Tras dos días de galopantes tolvaneras, el céfiro cesó.
El dios Bóreas envió aires livianos a Gadir, que se serenó abandonada a la quietud de su luminosa hermosura. Entretanto la urbe reposaba entibiada en la templanza, Hiarbas avistó desde el mirador del palacio el vaho del atardecer que inflamaba de oro los terrados.
La urbe, que con el ocaso iniciaba la fiesta de La Noche de las Mujeres, se transfiguró en un estallido de luz salinera. El tartesio, que abandonaría Gadir a su pesar con la primera marea del alba, aprovecharía las últimas horas antes de zarpar hacia Turpa, pues con el fausto, Milo le había pronosticado una velada de despedida excitante.
—Que Tanit te bendiga, Hiarbas —lo saludó Milo al llegar—. Esta vigilia es una velada de locura para nuestros dioses, y no debemos desaprovecharla.
—Estoy ansioso por participar en una celebración cananea —dijo.
—El mijo ha florecido en Menestheo y las higueras germinan en Gadir. Los segadores cantan en los campos de Turpa y ya comparecen los atunes. Hoy es el décimo día del segundo mes, y las mujeres sidonitas consagran el primer fruto a la diosa. ¡Sígueme, nos aguarda mi primo Munazar, que hará las veces de tu anfitrión, pues yo he de acompañar a mi padre al templo!
La barca grana del ocaso se resistía a naufragar en el horizonte, y en la ciudad se preparaban las rondas de banquetes. En los alrededores del templo de Astarté Marina, las vírgenes de Gadir y Menestheo, con coronas de yedras en las cabezas, acarreaban aceites olorosos, vasos con perfumes y ramos florecidos, en una procesión deslumbrante. Los bazares habían cerrado, las gentes se habían echado a la calle y los mercaderes habían rivalizado en suntuosidad alzando arcos de flores y engalanando carrozas tiradas por bueyes blancos. Músicos y efebos flautistas se adelantaban al jubileo de los orantes, camino del templo de la Señora del Océano, atestado de festivos sidonín y de mujeres.
Zakarbaal, con un rimbombante cortejo y acompañado por su primogénito Milo, arribó al santuario en una falúa opulentamente revestida de aureolas para cumplir con la ofrenda anual de Gadir a la diosa. Cuando Hiarbas y Munazar se presentaron en la cala, una serpenteante procesión de mujeres, recortada por un halo de resplandor accedía al santuario por la playa en medio de un abisal silencio. Munazar le susurró al oído:
—Hoy en Gadir se celebra la noche del gobierno de las mujeres.
—Entonces reinará la cordura, el amor y el grato deleite.
El camino de la peregrinación femenina serpeaba entre las arenas y las sumisas olas de la caleta. Una sacerdotisa revestida de lino recibió al sufete y, tras ofrendar a la diosa un talento de plata, las mujeres y las gentes de la ribera oraron con las manos alzadas hacia el templo, para después entonar himnos y entregar a las sacerdotisas las dádivas de las cabelleras de sus hijas, ricas donaciones y regalos muníficos.
Decenas de doncellas entraban y salían del santuario, hasta que surgió la luna y expiró el bermejo ocaso, momento en el que se sellaron los portones a cal y canto y el multitudinario jubileo femenil cesó. Las piadosas gadiretanas encendieron las lámparas votivas y regresaron a la ciudad cantando alabanzas a Astarté, como sacudidas por el deseo incontrolable de los fastos nocturnos, en los que gobernarían la urbe por una sola noche. Pero de repente, con la cala desierta y presto a regresar, Munazar detuvo del brazo a Hiarbas y le señaló arrobado:
—Contempla ahora la misteriosa y bella procesión de las Kirinas.
De la entreverada Puerta del Mar surgió una hilera de mujeres con los rostros cubiertos, vestidas de púrpura y ocultas con velos negros. Peregrinaban iluminadas por teas cruzando el istmo rocoso que unía la cala con el oratorio de Astarté. Portaban cestillos de jacintos y azucenas, mientras entonaban tristes cantos elegiacos. Cuatro sacerdotes las precedían con una estatua del bello Adonis, adornada de pámpanos; el tartesio preguntó con mirada dubitativa a Munazar, y éste le explicó el sentido de la majestuosa solemnidad que cerraba el ritual de las oblaciones a Astarté:
—Esta procesión rememora a las sagradas Kiniras, las míticas hermanas de Tanmuz, o Adonis, obligadas a ejercer la prostitución sagrada en honor de Tanit.
