La urbe tartéside, acariciada por el sol matinal, era un torrente de oro. Acurrucada entre el lindero del lago Ligur y el monte Abas, y al hostigo de las batientes olas del mar, Turpa oreaba aromas a especias, y también un tufo a hollín de metales, pez y salitre. Sus legendarias colinas, convertidas en vergeles, refrescaban el revoltijo de callejuelas enlodadas con las malolientes bostas de las ovejas y de los asnos cargados de esparteñas y cacharros de barro.
El emporio tartesio se afanaba en la laboriosidad de sus talleres, donde retumbaba el martilleo de los fundidores de metales, que bruñían el bronce con los torsos desnudos o cincelaban la plata a la sombra de los toldos. Más allá de los canales se escuchaba la bulla de los curtidores alisando las pieles con huevos de cuarzo y el voceo de los estibadores y los mercaderes ajustando tratos con los pescadores, que proclamaban a los cuatros vientos la opulencia de Turpa, la nacida bajo el signo de Poseidón, la que cobijaba entre sus murallas una caótica maraña de miradores, caravasares, graneros y cobertizos colmados de riquezas, que emergían entre los palmerales y los huertos ubérrimos.
Hiarbas, que había salido temprano de su casa del barrio de los orfebres, evocaba la tarde anterior, en la que, en compañía del embelesado Milo, había visitado a la seductora Anae en el templo de Noctiluca. Una galante amistad, más allá de la franca camaradería, crecía entre los tres amigos, quienes, seguidos por una cohorte de eunucos de mustias facciones, paseaban por los alrededores del santuario hasta que el sol se precipitaba por el horizonte.
El pentarca dispensaba a los castrados una mezcla de compasión y repulsa, pues no ignoraba que en su infancia habían sufrido primero la esclavitud y luego crueldades sin fin en los mercados de Oriente, perdiendo sus atributos masculinos a manos de médicos egipcios y de mercaderes sin escrúpulos. Solían ser sumisos con sus amos, dominaban las artes del peinado y de la elegancia en el vestido, y como escribas y archiveros participaban en los negocios de los señores, pero también constituían una ralea propensa a la falacia y al rumor que despreciaba.
Hiarbas percibía día a día cómo el pulso de un corazón desbocado, el de Milo, explosionaba ante el clarín de hermosura de Anae, y que su embeleso alcanzaba cotas de delirio. Jamás había visto a un mortal tan intensamente seducido como su amigo el navarca de Gadir.
Estaba pendiente de los caprichos más peregrinos de la sibila y el entendimiento entre sus almas crecía más allá de la pasión, en medio de una ternura desconocida, de la que el quilatador de metales se había convertido en cómplice. La sacerdotisa los necesitaba a su lado, y en su presencia se liberaba del lastre de sus oscuros pensamientos, conversando como una muchacha que retozara con sus infantiles compañeros de juegos.
—Yerras gravemente al abrigar esperanzas en un amor imposible —insistía la pitonisa, mirando al fenicio.
—¿Acaso el corazón se engaña cuando ama? —le había argüido Milo.
—¿Y defenderás nuestro afecto, aun en contra de los de tu sangre?
—Llegado el caso, negaré por tu causa a mi hermano y a mi padre, pues soy esclavo de tu voluntad —aseguró él, magnetizado por su mirada.
Reflexionando sobre el amor duradero que le prometía el sarím a la sacerdotisa, Hiarbas, que hacía el trayecto a palacio en una litera de mano, se confundió entre el prieto gentío.
Alcanzó el corazón de la metrópoli, donde se abría el ruidoso mercado de Turpa. Mercaderes fenicios y metecos[30] se arremolinaban alrededor de los tenderetes en una eufonía de voces ininteligibles. Ofrecían a los compradores marfiles, miel, aceite, perfumes persas de Bagayash, linos de Tebas, rollos de papiro, sacos de mijo, espadas de bronce, cántaros de especias del País de los Aromas, sillas de montar de Lixus, sésamo indio, cilantro de Sidón, sal, garum de Baessipo y pieles de Calmo y Arunci[31].
Franquearon la entrada al templo de Poseidón, donde anidaban las golondrinas y los devotos ofrendaban sus dádivas ante el ara del dios de los océanos y ramos de olivo ante la Columna de las Leyes, una pilastra donde se exponían, cincelados en verso, los sagrados decretos del rey Habis y los hechos más relevantes del pueblo tartéside; distinguió las estatuas de los héroes tartesios, de más de seis codos de altura, y percibió el lejano mugido de los toros sagrados que campeaban tras el vallado del santuario y las voces de los valerosos enredadores de toros entrenándose en el palenque. Estos célebres personajes de la vida cotidiana solían ejercitarse en el estadio contiguo a la Estancia del Toro, donde adquirían la pericia necesaria para lidiar con las bestias que luego eran ofrendadas al dios del océano.
