Un cielo gris violáceo cobijaba la travesía de Hiarbas rumbo a Gadir.
A la tenue luz del amanecer, El Tridente, la embarcación de los legados tartesios que anualmente concertaban el precio de la plata en el santuario de Melqart, bogaba por la bahía tartéside, lisa como un estanque de azogue, entre las barquichuelas alumbradas por fanales ambarinos, como luciérnagas sorprendidas en sus revoloteos nocturnos.
Galleando la vela dejaron a sus espaldas y al pairo de los vientos el puerto fenicio de Menestheo, adormilado entre la bruma. La nave haló gallarda hasta que emergieron las islas gaditanas flotando en el océano como terrones de almíbar. Fuliginosas tonalidades espejearon la cubierta al comparecer el sol, que transfiguró las aguas grises en un intenso azul cobalto.
Hiarbas, de pie en la tajamar, se asemejaba a un tirano griego envuelto en una capa de lana cananea de Joppa, con botas de cuero y una cinta dorada recogiendo sus cabellos.
La brisa espoleó la proa, y el estandarte de Poseidón flameó sobre su cabeza conjurando con su favor un imposible naufragio. Los fuegos parpadeaban en la costa, cuando una flota de gaulós, barcos fenicios negros como la pez y con dos imponentes ojos pintados en los flancos, hicieron sonar las trompas, escoltando la galera del enviado hasta el puerto de poniente. Vadearon los rompientes donde se posaban las gaviotas y, con la mañana ya prosperando, viraron hacia la bocana del atracadero, asomando a babor la imposta de Gadir[44], La Fortaleza, un torbellino de blancura envanecido por un cielo purísimo, tan añil como el índigo de Egipto. Señora del confín de la tierra en el océano Atlantis, coronaba un farallón de rocas esmeralda abrazadas por murallas ciclópeas.
El emporio gadirita, codiciada perla de las colonias tirias, lo integraban varias islas de prodigiosa seducción y de óptimos fondeaderos para el refugio y la mercadería. Los reductos de defensa, las mansiones, los talleres y la acrópolis, se erigían en Eriteia[45], una ínsula de altozanos coronada por el palacio de los sufetes y los templos de Astarté y Baal Hammón. Otra isla mayor y estirada hacia el sur, que nombraban Kotinussa, «la de los olivos silvestres», albergaba en su extremo sur el afamado templo de Melqart, frente al arbóreo islote de Antípolis.
Hiarbas sabía por Milo que Gadir había sido fundada por el sarím fenice Arzena, príncipe mercader de Tiro, siguiendo el mandato sagrado del oráculo y del rey Pigmalión, más de trescientos años atrás. Temerarios negociantes tirios habían recalado en las Columnas de Hércules, transformando la ínsulas gaditanas en el centro más floreciente de Occidente, superando en jerarquía a Cartago, Útica y Lixus.
Los navíos doblaron el promontorio de Astarté Marina, el templo cimentado sobre una gruta natural y que sostenido por columnas dóricas espejeaba lamido por el albor del amanecer.
La caleta donde atracó la galera resultaba un abrigo ideal para el amarre y continuaba en un canal hasta desembocar en la gran bahía tartéside. Sobresalían en sus aguas las naos de guerra con feroces nombres escritos en caracteres fenicios, la temida flota que preservaba sus rutas de los piratas tirsenos. En la atestada cala, que los tirios llamaban cothon, se balanceaban decenas de barcos calafateados con pez y arcilla. Destacaban las gauloi, naos redondas cargadas hasta las bordas de ánforas y sacas de mercancías, las pataikoi con policromos geniecillos benéficos prendidos a los mascarones de proa, naos capaces de largas travesías para transportar el oro de la costa de Uphas y los esclavos de Libia, así como las hippoi de pesca, reconocidas por las cabezas de caballo que las engalanaban.
Hiarbas descendió la escala seguido del séquito de la Pentarquía del Metal, y fueron recibidos por el Wakil Tamkari, un oficial del Consejo de los Veinte de Gadir, de cuyas orejas pendían dos aretes de perlas. Se cubría con un ropaje listado y un gorro puntiagudo ribeteado de púrpura, y al son del tintineo de los crótalos lo saludó en cananeo, tras las acostumbradas fórmulas de cortesía:
—Salud, pentarca. Que Tanit conduzca sabiamente tus pasos en Gadir.
—Y Poseidón amanse vuestras aguas —replicó con modales exquisitos.
Los lastres y aparejos se amontonaban por doquier junto a las escorias donde husmeaban los cebones, las gallinas y los gansos. Un intenso hedor a salitre, tripas de pescado y vinagre les reveló a los recién llegados la proximidad de las factorías donde se elaboraba el garum de Gadir, una pasta gelatinosa fabricada con las visceras de los atunes, pescados de roca, hierbas olorosas, aceite y otros ingredientes secretos que, una vez macerados y fermentados, hacían las delicias de los más sibaritas de la ecumene.