—Ignoraba que aún perdurara en Gadir el trato carnal de la deidad.
—Así lo decretaron nuestros dioses en el principio de los tiempos para una buena ordenación de la vida. Cada año, en esta vigilia de potestad materna, las vírgenes que han hecho promesa a la diosa, o bien se rasuran la cabeza y ofrecen su cabellera a Tanit, o se entregan al primer extranjero que solicite el favor de sus encantos, tras pagar un óbolo al templo y salvar una prueba ritual ante las sacerdotisas.
—¿Y por qué ocultan los rostros con velos negros?
—Lloran la muerte de Adonis, el amante de Astarté. Ahora sacrificarán palomas y tórtolas y ofrendarán dádivas florales que llaman el «Jardín de Tanit». Luego, en el más absoluto de los anonimatos y con el rostro oculto, estas meretrices sagradas rendirán el culto de sus castos cuerpos a la deidad donando a la diosa su virginidad por un trozo de metal.
Semejante revelación lo fascinó, y en su mirada brilló un súbito interés, mezclado con un sesgo de incredulidad. Por un misterio divino que no alcanzaba a comprender, pero que lo seducía, dispuso una picara mueca:
—¿Y cualquiera puede acceder al tabernáculo para gozar de ese… favor?
—No faltarían embrutecidos sidonín que lo intentarían; pero te aseguro que lo pagarían con la muerte más atroz, pues serían crucificados y despellejados vivos. Debe ser extranjero y observar ciertos requisitos. Primero ha de ser aceptado, purificarse y luego ofrecer un presente de metal. Si la Señora lo acepta, puede elegir una virgen de entre las que esta noche se convertirán en las benditas hetairas de la diosa. La mayoría son hijas de familias acaudaladas o de potentados, incluso de príncipes. Las menos agraciadas suelen acudir varios años seguidos hasta que un forastero desconocido las libera del voto.
El tartesio enmudeció unos instante mientras aspiraba la vitalizante brisa del mar, resistiéndose a creerlo. Pero tal costumbre lo seducía hasta extremos insólitos.
—Creía que estas prácticas se acataban únicamente en Oriente, pero nunca pensé que se practicara este rito afrodisíaco en la misma Gadir.
Su interlocutor, esbozando una grave mueca y molesto, defendió ante el extranjero el derecho legítimo y divino de la prostitución sagrada:
—Tratándose de una tradición inviolable, a los gadiritas no les es permitido hacer reclamos ni propalarlo fuera de estos muros. La diosa de la Vida nos aniquilaría. Sólo el azar ha de prevalecer en este acto santo. Te animo a que complazcas a la diosa y te ejercites en la piedad hacia las vírgenes de Tanit.
A Hiarbas la invitación de Munazar lo hizo cavilar, al tiempo que la desconocida tradición lo magnetizaba por su sorprendente morbosidad.
—¿Yo? —se resistió—. Supondría una magnífica ocasión para vivir una nueva experiencia y propiciar el beneplácito de la diosa del mar; pero no me atrevo.
—Yo te animo a probarlo, pues es uno de los actos más piadosos de nuestra religión. Si la Creadora te elige, te señalará de por vida con su dedo protector. Pocos lo logran, pero quienes lo consiguen parten transfigurados, créeme. De todos modos, eres libre de aceptar o no, y que sea tu corazón el que te lo reclame.
Inexpresivo por el testimonio, Hiarbas se decidió, deseando vehementemente conocer los secretos del ritual, pues todo lo desconocido lo atraía con fuerza.
—¿Y qué he de hacer?, desconozco esta costumbre.
—Escúchame. Cuando la luna claree en el mar, adéntrate en el templo sin recelos y entrégate a la fuerza de Astarté. No te deshonres a ti mismo y no quebrantes la sacralidad del templo. Si has de ser elegido, ella te favorecerá.
—¿Me excusarás ante tu primo Milo? Debíamos celebrar juntos la festividad de las mujeres, y no quisiera mostrarme descortés con él.
—Me rogó que te dijera que te aguardará hasta el amanecer en La Galera Tiria, la taberna de la ciudad alta, y que regresaréis juntos a Turpa —dijo, y le sonrió—. Que la Creadora te conduzca a la felicidad.
