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feather

La luna había avanzado un poco más. Ahora se encontraba entre los árboles y su argéntea luz pasaba entre las hojas oscuras y llegaba al prado. Nos habíamos sentado juntos en los peldaños de la escalera del porche. Nuestras rodillas se tocaban; era casi como en la Falkensteiner Ufer, solo que esta vez había puesto el brazo en torno a mí y yo me había pegado fuertemente a él.

El gato había regresado con un ratón muerto entre sus dientes. Lo colocó en la hierba delante del porche y se acostó con la cabeza bien erguida. Desde donde estábamos daba la impresión de ser una negra esfinge en medio de la espesura. El viento rozaba suavemente las copas de los árboles: era como un suave murmullo, casi un susurro. La hierba oscura estaba crecida, en algunos lugares había brotado maleza y en uno de los árboles se apoyaba una pala roja de juguete.

Era extraño; antes, para mí solo existía el porche; quizá no propiamente este sino la persona que estaba en ese lugar. También en este momento contaba solo Lucian, pero el mundo circundante ahora participaba de nosotros, se había fusionado con nosotros y con la noche que irrumpía.

El gato se levantó, subió los escalones con sus patas almohadilladas y se estiró entre las piernas de Lucian. Me pregunté si los animales experimentaban lo que los seres humanos no podemos explicar con palabras. Cuando Lucian acarició la pelambrera negra del animal, este comenzó a ronronear suavemente y luego se escabulló. Nos volteamos y vimos que el minino había saltado a la mecedora; giró un par de veces en torno a sí mismo y se acurrucó, haciendo un ovillo, con la cabeza dirigida hacia nosotros; cerró un ojo y mantuvo el otro abierto.

Nos colocamos el uno frente al otro, Lucian tomó mis manos.

—Tengo que decirte algo —era solo una frase, pero la dijimos al mismo tiempo, como si los dos fuéramos una sola persona.

Yo quise continuar, pero Lucian me apretó la mano con firmeza.

—Primero tienes que escucharme a mí —me sugirió insistentemente.

Torció el gesto. La mandíbula y las venas de su frente pulsaban y capté lo mucho que estaba luchando consigo mismo. Comprendí entonces que debía dejar que primero se expresara él para presentarle mi verdad con cierto tiento, pues no tenía duda alguna de que aún no sabía quién era.

—¡Hey! —dije, y le sonreí—. Try me. Tengo tiempo.

—¿Recuerdas —me preguntó con suavidad—, que me dijiste que debía tratar de soñar acerca de cuándo fue la última vez que te había visto?

Asentí y miré hacia el prado. La luz de la luna caía ahora directamente sobre la pala de juguete. Su color rojo brillaba en medio del oscuro verdor.

—Lo intenté —prosiguió—. La misma noche en que te encontré con tu madre y tu amiga en el bar. Primero no lo conseguí, pero luego seguí las indicaciones del libro de tu madre. Deseé tener ese sueño una y otra vez, pero me concentré en ello cada vez con más fuerza, hasta que… lo conseguí, —y cerró los ojos.

El viento nos trajo el aire frío del lago.

—Estábamos ante una puerta —continuó—. Tú bajaste la manija y entonces ambos entramos en el cuarto.

—¿Con una alfombra verde, una araña de luces? —le pregunté sin ningún énfasis.

Lucian me miró desconcertado y luego reanudó su narración; la voz sonaba áspera, como si se le hubiera formado un nudo en la garganta.

—La alfombra era verde —repitió—. Era una cosa blanda escandalosamente fea. Las paredes de la habitación estaban cubiertas de madera. Del techo colgaba una araña de luz, un candelabro enorme y pesado. En algún lado tenía que haber una ventana abierta, pues las gotas de cristal de la araña se movieron por la corriente de la puerta abierta y sonaron al darse unas contra otras.

Involuntariamente, me giré y miré la ventana, tras la cual se henchían las cortinas. Lucian movió la cabeza con una sonrisa apenas dibujada.

