Hiarbas no había asistido a nada tan puro como la relación entre Milo y Anae, que se comportaban como almas gemelas.
Sin embargo, el afectuoso trato entre el sarím y la sibila de Tartessos se había convertido en una presa sabrosa para la murmuración entre los eunucos de Noctiluca, para quienes el casto amor entre el sidonín y la pitonisa poseía el atractivo de lo prohibido. Los castrados propalaban conversaciones íntimas, imputaciones infundadas, provocadores galanteos, insinuaban regalos fabulosos que el fenicio brindaba a la pitia, y maliciosamente tejían una red de rumores tan confusa como incierta.
Aun así, Hiarbas sabía que la intimidad entre el príncipe de Gadir y la sacerdotisa no había franqueado el umbral del vínculo fraterno de dos espíritus apegados. El descrédito, surgido del vórtice calumniador de los emasculados del templo, se había transformado en una sucia murmuración, y hasta palacio arribaban noticias de encuentros en la clandestinidad, de cópulas sacrilegas en los jardines del templo y de profanaciones no probadas, a las que el tolerante Argantonio hacía oídos sordos. Hiarbas no podía reprimir un sentimiento de repulsión por aquella ralea de eunucos rencorosos que susurraban al rey infundios del bosque sagrado de Évora. Otra camada de conspiradores, los sacerdotes de Poseidón, también aventaban las pavesas de la insidia, envidiosos de la inclinación del pueblo a la diosa Luminosa. Hiarbas los escuchaba enfurecido, pero no se atrevía a replicar, pues una de las leyes más veneradas de Tartessos obligaba a respetar la opinión de los ancianos, y el sumo sacerdote de Poseidón, el nonagenario Hilerno, era un venerable viejo, aunque de talante envidioso y ruin.
* * *
Avanzaba la tercera luna de la primera estación, y de los más apartados rincones del reino habían acudido a Turpa los nueve jefes de las tribus de la Tartessos a homenajear al padre de la nación y a celebrar la asamblea de los Diez Reyes. Tendría lugar en la regia Asta, la morada de los jueces y del Gran Consejo, y se celebraba los años impares. En ella discutían los asuntos más graves del reino, y sacrificaban un toro sagrado a Poseidón para que los iluminara en las deliberaciones.
Una pastosa calina velaba la atmósfera y, deleitado por las cadencias de la orquestina, el séquito alcanzó la fortaleza de Gerión, frente al mar Atlantis, cuando el curso del sol auguraba el mediodía. Atrás había quedado el monte Abas, donde crecían las juncias verdes, y frente a sus ojos se abrió la imposta del océano, blanqueado por las velas niveas de las naos tartésicas. Las gaviotas atravesaban la Atalaya del Vigía[36], el faro observatorio donde los oteadores acechaban a los piratas tirsenos, divisaban las islas gaditanas y el tránsito marino hacia los diques de Turpa.
El suntuoso grupo descendió de las literas cargadas por porteadores libios, cuando por el camino del este compareció, protegida por un quitasol glauco, Anae, la pitonisa de Tartessos, invulnerable como una esfinge tebana, con la mirada adorable pero atormentada, brillándole entre los zarcillos que exornaban sus menudas orejas.
Una estola de biso de color marfil que la cubría desde la cabeza a los pies y un peinado cónico rematado por una peineta de plata realzaban su párvula pero excelsa figura. A pesar del oropel, Hiarbas adivinó en su rostro una indescifrable mueca de desconfianza y, menos el rey, que la saludó afable, todos inclinaron la cabeza ante la sibila con pavor, y algunos con falsaria hipocresía, como si su presencia atrajera un malévolo influjo astral.
