Aún podía sentir el frío en su mano; un frío gélido e intenso que penetraba en su piel como colmillos afilados. Si no hubiera sido por el calor de su mano, o por el ardiente clima de California, ¿acaso habría vuelto a su forma original lo que hace unos instantes estaba congelado? De pie, a las puertas de su casa, se quedó perpleja al sentir las gotas de humedad que le corrían por la muñeca y caían a sus pies.
John había muerto hacía ya casi dos años. Ella le había conocido mucho antes; para ser exactos, hacía veinticuatro años, cuando aún escribía su nombre correctamente, añadiéndole una «h»; cuando jamás hubiera pensado en dejarse crecer su pelo rizado, ni en tener la barba tan larga casi como la de un ermitaño. Se habían conocido en unas clases de catequesis para adolescentes, luego se hicieron novios y, posteriormente, se convirtieron en marido y mujer. Habían enseñado química y biología respectivamente en una escuela secundaria durante varios años. Tenían un hijo, un hijo sano y hermoso al que llamaron Zachary en recuerdo del abuelo de John. La vida era perfecta, pero luego todo cambió. Sucedieron algunas cosas, cosas que ella prefería no recordar y, como resultado, todos aquellos días acabaron y la buena vida quedó reservada para los demás.
Tenía el pelo demasiado largo para una mujer de su edad. Pam lo sabía, pero, aun así, no quería cortárselo. El azote de la trenza en la espalda le hacía sentir que todavía seguía siendo una persona, algo que solo percibía porque había cometido el error de ser una profesora de escuela que seguía llevando el pelo canoso hasta la cintura. Mientras las mujeres de su edad se cortaban el cabello al estilo duende y se apuntaban a clases de yoga, Pam seguía en sus trece. Por primera vez en la vida había dejado de preocuparse por su peso.
Dios, qué alivio poder comer cualquier postre siempre que se le antojase. Y pan con mantequilla. Y leche entera. ¿Cómo había podido sobrevivir durante tanto tiempo tomando aquella basura tan ridículamente translúcida a la que llamaban leche desnatada? El simple hecho de satisfacer esos deseos le resultaba mucho más placentero que poder abrocharse unos pantalones de talla mediana alrededor de la cintura.
Su cintura.
Trató de recordar las cosas buenas, no las malas, es decir, sus primeros años en lugar de los últimos diecisiete. La forma en que John le pasaba las manos por la cintura; su tacto áspero, pues en aquel tiempo le gustaba trabajar en el jardín. El roce de su bigote cuando le posaba los labios en el cuello, la forma delicada en que le pasaba la trenza por encima del hombro para poder besarle la espalda.
Mientras recorría los diversos pueblos de mala muerte por tercera (y esperaba que última) vez en su vida, dirigiéndose a la parte occidental del país, trató de ceñirse a los buenos recuerdos. Pensó en sus labios, en sus caricias, en la forma de hacerle el amor. Mientras cruzaba Alabama, se acordó de sus piernas fuertes y musculosas.
Misisipi y Luisiana le recordaron la forma tan copiosa en que sudaron la primera vez que se convirtieron en marido y mujer. Arkansas, la curvatura perfecta de su pene, la sensación que le producía cuando la penetraba y ella se aferraba a él, con los labios abiertos mientras gritaba. Oklahoma, Texas, Nuevo México…, todos aquellos estados no eran lugares que aparecían en el mapa, sino estados mentales.
Mientras conducía a través de Arizona, se sintió como suspendida entre la carretera y el cielo, y lo único que le hacía seguir con los pies en la tierra eran sus manos alrededor del volante de cuero.
<>El coche.
Eso era lo único que le quedaba de él en aquel momento: el coche.
Dos años antes, la había llamado a altas horas de la noche; quizá no fuese tarde para él, pero las tres horas de diferencia hicieron que el teléfono sonase a esas horas intempestivas en que su estridente timbre provoca un gran pánico. Al principio fue tan tonta que pensó en Zack, pero el segundo timbrazo le hizo entrar en razón y pensó en su padre, un hombre débil físicamente que se negaba a vivir en una residencia de ancianos, a pesar de que ya había muy pocas cosas que pudiese hacer por sí solo, salvo sentarse en su mecedora y pasar el día viendo el canal de Historia.
