ANAE, LA SIBILA DE NOCTILUCA

El convite prosiguió sin la provocadora presencia de la pitonisa, instante en el que Milo, subyugado por la sibila y con el gesto radiante, se reunió con el tartesio mostrándole ufano un arete de sin par encanto.

—¿Regalo de la sacerdotisa, sarím?

—Y desde hoy el más apreciable tesoro de cuantos poseo —proclamó el gadirita—. La belleza de esa mujer de plática cultivada se ha cruzado en mi camino ofreciéndome su inesperada amistad. Yo, a mi vez, la he obsequiado con mi anillo burilado con los dos delfines de Gadir.

—No te hagas ilusiones, mi príncipe, las sibilas de la Luna no suelen desposarse tan jóvenes, aunque nada las obligue a permanecer célibes —lo advirtió.

—Pues yo he rogado a Astarté que avive las llamas de este naciente afecto, sobrevenido del cielo como un don divino. Hemos departido sobre los misterios de la vida, y me ha demostrado ser una mujer devota y lúcida.

—Sin embargo, yo no puedo ocultar que su presencia me conturba, pues a su indudable belleza une una mirada de inconsolable melancolía.

—¿Por qué me habías silenciado su existencia, Hiarbas?

—La ignoraba, créeme. Es el primer año que revela el oráculo. Nadie la conocía salvo Argantonio, su mentor, que celebró con ella el ágape en la Cripta de los Inmortales.

—Pues desde hoy me he convertido en el más fervoroso adorador de este santuario y de su guardadora —enfatizó con la mirada perdida.

El curtido semblante de Hiarbas compuso un ademán chispeante, y preguntó:

—¿Te ha seducido, o se trata sólo de un deseo irrefrenable de tus sentidos?

—Siento un ardor gélido en mi cuerpo, un blando desconsuelo…, algo así como si un hipnótico me condujera a un sueño irreal y apacible.

—Amigo mío, padeces la debilidad y la fuerza del más voraz de los enamoramientos. Que la diosa te proteja, pues has sido atrapado en un grato tormento —le dijo, y le golpeó a continuación el hombro con jocosidad.

El fenicio adoptó una mueca de asenso, y luego se alegró con su chanza, bromeando con el que consideraba su mejor y más respetado amigo.

—Se ha clavado en mi mente como una daga persa, Hiarbas —reconoció arrebatado.

El día fue hundiéndose en un fastuoso ocaso y el frescor húmedo de la anochecida balanceó las copas de los árboles. Cientos de antorchas, como ojos vigilantes, se encendieron en las inmediaciones del templo, redoblándose el rumor de las antífonas. Con la luna llena refulgieron las riberas, los pájaros enmudecieron y las garzas y gaviotas anidaron en los arenales del lago. Un ejército de grillos emitió su nocturno recital y las ranas croaron en el lago, mientras más allá del templo centelleaba el mar con tonos cárdenos. Se elevó el son de las flautas de caña y se iniciaron las danzas dedicadas a la Luna, según sus creencias, morada de los muertos y encarnación de la sexualidad de los cuerpos, el gran enigma de la vida.

—¡Oh Luna, matriarca de la fecundidad y del tiempo, alúmbranos! —imploraban los devotos.

Los orantes se engalanaban con coronas florales, y las danzadoras de la diosa cubrían sus cuerpos con gasas y élitros semejantes a los de las ninfas y alseidas que moraban en los bosques. El multitudinario séquito bailaba sin cesar como si de un momento a otro fuera aparecer en el lago el cortejo de Dioniso.

—¡Alimenta las savias de los árboles y las fuentes de la tierra! —rogaban.

Una luna rotunda cubría de candor los oteros de Evora[21], momento en el que la procesión del falo sagrado partió del templo para dirigirse al altar del lago. Los devotos volvían los ojos implorantes hacia el diamantino astro menor, que conquistaba un cielo estrellado, mientras se perdían en las profundidades del bosque, liberando su excitación como bárbaros silenos. Hiarbas y Milo se incorporaron al cortejo ávidos por experimentar las delicias de la vigilia, y se unieron a un grupo de muchachas de rostros aceitunados que entonaban letrillas alusivas al amor. Vestían trajes con bandas fruncidas que revelaban sus bustos desnudos y los pezones coloreados de grana.

—¡Árgicer[22], luz renovadora de las estrellas, prométenos la vida! —imprecaban mirando al cielo.

Amistosamente les colocaron coronas de acanto, ofreciéndoles vino de Xera, y abrazados, siguieron a los suplicantes, que en afectuosa fraternidad danzaban alrededor del falo de madera, un risueño ídolo con rostro humano que portaban en una tablazón sacerdotes del Lucero. Al arribar a la orilla lo depositaron en el ara de piedra, mientras la voz sonora de uno de los oficiantes, como un torrente desbocado, iniciaba con su perorata el rito iniciático:

—¡Madre del Mar, Astarté de los Caballos, Estrella Matutina, Luna venerada y Reina de los Guerreros, vivifica los vientres marchitos y concédele el vigor a las nubiles que alumbren hijos robustos para Tartessos!

