Un aire húmedo anunciaba la inminencia de la Cuarta Estación, la del retorno de los espíritus celestes, eternos e inmutables a la tierra.
Habían concluido en la apacible Tartessos las bonancibles noches del plenilunio y se avecinaba una Luna Oscura mensajera de nubes y tempestades. El lago, de flamígero fuego, despedía reflejos escarlatas sobre el techo de bronce del templo dedicado en Turpa a Poseidón y Klaitó, su regia esposa. En medio de una quietud estremecedora, Tehrón, que había sido convocado por el monarca, oraba de bruces en el suelo ante la estatua del dios bajo la atenta mirada de Argantonio, Hilerno, el gran sacerdote, Balkar y Hiarbas, sentados en silencio ante el ara.
El santuario era un ascua de fulgor con la luz del atardecer, que se filtraba por las cimbras. El crepúsculo se materializaba en ígneos puntos de luz que al disgregarse en las bóvedas y en los tesoros que acopiaba subyugaban por su vibrátil resplandor. Refulgían las efigies de las Nereidas en las hornacinas cabalgando a lomos de delfines de marfil y las tallas en oro purísimo de la dinastía geriónida y de los héroes de Turpa.
Crepitaban los granos de sándalo en los tizones de los trípodes y el aceite tirio en las lámparas de tres fuegos. El altar donde se ofrecía la sangre de los toros y los frutos de la tierra antecedía a la áurea Columna de las Leyes esculpidas, los arcádicos decretos de la nación tartéside y los inviolables pactos de los Diez Reinos.
Dominando el interior de la nave, descollaba la imagen de Poseidón en bronce dorado, mayestático en un carro tirado por seis caballos alados y tan gigantesco que la cabeza acariciaba la techumbre. A Hiarbas, la inanimada presencia del dios, las palpitantes candelas, el olor seráfico de la resina y el silencio lo alteraban indescriptiblemente. El entumecido Therón concluyó la retahila de plegarias, que parecían no tener fin, y fue ayudado a incorporarse. Con la mirada inerte y reseca y mostrando el espantable blanco de sus ojos, habló con la mirada perdida en el vacío:
—He tenido un sueño, una visión, y una voz me ha hablado. La edad de la inocencia ha concluido para Tartessos, y para Turpa, la Dama del Lago, que, se desvanecerán en el principio de los mitos.
—¿Qué mal corroe los cimientos de Tartessos, maestro? —inquirió el rey.
—Pertenecemos a un mundo decadente y terminal, Argantonio —lo señaló—. Pero a ti te cabrá el honor de concluir su última época de esplendor.
—¿Y quién lanzará el primer dardo contra nuestra civilización? —se interesó el monarca.
—Ya lo perpetramos nosotros mismos con los egoísmos, con la rapacidad de los señores y la falta de generosidad con los menos favorecidos por la fortuna —aseveró el augur.
La expresión de los oyentes se ensombreció de intranquilidad.
—Sabemos que es preciso provocar el futuro con astucia. El fin de Tiro acarreará efectos arrasadores y debemos hallar nuevos aliados. No consentiré la desaparición de Tartessos de la memoria de los hombres —sentenció el rey.
—La historia ya se ha pronunciado —dijo Therón—. Cartago no permitirá que ninguna nación helena se le adelante. Su moral está desprovista de piedad y de significación generosa. Cuando lo decidan, arrasarán sin compasión.
—¿Y una sola raza puede despojarnos de la voz y de la tierra con tan sólo codiciarlas? ¿Nos entregaremos al destino sin combatir? —se rebeló Hiarbas.
—Los caudillos del hierro construyen sus imperios sobre voces silenciadas y cadáveres apilados. Somos un país altivo, pero pacífico y, por ende, desdichado —dijo el rey.
—Pero hasta que no avance el mar, nada debemos temer —aseguró el augur.
En medio de murmullos, el cenáculo de hombres de dios y de estado se removía inquieto. El monarca, con el gesto afligido, se aclaró su maltrecha garganta, el mal que siempre lo aquejaba, y tomó de nuevo la palabra:
—Ante el torrente de cambios, y el aterrador vacío que se entrevé en la distancia, decidí a tiempo aliviar a mi leal Balkar de sus obligaciones y elegir a su sucesor para que actúe a mi diestra en el futuro con la misma lealtad y no menos recto juicio.
Magnetizados por su palabra, todos contenían la respiración, hasta que el rey, señalando con el dedo al pentarca de los Metales, dijo sereno:
—Recordarás, Hiarbas, que el día de la visita a la Cripta de los Inmortales te manifesté que reservaba para ti otra responsabilidad de más alta exigencia.
—Sí, aunque con estos eventos recientes lo había relegado al fondo de mi memoria —dijo conmovido.