—¿Papá? —respondió, cogiendo el teléfono cuando sonó por tercera vez.
Un incendio. Una caída por las escaleras. Una cadera rota. Tenía el corazón en la garganta. Había leído esa frase en muchos libros, pero hasta aquel momento no supo que aquella sensación era físicamente posible. Sintió el latido debajo de la tráquea y notó que se ahogaba por la presión que ejercía su corazón tratando de salir por la boca.
—Soy yo.
—¿John? —Pronunció su nombre imaginando que lo escribía correctamente, con la «h» destellando como una luz de neón en la puerta de un club de striptease.
De acuerdo con su nuevo estilo californiano, lo dijo de forma casual, como si hablase del tiempo:
—Me estoy muriendo.
Ella se había mostrado muy locuaz, y dijo algo que le había oído a él en muchas ocasiones cuando veían los programas de Oprah o el doctor Phil:
—Todos nos estamos muriendo. Por eso debemos aprovechar la vida al máximo.
Qué fácil le resultaba a una persona como él decir algo así. No era extraño que los ricos tuviesen una visión más positiva de la vida que las personas que tenían que levantarse a las cinco de la mañana para vestirse, salir y enseñarles a aquellos babosos adolescentes la tabla periódica.
—Hablo en serio —había dicho—. Tengo cáncer.
Ya no tenía el corazón en la garganta, pero, aun así, seguía sin poder hablar con claridad.
—¿Dónde está Cindy? —preguntó. Se refería a la profesora de pilates, esa chica menuda y de pelo moreno que había estado viviendo con él durante el último año—. Quiero que estés a mi lado cuando llegue el momento —había dicho—. Quiero redimirme.
—Pues entonces ven a Georgia.
—No puedo volar. Tendrás que venir a California.
Pam aún seguía maldiciendo el día en que volaron por primera vez hasta California para asistir a un congreso de profesores. Había sido una forma de salir de Atlanta; una aventura excitante, su primer viaje al oeste. El psicoterapeuta les había recomendado hacer algo «divertido» para tratar de olvidar lo que había pasado, y John había sugerido fervorosamente aquel congreso. Durante el vuelo, Pam se había pasado la mayor parte del tiempo mirando por la ventana, sorprendida ante la inmensidad y variedad del paisaje que se dibujaba debajo. Bosques densos con caminos de tierra entrecruzados como latigazos que daban paso a desiertos estériles y extensiones donde solo había un enorme vacío. ¿Cómo podía la gente vivir en aquellos lugares tan inhóspitos? ¿Cómo podía sobrevivir la gente sin nada salvo cactus y hierbas rodadoras?
—Mira —le había dicho John señalando desde la ventana ovalada del avión aquel trozo de tierra rojiza que representaba el estado de Arizona—. Ahí es donde está Ted Williams.
Ted Williams, el jugador de béisbol al que sus chiflados hijos habían decapitado: habían puesto su cabeza en suspensión criónica.
—Nitrógeno líquido —explicó John—. Su cuerpo está flotando en un tanque al lado de la cabeza.
Pam apartó la vista de la ventana por primera vez. Se giró para mirar por un instante a John y ver sus ojos color azul acerado, sus pestañas largas, más propias de una mujer. Le amaba con toda su alma, pero ya no se sentía capaz de cruzar aquel abismo que se había abierto entre ellos. Deseó cogerle la mano, deleitarse viendo cómo cambiaba su voz y adquiría un tono más grave siempre que parecía estar enseñando algo nuevo. Sin embargo, le preguntó:
—¿Por qué lo decapitaron?
John se había encogido de hombros, pero Pam vio que la comisura de su boca se transformaba en una sonrisa.
—¿Sabes? —dijo—, los únicos órganos que tienen la misma composición e idénticas características químicas que el cerebro son los intestinos.
Pam debería haberse echado a reír, y tendría que haber hecho algún comentario gracioso sobre por qué aquello explicaba lo muy estúpidos que éramos todos, pero se limitó a responder con un «ya veo», y dejó que el débil ronroneo de los motores del avión resonase en sus oídos mientras volaban hacia lo desconocido.