—Que el Señor de los Océanos te sea favorable, Munazar —replicó decidido.
La luna germinaba como una daga cuando Hiarbas, palpando sus tabas de la fortuna, ingresó en el templo cohibido, pues temía cometer un sacrilegio que le costara la vida, aunque le atraía el rito que encerraba la prostitución consagrada. Siempre había profesado adoración a sus dioses, pero los de otras tierras le causaban pavor. Y si bien días atrás le pareció el templo un lugar ruidoso, aquella vigilia se había transformado en un remanso de paz donde sólo se oía el rumor del mar y el chisporroteo de los pebeteros quemando incienso.
Besó la frialdad de su astrágalo talismán y respiró profundamente. Varios extranjeros, como sombras tenebrosas, merodeaban por el lugar con el mismo deseo de Hiarbas, que oteó entre las columnas del santuario aguardando la comparecencia de algún servidor del templo. Súbitamente, uno de los aspirantes, alto y desgarbado, oculto bajo una capa, pareció ocultarse al verlo, y al poco, aprovechando que el tartesio avanzaba hacia el altar, salió precipitadamente. Hiarbas volvió la vista atrás y le pareció que se trataba de un bárbaro garamanta[50], pues se ataviaba con una piel de camello. Pensó que tal vez no había acreditado la prueba, pues se lo llevaban los demonios y maldecía su aciaga suerte entre reniegos. El desconocido, con la cabeza baja para no ser reconocido, o avergonzado por no haber sido elegido, aceleró el paso amparándose en los muros.
Un cortinaje encarnado ocultaba las imágenes de Astarté y de Heracles, pero sus siluetas se recortaban en la penumbra amedrentadoras.
Aguardó inquieto, hasta que una puerta se abrió y apareció una sacerdotisa con un candil en la mano:
—Sígueme, extranjero —le ordenó—, y respeta el lugar sagrado que pisas.
Lo condujo por galerías tortuosas tomadas por las sombras, que parecían descender hacia un subterráneo. Las paredes olían a humedad y, con la resina de las candelas, la atmósfera se hacía cada vez más irrespirable. En el vasto silencio se oían pisadas, salmodias y el isócrono murmullo del océano. El orfebre experimentó una sensación de temor, pues parecía que fueran a desembocar en los mismos infiernos. No tardaron en llegar a una caverna de piedra viva iluminada por una luz vibrante que se mezclaba con las inmateriales volutas del incienso y la mirra.
Dentro del haz de su visión, Hiarbas descubrió sobre un pedestal de alabastro una párvula imagen de la diosa gadiretana, la Astarté o Tanit del Combate, rodeada de un círculo de guirnaldas de flores. Tocada con un yelmo de oro, empuñaba un escudo y una jabalina argentada, de pie sobre unos cachorros de león de bronce. Un surtidor de agua salitrosa, invadido por el verdín, borbolleaba cerca del podio.
La onírica visión la completaba un coro de sacerdotisas de siluetas andróginas, incitadores ojos y labios acicalados con antimonio, que iban vestidas con flotantes tules. Las paredes intimidaban, pues pendían de ellas exvotos, unos de lujuriosa riqueza, y otros parduscos, como raídas cabelleras, huesos ennegrecidos y carcomidos espolones de barcos. El tartesio pensó que se hallaba en la cueva del oráculo de Tanit.
—Póstrate ante la diosa y ora, extranjero impuro —le ordenaron—, pues la irresistible fuerza de Astarté late muy cerca de nosotros.
No dijo nada, y se arrodilló. Inmediatamente dispusieron ante sus ojos una fuente de ónice rebosante de un líquido pastoso y brillante, que por sus conocimientos reconoció como mercurio. Los tartesios lo empleaban para purificar las vetas auríferas, y él sabía que, de arrojar una lámina de oro o plata en el viscoso líquido, el mercurio las disolvería y las amalgamaría con facilidad. Sonrió para sus adentros, y descubrió por qué fracasaban en el intento de superar la prueba algunos de los aspirantes.
—Deposita tu ofenda en la crátera, y aguarda la decisión de la Muy Sabia —le ordenaron.