Un rapsoda ciego, recostado en una columna, cantaba las hazañas de los reyes de Tartessos con voz rota, y Hiarbas le arrojó un fragmento de plata.
—Que la Luna, conocedora de los secretos eternos, te premie —le agradeció el trovero.
Separado de la ciudad por un foso de mansas aguas, se encumbraba el palacio real, una cascada de terrazas abiertas como granadas al sol, de arcilla roja y zócalos de piedra, superpuestas unas sobre otras en armoniosa cadencia. Cromadas con azulejos blancos, azules y granas, eran sostenidas por columnas cretenses que convertían la idílica residencia real en una complacencia para los sentidos.
Una guardia ibera con corseletes de bronce y empuñando falcatas y escudos redondos guardaba la entrada, cuyo dintel lucía una colosal hoz de oro, el signo lunar tartésico, y unos cuernos enormes de bronce. Dos amodorrados trompeteros, que asían sendos karnyx, cuernos de curvo roncón turdetano que tronaban cuando comparecía el rey o algún visitante esclarecido, se incorporaron de un salto.
—Bakatán, la paz te asista, Hiarbas —lo saludaron en la jerga ibera.
Hiarbas se apeó de las angarillas e ingresó en los soleados corredores, por donde deambulaba una legión de sirvientes ataviados con impolutos chitones, algunos de los cuales atraillaban una jauría de podencos, los perros preferidos del rey. Las paredes, decoradas con frescos marinos, competían con los rincones primorosamente exornados con cráteras griegas, sedas con el signo luminoso y ebúrneas máscaras de dioses que proclamaban la opulencia de su dueño.
Un palomar de bronce servía de morada a una camada de palomas que zureaban mansamente en medio de una atmósfera quieta y transparente. Cruzó un jardín donde borbolleaba un surtidor bajo una estatua de Aironi, el protector tartesio de las fuentes, y, tras purificarse las manos, penetró pletórico de humor en el salón regio, llamado de los Caballos.
Erráticas fragancias a rosas, jazmines y clavellinas inundaban el aire.
Argantonio había convocado en aquella mañana a los consejeros reales, a los que negociaban las alianzas comerciales con Gadir y a los cinco maestros o pentarcas que regían las principales áreas de gobierno o pentarquías, la del Mar, la de los Metales, la de la Tierra, la Palatina y la de Pesas y Balanzas.
Hiarbas había sido elegido por el Consejo de Ancianos, hacía ahora tres estaciones, pentarca de los Metales por sus conocimientos en la secreta aleación del bronce tartesio, u oricalco, considerado en los mercados de oriente el metal más valioso después el oro. Siendo un niño había ejercido de batidor en Egelasta, luego de quilatador de aleaciones, fundidor y finalmente de inimitable orfebre. Nadie como él para detectar si el bronce cincelado por los artesanos de Turpa lograba la mezcla cabal y el fulgor del fuego, o si el estaño llegado de las islas Kasitérides poseía la justa pureza. Conocía las minas de Cástulo y Bakenor como la palma de la mano, las toberas, los morteros y los hornos de Olba, y se tenía por versado en cada una de las actividades mineras, desde extraer el metal, fusionar el cuarzo para desprender la plata, fundir las magmas con el carbón y el sílice, y hasta forjar un thymaterio para quemar incienso, si fuera preciso.
Viajaba por los fuegos de las industrias de los Diez Reinos y se había instruido en las avanzadas técnicas metalúrgicas de los fenicios. No obstante, la extracción, fundición y provisión de minerales eran reguladas secretamente por la Pentarquía de los Metales, para la que trabajaba un tropel de escribas, forjadores, herreros y correos, que mantenían a Hiarbas y a los pentarcas informados del proceso de elaboración del bronce y de la producción de la plata, las dos inagotables fuentes de riqueza de Tartessos.
El metal argentado, en lingotes en forma de naveta, descendía sin cesar por el gran río en panzudas gabarras, y el cobre de Olba atracaba en el puerto aguardando para ser embarcado hacia Oriente a través de los agentes comerciales de Tartessos, los fenicios de Gadir, sus todopoderosos socios y vecinos.
