A guardando al rey en palacio, Hiarbas sintió el soplo del calmoso edén.
Había transcurrido la Luna Oscura del mes que los sidonín de Gadir distinguían como el de tammouz, y un aura calurosa removía las areniscas del monte Abas. El pentarca esperaba a Argantonio acomodado frente a unos anaqueles dispuestos para un estimulante bocado que reunía en escudillas de arcilla griega erizos de mar, trufas, gajos de sandía, zumos de seseli para la digestión, celia espumeante, sartas de pajarillos, mijo y pastelillos amielados.
Se inclinó reverente cuando apareció el rey, saludándolo:
—Cetro de Poseidón, que tu estirpe prospere eternamente.
—Salud y paz, Hiarbas, la felicidad se esconde en los párvulos placeres de la vida y en la lealtad de hombres honestos como tú —le replicó el monarca, ufano.
Se acomodaron en sillas con respaldos de marfil y conversaron sobre los últimos envíos de metal de las Montañas Argenteas y de los nuevos hornos de Elbi, para concluir platicando del delicado asunto de la desaparición de la pitonisa. Hiarbas, complacido, pudo constatar que la estrecha complicidad entre él y Argantonio crecía día a día, pues lo hacía partícipe sin remilgos de las incertidumbres personales que lo desazonaban en la alarmante cuestión.
—Me atormenta más lo que se oculta tras este caso, Hiarbas, y a veces veo incluso nuestras vidas amenazadas por una mano oculta —le reveló el soberano.
—Parece como si la hubieran raptado los kabyros de los infiernos, o que el mismo Poseidón la transformara en pavesas, celoso de su virtud. ¿Cómo explicar si no que pasada una luna no se tenga el menor vestigio de las dos mujeres? —se lamentó el orfebre.
En el rostro del monarca se leyó un sesgo de intranquilidad, y su habitual prodigalidad se convirtió en un gesto de alarma.
—Mis consejeros, en cuya rectitud confío, me han comunicado que alguien se ha ido de la lengua, tal vez un castrado de Noctiluca, que ha señalado a los fenicios de Gadir como los autores del rapto. Zakarbaal ha convocado con urgencia al sarím Milo, que se hallaba en el puerto de Menestheo, y hacen sus propias averiguaciones, molestos con las acusaciones que parten de este entorno.
«Ahora comprendo los recelos de Milo y la súbita escapada a Gadir —pensó Hiarbas—. Debí dialogar con él, y como amigo, amansar sus desconsuelos».
—Este oscuro asunto se nos escapa de las manos, mi rey —dijo—, y nos acarreará tensiones con Gadir.
—Alguien que se oculta como una mujerzuela tras el velo de la insidia parece interesado en cargar a Gadir con el oprobioso asunto, por lo que no me queda otra opción que amparar la alianza y restablecer la confianza con nuestros aliados sidonín, cueste lo que cueste. Nos son necesarios para activar mi política de equilibrios, Hiarbas.
—¿Y qué sugieres que hagamos, mi alto señor?
—Desentrañar cuanto antes esa trama que rodea a la desaparición de la sibila, y que puedo asegurarte que existe, aun cuando carezcamos de un indicio claro que lo confirme —contestó, mientras le ofrecía una jarra de celia.
Se sucedió un inextricable mutismo; Hiarbas carraspeó incómodo. Argantonio, que golpeaba nerviosamente el brazo del sitial, le rogó afable:
—Tú que frecuentabas la amistad de la pitonisa y del sarím, seguro que conoces otro punto de vista más certero que el de mis agentes. ¿Te hicieron partícipes de alguna confidencia importante?
—Nada que yo recuerde —confesó—. Hace más de dos lunas que no visitaba a la sibila, y con el príncipe sólo pude conversar en la ofrenda a Astarté en Gadir; pero nada de este desagradable suceso se conocía aún.
