LOS DIEZ REYES

Hiarbas, especulando que no había podido responder como deseaba a la petición de su rey y satisfacer sus dudas sobre la pitonisa, se adentró en el arrabal de los plateros de Turpa y vagabundeó frente a los diques del estuario, donde los marineros se afanaban en el manejo de las barcazas. El cielo, encapotado y gris, amenazaba tormenta.

Se aproximaba la hora del crepúsculo y bandadas de palomas torcaces huían hacia las umbrías. Un grupo de muchachas regresaba a la ciudad por los caminos de sirga, con las cestas colmadas de ropa limpia y los cántaros de agua recogida en la fuente de la muralla. Se apresuró entre el caótico meandro de callejones donde los asnos rebuznaban aplastados con la carga de capachos y donde los verracos de pelo rojizo hozaban en las escorias.

Los talleres de forja y alfarería, cubiertos de espesas lonas, permanecían vacíos debido a la fiesta, y los lupanares de hetairas libias, las más fogosas amantes de la ciudad, se inundaban de una parroquia jaranera. Con la amenaza de la lluvia, los rapsodas y saltimbanquis daban por concluido el repertorio de cantos y acrobacias y los pordioseros recogían sus andrajosas túnicas y platillos; gente soez de la que recelaba el pentarca por sus descaradas bellaquerías. Les largó un arete, que uno de los jorobados cogió al vuelo y mostró con gratitud una boca agradecida pero desdentada y amenazadora.

La casa del pentarca se erigía en el Campo del Alfarero, junto a otras mansiones de fachadas arcillosas habitadas por orfebres, en una pendiente donde se respiraba frescor y bonanza. Ingresó en el patio, un vergel apretado de trepadoras y enredaderas, donde lucía una lamparilla de barro en una hornacina dedicada la diosa Némesis. Hiarbas besó sus dedos, que luego frotó con la imagen, inclinando devotamente la cerviz.

—Diosa de mi sangre, alienta la vida a los de esta casa —suplicó.

Lo aguardaba impaciente en el brocal del pozo su sirviente personal, Lineo, un liberto —no sabía si griego, etrusco o tracio—, adquirido en el mercado de esclavos de Gadir. Sabía conducirse con distinción, y lo había manumitido, aparte de por su simplicidad de espíritu, por ser reservado y por su perseverante fidelidad a la casa. Sobrepasaba en varios años a su amo y destacaba por su nariz prominente y enrojecida, faz pecosa, expresivos ojillos de hurón y por la piel picada con los estigmas de la viruela. Sus piernas corvas se asemejaban a dos tensos arcos prestos a quebrarse, y dominaba la virtud de callar y huir a la taberna más cercana cuando la ocasión lo requería. Hiarbas le había confiado la administración de la casa, que manejaba con decoro, donde también se albergaban dos concubinas, cuatro siervos, dos mozos de cuadra y un escribano fenicio que constituían el cuerpo doméstico del pentarca tasador y consejero del rey, llegado años atrás de las agrestes tierras del este, y que a los ojos del vulgo debía mantener una reputación acorde con su cargo.

—El baño te espera, amo —anunció amistoso—. No debiste ir solo a Asta.

—Tú siempre con tus absurdos recelos, Lineo —lo censuró—. Anda, vete a descansar.

Surtidores de plata, un estanque rodeado de higueras y una docena de habitaciones edénicas unidas entre sí por peristilos y bancales de flores componían la mansión del refinado pentarca, que hermoseaba con frescos cretenses, pebeteros tartesios, muebles tirios y tapices persas.