Atravesaron el peristilo del santuario, muy amado por los marinos. Su techumbre de placas de bronce, obsequio de Argantonio, centelleaba con la llameante alborada[46]. Sobre el altar oscilaba el fuego sagrado que iluminaba dos ebúrneas imágenes de la diada fenicia, Astarté Marina sentada sobre una esfinge alada y una flor en el pecho, y de Hércules tebano, con la maza en una mano y cubierto con la piel del león de Nemea. Tras sacrificar tres palomas y donar un presente al Trono de la Salvadora, Hiarbas renunció a solicitar el oráculo de la pitia y depositó a los pies del semidiós una rama del árbol de Gerión, su legendario antagonista de la otra orilla.
Abandonaron el tabernáculo y avanzaron entre un laberinto de almazaras y lagares hacia los torreones de la ciudadela, donde, para escarnio público, colgaban los cuerpos horrendamente despellejados de dos corsarios. Dejaron a un lado las pestilentes factorías de púrpura, donde los operarios trajinaban con el múrex, un molusco con el que coloreaban sus tejidos, y que tras una penosa labor, pues se necesitaban cientos de conchas para extraer una pizca de colorante, exponían al fuego y luego al sol, para que adquiriera los tonos azules, rojos y morados tan estimados en los mercados, donde los vendían a precios exorbitantes.
Tras el portalón de bronce y cedro del Líbano se hacinaban más de cincuenta mil almas entre sidonín, metecos y esclavos, mujeres y hombres de piel morena que vestían gorros frigios y ropones vivaces, atestando las callejuelas repletas de tiendas y almacenes.
En las travesías se abrían canales para recoger las aguas de la lluvia, dada la escasez de pozos en la urbe, y en el mercado, de un intenso tufo a especias, se extendía un mar de toldos donde se vendían joyas, bronces de Turpa, vinos de Qyos, cántaros de especias, lino de Egipto, púrpuras, pebeteros de plata, carnes asadas, pescados, marfiles, espejos de Sidón, sandalias de cuero y esparto, peines y amuletos.
A espaldas del gran zoco se alzaban las oficinas especializadas en el intercambio de metales, las escribanías y los bazares de los exquisitos productos de Oriente. Y conforme se acercaban a la acrópolis, en el centro geográfico de la isla, abundaban los cobertizos de salazones, los talleres de tridracmas, conchas grabadas con flores de loto, las factorías de soplado de cristal, y los almacenes de sedas donde se hilaban delicados tejidos. Acémilas con cántaros rezumantes acarreaban agua a las casas, pues no existía ninguna fuente dentro de Gadir, y debían de trasladarla de un venero que brotaba en el templo de Baal Hammón[47], al otro lado del canal, porque en el estío se agotaban los pozos de las casas.
Un emisario de rostro cetrino hizo resonar la tuba cuando desembocaron frente al Palacio de los Sufetes[48]. En las escaleras, protegido del sol por un palio de tonos carmesíes, aguardaba un hombre de porte augusto cuya opulencia era proverbial en Tartessos y que recibió a la legación calurosamente. Destacaba por la barba sofisticadamente trenzada al modo asirio, gran corpulencia y una frente despejada enfundada en una mitra púrpura. Sonrió llevándose los brazos al pecho, tras una leve pleitesía con la testa.
Se trataba del gran Zakarbaal, padre del príncipe Milo, descendiente directo de la realeza de Sidón, primer sufete gadirita, gran magistrado de la Cámara de las Hibrum, las sociedades mercantiles de Gadir, y sumo sacerdote de Melqart y Baal por derecho hereditario. Empuñaba un cetro de marfil en una mano y un espantamoscas de plumas de avestruz en la otra, y sudaba copiosamente. El tartesio lo adivinó más envejecido, la mirada fría y la piel apergaminada. Pocas cosas alteraban su recto juicio, pasando por ser un gobernante capaz de desentrañar lo justo de lo ruin y digno de confianza para Tartessos.
Por el contrario, los navarcas griegos lo acusaban de saqueador y lo vilipendiaban por su inflexible dureza en impedir el acceso de sus naves al emporio tartéside. Pero los colonos de Gadir lo consideraban el mejor de los regidores, pues no cargaba al pueblo con impuestos excesivos.
Lo rodeaban algunos dignatarios de la urbe, el segundo sufete, que actuaba como censor de las costumbres, los tamkaru, influyentes hombres de negocios, miembros de la Asamblea de Ancianos que promulgaban las leyes y una representación del Consejo de los Veinte, órgano que dictaba las sentencias, además del Comandante Supremo de la flota.
Tras la corte se estiraban los escribas ataviados con chitones rojos y lo más florido de la aristocracia gaditana, cuyos ganancias dependían de la actitud conciliadora y las habilidades en el trueque del elegante pentarca que dirigía el flujo de los metales de Tartessos. Un beso imperceptible en cada mejilla antecedió a los saludos y a las frases corteses del sufete, que impacientaban al maestro de metales, a quien tan enrevesado ceremonial aburría.
