LA MADRE TENEBROSA

Hiarbas no sólo conservaba el favor del rey, sino que lo veía acrecentarse.

Con la aparición de la Luna Brillante, el soberano lo agasajó en una cena privada junto a un reducido círculo de íntimos. Excusó su tardanza achacándola a un urgente asunto de gobierno, y mientras abrazaba a Hiarbas, lo elogió públicamente por la exitosa legación de Gadir.

El cárdeno albor de la anochecida había declinado, y los sacerdotes de Poseidón coreaban en el templo sacras al dios por el venturoso tratado, cuya lámina de oricalco, sellada por Zakarbaal y Argantonio, se custodiaba en la cripta del templo bajo los auspicios de la divinidad de los cabellos azules.

Asistían a la recepción el atrabiliario Balkar, la hermosísima reina Erguena, embellecido su cutis de rosas con rutilantes cadenetas, Hilerno, el sumo sacerdote de Poseidón, con su eterna mueca conspiradora agazapada bajo las cejas hirsutas, Sinufer, el excéntrico cirujano real, que suspiraba por su amado Creuseo, el pentarca de la Mar y dos de los príncipes de los territorios limítrofes con Turpa: el anciano Orisón, rey de los curetes, y el primo del monarca, Elimos, más comunicativo, y beodo como un odre, mientras sobaba las próvidas carnes de una sierva.

Hiarbas, conforme transcurría el banquete e ingería copa tras copa, se arrellanó con distraída inmodestia en el diván y se evadió de la tediosa tertulia, como si hubiera alcanzado el límite de los parabienes de los contertulios. Sumido en un reflexivo mutismo, evocó la vivencia en el santuario de Astarté, ardiendo en deseos de trasladarse al día siguiente al oráculo del Lucero para oír de labios de Anae, el bálsamo de una aclaración admisible que lo sustrajera de las negras dudas que se precipitaban por su confusa mente. No había avistado la nave de Milo, seguramente de escala en el puerto de Menestheo, de autoridad sidonín, y, aun a pesar del sopor provocado por el vino, en su espíritu reinaba la inquietud, pues ansiaba que amaneciera cuanto antes para ver a la sibila, con la que tenía una cita impostergable.

Pero su capacidad para el asombro no se había agotado, muy a su pesar.

De súbito, se escucharon pisadas de sandalias, susurros, resonancias provenientes del corredor, el aleteo de un manto sobre el veteado mármol, y un criado irrumpió en la sala retraído y le susurró al oído de Sinufer el médico algo de grave naturaleza, pues originó que su copa resbalara de sus manos y se precipitara al suelo con estrépito, rompiendo de repente la hilaridad del momento y provocando el silencio más absoluto en la estancia.

—¿Qué ocurre, Sinufer? —se interesó el rey.

—Señor, creo que debes oír en privado la confidencia que nos trae Lubbo.

—¿Del Lucero? Aquí estamos entre adictos y puede hablar con libertad. Que hable libremente ante mis familiares y amigos.

Un eunuco, cuyo cráneo brillaba debido al sudor, inclinó la espalda y se enderezó torpemente, para revelar con una preocupante inflexión de voz:

—Mi rey y señor, Anae, la sacerdotisa de Noctiluca, ha desaparecido.

La confusión y la sorpresa se enseñorearon del minúsculo auditorio, y Hiarbas, que saboreaba un licor de nébeda, se atragantó como si hubiera ingerido plomo fundido. Su abotargado cerebro rechazó admitir lo que había oído, y como si un resorte lo hubiera impulsado, se incorporó del diván.

—¡Esta es una noticia extremadamente grave! —exclamó con aire crispado el médico, conocida su relación afectiva con la pitia—. ¡La voz del Lucero mancillada, qué blasfemia!

—¿Qué serpiente se ha atrevido a profanar el altar de Noctiluca? —añadió la reina turbada—. Ciertamente, la noticia no resulta nada tranquilizadora.

El alarmante aviso cobró fuerza, y no por inesperado y perturbador consiguió impactar de un modo tan espectacular en los comensales, pues, considerado el trágico anuncio, ninguno de los presentes encajaba el infortunio que acarrearía su pérdida a Tartessos. Hiarbas, embargado por el asombro, no acertaba a atinar una conjetura sobre la insólita desaparición. «¿Piratas, bandoleros de las sierras, algún enemigo sidonín?», pensó.