El refugio que habitara Gerión, el fundador de la estirpe real de Tartessos, componía un dédalo de baluartes de piedra que se adentraba en el mar. Batido por las olas, guardaba uno de los brazos de la gran isla, frente a los peligrosos rompientes, que según la tradición servían de morada a las temibles Gorgonas. Las piedras se proyectaban en busca del embravecido océano, restañadas por regueros de salitre y verdín. El baluarte, sumido en una maraña de contraluces, eludía la mesura del tiempo. A Hiarbas lo sobrecogía aquel lugar, pues le recordaba la voz cavernosa del sacerdote enseñando a los niños del templo el relato de la era de los mitos: «Gerión, hijo de Crisaor, habitaba pacíficamente los confines de la tierra, cuando Hércules, el semidiós, arribó a Tartessos para cumplir el décimo trabajo impuesto por Euristeo, saquear los rebaños de toros de nuestro rey que pacían en las laderas del monte Abas y conducirlos a Micenas.
»Orto, su perro guardián, y el leal pastor Eurytión se le enfrentaron valientemente, pero sucumbieron aplastados por su temible maza. Alertado por los gritos de agonía, el pacífico Gerión, el nacido del Océano, acudió a vengarlos.
»Se entabló una cruenta lucha, en la que los dioses dividieron sus predilecciones, y decidieron al fin derramar la sangre de Gerión, quien, atravesado por una saeta, murió a manos de Hércules, el que viste la piel del león.
»De su cabeza brotó un reguero de sangre vivificadora de la que creció el árbol sagrado, que en la estación de la Pléyades florece con el fruto rojo, tan ardiente como su espíritu, el que habita en las profundidades del gran río, y desde donde protegerá eternamente a la raza tartéside».
Los torreones de la fortaleza, donde anidaban las aves marinas, parecían haber sido plantados por titanes como homenaje póstumo al valor de Gerión. Retumbaron los himnos al dios en las bóvedas, envueltas en una luz acuática que se colaba por la troneras, teselando vibrátiles espirales que serpeaban por los muros en un juego de luces fantasmagóricas.
Hiarbas se encontró con la mirada de Anae, pero la solemnidad del momento y la cohorte de los eunucos que la protegían dificultaba la plática apartada, por lo que desistió de abordarla y notificarle la inquietud del soberano. Con progresiva curiosidad, Hiarbas siguió a la comitiva por los corredores, hasta darse de bruces con un patio esferoidal, donde se erigía un centenario cerezo cuajado de flores rosáceas y frutos a punto de sazonar, que muy pronto se llenó de dignatarios.
El atrio se sumió en un religioso silencio, como alentado por una deidad incorpórea que los escrutaba desde las alturas. Un surtidor de piedra gastada vertía un reguero de agua que baldeaba el arbusto. Aseguraban las tradiciones que el cerezo, por su selvático ramaje, servía de referencia a los navegantes que se adentraban en el río Tertis.
Con gravedad, se inició el ritual y resonó con el eco la voz de Hilerno.
—Loor al Árbol de la Vida, nacido de la sangre de la divinidad tricéfala[37]. Te imploramos, Poseidón, señor del tiempo y de la vida, que vivifiques la savia de las raíces, pues el día en que se agoten, Tartessos perecerá. Líbranos de las sequías, del flagelo de la langosta, del terremoto, de las lluvias torrenciales y del céfiro inclemente del desierto, y preserva nuestras vidas de las pandemias y de las plagas que aniquilan a nuestros hijos y ganados.
Vertió vino de Colobona sobre el tronco y depositó ofrendas de plata, rogando a Anae concluyera la ceremonia que habían repetido las pitonisas de Noctiluca año tras año desde que expirara Gerión. Descendió la sibila del sitial, rozando su manto el suelo con suavidad, y de un ánfora colmada de agua del manantial del Lucero derramó el líquido sobre el árbol con solemnidad. Argantonio besó el tronco rugoso, y colgó sobre una de sus ramas un amuleto, una «hoz de oro», símbolo de la luna nueva, de la estirpe geriónida y de Deméter el heleno, la divinidad de los campos; cató a continuación uno de los frutos, que degustó con más fervor que placer, pues aún no se hallaban en su dulce madurez.
—¡Ambrosía de dioses! —proclamó.
