37
Escuché el sonido como en sueños. Venía de lejos, pero fue acercándose más y más, y haciéndose cada vez más alto, hasta que se volvió estridente en mis oídos.
Abrí los ojos. Afuera el día clareaba, y en el cuarto hacía frío y yo tiritaba.
Lucian estaba despierto. Tomó mi mano y no se movió. Tampoco yo lo hice.
El teléfono sonaba. Era el sonido más desagradable, ajeno y al mismo tiempo real, que yo hubiera oído. Duró poco. Cuando calló, nosotros seguimos también callados.
El gato estaba a los pies de la cama, bostezó y abrió un ojo, como si quisiera cerciorarse de que aún estábamos allí.
Fue Lucian quien rompió el silencio.
—Volverá a suceder.
—¿Qué quieres decir? —susurré, aunque no había ningún motivo para hablar bajo.
—El sueño —señaló Lucian. Estaba acostado de lado y me miraba de hito en hito.
Sus ojos nunca habían estado tan luminosos, ni las sombras debajo de ellos tan profundas. De pronto, su piel me pareció demasiado delicada, casi permeable.
Sacudí la cabeza. Era el primer movimiento que hacía desde que me desperté, y fue uno muy fuerte.
—No —dije, y mi voz sonó tan aguda por todo el cuarto que el gato, espantado, saltó de la cama y desapareció por la puerta—. ¡No, porque lo impediremos!
—No podemos impedirlo, Rebecca —la voz de Lucian sonó tranquila.
—¿Qué estas diciendo? —me incorporé—. ¡Claro que podemos impedirlo! Estamos aquí y no hay ningún candil ni alfombra verde. Tú mismo lo has dicho. Aquí estamos seguros.
—Volverá a suceder —repitió Lucian sin tonalidad.
—¿Cómo lo sabes? —ahora grité. ¡¿Maldita sea, cómo podía estar ahí acostado y decirme una cosa así?! Cerré los puños. Me venían deseos de golpetearle el pecho—. ¿De dónde?
Lucian me tomó del brazo y me atrajo hacia él.
—Rebecca —me susurró al oído—. Rebecca, escúchame, ¿quieres? Por favor, escúchame.
No tuve energía ni para asentir.
—Ayer, cuando estábamos en aquella montaña y mirábamos la punta de la cola del lago, me preguntaste si podía acordarme de quién había sido yo. Te respondí que no lo recordaba, pero que lo podía sentir. Y así es. Siento de dónde vengo, Rebecca. Y siento que lo ocurrido volverá a pasar. Solo que no tengo palabras para expresarlo y por eso no puedo explicártelo.
Se apartó un poco de mí, para poder verme la cara. Sus pómulos resaltaban más que antes.
—No tengo palabras para explicarlo, pero siento que ha ocurrido.
Tiré de la punta de la cobija y la retorcí en una estrecha espiral hasta que me quemó la piel de los dedos.
—Inténtalo —le dije—. ¡Por favor, inténtalo siquiera!
Lucian también se incorporó e inclinó la cabeza hacia la pared. Parecía agotado.
—Ayer me hablaste de esa muchacha pelirroja de la playa, la niñera de tu hermanita.
—Faye —murmuré.
—Esta noche he vuelto a soñar con ella —las manos de Lucian estaban en su regazo con las palmas vueltas hacia arriba; las contemplaba pensativamente—. Estábamos sentados con ella en la playa, pero esta vez había alguien más. Una niña pequeña de rizos rubios.
—Val —dije—. Es mi hermana pequeña.
Lucian asintió casi sin darle importancia y se quedó mirando sus manos fijamente.
—Estaba sentada en el regazo de Faye y le jalaba los cabellos rojos. De repente le preguntó: «¿Si me muero, estaré sola?». Faye rio y le contestó: «No estarás sola». Y luego nos miró, y añadió: «Tú nunca estarás sola. Siempre hay alguien contigo».
Nuestras miradas se encontraron, se entrelazaron e intentaron adherirse una a la otra.
—Cuando Faye levantó la mano para apartarse el cabello de la cara —prosiguió Lucian—, le vi las palmas y eran como dijiste anoche. Faye no tenía líneas y supe que no era un ser humano, sino… como yo, pero no tenía a nadie a su lado.
Lucian me tomó la mano y siguió las finas líneas con las yemas de sus dedos.
—¿Qué había pasado con el ser humano de Faye? —preguntó en voz baja.
Mortificada, gemí. No quería que tuviera que hablar de esto aquí. Prefería que todo quedara como estaba. Pero, pese a todo, se lo narré. Le relaté cómo Faye y Finn habían salido corriendo de la casa antes de que ardiera y sobrevivieran al incendio. Esto lo remarqué obstinadamente. Lucian me acarició la mejilla con la punta del dedo.
—¿Y luego? —preguntó con suavidad.
—Entonces permanecieron juntos —le dije.
—¿Cuánto tiempo?
Me mordí los labios.
—Diez años —dudé sobre si había dicho diez minutos.
—¿Y qué ocurrió luego?
Cerré los ojos:
—Finn se enfermó —susurré—. Faye quiso ir por un médico. Cuando regresó, Finn había fallecido.
