38
Llegamos a Los Ángeles al atardecer. El aire era pesado y opresivo; el cielo, un gris sucio y el mar una masa plúmbea que apenas si se distinguía del asfalto de las calles.
Lucian no había dicho una palabra durante todo el trayecto, y ahora, al doblar por la calle de papá, tampoco nos dijimos nada, solo señalé cuál era la entrada de la casa.
Lucian titubeó. Luego frenó, puso la reversa y giró.
—Creo que es preferible que no entremos con un auto robado —dijo—, y menos en uno como este —rio pícaramente—. No cuadra con el lugar.
Estacionó el coche en un rincón protegido por donde pasa la estrecha senda de los amantes de la caminata y que conduce a las montañas. Luego nos bajamos, tomados y, tomados de la mano, caminamos hacia la casa. Las piernas me pesaban como plomo.
El coche de mi padre estaba ante la puerta de entrada. En el garaje abierto vi el deportivo de Michelle, y delante estaba estacionado el Bentley de Faye.
Lucian se quedó mirando.
—¿Estas preparada? —preguntó.
Pensé que no, pero inhalé aire profundamente y asentí. En la puerta de la casa, me pegué al brazo de Lucian y toqué. El ruido era tan espantoso como el sonido del teléfono que nos había despertado al amanecer en la casa del lago. Ambos dimos un salto hacia atrás, cuando de inmediato se abrió la puerta. Michelle estaba frente a nosotros, pálida y sin maquillaje, con los delgados labios comprimidos. Mientras que solo pasó su mirada por Lucian, a mí me vio como si lo que más le habría gustado hubiera sido cerrarme la puerta en las narices y de esa manera hacerme desaparecer para siempre; pero quizás eso era también lo que yo quería para mí.
Cuando abrió la puerta del todo, me vinieron unas súbitas ganas de darme la vuelta y salir corriendo.
Pero Lucian me echó hacia delante y de golpe me sentí como una prófuga que se entrega a la policía por voluntad propia.
Mi padre estaba sentado en la cocina, donde olía a sudor y humo de cigarro. Sobre la mesa había media botella de vodka y un cenicero con media docena de colillas secas. Hacía siete años que mi padre había dejado de fumar; yo misma le saqué la promesa de no volver a fumar. Junto al refrigerador, en el otro extremo de la cocina, se encontraba Faye. Su cabellera pelirroja estaba desordenada, y su vestido azul claro arrugado. Su aspecto era como si la hubieran arrastrado fuera de la cama. Debajo de ella se veía a Val. Mi hermanita tenía tomada a Faye por las piernas y su cara redonda asomaba entre estas como si fueran barrotes.
De todo esto me percaté en fracciones de segundo.
Era como una pieza teatral donde el director hubiera ordenado a los actores que congelaran la escena. Lo único que se movía era la familia Simpson en la tele de la pared, quienes se encontraban en su sala, a todas vistas helada, castañeteando los dientes.
«Papá, me congelo», se quejaba Bart Simpson con su voz de cómic.
«No te preocupes, hijo», le contestaba Homero, mostrándole un par de calcetines de lana y unas parkas: «Estos calcetines de lana y estas parkas te mantendrán caliente».
El tonito de la esposa de Homero fue remedado con la aguda voz de mi hermanita.
—¿Este es el asesino, papá? —preguntó Val y, a través de las piernas de Faye, señaló con el dedo a Lucian.
Desde la tele, Homero Simpson contestaba: «Yo pensaba que el calentamiento global se encargaría de esto. Sería mejor que Al Gore tirara la toalla».
—Faye, por favor —escuché la voz gritona de Michelle—, lleva a Val arriba, ¿me oyes?
De inmediato, Faye se dio la vuelta, tomó por el brazo a Val, quien se defendía contorneándose y gritando, y desapareció de la cocina. Imponente, la seguí con la mirada.
Mi padre apagó el televisor y la familia Simpson se esfumó. El silencio era abrumador.
—Papá, tengo que hablar contigo —mi hilo de voz resonó en mis oídos.