Los tartesios se significaban entre los pueblos del mar por su inclinación a los lujos, a los banquetes opíparos y sobre todo por la liberalidad de sus costumbres y la sensualidad sin trabas, donde las palabras adulterio o infidelidad no se conocían. Se vanagloriaban de cuidar sus cuerpos, los relicarios de sus almas inmortales, con la pulcritud del aseo y el ejercicio, de venerar a los ancianos por sus sabiduría, y a las mujeres, por atesorar la misteriosa encarnación del enigma de la vida. Insignes gastrónomos, cada ágape solía derivar en una desenfrenada bacanal donde disfrutaban sin cortapisas de la existencia, dando rienda suelta a sus emociones y libérrimos sentimientos. Probaban de todos los placeres y se habían hecho al lujo y la probidad de una naturaleza indulgente. Disfrutaban sin sobresaltos en su idílico aislamiento, gozando de los hermosísimos días invernales y de las cálidas noches del estío. Y así, sus proveedores fenicios, que lo sabían, los dotaban de los más exóticos lujos orientales, que eran pagados magnánimamente con ríos de plata. Odiaban el tedio, rechazaban la imposición severa de los moralizadores, y amaban el sesteo de las fiestas de sus divinidades luminosas, los juegos de destreza atlética y sobre todo se entregaban a los ritos sagrados de la muerte de los toros de Poseidón, donde ensalzaban a los burladores y retribuían de camino a sus dioses, ofreciéndoles su sangre.

Sin escrúpulos morales, los tartesios se deleitaban con la naturalidad de sus actos, y el libre albedrío presidía sus relaciones sexuales y amorosas, de las que gozaban con toda plenitud. Y si bien las esposas y esposos cumplían con sus deberes maritales, ambos se prodigaban sin censuras escrupulosas en todos los placeres, a sabiendas de que no recibirían el menor reproche de sus pródigos cónyuges. Tartessos se había convertido en el espejo de la liberalidad y el goce de los sentidos, y sus habitantes saboreaban cada día como si se tratara del último de su existencia, sumidos en la dulzura del deleite, la abundancia y el derroche.

Palideció el cielo, zigzagueó el relámpago y resonó el trueno, precipitándose sobre Turpa un aguacero refrescante. Hiarbas se desnudó en la alcoba, una estancia primorosamente amueblada con ajuares de Etruria y espejos de azogue, e iluminada por lámparas con esencias que colgaban del techo exhalando gratos sahumerios. Lo aguardaban dos muchachas arrebatadoramente hermosas, sus concubinas y amantes, a quienes si bien no les unía el lazo nupcial, por su conversación, los gestos enamorados y la considerada atención, las consideraba como atentas esposas, sin desconfianzas mutuas.

El tañido de la cítara de Alástor, según su testimonio galardonado con palmas de laurel en el odeón de Lesbos, le llegaba a través del alféizar, convirtiendo las turbulentas especulaciones de su mente en apaciguada paz, propicias actitudes para un baño reparador.

—Alástor, hoy preciso más que nunca la dulzura de tus ditirambos.

—Te sonará a sinfonía de dioses, amo —dijo éste con afectado gesto.

Hiarbas se mostraba con las muchachas jovial y magnánimo, y mientras libaba el néctar de un vino aromatizado, calmaba su apetito catando un plato de avecillas ensartadas con uvas, preparadas sobre un anaquel donde destacaban escudillas con gustosas salsas y una jarra de alabastro.

Fuera se oía el goteo pertinaz de la llovizna, y Hiarbas aspiró el penetrante olor a tierra mojada, mientras susurraba palabras amorosas a las muchachas, quienes, pulcramente maquilladas, se engalanaban con aretes, guirnaldas de pétalos de loto y cortos chitones de hilo con ínfulas de selecta distinción. Gratas a la vista, y de ojos melancólicos, las dos jóvenes, Nunn y Amukis, una númida y la otra de Caria, de boca frutal y de provocadoras redondeces la primera, y de excitante blancura y de cabello como un arca de oro la helena, hacían las delicias del cortesano.

Entibiado por la calidez precaria de las luces, las concubinas extendieron óleos sidonios sobre su torso, hasta que se resignó a ser conducido a un baño de calmantes aguas, donde las jóvenes se sumergieron tras desprenderse de las ropas y las sandalias de piel de cervatillo. El tibio ambiente fomentaba la relación íntima, y una poderosa sensualidad se fue adueñando de sus dúctiles tersuras. Suavemente le friccionaron la espalda con esponjas de Calpe y cepillos de marfil, envolviéndolo en la cascada de sus cabelleras y en la lisura de sus senos dóciles. La imagen de los amantes desnudos, con los cuerpos y cabellos mojados, y al sesgo de una luz amielada, invitaban a eróticas pasiones. Cada halago y cada friega se convertían en un éxtasis que lo conducían a un mórbido letargo.