El castrado, que aguardaba pacientemente, prosiguió con gravedad:

—Como todos los plenilunios, la pitonisa, al comparecer la luna en el firmamento, y con la sola compañía de su esclava, partió del templo a entonar el himno sagrado en el altar del lago. Compareció la noche y, advirtiendo que no regresaba, un grupo de leales eunucos rastreó los alrededores y consultó sin levantar sospechas, pero sin éxito alguno.

—Es una tragedia para Tartessos, primo —se lamentó Elimos, confundido—. La diosa se nos comunica por boca de esa muchacha iluminada. ¿Qué haremos ahora si carecemos de su palabra?

—En un pueblo creyente de los dioses fulgentes se abre un presagio seguro de desolaciones, mi rey —se expresó hondamente alarmado el egipcio.

Argantonio, con un sesgo de aire ausente, interrogó al castrado:

—¿Y ningún marino de la ribera ha advertido nada que llamara su atención?

—Nadie, mi rey —respondió el mensajero con convicción—. Nos movemos con discreción, pues no conviene que cunda el temor entre los devotos que interpretarían su desaparición como un desaire de la diosa que nos vuelve los ojos. Un pueblo sin el calor de sus dioses es un pueblo huérfano.

—Acertada disposición de Lubbo. Habéis demostrado prudencia y sabiduría —dijo el rey—. ¿Y las patrullas del lago y del camino de Mainake?

—Informaron que los caminos permanecían desiertos y que tras la puesta de sol nadie los había transitado. En el lago reinaba también el sosiego, y sólo una nave, eso sí sospechosa, había partido con el ocaso rumbo a Olba.

Una gavilla de ojos ávidos y desorbitados cercaron al eunuco.

—¿Qué nave? ¡Habla! —terció Orisón.

Tenían ante sí el lampiño rostro del castrado, que babeaba inquieto.

—La galera de Naso Balbacer, el chatarrero tirseno[51] —respondió asustado.

Nadie ignoraba la identidad del más desalmado tratante de carne humana del mar Interior, además de proveedor de chatarra, que gozaba de una pésima reputación en Turpa. Hiarbas lo conocía y lo detestaba. Individuo escurridizo como sierpe del desierto, era el resultado del siniestro cruce de un corsario etrusco y una ramera libia. Célebre por su rojo lébbede, un gorro fenicio en forma de piña, se le reconocía, aparte de por ser un individuo sanguinario, por exhibir parte del rostro abrasado con pez, quizá como resultado del abordaje de alguna nave portera.

—¿Naso Balbacer…? —preguntó Elimos—. Ese hijo de mala madre sería capaz del más perverso de los desenfrenos, y vendería a su propia madre por medio siclo de plata. Si ha zarpado hacia uno de mis puertos al anochecer, quiere decir que oculta algo, o que proyecta un largo viaje.

—¿Tal vez a la Kasitérides o al país del ámbar? —terció Hiarbas.

—Ha tiempo que esos etruscos proyectan meter las narices en la ruta del norte en busca del estaño —intervino el rey—. Las desgracias nunca vienen solas.

El monarca desestimó, sin dejar trascender sus sentimientos, una persecución inmediata del corsario, aunque temía la irrupción de los osados túseos en el comercio de los metales y del ámbar, que ya comenzaban a dominar las rutas nevadas del norte de las tierras de los ítalos y etruscos.

—Es demasiado tarde para enviar una galera a registrarlo. La marea baja nos obligaría a emplear los remos, y nos sacarían una ventaja de más de mil estadios.

—No obstante, mi rey, no creo que ese bribón se atreviera a tanto; una pitonisa ultrajada atrae la ira de la diosa —opinó la reina, afligida.

Entre réplica y réplica se oyeron lamentaciones indignadas, y el médico real, Sinufer, visiblemente consternado por la desaparición de su dulce paciente, recordó una persuasiva arma de confrontación.

—¿Y qué me dices, mi rey, de los sidonín de Gadir? Parece que se han olvidado antiguas violencias, como el rapto de la princesa lo[52], que aún se recuerda en Oriente. Por el oro, esos cananeos son capaces de los más siniestros atropellos.

Hiarbas movió la cabeza y se atrevió a terciar, convencido de su juicio:

—¿Los fenicios de Gadir? Desecha esas desconfianzas, Sinufer. No se atreverían a poner en peligro sus lucrativos negocios con Tartessos raptando a una de sus más sagradas mujeres.

Elimos, despreciando al maestro tasador, insistió con vehemencia:

—¿Y si conocen nuestros planes de abrir la cornucopia de los metales a los griegos, y pretenden chantajearnos con la pitonisa a la que veneramos? No echéis en saco roto la posible participación de esos avaros sidonín. Yo en tu lugar, primo, enviaría espías a Gadir e investigaría.