Retumbaron los panderos y tañeron las flautas, y como si la invocación hubiera desatado una fuerza incontenible, las mujeres estériles y las mozas casaderas, movidas por la fe en la Madre, ejecutaron a la luz de las antorchas la primitiva danza del falo en medio de una frenética voluptuosidad. La música era delirante y la excitación las empujaba a espasmódicas contorsiones.

Los eunucos les suministraban bebedizos en cuernos de cabra, y las danzarinas se desprendían de las túnicas, de las pieles de cervato y de las diáfanas sayas, dejando al descubierto sus cuerpos sudorosos, que ofrecían al genio de la fecundidad, en tanto le rogaban los jugos fluyentes de la maternidad, hasta el punto que se desmayaban tras las vibrantes piruetas.

¡Árgicer, árgicer, árgicer! —murmuraban incansablemente al ritmo de sus movimientos.

A medida que ascendía el arrebato y bañaban en vino y celia al ídolo, se unían a los varones de torsos desnudos y cabelleras perfumadas de aceite que las tomaban en la pradera y consumaban lujuriosas cópulas, inflamados por la locura de la Señora de la Luna y Madre del Lucero.

—¡Dios Paam[23], somos tus servidoras, bendícenos con tu simiente! ¡Halaguemos a la diosa! —gritaban, ocultándose entre los berzales.

Las hembras, excitadas con el narcótico y la celia, trenzaban la danza cada vez más frenéticas y se abrazaban a la fálica efigie, friccionando senos e ingles con el formidable idolillo, mientras suplicaban a Paam que las convirtiera en fecundas madres. Al poco tiempo, en los oteros reinaba el delirio carnal, alumbrado por una luna esférica, la primera del año nuevo, que derramaba una fragancia cautivadora sobre los campos. Los dos amigos ciñeron por el talle a sus compañeras, invitándolas a sumarse a la jarana. Las jóvenes de ojos sombreados y pelambres ensortijadas, hechizadas por la danza y sacudidas por el fuego de la naturaleza sucumbieron a la exquisitez de sus amantes, extraviándose entre los pinares.

Pero rondando la medianoche, las danzas y regocijos se detuvieron.

En lontananza se oyó la delicada eufonía de una orquestina de sistros y címbalos, convocando a los dispersos bacantes que dormían entre los juncos, abrazados a los cántaros de vino, a los pellejos de celia, o a sus amantes. Los tañedores y los eunucos de Noctiluca procesionaban la efigie de la diosa Luna según un antiquísimo ceremonial cuyo origen se perdía en la noche de los tiempos. Investida con los ornamentos sacrales, la imagen negra descollaba en una carroza dorada arrebujada de violetas y ababoles. En la testa exhibía el «signo de la vida», un triángulo de oro coronado con un disco solar.

Cuando el gentío vio aparecer a la Señora de la Vida, la engendradora de la Estrella Matutina, la que nutría los manantiales, los veneros y las savias de la tierra, la promiscuidad se convirtió en recogimiento y en clamores de éxtasis religioso. Arrebatadas de fervor, las conmovidas gentes entrelazaban los brazos y disipaban la embriaguez con las lágrimas. Los más devotos agitaban ramas de olivo y temblaban de pies a cabeza con el tañido de los arpistas, en tanto que las vírgenes clamaban contritas a la Altísima de Tartessos portando cestas y ánforas con los votos de su castidad.

—Divina Ama, diosa del Lucero, alúmbranos con tu luz —oraban.

—¡Purificaros y rogad a la Doncella de la Luna venturas para la nación tartéside! —invocaban los sacerdotes.

Ebrios del vino de Xera y saciados tras los impulsivos galanteos, los suplicantes más rezagados surgían de los boscajes reparándose las vestiduras, y no paraban de clamar a la deidad, que prevalecía sobre un mar de cabezas:

—¡Madre de la Luz Incierta, cólmanos de fortuna! —invocaban.

La exquisita música de las chirimías cesó, sonaron los cuernos, y como si el firmamento estrellado se hubiera desplomado de su cenital escenario, el lago se colmó de parpadeantes lamparillas de las barquichuelas que atestaban la orilla del lago. Gentes arribadas de Gadir, Tucci, Menestheo, Xera, Ispali, Caura, Ugía y Turpila[24], aguardaban la aparición del don mágico de la Dama de la Luz Mudable, el lucero del alba, para ofrecerle redomas y alabastros de aceite tirio.

