymnios los temían por su inhumana impiedad, por lo que, apostando sus manos sobre el cinturón de la diosa de las garzas sagradas, Hiarbas se encomendó devotamente a Némesis.

Fuera, el relámpago desgarró la vasta negrura de la noche con su fulgor acerado, hiriendo los bosques y acantilados con su luz. La luna menguante, en su ciclo oscuro, fue cubierta por las nubes, no augurando nada indulgente.

* * *

Al alba, el cielo exhibía un acopio de matices opacos, y hacía frío.

Hiarbas, desde en el castillete de proa de El Tridente, contempló cautivado las legendarias Islas del Estaño. Pocos navegantes del sur habían fondeado en sus ensenadas, salvo los nautas tartesios y Ulises, el aqueo vencedor de Troya. Acco, magnetizado con el prodigio de ingeniosidad marinera de las galeras tartesias, se sentía maravillado y preguntó a Orisón por sus atributos:

—En mar abierto se comportan como máquinas de guerra perfectas. Lo observarás con tus propios ojos si avistamos a esos fugitivos y empleamos una maniobra de abordaje aprendida de nuestros mayores.

Hiarbas se mostraba esquivo. La suerte de la pitonisa lo intranquilizaba. Las naves tirsenas, habituadas a la piratería, halaban escurridizas como delfines, y ante la aparición de cualquier agresor, escaparían al océano si eran descubiertas, por lo que debían mantener la cautela. Cruzando el canal notaban las sacudidas de la marea y los briosos soplos del norte, aun a pesar de que los vendavales habían cesado y las nieblas se habían disipado; pero temían el capricho de los dioses y los vientos huracanados que dieran con sus huesos en las profundidades del estrecho entre el continente y las islas.

Tal como había previsto Acco, al día siguiente avistaron los pajizos cantiles de las Islas Kasitérides, aún envueltas en una bruma perlada. Las gaviotas rompían el silencio del paisaje y, en contra de las expectativas de Hiarbas, el aire venteaba con una insólita calidez. Los habitantes de la isla se tropezaron con una mayúscula sorpresa al divisar las tres gallardas velas tartesias con el sol rielando sobre las enseñas de sus divinizados astros solares. Sintieron miedo, pues en la misma luna habían sido visitados por naves distintas llegadas de los incógnitos piélagos del mediodía.

Nadie se explicaba tan inusual aparición y, conforme los barcos franquearon el estrecho, la animación y un fervor casi religioso corrió pollas orillas, con gentes enardecidas deambulando de un lugar a otro. Acco, no oteando la nave tirsena en las islas, exhortó a Hiarbas a virar el rumbo a la bahía más próxima, que llamaban de la Colina[67], habitada por gentes de la raza hermana de los firbolgs, cuyo jefe les informaría verazmente de los turbios tránsitos del corsario Balbacer. Algunos albiones, escamados con tal presencia, optaban por ocultarse en los bosques por miedo a ser esclavizados; pero, al observar a algunos oestrymnios en las cubiertas, fue cediendo el miedo hacia una fisgona curiosidad y finalmente a una amistosa aceptación de los visitantes.

¿Qué habría impulsado a aquellos hombres de tez morena a comparecer en tan remotas tierras?, elucubraban en sus supersticiosas seseras, pensando no obstante que antes de ponerse el sol alcanzarían a comprender el propósito de la recalada. De todas maneras, el jefe de la aldea ordenó que dispusieran en la playa, sobre pieles de morsa, todo aquello con lo que pudieran comerciar con los forasteros, y que los hombres se armaran, pues la mejor defensa suele ser la ostentación de la propia fuerza.

—Nos reciben como si trajéramos la peste —se lamentó Orisón.

