El estudio de John era ligeramente distinto al garaje reformado que ellos habían preparado para él en Decatur. No tenía ese delgado revestimiento de pino cubriendo las paredes, y la mesa antigua forrada de piel no tenía nada que ver con aquellos dos caballetes y la plancha de conglomerado que había sostenido su ordenador durante todos aquellos años.
John estaba tendido en una cama de hospital al fondo de la habitación, delante de unos grandes ventanales que daban a la fuente del jardín. Las puertas de cristal también estaban abiertas, y el sonido del agua resultaba más relajante ahora que había cesado el chancleteo de los estúpidos zapatos de Cindy. Un rayo de sol caía del cielo, bañando de calor la cama. A Pam no le habría sorprendido que hubiera contratado un coro de ángeles para que cantasen a su lado, pero no era así, y solo había los típicos aparatos que se colocan al lado de los moribundos: una bombona de oxígeno, un monitor cardiaco y la jarra de plástico sobre la mesa que había al lado de la cama.
—¿Cariño? —preguntó Cindy. Su voz estridente interrumpió el suave siseo de la bombona de oxígeno—. Pam está aquí.
—¿Pam? —repitió John con voz débil.
—Tengo que ir a llenar más bolsas —dijo Cindy antes de marcharse, con un tono que más parecía el de una enfermera sumamente atareada que anuncia una visita que el de una esposa.
Pam pensó que no tendría más de diecinueve años, y probablemente se estaría tomando la muerte de John como una afrenta personal, no como algo natural.
Era verdad que se estaba muriendo. Cuando Pam se acercó a la cama, notó el olor a muerte, el mismo que había desprendido su madre antes de morir de cáncer de pecho unos cuantos años antes. John tenía la piel amarillenta y la barba completamente blanca. Siempre había tenido mucho pelo en la cabeza, pero ahora lo había perdido casi todo. Resultaba evidente que algún doctor le había afeitado parte de la cabeza, ya que pudo ver la cicatriz que le había dejado el cirujano al operarle, pero el resto lo había perdido por los medicamentos que le estaban administrando para que viviese algunos días más.
John, como si le leyera los pensamientos, se quitó la mascarilla de oxígeno y dijo:
—Ya no me queda mucho.
Pam estaba delante de él, viendo una versión más vieja de John, el rostro de su padre, el de su abuelo. ¿Tendría Zack ese aspecto si hubiese logrado sobrevivir al accidente? ¿Habría envejecido su hijo de esa forma tan penosa si John le hubiera hecho caso cuando le dijo por primera, segunda, tercera y enésima vez que Zack tenía un problema con la bebida y él, en lugar de responderle «Es solo un crío», hubiera respondido: «Tienes razón. Busquemos ayuda»?
¿Estaría Zack vivo si, por una vez en su vida, ella se hubiese enfrentado a su marido y le hubiese dicho que «no»?
Había una enorme nevera al lado de la cama de John. No pudo evitar estremecerse al verla. ¿Lo iban a descuartizar y meter en la furgoneta?
—Ábrela —le dijo John.
Aunque no le apetecía, Pam obedeció. ¿Qué había esperado encontrar? ¿Un termo del tamaño de una cabeza? ¿Un tanque humeante de nitrógeno líquido? Sin duda no las pequeñas bolsas de hielo que vio.
—Para conservarme mientras… —dijo pasándose el dedo por el cuello.
—¿Cómo dices? —respondió Pam, aunque entendió perfectamente lo que quería decir. Casi llegó a ver un corte en su garganta, por donde se había pasado el dedo.
—Por supuesto…, el procedimiento es… ilegal —apuntó John.
Respiraba tan entrecortadamente que tuvo que ponerse la mascarilla.
—¿A qué te refieres? —preguntó Pam. Al ver que no respondía, se quedó mirando las bolsas de hielo como si fuesen bolsitas de té, y como si ella fuese una de esas viejas gitanas que leen el futuro.
—En California —respondió finalmente—, es ilegal decapitarte… —Aspiró otra dosis de oxígeno y añadió—: La ley considera que es mutilar… un cadáver.
