EL chico del esmoquin todavía era más guapo de cerca —alto, hombros anchos, piel suave y unos labios…—. Nunca habría dicho que trabajaba para un lugar llamado La Esfera. Yo me había imaginado a un cincuentón con gafas y barriga prominente y no a un príncipe arrebatador demasiado perfecto para mezclarse con la plebe. Me sacaba muy pocos años. Quizá estaba de prácticas.
Quizá Thomas lo había escogido porque jugaba en una liga menor y no se codeaba con los grandes.
—¿Por qué no me has dicho que él también venía? —le dije por lo bajo a Thomas. Mis emociones oscilaban entre la rabia y el horror.
—Prefería que él te viera primero.
—¿Como a una rata de experimento? —Resoplé—. ¿Dónde está mi tubito?
Estaba en plena diatriba interna cuando vi al chico del esmoquin a dos pasos de mí, mirándome. Me entró un calor repentino.
—Michael Weaver, te presento a mi hermana, Emerson Cole. —Thomas me puso la mano en la espalda y me empujó lentamente, forzándonos a una sacudida de manos.
Michael miró a Thomas y después a mí y me extendió la mano con cautela. Sentí un escalofrío y escondí mi cara en el hombro de mi hermano. No quería tocar a Michael. Cuando volví a mirar, se había metido la mano en el bolsillo.
La puerta del patio se abrió y salió Dru. Supuse que Thomas no le había explicado mi último episodio; con todo el lío de la inauguración, lo último que quería era preocuparla.
—Lo siento, soy supertorpe. —La agité nerviosamente para intentar ocultar mi tembleque de manos—. Todo bien. Venga, ya podéis iros.
Dru tenía unos ojos azul glacial que no eran en absoluto fríos. Me miraba con preocupación.
—No tiene nada que ver con la torpeza. Por eso estoy preocupada —me respondió, ignorando mis protestas mientras me palpaba la frente y las mejillas—. ¿Te encuentras bien? ¿Te has mareado? ¿Por qué no comes algo? ¿Y si te sientas?
—No podría estar mejor. De verdad —mentí con una sonrisa llena de dientes.
Lo que necesitaba era escapar de la visión del terceto de jazz que no había dejado de oír y del pedazo de chico que tenía a mi lado. Deseé con todas mis fuerzas que no estuviese tan buenísimo; que fuese, sencillamente, otro soso terapeuta.
—Bueno. Thomas, siento mucho interrumpirte, pero está aquí Brad, del banco. Quería hablar sobre ese inmueble en Main. —Levantó sus cejas impecables en un gesto de brillante oportunidad de negocio—. Ya me quedo yo aquí.
En la cara contrariada de Thomas se advertía una batalla interna. Clamaba por la libertad.
—Ve. Y tú también, Dru. Hay que hacer dinero.
—No, cariño. Yo me quedo contigo. Quiero que estés bien. —Me cogió de la cintura y me dio un breve apretón.
—Que no. Que estoy bien. De verdad —insistí.
—¿Te quedas con ella? —le preguntó Thomas a Michael, con voz grave como si estuviese negociando mi dote. O una hipoteca—. No quiero que se quede sola.
Le lancé una mirada asesina a Thomas. Se iba a enterar más tarde.
—Por supuesto —respondió Michael.
Su voz me provocó un sobresalto; mi cuerpo en bloque se puso rígido. Ronca y dulce. Podría ser un buen cantante. Después de volverles a repetir a Thomas y a Dru que estaba bien, observé desde la distancia a la poca gente que conocía y deseé estar en cualquier otra parte. Bueno, menos en la ciudad de Colonial Williamsburg.
Respiré y miré a Michael. Le ofrecí una sonrisa. Cuando me la devolvió, me quedé sin aire. Miel y galletas de mantequilla.
—No te había imaginado así —dije, arrepentida al oír mi voz temblorosa.
—Ya me lo han dicho otras veces —me respondió, ganando puntos al fingir incredulidad.
—Está bien que seamos más o menos de la misma edad. —Me encantaba que fuésemos más o menos de la misma edad—. Así partimos de una buena base.
—Me parece bien que quieras partir de una buena base. —Entornó levemente sus ojos negros. Seguro que pensaba que le habían pagado lo justo—. ¿Cómo te llamo, Em o Emerson?
Fruncí el ceño. Nadie me había llamado Em delante de él.
—Emerson está bien, de momento. ¿Y tú? ¿Eres Michael? ¿Mike?, ¿o Mikey?
—¿Te recuerdo a Mikey?
—Hmm, no.
—Michael está bien, de momento —dijo, apretando los labios. No era prudencia; era la manera más provocadora de ocultar su sonrisa.
Deslizó la mano por la verja de hierro que delimitaba el patio y se volvió hacia mí, sacudiéndose la lluvia de los dedos.