—Mira, Hiarbas, te tengo por hombre de recursos, reflexivo y ágil de mente —lo halagó—. ¿Has concebido alguna hipótesis sobre este turbio asunto?
—Sí, he formado mi propia teoría y mis especulaciones, gran rey. No creo que se trate de una trama como sostienes, y sí del simple rapto por la avaricia de un seguro beneficio —aseveró sin jactancia—. Tras muchas horas de conjeturas y cierta confidencia, poseo una hipótesis.
Las pupilas del rey se iluminaron como dos candelas de fulgor.
—¡Habla entonces! —lo conminó, dejando la copa sobre el anaquel.
El pentarca tragó saliva, y ni exultante ni expresivo, le confesó:
—Debido a mi amistad con la sibila y con el príncipe Milo, su desaparición me corroe el alma, como si una comadreja se hubiera instalado en mis tripas; y por más que la he analizado en mi soledad, no hallaba una respuesta que disipara mis dudas. Atormentado por el peso del enigma, rondé el muelle y visité Noctiluca sin éxito alguno, y cansado de curiosear y escudriñar, me dirigí como último recurso a la torre del promontorio, en el arenal de… —el rey lo cortó:
—¿Donde el anunciador de las lunas avisa de los cursos astrales?
—Así es, mi rey.
—Mis confidentes han interrogado a ese viejo tartamudo sin éxito alguno.
—Pues conmigo desató su lengua, pues desde siempre le he inspirado una confianza ilimitada. Un buen pellejo de Xera obra milagros. Además, Notos lee en las estrellas y en las cenizas de los fuegos. Su posición la juzgué como única para divisar cualquier maniobra extraña en el estuario.
El semblante del rey palideció, pero luego clavó una mirada acogedora en sus grises ojos, requiriendo una pronta aclaración:
—¡Explícate!
—Admitió que el atardecer de la desaparición divisó en lontananza a la sibila y a su esclava cantando los himnos del plenilunio, muy cerca de donde atracan las galeras reales, y cuando las sombras se adueñaron del malecón, al no divisarlas, creyó que habían regresado al templo. Pero con el crepúsculo, oteó que en la gabarra de Naso Balbacer se producía un extraño bullicio, prisas y carreras, y que al poco levaba anclas rumbo oeste con apresuramiento, pues su vela y la hidra rampante del espolón resultan inconfundibles.
—¿Y bien?, ilústrame —demandó el monarca con ingenuidad.
—El pregonero de las lunas me reveló además que la marea no era la óptima para soltar amarras, y que ningún marino sensato zarpa a alta mar con la noche recubriendo los cielos y sin la venia del regidor del puerto, pues en la tablilla de partidas no aparecía. Me aseguró que el corsario había acopiado agua, víveres y pez para navegar durante un año, y que el timonel, en la taberna del puerto, fanfarroneaba de pingües beneficios con carne humana, aunque recelaba con pavor de las brumas del norte. ¿No te parece significativo, mi rey?
Sopesó con calma la información el soberano y, tras ponderarla, se expresó:
—Renuevas mi credibilidad de que pronto hallaremos la luz. ¡Sorprendente!
—Además, Notos auscultó esa misma noche los astros y, tras orar a los siete creadores planetarios, avistó a una sacerdotisa descender a los infiernos, flotando sobre una nave de velas blancas —hizo una pausa—. Y yo te pregunto, señor: ¿acaso no existe una boca de los infiernos en Olba y otra en las islas Kasitérides, el presumible rumbo del corsario tirseno?
—Sí —balbució—. Pero yo me dejo llevar por la razón, no por supercherías.
—Como yo mismo, pero la pista del pirata Balbacer[54] resulta ser la única que poseemos para desentrañar este doloroso suceso. He ponderado opuestas alternativas al caso y, por ahora, sólo un hilo de la madeja ha quedado suelto. Aferrémonos a él como tabla de salvación y desenmascararemos esa trama que tanto te inquieta, Argantonio. ¡La clave puede hallarse en esa nave!