Mi padre se levantó con tal lentitud que me pareció que jamás iba a acabar de hacerlo. Llevaba la camisa mal abotonada, y de inmediato caí en la cuenta de que Janne se la había comprado hacía años en el Schanze, en Hamburgo, junto conmigo.
«Le queda tan bien —había dicho Janne—. Hace que sus ojos resalten».
Ahora los tenía inyectados en sangre. Colocó las palmas sobre la superficie de la mesa, y de un solo manotazo arrojó la botella, el vaso y el cenicero. Volaron cenizas por todas partes. Las colillas aterrizaron en el suelo, donde se repartieron en masas irregulares. El vaso se quebró en miles de fragmentos: algunos saltaron hasta la estantería, otros se deslizaron por el suelo como cubitos de hielo. El cenicero se partió en dos; fue un sonido diferente de cristal que se fragmenta: más claro, como una simple ruptura. Solo la botella de vodka quedó entera. Rodó por el suelo plano de la cocina hasta que quedó quieta como a un metro de nuestros pies. Sentí a Michelle a mi espalda. Parecía emanar frío de ella, y cuando miré la cara de mi padre me percaté del terrible error que había cometido al traer conmigo a Lucian.
—Papá, escúchame —repetí. Sentí mi lengua como apretada y mi padre aniquilaba cualquier otra palabra.
—No, Rebecca —y sonó tan tranquilo que sentí pánico—. No quiero que me digas nada. Ni una sola palabra.
Se acercó a Lucian, quien permanecía junto a mí como plantado en el suelo.
—¡Suéltala! —susurró, levantando el puño—. ¡Aparta los dedos de mi hija en este mismo instante!
—No, señor —la voz de Lucian sonó más tranquila que la de mi padre—. Y si no escucha a su hija, entonces tendrá que escucharme a mí.
—Creo que no nos hemos entendido bien —el puño de mi padre salió disparado, pero en vez de pegar en la cara de Lucian, lo agarró por el cuello de su chaqueta. Lo sacudió y yo me sacudí toda al mismo tiempo. Sentí la vibración en todo mi cuerpo. Lucian me tenía tomada de la mano con férreos dedos. Era como si se hubiera concentrado en no soltarme. Miré rápido a un lado, Faye había aparecido de nuevo en la cocina. Se puso junto a mi padre, con su expresión tranquila y concentrada. Michelle se encontraba apoyada en uno de los muebles de la cocina, no lejos de ella. Pero ni mi padre ni ella parecían percatarse de la presencia de Faye. Faye miró fijamente a Lucian, y él dejó de mirar a mi padre y la miró a ella. Luego se dirigió de nuevo a mi padre:
—Sea lo que sea que usted se haya propuesto, Rebecca y yo no vamos a separarnos —dijo.
Los ojos de mi padre parecían despedir fuego. Metió su mano libre en el bolsillo del pantalón y emití un grito ahogado. Durante un momento pensé que iba a sacar algún arma y, en cierto sentido, eso fue lo que hizo: puso el celular bajo la nariz de Lucian.
—Me puse en contacto con la policía —dijo—. Están enterados de que mi hija desapareció sin dejar rastro y probablemente se encuentra en manos de un psicópata. No necesito más que oprimir este botón y la policía se presentará aquí.
Mi padre abrió el celular.
—¡No lo hagas! —grité, fuera de mí. Corrí a sus brazos, pero mi padre me apartó como si no pesara nada, mientras que con la mano continuaba sosteniendo a Lucian con firmeza.
—¡Papá, por favor! —comencé a sollozar—. Deja que te explique; lo puedo aclarar todo. Lucian no es ningún asesino. Él es… él… él es…
—Yo sé quién es —me cortó la palabra mi padre—. No necesito explicaciones. Lo digo en serio, Rebecca. Cierra la boca. Una palabra de cualquiera de los dos y llamó a la policía.
Me eché para atrás. Suplicante, miré a Faye, pero ella meneó la cabeza suavemente sin perder de vista a Lucian, el cual me tenía agarrada férreamente.
Michelle ahora se me aproximó. Puso la mano en el hombro de mi padre y miró de Lucian hacia mí.
—Tu madre viene en camino, Rebecca —señaló—. Ayer le llamé. Ya está en el avión y aterrizará en cualquier momento.