—Tu hermano es un artista. Nunca he visto a nadie trabajar tanto por hacer bonito un lugar. ¿Ha restaurado todos esos edificios?
Desde el patio se podía contemplar, a vista de pájaro, el perímetro restaurado de la plaza del pueblo, una construcción muy celebrada que había recibido numerosos premios. La luz cálida atravesaba los ventanales de los segundos y terceros, habitados por gente joven y parejas de jubilados; también familias, para no perder el equilibrio. Réplicas de antiguas lámparas de gas se alineaban frente a los comercios más variados, anticuarios, cafés y galerías. Jardineras y macetas desparramaban sus colores. Considerado uno de los diez mejores pueblecitos de Estados Unidos, era tentador imaginar sus calles un siglo atrás. Era un riesgo para mí.
Tanto como ver un coche de caballos que no era real.
Las primeras notas del Bewitched de Rodgers y Hart se mezclaban con el aroma a lluvia reciente mientras los guisantes de olor morados desparramaban su aroma al ascender por la verja. Desvié la mirada de la plaza bulliciosa y volví a mirarlo.
—Sí, Thomas pone toda su energía en cada restauración. Tiene una visión muy clara de las cosas. —Y cara. Aunque luego salía rentable.
—¿Y tu visión cómo es? —Qué sutil. Su tono era suave, pero entendí lo directo de su discurso. Tenía curiosidad de saber qué le había explicado Thomas de mí.
Me sostuve en la verja, evitando el tacto de los guisantes de olor húmedos.
—¿Para qué has venido, Michael Weaver?
—Para ayudarte. —Se puso serio. Quería saber de verdad cuál era mi problema. Y yo estaba a punto de querer decírselo.
A punto.
Pero lo único que me salió fue una risita burlona. Eché el cuerpo hacia delante y me empecé a balancear, como hacía de pequeña en el columpio.
—«Para ayudarte.» Eso suena muy visto.
—¿Cuántas veces lo habrás oído?
—Te cuento: está la vez aquella en que dos hermanas veían mi pasado y mi futuro. Según ellas, yo desciendo de Mata Hari, que pertenece al linaje de la realeza finlandesa.
—Seguro que Thomas…
—Ya lo sé.
—Vaya. —Arrugó la frente, preocupado.
—Obligué a Thomas a recompensarme y me apropié de su tarjeta de crédito. La terapia consistió en hacer unas compritas e intentar arruinarlo. —Sonreí al recordarlo. Michael sonreía también. Estaba perdiendo el hilo de la conversación—. Ah, sí, y después ese chamán que me quería exorcizar. Fue el mejor: decía que necesitaba cenizas y jugo de pepinillos.
Michael sacudió la cabeza, incrédulo.
—¿De dónde sacaba a esa gente tu hermano? Es un tío inteligente, sabe llevar negocios. ¿Cómo es que se dejaba timar?
—¿Por la desesperación? Fui a un internado en Sedona. Allí no faltaban estafadores. En seguida toda la gente supo que mi hermano se estaba dejando el dinero por ayudar a su hermana. Y nadie de los que aparecían usaban métodos tradicionales. O me querían encerrar o me querían hinchar a pastillas para dejarme vegetal. —Me solté de la verja y me mordí el labio con fuerza, antes de decirle que en realidad ya lo habían conseguido, cabreada conmigo misma por ser tan franca. Si él tampoco era de fiar, estaba segura de que se iría corriendo antes de hacerme más daño.
—Lo siento —dijo. No había lástima en él. Solo empatía. Tenía una expresión difícil de traducir. O quizá era muy buen actor. Tenía estilo Hollywood antiguo, un poco Cary Grant sin tener en cuenta su pelo enmarañado.
—¿Y tú qué esperas de todo esto? —le pregunté, mucho más distante. Me estaba previniendo para la decepción—. ¿Cuándo vas a empezar con las promesas?
—No voy a prometer nada que no pueda cumplir. —Tenía la mandíbula tensa y la voz grave.
—¿Qué bagaje tienes? ¿Has escalado una montaña para conocer a un gurú? —Le pregunté, queriendo guerra. Quería una respuesta—. ¿Has tenido alguna experiencia extrasensorial y ahora tus fieles te invocan delante de un espejo o charco de barro?
—Escúchame. Entiendo por qué estás tan desencantada. —Mantenía un tono suave y lento, pero pude notar una huella de su carácter—. Pero, ¿y si yo puedo ayudarte?, ¿y si me dejas?
—Es que a mí no me pasa nada. —Al menos, nada que él pudiera arreglar.
—Yo no he dicho que te pase nada.
—Ayudarme significa que estoy mal de los nervios y yo estoy bien.
—¿Y hace diez minutos, cuando has dejado el vaso encima de un piano que no existe?
—No estaba de los nervios. Estaba… estaba… —Respiré profundamente. Él había visto el piano.