—¿De verdad lo crees así? No se me había ocurrido recapacitar sobre esa sutil variante. ¿Naso Balbacer detrás de esta confabulación? Sabemos que trata con fenicios y cartagineses, y que acarrea mensajes de un lado para otro. Tal vez sepa algo que nosotros ignoramos, crucial para descubrir a los intrigantes.
Afloró un leve sonrojo en la faz del pentarca, que se sinceró con el rey:
—Mi señor, además he de confesarte que la noche del Lucero contraje una deuda de honor con la pitonisa, pues prometí ante la diosa que la protegería mientras se hallara en Turpa. Así lo requería su alma atribulada y los lazos sagrados de nuestra tribu. Los dioses escupirían en mi rostro si la abandonara ante un peligro tan terrible y suerte tan aciaga. Se trata de una trasgresión peligrosa que sacude los cimientos de la nación —dijo con circunspección.
Argantonio meditó sobre las persuasivas razones del orfebre y respondió:
—¿Pretendes que persigamos a ese facineroso sólo por una sospecha? Es una idea descabellada, y no quiero hablar más de este asunto.
—Lo entiendo, mi rey, pero si pones tres galeras a mi disposición, partiré tras ese endemoniado truhán. Nadie recelará de mí, pues he embarcado en ese viaje otras veces por mor de mi cargo. Podría aclarar el asunto sin involucrarte, y restableceríamos la avenencia entre Turpa y Gadir.
—Hiarbas, aunque me seduce tu plan, se trata de un proyecto arriesgado y no lo comparto, aunque las intrigas y mentiras me asedien y perciba que a mi alrededor se me unen compañías que me envilecen.
El tasador de metales retrocedió. Presentía en su fuero interno que podría tratarse de una presunción de su mente, pero insistió:
—Conoces mi cautela, rey de reyes, y sabes que me hallo obligado a acatar mi juramento. Poseo fundadas razones para pensar que el tirseno la ha raptado, como hace con otras muchachas, y pretende venderla en algún mercado del norte, ¿o no nos lo indican así las señales advertidas por el avisador de las lunas? Antes del equinoccio del verano habré regresado a Tartessos y sabremos si se trata de un rapto o de una traición.
Argantonio permaneció absorto unos instantes, como fraguando un plan en su privilegiada mente, y escuchó otro persuasivo argumento de Hiarbas:
—Aunque sólo sea por detener a ese pirata que se ha atrevido a adentrarse en una de nuestras rutas más inviolables, permíteme perseguirlo. Ansio que Anae, Milo y yo mismo quedemos dispensados de toda sospecha, y que mi pueblo recupere la voz de la divinidad. ¡Lo probaré, señor, consiénteme al menos intentarlo, te lo ruego!
El monarca reflexionó durante largo tiempo, ausente y reservado, y al cabo, tras un insoportable mutismo, pareció regresar de un mal sueño. Movió la cabeza repetidamente, resistiéndose a la petición, con una respuesta dilatoria:
—Ese argumento me convence más. Esos osados tirsenos merecen el castigo de ser hundidos en el fondo del mar. Si alguien conociera nuestras rutas marinas más secretas, Tartessos perecería. No sé, no sé… —se resistía.
Mientras, el orfebre consideraba que el mayordomo, el gran eunuco de Noctiluca, y quizás el sumo sacerdote de Poseidón ocultaban información acerca de la desaparición de Anae, incluso en connivencia con el pirata. ¿Acaso no los descubrió conspirando tras la reunión de los Diez Reyes? ¿No resulta fácil para un ministro fingir una fidelidad que no se siente? Sin embargo, omitió cualquier referencia que pudiera enfurecer al monarca. Sabía que, aunque sus exigencias fueran modestas, jamás convencería al rey de que sus más cercanos consejeros intrigaban a sus espaldas.