Los velos y los aderezos yacían en el suelo y un voluptuoso sopor convirtió el momento en un deleite. Hiarbas, sumido en la caricia de sus indolentes cuerpos, era hechizado por sus compañeras, a las que besaba las comisuras de los labios mientras rumoreaban anhelosas respiraciones.

Sus miembros palpitaban en la tina traspasados de irrealidad, hasta que, estimuladas por su pasional amante y señor, sus corazones latieron con fuerza y en las llamaradas de un delirio salvaje chapoteaban sin aliento los tres cuerpos enredados. Nunn y Amukis temblaban de placer, hasta que, a la postre, Hiarbas midió su tersa masculinidad con la feminidad de sus amantes y alivió su fuego besando sus turgencias como quien besa pétalos de rosa. Fluyeron al fin férvidos torrentes de sus entrañas, agotando el ardor de sus desmayados sexos.

El chaparrón había cesado, y un claro de luna límpido se había enseñoreado de la noche. El alargado éxtasis de los amantes se confundió con la chanfaina acústica de la flauta de Alástor, cuando sus miembros exangües se adormecieron en una ensoñación complaciente tras los tiernos sucesos de la noche. Fuera las mudas estrellas lucían en la noche como la plata.

* * *

Un mensajero palatino a caballo rompió la fresca placidez del amanecer, momento en el que un sol asustadizo deslumbraba la mañana.

El sonar de una tuba convocó a los diez jefes de la tribus en el palacio de los Jueces, una mansión de cúpulas rojas en el poblado real de Asta. Hiarbas, como un gusano somnoliento, se despertó sobresaltado, restregándose los ojos. Pidió a Lineo que lo vistiera y, apurando un copón de peltre, tomó el camino de Asta en un carro enjaezado tirado por una muía. El día le pareció tan esplendoroso como si fuera el primero de la creación.

Rodeado de viñas que verdeaban con brotes nuevos, el Alto Tribunal donde se celebraban las asambleas del reino se había atestado de un gentío expectante que no deseaba perderse la llegada de los reyes. El recinto significaba para los tartesios uno de los lugares más venerables de la nación, equiparable al más sagrado de sus templos. En su interior se juzgaban los casos de disputa apelados al rey, conforme a las centenarias leyes ordenadas por el rey Habis, y los inapelables veredictos eran acatados sin discordia.

Un jubileo de curiosos se apartaba al paso del cortejo de los Diez Reyes, quienes acompañados de sus séquitos precedían bajo palios al soberano, porteado en una litera por una docena de esclavos númidas.

Los astianos admiraban los palanquines de los príncipes, vestidos con la ritual clámide azul, el color predilecto del padre Poseidón, y señalaban al severo Elimos, el rey de los cilbicenos, los marinos del mar de los atunes, primo del rey, y con el que había mantenido fuertes enfrentamientos, llegando incluso a tildarlo de tirano ante el consejo. Arrastraban querellas antiguas, pero, zanjadas las rencillas por Argantonio, guardaba las Puertas de Tartessos con la valentía del más fiero de los guerreros.

Lo seguía Abilonus, el jefe de la tribu de los hiberis, los fundidores de metales de Olba, en cuyo pecho destacaba un collar de amatistas engastado con dientes de jabalí. Más atrás, acompañando a Balkar, sobresalía la oronda calva de Turibas, un anciano de aire patriarcal, guía de los curetes que habitaban el lago Ligur, pueblo de herreros, forjadores, apacentadores de toros y domadores de caballos, hermanos de sangre de los tartesios y de los etmaneos de Ispali y Kart Yuba.

El adusto Aruncio, el jefe de los pacíficos ileates, agricultores y ganaderos de las feraces llanuras del río Tertis, ocupaba la tercera litera.

Luciendo unos pectorales de oro, avanzaba Ousos, el reyezuelo de los massieni, raza que poblaba las tierras frente al mar de Malaca; un caudillo de palabra franca que se adelantaba a dos señores de imponente figura, Carmunis y Lidos, gobernantes de los bastulos y bastetanos respectivamente, las gentes de las montañas nevadas del este, tribus de guerreros de largas caballeras que trepaban desnudos por los riscos acarreando capachos de metales.

