Tras el invierno, la vida se había reanudado con brío en Tartessos. El campo verdeaba y se oía el canto de la calandria entre las encinas. El pródigo regazo de la primavera bullía en un estallido de verdor, y de las riberas arribaba una brisa con aromas a bayunco y romero, mientras una atmósfera de calmosa templanza oreaba las aguas del lago Ligur. El frescor amansaba la concupiscente estación que los tartesios nombraban de la Luna, en honor de la diosa de la fertilidad, cuando nacían los corderos en la alquerías y germinaban los brotes nuevos en los valles.
La nación tartéside practicaba la costumbre de sus antepasados, que contaban sus vidas según los cursos de la Luna, la benigna deidad luminosa. Y siguiendo su trayectoria nocturna, dividían los meses en dos períodos de quince anocheceres, el de la Luna Brillante, y el de la Luna Oscura, y los años en cuatro estaciones, la de la Fertilidad, la de la Diosa Madre o de las cosechas, la de Poseidón, en el solsticio de verano, cuando los atunes comparecían en las aguas tartesias, y la cuarta y más adversa, la de la infausta Madre Tenebrosa, la de la creación del mundo y el retorno de los espíritus del submundo a la tierra.
La primera solemnidad del año invitaba a la dicha de sus moradores y al gusto por la belleza de los paisajes vírgenes y de los armoniosos campos. Los almendros habían florecido, las sementeras verdeaban y se recogía la miel de los panales. Fulguraban las arenas del mar, los montes se cuajaban de sabinas, de vergeles y oleastros, y las mansas olas acariciaban los esteros.
En aquel amanecer festivo, por la calzada de los orfebres transitaba con paso vivaz un hombre aún joven, de ojos afables y grises, pómulos pronunciados, perfil griego y figura estilizada. De nombre Hiarbas, ejercía como tasador de metales y gozaba del favor del rey. Había abandonado su morada en el Campo del Alfarero y desechado el palanquín que le ofrecían sus criados, pues en poco tiempo las calles se atestarían de carromatos.
Una melena de cabellos castaños untada de óleo perfumado le caía sobre frente, hombros y espalda, y ceñía su distinguido porte con una túnica de lino recogida por un cinturón tallado con el rostro de la diosa Némesis y dos ánades de plata entrelazados.
Perteneciente a la casta de los orfebres, fundidores y plateros, una de las siete en las que se dividía el reino del Ocaso, descendía cimbreante como un junco y pletórico de jovialidad por la pendiente de la colina entre un mar de vides, mientras acariciaba un talismán del que jamás se separaba, tres tabas de camero bañadas en bronce, su primer trabajo como orfebre, en las que había burilado la inicial de su nombre y a las que confiaba su suerte, pues sostenía que los dados de la fatalidad siempre caen del lado de los mortales. En sus pupilas, no obstante, centelleaba un halo de pesadumbre, pues temía a las inexorables fuerzas del cielo.
Como hombre consecuente con sus creencias, creía en el destino, aunque no en el azar, y pensaba que allá donde los hados lo guiaran, la virtud lo acompañaría, y la seguiría con agrado en el mar sin orillas de la vida. Eternamente insatisfecho e intolerante con la falsedad, era capaz de responder con un acto de generosidad excepcional al reclamo de la amistad, y su respeto por la palabra empeñada era proverbial entre sus afectos y amigos. Rechazaba los elogios y trataba su espíritu con rigurosa severidad a través de una conciencia endurecida en los años vividos en las minas de Egelasta y en los hornos y fundidores de Cástulo. Vivía sin apremios y asentaba su ambición personal en su innata agudeza para el mercadeo con el metal, así como en la exigencia sostenida en todas las acciones que emprendía. Sentía afinidad por lo justo, y de su rostro, atemperado por la ecuanimidad, emanaba un halo bienhechor que magnetizaba a sus semejantes.