Hiarbas rebuscó en su faltriquera de cuero, desechó los aretes de oro y plata que contenía, y extrajo una laminilla de bronce, inasequible a la acción del azogue. La arrojó en el recipiente, ante la escudriñadora mirada de las sacerdotisas, y la densa melaza del mercurio la mantuvo a flote durante un rato; tras mirarse unas a otras con fascinación y sorpresa, manifestaron:
—Es evidente, hombre de la otra orilla, que gozas del favor de Astarté y que eres juicioso y perspicaz. El seno de la suprema Hacedora te ampara, y ella te bendecirá eternamente. Levántate y ven.
El inicial pavor de Hiarbas se transformó en llaneza, por lo que se dejó conducir por las servidoras de la diosa, que lo empujaron a un remanso de agua estancada dentro de la estancia que ascendía y descendía con el vaivén de la marea. Iluminada por hachones, relumbraba como el ámbar cuando lo desnudaron, invitándolo a sumergirse en las aguas.
Destellos asustadizos cabrioleaban en la extenuada suavidad del estanque, mientras una docena de manos le refregaban los pies, las ingles, el pecho y los cabellos con esponjas marinas, olorosos bálsamos y hojas de agáloco indio. Un vapor perfumado ascendía de las vasijas, y el pentarca, hechizado con la sosegadora atmósfera, bebió entretanto un licor almizclado de una copa de oro. Entornó los párpados y se dejó envolver en los cuidados de las asistentas, que lo masajeaban con un bálsamo adorante. Tras las delicadas atenciones, lo secaron, peinaron sus cabellos, lo embadurnaron con aceites y lo vistieron con sus mismas ropas, perfumándole la recortada barba del color del almíbar, instante en que un arpa punteó melodiosas eufonías que reverberaron en la gruta.
—Promete ante la imagen de Tanit que observarás el secreto de la cueva y que cuanto veas y hagas jamás escapará del secreto de tus labios.
—Que lo pague con mi vida si revelo cuanto he visto y veré —se obligó.
De repente, un coro invisible de voces femeninas quebró la quieta calma:
—¡Ha muerto el bello Adonis, el de los dulces besos! ¿qué haremos? Llorad y plañid, mujeres, pues gimen las ninfas y oreadas y vaga por las playas de Gadir la bella Astarté, que ha perdido a su tierno esposo. ¡Las flores se secan y un dolor implacable devora a la diosa por la muerte del esposo! ¡Ay, Adonis! Traed vasos de oro con bálsamos y lavemos su cuerpo yerto, y oremos a Perséfone para que nos lo devuelva a la vida. ¡Ay, Adonis!
»Astarté astral, Estrella de la Mañana, devuélvelo a la vida —oraban—. Tú que vertiste ambrosía en el seno materno, tú que la obsequiaste con canastillos colmos de confites de dulce miel, tú que la amaste sobre los frescos retoños y os elevasteis como crías de ánades sobre las espumas del mar y las ramas de los cerezos. Vuelve, Adonis querido, a la tierra de Gadir, donde te aguarda el trono de ébano de Zeus Baal, revestido de púrpuras de Samos y águilas de marfil de Numidia.
Hiarbas se dejó envolver por el rumor de las afrodisíacas canciones, hasta que una de las sacerdotisas lo invitó a seguirla escaleras arriba, en medio de una atmósfera difusa y de un murmullo de ecos lúgubres que comenzaban a asfixiarlo. Accedieron a una galería que se abría al oscuro mar, y la sacerdotisa desapareció. Broncíneos candeleras ardían en las paredes, iluminando la efigie de Talmuz o Adonis cubierto por las ofrendas florales de las vírgenes. Al fondo, las casas de Gadir rielaban frente al santuario como braseros de ascuas minúsculos.
El océano, que se dilataba como la seda gris hasta la infinitud, abrazaba por los cuatro costados la terraza, legándole su salinera brisa y los reflejos de la luna. Los fulgores de la urbe y las frías estrellas centelleaban como espejuelos sobre las dóciles aguas de la caleta, iluminando una estatua de Astarté con una paloma en la mano, que transfiguraba el rincón en una subyugante apacibilidad.