—Pues escucha —dijo, y abrió su perfecta sonrisa—: Los tres ilustres hombres que nos acompañan, con Balkar a la cabeza, y yo mismo, hemos decretado que para la próxima fiesta de la Luna divina, en primavera, accedas al cargo de gran mayordomo de palacio, que es como decir mi mano derecha y segunda autoridad de Tartessos.
Hiarbas se convirtió en la viva expresión del sobresalto.
—¿Yo, señor? —preguntó sin fatuidad y embargado de estupor.
—Sí, tú. Te favorecí incondicionalmente en la oscuridad de tus comienzos, y en tu viaje al saco del mar Interior has evidenciado el cambio del mundo. Conoces la raza insolente de Cartago, la pujante Grecia y has navegado por el mar Interior y el de Afuera. Nos jugamos la supervivencia de nuestro pueblo.
—Eres digno de nuestra confianza, pues sabes disimular tus sentimientos tras un velo de impasibilidad —corroboró Therón—. Las cenizas sagradas lo aprueban, y los dioses luminosos te amparan.
—Lo vas a tener difícil —intervino Balkar—. Hemos de poner en marcha una nueva estrategia mercantil e invitaremos a los navegantes carios, rodios y sobre todo a los focenses a recalar en Turpa.
—¿Por qué a los focenses en especial? —preguntó Hiarbas.
—Por ti conocemos que los samios no recalarán en el futuro en Turpa, pero a las naves de Focea[108] se las ha visto en el país de los oestrymnios comerciando con el oro y el estaño de las Kasitérides. Si perdemos el monopolio del metal blanco, Tartessos se verá abocada a la ruina.
La mirada gris del pentarca, encendida de contento, se deslució:
—Argantonio, no desearía que por mi causa Balkar se viera relegado de sus privilegios.
—Balkar asumirá gozoso la gobernación de los territorios del este, atento a cualquier recalada de los cartagineses en nuestras tierras. Así regresará a su Mastia natal a disfrutar de los suyos, y a fortificar la frontera.
—Siendo así, mi gran señor, asumo tu mandato con gozo.
—De aquí en adelante, te cubriré con el manto de mi autoridad. Tus enemigos serán mis enemigos y tus amigos los míos. Y tu palabra será ley en Tartessos. Que Poseidón, a cuyos pies dialogamos, te proteja.
Hiarbas esbozó una veleidosa sonrisa de satisfacción, y confesó:
—Nadie discute ni contradice la voz de Argantonio y jamás declinaría un deseo salido de tus labios.
—Yo pronto me convertiré en un cobijo de dolencias y los viajes por los Diez Reinos me agotan —confesó el monarca—. Se avecinan tiempos de mudanza, los navegantes foceos recalan en nuestras costas, y tú eres constante, sagaz, capaz de discernir entre lo justo e injusto y de conciliar discordancias, virtudes que se me aventuran indispensables para la tarea de gobierno.
—Tu prodigalidad al instalarme en la cúspide de la jerarquía me abruma —aseguró el pentarca.
El orfebre, conmovido, abrió la alegría de su corazón al monarca, el idólatra de los griegos, el del carácter pacífico y el propenso a la filantropía.
—Aunque un día, en Nora, dudé de tu afecto —dijo Hiarbas— y creí que me utilizabas como un vulgar peón, hoy te manifiesto mi gratitud, rey de reyes.
—No te empleé en vano, sino que aproveché tu arrojo en favor de Tartessos. En un mundo despiadado has bebido su amarga hiel. Los mortales damos la fiel dimensión de nosotros mismos sólo en las desdichas.
—Mi soberano y regidor del reino del Ocaso, disipadas mis dudas, es una dignidad que acepto sin exigencias, y beso tu mano con gratitud.
Cuando abandonaban el templo, Therón se revolvió y aún tuvo tiempo de alarmarlos con su voz de ultratumba. Iracundo, se dirigió al monarca:
—La ignorancia de los males venideros te será más útil que su conocimiento, Argantonio. Aunque sé que tu miedo no es conocer el futuro, sino no poder dominarlo. Sin embargo, ni aun cercando Tartessos con una muralla ciclópea, podrás evitar el destino marcado por los dioses.
—Maestro de Menestheo, el alma que se inquieta por el porvenir se siente muy desgraciada. Siempre he sostenido que la página más bella de la historia de un pueblo es la que aún permanece cerrada bajo siete llaves —le rebatió—. Pretender dominar el devenir es una insolencia contra el padre Poseidón, que nos oye. Gracias por tus consejos.
La opaca mirada de Therón aún pareció más aterradora, pero enmudeció y salió cabizbajo.
