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El hotel se encontraba en Beverly Hill. Era casi tan alto como el Hotel Atlantic de Hamburgo, pero no era blanco, sino rosado, y tenía torres, miradores y almenas, lo que le daba el aspecto de un castillo cursi. Muy bien podría haber estado en Disneylandia. Un letrero de madera color café oscuro saludaba a los huéspedes con una escritura dorada y garigoleada: Welcome to the Old World Hotel. (Bienvenidos al Hotel del Viejo Mundo).

A través de un paseo orlado de palmeras, detrás de las cuales había setos floreados, Janne dirigió el coche por una rampa hasta la entrada. Un conserje de uniforme azul oscuro avanzó hasta nosotros y le abrió la portezuela a mi madre. Ella se bajó y se acercó a toda prisa para ayudarme a descender.

No supe cuánto duró el trayecto; quizá media hora. No nos había detenido ningún embotellamiento ni semáforos. Solo mi llanto hizo que mi madre condujera con mayor lentitud en determinado momento. Tuvo que haber sido agobiante para ella lo que era para mí.

Comenzó poco después de haber arrancado, y no cejó. No podía mover las piernas y el llanto me quitaba todas las fuerzas. Mi madre tuvo que colocar mi brazo sobre su hombro y sacarme del coche. Su perfume remarcaba el olor a sudor. Tenía el cuerpo caliente. Apoyada en ella y dando traspiés, recorrí el vestíbulo. En una chimenea chisporroteaba el fuego, y en sillones mullidos se encontraban señores mayores bebiendo té. En la recepción había un enorme jarrón de vidrio con lirios; su fragancia penetraba dulcemente.

Janne me condujo a un blando sofá de terciopelo rojo. Con sumo cuidado, tomó mi brazo de su hombro y me ayudó a sentarme. Duró un par de segundos. El llanto me ocasionó unas sacudidas que se transformaron en una temblorina que yo no lograba controlar.

De una de las paredes colgaban óleos en pesados marcos dorados. Tintineaban las tazas de té. Sonó un timbre. Era en tono amigable, cálido.

—Buenas tardes, señora. ¿En qué puedo servirle?

—Mi… marido ha reservado una habitación doble a nombre de Wolff, para dos personas y para una noche.

—Un momento, por favor, señora Wolff.

Escuché pasos. Se aproximaban taconazos a saltitos. Alguien se sentó junto a mí. Sentí cómo se movía el acolchado junto a mí. Olí spray para el cabello y lavanda. Sentí que una mano me toqueteaba el brazo. La voz, antiquísima y quebradiza, se sobreponía a la de Janne, aunque era mucho más queda.

—Dicen que todo saldrá bien —resonó en mi oído—, pero no tienen ninguna idea acerca de quién están hablando, ¿no es cierto? ¿Cómo habría de saber? Podían saber que Jim no estaba en el búnker.

Vi una mano arrugada, de uñas pintadas de rosa y con anillos en los dedos, que resplandecían como los ojos de la señora anciana. Que me miraba con su arrugado rostro. Sacó un pañuelo del bolso y me lo pasó. Era de un verde brillante con puntos rojos. No, no eran puntos, eran rosas. Todas eran diminutas rosas rojas.

—¡Cómo puede ser! —la voz de mi madre penetró de nuevo hasta mi conciencia. Protestaba con animosidad—. El cuarto fue reservado ayer. Confiaba en que ustedes…

—¡Naturalmente, señora, naturalmente! Permítame, por favor, un segundito…

Ahora volvió a sonar la temblorosa y antigua voz de la anciana:

—Puedes quedarte con el pañuelo, querida. ¿No te acuerdas de lo que decía la abuela Betty? «En la vida muchas veces todo lo que se requiere es un pañuelo». Así lo expresaba. Y es cierto, ¿no te parece? —la señora me miraba, pestañeando. De pronto pareció desconcertada—: ¿Tú eres May? —preguntó—. Querida, no tienes que llorar tanto. Eso no te devolverá a tu Jim, —y volvió a toquetear mi mano.