De pronto Hiarbas se alarmó, al aguzar el oído y percibir un tintineo de ajorcas y el bisbiseo de unas llamadas que lo sacaron del embelesamiento. Un grupo de mujeres con los rostros cubiertos con encajes y con los vestidos abiertos, desabrochados los corpiños, y de distintos encantos y estaturas, dejaban entrever los erectos pezones coloreados de carmín y también sus rizosos sexos. Lo llamaban con los brazos extendidos, prestas a cumplir el voto de la diosa, y con lascivos gestos lo reclamaban, para perplejidad del recién llegado.
—Elígeme, extranjero, y experimentarás los más puros deleites —decía una.
—Cobíjate en mis brazos, y gemirás de placer —lo llamaba otra.
—Ven a mí, bello desconocido —lo solicitó una joven de nivea piel.
Lo asaltó la duda, y supuso que jamás se hallaría en su vida en una situación semejante de tener que elegir entre la hermosura y la exquisitez, en un burdel tan sacro como supraterrenal. Las siete mujeres merecían ser amadas por igual, pues poseían distinción y hechizo para atraer al más reacio de los varones. Se despreciaba a sí mismo por no saber decidirse con prontitud, pero percibía que el destino lo conduciría hacia la virgen determinada por la diosa, quien poseía sus propias leyes y sus signos secretos para señalarle la elegida.
Y tal como había especulado, acaeció. La última oferente de la hilera emitió un suspiro profundo que atrajo la atención del tartesio. Oculta tras una espesa máscara de timidez, era la única que se calzaba con unas sandalias de piel de cocodrilo, y aunque exhibía su desnudez morena como las demás, ocultaba la faz con un tul de gasa; y su delicado cuerpo rayaba la perfección. No era muy alta, y los pechos del color del bronce, como dos tórtolas amansadas, le palpitaban acompasadamente. Sus sensuales formas resplandecían semejantes a las de una enamorada en su primera noche de tálamo, y el tartesio se conmovió.
Extasiado, sintió excitada su virilidad, y admiró magnetizado los muslos redondeados, los torneados hombros y el vientre túrgido. Se acercó a la enigmática beldad, del color del moreno abenuz, mientras un incontenible deseo se expandía por sus venas. Acarició la cascada de su melena, que caía como las ramas del sauce sobre la espalda aceitunada, y contempló una joya de espectacular encanto que colgaba de su cuello, una serpiente de oro con los ojos de amatistas y el zigzag de la piel exornado de diminutos diamantes. Fascinado, le susurró:
—Deslumbras como una novia ante el ara de Astarté, mujer desconocida. ¿Deseas satisfacer tu promesa con este extranjero rendido ante tu belleza?
La joven no pronunció una sola palabra y, como única respuesta, lejos de estremecerse, con el rostro oculto, señaló con la mano cuajada de anillos una escudilla, donde Hiarbas depositó el obligado óbolo de la prostitución sagrada: dos sidos de oro que resonaron en la quietud de la noche. No exenta de afecto, lo tomó por un brazo y lo condujo por unas escaleras hacia un remanso de la playa que el mar lamía con sus rumorosas olas. Un rabioso perfume a algalia se dispersaba por su cuerpo, y poco a poco el deseo se delató en la turgente pujanza del tartesio, que notaba un sentimiento de fascinación por el cuerpo cobrizo que se le ofrecía sugerente, como un panal de miel a la boca de un hambriento.
Titilaba un círculo de candelas alrededor, avivando el brillo de su piel suavísima. Sobre unas mullidas esterillas de Babilonia, que imitaban un lecho nupcial, cumplirían con el rito de la noche de la divinidad, que también consumaban unas parejas más allá, y cuyos cuerpos lústrales destacaban con la luz de las teas. La muchacha tiró de él, y se dejó manejar con docilidad. Luego lo desnudó, hasta que sus carnes se juntaron tumultuosamente, agradeciéndoselo la joven, que temblaba como una neófita en el amor.
Hiarbas la atrajo hacia sí con afecto, y aunque sentía su entrecortada respiración, lamentaba no poder contemplar su rostro, resguardado tras el velo. De rodillas, uno frente al otro, aspiraron el olor de sus miembros enfebrecidos por el más selvático de los apasionamientos, y exploraron cada poro de su piel. Cedió la joven sin resistencia, insinuante, escuchó de su amante requiebros incendiados, como si en sus oídos retumbara el fragor de un combate cercano. El extranjero la besó, menos sus labios ocultos por la gasa, envolviéndola en sus brazos poderosos y devorando los ocultos embrujos, que palpitaban con cada halago.