Zachary jamás había subido a un avión. Su vida había transcurrido en la zona residencial de Decatur, en Atlanta, donde John y Pam habían vivido toda su vida. Allí es donde había jugado al baloncesto, donde había ido al centro comercial y donde, a juzgar por las cajas de condones vacías que había encontrado en sus bolsillos cuando echaba a lavar sus pantalones vaqueros, se había tirado a todas las chicas de su clase.
A los dieciséis años ya era tan alto como su padre, tan sarcástico como su madre y tan adicto a la bebida como su abuelo. El informe de la autopsia reveló un nivel de alcohol casi seis veces superior al límite legal. El forense pensó que Pam se sentiría más aliviada al saber que Zack estaba tan ebrio que apenas debió sentir ningún dolor cuando su coche se salió de la carretera, cayó por un terraplén y se estrelló contra un árbol.
—Me estoy muriendo, Pam —le había dicho John por teléfono—. Por favor, quiero que estés a mi lado.
Un tumor cerebral. No sufriría dolor alguno, porque el cerebro no tiene nervios. A ella le apeteció bromear, recordarle lo que le había dicho sobre Ted Williams, el bateador decapitado, pero fue él quien trajo a colación el tema.
—¿Recuerdas cuando volamos por primera vez a California?
Hablaba como si ella hubiese vuelto allí después de aquel congreso. Con suerte podía permitirse pasar unos días en Florida durante el verano, aunque tenía que hacerlo con una pareja de profesores para poder alojarse en un lugar más agradable que aquel sucio motel situado a catorce kilómetros de la playa.
—Quiero que me pongan en suspensión —dijo—. Quiero que me congelen criogénicamente para que puedan reanimarme en el futuro.
Ella se había reído con tal fuerza que el estómago se le quedó agarrotado. Las lágrimas que le brotaron, se dijo así misma, eran de dolor, pero no porque le diese pena perderle.
Aun así, no tiró el billete cuando lo recibió, ni tampoco le dijo, como en otras ocasiones, que se metiese su billete de primera clase y sus millones por el culo.
Millones. Debería tener muchos en aquel momento. Su libro Biological Healing (Cura biológica) aún estaba en la lista de los libros más vendidos, y se había traducido a más de treinta idiomas. En aquel momento seguro que había personas en Etiopía leyendo la teoría de John sobre cómo utilizar la «conexión entre el alma y el cuerpo» para superar las penas y el sufrimiento. Lo más curioso es que ella era la que estaba doctorada en biología. John era, sencillamente, un profesor de ciencias de secundaria con un mensaje que, por casualidad, había sabido transmitir al resto del mundo.
—La pena —le dijo John a un sonriente Larry King— no habla ninguna lengua en concreto.
Había escrito un libro sobre la muerte de Zack y la posterior pérdida de su esposa. Pam pensó que lo que más le irritaba era verse asociada con Zack, como si ella también hubiese muerto, aunque por desgracia no tuvo tanta suerte. Ella fue la que tuvo que ir al depósito para identificar a su hijo, porque John se sentía incapaz de hacerlo. Ella fue la que tuvo que buscar en su agenda las direcciones de los amigos con los que iba al campo de fútbol, a la cancha de baloncesto o de acampada, para poder notificarles su fallecimiento. Ella fue la que tuvo que ir al buzón y recoger las cartas, unas cien por lo menos, de los Boy Scouts y de los muchos amigos que había hecho por correspondencia durante los dieciséis años de su vida. Como John estaba tan imposibilitado por la pena, fue ella quien tuvo que elegir el traje para el descanso eterno de Zack, y la que tuvo que comprarle uno nuevo cuando el director de la funeraria le dijo con mucha delicadeza que el que le había dado se le había quedado pequeño.