—Resultaría inconsecuente para un rey precipitar decisión tan delicada. Lo someteré al consejo de mi conciencia y te citaré mañana, cuando los gallos[55] del dios convoquen al día. Añades, mi buen Hiarbas, otras dos virtudes a tus méritos, la generosidad y el arrojo. Que Poseidón te premie. ¡Salud!
—Eres el predilecto de los dioses, manda y te obedeceré. Y perdona mi orgullo, pero algo me dice que ese corsario nos ha arrebatado a Anae.
Los surtidores centelleaban en el jardín con su borbofleo, cuando el monarca le dio la espalda camino de su privanza. Hiarbas se despidió desencantado, y cuando abandonaba el pabellón, de forma imperceptible, uno de los jardineros que barría con un escobajo de laurel las hojas y cuidaba los granados en flor y los seto de jacintos, recogió sus utensilios y abandonó el vergel despacio y con la testa baja.
Sigilosamente avizoró a uno y otro lado, y penetró sin ser visto en una de las estancias del palacio. Allí, en presencia de alguien a quien reverenciaba, desgranó cuanto habían platicado el rey y el pentarca. El tintineo de unos sidos de plata, la recompensa por su valioso cometido, cerró el efímero encuentro.
Una caterva de seres ocultos en las sombras se empeñaban en diluir del plano mundo la estela de la sibila de Noctiluca.
* * *
Argantonio, a regañadientes y con escamada preocupación, accedió a satisfacer los deseos de Hiarbas, no sin desagrado. No podía oponerse a la obstinada solicitud del pentarca de perseguir al corsario en los mares del norte. ¿Y si su hipótesis resultaba verdadera, y Naso era el pináculo visible de la trama en la que tanto creía? Le envió una lacónica laminilla de cera que Hiarbas entendió debidamente.
En la pulida capa de cera resaltaban algunas frases. La primera revelaba:
«Siempre tienes la alforja dispuesta y el corazón ágil; no te aflijas con remordimientos innecesarios. Adelante con tu obstinación, pero no adormezcas tu mente, antes bien mantenía viva con tu proverbial cautela, y nunca le des la espalda a ese corsario. Ante todo: atrapa la nave tirsena, no lo olvides. Recurre al diekplo de abordaje para destruirla, y que su estela sea borrada en las profundidades del océano». La segunda le recomendaba: «Acude antes al oráculo de Menestheo. El sabio Therón te iluminará». Y la tercera le atestiguaba como un padre sentencioso: «Un tartesio siempre ha de cumplir las promesas que ha jurado ante los dioses. Que ellos te amparen, aunque mi alma aguardará impaciente».
Fuera de la ciudad, cantó el segundo gallo, y Hiarbas, embutido en una túnica encapuchada, altos borceguíes de cuero, pulido yelmo, coraza de placas de bronce, y armado con una falcata ibera, guio el carro hacia un camino salpicado de túmulos esbeltos como obeliscos que conducían al templo de Menestheo, otro de los sagrados oráculos de Tartessos. Afamado por cuidar de los pavos reales, aves que simbolizaban la inmortalidad del alma, la más acendrada creencia de los tartesios, el santuario era frecuentado por el pentarca cada vez que emprendía un largo viaje por el océano Atlantis.
Alzado en arcilla y adobe y rodeado de estilizados cipreses, cobijaba al nonagenario Therón, el ermitaño augur cuya sola contemplación causaba pavor por su carácter insociable. El interior olía a incienso de Schesbar y a aceite de sebo, y sobre las paredes resplandecían los espolones de plata y un cúmulo de riquezas ofrecidas por devotos agradecidos llegados de todos los confines de Tartessos. No tardó en hacer su aparición Therón, el visionario ciego, en medio de una escenificación casi grotesca. Hiarbas, con la rodilla genuflexa, le entregó un óbolo, mientras el anciano lo examinaba con sus artríticos dedos.
—Ojo del dios que estremece la tierra —le dijo—, debo desplazarme al país del estaño para honra de Tartessos, y ruego tu sapiente augurio antes de partir.