La sobrenatural escena de las candelas rielando como crisálidas y el ardor del pueblo ante la diosa conmovieron lo indecible al fenicio, quien, maravillado, confesó:

—Hiarbas, definitivamente ésta es una tierra amada por Astarté, y te aseguro que nunca vi un pueblo más devoto de la diosa Tierra que el tuyo.

—La Madre es nuestro consuelo ante las desgracias, y si la amamos, seremos también temibles como ella ante las adversidades —replicó.

De repente un vientecillo se alzó en tibias ráfagas y el légamo de la noche descendió sobre los campos y marismas, cuando uno de los sacerdotes vertió aceite y vino sobre el falo de la fecundidad. Acercó una tea que prendió la lúbrica efigie como si fuera de paja seca, momento en el que ardieron centenares de hogueras por los arenales, que permanecerían llameantes hasta el amanecer. Y como un clamor, oraban:

—¡Omnipotente Paam, que no cese el flujo de la vida en Tartessos!

El sugestivo embrujo de los fuegos reavivó los revoloteos de miríadas de luciérnagas que centelleaban cribando el oscuro firmamento, donde refulgían las Pléyades, las estrellas que seguían en sus periplos marítimos los navegantes de Tartessos. Los más atrevidos, jinetes sobre airosos caballos, se ocultaron las caras con máscaras zoomorfas, y otros con los ojos pintados de círculos blancos danzaban alrededor de la diosa y del ídolo en llamas, mientras otros se pintaban los rostros con tinturas imitando a los animales, para luego, con los rostros irreconocibles, vagabundear por el bosque apremiando a las núbiles, en una barahúnda de misticismo y lujuriosa disipación.

A Hiarbas, casi ebrio, comenzaban a pesarle los párpados. Cantaba las canciones con la coral báquica y bebía jugo de dátil fermentado con Milo y las lozanas jovenzuelas, juntas las cabezas y renovando los lazos eternos de su amistad, cuando de improviso, y como surgido del aire inmóvil de la noche, un rechoncho eunuco le golpeó el hombro, plantándose frente a él, con el rostro bobalicón e inexpresivo.

—¿Eres tú el noble Hiarbas, el consejero del rey? —preguntó.

—Sí, lo tienes ante ti —reconoció su identidad, sorprendido.

—Al fin te he hallado —se alegró insulsamente el eunuco—. La gran sacerdotisa del Lucero te reclama, y te ruega que me acompañes al templo.

—¿Me requiere la sibila? —preguntó—. ¿No estarás en un error?

—La pitonisa jamás se equivoca —indicó malhumorado—. Sígueme, y ya te purificarás en el manantial.

La magia de la noche del Lucero parecía haberse paralizado de golpe y la ebriedad se le esfumó como disipada por una pócima que le hubiera purgado las venas. «¿Se deberá el aviso a la secreta conversación entre la adivinadora y Argantonio en el banquete?», caviló presa de la confusión.

Recogió el manto, gustoso pero alarmado, y se despidió cariacontecido de las muchachas y del príncipe fenicio, en el que atisbo, reflejado en su piel oscura, un sesgo casi inapreciable de la fría daga de los celos.

* * *

Hiarbas y el eunuco cruzaron la puerta del santuario envueltos entre la penumbra de un brillo lustral. Se purificó y recompuso las ropas en el venero, bebió del agua y se alisó la cabellera, que esparció por los hombros en una cascada de bucles rizados. Se respiraba un ambiente de hechizo y sentía el poder de la diosa sobre su piel.

Besó con unción sus tabas de la fortuna y las guardó en la faltriquera.

De entre la penumbra surgió un eunuco de cejas enmarañadas que lo detuvo intimidador. Hiarbas lo conocía de su deambular por el palacio, y el príncipe Milo, hombre bien informado, aseguraba que gastaba una fortuna en cerámicas aqueas con imágenes eróticas y en papiros egipcios con escenas amatorias, y que poseía además en su celda una rara estatua de Hermafrodita, el fruto nacido de Hermes y Afrodita con la fisonomía de ambos sexos. En aquel instante blandía un caduceo de plata semejante al del dios mensajero, y su sola presencia provocaba desconfianza.

Examinó al orfebre y, fulminándolo con la mirada, lo conminó con una voz atiplada, que consiguió provocar su hilaridad:

—¿Eres tú Hiarbas, el maestro tasador de metales?

—Así es —declaró retraídamente—. He sido convocado por la sacerdotisa.

—No es costumbre que un no ungido cruce el umbral donde mora el espíritu de la Luz, aunque se trate de un ministro del rey.

Hiarbas, irritado con la esquiva prepotencia del castrado, sintió la misma antipatía que él infundía con su altivez, y lo ignoró.

—Los dioses y sus predilectos suelen comportarse caprichosamente —le contestó despreciativo.

—Te hallas ante Lubbo, guardador del Lucero. Velo por la sacralidad de este lugar y no apruebo el capricho de la pitonisa, por lo que te ruego no dilates tu estancia en estas venerables dependencias.