—No sé de qué habitación se trataba —continuó—. Desde luego no esa. En el medio había una cama con un cobertor floreado. Sobre la cama había un cuadro cursi de verdes prados y montes, y tú… —Lucian pasó los dedos por los barrotes de madera del barandal de la escalera—… eras lo único hermoso en ese cuarto. Como siempre, no había contacto entre los dos, pero parecías feliz. Pasaste la mano por el cobertor, te reíste y entonces sucedió.

—¿Qué? —me quedé sin aliento. Era como si el sueño de Lucian se hubiera iniciado unos minutos antes que el mío—. ¿Qué sucedió?

—Comenzaste a cantar —reanudó la conversación—, una cancioncita tonta: Heidi, Heidi… Te veías tan traviesa —me miró triste—… de repente sentí que te amaba. Era la primera vez que yo sentía algo y reaccioné ante ti. Y luego se despertaron en mí otros sentimientos. Quería tocarte, hablarte, reír contigo, besarte. Y tú… —meneó la cabeza—, dejaste de cantar. Miraste en derredor, sorprendida, y comenzaste a girar por el cuarto. Se veía que estabas buscando a alguien.

Lucian dirigió la mirada a la mecedora. Seguí su mirada. Ahora el gato había cerrado ambos ojos y parecía dormir. Extrañamente, se podría afirmar que entendía cada palabra que decíamos.

—Creo que estabas buscándome, Rebecca —prosiguió—, pero no me veías. Estabas confundida y luego triste. Yo no podía decir nada, pero todo el tiempo tuve ese pensamiento: hacerte ver que estaba presente, tocarte. De repente sentí que daría cualquier cosa por poder tocarte aunque fuera una vez. Y entonces…

Lucian se interrumpió, mortificado. El gato erguía las orejas. Una parte de la cortina salía por la ventana, impulsada por el viento; un velo blanco y tenue.

—¿Qué ocurrió entonces?

—Apagón —expresó—. El sueño se transformó en pesadilla; de repente, como si la escena de una película se hubiera enganchado con la de otra. Había fragmentos de cerámica. Había sangre. Me miraste directamente a los ojos. Y luego me suplicaste que te dejara vivir. —Lucian ocultó la cara en sus manos—. ¡Santo Dios, Rebecca! ¿Qué hice? ¡Tengo tanto pavor de que vuelva a ocurrir! ¡De que se vuelva realidad, como ha ocurrido con los demás sueños! ¡De que yo sea el culpable…! Por eso fui con tu madre: ella tenía que mandarte lo más lejos posible de mí…

Lucian hundió la cabeza y, por un rato, solo nos quedamos allí sentados y callamos.

—¿Qué ocurrió después? —pregunté—. ¿Qué ocurrió después de esa noche, luego de que hablaste con Janne?

Lucian levantó una hoja que se encontraba en el porche. La aplanó pasándole el dedo.

—Tuve dolores, dolores indescriptibles y que, simplemente, no cesaban —estrujó la hoja entre sus manos—. Debería haberme abstenido, pero vi claro que tú no lo soportarías.

No necesité siquiera asentir.

—Por eso —prosiguió—, y solo te he seguido.

—¿Te acordaste, entonces? —dije sonriendo.

Lucian asintió.

—Cuando el avión aterrizó en San Francisco, los dolores cesaron.

Abrió la mano y echó la hoja desmenuzada al prado. La luna desapareció tras los árboles y, de repente, todo en derredor nuestro quedó sumido en tinieblas. Lucian se levantó de los escalones y se fundió con la negrura. Brotó la llama de un encendedor y vi que Lucian prendía la luz de un quinqué que había sobre la mesa del porche.

El gato maulló.

Cuando Lucian regresó con el quinqué en la mano y se sentó frente a mí en los escalones, su rostro quedó entre luz y sombras.

—¿Por qué no tienes ningún miedo de mí, Rebecca? —preguntó a media voz, y colocó el quinqué en el escalón entre ambos—. ¿Por qué no huyes gritando? Yo podría ser tu asesino.