El traje se lo había comprado dos años antes, cuando Zack tenía catorce, para que pudiera ponérselo en la boda de su primo. De los catorce a los dieciséis había transcurrido toda una eternidad. En solo dos años había dejado de ser un muchacho y se había convertido en un hombre, pero, cuando sacó el traje azul oscuro y la corbata del armario donde había estado colgado durante dos años, no tuvo en cuenta la posibilidad de que se le hubiese quedado pequeño. Se había olvidado de las constantes bromas sobre su necesidad de estar comiendo a todas horas, acerca del hecho de que necesitase zapatos nuevos cada dos meses porque sus pies no paraban de crecer. Por eso, mientras estaba en su habitación, percibiendo aún el olor de su sudor adolescente impregnando las sábanas y el ambiente, casi sonrió al pensar en el viejo traje, y lo descolgó con cierto alivio del armario, pues aquello suponía una decisión menos que tomar.
A John tuvieron que sedarle para que pudiera asistir al funeral. Se había apoyado en ella como si fuese una roca, y, por esa razón, tuvo que hacerse la fuerte. Cuando su madre le cogió la mano y se la apretó para consolarla, Pam se vio a sí misma como un bloque de granito. Cuando una chica que había estado enamorada de Zack —una de las muchas— se derrumbó y empezó a llorar sobre su hombro, Pam dibujó en su mente varios bloques de mármol, de frío y brillante mármol, y levantó un muro a su alrededor para apoyarse en él, para no caer al suelo y echarse a llorar por su hijo muerto.
Pam había sido la fuerte, la persona en la que todos se habían apoyado. Se armó de valor para controlar todas las emociones porque sabía que, si dejaba que se apoderaran de ella, se sentiría abrumada, lapidada por la culpa, la pena y la rabia.
—Escribe sobre ello —le dijo a John, rogándoselo, pues se sentía incapaz de seguir escuchando su desconsuelo por más tiempo sin liberar el suyo—. Escribe sobre eso en tu diario.
Él siempre había llevado un diario, y casi todos los días anotaba sus pensamientos, como si fuera una adolescente. Al principio pensaba que era una costumbre muy extraña para un hombre, pero luego la aceptó como una más de sus cómicas excentricidades, como su miedo a las escaleras mecánicas, o la creencia de que si te comías la masa cruda de las galletas te saldrían lombrices intestinales. Cuando empezó a hacerlo, ella se alegró de que se quedase en su despacho escribiendo toda la noche, en lugar de estar en la cama, donde lloraba hasta quedarse dormido, donde daba vueltas de un lado para otro, acuciado por las pesadillas y pronunciando el nombre de Zack. Pam, siempre que pudo, ignoró aquellas terribles noches y trató de ahuyentarlas de su mente, porque haberlas reconocido habría sido como aceptar su pérdida, algo a lo que no estaba dispuesta: en el fondo, se negaba a admitir que hubiese perdido a su maravilloso hijo.
Un día, llevada por el acaloramiento de una discusión, le había reprochado a John sus inquietas noches, pero él se revolvió contra ella como un animal, acusándola de ser una persona fría, incapaz de manifestar sus emociones.
Aquello supuso un giro en sus vidas.
John había sido siempre el racional, y Pam, la emocional. Él siempre había utilizado el razonamiento para enfrentarse a ella, y siempre había ganado todas las discusiones porque no se dejaba llevar por los sentimientos. Incluso nueve años antes, cuando Pam había descubierto que le engañaba con una de las secretarias de la escuela, se enfrentó a ella argumentando:
—Nunca me dejarás, Pam —le había dicho, rezumando arrogancia por cada poro de su piel—. No tienes suficiente dinero para mantener a Zack tú sola, y no podrás seguir enseñando en la misma escuela que yo porque no le caes bien a nadie. Todos se pondrán de mi lado.
Resultaba aleccionador oír una cosa así del hombre al que amabas, más aún cuando todo era cierto.
Durante los veinte años de matrimonio, él siempre fue el más razonable, el que siempre respondía «esperemos a ver qué pasa». Ella, por el contrario, se alarmaba con facilidad: siempre que oía a Zack toser con una tos seca pensaba que tenía cáncer de pulmón, y cuando vio que se le caían unos papelillos de fumar del cuaderno pensó que tomaba anfetaminas.
—Esperemos a ver qué pasa —le había dicho John cuando ella le dijo que creía que Zack había cogido algo de vino de la nevera.
Cuando Pam encontró una botella vacía de vodka en la parte de atrás del armario de Zack, le dijo:
—Los chicos siempre serán chicos.