—Este Consejo y sus sufetes te ofrecen la hospitalidad de Gadir y se sienten honrados con la visita de Hiarbas de Egelasta, el enviado de Argantonio, el geriónida. Que Melqart guíe tus pasos en las negociaciones.
—Y que Astarté colme de oro vuestras arcas, pues vuestra fortuna es nuestra prosperidad, Zalcarbaal, a quien mi rey traslada su amistad.
Con la soldadesca, y la concurrencia que se congregaba en la plaza observando la escena, la legación tartesia fue invitada al palacio, donde residirían varios días como insignes huéspedes. Al fin, concluido el ágape de la recepción, Hiarbas pudo saludar en la privanza de su cámara a Milo, su camarada, a quien estrechó las manos tras observar la expresión melancólica de su mirada.
—Me es grato recuperar a un amigo al que hace dos lunas que no veía.
—Príncipe Milo, en las frescuras de Noctiluca, aún suspira la sacerdotisa por ti —lo saludó—. Doy gracias a mis dioses por hallarte tan saludable.
—Mi corazón está sumido en un gélido invierno mientras no vuelva a encontrarme con mi dulce primavera —le confesó en voz baja—. Sin Anae, me siento tan vacío como una calabaza hueca.
—No hay peor cadena que la de un amor desquiciado como el tuyo, Milo.
—Antes, seducir a una mujer me parecía un asunto fútil, pero ahora su solo recuerdo significa una ofrenda diaria a mis ansias de vivir. Cuánto la añoro.
—Me resultan burlescos esos sentimientos en ti, cuando en el trato con las mujeres siempre fuiste el más grande crápula de Gadir —bromeó.
—¿Comprendes entonces mi triste estado? Cuando finalicen los fastos de Tanit le rendiré visita, pues sin contemplarla mi vida es una constante tortura. Pero he de salvar el obstáculo del eunuco Lubbo, que sin razón recela de mí.
—Acudiremos juntos, Milo. Anae, desde hace un tiempo, se muestra esquiva, triste e inaccesible —le informó—. A Argantonio le preocupa la duradera melancolía de Anae, y me ha rogado que averigüe las cuitas que esconde en el alma.
—Olvidadlo, a Anae sólo la acucian las penas del amor y la vigilancia estrecha de esos castrados —sonrió Milo—. Sólo desea paz y sosiego.
—Quiero creer que es una mujer celestial con pasiones y anhelos de mortal, nada más —dijo, y el fenicio lo miró con afabilidad.
Las palabras parecieron serenar al sarírn, quien, tras unos instantes de reflexión, asió a Hiarbas por el brazo y desapareció con él por el intrincado palacio, donde fulguraba el satén indio de los tapices de Babilonia, los frisos asirios, el alabastro, el mármol veteado, el bronce tartesio y una profusión suntuosa de ornatos helenos y egipcios. Una noche de placeres en el suburbio de La Sirena aguardaba a los dos amigos.
* * *
Los días que precedieron a la recepción, la actividad de Milo y Hiarbas resultó demoledora. Se inspiraban una inagotable franqueza que los conducía a dispensarse confianzas mutuas. Y aun a pesar de la sensibilidad del orfebre a los efluvios primaverales, que lo hacía estornudar a todas horas y a padecer episodios de la abrasadura febril, visitaron el templo de Baal Hammón, donde, se decía, se consumaban sacrificios humanos en tiempos de calamidades y se arrojaban niños al fuego hasta que el dios colérico saciaba su ansia de sangre primogénita, cosa que ningún sidonín se atrevía a testificar.
Frecuentaron los prostíbulos del arrabal de los pescadores, una maraña de callejas con casas de adobe de las que sobresalían vigas de madera, con escaleras de arena y cortinas de esparto, donde se bebía a raudales el masikos, (una bebida fenicia fermentada y viscosa aborrecida por el tartesio) y donde los robos y asaltos eran habituales.
Recalaron a medianoche en el no menos afamado prostíbulo de las Hetairas, el emporio de la prostitución de la urbe. En busca del amor fácil se colaron en el burdel de Las Nereidas —una mancebía que se identificaba por una estatua de Tanit—, sólo frecuentado por extranjeros y regido por eunucos tesalonicenses, donde el sarím, la flor más ilustre de Gadir, con sus hermosos ojos negros era recibido como un dios entre las rameras de Paphos y Neápolis. Hiarbas, gallardo como una gacela, con la caballera ungida de óleo, la recortada barba del color de la miel y su sonrisa afable, se convirtió en el blanco de las atenciones de las meretrices, poseedoras de una imaginación feraz para extraer del arte amatorio placeres inconcebibles.
Vendían la belleza de sus cuerpos sin recato por sólo unos sidos prostitutas de exótica belleza, sirias, egipcias, libias y circasianas de aterciopelada piel, todas ellas consumadas maestras en los sensuales refinamientos de Oriente. Muchas, robadas de sus lejanos poblados, se habían acostumbrado a soportar una vida miserable de crueldad y desesperación, pero, resignadas a su triste suerte, dispensaban sus favores a los marinos y a los galanos de Gadir.