«No lo eres», pensé. «Tú eres mi ángel». Nuestras sombras danzaban ahora sobre el piso de madera del porche. Pensé en Faye, quien averiguó quién era Finn. Pensé en Tyger, quien había descubierto lo de Lovell gracias a Faye. Y reflexioné acerca de cómo ambos, Faye y Tyger, me aclararon, de diferente manera cada uno, quién era Lucian.

Ahora era mi turno hacerlo.

No había meditado cómo debería empezar y dije lo primero que me pasó por la cabeza.

—¿Te acuerdas del sueño de la chica en la playa? ¿La pelirroja de vestido plateado?

—Sí —corroboró, desconcertado—. ¿Por qué lo preguntas?

—La conocí —repuse.

Lucian se apoyó en la barandilla de las escaleras. En lontananza llegaba el ronroneo de una moto.

—Se llama Faye —proseguí—. Es la niñera de mi hermanita; viajé con ella a la playa; nos sentamos exactamente en el lugar donde tú nos viste en el sueño, y ella me contó que la razón de que mis dolores cesaran de repente fuiste tú, porque me habías seguido.

—¡Momento! —me interrumpió Lucian, meneando la cabeza—. ¿Cómo supo esa chica lo que hice? ¿Quién es ella? ¿De qué me conoce?

—A ti no te conoce —repliqué—, pero lo sabía porque ella, igual que tú, no… —titubeé—… porque ella, al igual que tú, no tiene líneas en la mano. Puede volverse invisible, no muere y antaño fue un ser humano sin pasado. ¿Te acuerdas de tu anfitrión en Hamburgo? —Lucian asintió y juntó el entrecejo, aturdido—. También él es como tú. Por eso te encontró en Hamburgo. No fue ninguna casualidad, Lucian. Morton Tyger te acogió porque eres diferente; él se enteró de tu existencia.

—¿Cómo sabes todo esto? —me preguntó, desconfiado—. ¿Y cómo es que conoces, así de golpe, su nombre?

—No de golpe —suspiré—. Yo conocía a Tyger mucho antes que a ti. Era mi profesor de inglés en Hamburgo. De todos modos, yo no sabía entonces que él te había permitido vivir en su casa.

—¿Qué? —ahora Lucian estaba totalmente pasmado y se inclinó hacia atrás ligeramente—. Pero ¿por qué… él no me ha contado nada de todo esto?

Meneé la cabeza. Las razones de los actos de Tyger no pertenecen a este mundo; al menos era mejor que esto lo dejáramos por las buenas.

—Cuando desapareciste aquella noche luego de hablar con Janne, ya era demasiado tarde —proseguí—. Él te buscó por todas partes y luego supo, por Faye, que andabas cerca de mí. Así que voló a Los Ángeles. Ha sido por él y por Faye que me he enterado de todo lo que sé acerca de nosotros dos.

Levantando la mano, Lucian interrumpió lo que yo decía.

—Lo siento —dijo—, pero no entiendo nada.

Se me quedó mirando y su voz sonó en extremo suspicaz.

Torcí la boca; no sabía si había comenzado como debía, pero ahora ya estaba metida en esto y, aunque lentamente, tenía que llegar al fondo del asunto. Pero ¿cómo?

Me arrodillé allí mismo, en los escalones, delante de Lucian, de modo que nuestros ojos estuvieran a la misma altura. Su pálido rostro relucía a la luz del quinqué.

—¿Qué pensarías si te dijera que no venimos solos a este mundo? —susurré—. ¿Qué pensarías si con cada ser humano nace un ángel que lo acompaña desde el nacimiento hasta la muerte? ¿Y qué pasaría —puse mi mano sobre la suya—, si un ángel amara?

Lucian se encogió repentinamente. No parecía estar comprendiendo. Igual había reaccionado yo cuando Tyger me lo explicó. Lucian apretó los labios y meneó la cabeza, pero no me contradijo. Solo me observó con una mirada vacía.

—Todos los sueños que has tenido sobre mí en los últimos meses —susurré—. «No hay contacto», dijiste. Tú no tuviste nunca ningún contacto conmigo, salvo una sola vez. Cuando yo era una niña pequeña y estaba en el hospital porque me había caído del columpio, me ingresaron a Cuidados Intensivos y casi morí. Entonces te vi, Lucian. Tuviste contacto conmigo, porque en ese momento te vi por primera vez. Tú eras Lu. Pero los médicos salvaron mi vida y de nuevo te volviste invisible.