—Descuida…, pero me debo a su voluntad.

—Anae vive a la sombra de la Creadora, y si cayera en trance, retírate en silencio y olvida cuando vieras u oyeras, o los dioses te sumirán en la desgracia —le advirtió—. Nadie sino ella ha de prestar oídos a la voz de la deidad.

—Haré como dices, Lubbo —respondió falsamente convencido.

El encuentro con el atrabiliario castrado lo sumió en la confusión, de la que lo sacó una mujer, de filosa delgadez y melena negrísima recogida con cintas, al parecer griega o sícula[25] a tenor del siseo con el que hablaba. Vestía una túnica rayada y lucía en su pecho un collar de cuentas rematado con una serpiente, el signo de la diosa.

—La sacerdotisa reclama ante su presencia a este hombre, Lubbo.

El castrado frunció el ceño por la indignación al considerar relegada su autoridad ante un extraño, y repuso con despreciativa frialdad:

—Pido que la deidad luminosa no se irrite en noche tan sagrada.

Hiarbas siguió cauteloso los pasos de la sierva, como si fuera a desvelar el secreto de la cueva sagrada o acercarse con irreverencia a la divinidad.

—Me llamo Ethis, y soy la sierva personal de Anae, la pitonisa. No hagas caso a ese carcamal y a esas mujerzuelas sin testículos que son los eunucos.

El tallador conocía que los templos donde habitaban eunucos solían convertirse en mentideros de maledicencias, y no podía disimular el desprecio que sentía por aquella femenil casta de barrigones estúpidos.

—Envidia, mujer, la enemiga de la verdad; y terrible aliada si se une al odio. Cuida de tu dueña, pues estos farsantes suelen comportarse como chacales, y nadie escapa al tamiz de sus mentes corrompidas —confesó a la esclava.

En el interior se respiraba la benignidad del silencio de los recintos prohibidos, y percibió la inconfundible emoción de la clandestinidad sagrada. Antes de adentrarse en un jardincillo sembrado de granados, un ninfeo con fuentes y galerías, aspiró la esencia de sus erráticas fragancias y se ensimismó con la subyugante quietud de la morada de la sibila de Tartessos.

Una sucesión de columnas cretenses sostenían un pórtico de zócalos de Arunci[26] decorados con cenefas, delfines, toros y exóticos peces, cuyo centro geométrico cercaba un estanque de loza donde sesteaban unos cisnes deslizándose entre las plantas acuáticas, iluminadas por antorchas perfumadas.

Palideció cuando de entre la difusa atmósfera se le ofreció a los ojos un sugestivo cuadro que le provocó un estremecimiento indescriptible. A través de la transparencia de un lienzo sostenido por cuatro siervas, se clareaba la silueta desnuda de una mujer, en la que Hiarbas creyó reconocer a la pitonisa. Bañada por dos servidoras que vertían con deliberada lentitud jarros de agua humeante sobre su cabeza, la visión le causó una enfebrecida excitación. Quiso volver sobre sus pasos, pero Ethis, la esclava, lo detuvo.

—Acomódate en aquel escabel, y aguarda.

Hiarbas pudo escrutar cómo la delicada desnudez de la sacerdotisa, enmarcada por el viso de las candelas y las emanaciones del baño, era aseada con pulcritud, perfumada y vestida por las esclavas en un ritual femenino incitante. Entregado a su extasiada observación, y entre el susurro de los surtidores, le pareció levitar fuera de la realidad.

Delicadamente, las domésticas apartaron el paño y la vidente de Tartessos se mostró ataviada con una clámide bordada con espigas que realzaba sus exquisitas formas. El áureo microcosmos de religiosidad, sensualismo e impenetrable misterio sedujeron al orfebre, que no acertaba a articular palabra alguna ante el sobresalto de la alucinante visión.

De la virgen de la Luna emanaba aromas a sándalo y agraz, su piel tenía el color de la miel madurada, sus turbadores ojos sombreados de estibio, sus pestañas largas, y la cascada de cabello azabache peinada en tirabuzones al estilo cretense eran recogidas por dos fíbulas de plata. Nada deshonesto parecía mancillar su hermosura. Pudorosamente ocultó el rostro tras un velo de Zedán antes de hablar con su voz aterciopelada:

—Acércate y siéntate…, esta noche de liviandad invita a la plática.

Como aventado por un resorte, Hiarbas se aproximó para besar el borde del manto de la sibila, que lo observaba con curiosidad. La joven entreabrió la boca de cereza maquillada con acanto, surgiendo unos dientes perfectos que esbozaron una sonrisa deleitable.

—Mi nombre es Anae, y te preguntarás por qué te he hecho llamar.

—No me importa el motivo, señora, pues ningún tartesio sueña con tan elevada recompensa como ésta. Soy tu más subyugado servidor.