Argantonio recibió a los pentarcas sentado en el macizo trono de plata de sus precursores, que en sus extremos se alargaba, simbolizando los cuernos de la Luna y de los toros de Poseidón. La luenga barba rizada que olía a agáloco, una fina corona de oro, su eminente estatura y la sobreveste ribeteada de púrpura le imprimían una grandeza incontestable. Hombre propenso a la filantropía, refinado y metódico, se vanagloriaba de reverenciar la cultura griega, que difundía en Tartessos con la enfervorizada creencia de una fe. Amaba la vida complaciente, y Hiarbas, de trato asiduo, jamás lo había visto descargar su ira sobre ningún siervo o esclavo, ni humillar a ningún consejero con palabras despiadadas. Resolvía con meticulosa precisión los asuntos de estado, aunque aveces, por un exceso de escrupulosidad, entraba en accesos de cólera, pasando en sólo un instante de la nobleza a la mezquindad, de la prodigalidad a la cicatería y del optimismo al más agorero de los pesimismos.
Una fuente apostada en medio de los asientos de cedro contenía cestillos de esparto con uvas pasas, dulces con miel de Melaría, mijo cocido, quesos de Utica y jarras con perfumados vino de Xera y néctar de dátil fermentado. Una luz anaranjada que se filtraba por los cortinajes invadía el salón, confiriéndole un calmoso sosiego. Soplos aromáticos rezumaban las esencias de un jardín rayano sembrado de cerezos.
Uno a uno, los pentarcas invitados inclinaron la cerviz ante el soberano, que acariciaba una lechuza blanca asentada en una alcándara de plata. Inició un monólogo con sus predilectos, destilando juiciosamente los elogios entre sus consejeros, pues los dioses le habían concedido el don de la palabra y de la prudencia. Adiestrado en las sutilezas de las leyes tartesias, Argantonio decidía sobre los procesos dudosos que enfrentaban a los jueces del Tribunal de Asta. Tartessos se sentía guiada por un monarca argumentador y abierto a los hechizos orientales, que despreciaba la esclavitud, forjando de la liberalidad tartéside una virtud incontestable.
Infatigable viajero, Argantonio, que sobrepasaba la treintena, visitaba con frecuencia a los dóciles lomos de sus caballos los territorios de la nación, domeñando con sutil maestría las diferencias de los señores de la guerra, y aunando el refinado gusto de la costa y la barbarie de las montañas. Se vanagloriaba de haber añadido al círculo de sus adeptos a los cabecillas de las facciones más poderosas, la aristocracia metalúrgica, la agrícola y al patriciado comercial del mar, que lo veneraban sin ambages.
Había empañado sus sandalias de hollín, aspirado el aire asfixiante de las minas de Cástulo y sentido el fuego de los fundidores de Olba, y no había poblado tartéside que no hubiera recibido el calor cercano de su rey. Temeroso de los dioses, una vez al año, coincidiendo con la celebración de la siega, visitaba el templo del Sol en Acci[32] y ofrecía en nombre de los diez pueblos un toro blanco al señor del firmamento.
Atrevido innovador, bajo su indulgente influencia se habían fundado prósperas ciudades en promontorios que dominaban los caminos, centros mineros y calzadas para el comercio de larga distancia, haciendo de Tartessos una comunidad próspera y respetada en toda la ecumene[33].
El País del Ocaso progresaba como el sol al que adoraban, y al pueblo y a sus vecinos de Gadir, aquel gobernante cuya palabra prevalecía por encima de las leyes les provocaba una confianza infinita. Refractario a la tiranía, no había tartesio que no lo nombrara con el título de «padre», pues los amparaba de la rapiña de sus señores con equitativa rectitud.
Argantonio había creado la fraternidad de los clanes de Tartessos bajo el imperio inexorable de las leyes esculpidas en oro que guardaban los sacerdotes de Poseidón en la Gran Columna como el más preciado de los tesoros. Un reino envidiado en occidente prosperaba con una ciudadanía libre que garantizaba a los mercados del mar Interior un mar de plata, el bronce dorado, la apreciada miel de Mellaría, Urso y Basti, los frutos de sus feraces campos y unos fondeaderos acogedores para el trueque y el comercio abierto.
—Bienvenidos a mi casa, nobles pentarcas —los saludó con aplomo.
—Que los dioses omniscientes te protejan, gran señor —replicó Hiarbas.
La sala era un estanque en reposo cuando, como era costumbre, se incorporó el último consejero, un hombre de andar presuntuoso que sudaba copiosamente, cejijunto, cabello como la estopa y de ojillos chispeantes, que rezumaban ingenio y picardía. Se trataba del poderoso Balitar de Mastia, guardador del Sello Real, cúspide en las jerarquías del reino y manipulador de los centros de decisión, además de mayordomo y tesorero real, que se excusó aduladoramente.