Ese cliché provocó que desease arrancarle los ojos, pero le hizo caso y trató de calmarse, porque la forma tan irritante en que la miró y su forma de encogerse de hombros le hicieron sentirse como una madre histérica en lugar de cómo una madre preocupada. En la escuela, ambos tenían que tratar diariamente con padres que reaccionaban de forma un tanto exagerada: madres que gritaban con todas sus fuerzas que debían subirle la nota a sus hijos o que hablarían con la junta escolar, o padres que trataban de intimidar a los profesores amenazándolos con denunciarles si suspendían a sus hijos.
Los llamaron a las nueve de la noche de un viernes, no a la una de la madrugada, ni a esas horas de la noche en que el timbre del teléfono causa un tremendo pánico porque parece anunciar por sí solo una catástrofe. Zack había salido de casa más temprano, con Casey y algunos amigos. John y Pam estaban viendo una película: Los Tenenbaums. Una familia de genios. Ella quería verla entera, no porque le gustase, sino porque le había gustado a Zack y quería poder comentarla con él por la mañana. El chico estaba en ese momento de la adolescencia en que cualquier conversación con su madre resultaba muy difícil, por eso ella buscaba cualquier cosa, ya fuese una película, un partido de fútbol o un artículo divertido del periódico para poder hablar sosegadamente con su hijo.
—Yo lo cojo —dijo John levantándose.
A él siempre le había gustado contestar al teléfono. Pam toqueteó el mando a distancia para bajar el volumen de la televisión.
—Sí, aquí es —respondió John bajando el tono de voz, ligeramente contrariado.
Un vendedor por teléfono, dedujo, pero luego vio que John se ponía blanco. Qué frase más estúpida, pensó Pam mientras se sentaba en el sofá con los pies recogidos, decir eso de que alguien se ponía blanco…, pero era verdad. Siguió sentada mientras veía cómo el color de su cara se iba escurriendo por debajo del cuello hasta desaparecer por completo, como si fuese un fregadero al que, de repente, le han quitado el tapón.
Luego, susurrando, añadió:
—Sí, tenemos un hijo.
Tenemos un hijo. Aquella frase fue lo primero que le dijo cuando ella se despertó tras el parto. El nacimiento de Zack había sido muy difícil y, después de dieciséis horas de parto, el doctor decidió practicarle una cesárea. El último recuerdo de Pam había sido el dulce alivio que sintió al notar cómo desaparecía el dolor por efecto de las drogas (habría sido capaz de tomar heroína en aquel momento), y el lento trote de John al lado de la camilla cuando la conducían al quirófano. Con lágrimas en los ojos, le había susurrado: «Te quiero».
Volvió a susurrar por el teléfono.
—Vamos para allá.
Pero quien se sentó en el asiento del pasajero mientras ella conducía hasta el hospital del condado no fue él, fue su espíritu. Fue su espíritu quien cruzó la puerta principal y quien estuvo esperando a que llegase el ascensor. Pam le cogió de la mano, sorprendida de lo fría que estaba, de lo húmeda que tenía la piel y de lo helados que se le habían quedado los dedos, llenos de callos.
«Zack —pensó ella—. Así de fría estará la mano de Zack». John se quedó inmóvil ante las puertas del depósito.
—No puedo —le había dicho—. No puedo verle así.
Fue Pam la que tuvo que hacerlo. Se quedó mirando a su hijo, le acarició el pelo, moreno y espeso, y le besó en la frente, a pesar de tenerla manchada de sangre seca. Tenía los ojos abiertos y los labios ligeramente separados.
Tenía una larga brecha en la mandíbula. Le cogió la mano y le besó la cara, su hermoso rostro, y luego firmó los papeles y regresó a casa con John.
El segundo viaje de Pam a California había sido muy distinto del primero. Viajar en primera clase era algo completamente nuevo para ella, desde la toalla caliente para limpiarse la cara hasta las nueces tostadas y el suministro ilimitado de bebidas alcohólicas.
Un hombre elegantemente vestido le había esperado en la zona donde se recogía el equipaje, con su nombre escrito en un cartel que sostenía delante de él. El coche negro al que subió estaba inmaculado, y tenía una botella de agua fría esperándola cuando se sentó en el asiento trasero.