—Y lo es —dijo Pam, que dejó que la tapa de la nevera se cerrase de golpe. Por supuesto que era ilegal decapitar un cadáver, incluso en aquel estado tan dejado de la mano de Dios y tan lleno de lunáticos—. ¿Qué narices pretendes con eso?
John se rio, recuperando el brillo de sus ojos.
—Estás loco de remate —le dijo Pam, pero también se rio.
Dios santo, había pasado más de veinte años con ese hombre, compartiendo casa, hogar, un hijo y una vida. Habían pasado dos décadas de su vida unidos como dos hebras.
—No llores —dijo alargando la mano para coger la suya.
Antes de que pudiese reaccionar, ella le cogió la mano y notó la frialdad de su piel. ¿Se le había quedado así desde la muerte de Zack? La verdad es que desde aquel momento no pudo hacer el amor con él porque, al tocarle, sentía que un escalofrío sepulcral le recorría el cuerpo. ¿Había sido un espíritu todo ese tiempo? ¿Había derramado tantas lágrimas y había sollozado tanto que al final se había quedado sin vida?
Llevaba un pijama de seda de color borgoña oscuro que resaltaba aún más la palidez de su piel. Había una manta doblada al final de la cama, y tenía los pies apoyados en ella.
—Indecentes, ¿verdad? —dijo. Pam tardó unos instantes en darse cuenta de que se refería a las uñas de sus pies. Las tenía largas y amarillentas, y daba asco verlas—. Como las de John Hughes.
—Querrás decir Howard Hughes —corrigió Pam.
John la miró de forma fulgurante, pero no se dejó llevar por sus impulsos. El John que ella conocía jamás le habría permitido corregirle. Por primera vez desde que le había visto, fue verdaderamente consciente de que se estaba muriendo. No importaba lo que hiciera con su vida ni dónde fuese; hiciera lo que hiciese, sería a sabiendas de que él ya no volvería a caminar sobre la faz de la Tierra.
De acuerdo, estaría en suspensión, metido en un tanque de nitrógeno líquido, pero inmóvil.
—Recuerdas —dijo John—. A Zack… le mordías… las uñas de los pies.
Pam sonrió al recordarlo. En cierta ocasión, cuando era muy pequeño, accidentalmente le cortó una de las uñas hasta la raíz. Se asustó mucho al ver la sangre y, si se paraba a pensarlo, aún podía oír cómo le retumbaban los gritos de dolor de Zack. Después de eso, había utilizado los dientes para cortarle las uñas, ya que le aterrorizaba hacerle daño con el cortaúñas. De pie, al lado del lecho mortuorio de John, aún pudo sentir las uñas nas de Zack entre sus dientes, el sabor amargo e infantil de la piel de sus pies.
—Tengo… —John se puso la mascarilla sobre la boca y la nariz, y Pam vio cómo subía y bajaba su pecho—. Tengo que…
—No importa —dijo Pam haciéndole callar.
—Quiero…
—No te preocupes —respondió ella. Si le pedía perdón en aquel momento, no sabría cómo reaccionaría.
John respiró profundamente varias veces, con los ojos casi cerrados. De repente, los abrió de par en par, como si recordase que si los cerraba durante mucho rato se moriría.
—Te he…, te he dejado algo.
Habían transcurrido muchos años, pero aún se acordaba de la vergüenza que había pasado cuando tuvo que pedirle dinero para comer porque se había gastado su asignación antes de finalizar la semana.
Se había negado a dárselo, y le dijo que fuese más cuidadosa la próxima vez.
—Te he… dejado algo.
Trató de contener la rabia y respondió:
—Ya te he dicho que no quiero tu dinero.
—No es dinero —respondió John dibujando una ligera sonrisa—. Es algo mejor que eso.
—No me dejes nada, John. No quiero nada tuyo. —Se preguntó por qué había ido hasta allí, por qué había aceptado coger el avión y volar hasta su casa.
Para verle morir. En lo más profundo de su alma deseaba verle morir, verle sucumbir ante algo que no podía controlar. Había deseado estar a su lado y presenciar cómo se le borraba aquella sonrisa estúpida de la cara, cómo se daba cuenta de que había cosas que no podía manipular. Ya no le importaba que el mundo entero creyese que era un maravilloso curandero, siempre y cuando ella le viese morir y ambos supiesen que, en realidad, era un ser vulgar, rastrero y mentiroso.