Barrigón y truhanesco, se comportaba como un experto en ardides para llenar su bolsa y, aunque hijo de campesinos y perteneciente a la casta de los «pastores», había disfrazado su origen propalando que por las venas de sus ancestros corría sangre de reyes. Las abundancias lo habían convertido en un conformista que solía hacer escarnio del resto de los ministros. Se aposentó a la diestra de Argantonio, mientras desperdigaba con jactancia su mirada de batracio por entre la concurrencia.
«Lujuriosa mole de grasa, hinchado por el vino, y las orgías» pensó Hiarbas, que lo detestaba, pues se comportaba como un camaleón del enredo. Bajo la capa de decoro y probidad, escondía una naturaleza ególatra y un alma propensa a la falsedad. Debía su incalculable fortuna a la rapacidad soterrada y a las dádivas de ciertos señores corruptos que ocultaba al rey con falsaria sumisión. Hacía valer su influencia en los asuntos de sus grandes aliados, los intrigantes clérigos del templo de Poseidón y del Lucero, granjeándose la animadversión de algunos pentarcas, que, no obstante, temían su poder y su sagaz intelecto.
El tasador de metales conocía tanto su inclinación desmedida a los efebos que repintaban las mejillas de arrebol en las tabernas, como su afición a las más atrevidas hetairas libias de pelucas leonadas y ojos maquillados, y a espiar desnudas a las concubinas del rey en el estanque de palacio, oculto tras una celosía y masturbándose en silencio, postura en la que lo había sorprendido un atardecer en el que había departido con el rey hasta tarde. Desde aquel día, el bilioso ministro, acomplejado por la devoción que le mostraba el rey, lo había incluido en la nómina de sus competidores. No dejaba de acecharlo con sus ojos saltones, mientras se secaba el sudor de la papada.
En un pueblo que hacía una cualidad de las licenciosas costumbres, aquella tendencia carecería de importancia si no fuera porque su cuerpo estaba arruinado por las disipaciones y eran conocidas sus caprichosas excentricidades y su medrar para alcanzar cargos. Los pentarcas lo observaban con temor, pues se empleaba con sus enemigos con la engreída crueldad del advenedizo.
Advirtiendo el soberano que aguardaban sus palabras, paseó su mirada de autoridad sobre sus ministros, mientras un esclavo agitaba un flabelo de plumas. El monarca detuvo la vista en Hiarbas, rogándole que anunciara al Consejo la producción de metal arribada a Turpa y los lingotes acopiados en los almacenes prestos para ser abastecidos a los fenicios de Gadir.
—Sea con vosotros la paz del sol luminoso —los saludó—. Ilústranos, Hiarbas, con sentido de recapitulación, y no nos aburras con insufribles retahilas de onzas, sidos, minas y talentos. Te lo ruego, sé breve.
El maestro de metales desechó los ábacos, las ponderas, los pesos de bronce, un papiro de las finanzas del metal con signos tartesios, letras escritas sin separación y de izquierda a derecha, y una balanza con la que pretendía explicar el valor en alza de la plata, el estaño del norte y el bronce tartesio. No obstante, esgrimió un tono seco cuando valoró el trabajo de los mineros a los que debían su prosperidad muchos de los presentes, exponiendo los avatares de la fabricación:
—Noble regidor del reino del Ocaso y hermanos pentarcas. Los herreros de Castulo, Carpia, Abdera, Erbi y Olba merecen vuestro reconocimiento, y os ruego que los elogiéis públicamente en la reunión de los jefes tribales de Asta[34]. Nadie como ellos para jugarse la vida en las cuevas y filones, soplar las toberas y martillear la plata y el cobre.
—Producción que presenta una novedosa innovación este año, ¿no es así? —y compuso el soberano una mirada de complicidad—. Instrúyenos al respecto.
El tesorero real encorvó las cejas, y sus orejas de comadreja parecieron salírsele del cráneo, que aún transpiraba profusamente. Intranquilo, aguardó.
—Me explicaré, mi rey. Es conocido que el pasado año perdimos un cargamento de estaño en Albión, donde el océano hizo zozobrar siete naves. Mermados de esa materia prima, nos vimos obligados a alterar la aleación habitual, pero, gracias a la tenacidad de los fundidores, hemos logrado una liga de calidad no superada hasta ahora en Tartessos.
En Balitar, mostrarse detestable ante Hiarbas era un don innato, por lo que se revolvió en el sitial y con mirada iracunda se dirigió al rey:
—¿Has permitido, mi rey, alterar la fusión del bronce tartesio, una técnica secular que aprendimos de los padres de nuestros padres, y éstos de los legendarios atlantes? —terció, simulando un desconcierto que no sentía—. Señor, ¿conocías este descabellado asunto? ¡Yo no!