Hiarbas, fascinado como la mayoría de los cortesanos de Tartessos por los lujos griegos, disfrutaba de la emoción estética de la Hélade, y se comportaba conforme a sus armoniosos cánones. Mantenía en su casa a un lirista griego, Alástor de Pérgamo, un cantor de naturaleza incierta al que había manumitido y que amenizaba sus fiestas con su exquisito arte. De su padre, Kulkas, el herrero, había heredado la lealtad al rey, su escrupulosidad en el trabajo, y el aplomo para salir airoso de las situaciones más comprometidas.
Mientras caminaba, se deleitaba con la perspectiva de la esplendorosa Ciudadela del Lago, Turpa, la urbe sagrada de los tartesios, arropada por la vetustez de sus murallas y lamida por un sol que disipaba la vaporosa niebla de los campos y el estuario del río Tertis. Efluvios dorados suspendían a la sede de los reyes geriónidas, en el espejismo de un efímero incendio de contraluces.
La ciudad se abría como un jardín, rodeada de canales y bosquecillos de mirtos, entre un mar de azoteas blancas que acaparaban la luz del amanecer. En cada casa crecían los árboles frutales y sombreaban los emparrados sobre los patios. Y por encima de la laberíntica geometría de los tejados descollaba el palacio real de la estirpe de Argantonio, el rey de la plata, el predilecto de los dioses, el príncipe de los Diez Pueblos, el que gobernaba con ecuanimidad una nación de hombres libres, el País del Ocaso, donde el mar se abismaba en las aguas de los atlantes.
* * *
Conforme prosperaba la mañana, una marea humana arribó de los poblados de Nabrissa y Colobona y de las lejanas Olba, Onoba y Cartare[13], en las gabarras de pesca, arremolinándose en las escalinatas del palacio, de donde partía la comitiva real hacia el templo de Noctiluca, el de la Luz Matutina[14], el Lucero que centelleaba el firmamento en la alborada.
Con la festividad arrancaba la primera estación del año lunar, festejándose con un jubileo multitudinario en el santuario de la diosa, la deidad alentadora de la fecundidad, a la que ofrendarían los primeros frutos de la tierra y de cuya voz escucharían el oráculo de año nuevo. Gentes animosas acarreaban ramilletes de olivo en carros engalanados de guirnaldas.
Súbitamente se hizo el silencio, cuando los cuernos tronaron, y al poco bajo el dintel del portón de bronce compareció la figura inalterable del rey Argantonio en toda su excelsitud, acompañado de su última consorte, Erguena, una mujer de mirada fría como el rubí, hermosa e inaccesible, de la belicosa tribu de los gymnetes que habitaban las tierras del este en los confines de Tartessos. Desposada con el monarca por un pacto tribal, pasaba por ser una mujer piadosa y callada.
El soberano, un hombre de alta estatura, barba derramada sobre su pecho velloso, boca bulbosa y semblante estilizado, sostenía en la mano derecha el sagrado gereb, un rollo de cuero ribeteado de oro que encerraba un papiro con el patrimonio heredado de sus antepasados, el poder sellado que lo legitimaba ante la nación como el soberano de los Diez Reinos. En la otra mano empuñaba con majestuosa dignidad el báculo de Gerión, el de los toros rojos[15], de Nórax, el colonizador, de Gárgoris y Habis, los legisladores, y se ataviaba con la vestidura sacerdotal color magenta, y los aderezos de oro, pectorales y brazaletes, que lamidos por el sol refulgían como astros.
Aquel hombre refinado poseía una mirada altiva, aunque un atisbo de melancolía denotaba la soledad de los que gobiernan. Amaba que lo honraran, y se sentía querido por el pueblo, al que había conducido a la concordia y a la abundancia, por lo que sonreía con gesto apacible, recibiendo halagado el clamoroso recibimiento. «¡Argantonio, Argantonio!», invocaban enardecidos.