Saborearon en las sórdidas cantinas atestadas de facinerosos y truhanas de la peor hez, espesos vinos de Chipre, caballas asadas en piñas secas, silfión horneado, dátiles con leche, y panecillos aliñados con garum, regados con celias del país de las brumas, que apostaron en graves aprietos a los dos camaradas, incapaces de mantener el equilibrio a altas horas de la noche y guardar sus bolsas de los salteadores y de las prostitutas de ojos rasgados.
La víspera de la audiencia en el templo de Melqart, en la vaguedad de una noche embriagadora, Hiarbas se excusó a seguir la estela de placeres de Milo, pretendiendo estérilmente conciliar el sueño sobre el lecho de una exedra exornada con pinturas. Admiraba el oasis imaginario de palmeras y sicomoros dibujados, y apenas si lo conducían a un débil sopor. Cerca de él se amontonaban los ábacos y las tablillas impresas con la oferta anual, mientras cavilaba sobre la estrategia que debía emplear al día siguiente frente al astuto Zakarbaal, la interesada aristocracia comercial y los sacerdotes, tan codiciosos como una camada de hienas.
Se incorporó del lecho y degustó un arrope de rosas y menta perfumado con canela y un plato de mijo y arroz con queso almibarado, cuando, de improviso, distinguió entre el fulgor de las lamparillas la silueta vaporosa de una esclava de piel tostada, adornada con pulseras de Ofir en los tobillos, al modo cartaginés, y con las muñecas tatuadas, seguramente un regalo de Zakarbaal. Apenas arropada con una clámide que dejaba al descubierto sus delicados contornos, exhalaba un aroma perfumado de agraz y jazmín que arrobaba. Sus rasgos faciales, los labios como ababoles abiertos al rocío, y los ojos de ciruela armonizaban con un cuerpo de exótica femineidad, como un fruto colmado de almíbar.
El clima empalagoso de la noche y la cálida penumbra invitaban a los secreteos de alcoba, y una ineluctable complacencia corrió por las venas del tartesio, quien cedió sin remilgos a una tentación que se le aproximaba arrebatadora. Ceñida la indumentaria a las líneas de su talle, como dos tórtolas anacaradas, exhibía sin pudicia unos senos perfectos que parecían jugar con su ajorcas de pedrerías. Su belleza era capaz de exacerbar el corazón del más frío de los hombres, y Hiarbas le rozó las mejillas, desatando un gemido de la bella desconocida, quien, en un tumultuoso delirio de los sentidos, se entregó al extranjero, que la poseyó con las llamaradas de una pasión irresistible.
El tartesio había sentido primero el fuego del desierto y luego la tibieza del palmeral de la sidonita.
* * *
La luz del alba arrebató de la negrura el templo de Melqart. Apartado en el extremo sur de la isla Kotinussa, proyectaba su arquitectura desde las profundidades del fondo marino hacia la claridad del firmamento. Suspendido en el aire por el flujo de la marea, sus bóvedas se clavaban en el cielo la mañana del acuerdo entre las dos ciudades aliadas.
Las aguas ascendían a borbotones por las aristas de sus muros, plagados de sargazos. A cada golpe de mar progresaba con inmutable flema la medida de las aguas, convirtiendo el templo en una gigantesca tortuga varada en la isla. El fragor de las olas resonaba en los rompientes como el trueno en la tempestad, momento en el que la galera tartesia atracó, rasgando el légamo de las espumas de la dársena.
Cuando el pentarca hundió las botas en la arena, se detuvo ante el prodigioso perfil de la morada terrestre de Melqart, uno de los más socorrido oráculos del mundo conocido, mágico, enigmático, envidiado por sus tentadores tesoros, visitantes ilustres y sobre todo por el poder sellado en un pacto con la divinidad tiria.
El Heracleión, como lo titulaban los griegos, lo encandiló por su magno fasto.
Al tufo del oro, había germinado a su alrededor un poblado de fonduchos malolientes, barracas de cañizos y tiendas de rafia que la chusma llamaba Heracleia. En el suburbio transitaban los pescaderos con capachos de peces, los falsos devotos y los posaderos que atraían a los clientes mostrando las esterillas y los jergones de paja, entre el eco de los balidos de los corderos que serían sacrificados en los altares.
Menudeaban por doquier los buhoneros, los agoreros, los tahúres, los mercachifles de aceite de lamparillas, del vino especiado, de los huevos de avestruz, perros cebados, cabritos y palomas, y todo un tropel de efebos y rameras comidas por las bubas que convocaban con gestos impúdicos a los peregrinos. Un hedor a letrinas, a pescados podridos, excrementos de asno y humos, unido al aleteo enojoso de las moscas que se arraciman en las charcas, hicieron sentir repugnancia al legado, que se tapó la nariz con el manteo.