Anae suspiró dispuesta a abrir su alma, como la flor ante el rocío, y a desplegar sus recuerdos en un ejercicio de veracidad. Titubeó, y dijo:

—La causa de mi llamada no es otra que esos símbolos, la diosa y los ánades, que luces en tu exquisito ceñidor.

Hiarbas bajó los ojos y los detuvo en las grebas cinceladas de su cinturón, aunque no acertaba a alcanzar la trascendencia de tan familiares signos.

—Es el emblema de mi tribu. Provengo de Egelasta[27], la ciudad de las minas de sal, cerca del nacimiento del gran río, en las montañas Argenteas. Siempre lo llevo conmigo y, junto a mis tabas de la fortuna, me protege del mal —contestó sin conocer hasta dónde iría el interés de la sacerdotisa.

—¿Honras entonces a Némesis, la diosa del trueno? —inquirió la pitonisa.

—Desde mi niñez, y protege el atrio de mi casa —replicó.

—Yo fui consagrada a Némesis, y en su santuario me ilustré sobre los arcanos de la predicción de Tiresias, el aqueo. Poseo el don de la adivinación, como Casandra, la hija de Príamo, rey de Troya —explicó ella tímidamente—. Selene, Némesis, la Luna, Uti de los etruscos, Astarté, Tanit o Afrodita griega son caras distintas de la misma Madre Tierra, y a ellas me debo con mi fervor y mi don.

Hiarbas se atrevió a curiosear en su pasado con audaz ligereza:

—Entonces, ¿perteneces a la tribu de los maessi, los moradores de las fuentes del Tertis?

—Así es, y por eso excitaste mi curiosidad. Nos une la misma sangre. Mi padre fue sacerdote de Endovélicos en el paso de las montañas de la plata, pero cayó en desgracia por servir a sus dioses, y, tras ser condenado al exilio, murió ultrajado en el destierro. Argantonio, para enmendar el agravio, se convirtió en mi tutor y me persuadió para que me convirtiera en la sacerdotisa del Lucero.

—Tu mirada se ha teñido de tristeza y tu corazón ha destilado pesar.

—Ese amargo recuerdo forma parte de un pasado ya arrinconado.

—Los asuntos de la sangre poseen difícil olvido —sentenció Hiarbas.

—Que yo procuro postergar en el extravío del tiempo —replicó ella—. De todas formas, celebro encontrar en Turpa a un miembro de mi clan al servicio de Argantonio.

Una sonrisa afloró en sus ojos tras el áspero recordatorio, colmando de gozo el corazón del orfebre. Era la primera vez que le sonreía abiertamente la mujer más respetada de Tartessos, con la que compartía el lazo inviolable de la misma sangre tribal. Luego, la profetisa bromeó sobre las costumbres de su rústico pueblo, y Hiarbas se sintió complacido al evocar sus tierras.

La sibila buscaba la complicidad de un alma amiga entre el fárrago de detestables eunucos, una ralea a la que despreciaba cada día más. A medida que avanzaba la plática, Anae se sorprendía con las ocurrencias del maestro de metales, que amansaba su corazón, regalándole su sonrisa caudalosa y su plática jovial. Alejados de oídos indiscretos, se entregaron a una conversación ociosa pero estimulante, tan distinta a las malintencionadas peroratas que mantenía a diario con los intrigantes sacerdotes del templo.

Para Anae constituía una delicia departir con aquel hombre considerado que se comportaba con exceso de fraternidad. Al fin sonreía dichosa, tras haber hallado un alma afín, y con sonrojo en sus mejillas le abrió los clandestinos pliegues del alma en unas confidencias, a veces desordenadas, que inquietaron a Hiarbas.

Ascendieron luego a una terraza cubierta de parras donde ardía un pebetero y unas lámparas de aceite. Olía a dama de noche y un delicioso aroma volaba del cabello de la pitonisa. Desde allí se adivinaba el sendero plateado del río, el vasto mar, y la turbadora bóveda celeste, cuajada de luminarias.

—¿Perteneces al cortejo de dignatarios reales por tu propia voluntad?

—Sí, mi señora. No soy rehén de ningún pacto, y por mis conocimientos en el repujado de los metales, y por pertenecer a la casta de los orfebres y fundidores, el rey me aceptó en el círculo restringido de sus consejeros, y doy gracias a los dioses luminosos por mi propicia estrella. Mi familia vive de la sal y de la extracción de la plata, y el rey me ha encumbrado por encima de muchos poderosos. ¿Qué más puedo pedir?

—Me das envidia, pues eres dueño de tu propio destino —dijo ella.

—Pero tú posees la palabra inequívoca de la diosa y determinas el destino de los hombres y de los pueblos. Una existencia suspirada por cualquier mortal.

—Así parece, mi reciente amigo; pero estoy señalada desde que vi la luz de la vida por un sino insoportable que me abruma, créeme —se sinceró.