—Sea el nombre de Gerión venerado eternamente —declaró Hilerno.
Una fila de adoradores, los consejeros, los ancianos, los nueve reyes de las tribus, imitaron al monarca en el beso. Hiarbas sintió en su alma que el vetusto lugar conservaba inalterable su arcaica y mágica atracción.
El cortejo real, cumplido el ceremonial, se dispuso a abandonar el recinto, pero súbitamente se oyó a sus espaldas el desapacible chirrido de un carromato y el ronco estertor de un cuerno de carnero retumbando cerca de la fortaleza. Se quebró el sacral respeto y todos tensaron los rostros. Ante ellos, y sostenido por dos sacerdotes, compareció Therón, el nonagenario vaticinador de Menestheo, un anciano ciego de seráfica decrepitud que muchos tenían por inmortal y otros por loco, pero al que todos profesaban un miedo cerval. Aseguraban que tenía acceso a los misterios del destino y que había fomentado muchos de los viajes de los tartesios allende el mar Atlantis.
Descarnado el cuello como el de un buitre, alzó sus ojos a las alturas, como si sus elocuentes palabras las inspirara el cielo.
Se decía que mantenía entendimientos con el mundo subterráneo y con el infernal Averno, y que conocía el devenir de los tiempos, pero que solía mezclar sus augurios en una incoherente confusión de ideas.
Tocado con una mitra de color verde, apenas si podía caminar. Intimaba con los secretos del universo, las virtudes terapéuticas del veneno de las serpientes y el magnetismo que obraban en las parturientas las gemas y topacios. Se alimentaba sólo con miel, y sus ungüentos de azufre, leche de perra y gálbano curaban los accesos de la piel que los astros enviaban a la tierra, siendo el único sanador en Tartessos que conocía en qué florestas germinaban las raíces baaras, talismanes que alejaban a los demonios espoleadores de los mortales.
Argantonio, que lo tenía por maestro, reverenciándolo como a un padre, se hincó de hinojos en tierra, gesto que imitaron los sacerdotes y cortesanos. El invidente augur, exhibiendo el blanco de sus ojos, lo tocó con sus dedos escuálidos y sarmentosos de largas uñas y trazó con un punzón de coral el signo de Poseidón, tres estrías perpendiculares sobre el pecho del monarca que sonaron en el pectoral como el buril de un herrero. Valiéndose de la autoridad que le confería su provecta edad y la innata videncia para interpretar los signos y las voces ocultas, pregonó a gritos:
—¡Escucha, oh Rey de Reyes! Los dioses no auguran vida eterna al árbol de Gerión, y a la estirpe del Océano. No hemos de burlarnos de las deidades luminosas de Tartessos que soportan con ira contenida a los sanguinarios ídolos trasladados por los fenicios del País de la Púrpura[38].
Nuestros dioses incruentos han entrado en confrontación abierta con las deidades tirias, y asisten con estupor a los sacrificios humanos en nuestro suelo de armonía. ¿Es que el pueblo tartesio ha olvidado ya las piadosas leyes de sus antepasados?
—¿Pero no es el devenir tan mudable como la voluntad de las divinidades, Therón, padre mío? —le replicó el soberano, consternado.
—No te dejes arrastrar por la desidia, regio hijo de los atlantes, pues no se puede vivir eternamente dichoso, si se tienta a los inmortales. Y no olvides mi augurio, Argantonio: «No transcurrirán más de cinco millares de lunas, irrisorio tiempo para la memoria de los dioses, y la monarquía de Tartessos se oscurecerá en la memoria de los hombres. El cielo se volverá como el oro, el ocaso se teñirá de rojo, se oirá el retumbo de las entrañas de la tierra, y el légamo inundará canales y ríos. La avaricia y el hierro extranjero sofocarán la paz de Turpa, que se extinguirá como un sueño en la alborada».
—No nos sumas en la más amarga de las incertidumbres, Therón —le rogó el monarca.