El sudor corrió por la piel de la joven, que tras recobrar el aliento lo enredó en un abrazo, mientras le ofrecía la ambrosía de sus senos endurecidos y de su sexo incitador. El placer prosperó como un torrente, y su cuerpo, lamido por la luna, brillaba como el rubí, hasta que un vértigo embriagador colmó a los amantes con el regato de sus cálidos efluvios. La joven gritó jadeante, como si hubiera llenado un vacío infinito, y gimió en un prolongado temblor con el arrebatado ardor de una ramera y con el gozo de una virgen desflorada con dulzura.
Se acurrucó vencida en el regazo de su anónimo amante, que la arropó y cubrió de lisonjas, y así permanecieron largo tiempo, hechizados por las estrellas y las olas de la caleta, mientras el tartesio percibía una inculpada delectación. Se incorporó luego la muchacha sin musitar palabra, y se sumergió lejos para ocultar su identidad en las aguas del mar. Sus cabellos negros relucían con el brillo metálico de la luna, que arropaba su desnudez entre los centelleos de la noche.
Hiarbas observaba hipnotizado el gotear de agua por sus caderas y espalda, y atrajo sin pretenderlo a su memoria la noche del Lucero y la imborrable silueta desnuda de la sibila, tan incomparablemente hermosa como la joven que tenía frente a sí. La desconocida emergió al poco del agua, se secó, ocultó el semblante con el velo y besó en la frente a su febril e ignorado amante, acariciando con mimo su sedosa caballera, mientras por su barbilla huían dos lágrimas de ternura. «¿Era fingida su tristeza?», meditó en un trance que lo embargaba. Ascendió como una diosa la escalera y el tartesio permaneció inmóvil admirándola. La separación de aquella anónima criatura le pareció insoportable.
—Dime al menos tu nombre, te lo ruego —le gritó.
La joven lo observó, encubriendo una punzante opresión en su pecho, y al fin, en la placidez de la noche, se oyó su voz tenue y almibarada:
—Llámame la doncella de la luna.
El tartesio abrió los ojos desmesuradamente y la lividez afloró en su faz, pues aquel tono cadencioso de voz le era conocido. Su mente se confundía y su razón vacilaba como la llama de una vela agónica. E, invadido por una rara ingravidez, sintió un frío estremecimiento, como si una daga le traspasara las entrañas. Después, sólo pudo murmurar:
—¿Anae?, ¡eres Anae!…, no puedo creerlo…; por todos los dioses luminosos. ¿Eres tú realmente?, respóndeme, te lo imploro.
La alucinadora visión le suscitó una cascada de dudas, pues se rebelaba ante la idea de aceptar que la veleidosa Astarté, con su omnímodo poder, lo hubiera arrastrado hacia apariencias engañadoras, o bien que el brebaje ingerido hubiera desquiciado las imágenes que sus ojos habían contemplado.
—¡Vuelve, te lo ruego, regresa…! —rogó suplicante.
No recibió respuesta al estéril ruego, y se incorporó confundido, dispuesto temerariamente a seguirla, para así cerciorarse de que sus sentidos no lo habían traicionado. Todo a su alrededor parecía envuelto en un halo de misterio y su silueta se desvanecía entre las sombras como una aparición. Alcanzó las gradas y corrió, pero un hosco guardián que atraillaba una jauría de mastines babeantes lo detuvo, conminándolo:
—¡Márchate, extranjero, y olvida lo que has vivido! Abandona este lugar sagrado sin alborotar o lo pagarás con la vida.
«¿Podría imaginarse confabulación más pasmosa del destino?», pensó.
Ante tan poderoso medio de disuasión, se revolvió con rabia y regresó cabizbajo bordeando el camino de la playa, custodiada por centinelas armados con hachas macedonias de doble filo. Un rompecabezas revuelto por la mano de la diosa había distorsionado hasta la locura una noche imborrable, y por más que le daba vueltas a su mente, no hallaba respuesta al dulce suceso, pero de infaustos presagios para el futuro. ¿Cómo se lo explicaría a Milo? ¿O debía de ocultarlo y sellarlo en lo más profundo de su corazón?