—Nuestra estrella nos marca de por vida, pero no nos obliga, señora.

—La mía sí —replicó espontánea—. Fui concebida en Ibolka[28] en una noche inclemente de la última luna del mes de las nieves, tras un parto penoso y entre el relampagueo del rayo y la furia de la tempestad. Los sacerdotes aseguraron haber avistado a la diosa Némesis entre los resplandores, y dicen que sobreviví gracias a su socorro. Fui consagrada a la deidad, y me llamaron «la dos veces reencarnada». Lo cierto es que al purificar mi cuerpo sucio de sangre las comadres hallaron el estigma de la diosa.

—¿Te refieres a la serpiente sagrada? —se interesó.

—No, a un antojo en forma de luna escarlata.

—¡La divinidad luminosa…! Eres indudablemente una elegida.

—Predestinada o no por el cielo, siempre me temieron, pues si la luna se halla ligada a la fecundación, también lo está al mundo de los muertos y al más allá. Respiraron el día en que el jefe de nuestra tribu, a un ruego del rey, me confió a este santuario del Lucero. «Un honor para el pueblo maesse», me aseguraron al despedirme, mientras desgarraban mi corazón a tiras separándome de los míos. Tan sólo tenía once años, y sobre mi padre había caído el baldón de la vergüenza. Para mí significó más un exilio que una distinción.

Un suspiro de añoranza fortaleció la veracidad de sus recuerdos, contra los que parecía revolverse con rabia. El orfebre intentó confortarla:

—Todos temen el poder de tus profecías, incluso el rey Argantonio.

—Ciertamente, sé cómo adentrarme en el corazón de los hombres y en las sendas del devenir, pero soy desdichada. No disfruté de elección, y desde que renuncié a los míos, he vagado entre la melancolía y la desesperanza.

Hiarbas no salía de su asombro ante tan inconcebibles confesiones.

—¿Por qué? No te comprendo…, tu pena me resulta injustificada.

Paulatinamente se fue acrecentando la afinidad entre los conversadores, y la mujer rastreó desesperadamente en las experiencias que la amargaban.

—¿Por qué? Abrigo un vacío inmenso en mi alma. No puedo tejer el lino como las demás muchachas, moler el trigo, tomar esposo, bajar al río a lavar mi túnica o secar mis cabellos al sol en la orilla del lago. Mi lecho se perpetúa frío y desolado, y me veo obligada a reprimir mis pasiones para convertirme en la señora del desamparo, en la voz de la incierta ventura ante la que todos se sobrecogen.

Hiarbas se sentía como un extraño inmiscuyéndose en una intimidad ajena, y sin poder disimular la pesadumbre que albergaba por la sibila, la aduló:

—Y sin embargo las mujeres de Tartessos te envidian, y tu elección tiene un propósito predestinado en la voluntad de los dioses luminosos.

—No puedo eludir un destino que llevo suspendido a mi espalda, y he de permanecer de por vida en este templo de desiertas sombras. Muerta mi maestra Maut, la anterior pitia, estoy sometida a estrecha vigilancia por Lubbo y su caterva de eunucos. Simulan respetarme, cuando en realidad se confabulan para manejarme a su antojo. ¿Comprendes ahora mi desolación? Soy como un pajarillo enjaulado que anhela remontarse libre.

—¿No puedes ausentarte de estos muros?

—Sí, aunque siempre acompañada por mi esclava y algún eunuco. Visito el santuario gemelo de Noctiluca, en Mainake, y los de Astarté en Ispali y Gadir, de la que soy fervorosa devota, pero echo de menos nuestra tierra.

—Deplorable la actitud de esos necios castrados —observó.

—Si pudiera perderlos de vista, significaría el comienzo de mi felicidad. Gozo de una existencia despreocupada y me siento respetada, pero no feliz.

La reservada atmósfera fomentaba la confianza, y el tasador de metales, después de un prolongado silencio, se atrevió a suprimir el título de «señora»; para aproximarse a sus desconsuelos, y ante sus interrogativos suspiros, le habló con el calor de su palabra.

—Se dice que conoces secretos con los que muchos sabios palidecerían.

Su boca se contrajo amargamente con la observación de su interlocutor.

—Cierto, intimo con enigmas de la Edad de Oro de la humanidad, sé leer el calendario de las Lunas y predecir los días fastos y nefastos. Me adentro en los poderes de las plantas y en el lenguaje de los pájaros, y mis ojos pueden leer los arcanos que los Atlantes confiaron a Gerión sobre otros mundos; pero aún no he hallado un antídoto para mi soledad.

Hiarbas, tratando de consolarla, rastreó en los pálidos recordatorios que los unían, pero en vano intentó entresacar un recuerdo alegre de su memoria.

—No te compadezcas de tu suerte, pues en ti parecería vanagloria. Aprovecha el don de la diosa para practicar la honrosa tarea de reparar el mal.