Descendió con serenidad los escalones y se aposentó en una carroza de la que tiraban bueyes uncidos, bajo un parasol que sostenía un esclavo númida. Y entre el destello de los gallardetes con los emblemas de Tartessos, el sol, la luna, la cabeza del toro sagrado y el tridente de Poseidón, transmitió la orden formal de partida:
—¡Que la Madre y los dioses refulgentes nos alienten!
Los jefes tribales y los ancianos del Consejo seguían al rey en carros engalanados con pámpanos de vides, en medio del alborozo y del canto de los himnos. De repente se alzó una polvareda y se oyó el ajetreo de un carro aqueo tirado por dos fogosos corceles. En el pescante, manejando bridas y látigo, resaltaba una atractiva figura que atraía la mirada fascinada de los orantes. El auriga era un hombre de piel oscura y barba puntiaguda, ágil y liviano, el admirado príncipe Milo de Gadir. Persona cultivada, un tanto exhibicionista, era el primogénito del rey sufete de Gadir, el gran Zakarbaal. Reparó en la presencia de Hiarbas, su amigo tartesio, y se hizo ver invitándolo a compartir el carruaje.
Hiarbas y el sarím[16] fenicio compartían una amistad sin sombras desde hacía dos años. Ambos habían nacido el mismo día, el primero del mes de la siembra, hacía ahora veintisiete años, y sus horóscopos se entrelazaban insólitamente coincidentes. Para el tartesio, Milo era un fenicio distinto a los demás, pues había creado a su alrededor un mundo paralelo a los de su sangre, ensoñador y escasamente mercantil, que lo fascinaba. El extravagante, bello y seductor príncipe mostraba un humor variable y una juvenil vanidad, pero al tartesio lo atraía la singularidad de sus agudezas. De ánimo obstinado, que llegaba incluso a desconcertar, desplegaba en sus acciones más ímpetu que talento. Mantenía una puerta abierta a lo quimérico, lejos de los afanes diarios, dejándose seducir por los fabulosos cantos de sirena que lo aliviasen de las miserias cotidianas.
Un sacerdote aurúspice del templo de Melqart les había presagiado que sus vidas se hallaban fatalmente ligadas a Astarté y que un día la diosa fenicia los sometería a una prueba pavorosa, anuncio que los mantenía unidos a tan insólito presagio. El maestro de metales no ignoraba que el bienestar de su pueblo dependía del emporio fenicio de Gadir, que, apostado frente a las costas tartesias, comerciaba con sus riquezas en los mercados de Oriente, por lo que persistía en sostenerlo, enriqueciendo día a día su amistad con el príncipe.
Milo, sin sombra de falsedad, lo abrazó efusivamente, extremo que no pasó desapercibido a Argantonio, quien se felicitaba por la amistosa asociación. El rey, que poseía una opinión inestimable tanto de Hiarbas como del sarím gadirita, su principesco huésped, sonrió complacido. «Dos corazones aún no desengañados de la vida que aman la amistad y que juegan a una política justa, pero a veces imposible», pensó Argantonio, que recibió la salutación de Hiarbas con una afable sonrisa.
—¿Someteremos hoy la eterna incertidumbre de nuestras vidas a la diosa, amigo mío? —preguntó Milo, en alusión al augurio que los unía.
—Mi príncipe, yo siempre dejé fluir el albur de mi destino a su libre albedrío, y sostengo que aquel anuncio del sacerdote de Melqart fue tan sólo el presentimiento de un augur confundido.
Milo, que creía a pies juntiñas en la infalibilidad del vaticinio, le confesó:
—Pues ese anuncio me persigue como una maldición, Hiarbas, y si está escrito en las tablillas del dios, se cumplirá algún día, tenlo presente. Tú parece que con esas tabas de la fortuna estás libre del infortunio.