El monitor cardiaco emitió un sonido irregular y la mascarilla de oxígeno dejó de empañarse por unos instantes. Pam esperó, contando… Uno…, dos…, tres…, hasta que John aspiró una bocanada de aire y la maquinaria de la vida volvió a funcionar.
Se sintió avergonzada. ¿Qué clase de persona era si disfrutaba viéndole sufrir? ¿Cómo podía pensar esas cosas del padre de su hijo? John respiró con dificultad.
—Tengo que decirte… —dijo.
—No digas nada —respondió Pam. No podía oír sus disculpas en aquel momento, no después de haberle odiado durante tanto tiempo—. Por favor, no hables. —No podía soportar más humillaciones.
John alargó la mano y le pidió:
—Siéntate.
Se acercó al escritorio para coger una silla, pero se detuvo al ver el montón de cuadernos viejos apilados encima. Reconoció sus diarios, recordó haberlos visto durante su época de casados, cuando se sentaba en su silla y anotaba sus pensamientos más íntimos. En ocasiones había sentido la tentación de leerlos, especialmente después de su aventura, pero jamás lo había hecho. Nunca había violado su privacidad.
Pam empezó a acercar la silla hacia la cama, pero él le hizo señas para que la dejase donde estaba.
—No —dijo—. Léelos.
—No pienso leer tus diarios —respondió, omitiendo que ya había tenido bastante con leer su puñetero libro.
—Léelos —insistió John—. Por favor.
Pam transigió, o al menos eso parecía. Echó la silla hacia atrás, aferrando con las manos la suave piel. Probablemente había pagado más por esa silla que ella por su coche.
Se sentó en el escritorio y abrió el primer cuaderno que cogió. No le apetecía leer el diario, pues no se sentía capaz de soportar más golpes a su autoestima leyendo las diatribas de John sobre sus defectos. Sus dedos se toparon con un abrecartas y dio un respingo que le hizo encoger la mano al notar la afilada hoja rozarle la piel. El abrecartas era en realidad un estilete, un cuchillo pequeño de cobre. La empuñadura estaba decorada con piedras preciosas, y la hoja estaba muy afilada, como si John necesitase aquella arma para defenderse de los extraños que entraban en su despacho.
La única persona de la que necesitaba defenderse era de Pam.
—Lee… —dijo John, amonestándola, con la voz más débil que jamás le había escuchado—. Por favor…
Pam suspiró, y se dejó llevar por la curiosidad mientras cogía uno de los diarios. Buscó la primera página. Lo había escrito tres años después de casarse. Echó una ojeada a las partes en que hablaba de sus quejicas estudiantes y de la rozadura que se había hecho de tanto corregir exámenes.
Sus ojos se detuvieron en una palabra: Beth.
Pam terminó de leer el diario en menos de una hora; había resumido un año de su vida en un abrir y cerrar de ojos. Otro año, otro nombre: Celia. En el sexto año aparecían dos nombres: Eileen y Ellen. La puerta se abrió y Cindy preguntó:
—¿Va todo bien?
Pam no pudo abrir la boca y se limitó a asentir.
—Necesita que le hagan un chequeo —dijo, permitiendo que entrase el hombre que Pam había visto en el salón. Este se acercó hasta donde estaba John, le puso un estetoscopio en el pecho durante unos minutos, asintió y luego se marchó.
—Nos vendría bien un poco de ayuda con el hielo si te… —le dijo Cindy a Pam.
—No —respondió Pam con tono tajante, el mismo que utilizaba para que los estudiantes dejasen de comportarse estúpidamente y empezasen a confesar sus argucias y mentiras.
El pestillo de la puerta emitió un ruido al cerrarse. Siguió leyendo el diario.
Mindy. Sheila. Rina. Yokimito.
Lo habían hecho en todas las posturas imaginables, incluso en una tan compleja que habría necesitado un diagrama para poder verlo con claridad, a pesar de que tenía un doctorado en biología.
Le dio la vuelta a la página.
Él había dibujado el diagrama.