Era el chófer particular de John, dedujo.
Los escritores de superventas no tenían que conducir, especialmente si vivían en Hollywood Hills. Pam no disfrutó viendo las calles bordeadas de palmeras, el primer símbolo distintivo de que estaba en Hollywood. Se sentía como una puta por haber aceptado el dinero de su ex marido. Cuando disolvieron su matrimonio, había insistido en que lo dividieran todo por la mitad.
Por eso vendieron la casa, los coches, sus escasas pertenencias y lo transformaron todo en dinero. El dinero había sido la herramienta que él había empleado para controlarla durante todos aquellos años. No podían ir de vacaciones ni comprarse un coche nuevo o salir a cenar porque aquello significaba gastar dinero. Decir que John había controlado meticulosamente los gastos sería quedarse corto. Todo estaba presupuestado, incluso ella recibía una asignación. Pam ardía de rabia cada vez que pensaba en su vida anterior, en la forma en que había dejado que él lo controlase todo. Qué fácil debió haberle resultado, y qué aburrido ejercer tanto poder sobre ella.
Cuando John recibió su primer cheque por los derechos de Biological Healing, le ofreció una parte del dinero, pero Pam le respondió diciéndole dónde podía metérselo. Había leído el libro tres veces, por lo menos. Tuvo que resignarse a la idea de ir cada día a una escuela en la que los estudiantes conocían la vida sexual tan «insulsa» que había mantenido con su esposo. Sus compañeros de trabajo habían leído el libro y estaban al tanto de cómo ella se alejó de John cuando este la acusó de no querer a su hijo. Incluso la mujer de la tintorería sabía que, en cierta ocasión, le había dicho a John que le asqueaba pensar en volver a estar con él.
—Coge el dinero —le había dicho John—. Sé que lo necesitas.
—Cabrón —le respondió ella entre dientes, deseando morderle la yugular y arrancársela como una raíz del suelo. Le insultó, cosa que jamás había hecho, porque pensaba que eso de insultar era algo vulgar y demostraba poca inteligencia—. Idos a tomar por culo, tú y tu dinero.
—Lamento que pienses de esa forma, Pam —respondió con un tono razonable.
Era el mismo que había utilizado cuando ella le preguntó dónde había estado hasta la una de la madrugada y por qué tenía una llave en el bolsillo que no entraba en ninguna de las cerraduras de la casa. El mismo tono que empleó para añadir:
—¿Por qué eres tan estúpida? ¿Por qué dejas que la rabia te arruine la vida?
Pam aún podía ver aquella sonrisa, aquella sonrisa tan peculiar que ponía cuando se daba cuenta de que se había salido con la suya. El dinero fue la forma de introducirse de nuevo en su vida, el modo de controlarla una vez más, la manera de hacerle desear cosas bonitas que luego le arrebataba a su antojo.
Como si fuese una puta, le dijo:
—Si quieres, te puedo enviar el dinero al contado.
Pam había colgado el teléfono antes de que pudiese decir nada más.
Normalmente, tenía noticias de su ex marido a través de las revistas, de los programas de televisión o de aquellos amigos tan agradables que le decían: «¿Has visto a John con el Dalái Lama?», o «¿Has visto a John? Ha pasado el fin de semana con el presidente».
—¿No has visto que me importa una mierda? —le había respondido a uno de ellos.
Eso había sido un error, porque Dios le prohibía que sintiera rencor por el hombre que estaba ayudando al país a curarse. Resultaba curioso que jamás mencionase sus aventuras, ni la forma en que se dirigió a ella diciéndole que estaba demasiado gorda cuando estaba embarazada de Zack. ¿Por qué había omitido esas divertidas anécdotas en su maravilloso libro? ¿Por qué nadie se percataba de lo que había detrás de aquella sonrisa tan repugnante que ponía siempre que hablaba de cómo curar el alma?
Pam se había quedado boquiabierta cuando el coche cruzó la cancela abierta y subió por el camino de entrada a la casa de John. Jamás había visto una casa tan grande. Ni tan siquiera la escuela donde daba clases tenía ese tamaño. El hombre que diez años antes había insistido en que apagasen la calefacción durante una nevada no podía ser el mismo que poseía aquella increíble mansión.