—¡Así lo atestiguan los dioses y los astros! —declaró el anciano, y las mentes cavilaron sobre el augurio del adivinador, quien, erguido como una esfinge, sentenció—: ¡Un torrente de lágrimas, fuego y devastación se abatirán sobre Tartessos si adormecemos la piedad de nuestros dioses benévolos. El reino del Ocaso se colmará de clamores de dolor y de estertores de agonía, si permites que las deidades ávidas de sangre se adoren en nuestra tierra!
Propagó el aluvión profético con aplomo, y Hiarbas, a quien no le asustaban las amenazas proféticas, quedó atenazado por el auspicio. Sin embargo, en un reino donde abundaban desde tiempos inmemoriales las revelaciones fatídicas, el anuncio cayó como una losa. ¿Habrían de creer la urgente y angustiosa amenaza, o debían relegarla al olvido? ¿Aludía Therón a un cataclismo natural, o se refería a un derrumbamiento moral de la nación tartéside? Nadie añadió una sola palabra al presagio, y cuando el augur ascendió al carromato y desapareció como un trasgo, al rey le asaltó un lúgubre presentimiento.
Argantonio sintió crecer su turbación, y un invencible temor martilleó su cabeza ante la gravedad de los terribles sucesos augurados por el vejestorio. Como si hubiera quedado vacío por las advertencias, se alejó en la litera, como un perro obediente al que el amo lo hubiera reprendido con rudeza.
Mientras tanto, Anae la sibila, a la que había asaltado la palidez de la cera, ordenó a los porteadores alejarse del lugar y, dejando tras de sí un penetrante tufillo a algalia, se esfumó sin apenas cruzar una mirada con su amigo y confidente el tasador de metales.
Hiarbas, confundido por la despreciativa actitud de la sibila, habría de aguardar a su regreso de Gadir, donde acudiría con la legación a tasar el precio del bronce tartesio. Una luna después, rendiría a Anae una visita de cortesía, pero en solitario y sin la empalagosa presencia del sarím Milo. Aprovecharía la ocasión para restañar sus melancolías y tratar de elucidar el misterioso mensaje enviado al rey. Le había prometido convertirse en su consuelo, y mantendría su palabra. Sin embargo, mientras regresaba a Turpa albergaba en su mente la convicción de que sobre Anae, la diosa de ébano, se cernía un críptico enigma de naturaleza desconocida que debía averiguar a toda costa.
* * *
Kulkas, el herrero y fundidor de plata de Egelasta, le inculcó a su hijo Hiarbas que el sacrificio del toro, el animal de robusta testuz y fuerza titánica, habría de respetarlo en el fondo del alma, pues su adoración se perdía en la memoria de los más ancestrales ritos de su pueblo.
«Degollar a un animal es propio de matarifes incivilizados, hijo, pero los tartesios expresamos nuestro valor inmolando con respeto a la más poderosa de las bestias creadas por Poseidón. Rondamos al toro como la hembra corteja al amante, que da su sangre por la vida, y danzamos ante sus ojos reduciéndolo con la seducción. Así honramos al dios, a nuestros antepasados y a nosotros mismos, y es el destino ineluctable el que decide quién debe morir y quién debe vivir tras el sagrado ritual, su sangre derramada nos vivifica y alienta. No mostramos crueldad y sí admiración, pues barbarie sería no concederle ninguna posibilidad para defender su vida. ¿Existe algo más bello y honesto, hijo mío?»
Hiarbas conocía que los faraones de Egipto se hacían pintar escenas de toros en sus tumbas y que los evocaban en los ritos funerarios del más allá como fetiches portadores de vida. Sinufer había asistido a peleas de toros en el valle del Nilo en honor a Apis, y los parientes cretenses se vanagloriaban de los juegos táuricos en su isla blanca, donde los jóvenes brincaban acrobáticamente por encima del indomable animal en honor al Minotauro. Pero en Tartessos el ritual del toro adquiría tintes homéricos.