Argantonio pareció recobrar su desconsuelo, y reaccionó:

—Creo sobre todas las cosas en la palabra de amistad de Zakarbaal.

Como si el agraviado hubiera sido él, el sumo sacerdote aprovechó para avivar las llamas antifenicias con su voz maliciosa:

—¿Y qué me decís del príncipe Milo? Esconde un raciocinio banal y, conducido por la lascivia, bien pudiera haberla raptado para poseerla.

Hiarbas advertía que una insidiosa corriente hostil a Gadir tomaba cuerpo. La probable intervención de algún sidonín interesado en extorsionar a Argantonio e impedir el progreso de sus planes parecía calar en sus mentes.

—Milo y la pitonisa se han jurado alianza de amor eterno —sentenció.

—Sienten por nosotros más amistad que animadversión, así que os ruego que, en este delicado momento, esmeréis nuestra relación con los sidonín, pero mantened precaución; así hazlo llegar a los otros pentarcas y reyes, Balkar. La traición puede permanecer escondida tras cualquier esquina —dijo el rey.

Hiarbas elevó un matiz de mesura en la cuestión, conocida la soledad de Anae en el santuario:

—¿No puede tratarse de una determinación personal de Anae, que haya decidido abandonar el templo por voluntad propia? He dialogado con ella y puedo aseguraros que actuaba como una mujer refractaria al sometimiento.

—¡Ignoras el proceder de los que servimos a los dioses, Hiarbas! Anae está marcada por el signo de la diosa y no puede sustraerse a su destino. Se debe al oráculo, y a su pueblo —dijo Hilerno, el sumo sacerdote, crispado.

El soberano, con ademán taciturno, retomó la palabra:

—La desaparición de la sibila me sorprende, pero sospecho de una posible trama fraguada a su alrededor. Noto en este oscuro asunto el tufo de una confabulación de desconocidos intereses, que desde hace tiempo no me pasan inadvertidos.

—Los enseres, cofres y objetos personales siguen intactos y nada de su entorno parece mudado de lugar —se atrevió a informar el eunuco—. A ambas, señora y esclava, se las ha tragado la tierra, te lo aseguro, oh rey y señor.

Argantonio permaneció mudo y con el rostro entre sus crispadas manos, como asimilando la adversidad. Su mirada perdida en el infinito trascendía a las cuitas de los huéspedes, y, como era habitual en su proceder, prevalecía el interés de la nación sobre las opiniones de los dignatarios reales.

—Alarmándome la desaparición de la pitonisa, he de confesaros que me intranquiliza más que se oculte una ruin conspiración contra Tartessos urdida desde fuera de nuestras fronteras, o desde dentro del reino —insistió el soberano.

—¿Lo crees así, primo? —pregunto Elimos, insólitamente sobrio.

—En estos momentos no acierto a interpretar este enigma, pero presiento subir por mis sandalias el alacrán invisible de una maquinación amargamente venenosa. Deploro que Anae se halle en un azaroso trance, pero me horroriza aún más que nuestro pueblo se vea abocado a alguna calamidad ignorada.

—Los dioses nos ocultarán su rostro. Desde mañana, señor, ofreceremos sacrificios ininterrumpidos para aplacar la ira de la divinidad.

—Lo apruebo, Hilerno, pero prestadme oídos. Vivimos unas circunstancias delicadas, por lo que someto a cuantos nos encontramos aquí al compromiso de sellar los labios hasta que se aclaren los móviles de este inoportuno suceso.

—Si aún permanece en tierras de Tartessos, la hallaremos —se comprometió Orisón.

—Recordadlo: nadie debe revelar una sola palabra de la desaparición de Anae y de cuanto aquí se ha declarado. Todo se hará de acuerdo a mis normas. Se despacharán correos confidenciales al resto de los reyes, y ejecutaremos una investigación sigilosa e inmediata. Sea por voluntad propia, raptada, o involucrada en un incidente insidioso, los dioses nos iluminarán para devolver el sosiego al oráculo de Tartessos.

Balkar, extrañamente silencioso, asintió con un movimiento de testa:

—Gobernados por un hombre como tú, Argantonio, desenmascararemos a quien ha osado desafiarnos. A los intrigantes de viles ambiciones que puedan merodear en la sombra, los cazaremos sin compasión y pagarán su culpa.