Se desencadenó un silencio espeso como un estanque de melaza, y Hiarbas creyó que aquel urdidor de intrigas daría al traste con sus trabajos, pero dominó su lengua y miró al gotoso mayordomo con redoblada ira.
—Me informaron en todo momento, Balkar, sosiégate —lo atajó el rey—. Lo hemos mantenido en secreto y experimentado hasta lograr el hallazgo de un bronce insuperable y mucho más consistente, mediante un proceso que se traspasará de generación en generación. Te asombrará su tenacidad. ¡Es duro como el granito!
—El proceso apenas si ha sido modificado, Balkar —lo tranquilizó el orfebre—. Se ha ocultado la fórmula magistral de la aleación, pues no pocas potencias andan tras nuestro bronce.
—¿Y en qué ha consistido ese innovación? —preguntó el pentarca del Mar.
Hiarbas compartió miradas de reserva con sus colegas y enmudeció, pero el rey, en la calma de su majestad, le hizo un ademán con la mano tendida:
—Habla con libertad, nos hallamos fuera de toda sospecha.
El pentarca, sin poder soslayar la vanidad, habló con la seguridad del conocimiento:
—Este es el secreto de la transmutación: Se han mezclado ocho partes y media de cobre y una y media de estaño, y no ocho y dos como era la costumbre, añadiendo en los crisoles un goteo de arsénico en el momento de la sublimación, un arcano ancestral de mi pueblo, los maessi, para elaborar joyas, aunque jamás se había empleado en vastos procesos.
—Y el producto ha resultado sublime. Te manifestamos nuestra gratitud por un hallazgo del que se aprovechará nuestro pueblo —lo alabó el monarca.
—Tus palabras me abruman y me colman, rey de reyes.
—Que este trascendental secreto quede sellado en nuestras bocas —sentenció Argantonio, mirando uno a uno a sus consejeros.
El Salón de los Caballos, así llamado por las cabezas en bronce de équidos que lo exornaban, se convirtió en un marjal de expectación ante la explicación del pentarca, con Balkar bufando de encono. Hiarbas abrió un cofre colmado de ajuares en bronce, espadas, sístulas, brazaletes y trípodes para las solemnidades, que arrancaron la admiración de los consejeros por su esplendoroso fulgor, y más aún cuando golpeó una de las dagas con el basamento de una columna, desencadenando un relampagueante baleo de chispas, sin que se quebrara o mellara la hoja.
—Este bronce insuperable nos colocará en una posición de fuerza frente a los sacerdotes fenicios de Melqart —declaró.
—Por vez primera en mucho tiempo, les ofreceremos un producto de óptima calidad, que sabrán valorar… y pagar —añadió el soberano.
—El pueblo se ha ganado el sustento y el bienestar con creces, y es nuestra obligación no engrosar la bolsa del que más tiene, sino de compartir la riqueza —insistió Hiarbas—. Que el beneficio sea repartido con magnanimidad, mi rey.
Antes de conceder una oportunidad al tasador de metales, el mayordomo real, hombre desprovisto de piedad, se regodeó en desconsideradas opiniones hacia las castas inferiores, a las que despreciaba:
—La chusma ignorante temiendo a los dioses, disfrutando de la andorga llena y de las fiestas en las que se atiborre de vino, se tendrá por satisfecha.
Hiarbas clavó sus pupilas grises en el tesorero, sabedor del sudor de los fundidores, y del acaparamiento avariento de los nobles de las riquezas que arribaban al país. Despreciativo, le soltó:
—Balitar, como observo que te muestras insensible a las penurias de los oprimidos, te diré que su silencio debería convertirse en un aviso para los gobernantes, y, aunque puedan perdonar a los que los tiranizan, jamás absolverán a los que los engañan. Yo he visto morir sepultados bajo una montaña a muchos mineros, y lo hacían por su terruño, por sus hijos…, y por su rey.
Aquella réplica sonó en el pabellón como un cuerno de batalla.
—¡Nimiedades prosaicas, pentarca! —lo censuró con sarcasmo—. Promételes pitanza y diversiones, y comerán de nuestra mano.
Argantonio, comprobando el creciente acaloramiento y el mezquino proceder de su mayordomo, terció con su espontánea condescendencia:
—¿Qué ruin viento os ha vuelto tan lenguaraces? Balkar, sabes de mi repulsa a la injusticia y al trato despótico con los más débiles. Contente en tus opiniones. A propósito, Hiarbas, en tu informe dices que se han abierto nuevas minas.