—Olvídate de él, Milo —replicó, echándose a reír—. Asistamos al rito y gocemos de los frutos de la vida. ¡Es la fiesta del nacimiento de la luna!
El príncipe, animado por estas palabras, arreó a los corceles, cuyas crines flamearon al viento. Alrededor se oía el golpeo acompasado del pandero y los ritmos de las flautas y cítaras que acompañaban los cánticos.
* * *
Los peregrinos entregaban a los eunucos del templo láminas de bronce donde formulaban las consultas a la sibila, mientras aguardaban en el bosquecillo sagrado la llegada del soberano. El santuario del Lucero o Noctiluca, el vigía de los secretos de Tartessos, era para los tartesios un lugar santo habitado por genios beneficiosos donde se invocaba a la diosa. Una cohorte de sacerdotes con los cráneos rasurados y brazales en forma de serpiente en sus brazos, el signo de la diosa, recibieron al monarca.
Entre el piafar de los caballos y el chirriar de los carros, los clérigos entonaron las loas a la diosa para que bendijera las cosechas y ganados, y recibieron de los devotos los corderos y los toros adornados con cintas de colores que sacrificarían en la bucólica festividad. Los oligarcas de los Diez Reinos y los guías de las tribus que habían arribado de sus tierras se llegaban hasta el rey, quien se dejaba envolver por el calor del fervoroso pueblo. Le besaban las manos, recibiendo de su dignidad paternales bienvenidas. Hiarbas aspiró el aroma a pino que empalagaba el aire, instante en el que una sacerdotisa coronó al rey con una guirnalda floral, diciendo:
—Descendiente de Gerión, el de las tres cabezas, la diosa te espera.
Argantonio, seguido del cortejo, ingresó en el santuario, un recinto de arcaica arquitectura dórica que conturbaba por su placidez. Las paredes de terracota irradiaban cálidos tonos azafranados y en su interior se palpaba el aliento de la deidad. Alzado sobre el declive de un altozano, florecía en su atrio un olivo centenario, cuyo tronco besó el rey con unción.
Manaba un manantial para abluciones a escasos pasos del peristilo y en el silencio se oía el borboteo de los caños mezclado con el zumbido de las abejas libando en las flores. En sus aguas residían las influyentes matres, las deidades protectoras de la tierra, los manantiales y la naturaleza, que tanto veneraban los tartesios. Hiarbas, al que la insonoridad y la paz de los ámbitos sagrados lo conmovían indescriptiblemente, entornó los ojos cegado por la penumbra. Cuajado de lamparillas de aceite, marfiles de Nimrud, thymaterios donde ardía el sándalo y exvotos de oferentes agradecidos, anclas de plata y cálices de oro, se ofrecía como un remanso de paz.
Las marcas de la serpiente y la luna, símbolos de la verdad y la sabiduría, exornaban el cortinaje que ocultaba la imagen de la Luna. Y al fondo, alumbrada por hexágonos de luz, una puerta de plata maciza comunicaba el templo con la cueva del oráculo, que el vulgo designaba con temor como La Cripta de los Inmortales, una concavidad sumida en las profundidades del santuario que exhalaba vahos proféticos y donde la pitonisa, sentada sobre un trípode, recibía las ambiguas palabras de la diosa.
Aseguraban con temor que allí se custodiaban los patrimonios más apreciados del reino, la espada de oro del legendario Crisaor, un yelmo del rey Gerión, la coraza de bronce de su nieto Nórax y una lámina de plomo con el primer pacto entre los fenicios de Tiro y el pueblo tartéside, así como otros preciados tesoros del conocimiento, de un valor incalculable, que ningún ojo profano podía admirar y por el que muchos poderosos asesinarían.
A la críptica gruta tenían acceso únicamente el rey, el sumo sacerdote y la pitonisa de la divina Luna, la diosa a quien también adoraban los colonos fenicios en aquel mismo lugar bajo la advocación de Astarté, Tanit, Selene o Afrodita de Pafos. Y ni los prepotentes sacerdotes de Poseidón, siempre celosos del poder del Lucero, podían penetrar en la cripta y escudriñar sus secretos.