—Que Poseidón atienda tus deseos —indicó el rey, imperturbable—. En este desagradable asunto, yo dictaré las decisiones, y nadie más; cualquier desvelamiento lo consideraré como un delito de lesa majestad. Y os lo prometo, se consumará una venganza ejemplar, que cerrará el asunto conforme requiere nuestro orgullo difamado y la diosa afrentada. Retirémonos, los sucesos han salpicado de incomodidad esta plácida reunión.

Hiarbas nunca había visto a su rey tan apesadumbrado y abatido.

La dolorosa nueva los llenó a todos de pesar, y el áulico salón quedó en silencio. A Hiarbas se le escapaban las razones de tan súbita calamidad para la nación tartéside, desposeída de la interpretadora de la diosa. Resignado a soportar la losa de unos interrogantes inexplicables, recogió su capa y salió cabizbajo. La amistad con la pitonisa y la promesa de ampararla lo incapacitaban para evaluar la inconcebible desaparición, que además debía encubrir y silenciar por imposición del rey en los pliegues más recónditos de su alma.

Anae se comportaba como un espíritu indomable, pero ¿tendría algo que ver con el ritual de la prostitución sagrada? ¿La habrían raptado, o había escapado de Noctiluca por su propia voluntad? Mientras especulaba, de entre la oscuridad del corredor surgió Sinufer, sigiloso como los felinos que idolatraba.

—No te han satisfecho los argumentos de la desaparición de la dulce sacerdotisa, ¿no es así, pentarca? —se lamentó—: ¡Qué desgracia más sombría!

Hiarbas se sobresaltó, pues no esperaba la repentina aparición del egipcio, quien, abrazado al efebo de su pasión, el apuesto Creuseo, acariciaba lascivamente su mejilla. ¿Había acudido a su encuentro para declararle su desolación, o para sonsacarlo y comprometerlo? Se puso en guardia, ya que no le parecía recomendable platicar de intimidades con quien se regodeaba en hurgar en las vidas ajenas con femenina curiosidad. Pero, aunque albergaba ciertas reticencias, bien era verdad que el médico se contaba entre la reducida órbita de amistades de la sibila desaparecida.

—Existe en todo esto algo que se me escapa, una espina clavada en la mente que me induce a percibir inquietantes deslealtades alrededor del caso —dijo Hiarbas.

—Argantonio da por supuesta la fidelidad de algunos de sus consejeros, y esa negligencia temeraria puede acarrearle serios contratiempos.

—Me tengo por confidente y amigo de Anae y conozco los entresijos más recónditos del corazón de esa frágil gacela, pero percibo que algunos miserables buscan su infortunio —aseveró Hiarbas.

—¿Tal vez Lubbo, Hilerno y Balkar? —se atrevió a aventurar Sinufer, bajando la voz—. Son hienas sin alma que envenenan el aliento de nuestro monarca.

Como en cualquier cámara palatina, el mundo de los cortesanos se movía en una ciénaga de calumnias y chismorreos, por lo que escudriñó la galería con celo, y verificando que no transitaba un alma, manifestó susurrándole al oído:

—No oirás de mi boca un solo nombre, Sinufer, pero Anae sufría el aborrecimiento de los siniestros sacerdotes de Poseidón y de los eunucos de Noctiluca, quienes codiciaban dominarla a su capricho. ¿Lo sabías?

—No lo ignoro, pues me convertí en el médico de su alma y de su cuerpo y sé que la diosa del Lucero habita de forma oculta en su corazón. Que Imhotep[53], el sabio, la proteja de todo mal —susurró doliente—. ¿Dónde se hallará esa débil avecilla?

—Pienso que quizás haya levantado el vuelo por apetencia personal, acompañada de su sierva; pero también resulta muy posible que la hayan raptado para venderla como esclava en algún remoto mercado, o de profetisa en un templucho de cañizos y muérdago en el país de las brumas. ¿O no te dice nada la aparición inexplicable de Naso Balbacer y su huida rumbo al norte?

—¡Pobre pajarillo indefenso! —se lamentó el médico, próximo al llanto—. Sin embargo, sospecho de esa caterva de insidiosos conspiradores. ¡No les creo!

—En cualquier caso, que los dioses luminosos la protejan, pues si antes de la luna del invierno no la hallamos viva, la habremos perdido para siempre. Y si la han raptado, la medida de su tiempo será el sufrimiento y el dolor, Sinufer.

—¿Tú también piensas que el bello sarím fenicio, Milo de Gadir, anda tras este trágico secuestro? —se interesó, entre gimoteos.

Hiarbas detectó que el egipcio, con febril interés, lo iba envolviendo en una sutil urdimbre con el fin de remover doloridas emociones y comadrear con un sentimiento acotado por la amistad del que no deseaba hablar.