John resollaba en la cama. Pam ojeó los diarios, buscando el año en que murió Zack. Encontró el día anterior, el 16 de febrero. John, con letra apretujada, revelaba que por fin había encontrado el amor.
Había estado con una mujer llamada Judy el día antes de fallecer su hijo.
Judy Kendridge, la profesora de Matemáticas que daba clases al final del pasillo. Pam había impartido clases particulares con ella a los niños después de las horas lectivas. Ambas se habían quejado de sus callos, del dolor de espalda y de sus maridos.
La página siguiente tenía fecha del 3 de mayo, tres meses después del funeral de Zack. Pam vio que ese día había escrito la primera línea de Biological Healing: «El mayor obstáculo para superar la muerte de mi hijo fue admitir que no podía ser el padre ni el marido perfecto».
—No me digas —siseó Pam, cerrando el cuaderno de golpe.
Se apartó del escritorio y se acercó a la cama de John.
—Despierta, hijo de puta. —John no se inmutó, por eso le propinó algunos golpes con la mano y luego lo sacudió violentamente—. ¡Despierta!
John abrió los ojos lentamente. Miró los diarios y luego a ella.
—¿Qué pretendes conseguir con esto? —le preguntó. La rabia y la humillación hicieron que le brotasen las lágrimas—. ¿Para eso querías que viniese hasta aquí? ¿Para hacerme leer tus últimas confesiones?
John enarcó una ceja. Pam habría jurado que estaba disfrutando. Él se quitó la mascarilla. Vio que no se había equivocado: la sonrisa vanidosa de su boca, el brillo de sus ojos. Todo eso de la curación, esa basura de autoayuda interna y sus millones de dólares fueron como una bofetada en el rostro.
—Tú… —dijo resollando por el esfuerzo—. Tú…
—¿Yo qué, John? ¿Yo qué?
—Te convertiste —dijo—. Te… convertiste… —respiró con dificultad— en una estúpida zorra.
Pam abrió la boca, notó el chasquido de su mandíbula y el aire llegando hasta el fondo de su garganta. El billete de primera clase, la toalla caliente, las nueces. Había bebido incluso de la botella de agua fría que había en el coche. Había caído en la trampa sin darse cuenta.
—Veo… —empezó de nuevo, sonriendo, enseñando los dientes.
Pam permaneció inmóvil. Igual que hace cinco, quince, veinte años. Se quedó inmóvil, como había hecho al principio, esperando que le diese el hachazo.
—Veo que… —No dejaba de sonreír, a pesar de que apenas podía ya respirar—. Te has… puesto… muy gorda.
Se colocó de nuevo la mascarilla e inhaló profundamente, empañando el plástico con el aliento.
—Debería matarte —dijo Pam entre dientes—. Debería matarte con mis propias manos.
John encogió el hombro izquierdo, luego se quedó inmóvil y abrió los ojos, consternado. El monitor se apagó y empezó a emitir un sonido metálico y estridente que indicaba una línea plana. Las puertas se abrieron de golpe, pero, en lugar de acudir unos médicos, entraron a toda prisa un hombre y una mujer elegantemente vestidos que portaban una nevera cada uno.
—Por favor, quítese de en medio —ordenó la mujer, empujando con el codo a Pam.
Abrieron las neveras y empezaron a colocar las bolsas de hielo alrededor del cuerpo de John. Aunque resultase extraño, Pam se preguntó si el hombre que había visto fuera, al lado de la furgoneta, sería el encargado de cortarle la cabeza.
—¿Señora Fuller? —preguntó la mujer de NuLife.
Pam estuvo a punto de responder, pero Cindy se adelantó.
—¿Sí?
No había duda de que se había casado con ella. Finalmente se había casado para que pudiese quedarse con todo el dinero. Pam se preguntó si a ella también le había fijado una asignación.
—Necesitamos que certifique su muerte —dijo la mujer.
—No…, no creo que… —Cindy balbuceó. Estalló en sollozos, con las manos en el rostro y los hombros temblando—. ¡Oh, John! ¡No puedo hacerlo! —dijo gimiendo, mientras se desmoronaba en el suelo—. ¡No puede haber muerto!