Hiarbas había visitado el templo regulador de los pactos y sabía que a su calor se concluían pingües negocios, pero se notaba conturbado, por lo que frotó sus tabas de la suerte, rogando fortuna al oculto poder que poseían. Bajo los pórticos del templo se interpretaban sueños y se escuchaba al oráculo, y aún persistía el derecho sagrado del asilo a perseguidos y la hospitalidad para los náufragos, que eran respetados tanto por los nativos tartesios e iberos como por los extranjeros que recalaban en sus muros.
El subyugador santuario se había convertido en el mediador de los acuerdos y en el banco de las finanzas de Gadir, que Melqart validaba con el poder de sus cenizas. No se sellaba en el Heracleión pacto alguno, los inviolables asyle, sin el juramento en su nombre, mientras un río de oro, que los sacerdotes almacenaban en las criptas, les llegaba incesante con las herencias de los poderosos y las tasas de los negocios cerrados bajo su advocación, así como de las ofrendas de los navegantes agradecidos al dios.
El templo de Melqart era el oasis espiritual de los dos pueblos, el fiador de las alianzas entre Gadir y Turpa, el oráculo de la eternal sabiduría, donde se percibía la presencia de la divinidad asiática renacida del fuego. El pentarca reconocía que los recintos sagrados lo magnetizaban de forma irresistible, por lo que adoptó un aire de circunspección.
No ignoraba que los restos del divino Melqart, «El Rey de la Ciudad», dormían el sueño eterno en una urna de ónice y ágatas guardada en ese recinto, tras haber sido acarreados hasta el confín del mundo por los primeros colonos fenicios. Fundador de Tiro, rey deificado de las colonias fenicias, Melqart era venerado como protector de los navegantes, artesanos y agricultores sidonín, motivo por el cual, cada primavera, cuando retoñaban los brotes en las arboledas, regresaba a la vida en el secreto ritual del Fuego Renovador.
Una corriente de peregrinos varones, pues a las mujeres les estaba vedado ingresar en el oratorio, se detuvo ante la legación tartéside, momento en el que un haz de luz infinita, el rostro del dios, brilló en las pesadas puertas, que se abrieron de par en par rugiendo los maderos que las atrancaban. El archiréus, o gran sacerdote, que iba descalzo y vestido con una túnica de lino y que circundaba su cráneo tonsurado con una cinta de estambres de Pelusio de Egipto, los recibió en actitud afectuosa.
—«Bajarán de sus tronos los príncipes del mar, que se despojarán de sus mantos bordados y se estremecerán sobresaltados ante la presencia de Melkart, el Señor de las Grandes Aguas, el Soberano de los Puertos, el Cedro del Líbano ante el que se humillan los grandes de la tierra» —declamó al sacerdote.
—«Aquí están ante él postradas las naves de Tartessos dispuestas a recibir su don» —replicó Hiarbas, divulgando una frase centenaria.
—El rey de Biblos, Tiro y Sidón, te dice: «Pasa, pues eres bien recibido».
Un sacerdote de ostentosa dignidad, con un lunar negruzco en una de las sienes, los precedía. Coincidieron con una oleada de adoradores que se congregaban en el patio, un espacio abierto donde se alzaban dos altares y donde varios sacerdotes protegidos con mandiles de cuero sacrificaban animales que les presentaban los creyentes (salvo los cerdos impuros, que espantaban al dios).
Un pandemónium de regueros de la sangre de tórtolas y palomas con los plumajes cercenados, pellejos quemados, apocados balidos, berridos y aleteos de las animales inmolados retumbaban en el anillo porticado donde se abrían altares dedicados a la Vejez, la Pobreza, al Arte y a la Muerte, y dos hornacinas consagradas al Hércules egipcio y al tebano, pero sin figuras del semidiós, atestadas de ofrendas de piadosos oferentes.
Nubes de humo se alzaban oliendo a carne quemada, a incienso y cinamomo, mezcladas con las plegarias de los suplicantes. A la derecha se encumbraba una grada con un pebetero argentado donde se conservaba la llama acarreada desde las Inmortales, las islas flotantes donde se fundara Tiro. A su vera, rodeado de devotos que oraban con los brazos en alto, un olivo resguardaba con su ramaje una prodigiosa joya que cegaba los ojos: el áureo árbol de Pigmalión. Análogo al de la capital tiria, en oro puro y de frutos formados por racimos de esmeraldas, disgregaba fulgores que encandilaron al huésped.
Se inclinó Hiarbas piadosamente y, sin pretenderlo, recordó el oráculo de Anae el día del nacimiento de la primavera, y se inquietó cavilando: «“Sobrecógete ante el fruto de Pigmalión”. ¿Qué querría anunciar?»
El tartesio se purificó en una de las dos fuentes de las abluciones, aguas de fresco sabor y que, provenientes de unos pozos excavados en la roca, ascendían y descendían con el flujo de las mareas. Despojado de las botas, avanzó hacia la nave del santuario, donde lo aguardaban los proceres gadiritas reunidos en las dependencias del santuario desde la víspera para valorar la oferta de Argantonio.