Aquel día de la Luna Brillante, lo más florido de la sociedad tartéside se había trasladado desde la Ciudad del Lago hasta el cercano poblado de Asta, donde se reuniría al día siguiente el Consejo de las Diez Tribus, para asistir a la danza y al sacrificio del toro. La vereda que conducía a la urbe real estaba salpicada de túmulos funerarios y moradas campestres, perdiéndose entre un mar de viñedos que se extendían hasta Xera. Coronaba la ciudadela un altozano que dominaba el lago, y sus soleadas casas apenas si sobresalían entre los bosquecillos de mirtos.
Una fragancia a higueras y cipreses embalsamaba la atmósfera, cuando Argantonio compareció con sus invitados en la platea que encerraba la elíptica pradera donde los astitanos domaban los caballos, se ejercitaban en las carreras de carros y alanceaban a los toros de Poseidón. Oriflamas y estandartes con los símbolos de Tartessos rielaban con el sol en una panoplia de sedosos colores. Atestada de público, cuya dominante pasión era el señuelo de la encarnizada lucha entre el animal y los enredadores, retumbaba en un estruendo ensordecedor, mientras consumían higos, dátiles y refrescos de cidros y celia.
Como un haz de espigas agavilladas, un mar de cabezas rugía estirando el cuello, atento a la aparición de los danzadores. Argantonio, ataviado con el manto azul, la diadema y los pectorales de oro, se acomodó en contemplativa actitud en un trono tallado en plata, rodeado de los Diez Reyes, los Ancianos, el gran sacerdote de Poseidón, la sacerdotisa de Astarté de Ispali y la pitonisa de Mainake, el templo gemelo de Noctiluca, y de Sinufer, el inconfundible físico real, acicalado el cuerpo con mixturas.
Para Hiarbas, la puesta en escena resultaba insólitamente plástica, pero descubrió sorprendido que el sitial de Anae permanecía vacío, lo que le llevó a cuestionarse qué dolencia u obligación litúrgica le impedirían asistir al sacrificio del toro ungido. A los pies del rey se erigía un altar con tres cálices de plata y una estatua de Poseidón escoltado por un áureo carro de tritones marinos. Resonó el cuerno y retumbó un colosal atabal, momento en el que el gran sacerdote Hilerno, con su habitual afectación, proclamó:
—¡Sacudidor de la Tierra, padre de los caballos y de los toros sagrados, acepta la sangre que inmolamos en tu honor!
Entre bufidos, compareció el animal totémico. Su bravura había sido cuidada con esmero en el santuario de Poseidón, cebándolo para el sacrificio. Se trataba de un toro de pelaje cárdeno, de alta testuz coronada con una guirnalda de flores y poderosas patas que hacían temblar la tierra. Fue recibido con un aullido de admiración, que se acrecentó hasta el paroxismo cuando, en una carrera vertiginosa hacia las empalizadas, desbarató puntales y traviesas levantándolas por los aires.
Sonoras salvas resonaron en el prado cuando, en una escena de incomparable atractivo, compareció una gavilla de burladores de toros, uno por cada tribu, atléticos, esbeltos, con los miembros y torsos del color del bronce untados de aceite y sus rizadas cabelleras ungidas y anudadas sobre la espalda con cordones dorados, que se aprestaban entre el delirio de los asistentes a cumplir con la sacralidad del juego táurico.
—¡Sirco, Sirco, Sirco! —animaban al lidiador más celebrado.
Vestidos con efímeros faldellines blancos, cintos y sandalias de esparto ligadas a las pantorrillas, se amarraban las muñecas con recias correas. Cinco portaban redes, tres unas largas cintas de colores, y dos jabalinas de afiladas puntas de bronce. Inició la danza ritual el vitoreado Sirco, un joven ileate de Astigi[39] de ojos acuosos, delgado como un junco y magro como la cecina, quien ejecutó osados quiebros ante la amenazadora testa de la bestia.