—Por el amor de Dios —exclamó Pam, que desconectó el monitor cardiaco con un golpe de la muñeca para que dejase de sonar—. Está muerto —les dijo a todos—. ¿Acaso no lo veis? Está muerto.
Y así era. Incluso sin necesidad de que el monitor emitiese la señal, cualquier gilipollas se habría dado cuenta de que estaba muerto. Tenía los ojos abiertos, pero no había ni el más mínimo brillo en ellos. Tenía la piel flácida; salvo por la ligera sonrisa que dibujaban sus labios, todo su cuerpo lo estaba.
Se había salido con la suya. Hasta el último momento de su vida había tenido la última palabra.
La mujer de NuLife abrió la nevera y empezó a darle bolsas a su compañero. Pam observó mientras cubrían su cuerpo con hielo como si fuese una ensalada de patatas.
—Dejadme sola con él —dijo Pam, con ese tono de profesora, ese tono que hacía temblar el pasillo de la escuela y ahuyentaba a los estudiantes.
—¡Tú no eres nadie para darme órdenes! —chilló Cindy, sin resultar muy convincente. Estaba sentada en el suelo.
—Sal de la habitación ahora mismo —ordenó Pam.
Cindy, quizá porque no hacía mucho que había dejado la escuela, obedeció.
La hermosa biblioteca de John se quedó vacía de inmediato, pero Pam se tomó su tiempo. Miró por la ventana en dirección a la fuente, y vio cómo el agua burbujeaba en un cuenco de bronce. En una esquina, había un jardín de rocalla que no había visto antes, rodeado de sillas para que se sentasen los invitados. Había celebrado algunas fiestas. Estaba segura de que lo había hecho. Sin embargo, en su casa jamás habían celebrado una fiesta, porque John decía que eran muy caras y no podían permitírselo.
Se acercó hasta el escritorio y cogió el estilete. No podía matarle. John le había privado de ese placer, pero había una cosa que podía hacer: podía arrebatarle algo que seguro que echaría mucho de menos cuando lo reanimaran.
Pam recordaría hasta el último día de su vida esos momentos con John: la sonrisa en su cara, sus últimas palabras sobre cómo se había engordado, el tacto en su mano cuando salió de la habitación y se fue a aquel hermoso jardín. Se había dirigido hasta el salón y había cogido una pequeña nevera color verde lima antes de salir por la puerta principal. El chófer no le preguntó nada cuando subió al coche. Las personas que trabajaban para los millonarios habían visto todo tipo de cosas raras. El hombre se limitó a llevarla al aeropuerto, donde le resultó muy fácil cambiar el billete para regresar antes de lo previsto. La primera clase no estaba llena, por eso incluso la nevera tuvo su propio asiento.
Bebió más de la cuenta.
Una semana después, Pam recibió una carta certificada en la que se le comunicaba que John le había dejado algo en su testamento. Dos semanas después de recibirla, un camión se detuvo delante de su casa, bloqueando casi por completo la calle. Pam se quedó pasmada cuando vio salir el reluciente BMW del remolque y, sin pensarlo, firmó los papeles que le entregó el conductor.
Todas las mañanas se subía a su Honda, que ya tenía seis años, y conducía hasta la escuela, con el corazón acelerado al ver el X3 aparcado en la calle, justo donde lo había dejado el camionero. Estaba decidida a dejarlo allí hasta que se pudriese o alguien lo robase.
Una mañana, sin embargo, su Honda no arrancó.
Habría subido en el coche de un violador con menos recelo que cuando lo hizo por primera vez en el BMW de John. Cuando el asiento la envolvió como un guante, tuvo que reprimir un escalofrío. Al llegar a la escuela, bajó la ventanilla presionando un interruptor. El guardia de seguridad le guiñó un ojo.
—Vaya —dijo aquel viejo tonto—. Por lo que veo, alguien ha subido de nivel.
Pam estaba decidida a arreglar su viejo coche. La última vez que lo había llevado a reparar, el mecánico le dijo que la transmisión estaba ya en las últimas. Pam había ahorrado para repararla. Dos mil dólares bastarían, y luego dejaría el X3 en el mismo lugar, esperando que alguien lo robase. Quizá debería de dejar las llaves en el contacto.