Súbitamente, del interior del templo surgieron los oligarcas de Gadir, presididos por la figura hierática de Zakarbaal, tocado con la tiara de pedrerías de Sumo Sacerdote, las placas pectorales de la deidad y protegido tras un halo de respetabilidad. Su tez, cobriza como el bronce recién removido, delataba preocupación. Su imponente porte lo agrandaba con un manto de larga cola que deslumbraba. Con curiosidad creciente, Hiarbas pensó que en aquel príncipe se ocultaba una inquietante desazón que desconocía.
—El señor Melqart, dice: «Soy un dios y estoy sentado en un trono divino que se encuentra en el corazón de los dos mares» —exclamó recibiéndolos.
Dos columnas de oricalco dorado en forma de yunque, «los Pilares de la Tierra», de ocho codos de altura[49], semejantes a las de los templos de Jerusalén, Pafos, Kitión o Tiro, flanqueaban la puerta del templo, donde resaltaban las imágenes de la vida de Melqart, y las hazañas de Hércules tebano, con un Diómedes pávido ante la hidra. Indescifrables caracteres burilados en las pilastras narraban la fundación del templo y de Gadir y marcaban los diezmos de las colonias, los dispendios de la construcción y las costas de los sacrificios.
—Sé bienvenido a la morada terrenal de Melqart, Señor de Gadir, del Fuego Sagrado y Rey del Templo —lo cumplimentó Zakarbaal.
—Me siento abrumado ante el baluarte del Ser Supremo, y doy gracias a mis dioses por visitar el oráculo donde se aparece con proféticos susurros.
Hiarbas pareció sentir en los poros de su piel la presencia del dios tirio y se conmocionó.
Antecediendo al velo púrpura que impedía el paso al santo de los santos, se erigía una hornacina orlada de acantos que custodiaba las dos ofrendas más valiosas del tabernáculo, un cinturón y un yelmo crestado de dos gloriosos visitantes, los héroes troyanos Teucro, hermanastro de Ayax y rey de Chipre, y Menestheo, hijo de Peteo, rey de Atenas, cuyo oráculo y poblado al otro lado de la bahía tartesia recordaban su paso por Gadir.
Un resplandor impoluto se materializaba iluminando las ofrendas, que parecieron cobrar vida propia. Algo invisible, pero latente, aleteaba en el rincón sagrado, donde sonaba el tintineo de campanillas sacudidas por el viento. La luz se filtraba por las tracerías de las lucernas, mientras alcanzaba los recónditos espacios del más misterioso santuario de Occidente, cuyo ambiente parecía ocultar un secreto evocador de arcanos enigmas.
Hiarbas entregó al sufete una ofrenda en nombre de Argantonio, una hoz de plata que plantó junto a los dones de los héroes griegos. Luego oraron frente al velo que ocultaba al dios, y, subyugado por la apariencia escondida de Melqart, el pentarca se vio suspendido en una envolvente atmósfera que lo transportara a otros mundos.
A remolque de Zakarbaal, la comitiva abandonó el tabernáculo y se adentró en un caos de establos y cobertizos, donde se amontonaban las sacas, ánforas y jaulas, y almacenes de las aves para los sacrificios. Allí moraban los sacerdotes, una estirpe jerarquizada en inacabables castas, los rasuradores del dios, los avisadores de la divinidad, los iluminadores del señor, los inmoladores de sacrificios, o los incensarios del santuario, que convivían servidos por un inmenso tropel de esclavos, escribas, mozos de cuadra, y los estrategas de Melqart, una célebre escolta de guerreros reclutada entre los jóvenes de las más acaudaladas familias de Gadir.
Como cada año, los tartesios y gadiritas mantendrían la reunión en la Sala de las Tablillas, una dependencia del templo abastecida con miles de láminas asirías de barro, pergaminos helenos y papiros de Tebas que encerraban el saber de la humanidad y que el tartesio veneraba. Alrededor de una mesa de ébano donde estaban depositadas las ofertas de Argantonio, se agavillaban los magistrados del Consejo de los Veinte de Gadir.
El ambiente se adivinaba enrarecido, y no pasó inadvertido a Hiarbas.
Un grupo de sacerdotes y comerciantes de rostros circunspectos, los acaudalados droms que detentaban el poder político de la urbe, eran presididos por el sufete del mar y la tierra, Zakarbaal, el representante de la monarquía de Tiro y gran rab khum, garante de las finanzas de Gadir. Radiante con las lamparillas de aceite perfumado con mirra de Arabia, el salón había usurpado el color del marfil. Hiarbas, a una indicación del sufete, razonó acaloradamente sobre la calidad del bronce recién descubierto, esforzándose en contentar a tan cautelosa clientela.
Al cabo, el príncipe fenicio sostuvo la mirada impaciente del pentarca, clavándole sus maliciosas pupilas, plenas de sutileza.
—Es un honor acoger por segundo año consecutivo a Hiarbas de Egelasta, enviado de mi esclarecido hermano Argantonio, a quien el Amo de Destino prolongue sus días, y atender a sus palabras.