En medio de la admiración popular, descendió del carruaje y se fundió en un interminable abrazo con Hiarbas el velloso Garos, caudillo de la tribu del Orongis, amigo de su padre y custodio de las minas de plata. Representaba al país de los arrogantes maessi, hombres de tez morena y mujeres bellísimas, donde florecía el esmeralda de los olivos injertados por los tirios y se trabajaban los filones más ricos de Tartessos, los de Cástulo y Bakenor.

—Doy gracias a la diosa por tener la oportunidad de estrechar la mano del ilustre amigo del rey —dijo el jefe.

—Que ella te sostenga, Garos, el honroso guía de los de mi sangre —sonrió mientras lo besaba en los labios—. ¿Y mi padre y mis hermanos?

—Gozan de la salud del acero. Tu padre Kullcas sabe envejecer con cordura, un verdadero arte. Envía regalos para ti que luego te entregaré, Hiarbas.

—Es feliz martilleando la plata y saboreando el vino añejo que le envío —alegró su semblante.

Reconocieron las gentes al bello Atienes, el príncipe de los cempsi, un hombretón de trenzas rubias y ojos azulados de la estirpe celta del río Anas, la que aseguraba la ruta del estaño y de la plata hasta los puertos del norte de Iberia.

Cerraba el desfile de la concordia Argantonio, «el rey de la plata», el que había hermanado a los pueblos del sur, conciliando su fuerza en la unión de las diez razas.

Se cerraron las puertas del Tribunal y los nueve reyes, con Argantonio a la cabeza, se acomodaron en los ancestrales sitiales de piedra alrededor de una mesa, prodigio de la orfebrería tartéside, labrada en plata y taraceada en madera de cedro. Hilerno, el sumo sacerdote de Poseidón, espolvoreó las ceniza del toro sagrado según la tradición, mientras profería anatemas contra los que se levantaran en armas o rompieran las alianzas firmadas por sus antepasados, según los antiquísimos mandatos del dios del océano.

—Que Poseidón el que sacude la tierra maldiga a quien viole los pactos.

—¡Sea considerado un perjuro quien los quebrante! —contestaron los reyes.

—Los preceptos del rey Argantonio, príncipe del linaje de Gerión, siempre brotan veraces y su juicio jamás lo tuerce la ambición en el camino recto —volvió a proferir.

—¡Paz y salud a la sangre sagrada de Gerión! —replicaron.

Un tragaluz abierto al cielo añil irradiaba sobre las cabezas haces de luz amarillenta, encendiendo de oro las volutas de un aromatizador de incienso. Una respetuosa insonoridad inundó de solemnidad la asamblea, hasta que Balkar golpeó con el varal el enlosado, iniciando los parlamentos.

—¡Habla el rey de reyes de Tartessos, la voz que nadie contradice!

Retumbaron las voces de los reyes y la lúcida plática de Argantonio, que admitía las quejas y recomendaciones de los régulos trazando las pautas a seguir frente a los vecinos del norte y a los visitantes que recalaban en sus costas al tufo del metal.

Transcurrido un tiempo de discusiones se suscitó un movimiento de opinión que dividía a los cabecillas de las tribus. Nunca se habían insubordinado contra su voluntad, pero conocía sus titubeos. Argantonio ansiaba hacer partícipes a los griegos en el trasiego de productos de Tartessos y repartir las riquezas entre ellos y los aliados fenicios. Pero la unanimidad en el Consejo parecía no sólo imposible, sino que a veces surgían actitudes enconadas y nada alentadoras, por lo que para involucrarlos en su proyecto hubo de esgrimir todo el poder de persuasión de que era capaz:

—No podemos atarnos eternamente a Gadir. Hemos de regular el comercio y buscar alianzas ventajosas. ¿Qué será de nosotros si sucumbe Tiro y con ella los mercados fenicios del Mediterráneo?