—Y Faye se quedó sola. —Lucian dijo esto como una afirmación, no como pregunta.
—Sí —corroboré. Me sentía mal. No quería pensar en Finn y Faye. No quería pensar en la muerte. Sobre todo, no quería pensar. Quería echar la cobija sobre nosotros dos, y que bajo ella ambos desapareciéramos para siempre.
—¿Qué significa esto para ti ahora? —le pregunté a Lucian—. ¿Qué significa para los dos?
Me dolía expresarlo; era un auténtico dolor corporal, diferente del que ocasionó nuestra separación pero igual de insoportable.
—¿Puedes… quieres… regresar?
Pensé en las palabras de Faye: «Ambos tienen que querer», dijo. Me así fuerte de Lucian y él puso el brazo en torno a mí, pero esta vez me sujetó tan fuerte como yo a él.
—No —susurró en mi cuello—. No quiero regresar. No te dejaré sola. Me he convertido en ser humano porque te amo. Me transformé en hombre porque quise salvar tu vida, y los ángeles no pueden salvar, ¿no es así?
Tomó mi cara en sus manos.
—Tenemos que tratar de vivir juntos hasta que ocurra. Hemos de intentar no separarnos. Esta es nuestra única oportunidad.
—¿A qué viene eso de intentar? —grité como loca—. Deja de decir que sucederá. ¡No tiene que ocurrir! En el caso de Finn, la casa se incendió. Novell se suicidó. Un incendio nadie lo puede evitar y el suicidio no entra en mis planes. ¡Con nosotros es diferente, Lucian! Con nosotros se trata de un cuarto extraño que ni siquiera conocemos, que nada tiene que ver con mi vida. ¿Quién dice, pues, que debo aterrizar en ese cuarto de mierda?
—Rebecca —acarició mi pelo—, tú acabas de preguntármelo y yo te he dicho que sucederá.
—¿Cómo lo sabes?
Yo no podía, no quería quedarme tranquila con sus explicaciones; ¡ni siquiera lo eran!
Lucian miró por la ventana. Afuera ya casi había clareado del todo.
—¿Cómo sabes que tu vida está por acabarse? —preguntó, en vez de responderme—. ¿De dónde sabes que un día vas a tener que morir?
—¿Cómo va a ser de otra forma? —bufé—. No hay comparación. Todo. ser humano sabe que alguna vez tiene que morir.
—Eso es correcto —asintió—. Pero ¿cómo lo sabe?
—Pues porque todos mueren en determinado momento.
—¿Y de dónde sabes tú que no será diferente en tu caso, que contigo no se hará ninguna excepción?
—Porque… porque… ¡Ay maldita sea! —gemí, acorralada—. Me importa una mierda el que alguna vez tenga que morir; no se trata de eso. Se trata de ahora. Se trata de nosotros. Si creyera que no es posible cambiar nada, no estaría aquí, me habría quedado en Los Ángeles y me habría conformado con mi asquerosa suerte. ¡Pero no lo he hecho ni lo voy a hacer!
Callé rabiosa, mientras Lucian me acariciaba el pelo suavemente. A diferencia de mí, guardó silencio con más suavidad, pero eso me lo dijo todo: mis palabras no le habían llegado.
El cuarto se enfriaba cada vez más. Cuando tomé mi blusa recordé el sueño de Lucian acerca del mono de papel maché y la cubeta con pintura. ¡Esa es la mejor prueba! Le conté de atelier en Hamburgo y de la cocina sucia.
—Me pasó tal como lo soñaste, pero estaba preparada, de modo que impedí que la cubeta me cayera encima… Por tanto… —miré a Lucian, triunfante—, no pasó. El aspecto del cuarto según el sueño lo conocemos de sobra. Por principio de cuentas, a nosotros no va a sucedernos, como a Faye con Finn. Aún si existiera esa habitación, lo único que tenemos que hacer es ¡no poner un pie ahí!
Me inundó nueva energía. Puse la mano en el brazo de Lucian.
—Regresemos con mi padre y hablemos con él —propuse, resuelta—. Él no es como Janne. Él también me protegerá y me escuchará. Nos escuchará y procurará ayudarnos.
—¿Sabe siquiera dónde estás? —preguntó Lucian.
—No —repuse—, y por primera vez desde que estoy aquí me doy cuenta de que mi padre no ha sabido absolutamente nada de mí desde hace dos días y dos noches.
«Podemos hablar con él —repetí, testaruda—. Nos va a ayudar y procurará que estemos juntos».
—¿Cómo lo sabes? —preguntó Lucian.
Afuera cantó un pájaro, y yo me quede mirando a Lucian.
—Sencillamente lo sé; igual que tú.
La expresión de Lucian cambió. En su rostro apareció color nuevo, a sus ojos regresó el resplandor y las sombras se aclararon. La comisura izquierda de su boca se estremeció y se convirtió en la suave sonrisa que yo tanto amaba. Inhalé profundamente.
—¡Quiero una segunda oportunidad, Lucian! ¡Quiero una oportunidad contigo!
Lucian se recostó y miró al techo.
—Bien —respondió sin mirarme. Se volvió a incorporar—. Pongámonos en camino.