—Gracias, señor. Ya conocéis mi adicta inclinación hacia vuestro pueblo.
Enseguida aferró las láminas de plomo con las ofertas y, sin mostrar ademán de acuerdo o desacuerdo, precisó en un asalto de afabilidad:
—Ya se superaron los tiempos en los que intercambiábamos abalorios y cuentas de vidrio con los reyezuelos de la otra orilla, y hoy el apogeo de Gadir y Turpa proclaman al mundo los provechos de un comercio duradero. Sidonín de Tiro, Biblos y Sidón han mezclado su sangre con vuestra raza, y las relaciones de parentesco entre los dos pueblos nos convierten en una única nación —dijo, y sonrió—. Muchos de mis compatriotas viven en las ciudades de Tartessos, aunque con recato de sus opulencias para no despertar envidias, y comparten los mismos dioses.
Sus palabras suscitaron murmullos aprobatorios de asentimiento.
—Amparados por mi rey y las centenarias leyes del rey Habis, aunque Therón de Menestheo no apruebe los sacrificios al panteón de los dioses cananeos —recordó juiciosamente, para no desbaratar las relaciones.
La actitud cáustica de Zakarbaal seguía inquietando a Hiarbas. Todas las miradas convergieron en él, pero ahuyentó su temor con una arrogancia sutil, devolviendo la serenidad de sus ojos fraternos. El sufete, un escurridizo rival para la negociación, no aludió a los anatemas de Therón y a sus presagios y aprovechó para sacudirse el inicial escepticismo.
—No puedo ocultarte que onerosos peligros se ciernen sobre nuestra alianza, pentarca. Tiro es acosada por los persas, y emergen al otro lado de las Columnas de Hércules ciudades con espejismos de conquista. Por otra parte, la presencia en el Tirreno de los griegos nos perturba tanto a nosotros como a nuestros parientes cartagineses; episodios que conoce tu rey por mi boca.
—Lo puedo confirmar sobradamente, señor, y nos inquieta de igual forma.
El primer sufete pareció retroceder en sus fatalistas presagios, e insistió:
—Veo irremediable un golpe de timón que no nos relegue a un lugar de desventaja, ni que Argantonio se embarque en aventuras descabelladas.
La exigencia sonó como un aldabonazo en el cerebro del tartesio. Por alguna razón que ignoraba, ¿conocían los sidonín gadiritas los planes de su rey? Y si no, ¿por qué había declarado palabras que sonaban a amenaza? Pero no descompuso su porte, que seguía inmutable.
—Se lo transferiré a mi rey pues sólo a él concierne mudar los pactos.
—Claro está, Hiarbas; únicamente reflexionaba en voz alta —dijo con gesto irónico—. Los hechos se deciden por designio de los dioses, pero mis muchos años me dictan que los mortales se conducen frecuentemente con doblez.
La réplica y el hosco gesto del sufete no podían ser más manifiestos.
—Entonces, ¿os opondréis a ratificar el acuerdo anual? —inquirió—. Mi rey desea que los pactos entre Gadir y Turpa duren eternamente, señor, e incluso que se incrementen con más productivas alianzas que él os ofrecerá.
El sufete, al que se conocía por su fama de difícil negociador, se jactó ante sus pares de haber estremecido al tartesio. Los sidonín de Gadir controlaban el cobre del Wadi al-Arab, las especias de Maudi y Saba, los marfiles de Egipto y gran parte de la producción de oro del país de Ofir, pero precisaban de la plata y del bronce tartesio. Frotó uno de sus anillos con parsimonia y se alisó la barba, artificiosamente tintada de alheña.
Mientras, el tartesio transpiraba y de la frente le brotaron gotas de sudor. Zakarbaal, quizá conocedor de los planes de Argantonio, parecía dispuesto a no renovar el acuerdo entre las dos naciones, endureciendo su posición; ¿o se trataba de una trampa para rebajar el costo? Su rey nunca lo absolvería si no suscribía el compromiso, cayendo sobre él un baldón vergonzante. Lo incomodaba la suspicacia de Zakarbaal, quien, al cabo, distendió sus miembros, se arrellanó en el diván, y refrendó:
—No te inquietes, Hiarbas, me tengo por hombre de honor y Gadir requiere como el aire que la vivifica el metal de Tartessos, nuestra tierra de provisión. He de revelarte también que nuestros orfebres juzgan la nueva aleación inmejorable. Demostráis ser maestros consumados en este durísimo arte.
—Es un honor para mí escuchar estos elogios.
—Presta oídos, pentarca. Hemos meditado detenidamente la oferta y asentimos en sus requisitos, tal como nos propone tu rey. Esta lámina marcada con el sello de Gadir así lo legitima. El intercambio será respetado cabalmente y en los plazos marcados; y, si falto a mi palabra, que la cólera del dios me aniquile.
—Que el señor Melqart así lo valide, Zakarbaal —dijo el tartesio, sin poder ocultar su excitación—. Espero acreditar a mi rey y a mi pueblo que la era de la amistad sigue viva entre Gadir y Tartessos.