«Me cuesta admitirlo, y hasta es posible que mis ojos imaginaran una visión —pensaba—, pero si es cierto que Anae, por un inconfesable enigma del hado, ha conocido el placer de la vida, ¿qué puedo hacer yo contra los designios de Astarté, que la ha asentado en mis brazos?», se consolaba sobrecogido. Aceptando la ineluctable realidad, se dirigió con paso cansino a la ciudad alta, donde Gadir se había convertido en un festín excitante. Era evidente que los dioses bendecían a los sidonín, la ciudad prosperaba bajo su protección, y sus mujeres se alegraban por haber recobrado la libertad por una noche. Efebos, matronas, prostitutas, devotas de Mitra y Astarté danzaban enloquecidas, mientras las murgas recorrían la ciudad. Las ánforas donde bebían el vino se adornaban con pitorros fálicos, y las hembras, ebrias de poder, deambulaban por las calles acaudillando pandillas de borrachos que las seguían como perros falderos para copular en los pórticos del Palacio Náutico y de la Casa del Mar sin el menor recato.
Los vinos de Qyos, Xera y Corinto circulaban sin tasa, y en las esquinas se tropezó con bufones roncando sonoramente, mientras los bacantes embriagados se enredaban en escenas orgiásticas. Una algazara de arpistas casi desnudas, ritmando procaces cantilenas que ruborizarían a una ramera libia, lo detuvieron, y se vio obligado a beber hasta saciarse. En las travesías y en las mansiones gadeiritas se escuchaban las algarabías del festín, que tocaría a su fin con la salida del sol, y el tartesio se dispuso a encontrar entre aquel estrepitoso bullicio a sus compañeros, o a Milo, aunque al sarím parecía habérselo tragado la tierra.
Comenzó a refrescar, y el orfebre, perdida la noción del tiempo y cansado de deambular por los callejones de Gadir, apartó la cortina de un tabernucho fétido, La Roca de la Sirena, alumbrado por lamparillas de sebo, donde mujeres y hombres, en cómplice mezcolanza y empapados en hidromiel, comían y bebían, se amaban y se regocijaban, en un fascinador tumulto, mientras otros se enzarzaban en trifulcas insensatas. Hiarbas, apartando a las rameras de gangoso parloteo y a los marineros, buscó sin resultado alguno a los miembros de la legación y al príncipe gadirita, hasta que se hartó de respirar el tufo de los hálitos humanos.
—¿Y el sarím Milo? —preguntó al ventero en idioma cananeo.
—Después de la medianoche, y aprovechando la marea llena, se retiró y creo que se dirigió al muelle, pues lo siguieron su capitán, el cómitre y el piloto.
«Se cansó de esperar y se me ha adelantado», pensó, y se lamentó.
Los iris del amanecer se despertaban y lucían como luceros en la penumbra de la noche vencida.
* * *
El alba apuntó con una tonalidad rosácea, momento en el que el ancla de El Tridente chorreó el agua del embarcadero en un fragoso cabrilleo. La galera hendió las aguas gaditanas y enfiló hacia la bahía tartéside, mientras una bandada de gavinas alzaba el vuelo. El pentarca, inmóvil en la amurada, contempló la traza de Gadir a un tiro de una flecha, desfigurada sobre el mar y nimbando sobre una bruma plomiza. Pensó en Milo con preocupación, pues ardía en deseos de narrarle la inaudita experiencia, aunque silenciando la incógnita aparición de la compañera de su culpabilidad, que podría acarrearle un daño irreparable a su corazón. «¿Conocería que Anae había acudido a Gadir a ofrecer su virginidad a Astarté, o realmente todo había sido producto de su enfebrecida mente? —cavilaba—. ¿Y si Tanit había apelado a un hechizo para confundirlo, y todo había sido un sueño fantasioso? Disiparía sus sospechas e iluminaría sus dudas cuando se entrevistara con ella en el Lucero en los días siguientes, o tal vez ¿poseería razones inescrutables para callar?»
Un soplo de viento sur hinchó las velas y aspiró el aire salobre del mar. Estaba escrito en el libro de su vida que se convertiría en el instrumento de los dioses, quienes alentaban a su alrededor perturbadores pronósticos. Su turbada mente trataba de reordenar la aceleración de eventos que le habían acaecido en Gadir, y, como quien olvida una pesadilla borrascosa, pero placentera, evocó con complacencia los instantes de deleite junto a la diosa de ébano. ¿Anae?
Una gozosa delectación invadió sus solitarios pensamientos.