Unas siervas dedicadas al culto descorrieron las cortinas, surgiendo enseguida la imagen de la diosa con la cabeza circundada de rayos dorados, que los observaba con su mirada fatua. Volutas de incienso, opio y romero nimbaban la venerada efigie de la Altísima, iluminada por unos lampadarios parpadeantes que colgaban del techo.
A la señal de un metálico batintín, Argantonio se adelantó y vertió sobre el ara chorros de aceite y vino, mientras sus tres hijos, aún tiernos infantes, depositaban ofrendas bajo el pedestal, vasos de alabastro con perfumes, miel y vinos de Xera, trípodes de bronce y brazales de plata. El rey, hombre devoto de la deidad astral y del que fluía una aura serena, alzó los brazos a las alturas e invocó a la diosa con una plegaria en la que rogó para sí y para su pueblo abundancias y paz.
—Madre de la Luz Incierta, tu servidor, guía por tu voluntad de la nación tartéside, ruega tu favor, oh, hija de la Tierra. ¡Dama de la Noche, alumbra las sendas de Tartessos con tu luz!
El príncipe Milo, en nombre de la urbe gadirita, ofrendó a Noctiluca un valioso escabel egipcio de marfil decorado con gemas.
—Divina Astarté Noctiluca, auxilia a Gadir y a sus moradores —suplicó reverente, enunciando las dos identidades de la dea: la fenicia y la tartesia.
Debieron de satisfacerle las invocaciones y dádivas a la diosa, a tenor de las inacabables inclinaciones de las sacerdotisas, momento en el que crujieron los goznes de la puerta argéntea, cincelada con las efigies de los antiguos reyes. Se hizo un silencio sepulcral y de entre el velo nebuloso de sahumerios surgió la figura de la nueva pitonisa del oráculo.
Y cuanto la rodeaba palideció ante su subyugante presencia.
Una arrebatadora y a la vez tímida muchacha de ademanes apacibles y afectada gravedad, de unos dieciocho años, vestida con un exuberante tocado de ajorcas y un velo traslúcido que la cubría desde la cabeza a los pies, se detuvo en el dintel contemplando a los fieles con su mirada reposada.
De armoniosas formas, mediana estatura, ondulante como un tallo florecido, con la piel del color del ébano, de la tonalidad de las etíopes, dominaba la escena sin mostrar el nerviosismo de una neófita. Los presentes enmudecieron y guardaron una supersticiosa compostura. La interlocutora de la diosa, la consejera de sus palabras, los observaba.
Avanzó con las manos cruzadas sobre el pecho, como queriendo ocultar una brillante sierpe de amatistas. Del velo alzado por una peineta de plata sobresalían una diadema de ágatas, y de las orejas, dos pendientes cónicos que amoldaban el óvalo de un rostro delicadamente maquillado. Y amansando sus ojos negros y puros, la extraordinaria criatura inundaba la atmósfera de enigmas.
Hiarbas sabía que una nueva sacerdotisa había sustituido a la vieja adivinadora Maut, una decrépita nonagenaria muerta durante el invierno (según decían, tras una atroz enfermedad), pero ignoraba que aquella perturbadora joven, que debía de poseer innatas virtudes para la adivinación, fuera la nueva intérprete de la diosa y la conocedora de los grandes arcanos del reino.
A Milo, magnetizado por la súbita aparición, se le cortó la respiración.
—Verdaderamente, parece la reencarnación de Astarté —declaró—. Jamás conocí a una mujer tan incitante y de expresión tan pudorosa y bella.
—Se dice que hasta los sacerdotes de Poseidón la temen —asintió Hiarbas.