—Así es, señor. Sin esquilmar las entrañas de la tierra, un yacimiento en Cástulo que produce un talento diario de plata, y en Erbi más de veinte fortificaciones de purificación de plata, cuyos lingotes ya descansan en Turpa en las ánforas de transporte.
Balkar se frotó las manos ante los provechos, y declaró:
—¡Insuperable! Esta abundancia suena a negocios ventajosos, mi rey.
—Hasta el día en que se agoten los filones —terció Hiarbas— o un enemigo poderoso cierre nuestra natural salida al mar; y entonces, el sol de Tartessos habrá llegado al ocaso.
—El pentarca de los Metales no se nos muestra muy optimista —sonrió Balkar, que se cebó en su cariacontecido rival.
—Nuestro mercado inevitablemente ha de abrirse en el futuro a otros pueblos y no ceñirnos sólo al mercado de Gadir —opinó el soberano—. Todos sabéis que profeso predilección por los comerciantes de la Hélade, y en la Asamblea de los Diez Reyes expondré mis planes en este sentido.
Hiarbas, recordando el augurio de la sibila, le evocó al rey:
—Según el oráculo, hemos de desconfiar de los zorros que merodean por nuestra madriguera. No olvidemos las palabras de la sacerdotisa del Lucero.
—Los augurios siempre nos seducen, pero nunca apuntan un camino único. Olvídate de las profecías o no podrás conciliar el sueño jamás —le respondió el soberano.
Hiarbas trajo a su mente la figura indeleble de Anae, y se sintió confuso, hasta que escuchó el reproche de Balkar, congestionado y rabioso.
—No te cabe a ti opinar de presagios para reyes —protestó hostilmente—. Así que explica a este consejo qué pretendemos comprar y vender a los cananeos de Gadir en esta ocasión.
Le pareció intolerable e injustificada la réplica de Balkar, pero apuntó:
—Como siempre, esclarecido tesorero, ofreceremos a nuestros proveedores ánforas de miel de Mellaría, trigo de Astigi, sal, pieles, plata, oro y bronce, a cambio de marfiles egipcios, vasos samios, joyas tirias, alabastros con aceites perfumados, tejidos, púrpuras y crisoles para nuestras minas.
El monarca, ni expresivo ni grave, preguntó al orfebre:
—¿Y qué precio exigiremos en el templo de Melqart? Juzgo necesario incrementar el costo del metal, aunque sin forzar el trueque.
—La primavera pasada esta ilustre asamblea decidió usar el lingote de plata y el talento griego[35] para las transacciones, tasando una armadura de bronce repujada por los orfebres de Turpa en sesenta talentos. Este año, mi señor, no debe valer menos de cien.
El mayordomo real se movió crispadamente en el diván y protestó:
—¿Cien? —reprochó Balkar—. Yo doblaría el valor. ¡Esos cicateros gadiritas las revenderán en Esmirna, Tiro y Sidón a más de trescientos!
—La tasa sugerida por mi colega Hiarbas nos parece justa, ilustre tesorero. Gadir es un comprador vinculado a Tartessos desde hace centenares de lunas, y al que le debemos nuestro progreso —corroboró el pentarca del Mar.
El rey, hombre de sentencias consumadas, facilitó un sesgo mediador a la enconada polémica y la zanjó con su voz grave:
—Concluyamos esta vacua verborrea y, vista la disidencia de pareceres, votemos secretamente y sea el consenso reflexivo el que decida.
Un escriba repartió tablillas enceradas, unas láminas plegables de madera que protegían lo escrito con los punzones de las miradas indiscretas. El escrutinio fue claro cuando el monarca contabilizó el acopio de duelas. De los diez votos, ocho aparecían con el dígito «cien» escrito de izquierda a derecha, otro abogaba por el trescientos, y el último, el del soberano, se mostraba en blanco, según su sabio proceder. Balkar bufó de ira y soltó un regüeldo sin continencia. Luego dispensó a Hiarbas una mirada tan glacial como un témpano, exigiéndole, con las venillas de su rostro a punto de estallar:
—Afina el ingenio en el trato con esos zorros de Gadir, Hiarbas de Egelasta; tu pueblo y tu rey te lo exigen —le conminó.
En la voz del mayordomo real se adivinaba un ademán de amenaza.
Cargado de desagrado, finalizó el consejo, y, tras las lacónicas palabras de despedida, Argantonio solicitó reservadamente al orfebre que lo acompañara sin imaginar éste el motivo de la invitación, circunstancia que no pasó inadvertida para el mayordomo. Cruzaron unas galerías donde penetraba la luz a raudales, cuando inesperadamente hizo su aparición un personaje muy alabado en la corte, tanto por sus excentricidades como por su insondable sabiduría. Se trataba de Sinufer de Menfis, el médico real, que se decía curaba lo incurable con sus prodigiosas timiamas. Ceremonioso, le tendió un gato de pelambre gris que el monarca acunó en sus brazos arrullándolo con cariñoso apego.