Se sucedieron las centelleantes carreras, las arcaicas danzas ante la testuz del animal, los acrobáticos saltos y los galleos de la lidia, a los que se unieron sus compañeros, componiendo un cuadro de ligereza, temeridad y flexibilidad inigualable, entre los bramidos del animal y el clamor de la concurrencia. Sirco se comportaba como un antílope del desierto sorteando la muerte ante el enfurecido bóvido, provocando el pavor de sus admiradores.
En uno de los saltos, un burlador de músculos de metal, al intentar ahormar al animal con la malla, fue alcanzado en un derrote por los astifinos cuernos y el gentío enmudeció. En la arremetida había intentado en vano enzarzarlo con la red, y su sangre cálida resbaló por el hombro hasta la pierna, sin que menguara ni un ápice su pericia o esgrimiera muestra alguna de dolor, pues siguió con la danza ritual y las galopadas.
La muerte rondaba por el prado, y el toro resoplaba de furia.
Con el ritmo del timbal lo acosaron sin tregua, según una ancestral ceremonia que el público jaleaba sin cesar. Paulatinamente fueron rodeando al animal, que escarbaba en la hierba con las pezuñas. En un círculo compacto le cortaron la salida hacia la empalizada, y el astado pareció amilanarse, aunque los acechaba aviesamente. Sirco y los suyos se zafaban de las cornadas con desenvoltura, aunque otro de los peleadores, un lidiador de Axati que intentaba anudar en la cornamenta una cinta carmesí, fue arrojado a los aires por una brusca sacudida, levantándose entre el griterío de la multitud, y cayendo con los huesos del brazo dislocados.
El animal, acosado y extenuado, buscó la seguridad de los maderos bufando como el trueno. El final del ceremonial se acercaba y, a una señal de Sirco, le arrojaron las redes a las patas, a la cabeza y a los lomos, y con un valor indómito, lograron domeñarlo y envolverlo en un ovillo de sogas y redes, ante la mirada ensangrentada del bruto, momento en el que la delirante muchedumbre pateó el suelo y las maderas donde se sentaban. La estrategia, conseguida en la primera acometida, había cumplido con el atávico ceremonial de derrumbar al toro sagrado sin dislocar uno solo de sus huesos. Una andanada de aplausos premió a los burladores, momento en el que resonó el timbal con crecidos golpeteos.
El héroe solicitó las lanzas de puntas de bronce y, teatralmente, reculó hasta colocarse en el centro de la pradera. Sus facciones se contrajeron en el impulso del esfuerzo final, y la multitud contuvo la respiración. Las mujeres lanzaban ayes de intranquilidad, mientras los otros lidiadores sostenían al animal, que pugnaba por soltarse de la trampa.
—¡Sirco el sacrificador, Sirco el sacrificador! —coreaba el público.
Sirco besó la estatua de Poseidón, recitó una oración de auxilio y, mirando al gentío, compuso unos escarceos ante la masa informe del toro coronado, que se revolvía en las redes mugiendo. Tras una corta carrera en la que parecía un corzo de los bosques, el sacrificador lanzó un grito fiero jaleado por el público y se detuvo a unos pasos de la fiera.
Con una pericia magistral, de tres precisos lanzazos, uno tras otro, hundió en el cuello las azconas, que se enterraron como picas en el blando légamo. El animal se tambaleó y cayó como un fardo, en medio de un charco de sangre fresca y roja. Jadeó y resopló, para finalmente reposar la cuerna en la tierra hasta morir, instante en el que una partida de mozos liberaron de las cuerdas la convulsa carne y la arrastraron hasta el ara ante el frenesí de la multitud, que arrojaba al cerco ramas de olivo y romero.
Un sacerdote de túnica talar emergió de entre las cercas con un hacha de bronce, que hendió en la nuca del toro y brotó un chorro de sangre cálida con la que llenó las copas, que luego vertió a los pies del dios. Los asistentes permanecieron mudos, mientras derramaba el contenido de las otras dos en el fuego sagrado, cuyas cenizas espolvoreó entre los asistentes, que se afanaban en rociarse con la sangre del toro, e incluso en bebería.