—¡Rey de pueblos, hijo de Poseidón, el de los veloces caballos, descendiente de Gerión, te hallas ante la presciencia de Anae, la vaticinadora de Tartessos, la voz infalible de la diosa! —les advirtió una de las sacerdotisas.
A la turbación general siguió un místico mutismo, que se rompió cuando la joven sibila se acomodó sobre un sitial tan sagrado como temido, donde las pitonisas de Tartessos pronosticaban los oráculos desde el principio de los tiempos. Aspiró como si percibiera el hálito o khasma de la diosa y entró en trance, como sintiendo una fuerza que turbara su espíritu. Cerró los párpados, se balanceó, y al abrirlos señaló con su mano profusamente adornada de anillos al rey, a quien reveló con una voz tan sedosa como el caramillo de un rapsoda:
—Rey Argantonio, predilecto de la Madre, protector de los toros sagrados, nauta de la nave tartéside que surca las aguas hacia el Ocaso, escucha el inapelable mensaje de la creadora luminosa: «Siento la estrella de Tiro palidecer y tornarse en polvo, mientras sus hijas se baten en los mares con los navegantes de la Hélade. No trates de amar a todas las naciones, Soberano de la Plata, pues aunque el destino de Tartessos fue servir de crisol y refugio de pueblos, has de arrodillarte ante el fruto de Pigmalión. Esto dice la diosa».
Y calló, creando una atmósfera de inexplicables conjeturas.
En un pueblo propenso a abandonarse a las fuerzas de la naturaleza, el consejo de la Madre resultaba tan inapelable como incomprensible, pues con él, para lo bueno o para lo malo, se sentía protegido. Pero, contrariamente a años anteriores, en los que las predicciones eran tan ambiguas que no podían interpretarse con claridad, aquel presagio poseía la hondura de una certeza, y no de la acostumbrada palabrería de antaño.
Tartessos se regía a través del consejo de las deidades astrales que conciliaban el devenir de sus vidas en los versos salidos de labios de sus pitonisas. ¿Habría entrado en la sagrada locura de la diosa? ¿Era un arrebato de su joven imaginación?, se preguntaban. Había aludido a Tiro, la madre de Gadir, la ciudad vecina de la nación tartesia; a los navegantes griegos, tan anhelados por Argantonio, el más esclarecido filoheleno de Occidente. Pero nadie había alcanzado a interpretar la referencia al fruto de Pigmalión. ¿Por qué debían arrodillarse ante él?
Argantonio, en contemplativa postura, no movió un solo músculo de la cara, pero en sus gestos parecía dibujarse una preocupación, como si aquel enigmático presagio viniera a confirmar un dilema inexplicable que lo inquietara. Secó con el dorso de la mano una gota de sudor que se le deslizaba hacia la barba, e inclinó la cabeza en señal de respeto, aceptándolo.
Sin embargo, entre los asistentes, uno había prestado atentos oídos a la predicción: Milo, el príncipe fenicio, apasionado de los augurios, circunstancia que no pasó inadvertida a Hiarbas, que lo vio titubear con el incomprensible vaticinio.
Siguió al ritual del oráculo el banquete campestre que ofrecían a Argantonio los sacerdotes en el bosquecillo, entre el bucólico vaho de los prados y protegidos por lonas, pabellones y tiendas de lino. Rodeado del pueblo, improvisó una ferviente plática que cautivó al auditorio, y luego, con su innata cortesía, invitó al pueblo a saborear con espumeante celia[17] los animales sacrificados en la conmemoración del año nuevo, señalado fasto que se dilataría hasta el amanecer, cuando en el horizonte se desvaneciera «el lucero del alba», una de las deidades de Tartessos.
Hiarbas alzó la mirada hacia las orilla del lago Ligur, surcado por barcas embanderadas que centelleaban con el sol. Extasiado, percibió el clamoreo de los ánades sagrados, que explorando las marismas del río Maneoba[18] se perdían entre el trabado manto de rocinas y eneas. Olía a tomillo y la caliginosa atmósfera propagaba una brisa que se colaba bajo los toldos, que, sabiamente colocados, permitían el paso entrevelado del sol.