—Milo ama a esa mujer con locura, y no lo creo; pero planean muchos interrogantes en esta enigmática desaparición que me inquietan.

—Que la Luna de Isis nos ilumine, Hiarbas, pues la Madre Tenebrosa cubre con su manto el frágil esquife de Tartessos —replicó el galeno, tétrico, mientras sollozaba.

Con paso vacilante, se desvaneció entre las brumosas penumbras.

Cinco noches después, y en pleno desconcierto de su mente, un esclavo númida entregó en la residencia del pentarca de los metales una tablilla sellada con el cuño del sarím Milo en la que presentaba sus respetos y le rogaba que se reuniera con él, al ocaso, en un tugurio de las afueras de Turpa. Su vacilante caligrafía manaba atormentada:

Que Tanit Marina te cubra con su sombra compasiva. Salud.

Dilecto Hiarbas, has de consolarme e iluminarme. Adivino que estoy haciendo el ridículo más espantoso, pues ansío una y otra vez ver a Anae, y con la misma insistencia los eunucos de Noctiluca me aseguran que se halla indispuesta, o que se opone a recibirme. Pero, presintiendo silencios sospechosos, harto de soportar una y otra vejación de esos castrados, he sobornado a un sirviente del templo, que me ha contestado con este escueto mensaje: «Pregunta a tu amigo el pentarca. El sabe de la pitonisa del Lucero». ¿Me ocultas alguna desdicha que no debas compartir con un camarada fiel, a ti que te tengo por hermano?

Es difícil describir mi inquietud y mis angustias, pero tampoco me sirve la lástima. La ausencia de mi amada, y sin esperanza de verla, sólo puede ser comparable con una muerte lenta. Te aguardo en la posada de El Tritón, fuera de las murallas de Turpa, a la puesta del sol. No faltes, te lo imploro.

Tu afecto,

MILO DE GADIR

El mensaje lo inundó de pesar, y un ingrato dilema lo abrumó, pues ignoraba cómo resolverlo decorosamente. Debía ocultar la desaparición de la sacerdotisa por la política de labios sellados ordenada por el monarca, cuando Milo merecía cumplida respuesta a sus preguntas de enamorado y amigo; y por otra parte, tampoco podía descubrirle lo acontecido en el templo de Astarté, pues se hallaba bajo juramento con su rey y señor. Decidió que, para evitar una tormentosa discusión y herirlo más en su dolor, declinaría la invitación, dejando las consecuencias en manos del destino, alegando su, por otra parte verídica, destemplanza primaveral. «Milo suele comportarse con exasperación cuando se le contradice, pero me perdonará sin censuras —se dijo—, y ruego a la deidad luminosa que no recele de la tragedia que se cierne sobre Anae».

Despachó a Lineo con la excusa escrita en un papiro, y aguardó. La tardanza lo desazonó, pues transcurrían las horas y no retornaba. Pasada la medianoche brilló un candil, y el liberto, con cara de pocos amigos, regresó con una respuesta que afectó al pentarca, abatiéndolo en el silencio:

—Mi amo, el sarím compareció en la taberna, y tu contestación le causó primero una inmensa tristeza y luego una ira desatada. Arrojó al suelo las jarras y el vino, y te acusó de rasgarle el alma y de ser un pérfido amigo y un traidor, además de cómplice de los que le habían arrebatado lo que más quería en el mundo. Luego, trajinado por las Furias, se dirigió al embarcadero, donde, sin aguardar al alba, zarpó rumbo a Gadir crispado y a toda prisa. Has ganado un enemigo, señor.

«Este desgraciado acontecimiento ha cercenado de raíz una fervorosa amistad truncándola para siempre —pensó Hiarbas—, tal como predijo el oráculo hace años. Pero es mejor no arriesgar juicios y aguardar a que se resuelva la desaparición de Anae». Hiarbas quedó pensativo. Le placía ayudarlo, pero el rey lo había apostado en una situación incómoda con su principesco camarada. Sólo unas lunas atrás ninguna obsesión perturbaba su ánimo, y ahora, cuando los astros anunciaban el estío y los fastos de la diosa Madre con la recogida de las cosechas, graves inquietudes lo desasosegaban hasta el punto de sentir que su mundo se le desmoronaba alrededor, ¿o acaso no traslucía la reacción de Milo gravedad para su vida y la de Tartessos?

La desaparición de la sibila cobraba de repente una inquietante perspectiva, como si un escorpión se le hubiera metido en las sandalias.