40
Ambos, Lucian y Sebastian, hicieron una mueca, como con una sola boca. Yo me encogí toda, pero Lucian se colocó delante como escudo protector.
—¿Qué haces aquí? —acometió Sebastian—. ¿Qué quieres con ella?
—Salvar su vida —repuso Lucian—, y por lo mismo, vas a dejar que nos marchemos.
—No —dijo Sebastian—. Da la casualidad de que lo mismo me propongo yo. Rebecca me llamó diciéndome que iba a morir y hasta me contó dónde, solo se calló el cómo, pero ahora esto también lo sé.
Lucian avanzó hacia mí, con sus cejas negras bien fruncidas y una profunda incredulidad en su mirada.
—¿Qué está diciendo él? —exclamó con voz ronca.
Bajé la cabeza.
—Es verdad. Pero no es como piensas. Solo hablé de ese cuarto, el de la pesadilla; estaba por completo fuera de mí, yo…
Me paré en seco. ¡¿Dios mío, qué había hecho?! Había dicho estas palabras a los oídos de Sebastian, sin explicar lo más fundamental, y al momento siguiente olvidé por completo mi histérico impromptu. Había pensado tan poco en ello como en todo lo demás. No tuve conciencia en lo más mínimo de lo que se iba a armar con mis palabras.
Moví la cabeza alocadamente. Su rostro lucía tan herido, se veía tan desconcertado…
—Sebastian, tienes que dejarnos ir —le supliqué llena de pánico—. ¡Lucian tiene razón! Te lo explico luego, pero ahora debemos partir inmediatamente de aquí. Mi madre…
—… puede estar aquí en cualquier momento —completó mi frase Sebastian—. Ayer me habló y me preguntó si sabía de ti. «Una señal de vida», dijo, y de él, —Sebastian lanzó una mirada hacia Lucian—, también habló.
—¡No! —grité—. ¡No! —miré a Sebastian hecha una furia—. ¿Le contaste de nuestra conversación por teléfono?
—No tengo tiempo de hablar —contestó—. Iba camino al aeropuerto, igual que tu madre. Viajamos en diferente clase, pero en el mismo vuelo. Ella no me vio.
«Te llevaré —dijo Sebastian, estirando la mano—, a un lugar seguro, donde tu madre no pueda encontrarte. Ven ahora, ven conmigo, Becks».
Se le quebró la voz. Estaba tan desesperado que me dolió en el cuerpo. Durante un corto momento sentí el impulso de acariciar su mano, que todavía tenía tendida hacia mí. Asustada, me eché para atrás y me pegué a Lucian.
—Rebecca, ven conmigo —dijo Lucian, como escupiendo las palabras—. Y tú desaparécete de aquí, ahora mismo.
—Desde luego que no lo haré —el rostro de Sebastian estaba encendido de odio—. Ya la he dejado sola bastante tiempo.
Cerré los ojos. Las palabras de Tyger vinieron a mi mente; las palabras que le había dicho a Sebastian sobre que había cosas por las que debía luchar porque la vida a veces es más corta de lo que creemos.
—¿Cómo sabes que no fue él? —Lucian se dirigió a mi y señaló a Sebastian con la cabeza. En un primer momento no capté a qué se refería, pero cuando lo comprendí, me llevé las manos a la boca. El cuarto, los cristales abundantes, yo en el suelo, la sangre…
—No —dije casi sin aire—, no… no… ¡no es posible! Sebastian no es un… Sebastian dio un paso hacia Lucian.
—¡Tú, maldito cerdo! —le gritó. Y le lanzó un golpe. Emitió un grito desgarrador, y al siguiente momento oí cómo su puño daba en el pómulo de Lucian, quien se llevó la mano a la mejilla y se quedó mirando pensativo, casi sorprendido, la sangre en su dedo, que de nuevo desapareció. Sebastian estaba tan fuera de sus casillas que ni siquiera se percató.
Y esta vez Lucian no se volvió invisible, sino que le devolvió el golpe. Agarró fuerte a Sebastian por el hombro y con la otra mano le encajó el puño en el estómago. Sebastian se dobló, se tambaleó hacia atrás, pero se repuso con rapidez y comenzó a golpear a Lucian con ambos puños. Eran golpes alocados y sin control, pero dieron en los hombros, la cabeza y la boca del estómago de Lucian.