Hiarbas se cubrió con su capa de tejón, se calzó las botas bermejas y desenvainó la afilada falcata con la cabeza de lobo. Se anudó el cinturón talismán con la diosa que tanta seguridad le infundían, y luego besó sus astrágalos de la fortuna. Una claridad grisácea envolvía la atmósfera, tan opuesta a la paleta de rabiosos colores de su natal Tartessos. Precedido por Acco, los iberos y una docena de oestrymnios, saludaron al jefe de la aldea, que no les pareció tan salvaje y que los observaba mudo y sin pestañear.

Los hombres que los recibieron cubrían su desnudez con vellones, correas y tiras de piel de venado rojo y, a pesar de la miseria que denotaban, los más acomodados se ataviaban con vistosos capuces de burda lana sujetos con pasadores. El jefe, un gigante tocado con un capacete de dientes de jabalí, se guarecía en una aparatosa capa con plumajes de alción.

Un círculo de guerreros con armas temibles y escudos de piel de buey los rodearon amenazadores. Se sentaron sobre pieles de lobo, en medio de una fogata, y, con Acco como intérprete de su gutural lenguaje, iniciaron el desesperado trabajo de explicarles el motivo de la recalada. El receloso jefe de los firbolgs se desilusionó al comprobar que no venían a comerciar.

Hiarbas hubo de prometerle que, una vez conocida la información por la que habían desembarcado en Albión, mercadearían con lo que atesoraban en las bodegas. Pero como lo que buscaban se convirtiera en una ardua negociación, donde ni las conocidas dotes de persuasión del tartesio servían para nada, el pentarca envió a uno de sus hombres por unos abalorios que regaló al hasta entonces indiferente cabecilla, quien al instante comenzó a hablar por los codos. Hiarbas se sintió más sereno y aminoró el flujo de su alarma.

—Hiarbas, me dice que el hombre de la cara quemada acarreaba esclavos, no mercaderías, y que doblaron la punta del sur la pasada luna para deshacerse de parte de la carga en las minas de casitero, más allá de los pantanos.

Tras observar una interrogación angustiada en la mirada del tartesio, preguntó Acco:

—¿Y no os ofreció mujeres?

—¡Sí…! Pendor, el herrero que vive en el otro poblado, cambió una armadura de metal de Thule por una joven rubia salvaje como una loba.

—¿Exhibió alguna mujer de tez morena? —insistió Hiarbas, y Acco se lo trasladó al cabecilla.

—¡Más de una! Por aquí son muy apreciadas, pero inasequibles.

Y, sí…, preguntó por el chamán de la tribu, pues aseguraba que una espléndida hembra con la tez del color de la miel poseía vastos conocimientos en hechicerías, leía la ventura en las cenizas y penetraba en las virtudes curativas de las hierbas.

Aquella revelación le pareció a Hiarbas excitante, y un ademán de alegría afloró en su rostro, pero quedó en suspenso. Esbozó una sonrisa triunfal y su frío escepticismo se fue desvaneciendo. ¿Se trataría de Anae? Ansioso instó a Acco:

—¿Y se encuentra aquí…, entre vosotros?

—¡No! —exclamó, y añadió con pesar—: Pedía por ella dos ruedas de oro.

El desaliento borró el júbilo, pero, intrigado, Hiarbas dominó el inicial entusiasmo y pensó que habría de acumular una decepción más a su búsqueda.

—¿Y no sabes en qué otra aldea la pudo ofrecer? —preguntó de nuevo.

El terco jefe, que empezaba a recelar de los extranjeros mirándolos aviesamente, se encogió de hombros y escupió en el suelo, tras esbozar una mueca de enojo. Luego se dirigió a Acco entre risotadas, quien trasladó la pregunta a su amigo:

—Veo que estás muy interesado por esa hechicera. ¿Acaso es tu mujer que te ha abandonado, o tu hermana que te teme?

El tartesio los miró a ambos exasperado y, sustituyendo sus grandes esperanzas por la arrogancia, fulminó al jefe con el furor de una mirada decepcionada.

—¡No!, pero es una sacerdotisa marcada con la señal de la diosa de la Luna, una pitonisa sagrada para mi gente —concluyó colérico.