Pasaron algunos días, semanas y meses. Había transcurrido un año y aún seguía conduciendo el BMW. El coche había sido la forma de restregarle su éxito por la cara, pues sabía que el suyo ya estaba en las últimas y que terminaría por conducir su puñetero coche. Lo que no había previsto John es que disfrutase haciéndolo, que cada día, al finalizar la escuela, tuviese tantas ganas de sentarse detrás del volante como las que había tenido de verle a él durante los primeros años de su matrimonio. De hecho, la piel suave le recordaba sus suaves caricias. La madera veteada, su masculinidad. Incluso el airbag del volante le recordaba su forma de hacerla sentir protegida y a salvo. Hasta que…, bueno, la verdad es que no quiso pensar en eso, no quiso reflexionar sobre lo que pasó al final, la forma en que le traicionó, la forma en que le había explotado después de la muerte de Zack.
Había conservado la nevera en el congelador durante casi dos años, junto con un controvertido trozo de pastel de boda que su madre le había pedido que guardase hasta su décimo aniversario. Cuando el aniversario llegó, descubrieron que se había producido una combustión en el congelador. El pastel se había deshidratado por lo que nadie quiso comérselo.
—Dios santo, tira eso —le había dicho John en una de las raras ocasiones en que abría el congelador—. Tiene un aspecto horrible.
Pam, sin embargo, no pudo hacerlo. En aquel momento estaban pasando una época de dificultades y quería conservar el pastel, pues lo consideraba como una especie de talismán de sus primeros años de matrimonio. Además, negarse a tirar el pastel fue la única forma de plantarle cara y, al final, se convirtió en una prueba viviente de su capacidad para enfrentarse a él. Incluso después de divorciarse, había conservado el pastel, se lo había llevado a la casa nueva, y lo había colocado en el estante superior del congelador hasta hacía solo cinco días, cuando había comprado un mapa y había planeado hacer un viaje durante las vacaciones de verano.
El tercer y último viaje de Pam al oeste había durado varios días. Cuando entró con el BMW en el aparcamiento de los laboratorios NuLife (que no tenían nada de secretos, teniendo en cuenta el enorme letrero que había en la entrada), casi se sintió triste de llegar al destino final de John. Sonrió al pensar en la nevera verde que había a su lado, el trozo de John que le había arrebatado junto al pedazo de pastel, que era símbolo de su fallido matrimonio. Pam pensó que dentro de diez, cincuenta o cien millones de años, cuando descubriesen cómo reanimar el cuerpo de John, tendrían otra cosa pequeña que coserle a su pene, y el trozo de pastel le diría quién le había hecho esa faena. Ese acto de desobediencia le concedería el lujo de tener la última palabra. Es posible que John fuese a visitarla al cementerio, que se mease sobre su tumba, pero, como era un científico, no creería que ningún alma ni ningún ángel presenciasen lo que estaba haciendo. Sabría que Pam estaba muerta, y que finalmente se había salido con la suya.
Ya no podría decir ni hacer nada que la hiriese, y viviría su segunda vida —quizá toda la eternidad— sin poder hacerlo. La rabia sería como un nuevo cáncer que le carcomería por dentro.
Aún podía oír el tono grave de su voz, el tono que empleaba cuando estaba enseñando algo.
—Pam —le había advertido, en voz baja, como si le estuviese enseñando algo importante—, no dejes que la rabia te arruine la vida.
Sacó la nevera y cerró la puerta del coche, sonriendo mientras la luz del sol reverberaba en las ventanillas del X3. Estaba pintado de un color plateado eléctrico que pasaba de gris a verde o azul, en función de cómo le daba la luz. Pasó la mano por la curvatura de la puerta, de la misma forma que acariciaría a un amante.
Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no cruzar el aparcamiento dando saltitos, dejando que su trenza le golpease la espalda. Estaba segura de que, si la viese, se estaría revolviendo en el depósito de suspensión, de que se sentiría doblemente molesto si supiese que la razón de su felicidad era fruto de su propio ingenio.
Pam era feliz. Finalmente, se sentía feliz.
Y bien sabe Dios que aquella felicidad se disfrutaba aún más conduciendo un buen coche.