En los ojos de Sebastian había más que odio y, totalmente aturdida, comprendí que no era solo la angustia por mí lo que lo impulsaba, sino que estaba loco de celos. Parecía que sacaba todos los sentimientos que se le habían acumulado en los últimos meses.
—¡Paren! —rogué—. ¡Estás haciendo mal, no entiendes! ¡Tienes que dejarlo! Lucian está aquí para ayudarme. Él es el único que puede hacerlo.
Él es…
Pero Sebastian no parecía tomarme en cuenta. Cuando quise asirlo por los hombros, me rechazó y de nuevo se volvió contra Lucian, quien ahora se protegía bajo su puño, y luego se volcó como una fiera sobre Sebastian. Con golpes atinados le dio en el rostro, entre las costillas, hasta que Sebastian se quedó sin aire.
—¡¿Están locos?! —grité—. ¡Tenemos que salir de aquí!
Miré la ventana, pero ya no estaba abierta. ¿La habría cerrado Faye? ¿Estaría todavía en el cuarto? ¿O mi padre había abierto la puerta? ¿Aparecerían ahora en al ventana? Sebastian atacaba otra vez y tenía a Lucian en el suelo. Jadeando, comenzaron a pelear rodando sobre la hierba, hasta que Sebastian estuvo encima. Se sentó sobre el tórax de Lucian, atrapó los codos de este sobre la hierba usando sus rodillas y cerró los puños.
—¿Dónde está ella? ¿Dónde está mi hija?
Mi corazón se detuvo. Era la voz de Janne. Venía de la calle y se oía llena de pánico; de inmediato escuché a papá.
—¡Justo aquí!
Tuve deseos de lanzarme sobre Sebastian, sacar a Lucian de debajo de él, pero mis músculos no estaba bajo control. Todo parecía transcurrir en cámara lenta. Mis pasos no los oía como tales. Me pareció que me movía por los aires. Lucian seguía en el suelo. De su garganta salía un profundo ronroneo y se defendía de Sebastian con toda vehemencia, pero este era más fuerte.
Los sollozos de Janne llegaban a mis oídos. Estaban muy cerca. Me eché en la hierba delante de Sebastian y Lucian.
—Tienes que creerme lo que te digo ahora —tenía a Sebastian por el brazo—. ¡Mírame, mírame!
Retraídamente, Sebastian dirigió los ojos hacia mí, mientras su cuerpo seguía reteniendo a Lucian.
Tomé aire y le dije:
—En el verano de 1963, yo me enamoré y mi padre murió ahogado.
—¡¿Qué?! —Sebastian quedó desconcertado por completo.
—Agua salada —proseguí—. Era la primera frase de la novela que buscaste para la tarea de Tyger. Me la leíste. Tú me explicaste que el autor abría una puerta con esta frase. Sabemos lo que pasa, pero no sabemos cómo.
Sebastian se me quedó mirando.
—También yo sé lo que me pasará —añadí—, y conozco la única posibilidad de impedirlo —apreté el brazo de Sebastian—. Aquí tienes mi primera frase: Lucian no es ningún ser humano, sino un ángel, y si él no me salva, moriré.
La mirada se Sebastian seguía fija en mí.
—¡Tienes que creerme! —insistí—. No sé cómo decírtelo de otra manera.
Si Sebastian lo hizo o no, no sabría decirlo, pues en ese momento Lucian se incorporó, apartó a Sebastian de un solo además, con tal fuerza que voló, cayendo sobre la hierba. De un brinco, Lucian estaba de pie.
Pero era demasiado tarde.
Mi madre había llegado.
Mi padre la traía abrazada y ella tenía ambas manos en la boca. Miró de Lucian hacia mí. Traía los cabellos en mechones, su rostro estaba encendido, como afiebrado, y sus ojos destellaban un pánico que nunca había visto en ninguna otra persona.