—Los reyes deben ser guiados por consejeros como tú, amigo Hiarbas.
El sufete, pavoneándose desde el sitial, desgranó encomios sobre la nueva aleación, y Hiarbas pensó en su fuero interno que ambas partes se habían concedido una tregua, una pausa en la pelea, conocedores de los convulsos sucesos que se producían al otro lado del mar Interior, dándose mutuamente por satisfechos. Zakarbaal, alzando su voluminosa cabeza, ordenó a los asistentes:
—Juremos el acuerdo ante el Señor del Fuego. Acompáñame, Hiarbas.
Con obsoleta dignidad extrajo de una naveta granos de áloe, ámbar e incienso, que volcó sobre un pebetero que honraba una máscara representadora del dios tirio Baal Hammón, rodeada de hojas de acanto y de lotos del monte Siria, finamente cinceladas en plata.
—Que el dios del Altar de los Perfumes refrende el acuerdo sagrado.
—¡Así sea! —exclamaron en cananeo los presentes.
El sufete, haciendo honor a su largueza, le regaló para su protección personal una estatuilla en oro del dios Ptah, que Hiarbas agradeció.
Dirigiéndose al tartesio, y con un gesto nada alentador, Zakarbaal dijo:
—Escucha, joven pentarca, y guarda memoria de mi consejo. Atesoras la cualidad de la prudencia, así que recela de los que gobernamos a los pueblos. Nuestras palabras hieren los oídos de los que nos escuchan, y en muchas coyunturas incluso nuestros actos más compasivos avergüenzan a los dioses. Retenlo en tu alma, y te evitarás sufrimientos.
La exhortación resonó en el salón cargando el aire de gravedad, y el legado de Turpa, invadido por la complacencia, besó las mejillas de Zakarbaal, quien reía al fin con liberalidad al confiarle la lámina del pacto sellada con el cuño gadirita: dos atunes invertidos y la efigie de Melqart.
El orfebre respiró hondamente, y la atesoró con esmero en la bolsa.
—Quien respeta lo pactado se enaltece a sí mismo —sentenció el sufete.
—Que los dioses te concedan la longevidad de la vida, Zakarbaal.
Ofrendaron vino a Melqart y libaron una copa de amistad con un néctar de Himera. Retornaron al patio del templo, donde aún perseveraban los jubileos de devotos, unos para ofrendar sacrificios y otros para rogar mercedes ante las aras, y prosiguió el chorreo de sangre de las inmolaciones. Hiarbas, en nombre de su rey, consagró un cordero que degollaron los servidores y, abrazando a Zakarbaal, se dispuso a abandonar el recinto y aprovechar la marea para regresar a Gadir, donde lo aguardaba el sarím Milo.
Pero de nuevo la emoción invadió su rostro. Zakarbaal le regaló un anafre humeante, que luego encerró en otro de arcilla y finalmente en una agujereada bolsa de cuero, conteniendo un rescoldo de las ascuas del fuego del templo, don que sólo se ofrecía a acogidos insignes.
—Sé por mi hijo que eres hombre temeroso de los dioses —le dijo—, y que crees en el destino señalado en las estrellas. Que este fuego de la madre Tiro alumbre el altar de tu hogar eternamente.
—Mis hijos y los hijos de mis hijos se lo traspasarán unos a otros como el tesoro más valioso de cuantos hemos poseído, señor —respondió Hiarbas, que le dio la espalda.
Pero cuando Hiarbas ya se alejaba, repentinamente se revolvió. El sufete se detuvo extrañado, y lo interpeló con una duda que revoloteaba en su mente atropellando sus pensamientos. Perseveró en la vehemencia que lo corroía, y le preguntó:
—Ilustre Zakarbaal, ¿cuál es en verdad el fruto del árbol de Pigmalión?
El sufete adoptó el ademán de un charlatán de mercado, y le reveló burlón:
—Cualquier vulgar sidonín lo sabe; ¡la esmeralda!, amigo mío. Es la piedra predilecta de las princesas de sangre real de Tiro.
Un oscurecer violáceo se enseñoreaba del horizonte, forcejeando por no renunciar a la tibieza del lecho marino, cuando Hiarbas enfiló hacia el embarcadero, cual renovado Prometeo, el héroe griego que robara a hurtadillas el fuego a los dioses. Un sol exangüe dispersaba sus medias luces, mientras inciertas sombras emergían en su cerebro.
«¿Qué extraño enigma encerrará ese rompecabezas de “el fruto de Pigmalión”? ¿La esmeralda es su fruto natural? ¡Qué extraño! En pocos días, cuando visite a Anae saldré de dudas y rogaré a la dulce sibila que ilumine mis vacilaciones», se dijo, y se reconfortó con el pacto sellado.
Luego respiró aliviado, pues había salido airoso de una ardua situación.
Rumbo a Gadir, se quedó absorto observando los inacabables vuelos de las gaviotas, que descubrían con sus ondulantes planeos los secretos del viento.