Entre las umbrías alfombradas de anémonas y amapolas, los sirvientes apostaron escabeles, pieles de cabra y hules de cervatillo donde se acomodaron los invitados, entre ellos la enigmática pitonisa Anae, la flamante voz de la diosa, que a la diestra del rey y del extasiado sarlm Milo concitaba las inquisitivas miradas de los comensales. Dispusieron cráteras para mezclar vinos, innúmeras cazuelitas, ánforas de vino de Qyos, jarras de barro y orzas de bronce donde deleitarse con la culinaria tartéside, cuyos primeros platos ofrecieron a la divinidad.
Hiarbas saboreaba las aceitunas aliñadas al modo fenicio y los frutos del océano atrapados a gancho y con luna llena, que sazonaba en salsas de sésamo y piñones. Murgas de cantores y liristas, que iban de un lado a otro, amenizaban con sus cantos el agreste ágape. Y a medida que se alzaba la hilaridad entre los agasajados, corrían los vinos de las albarizas de Xera[19] acarreada en odres de piel de toro desde Ullía, y se servían los guisos de perdices, los conejos escabechados y las gelatinas de los toros sacrificados en el ara de Poseidón.
El cénit del festín campestre se alcanzó al servir los ahumados y el garum de las almadrabas de Cilpe, para acompañar a las urtas, pargos y calderetas de rayas, a los huevos de avestruz con habas de Turpila y a los corderos y cabritos acarreados de las sierras de Ugía, que eran horneados en asadores y chorreados con aceite de Ispali[20], la impagable dádiva fenicia a la civilización tartesia.
El festín continuó hasta el atardecer, cuando el regocijo se liberó en danzas, y los invitados apuraban las fuentes con quesos de Arunda aromados con arropía, cocas con miel, higos de Sexi y empalagosos néctares de bayas, hasta que el convite fue perdiendo la inicial solemnidad y se iniciaron los escarceos amorosos, y los cánticos al gran falo de madera y junco trenzado, símbolo de la fertilidad, que a medianoche sería quemado como homenaje a la diosa de la fecundidad.
Hiarbas no dejaba de observar a la pitonisa, que con comedido movimientos distribuía las pláticas entre el rey, Erguena y el hipnotizado Milo, quien apenas si probaba bocado absorto ante su delicada belleza y sus palabras arrebatadoras. Ensimismado con el rumor de las aguas del manantial, advirtió sorprendido que la sacerdotisa se aproximaba al soberano y lo señalaba directamente a él, cuchicheando en el oído del monarca para no ser oída.
La insólita incidencia lo dejó escamado, pero relegó al olvido el lance hasta que la nueva pitonisa, tras mirarlo fugazmente y sonreírle, se incorporó del sitial, instante en el que los convidados, incluso el rey, se alzaron de los asientos respetuosamente y la despidieron. Un coro de eunucos y sacerdotisas la rodearon, y con pasos leves abandonó la carpa real en dirección al templo.
Una devoción fervorosa la precedía, los admiradores, esclavos de su belleza, se estremecían, y el pueblo callaba inclinándose sumisamente a su paso, pues aquella hermosa mujer pertenecía a la diosa celeste y era tenida por la mujer más sagrada de Tartessos. Y mientras desaparecía entre las selváticas frondas, un soplo de viento del monte Abas se unió al retumbo del mar. Hiarbas reflexionó, perturbado por el extraño interés demostrado por la sibila, y también porque lo había inquietado hasta lo inexpresable.
«¿Por qué me ha señalado con su dedo sagrado? —se preguntaba—. ¿Qué encerraría la inquietante predicción que ha alarmado tanto al rey y sobrecogido al sarim Milo de Gadir?»