—La autocompasión me avergüenza, cierto, y rechazo la piedad de los demás, amo a la diosa y mi misión, pero me revuelvo contra la tiranía de Lubbo. Sólo el calor de mi esclava y los cuidados del médico del rey, Sinufer, que me asiste cuando me atosiga la destemplanza, me ayudan a sobrellevar esta carga.

—Cuenta conmigo para evacuar de penas tu alma, solitaria voz de la diosa. Desde hoy compartiré tus desasosiegos y, juro ante la deidad de la Luna y por la misma sangre que nos ata, que te protegeré de todo mal y te serviré de cayado en las desolaciones —concluyó su promesa, alzando los ojos al cielo y palpando el ceñidor.

—Detesto convertirme en una carga para nadie, pero, por tu desprendida bondad, desde hoy permitiré nuestro trato como si fueras un alegre hermano para mí. Preciso de un consuelo que proteja mi vulnerabilidad y un sostén frente a tan indeseable compañía. Gracias —dijo ella, y le tomó la mano con ternura.

—Estoy seguro de que en este lugar sagrado alcanzarás la paz, Anae.

—Aunque soy consciente de mi vulnerabilidad, también sé manejar mi poder —asintió—. Practicaré un rígido autodominio sobre mis sentimientos…, y en fin, Hiarbas, ya conoces mis sueños y mis inquietudes.

—Has ganado un amigo verdadero, que es como poseer dos almas.

—Pues a tu afecto me confiaré. Y a propósito, ¿tienes esposa e hijos?

La mirada de Hiarbas se reavivó con la indiscreta curiosidad de Anae, mientras bebía de una copa ofrecida discretamente por Ethis, la esclava.

—Aún no estoy desposado —confesó ruborizado—. Mi padre, el valeroso Kulcas, trata de concertar mi dote, pero yo me resisto año tras año.

La pitonisa no pudo soslayar una punzada de nostalgia, y la mirada, extraviada en lontananza, se le tornó triste.

—Eres un hombre bienintencionado y me alegra haberte conocido —le confió—. Sé por el rey que eres discreto y digno de su confianza.

—Tus palabras me complacen —asintió azorado.

Luego la adivina se encerró en sí misma, y Hiarbas la percibió desconsolada. Aprovechándose del momento de privacidad, le dijo:

—Has impresionado vivamente a mi amigo el sarím de Gadir, Milo, que te cree la suma delicadeza y el canon de la hermosura.

—A una mujer no se la ama porque sea bella o exquisita; y aunque haya irrumpido como un relámpago en sus ojos, siempre he preferido penetrar en mis semejantes por el corazón y los sentimientos.

—Si te soy sincero, ya reinas como única soberana en su espíritu.

—Me halaga saberlo, y aunque yo también me he conturbado con su trato y palabras persuasivas, mi vida está dedicada por entero a la diosa. No obstante, reconozco que posee un alma revolucionaria aunque generosa, pero vive apesadumbrado con esa profecía que os concierne a ambos.

—¿Te ha revelado nuestro secreto? —se extrañó Hiarbas.

—Pues, aunque te cueste aceptarlo, nos concierne a los tres —le reveló.

Hiarbas se pasmó con la inesperada confidencia de la sibila, y balbució:

—¿A ti, a Milo y a mí? No acierto a comprenderte.

—Por un azar impenetrable, así es —le descubrió con dulzura—. Desde hace meses me atribula un pavoroso sueño en el que dos guerreros, uno extranjero, arrebatan y ocultan la estatua de la diosa Luna para luego surcar tierras y mares buscándola infructuosamente, cubriendo mi visión nocturna de tinieblas y horror, hasta que despierto convulsa y aterrada, incapaz de interpretarlo.

—Me llenas de inquietud, Anae, pues yo me he resistido siempre a creerlo.

—Las señales me confunden a mí también, pues hasta hoy no os he conocido, pero es preciso aceptar lo que los dioses dictan. En su sabiduría halan de los hilos de los mortales y rara vez podemos sustraernos a sus designios.

—¿Significa esto que nuestros destinos se hallan entrelazados, Anae?

—Como la cadena al esclavo; y desde que franqueaste el dintel de este santuario y te reconocí como uno de los actores de mi sueño, inamovibles vínculos nos atan a un mismo hado, no sé si favorable o nefasto, Hiarbas.

El hombre enmudeció, sorprendido con la alarmante aseveración de la pitonisa, quien volvió a sumirse en un vacío inmenso que parecía afligirla. Desamparada en el adverso recinto sagrado, se la notaba presa de una fatalidad que no había elegido. Con voz ingenua, y aprovechando la brecha abierta, Hiarbas la arrebató del silencio con una pregunta igualmente aventurada:

—¿Injurio a tu dignidad si te hago una pregunta sobre el rey, Anae?