—Este caprichoso animal debe barruntar algún molesto viento, mi señor.
Desde que los tirios trasladaran a Tartessos el primer felino, no existía noble que no atesorara entre sus lujos uno de aquellos animales egipcíacos adorados en Bubastis.
—Es tan afectivo como huraño, Sinufer; acarícialo, y te adorará —le recomendó afable el rey.
El físico, un egipcio castrado de filosos miembros, formaba parte del círculo personal del rey. Se rapaba el rostro y la cabeza y se adhería una perilla postiza en el mentón. Solía hermosear sus ojos negros con lapislázuli y los labios y pómulos con jena carmesí. Sus ocurrentes ingeniosidades cautivaban a la pareja real. La fama lo había precedido como médico eminente y se decía que había sido adiestrado en las artes de la medicina y la momificación en la Casa de la Vida y de la Muerte de Menfis, y cultivado la cirugía en el templo de Asclepio de Naucratis, dios griego de la medicina. Profesaba una ardorosa inclinación por los muchachos de alegre sonrisa y ademanes exquisitos, y siempre se le veía acompañado por un mancebo de mirada lánguida, el bello Creuseo, al que obsequiaba con regalos de fábula y al que amaba hasta la enajenación. Sonriendo, les dio la espalda y desapareció jugueteando con el arisco gato del monarca.
El rey y el pentarca se acomodaron en los escabeles de una terraza de arquitectura babilónica cultivada de jacintos y rosas de Canaán. Entre hileras de sicómoros reposaban las tórtolas en el ramaje, entre una acogedora sinfonía de acuáticos burbujeos. La bonanza del vergel resultaba sosegadora y Hiarbas aguardó las palabras de su rey.
—Te he llamado porque el aguijón de la inquietud me intranquiliza —se confesó.
—¿Te refieres, mi soberano, al compromiso comercial con Gadir?
—No, sé que tú lo concluirás con éxito. Me refiero al oráculo de la sacerdotisa del Lucero, de la que se dice que te has convertido en confidente. He meditado en los funestos presagios, y quería conversar contigo lejos de oídos importunos —se sinceró.
—¿Desconfías de alguno de tus consejeros más próximos?
—La lealtad aminora el peso de mi corona, y no recelo de nadie de mi alrededor, aunque he percibido que discrepas de Balkar. Pero no te engañes, aparte de su mal carácter, se comporta como un administrador admirable. El tesoro de Tartessos no para de acrecentarse gracias a su sabia tutela.
Hiarbas asintió juiciosamente y dio por zanjada la cuestión, aunque estaba firmemente convencido de que la facultad para actuar del tesorero real se sumergía en la más absoluta de las incoherencias, pues era difícil de precisar a quién servía con más honradez, si a su bolsa o a la del rey.
—El oráculo ronda también en mi mente desde aquel día, y te advertiré que incluso en la del príncipe Milo, que pareció sobresaltarse al oírlo —asintió el pentarca.
—Presiento flaquezas en el equilibrio de los estados, y mis años de gobierno me han enseñado que el porvenir suele superar con creces nuestras más funestas previsiones —dijo el rey, pesaroso—. Y tú, Hiarbas, que viajas por los tres mares, ¿no percibes extraños cambios en el mundo?
—Los marinos murmuran que ni los griegos ni los fenicios de Biblos, Tiro y Sidón podrán sostener por más tiempo el empuje de los persas. Y roto el equilibrio, aparecerán muchos lobos dispuestos a abalanzarse sobre Tartessos.
—Nos ha tocado vivir un universo en cambio, Hiarbas, y no me resignaré a la desgracia de un oráculo, ni a que la herencia de nuestros antepasados se borre del tiempo, ahora que florece como una espiga frondosa. Abriremos las abundancias de Tartessos a los mercaderes helenos.
—Temeraria decisión, mi rey. Corremos el riesgo de perder para siempre a nuestros naturales aliados, los fenicios de Gadir —pretendió alertarlo.
—Si Tiro sucumbe, Gadir, su gemela de Occidente, también lo hará. No permitiré a los gadiritas monopolizarnos eternamente. A veces sus demandas son enojosas de satisfacer.
—¿Los tachas de desleales, mi señor?
—No, pero con otro gallo en el corral, atenuarán su altivez.