Acaricié con mis dedos la palma de la mano de Lucian.

—¿Qué dirías si —le pregunté—, en los breves segundos en esa habitación de la alfombra verde hubiera notado de nuevo que estabas allí y hubiera estado buscándote y tu deseo de estar cerca de mí hubiera coincidido repentinamente con el mío?

Las cejas oscuras de Lucian se juntaron, abrió la boca, pero yo le puse el dedo sobre los labios.

—Que tu deseo de tocarme haya conducido a mi muerte tuvo que haber sido una horrenda casualidad —conjeturé—, pero no fue tu culpa. Supliqué por mi vida y tú quisiste salvarme, pero no podías hacerlo porque eras un ángel y los ángeles no pueden hacer nada, salvo acompañar.

Me aproximé más a Lucian y seguí hablando.

—Quizás en ese instante deseaste convertirte en ser humano y tu deseo se cumplió —continué con voz queda—, y entonces te presentaste como persona ante mi ventana, sin líneas en la mano, sin recuerdos de tu existencia previa, sin nada salvo tus sueños. ¿Te puedes imaginar eso?

Lucian callaba. Su cuerpo flaco proyectaba una larga sombra sobre el porche, y el gato saltó con sigilosas patas por esa sombra, de modo que se volvió invisible por un momento. Luego reapareció a la luz del quinqué, se deslizó sin ruido delante de la ventana, se dispuso a saltar de nuevo y se esfumó en el interior de la casa.

—La noche que me quedé contigo —susurré, y mi rostro estaban tan cerca del suyo que sentí en mi piel la respiración de Lucian—, me miraste y dijiste que te parecía que me faltaba algo que los demás tienen. Lo que me faltaba eras tú, Lucian. Me faltabas porque ya no estabas a mi lado como un ángel, sino como una persona.

Lucian levantó las manos, asombrado, y comprendí que tras su rostro se derrumbaba un mundo y de los pedazos surgía uno nuevo. Lucian había comprendido quién era.

—¿Me crees? —susurré.

Seguimos al gato, y la reducida habitación a la que llegamos era la misma en la que había dormido de niña. Lucian había pasado aquí su última noche. Cómo había llegado hasta aquí, yo todavía no lo sabía, pero tampoco tenía la menor importancia.

La sábana sobre la que estábamos sentados todavía olía a él, y el quinqué seguía sobre la mesita frente a la ventana. El cielo había tomado un azul muy profundo y la pequeña llama hacía que nuestras sombras danzaran por el cuarto. El gato había desaparecido en algún lugar de la casa.

—Sí te creo —susurró Lucian.

Me quité el suéter, luego el traje de baño; él se quitó los jeans y la camisa. Sentí su cercanía cálida y viva. Era más real que nunca antes, y yo no recordaba haberme sentido alguna vez como ahora. En su rostro había una luminosidad completamente humana. Me atrajo hacia sí con un suave movimiento, y entonces sus manos comenzaron a explorar todo mi cuerpo; también yo palpé el suyo entero: sus brazos, sus hombros, la columna de su tersa y musculosa espalda, y los omóplatos, que se contrajeron bajo las yemas de mis dedos.

Aunque no hablábamos, ya no estábamos quietos. El aliento de Lucian y el mío fusionaron, ya no había manera de distinguirlos, y el ruido llenó la habitación. Su cuerpo se deslizó sobre el mío, y lo que siguió fue como zambullirse en lo hondo del agua, solo que infinitamente más bello.

La cabeza de Lucian se sumió sobre mi pecho, el quinqué se había apagado hacía rato, y el cielo que se veía tras la ventana estaba pálido por la madrugada.

—¿Quieres dormir conmigo? —murmuró, mientras mis dedos acariciaban su cabello húmedo—. ¿Quieres dormir conmigo, Blancanieves?

Yo asentí, sonreí, y me sentí tan maravillosamente cansada como no me había sentido desde hacía mucho tiempo.