Abilonus de Olba suavizó el ambiente que se había adueñado de la sesión:

—Tartessos es un lugar floreciente desde que los fenicios de Gadir aparecieron frente a nuestras costas durante el reinado de Habis. Nos enseñaron imprescindibles técnicas para extraer metales que ignorábamos, escribimos según sus signos y gozamos de un bienestar impensable gracias a la sagacidad de esos mercaderes cananeos que han propagado nuestras riquezas en el mundo, aunque he de reconocer que logrando grandes provechos a nuestra costa.

—Y de los mercaderes griegos, ¿receláis acaso? —se interesó el rey.

—Decididamente no —se pronunció Ousos.

—Entonces ¿hemos de permanecer de brazos cruzados hasta que Gadir nos devore? —aseveró el monarca—. Los monopolios nunca conducen a buenos negocios.

Se hizo un prolongado silencio, durante el cual los reyes se miraron turbados.

—Evidentemente, la competencia favorece, pero los fenicios han vedado sus rutas y difícilmente avistaremos una vela griega en nuestras costas —corroboró su primo, el cilbiceno.

Argantonio se fio de la fuerza de sus argumentos, y un murmullo de duda hizo reaccionar a Karmunis, el gigante de tez morena, quien con el hombro al desnudo y la barba hirsuta, preguntó susceptible:

—Pero ¿por qué con los griegos?

—¿Quiénes si no, hermano? En tiempos remotos mi antepasado Nórax colonizó Sardinia[40] fundando la ciudad de Nora y comerció con Micenas y las islas del Egeo hasta que aparecieron los fenicios de Tiro. La madre tierra nos ofrece a manos llenas la cornucopia de sus entrañas. Hemos de contactar con otros emporios y no fiar nuestra abundancia a un solo cliente.

—Madura la decisión, Argantonio —manifestó Mentor, zalamero—. Elegir al socio ideal cuando se juegan tan ventajosos intereses para Tartessos, no es tarea fácil, y un mal compañero de viaje puede conducirnos a la ruina.

Argantonio se preguntaba quién podría ser el asociado ejemplar y recelaba de que alguno estuviera urdiendo algún pacto a sus espaldas. La despiadada lucha por acopiar riquezas y poder afloraba sin cesar entre sus pares. Pero, sin amilanarse, les refutó inapelablemente:

—Los griegos de Focia comercian con el ámbar y el estaño en el norte, que acarrean los salvajes bretones hasta la misma Massalia[41]. ¿Hemos de esperar, hermanos míos, a perder el monopolio? ¿Es que las comodidades y la buena vida os han convertido en indolentes?

Gestos de asentimiento se percibieron en la sala, y Garos, el maesse, en cuyo gobierno se hallaban las ricas minas de la plata, se volvió hacia sus iguales y con un súbito fulgor en las pupilas, dijo:

—Ciertamente, los focenses dominan una sola ruta, y nosotros tres: la del mar hacia las islas Kasitérides y las dos de tierra, desde Tartessos a Olissipo y a Mainake[42]. En el comercio del estaño, el bronce y la plata, no poseemos rivales y podríamos salir favorecidos en la pugna entre los fenicios y los helenos.

Sin la menor apariencia de triunfalismo, Argantonio, madurando la tranquilizadora opinión de Garos, estimó que había llegado el momento de zanjar el asunto y lograr unas aspiraciones largamente anheladas, por lo que arriesgó.

—Os lo prometo: no está lejano el día en el que los sacerdotes de Melqart dejarán de decidir el precio de nuestros metales. ¿Sabíais que el patrón monetario de los persas para sus créditos y mercaderías es el talento de plata tartesia? ¿No es hora de sacar mayor provecho de lo que nos pertenece?

—¿Y por qué Gadir habrá de admitir un cambio tan contrario a sus intereses? —preguntó el rey de los massienos—. Se negarán, mi rey.

Argantonio había preparado una espectacular sorpresa que no se esperaban sus aliados y que amansaría sus dudas.

—Porque a cambio de admitir nuevos comensales en el ágape del metal tartesio, les ofreceré la explotación directa de algunas minas, su frustrado anhelo, y sus beneficios se cuadruplicarán. ¡No podrán rechazarlo!

Un gesto de incredulidad afloró en los rostros de los concurrentes.

—Y nosotros, ¿habremos de abandonar los filones abiertos por nuestros antepasados? Nos abocaremos a la bancarrota —se inquietó el jefe bástulo.