Una mujer joven se inclinó hacia ella.

—No, mamá, ella no es May —dijo con suavidad, y tomó la mano de la señora—. Vamos. Te llevo a tu cuarto.

Ayudó a la anciana a levantarse.

—Perdona la molestia —me dijo—. Mi madre está algo desorientada después del largo viaje.

Apreté el puño mientras miraba cómo ambas se iban. No podía ni levantarlo, tan agotador me resultaba el llanto. Otra vez se escuchó la voz del hombre, tranquila y con cortesía profesional:

—¡No sabe cuánto lo siento, señora Wolff, pero es claro que hubo una confusión con la reservación! No hay nada reservado con su nombre. Pero podemos ofrecerle la suite Paris Violets o la Old English. La diferencia va por cuenta de la casa, naturalmente. Si está usted de acuerdo…

—No hay problema…

—¿Desea la señora la Paris Violets o la Old English?

—Me da igual. Lo que me interesa ahora es simplemente un cuarto. Mi hija no se siente bien. ¿Puede apresurarse?

—Desde luego, señora. Aquí está la llave y allá está el ascensor. Su suite está en el séptimo piso.

Mi madre vino hasta mí.

—Ven, lobita. Levántate. Te ayudaré. Ven, te llevaré hasta el ascensor. Son solo unos pasos.

La alfombra naranja con hojas verdes de maple, pero mi llanto absorbía toda mi energía.

Sonó un breve clinc y se abrieron dos puertas. A mi alrededor había espejos, a un lado solo botones. Algo hizo clac. Las puertas del ascensor se cerraron. Mi madre colocó sus brazos en torno a mí. El olor del sudor era ahora más fuerte que el perfume. El ascensor se puso en movimiento. Nos elevamos, tuve vértigo y noté que me sentía mal. Yo tenía… tenía… Me doblé hacia adelante y me dejé ir.

—¡Mi tesoro, mi amor, está bien! ¡No te apures! Pronto se te pasará. Ya llegamos. Apóyate en mí. Sí, así. Un paso y luego el otro.

Otra vez sonó el clinc. Detrás de mí se cerraron las puertas del ascensor. Mis piernas cedieron, me iba cayendo. La alfombra era gruesa, blanda y azul. Mi madre me tomó por las rodillas y luego sentí sus brazos bajo mi espalda y en las corvas. Jadeé. Me sentí como levantada en hombros.

—¡Todo va a estar bien, querida! Yo te llevo. Pon el brazo alrededor de mi cuello.

Sus cabellos me cosquilleaban la mejilla. Alargué el brazo fuertemente en torno a ella.

Olí algún limpiador… olí tocino… escuché música… oí voces. Una mujer, un hombre. Escuche: «¿Necesitan ayuda?».

Oí como mi madre decía, suspirando:

—Sí, con la llave… gracias. Es el número setecientos catorce. Muchas gracias.

Escuché cómo se abría la puerta. Escuche que mi madre decía: «Querida, ya llegamos. Vamos, te llevo a la cama. Pronto te sentirás mejor».

En los últimos pasos, tropecé, cayó hacia adelante y yo caí en la cama. Mi madre cayó junto a mí y le costó respirar. Yo seguía llorando, pero traté de abrir los ojos. Me costaba ver, porque estaban llenos de lágrimas. Me volví hacia un lado. El cobertor de la cama tenía dibujos de jinetes cabalgando sobre un fondo rojo.

Janne se había recompuesto. Me quitó el pelo de la frente. También yo quise incorporarme, pero el llanto no cesaba, aunque ya no era tan angustioso. La habitación era muy grande. Frente a la cama había un diván. Era de cuero y de un rojo estridente con botones gruesos. Encima estaba el retrato de la reina. Del otro lado había una cómoda color café oscuro con una bandeja, una cubeta para champaña y muchos vasos. Las paredes eran de ladrillos color canela.