—¡Pam! —exclamó Cindy, la preciosa y joven putonaprofesora de pilates.
Miró a Pam fijamente a los ojos, pero ella se dio cuenta de que, mientras bajaba los escalones delanteros y se dirigía hacia el coche, se había quedado observando sus amplias caderas, las arrugas de sus ojos y su inapropiada trenza.
—Te está esperando —añadió la chica. Llevaba una bolsa de hielo en la mano, de esas que se ponen cuando te tuerces el tobillo.
Había un hombre vestido con un traje negro apoyado en una furgoneta blanca aparcada a la sombra de uno de los muchos árboles. En la puerta del vehículo vio escrita la palabra «NuLife» en letra pequeña y poco pretenciosa. Pam pensó que no debían de exhibirse demasiado por el carácter morboso de su trabajo. Cuando John le habló de sus intenciones, ella había buscado en Internet el laboratorio, si es que se lo podía llamar así. Sus instalaciones secretas, ubicadas en Arizona, contenían docenas de cabezas y cuerpos en suspensión, a la espera de ser reanimados. Los precios también aparecían en la página. Una neuroseparación (o decapitación, como la llamaba el resto del mundo) costaba aproximadamente unos doscientos mil dólares. El cuerpo entero rondaba el medio millón. Por un precio adicional podías almacenar objetos personales al lado del cuerpo para que, cuando te reanimasen, tuvieras algún recuerdo de tu «vida anterior».
—Venga, acabemos con esto de una vez —espetó Pam, ante la sorpresa de Cindy.
No había duda de que ella era lo bastante joven para ser la hija de John, pero seguro que había leído Biological Healing y probablemente había prestado una especial atención al capítulo donde hablaba de la frialdad de Pam después de la muerte de Zack, de la forma en que se había distanciado de él, de su manera de apartarle y negarle la única forma que podría haberlos unido de nuevo.
El sexo ocupaba una parte bastante extensa del libro, pero no solo el sexo, sino todas las formas de sexo. No había duda de que Pam y John lo habían practicado como conejitos hasta que nació Zack, pero luego, como suele suceder con todas las parejas, su vida cambió. ¿Quién podía imaginar que eso de follar fuese tan importante para él? Su exesposa desde luego no. Al parecer, el sexo era el elixir de la vida, el bálsamo al cual podían haber recurrido para recuperar su matrimonio si ella no hubiese sido una zorra tan frígida y poco cariñosa. Eso sí, la anécdota de que a él no se le hubiera levantado la única vez que lo intentaron después de la muerte de Zack era algo que no aparecía en su libro.
—Has acabado conmigo —había dicho después de aquel fallido intento, echándose de espaldas, más desolado por su flacidez de lo que nunca había estado por Zack—. Al final, has conseguido acabar conmigo.
Ojalá lo hubiese hecho.
Cindy le condujo al interior de la casa, que contaba con el mayor número de puertas de roble que había visto fuera de un castillo. El vestíbulo era enorme, y sus pasos reverberaron contra una gigantesca lámpara de araña cuando entraron en lo que debía de ser el salón.
—Son de NuLife —dijo Cindy, refiriéndose a un hombre y a una mujer que estaban sentados en un sofá al lado de la chimenea.
Tenían neveras portátiles apiladas a su alrededor, de las que se suelen utilizar en las excursiones campestres, y ambos estaban metiendo hielo en bolsas similares a las que Cindy llevaba en la mano.
—Están esperando —añadió Cindy.
—Esperando que… —dijo Pam.
—Está en su estudio —la interrumpió la chica, y la condujo por un pasillo largo y cubierto de cuadros.
Los zapatos de la profesora de pilates eran sumamente finos y planos, de esos que ella jamás habría usado porque le provocaban dolor de espalda. El chancleteo de las sandalias retumbaba en el pasillo mientras se dirigían a la parte de atrás de la casa. Fuera, había un jardín con una fuente. Las ventanas y las puertas estaban abiertas, de tal forma que el chapoteo del agua combinado con el sonido de los zapatos provocaba una especie de cacofonía discordante que resultaba bastante molesta.