—¡Loor a la deidad de los cabellos azules, padre de nuestro pueblo! —exclamó el oficiante.
Un grito desaforado salió de las gargantas, como un alarido de gloria. La multitud, el rey y los séquitos de los régulos, arrebatados de delectación, aplaudían a los burladores, quienes desde el coso cosechaban del público guirnaldas de laurel:
—¡Sirco, Sirco! —gritaban las voces enardecidas.
El lidiador se encaramó en la empalizada y con la rodilla genuflexa se inclinó ante Argantonio, quien lo coronó con una rama de mirto, premiándolo después con un cesto que contenía diez bolas de bronce, un presente de grandísimo valor en Tartessos, que el lidiador aceptó con reverencia. El poblado de Asta, entre bocanadas de calor, se convirtió en una fiesta que glorificaba al bravo Sirco y honraba al toro sagrado, mientras los Diez Reyes, revestidos de ropajes azules, se dirigieron al Tribunal para juzgar en los sitiales untados de cenizas táuricas los incumplimientos de los juros y alianzas.
Hiarbas, aturdido con los ecos de la liturgia, se escabulló de la celebraciones y, apartando a unos perros que olisqueaban el charco de sangre, se aproximó a un eunuco de Noctiluca, conocido de sus visitas al templo, notándole un gesto de sorpresa. Hizo un ademán de desaparecer, pero el pentarca lo detuvo cogiéndole de un brazo. No podía negarse a rechazar las consultas del íntimo de su señora, y, con una mueca necia, aguardó.
—¿Sufre tu señora alguna dolencia? —se interesó Hiarbas por la pitonisa.
—A la ama Anae le cuesta resignarse a lo inevitable, y su alma sufre.
—Explícate, ¿qué quieres decir? —lo conminó visiblemente airado.
—La sibila padece una leve perturbación del espíritu, pentarca, y ocurren cosas extrañas a su alrededor. Ella jamás pondrá los pies en Asta, donde su padre fue condenado por sacrilegio en el Alto Tribunal. ¿No lo sabías?
—Tan solo sé que sobre su memoria pendía un ignominioso baldón. Pero la diosa habla directamente por su boca, y está por encima de ti y de mí.
—Yo la admiro, pentarca, y sé que sus ansias se elevan por encima de las de los demás mortales —replicó—. Nada grave le ocurre según Sinufer, el físico egipcio, que permanece horas junto a su lecho sanando su espíritu.
Le permitió marcharse y no conceder importancia al asunto, pero parecía que la detestable caterva de castrados se hubiera propuesto quebrar el orgullo de la pitonisa y hurgar sin piedad en el secretísimo fondo de su corazón, ahora sumido en la tristeza.
Sin embargo, Hiarbas seguía considerándola como un faro fascinador aunque cada día lo confundía más, en vez de guiarlo. «¿Qué grave falta cometería el padre de Anae para, siendo sacerdote inviolable, merecer un castigo tan ejemplar?», se preguntaba.
Presentía a la sibila amenazada por una trágica sucesión de intereses bastardos. ¿Habría adoptado por voluntad propia una actitud defensiva para sobrevivir? ¿Estaba realmente enferma, o prefería permanecer inaccesible? ¿Encontraría algún modo de ayudarla, sospechando que los eunucos la mantenían secuestrada? Ansiaba postergar su viaje a Gadir e indagar en el Lucero, pero un pueblo entero y su bienestar dependían de sus negociaciones en el templo de Melqart. Su mente se hallaba atascada en un indefectible caos.
La esplendente claridad de la tarde sucumbía ante un atardecer rojizo que acarreaba el mar, y su pletórica serenidad se fue convirtiendo en amenaza de tormenta. Un vivificante olor a algas marinas hizo que el pentarca acelerara sus pasos, ocultando el impulso de sus temores.
Un caballo ruano, solitario en la algaida, relinchó en el perezoso ocaso, la antesala de la noche.