Rodeado de rostros hoscos y con el murmullo de la vacua verborrea, Hiarbas sólo ansiaba escapar de allí antes de oír de nuevo los sarcasmos de aquel salvaje irreverente. Pero la voz de un viejo tullido sonó de entre la muchedumbre:

—Esa mujer de piel morena fue ofrecida al chamán del dolmen del pantano, según me aseguró Caerleon, el chamarilero que comercia con pieles.

El pentarca, desvanecidos sus alientos, pareció de nuevo intrigado. El anciano le infundía certidumbre. Lo miró fijamente y le sonrió, pronunciando palabras de agradecimiento. Luego regaló un arete de plata al carcamal que les había brindado un sesgo de ilusión con su revelación, que de nuevo abría una vía para encontrar a Anae.

Acco correspondió a la ayuda y, acercándose a Hiarbas, le susurró al oído:

—El santuario se alza en dirección norte, a medio día de caminata. Si no la halláramos allí, daríamos un rodeo hacia el ocaso, donde se encuentra el templo de las Diecinueve Piedras. No pierdas la confianza, el oro todo lo puede, y esa mujer es sin duda la adivina que buscas y se halla no muy lejos de aquí.

El jefe, que apestaba como un puerco, se incorporó y los avisó:

—Acco, debéis tener cuidado. Los hombres de los pantanos no pertenecen a nuestra raza, sino a la de los celtas goidelos, y la noticia de vuestra llegada se ha propagado como el viento. Que Taranis, el fulminador, os guíe, pues no será fácil convencerlos de vuestras desprendidas intenciones.

—Iremos bien armados y nos encomendamos al dios de las aguas.

Restaban algunas horas de sol, y las mujeres del poblado, que observaban a los extranjeros mientras despiojaban a sus críos, improvisaron unos toscos tenderetes que rellenaron con pieles curtidas de castor y nutria, ropas tejidas de lana, cestas de mimbre con ámbar y estaño, estatuillas en madera de fresno, huesos de uro, carne de cerdo y peines elaborados con huesos de ballena, a los que los tartesios, acarreándolos de las galeras, contrapusieron los exquisitos productos de los orfebres y alfareros de Turpa y odres llenos a rebosar de mosto de Xera que entusiasmaron a los nativos.

El tartesio se interesó por el altar de Odiseo, el hijo de Laertes, rey de Itaca que, según aseguraban los marinos helenos, había navegado hasta las Kasitérides tras la caída de Troya. Les mostraron un cúmulo de rocas en forma de rústica pirámide de la altura de un hombre, y una vetusta columna ennegrecida por el musgo, con extraños signos, en modo alguno griegos. El tartesio, decepcionado, pero ante la duda, rezó junto con Orisón, admirador de las hazañas del taimado rey aqueo, por un viaje pacífico de regreso, ofrendando a continuación un pez y una jarra de vino, que vertió sobre las estrías de la pilastra.

De vuelta a los botes, en un anochecer ceniciento, Hiarbas admiró el resplandor de la luna, danzando vibrátil sobre la umbría de las gélidas aguas marinas, y elevó sus ojos a la desnudez del cielo rogando su apoyo. Sentía que le ardían las entrañas y que la impaciencia ascendía en su pecho conforme pasaban las horas. Sumisamente, se encomendó a la diosa luminosa y su inicial escepticismo abrió paso a una renovada esperanza. No había resultado estéril el largo viaje, y percibía que existían fundadas esperanzas de haber hallado una pista creíble que los condujera a Anae. Nada lo haría apartarse de su propósito, y, al fin, todo parecía encajar en la retorcida maraña de su desaparición.

No obstante, algunas dudas martilleaban su mente: «¿Me escamoteará la suerte esquiva el rescate de la sibila frustrando mis sospechas? ¿Serán erróneas mis conjeturas? ¿Habrá advertido Balbacer nuestra arribada?». Sólo de una cosa estaba seguro: debería emplear sus armas más persuasivas y contar con el auxilio de los veleidosos dioses.