Argantonio mostró una sonrisa ambigua, y confirmó:

—A veces nos cegamos con nuestros mezquinos intereses y no apreciamos el beneficio para el país. Escuchad, os lo ruego —imploró—. La producción de plata se ha incrementado con la apertura de dos minas en Cástulo y Bakenor que fundirán más de un centenar de hornos en el territorio de los curetes, circunstancia que ignoran los fenicios y que cubrirá con creces nuestras necesidades.

—¿Y en cuánto se cifraría ese aumento? —se interesó el rey Lidos.

Condensó un dilatado mutismo y con énfasis, respondió el monarca:

—Aproximadamente en mil talentos de plata más al año.

—Entonces ofrecerás a Gadir sólo las migajas del banquete.

—Si no migajas, sí un solo plato, aunque suculento —bromeó con énfasis.

Ante el ardid manifestado, se desbarataron las dudas con una admiración, desplegándose a continuación una discusión de voces concordantes. Los jefes cuchichearon entre ellos sobre la argucia mostrada por su soberano, y, salvo algún reticente, la certeza de lucrativos benéficos afloró en sus mentes. La irrefutable evidencia los había desarbolado. Estaban persuadidos de que podrían aumentar sus riquezas sin temor a las represalias de los fenicios, y además difundir sus productos a los más recónditos lugares del plano mundo. Mientras tanto, Argantonio los observaba distendido, y después de la reflexión, una voz parsimoniosa se abrió paso: la del celta Attenes, que alzó su rostro impenetrable, y sin expresión en sus gestos, manifestó:

—Me jacto de conocer a los fenicios y sé que están obligados a recurrir a recursos excepcionales de plata para contentar a los persas. Accederán a este ofrecimiento, pues anualmente deben pagar el diezmo de Tiro. Yo apoyo sin equívocos el nuevo cambio de rumbo, pues presiento que los diez pueblos ganaremos en prosperidad.

Sin poder ocultar su contento y con gesto ceremonioso, el rey dijo: —No quiero que Tartessos se apague como se extinguen las brasas en el rescoldo. ¡Sean las piedras las que hablen! —y respiró anheloso.

Balkar tomó un cofre de marfil que cubría una bolsa de paño y repartió a cada rey una piedra roja y otra blanca menos al Rey de Reyes para luego, tras unos instantes de reflexión, volver sobre sus pasos y recoger la secreta decisión de los votantes. Con gesto ceremonioso la acercó a Argantonio, quien las arrojó al centro de la mesa. Presurosamente, veinticuatro pupilas interesadas leyeron en un movimiento vertiginoso el veredicto.

—Ocho blancas y una roja —reveló ufano el rey—. Se ha invertido el resultado del año pasado, y la mayoría de vosotros propicia la innovación. Para el mes de la siega, iniciaré las gestiones con Zakarbaal, el gran sufete de Gadir, y en la próxima asamblea os rendiré cuentas del pacto. Tartessos se abrirá al mundo como una flor a la templanza de la primavera. ¡Sea por nuestro pueblo!

Abilonus, el más anciano de los príncipes, se aclaró la garganta y en un tono de sinceridad y admiración hacia el soberano confesó:

—No ignoráis, reyes del país del Ocaso, que me disgustan las palabras lisonjeras y que amo la palabra verídica, pero únicamente un hombre como tú, Argantonio, sabe cómo conciliar nuestros deseos; y si otras veces te he acusado de tiranía, hoy te designo como padre generoso y sagaz rey de reyes.

—Gracias, mi par —dijo con visible satisfacción el rey.

—Elogiamos una sabiduría que impone respeto, por lo que alabamos tu perspicacia en beneficio de la raza tartéside —añadió Lidos.

—Os aseguro que se trata del fruto de una decisión madurada, y me siento honrado con vuestra reflexiva decisión, pues intuyo que un gran cambio se fragua allende el mar Interior y hemos de estar preparados.