A Hiarbas le fascinaban los sutiles dotes de persuasión de Argantonio y la innata penetración para salir de situaciones embarazosas. La plática, que discurría en la más absoluta discreción, se animaba.
—¿Sigues propiciando la amistad del sarím Milo? Lo tengo por hombre que no concede su amistad fácilmente.
—Se muestra leal y me satisface su compañía, mi rey.
—Se dice que desde la festividad del año nuevo se ha convertido en un entusiasta asiduo del santuario del Lucero, al que ofrece riquísimos exvotos y limosnas. Los sacerdotes agradecen sus donativos y me place esa relación. Su padre, el sufete Zakarbaal, ocupa un sentido rincón de mi corazón.
—Milo está prendado de Anae y siente un delirante amor por ella —admitió el orfebre.
—La hermosura de esa hembra resulta incomparable, pero es la primera de las pitonisas que consigue sobresaltarme, créeme. Aún no ha sido consagrada a la diosa, pero ya posee un ascendiente irrefrenable sobre el pueblo. Me dirige sin cesar horóscopos sobre el reino y mi gobierno; ayer me envió un inexplicable anuncio que me alarma por su misterio, y no sé si achacarlo a la ambigüedad, o si esconde realmente un asunto por el que preocuparse.
La expresión del monarca se tornó fría, y se detuvo en sus acostumbradas digresiones. El rey avizoró en su derredor, como si recelara de una presencia intrusa, y quedamente le reveló a su interlocutor, a quien todo lo que concernía a la pitonisa le inquietaba:
—Esta tablilla está escrita por su mano…, y ¿sabes qué pronostica?
—¿Pues no sabría qué decirte Argantonio? —se extrañó.
—¡Pues maldita sea si yo consigo penetrar en su críptico mensaje! Escucha y palidecerás: «Rey Argantonio, persigues una quimera irrealizable, cuando la Estrella Matutina llora desconsolada como una cierva herida. Desconfía de los avarientos mercaderes de la Hélade, cuyos caprichosos dioses los manejan como el viento a las hojas secas». ¿Qué conoce una ignorante mujer dedicada a la religión de intereses de estado? ¡Me parece intolerable!
—La verdad es que escapa a toda lógica, pero lo de tu devoción hacia Grecia resulta una clara evidencia, señor —dijo el pentarca—. Concededle tiempo para que asuma su papel. Su soledad cultiva en ella inseguridad y pesar.
—Me inquieta este mensaje —repuso el monarca—. Mañana cumpliremos con la ofrenda anual al padre Gerión, y Anae asistirá al ritual. ¿Puedo rogarte que intentes averiguar qué amenaza la atormenta, o qué mal la aqueja? Sé que la maledicencia de los castrados fluye a su alrededor, pero mi alma se perturba por esa paloma de alas de cristal, y es mi deber como rey velar por su sosiego.
—Es una honrosa tarea, mi señor, que además satisface a mi alma afín —se obligó Hiarbas.
—En ti deposito mis cuitas, Hiarbas. La veo cada día más esquiva y parece como si el aliento de esa avecilla sufriera una extraña transformación. Le enviaré a Sinufer para que la atienda con pócimas sabias y su consejo oportuno.
—A propósito, mi rey, ¿qué capital error cometió el padre de Anae para ser juzgado sumarísimamente? Corre el rumor de que te traicionó gravemente.
Un gesto de desagrado afloró en el rostro de Argantonio, pero respondió:
—Ese enojoso asunto pertenece al pasado, y los hijos nunca han de arrogarse la responsabilidad de los pecados paternos. Si amparé a esa niña no fue para rectificar un error mío, pues fue el tribunal de Asta, y no yo, quien lo juzgó, sino porque está tocada por el hálito de la diosa. Nada más.
El soberano despidió al pentarca con un gesto de cómplice confidencialidad, inusualmente cálido, y Hiarbas pensó que un estrecho lazo de afinidad los ligaba. No obstante, el enigma del sacerdote de Endovélicos, el padre de Anae, seguía oculto bajo el velo del misterio.
Al quedar el pabellón solitario, imperceptiblemente el toldo de uno de los ventanales se cerró y se movieron con suavidad las cortinas de lino. Una oculta silueta, sumida en la oscuridad de las sombras, se incorporó lentamente, y, para permanecer desapercibida, se detuvo aguardando a que pasaran de largo los criados encargados de los peces del estanque.
Luego, tras unos instantes de reflexión, reordenó el rompecabezas de palabras que había recogido de la reservada conversación entre su rey y Hiarbas el orfebre, y, esbozando una sonrisa cáustica, desapareció entre la maraña de soleados corredores.