Capítulo 38

DURANTE un horrible segundo, nadie se movió. Todo a mi alrededor se reveló con una claridad meridiana. La cara estupefacta de Michael, el agua viscosa empapando mi top, los restos de langostino sobre mi cabeza.

Michael se precipitó sobre mí.

—Dune, ve corriendo a coger servilletas de papel. Dile a Kaleb que traiga hielo. Se ha dado un golpe muy fuerte.

—Lo siento mucho, Emerson. —Dune dejó el cuenco en el suelo y se acercó a mí. Michael le hizo un aspaviento para que se fuera y se metió en casa en dirección a la cocina.

—¿Estás bien? —preguntó Michael, examinándome los ojos mientras me cogía de los hombros con cuidado. No pude comprobar si le hacía ascos a mi piel enganchosa—. Tienes las pupilas dilatadas. ¿Te duele la cabeza? Cómo te llamas.

—Claro que me duele la cabeza —salté—. Como me vuelvas a preguntar el nombre convertiré tu voz en soprano.

Su mirada se tiñó de alivio mientras me soltaba los hombros.

—Al menos estás bien. No estaba bien del todo.

Me aparté un mechón pringado de arena y puse los ojos en blanco.

—¿Tenéis manguera para quitarme todo esto? No puedo volver a casa así.

—No voy a dejar que te laves con una manguera —dijo, negándose en rotundo—. Sube a darte una ducha. Yo te lavo la ropa.

—Muy bien. Entonces, ¿me siento por aquí desnuda mientras se me seca la ropa? —pregunté. Me ruboricé al instante.

Por suerte, justo en ese instante apareció Dune con un rollo de papel. Empezó a arrancar papel con desconcierto y me fregó el pelo y el top suavemente, murmurando sin parar que lo sentía mucho.

—Dune —le dije, agarrándolo de la muñeca cuando sus disculpas ya se estaban volviendo demasiado personales—. No pasa nada. Ha sido un accidente. Sé que no lo has hecho con mala intención.

Sus ojos serios oceánicos estaban llenos de preocupación.

—De verdad, lo siento mucho.

—¿Ha sido muy fuerte el golpe? ¿Llamo a emergencias? —dijo Kaleb, saliendo despedido de la puerta mosquitera, hielo en mano. Cuando me vio, se quedó petrificado y estalló en una sonora carcajada.

—De qué vas —dijo Michael, reprendiéndolo—. Se podría haber hecho mucho daño.

—¿Estás bien? —preguntó Kaleb, con lágrimas en los ojos.

Apreté los labios y me crucé de brazos, sorprendida al notar que me venía un ataque de risa.

—Estoy divina.

Se echó a reír de nuevo. Yo me preguntaba si le había dolido tanto como a mí, porque tenía ganas de compartir mi dolor con él.

—No me hace… gracia. —Me senté e intenté recuperar el aliento, aterrizando encima de un montoncito de cabezas de langostino y resbalando hasta el canto del escalón, con un ascenso de hipo.

Dune ya no podía más. La expresión seria de sus ojos reventó en una profunda risotada, tirándose al suelo al lado de Kaleb. Michael permanecía de pie, inmóvil, mirándonos a los tres con algo parecido a melancolía en sus ojos.

Me sequé las lágrimas de los ojos y me aparté bruscamente el pelo empapado, mandando a volar por accidente unas cuantas cáscaras que aterrizaron cerca de Kaleb.

Kaleb y Dune siguieron riendo como dos colegiales que se han empachado de golosinas. Me tapé la boca para no arrancar a reír otra vez y miré a Michael.

—¿Qué? —pregunté, farfullando.

—Nada —respondió, negando con la cabeza—. Nada de nada.

Recién duchada, me senté en la cama de Michael, esperando a que me trajeran la ropa seca. Insistí en quedarme la ropa interior y, después de lavarla en el fregadero, la sequé con el secador de pelo.

Llevaba un rato sola con mis propios pensamientos. No paraba de pensar en la cara de Michael cuando se fue y me dejó afuera junto con Dune y Kaleb. Tenía una expresión casi de rendición.

Alguien llamó a la puerta. Me levanté de un salto y me acerqué, abriéndola sigilosamente y sacando la cabeza.

—Soy Ava.

Iba vestida con pantalón de pijama y top de licra ceñidísimo. Abrí la puerta del todo y me presenté ante ella con una camiseta de los Red Sox de Michael.

Examinó escrupulosamente mi pelo húmedo, mi camiseta y mis piernas desnudas con el detalle de las uñas rosas de los pies. No pude evitar preguntarme con qué frecuencia realizaba visitas nocturnas con pijamas encogidos a la habitación de Michael.

—Dónde está Michael.

—Abajo —respondí, sin dar más explicaciones del porqué estaba yo en su habitación. Se lo podía explicar él. Se podían reír juntos.

—¿Qué haces aquí?

No tenía ni idea de cómo explicar la bacanal del langostino.

—Es igual. —Sacudió la cabeza e hizo un ademán con la mano, disipando su pregunta y mi respuesta. Se acercó a mí en tono conspirador—. ¿Te puedo dar un consejo de amiga?

—Sí, claro.

—Michael y yo tenemos una relación muy cercana desde hace mucho tiempo. No me gustaría que acabases haciendo… el ridículo. No sé si me entiendes. —Me miró con ojos escrutadores, deslizando su mirada hasta la costura de la camiseta de Michael.

Me arrepentí profundamente de estar manteniendo una conversación así en bragas.

—Yo no estoy haciendo nada… lo único… yo estoy aquí para ayudar.

—¿Ayudar a quién? —preguntó, clavando los ojos en mi cara y queriendo mirar aún más adentro, en mis intenciones—. ¿A quién, concretamente?

—Ayudar… pues ayudar… —La verdad me golpeó como un martillo y retrocedí un paso. A ella no le habían explicado nuestro proyecto de salvar a Liam. Intenté reunir las palabras para buscar una explicación en lugar de quedarme ahí a verlas venir—. Estoy ayudando a Cat con unas cosas. Y ya está.

—Ah. —Sus labios dibujaron una insinuante sonrisa—. Entonces, será mejor que te quedes en la habitación de ella en lugar de aquí. Puede que Michael necesite venir aquí más tarde.

La imagen de mí misma asfixiándola con mi propia mano sobrevoló mis pensamientos, en mi mejor vertiente de asesina. De repente me alarmé por tener esos pensamientos invasivos.

—Pues sí, muy bien. —Le dediqué una sonrisa forzada—. Que vaya bien.

Cerré de un portazo antes de decirle algo más fuerte y me apoyé en la puerta un momento para respirar y calmarme.

Tenía que ir a un taller de entrenamiento de rabia.

Tenía que salir de esa casa.

Tenía que encontrar mis pantalones.