Miré en derredor. Sobre la cama colgaba un cuadro del puente de Londres. Las lámparas del techo eran faroles de vidrio verde y amarillo. La alfombra lucía un fuerte rosa. Ese color contrastaba con el rojo del diván. Miré a mi madre, que me contemplaba fijamente. Su labio inferior temblaba y sus ojos daban la impresión de que no había dormido en días. Me acarició el pelo una y otra vez.

—Lobita, mi amor, todo saldrá bien. Te lo prometo, todo estará bien.

—Sí —mi voz me sonó ajena—. Quizá tengas razón.

El rostro de Janne se estremeció; primero un poco y luego con más fuerza. Apretó las manos sobre su boca y comenzó a sacudir la cabeza sin control. Parecía que se estaba esforzando a más no poder para no desplomarse. Cerré los ojos un momento. ¡Que no comenzara a llorar! No quería ver una cosa así.

—Mamá —coloqué la mano en su brazo—, ¿puedes dejarme un momento aquí acostada?

Con la misma fuerza con que su cabeza se acababa de sacudir comenzó ahora a decir que sí.

—Sí —pronunció—, sí, por supuesto, mi tesoro.

Estaba frente a la cama y huyó al baño. En la puerta volteó hacia mí:

—¿Rebecca?

—¿Sí, mamá?

—Te amo. Te amo sobre todas las cosas.

—Lo sé, mamá —traté de sonreír—. Lo sé.

Sorbí un poco de agua de la botella que estaba sobre la mesita de noche, luego quité el cobertor, me saqué los zapatos, me metí bajo la cobija y cerré los ojos. Escuché que se cerraba la puerta del baño. Me quedé acostada con los ojos cerrados. El fluir del agua tras la puerta del bario era tranquilizante. Parecía una cascada y superaba el ruido que no quería oír en absoluto: el repelente llanto que me lastimaba los oídos. Solo quería escuchar agua que corriera. Me concentré fuertemente en ello.

Respiré con toda tranquilidad hasta que cesó el ruido del agua en el baño. También yo estaba tranquila. Mis pasos no hacían ningún ruido en la alfombra cuando fui hacia la puerta del cuarto. También la puerta se abrió sin ruido. La dejé abierta y seguí con tranquilidad pero con rapidez, con la mirada al frente.

El ascensor no llegó. La lámpara solo iluminaba, pero no se movía.

Di un paso hacia atrás. En la pared del pasillo había un cartel donde estaba pintada una escalera y una flecha que señalaba hacia la izquierda. Nuestro cuarto estaba a la derecha.

Me dirigí hacia la izquierda a lo largo de unas ocho puertas. Delante de una había un gran carrito de servicio con restos de comida; olía a papas fritas y a carne asada. El pasillo era bastante angosto. Formaba una curva hacia la derecha. Todavía más puertas a la derecha y a la izquierda, pero delante de mí, al final del corredor, se divisaba la salida a la escalera. Encima había un cartel verde con un hombrecito corriendo. Los peldaños bajaban en círculos, como una larga escalera de caracol. Los escalones estaban recubiertos de tejido de tapete imitando mimbre. Mis pisadas hacían un ruido sordo; por lo demás, nada se movía.

Sexto piso, quinto piso, cuarto piso, tercer piso.

Me detuve. Miré hacia atrás por encima del hombro. Escuché. No había nadie.

¿Por qué comencé a temblar? ¿Por qué la temblorina se sentía tan rara? ¿Por qué tan extraña y tan familiar al mismo tiempo? ¿Por qué venía de dentro, aunque yo sabía que tenía que provenir del exterior como un eco? ¿O era el eco lo que sentía en mí?

Miré hacia arriba. Todo estaba tranquilo. Miré hacia abajo. Meneé la cabeza. Me dirigí a la derecha. Atravesé la puerta de la escalera en el tercer piso. La alfombra era lila. Ante mí, más puertas: cuatro a la izquierda, cuatro a la derecha. La tercera puerta de la izquierda estaba abierta.