Hiarbas elevó sus ojos hacia el dios de los océanos con agradecimiento, y su imagen, gélida e inerte, reflejó un fulgor repentino que aun sin vida parecía enaltecer la investidura y otorgarle las fuerzas que precisara, sosegando su ánimo alterado por el atrabiliario Therón.
* * *
Del río y del lago ascendía una densa bruma, y el frío se colaba por las rendijas del palacio. Hiarbas había ganado una fuerza inusitada entre los dignatarios de Turpa. El rey conocido gastrónomo, lo recibió arrellanado en un diván frente a unas mesitas fajeadas de filigranas y un brasero que irradiaba un templado calorcillo. Saboreaba granadas azucaradas con miel de Melaría, mientras sostenía en sus brazos un felino al que arrullaba indolentemente. Conversaron en una calmosa plática, y cuando se disponía a marcharse, indagó sobre una duda que lo incomodaba:
—Mi señor, ¿conocías el sacrificio personal de Milo?
—Sí, claro, pero el secreto ha de constituir la savia de los que gobernamos. Me lo notificó Zakarbaal, arrasado en un puro llanto. Había forjado a su hijo en el yunque de la sensatez, pero se quebró como un alfeñique. Tartessos precisaba de una pronta satisfacción o nuestras relaciones se hubieran torcido sin remisión, y la decisión de inmolarse fue un acto de honor.
—Una mentira destruye una amistad duradera, pero la verdad la restaura —aseveró el pentarca.
—Ciertamente, Hiarbas. Yo le exigí que fuera juzgado por sus magistrados, y como mucho se le condenara al exilio; pero el sufete, hombre de reputación, me confesó que, siguiendo una sagrada y ancestral costumbre tiria, se ofrendaría voluntariamente al fuego de Baal. «Quien se alza contra su propio pueblo, obra con iniquidad, y merece el desprecio de su sangre», dijo.
—Se autoinmoló en el más tétrico ritual que puedas imaginar. Fui testigo de ello, y ha quedado grabado en mi memoria como un calamitoso sueño.
—Has soportado experiencias pavorosas y te has sometido a unas pruebas tan duras que no cualquier hombre resistiría. Estoy orgulloso de ti, Hiarbas.
—Mis actos, señor, han sido gobernados por un malévolo ardid del destino y no me siento orgulloso.
—Créeme si te confieso que no aprobé el fin de Milo, pero cuando se destapa la ambición en un hombre se convierte en una alimaña —señaló el soberano—. Su memoria nunca podrá restituirse, pero cuanto ha rodeado a esta intriga demencial ha resultado repulsivo. Una mujer guiada por la venganza, un vanidoso médico ávido de riquezas y un ensoñador príncipe que se ofuscó con el fuego fatuo del poder. No supieron atemperar un sueño imposible y una ambición desmedida.
—El designio de los dioses luminosos así lo decidió —replicó—. ¿Se ha descubierto, mi rey, si había alguien más implicado?
—Por Zakarbaal sabemos que no más de tres eminentes comerciantes de Gadir, y dos altos señores de Mastia, en el este, que se han exiliado a Cartago. La nación tartéside y los Diez Reyes siguen leales a la corona de Turpa.
—Sé que vivimos en un mundo en crisis, porque la carencia de piedad y la corrupción lo sojuzgan todo —manifestó Hiarbas pensativo.
—Por eso pienso que Tartessos precisa de un impetuoso revulsivo capaz de zarandear las conciencias más codiciosas —se sinceró el rey.
—Nada podemos contra el destino; sin embargo, trataré de comportarme audazmente; pero ¿y si no lo lográramos?
—Supondrá la señal fijada por los dioses de nuestro fin, Hiarbas. Deploraría que la sacra monarquía de Tartessos fuera una estirpe agonizante.
—Porque abrigamos similares anhelos, colaboraré estrechamente en tus grandiosos sueños, mi rey.
—Por designio de lo alto, tú te has convertido en el gran apoyo de mis proyectos —lo sorprendió el soberano—. No habrá nuevo amanecer para Tartessos sin nueva savia.
Vivamente complacido decidió que no abandonaría el solar conquistado, por lo que saboreó con el soberano un vino almizclado de Xera, deleitado con la armonía de las fuentes y el trino de los pinzones. Luego, platicando sobre sus futuras funciones, percibió que por vez primera, mientras conversaba con el monarca, ningún siervo ni jardinero se les había acercado. «Agradezco a los dioses luminosos el fin de la infausta perfidia, y el alba de un tiempo puro y veraz».