Argantonio, con la mirada pensativa, recelaba de que aún una voluntad se opusiera al cambio y a su proyecto de abrir Tartessos y sus riquezas al mundo, pero, como detestaba a los hombres sin opinión, sabía que pronto alcanzaría la unanimidad por el convencimiento. Balkar hizo sonar el varal y Argantonio dilató sus ojos, llenos de afabilidad:

—Bien, amigos, renovemos el pacto de alianza que ha forjado la grandeza de nuestra nación olvidando rencores redundantes. Hoy refulge la paz entre los clanes de la Turdetania.

Los reyes se adelantaron solemnemente. Cada uno portaba en la mano la tésera de la alianza rubricada por sus antepasados, una lámina de bronce donde se declaraba la creación de la nación tartéside, que fueron alineando en un ara que presidía un Poseidón de barbas y cabellos azules. Ningún bronce era análogo a otro y ostentaban variadas formas zoomorfas, imágenes de jabalíes, de toros, caballos, ánades, lobos, halcones o grullas, pero con la singular propiedad de que cuando Argantonio ensambló la suya, un pez dorado, la composición final mostró una insólita tésera que representaba la piel extendida de un toro.

La alianza de los pueblos de Tartessos había sido sellada un año más. El monarca, con la seguridad que le imprimía su liderazgo en la Asamblea de los Diez Reyes, atenuó la dureza de sus facciones y asió una copa que contenía sangre del toro sacrificado y la volcó sobre las téseras, orando con sentimiento:

—Que Poseidón, el que ciñe la tierra, y los dioses luminosos velen por el cumplimiento del pacto dilatándolo en la perennidad de los tiempos.

—¡Así sea! —replicaron todos—. Siempre reconoceremos tu potestad, Argantonio.

Resonó el cuerno en el instante en que el sol enrojecía el horizonte y las calles de Asta se atestaban de los mozos del séquito de los régulos. El vino y la celia corrían a raudales y la fiesta se generalizaba en los contornos del recinto sagrado y en los tugurios, donde se sacrificaban cerdos, novillas y corderos para satisfacer el condumio de los escoltas, o se apostaba en las peleas de gallos, las aves de corral traídas por los fenicios a Tartessos.

Hiarbas, mortalmente aburrido, buscaba a algún palaciego amigo para proseguir la fiesta en algún tabuco del poblado, cuando vio por azar separarse del grupo de ilustres invitados a tres personajes de gran peso en el reino, pero siempre de presencia inquietante, y sumergirse en las sombras de un recoveco. Como tres conjurados, Balkar, el tesorero real, Hilerno, el sumo sacerdote, y el abyecto Lubbo, el gran eunuco de Noctiluca, a los que se unió luego un desconocido achaparrado y de andar cansino que parecía un mercader por el gorro puntiagudo, formaron un círculo sospechoso.

Sus ojos exploraron el encuentro y percibió cómo cruzaban algunas palabras, quizás un trato, y se movían con torpeza y sigilo, pues oteaban sin cesar a su derredor, recelando de la comparecencia indeseable de oídos intrusos; hasta que el comerciante asintió y a grandes zancadas abandonó el lugar en dirección al embarcadero de Turpa.

Escapó resueltamente del lugar de observación y fingió tropezarse con el marchante, quien compuso una mueca airada. Le brillaban unos ojos vidriosos y apestaba a vino barato. Gruñó con aire ausente y en un idioma confuso, y al orfebre le extrañó que en vez de enfilar el camino que conducía a la puerta más inmediata de la Ciudad del Lago, la de Xera, se perdiera por una senda empinada y peligrosa, un pozo de sombras que rodeaba la muralla y que accedía directamente al templo de Poseidón. Pensó que aquel detalle casual carecía de importancia, pero desde que conociera a Anae se había convertido en un escamado que todo lo maliciaba, por lo que olvidó el incidente y, junto a otros cortesanos, abandonó Asta cuando los hálitos humosos de los hogares escapaban al aire. Un denso perfume a cestro nocturno[43] y un sutil viento de levante se propalaba entre el husmo crepuscular, venteando un velo de luminarias que rielaban en el cielo enlutado.

El pentarca, desechando las aciagas ideas que se precipitaban por su mollera, especuló que aquella podía ser una vigilia propicia para las confidencias del tálamo en su mansión del arrabal del Campo del Alfarero, y se complació.