—Hazla con libertad; nada puedo negar a un hermano.

—Conozco a Argantonio, y tan sólo lo he visto palidecer una vez: ¡hoy!, tras pronunciar tu oráculo. ¿Acaso aguarda un futuro de alarma a Tartessos?

—Yo sólo presto mi voz a la Todopoderosa y jamás interpreto sus anuncios, pero sí he de revelarte que el rey sueña con vastos planes para engrandecer Tartessos, unos intentos visionarios a los ojos de poderosos enemigos que ansían apoderarse de la fruta jugosa de esta tierra.

—Se alertó como si intuyera un peligro incierto y amenazador.

—¿Incierto? —preguntó Anae—. Es tan real como las estrellas del cielo.

A su interlocutor las alarmantes palabras de la sibila lo incomodaron.

—¿Ese peligro merodea acaso dentro del círculo de sus leales?

—El rey confía demasiado en consejeros corruptos que lo envuelven en una tela de araña tan frágil como peligrosa.

—¿Y nada puede variar el curso de tu oráculo?

—Ni un ápice —lo preocupó aún más—. Rogaré, no obstante, a Poseidón, el que sacude la tierra, que te preserve de todo mal; y sacrificaré unas palomas en el altar de la deidad para que prospere nuestra naciente amistad.

—Que la Madre, la de las áureas sandalias[29], sosiegue tu alma, Anae.

—La aurora se avecina, acerquémonos al lago para invocar a la Estrella de la Mañana —le rogó—. Así me siento más protegida.

La esclava Ethis y el orfebre la siguieron en silencio. Su gesto se había serenado con la conversación, como se aquieta el mar tras la tormenta, pero reflexionó: «¿Se cumplirán los infaustos presagios para Tartessos? ¿Qué crimen tan alevoso habrá perpetrado su padre para obligar a intervenir al mismísimo rey?».

Hiarbas observó a la mujer de personalidad tan contradictoria y tan refractaria a la sumisión, y admiró su coraje. Había asumido el papel de la voz de la divinidad, y, aunque aún vivía en la edad de la inocencia, no se dejaba conducir con docilidad por nadie, pese a que en su interior libraba una cruenta batalla entre los sentimiento y su sino. Pero en extraña paradoja, Lukios, espíritu de la Luz, la invadía por entero. Hiarbas comprendió al instante que había ganado una amiga enaltecida por su destino en Tartessos, pero percibía también que a su alrededor todo se percibía enrarecido, y su corazón, que jamás lo desorientaba, le dictaba que la recién iniciada amistad le cambiaría la vida.

Como cada luna nueva, Anae, con la solitaria presencia de su esclava, y aquella noche del orfebre Hiarbas, se dirigió al altar del embarcadero real a contemplar la ocultación de la luna y el orto del lucero matutino. Las amalgamas de estrellas se dispersaban, y el perfil del sol despuntaba por los montes de Xera. Las fogatas se apagaban, el falo del genio Paam no era sino un tizón negruzco, y los danzantes entonaban cánticos de despedida.

Con la probidad del alba, Tartessos respiraba las bondades del nuevo año, mientras el templo de Noctiluca nimbaba como el azogue con los contraluces de la amanecida. Anae y Hiarbas aspiraron la lozanía de la alborada y avistaron la placidez de La Ciudad del Lago, el monte Abas y los muros de la fortaleza geriónida, la que guardaba el árbol de frutos rojos de Gerión, el padre soberano de la era de los mitos.

El renuente astro solar ascendió al fin por los ribazos, y los fanales de las embarcaciones se apagaron. El rostro de la luna se ocultó, mientras una estrella fugaz, último testigo de la vigilia, hurtaba el tono purpúreo al agonizante apogeo de la noche. La languidez fue quebrada por la perorata lastimera de un sacerdote que invitaba a los peregrinos a regresar a sus hogares y a someterse al designio de los dioses luminosos.

En medio del lánguido despuntar, cuando centelleó el lucero del alba, Anae, iluminado su rostro por la suave plata del astro, fijó la mirada en el rielar del prodigio celeste y entonó la conmovedora súplica a la diosa cósmica, que se esparció por los marjales como un clangor de campanas:

—¡Estrella de la Mañana, salvaguarda del mal al pueblo de la paz!

Una bandada de ánades malvasía traspasó los bosques consagrados a la divina Persefonea en dirección a las dunas. Hiarbas lo consideró como un signo de buen agüero, pero no así la pitonisa, la joven de belleza inaccesible, quien con el fulgor del alba se asemejaba a un espejo de delicada exquisitez que de un momento a otro pudiera quebrarse con el fulgor de la alborada.

Hiarbas jamás olvidaría la excitante noche y la aurora supraterrestre, y los instantes de intimidad vividos junto a la sibila de Tartessos; aunque era consciente de haber desafiado temerariamente al destino.