* * *
A menos de un estadio de Turpa, Hiarbas volvió la vista atrás contemplando los esteros tartésicos, que se sumergían en una bruma de oro. Amasando una reflexión retrospectiva, avizoró nostálgico la ciudad esparcida entre los canales, nimbando entre el polvo y las umbrías, los perfumados granados y las cimbreantes cúspides de los palmerales que infundían una esbeltez etérea a las piedras blancas, rojas y azuladas de las murallas de Turpa. Restañadas las heridas del alma, viajaba con Níobe, su siempre amada, sobre los indómitos lomos de una yegua de Astigi. Alástor, Lineo, cuatro siervos armados y dos arrieros también cabalgaban tras la estela protectora de una caravana de acémilas, en tránsito hacia las minas de Cástulo.
Los primeros aguaceros habían ablandado los caminos y en los ribazos se veía a los agricultores arar los campos y a jóvenes varear las ramas de los olivares. En Egelasta lo aguardaba Kulkas y su familia, aunque debería regresar tras el equinoccio de invierno. La noticia había corrido como el viento, y Garos, el jefe de los clanes maessi, sentía como propio el elevado galardón concedido por el rey a uno de sus hijos. Jamás un miembro de la tribu había alcanzado tan eminente magistratura en Tartessos, Guardador del Sello, administrador de las arcas públicas y mayordomo del erario real. Hiarbas se convertiría en la segunda persona más poderosa de Turpa.
Hiarbas aspiró con ansiedad el aire de los pinos y sintió un gozo indescriptible. Tras muchos meses de angustia, había recuperado el gusto por la vida junto a la candorosa Níobe, así como la insustituible placidez que su alma precisaba. Percibía un respeto por ella como el que sólo merecen los espíritus puros, y notaba en su ánimo un alivio inefable tras haber cumplido con sus semejantes y con el cielo. Había sido redimido por el amor sincero de la sanadora y lo agradecía a lo más alto. Profesaba una pasión delirante por la muchacha con la que se había encadenado al mismo remo. Con ella había conocido la vacilación, el valor, el odio, la piedad, la frialdad, la duda, el afecto y la nobleza del alma humana. Ambos habían sufrido también el amargor de la desigualdad de los hombres y del horror de la esclavitud, y un lazo vigoroso los mantenía estrechamente unidos.
—Mis plegarias a la diosa y al compasivo Bel han fructificado, amado mío —le aseguró Niobe.
Le devolvió una mirada clandestina y atrajo para sí el morrión de piel, donde transportaba junto a sus pertenencias un vaso de plata con el anillo de los delfines y parte de las cenizas mezcladas de Milo y Anae, que enterraría en el templo de Némesis, en las fuentes del río Tertis, entre las umbrías de los argentinos olivos y las montañas de la plata.
Por azares misteriosos, sus dos amigos habían labrado su propia desgracia con calculadora animosidad y, pese a que su deslealtad no merecía el perdón, aún los recordaba con estima. Víctimas y sacrificados en un delirio de codicia, su memoria reposaría en su corazón para siempre. Sus dolorosas y trágicas muertes los habían exonerado ante sus ojos.
¿Qué extraña conjunción de azares habían inducido a los dioses a conducirlos a tan fatal final? —se preguntaba—. ¿Por qué los seguía estimando aun a pesar de haberse comportado con su patria perversamente? Tal vez porque en su amistad compartieron instantes felices, convocados a la voz del afecto; y en las desgracias, los había auxiliado generosamente aun a costa de su vida. En esa fuerza cifraba la firmeza de sus sentimientos.
Para Hiarbas de Egelasta, el otrora pentarca de los Metales de Tartessos, una edad se había cumplido y la clepsidra del tiempo le marcaba muescas de nuevos e impredecibles retos. Se hallaba ante la gran encrucijada de su existencia. Había desafiado a su sino, y éste, retador, le devolvía las tabas del destino sobre el tapete de la vida, listo para iniciar una jugada en la que no podía olvidar las reconfortadoras palabras de Argantonio: «Therón y los sacerdotes aseguran que hasta las estrellas agonizan algún día, dejando de relucir en el firmamento. Pero lo capital no es que el lucero de Tartessos se desvanezca en la nada, sino procurar que su fulgor perdure en el recuerdo de los hombres y su gloria no se desmorone ante nuestros ojos. Por eso, si nos consideramos seres de libertad, no toleremos ni la opresión de la espada del tirano ni, sus cadenas. Y si los dioses luminosos dispusieran nuestro ocaso, aceptémoslo con serenidad. Que se nos recuerde como al pueblo de la paz. Conduciremos nuestras creencias y nuestra sangre a otros mundos, y en torno a ellos alzaremos altares de concordia, confraternidad y sabiduría».
Flotaba una sutil fragancia a romero, y un mar verde de olivos, sabinas y álamos se balanceaban con un viento inconstante. Al fondo, el manso río y unas cumbres soberbiamente azules lo incitaban a la esperanza, porque amaba la vida.