—¡No! —dije, mirando a mi padre—. ¡No! ¡Michelle no pudo haber hecho tal cosa!
—Así es, Rebecca —mi padre estaba muy tranquilo—. Sí lo hizo, con todo mi consentimiento. Y Janne nos contó todo.
—Mi mamá se equivoca —salté de inmediato—. ¡Ella no conoce toda la historia! Por favor, papá, escúchame solo un momento…
Mi padre oprimió el botón de su celular con el pulgar.
—Aquí Alec Reed —escuché segundos después—. Vengan de inmediato a Delamore Street número 77. Mi hija regresó y el joven está con ella… Sí, exactamente, sí… gracias. Hasta pronto.
Mi padre volvió a meter el celular en el bolsillo del pantalón y soltó la chaqueta de Lucian.
—Se acabó el juego —dijo—. Tengas lo que tengas en la cabeza y cómo te las hayas arreglado para seguir a Rebecca, no vas a tocar ni un cabello de mi hija.
—Lo único que pasa por mi cabeza —repuso Lucian, tranquilo—, es el deseo de salvar la vida de Rebecca. Y para ello hemos de permanecer juntos. Si usted me separa de su hija, señor, no seré yo el asesino de Rebecca, sino usted.
Ahora mi padre se dispuso a golpearlo, pero esta vez su mano quedó colgando en el aire. Su rostro adoptó una expresión de desconcierto. Bajo la mano, miró hacia donde estaba Lucian y luego, impotente, hacia mí, como si yo hubiera realizado un excelente truco de magia.
Estaba agitada, pero traté de permanecer tranquila. Sabía lo que había ocurrido.
Mi padre miraba directamente a donde estaba Lucian, pero no lograba verlo. Su mirada vagó de un lado para otro, como si tuviera una alucinación, y evidentemente eso era lo que tenía pues, al igual que Faye, Lucian seguía en la cocina, pegado a mi costado. Yo sentía el calor de su cuerpo y de su mano, que apretaba firmemente mis dedos, y hasta percibía su aliento.
Michelle también estaba totalmente trastornada, y desde el marco de la puerta se oyó la voz de Val:
—¿Dónde está, caramba? —dijo angustiada y con voz de pajarito—. ¿Cómo lo hizo?
—¡Val! —Michelle corrió hacia su hija—. ¿Qué haces aquí? ¿Dónde está Faye?
—¿Y dónde…? —tartamudeó mi padre.
Sonó el timbre de la puerta. Dos, tres, cuatro sonidos estridentes, uno tras otro.
Mi padre salió de la cocina, y Michelle fue tras él.
Val se había acurrucado bajo la mesa, mientras que Faye hacía un ligero movimiento de cabeza en dirección a la puerta. Sentí cómo la mano de Lucian me soltaba. Desesperada, traté de impedírselo, pero Lucian se zafó. Entonces, me soltó del todo y se volteó hacia mí.
Su mirada era tranquila, y en ese momento sentí cómo me devolvía la confianza de que todo iba a salir bien. Como fuera, Lucian lo conseguiría. Su sonrisa me dio una vez más ese apoyo, luego se dirigió a la puerta de la cocina. Faye lo siguió. Se escucharon pisadas por el corredor. Oí una voz masculina desconocida y luego las voces de papá y de Michelle.
—Hace un momento estaba aquí…
—Desapareció sin dejar rastro…
—En un segundo…
Un policía entró en la cocina detrás de mi padre y Michelle, un rechoncho de cabello rojo zorro. En el hombro izquierdo, pegada a la insignia, resaltaba una mancha de aspecto pegajoso que parecía como excremento de gaviota.
Con las cejas juntas, miró de mí hacia mi padre.
—Puedo… —tartamudeó mi padre—. No me lo explico, Oficial. Hace un momento el joven todavía estaba aquí.
—¡¿Qué demonios está pasando?! —expresó Michelle entre dientes—. ¿Quién es ese tipo?
«Ahora mismo está saliendo de la cocina», dije con el pensamiento, pero en voz alta solté:
—No sé —y traté de no mirar en dirección hacia Faye, quien ahora abandonaba la cocina—. No tengo la menor idea de dónde esté.