—Una ilusión alocada alimenta tus empeños, pentarca —le espetó el augur.
—Es el destino el que me empuja, sabio augur de Tartessos.
—¿De qué destino me hablas, loco muchacho? Suspirar por saber el futuro es una insumisión contra los dioses y su sabiduría —lo corrigió.
Ostensiblemente arisco, y con falta de expresión en su rugosa faz, se ausentó como había surgido, camino de la cueva del oráculo, mientras mascullaba inaudibles frases. Al poco resonaron sus roncas invocaciones ante las cenizas. Sus mutismos eran conocidos, y la tardanza acabó por exasperar a Hiarbas, pues el sol ya apuntaba por levante y el augur no regresaba. Al fin, cuando pensaba retirarse sin el lenitivo del augurio, surgió el adivino arrastrando sus maltrechas sandalias. Exento de locuacidad, declaró:
—Esto revela el oráculo, Hiarbas de Egelasta: «El cuerno del narval devorará tus ánades sagrados y Poseidón te será propicio en el país de las nieblas eternas. La mejor valentía es la prudencia, así que inflama las velas antes del equinoccio del invierno, o perecerás; pues aquí, en esta tierra y cerca de sus dioses se oculta la víbora ponzoñosa que atormenta a Tartessos». Es todo. Márchate, y no vuelvas la vista atrás.
Hiarbas atesoró en el corazón las palabras del anciano, y las memorizó para luego reflexionar en la soledad sobre su significado; animado, le preguntó:
—Therón, ¿es cierto que los dioses han decretado el fin de Tartessos?
El artrítico vaticinador soltó un regüeldo y le advirtió con su voz cavernosa:
—Los pueblos son como los frutos de la tierra, hijo. Germinan, crecen, nos ceden su fruto y su perfume, y luego se marchitan. Es hora de que la semilla tartesia germine en otros lugares creados por Poseidón.
—¿En otros lugares? —caviló, escapándosele un tono de incredulidad.
El maestro de los metales giró sobre sus pies, deliberando sobre la enigmática predicción del adivino, quien, por su calaña, se asemejaba a un brujo conjurador de un villorrio perdido. Como navegante por los mares del norte en busca del estaño y el ámbar, entendía que manadas de gigantescos peces narvales embestían las naves de poco calado con un cuerno de a veces seis codos de longitud que ostentaban fieramente en sus fauces. Pero ¿qué tendrían que ver con su cinturón sagrado?
La alusión a la «víbora ponzoñosa» lo intrigó, no obstante. ¿A quién se referirá?, tal vez a la traición que, aseguraba Argantonio, se enroscaba en su trono. ¿Y los augurios del vetusto vaticinador sobre el fin de la civilización tartéside? Una ofuscación de un viejo extravagante, que su mente y su corazón rechazaban de plano: «Sabio pero confuso anciano revolvedor de conciencias».
¿Habría de temer al azar cósmico y sufrir de antemano con las amargas desgracias que le había anunciado? Se recriminó a sí mismo ser tan indulgente con las excentricidades del adivino, asió la empuñadura de la daga, y espoleando las muías cabalgó hasta Turpa, donde lo aguardaba El Tridente, presto a partir con la primera marea.
La mañana avanzaba esplendente, y a uno y otro lado verdeaban las viñas con los sarmientos y racimos que relucían como gemas. Pero de repente, en la playa que se abismaba a sus pies la luz de un fanal parpadeó varias veces, y el orfebre, acuciado por la curiosidad, detuvo el carro, piafando las muías con la brusca maniobra.
A lo lejos entrevió cómo un esquife fenicio partía raudo frente a la Roca de la Sirena en dirección a Gadir, batiendo los remos con fuerza. Hiarbas, sorprendido, percibió en su interior que, desde el instante en que se había conocido la desaparición de la sacerdotisa del Lucero, todo a su alrededor se había convertido en una pegajosa tela de araña, colmada de peligros.