Su mirada se encontró con la de mi padre, y antes de que Lucian pudiera tomarme de la mano, los dos estaban junto a mí, en perfecta concordancia, como si fueran dos partes de un todo. Mi madre a la izquierda y mi padre a la derecha. Me tomaron de los brazos y me arrastraron a la calle. Mis piernas pataleaban en el aire, pero no podía defenderme. Los zapatos se me zafaron de los pies, y del bolsillo de los jeans se salió la esponja de la felicidad. Cayó sobre la hierba y oí cómo Janne sollozaba, pero mis padres siguieron arrastrándome, y a medida que la calle estaba más y más cerca, mi mirada seguía clavada en Lucian. Él me siguió, paso a paso, paso a paso.
Cuando estuvo a mi lado y trató de estirar la mano hacia mí, mis padres se detuvieron al mismo tiempo. Y mientras las manos de Janne me aprisionaban como pinzas, escuché que decía: «¡Si tocas un solo pelo de mi hija, te mato!».
Lucian mantuvo su mirada.
—A mí no pueden matarme —replicó—, pero sí pueden matar a su hija, y si esto ocurriera, entonces me quedaría aquí para recordárselo a ustedes toda la vida. Ahora sé quién soy, señora Wolff. ¡Míreme, fíjese bien!
Lucian giró sus manos y las mantuvo en alto. Temblaban.
—¿Recuerda la frase que eligió para su hija al nacer? —preguntó Lucian.
Mi madre calló. Mi padre calló. Sebastian, Michelle, Faye y Val, quienes habían salido corriendo de la casa y estaban en torno a nosotros, callaban. En el jardín no se escuchaba nada.
—«Una vida llena de misterio, para ti —dijo Lucian—. Rodeada de mí y de muchas cosas desconocidas…».
Lucian pasó la mirada de mí a mi madre.
—Yo era una de esas cosas, señora Wolff. Cuando usted dio a luz a Rebecca, yo vine al mundo. De nuevo lo sé, lo sé todo, y su hija me ha ayudado a recordarlo. Yo siempre he estado cerca de Rebecca, desde su primer aliento. Estuve en el hospital cuando por poco se muere. Ella me llamó Lu. Ahora sé también lo que hice en aquel cuarto que le conté. Yo no quería matar a su hija, sino que traté de salvar su vida, y eso es lo que voy a hacer ahora. Volverá a pasar, señora Wolff, y por eso tengo que estar cerca de ella. Le ruego, le suplico que, si ama a su hija, me permita estar cerca de ella.
La mano con que Janne sujetaba mi brazo comenzó a temblar; la mano de mi padre también. La esponja de la felicidad de Spatz brillaba en la hierba como una estrella.
Había servido. Lucian lo había logrado. Habían creído en él. Por fin estábamos seguros.
Comencé a inhalar aire, cuando las manos de mis padres atenazaron mis brazos nuevamente, y esta vez con más fuerza.
—Usted tiene razón —dijo mi madre, decidida—. Amo a mi hija. La amo más que nada en el mundo. Y si no se tratara de su vida, entonces trataría de ayudarlo a usted. Usted está enfermo, Lucian, peligrosamente enfermo, y es un riesgo para la vida de mi hija. Ella le cree. Le ama, y se iría con usted donde fuera. Pero no permitiré que a ella le ocurra nada, y Alec tampoco. No dude que haremos todo lo posible para mantener a nuestra hija lejos de usted.
Con estas palabras, Janne y mi padre me arrastraron al coche, ahora cada vez más rápido.
Lucian corrió tras nosotros. Vi su rostro, vi su esfuerzo desesperado por volverse invisible, y vi que no lo lograba. Todo su cuerpo tembló, y cuanto más intentaba mantenerse en control, más fracasaba.
Mi padre y Janne me arrastraron al coche. Era una minivan roja. En la portezuela del copiloto había un sol amarillo con la palabra Sunnycars (coches soleados).
Mi padre cerró la puerta, entonces se lanzó contra Lucian y lo apretó por la garganta. Janne prendió el motor.
Vi a Sebastian a quien ahora mi padre arrastraba por el brazo. Vi a Michelle, quien tenía a Val tomada del brazo y, muda, miraba a Lucian. Vi a Faye, que abría la boca y decía algo que no entendí. Vi el rostro de Lucian. Mi padre lo tenía atrapado por la nuca. La mirada de Lucian estaba clavada en mí. Lloraba.
Entonces Janne arrancó y aceleró, rechinando los neumáticos.